Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Il Conde

[Cuento - Texto completo.]

Joseph Conrad

Vedi Napoli e poi mori.

La primera vez que conversamos fue en el Museo Nacional de Nápoles, en una de las salas de la planta baja en la que se expone la famosa colección de esculturas de bronce encontradas en Herculano y Pompeya, ese maravilloso legado del arte antiguo cuya delicada perfección nos ha sido preservada de la catastrófica furia de un volcán.

Fue él quien comenzó la charla a propósito del célebre Hermes yacente. Lo habíamos estado contemplando juntos y dijo lo que suele comentarse sobre esa pieza tan admirable. Nada demasiado profundo. Su gusto era en realidad más natural que cultivado. Resultaba evidente que había visto muchas cosas delicadas en su vida y que las apreciaba: pero no usaba la jerga del dilettante o del connoisseur, una tribu odiosa, por otra parte. Hablaba como un hombre de mundo inteligente, el perfecto caballero al que nada perturba.

Nos conocíamos de vista desde hacía ya varios días. Estábamos alojados en el mismo hotel —un lugar razonable, no exageradamente de moda— y yo me había percatado ya de su presencia en el vestíbulo un par de veces. Supuse que se trataba de un cliente antiguo y respetable. La reverencia del conserje del hotel era lo bastante deferente y él respondía con una cortesía familiar. Para los criados era II Conde. En esos días se produjo cierto episodio sobre el parasol de un hombre —de seda amarilla con forro blanco— que los camareros habían descubierto junto a la puerta del comedor. Nuestro portero, un hombre con un uniforme cubierto de reflejos dorados, lo reconoció y escuché que se dirigía a uno de los ascensoristas para que alcanzara corriendo al Conde y se lo diera. Tal vez fuera el único conde alojado en el hotel, o simplemente que su fidelidad a la casa le hubiese conferido la distinción de ser el Conde par excellence.

Después de nuestra charla en el museo por la mañana (donde, por cierto, había expresado su desagrado por los bustos y estatuas de los emperadores romanos de la galería de los mármoles porque sus caras eran demasiado rígidas para su gusto), no consideré inapropiado proponerle aquella misma noche que compartiera su pequeña mesa conmigo, sobre todo después de ver lo lleno que estaba el comedor. A juzgar por la tranquila urbanidad con que dio su consentimiento, él tampoco lo consideró de esa manera. Tenía una atractiva sonrisa.

Solía cenar con chaleco y smoking (así lo llamaba él) con corbata negra. Todas las piezas eran de un corte excelente, aunque no nuevas, como es obligado. En lo que se refería a su forma de vestir, era de lo más correcto a cualquier hora del día o de la noche. No había duda de que su vida entera había sido correcta, ordenada y convencional, y que jamás se había visto perturbada por acontecimientos inesperados. Aquel pelo blanco peinado hacia atrás sobre su solemne frente le daba el aspecto de un hombre idealista e imaginativo. Su bigote blanco, espeso pero cuidadosamente cortado y arreglado, tenía en el centro una agradable mancha dorada. Desde la parte opuesta de la mesa me llegó un ligero olor a un extraordinario perfume y a puro de calidad (un olor, este último, con el que no resulta fácil dar en Italia), pero eran sus ojos los que delataban más claramente su edad. Tenían un aspecto un poco cansado, con los párpados arrugados. Debía de tener sesenta, puede que algunos años más. Era hablador. No me atrevería a calificarlo de cotilla, pero no había duda de que le gustaba hablar.

Al parecer había estado probando varios climas: Abbazia, la Riviera y algún que otro sitio, pero el único que le sentaba bien era el clima del golfo de Nápoles. Los antiguos romanos, aquellos hombres tan sabios —eso me dijo— para el arte de vivir, sabían lo que hacían cuando ordenaron construir sus villas sobre estas orillas, en Baiae, en Vico, en Capri. Se trasladaron al mar en busca de salud y se llevaron con ellos a sus comitivas de mimos y flautistas para que los entretuvieran en sus ratos libres. Parecía verosímil que los ciudadanos romanos de las clases altas tuvieran predisposición a las más dolorosas afecciones reumáticas.

Aquélla fue la única opinión personal que oí de sus labios. No estaba fundada en ningún conocimiento erudito, porque de los romanos no sabía más de lo que suele saber cualquier hombre de mundo medianamente informado. Hablaba por propia experiencia. Él mismo había sufrido una peligrosa afección reumática hasta que encontró alivio en este mismo rincón del sur de Europa.

Aquello había sucedido hacía ya tres años, y desde entonces se había trasladado a las orillas del golfo, vivía en uno de los hoteles de Sorrento o en una pequeña villa que alquilaba en Capri. Tenía un piano y unos cuantos libros, y solía hacer amistades pasajeras de un día, una semana o un mes entre aquel flujo de viajeros que transitaba toda Europa. Uno se lo podía imaginar dando paseos por las calles y vías, trabando amistad con mendigos, tenderos, niños, campesinos, dirigiéndose amablemente a los contadini sobre las vallas y regresando a su habitación o a su villa para sentarse frente al piano, con su pelo blanco peinado hacia atrás y su espeso y arreglado bigote, “a tocar un poco de música para mí mismo”. Y, como es lógico, junto a él estaba Nápoles con toda su vida, su agitación y su ópera. Para tener buena salud, aseguró, hacía falta un poco de entretenimiento. Mimos y flautistas, por supuesto, aunque en su caso, y a diferencia de los magnates de la antigua Roma, él no tenía que atender ningún asunto en la ciudad que lo alejara de aquellas moderadas delicias. No tenía ninguna obligación, y lo más probable era que no hubiese tenido nunca en su vida asuntos graves que atender. Llevaba una amable existencia, con sus alegrías y penas reguladas por el curso de la Naturaleza —bodas, nacimiento y muertes—, y establecidas según las costumbres prescritas de la buena sociedad.

Era viudo, y, cuando llegaban los meses de julio y agosto, se arriesgaba a cruzar los Alpes durante seis semanas para visitar a su hija casada, de quien me dijo el nombre; se trataba de una familia muy aristócrata. Tenía un castillo —creo que en Bohemia—, aunque es curioso que nunca llegara a mencionar su propio nombre. Seguramente imaginaba que lo había visto en la lista de huéspedes cuando lo cierto es que nunca lo miré. Fuera cual fuera, era un buen europeo —que yo supiera, hablaba cuatro idiomas— y era un hombre de fortuna. No de una gran fortuna, como era evidente. Supongo que ser extremadamente rico le habría parecido impropio, outré, demasiado molesto. Por otra parte, ni siquiera hace falta añadir que no había sido él quien había amasado aquella fortuna. No es posible amasar una fortuna sin tener cierta dureza de carácter. Se trata de una cuestión de temperamento elemental y el suyo era demasiado amable para la lucha. Durante el transcurso de la conversación, hizo mención a su finca de manera totalmente casual, en un momento en el que se estaba refiriendo a aquella dolorosa y alarmante afección reumática. Un año en el que cometió la imprudencia de quedarse al otro lado de los Alpes hasta mediados de septiembre, tuvo que guardar cama durante tres meses en aquella solitaria casa de campo sin más compañía que su mayordomo y la pareja de guardas. Había ido solo un par de días porque tenía una reunión con su agente inmobiliario. Se había prometido a sí mismo no volver a cometer aquel tipo de imprudencias nunca más en la vida. Las primeras semanas de septiembre lo encontrarían a orillas de su querido golfo. Cuando uno está acostumbrado a viajar suele encontrarse alguna que otra vez con ese tipo de personas, cuya única ocupación parece ser la espera de lo inevitable. Las muertes y las bodas suelen puntear su soledad y uno no puede culparlos de que deseen que la espera sea lo más leve posible. Como él mismo dijo: “A mi edad, no tener ningún tipo de dolor físico es una cuestión prioritaria”.

No debe pensarse tampoco que fuera un aburrido hipocondríaco. Era demasiado bien educado para ser una molestia. Tenía buen ojo para las pequeñas debilidades humanas, un ojo afable. Como compañero era relajado, fácil y agradable para pasar con él las horas de la sobremesa. Coincidimos durante tres noches y luego tuve que abandonar Nápoles a toda prisa para cuidar a un amigo que había enfermado de gravedad en Taormina. II Conde no tenía nada que hacer y me acompañó a la estación para despedirse. Yo me encontraba algo trastornado y su ociosidad estaba siempre dispuesta para la gentileza, pero no se podía concluir que fuera por ello un hombre indolente.

Recorrió el tren asomándose a los vagones para encontrarme un buen asiento y a continuación se quedó charlando conmigo alegremente desde abajo. Me confesó que me iba a echar de menos aquella noche y me anunció que, después de cenar, tenía intención de ir a escuchar la orquesta en el jardín público la Villa Nazionale. Pasaría el rato escuchando un poco de buena música y contemplando a la alta sociedad. Suponía que habría mucha gente, como de costumbre.

Todavía me parece tenerlo frente a mí con su rostro alzado, sus ojos cansados y su agradable sonrisa bajo su abundante bigote. Cuando el tren comenzó a moverse, se dirigió a mí en dos idiomas, primero en francés, diciendo Bon voyage, luego en su excelente inglés, tal vez demasiado enfático, y tratando de animarme después de haber comprobado lo preocupado que estaba: “¡Todo irá estupendamente bien!”.

La enfermedad de mi amigo entró afortunadamente en una fase más favorable y a los diez días regresé a Nápoles. No puedo decir que hubiese pensado mucho en II Conde en mi ausencia, pero al llegar al comedor lo busqué automáticamente en su sitio habitual. Imaginaba que habría vuelto a Sorrento y a su piano, sus libros, su pesca. Era muy amigo de todos los marineros y, cuando se embarcaba, le gustaba pescar con sedal. Distinguí su cabeza blanca entre aquella multitud de cabezas, pero había algo raro en su actitud que podía percibirse hasta en la distancia. En vez de estar sentado con la espalda erguida y observando a su alrededor con urbanidad, estaba inclinado sobre el plato. Estuve un buen rato detenido a su lado hasta que miró hacia arriba, un poco salvajemente, si es que puede relacionarse de alguna manera una palabra tan fuerte con su correcta apariencia.

—¡Ah, mi querido señor! ¿Es usted? —me saludó—. Espero que todo haya ido bien.

Fue muy amable al acordarse de mi amigo. Lo cierto es que siempre era amable, con esa amabilidad de la gente que es sinceramente humana, pero en aquella ocasión le costó un gran esfuerzo y todos sus intentos de entablar conversación eran medio tediosos. Por un instante se me ocurrió que tal vez se encontraba indispuesto, pero antes de que llegara a formular la pregunta, murmuró:

—Aquí me tiene usted, muy triste.

—Lo siento mucho —respondí—. Espero que no haya tenido malas noticias.

Me respondió que era muy amable al preocuparme por él, pero no, no se trataba de aquello, gracias a Dios, y luego se quedó muy quieto, como si estuviera conteniendo la respiración. A continuación se acercó un poco y, en un extraño tono de respetuosa vergüenza, me confió:

—Lo cierto es que me ha sucedido una aventura de lo más… ¿cómo diría yo?, espantosa.

La energía del epíteto ya era lo bastante extraordinaria en aquel hombre de sentimientos moderados y comedido vocabulario. Habría jurado que con la palabra habría bastado para describir holgadamente la peor de las experiencias que le hubiese podido ocurrir a un hombre de su clase. Y una aventura, además… ¡Increíble! Aunque, como es propio de la naturaleza humana pensar lo peor, confieso que en aquel punto lo miré con cautela, preguntándome qué era lo que podía haber hecho. Las sospechas, aun así, apenas tardaron un segundo en volatilizarse. Aquel hombre era de un refinamiento tan esencial que enseguida abandoné la idea de una situación más o menos deshonrosa.

—Es un asunto muy grave, muy grave —continuó agitado—. Después de la cena se lo contaré, si me lo permite.

Le expresé mi absoluto consentimiento con una pequeña reverencia. Quería darle a entender que no se sintiera obligado a cumplir con aquel ofrecimiento, si más adelante no le parecía adecuado. Hablamos de otras cosas indiferentes, aunque con dificultad, y de una forma muy distinta a nuestras conversaciones previas, fáciles y parlanchinas. Me percaté de que le temblaba la mano con la que se llevaba el pan a la boca, y aquel síntoma, por lo que sabía de aquel hombre, me pareció francamente alarmante.

Cuando llegamos al salón de fumar no vaciló en absoluto. En cuanto nos acomodamos en nuestros asientos habituales se inclinó hacia mí, me miró fijamente a los ojos.

—¿Recuerda usted —comenzó— el día en que se marchó de aquí? Le dije que esa noche tenía intención de ir a Villa Nazionale a oír música.

Yo lo recordaba perfectamente. Aquel viejo y elegante rostro, tan fresco para su edad, y totalmente desprovisto de cualquier marca de experiencias traumáticas, de pronto tenía un aspecto agobiado, como si se encontrara bajo el influjo de una sombra pasajera. Le sostuve aquella intensa mirada, tomé un poco de café. Tenía una forma de narrar su historia de un esmero sistemático, supongo que para impedir que le dominara la excitación.

Me contó que después de marcharse de la estación tomó un helado y leyó el periódico en un café, luego regresó al hotel, se vistió para la cena y cenó con buen apetito. Después de cenar se quedó un rato en el vestíbulo (había mesas y sillones), se fumó un puro charlando con la hija menor del primo tenore del Teatro de San Carlo, e intercambió unas palabras con aquella “amable dama”, la mujer del primo tenore. No había función aquella noche y ellos también iban a ir a la Villa. Salieron del hotel. Hasta ahí todo en orden.

Cuando llegó el momento de ir con ellos —eran ya las nueve y media—, recordó que llevaba en la cartera una cantidad de dinero demasiado grande, por lo que fue hasta el despacho y depositó la mayor parte en manos del contable del hotel. Acto seguido, cogió una carozella que lo condujo hasta la orilla del mar. Salió del taxi y entró andando en la Villa por el lado de Largo di Vittoria.

Me miró intensamente. En ese momento me di cuenta de lo impresionable que era en realidad. Cada pequeño hecho y acontecimiento de aquella noche había quedado impreso en su memoria como si hubiese estado dotado de un significado místico, y el hecho de que no mencionara el color del caballo que tiraba la carozella, y el aspecto del hombre que la conducía, no era más que efecto de una agitación que intentaba reprimir con todas sus fuerzas.

Ya he comentado que entró en la Villa Nazionale por el lado de Largo di Vittoria. La Villa Nazionale es un jardín público dividido en parcelas de hierbas, matorrales y parterres, entre las casas de la Riviera de Chiaja y las aguas de la bahía. A lo largo de una considerable longitud se despliegan paseos arbolados, más o menos paralelos, y en el lado de la Riviera de Chiaja los tranvías eléctricos pasan cerca de las barandillas. Entre el jardín y el mar hay un paseo de moda que consiste en una calle ancha bordeada por un muro bajo, detrás del cual salpica el Mediterráneo con murmullos suaves cuando hace buen tiempo.

Como en Nápoles la animación se prolonga hasta muy entrada la noche, el paseo estaba en plena actividad con un brillante enjambre de lámparas de carruaje moviéndose a la par, unas arrastrándose lentamente y otras con rapidez bajo la tenue e inmóvil línea de lámparas eléctricas de la orilla. Sobre la tierra brillaba todo un enjambre de estrellas, y por encima de las chatas y silenciosas sombras del mar se escuchaban las voces procedentes de las casas y del paseo.

Los jardines no estaban demasiado iluminados y nuestro amigo caminaba entre espesas tinieblas con la mirada fija en una distante región luminosa que se extendía a lo largo de casi toda la longitud de la Villa, como si el aire resplandeciera con una luz fría, azulada y brillante. Aquel mágico lugar, que se encontraba tras los negros troncos de los árboles y las masas de vegetación, exhalaba sonidos suaves mezclados con repentinos estallidos de metal y graves ruidos sordos.

A medida que iba acercándose, todos aquellos ruidos se unieron formando una compleja pieza musical cuyas armoniosas frases llegaban persuasivamente a través de un desordenado murmullo de voces y de un arrastrar de pies en la grava de aquel espacio abierto. La enorme muchedumbre, sumergida en la luz eléctrica como en un baño de algún fluido radiante y tenue que se derramara sobre sus cabezas gracias a aquellos globos luminosos, se agrupaba a cientos alrededor de la orquesta. Había algunos centenares más sentados en las sillas y en círculos más o menos concéntricos, recibiendo impávidos las grandes ondas de sonido que se desintegraban al entrar en la oscuridad.

El Conde penetró en la multitud, arrastrándose con tranquilo placer, escuchando y observando todos aquellos rostros. Todos pertenecían a la alta sociedad: madres con sus hijas, padres e hijos, hombres y mujeres jóvenes, todos charlaban entre sí, se sonreían y saludaban con la cabeza. Había muchas caras bonitas, cantidades de toilettes y, como es lógico, una gran variedad de tipos: viejos vistosos de bigotes blancos; gordos, flacos, oficiales de uniforme, aunque al parecer los más abundantes eran ese tipo de jóvenes del sur de Italia, de tez incolora y clara, labios rojos, pequeño bigote azabache y ojos negros y líquidos, maravillosamente eficaces a la hora de mirar de reojo o con desprecio.

El Conde se retiró un poco de la multitud y compartió una pequeña mesa en un café con un joven de ese mismo perfil. Nuestro amigo tomó una limonada. El joven parecía de mal humor y estaba sentado frente a un vaso vacío. Miró en una ocasión hacia arriba y luego bajó la mirada, a continuación se echó el sombrero hacia adelante.

—Hizo así… —El Conde hizo el gesto de un hombre que se inclina el sombrero hacia adelante por encima de la frente y prosiguió—: Pensé que estaba triste, que seguramente le pasaba algo, los jóvenes siempre tienen problemas. Yo no le hice ningún caso, evidentemente, pagué mi limonada y me fui de allí.

Mientras paseaba por las proximidades de la orquesta al Conde le pareció ver en un par de ocasiones a aquel joven vagando entre la multitud. Una de aquellas veces sus miradas se cruzaron. Debió de ser el mismo joven, pero había tantos de aquel tipo que no estaba seguro. Y ni siquiera le había preocupado lo más mínimo la coincidencia, sino que sencillamente se había quedado algo extrañado por el marcado y displicente malestar de aquel rostro.

Acto seguido, y cansado debido al sentimiento de encierro que uno puede experimentar cuando se encuentra en medio de una muchedumbre, el Conde se alejó de la orquesta. Vio un callejón muy oscuro que de pronto le pareció apetecible por el contraste de su promesa de soledad y frescura. Entró en él y se puso a caminar con lentitud hasta que el sonido de la orquesta quedó amortiguado claramente. A continuación regresó una vez más y dio la vuelta. Repitió aquello varias veces antes de darse cuenta de que había alguien ocupando uno de los bancos.

El lugar se encontraba a la mitad entre los dos faroles y la luz era débil. El hombre estaba tumbado en un rincón del asiento con las piernas estiradas, los brazos cruzados y la cabeza caída sobre el pecho. No hizo movimiento alguno, parecía haberse quedado dormido, pero cuando el Conde pasó por segunda vez se encontraba en una postura diferente. Ahora se encontraba sentado e inclinado hacia adelante. Tenía los codos apoyados en las rodillas y liaba un cigarrillo. No miró hacia arriba ni una sola vez.

El Conde prosiguió su paseo alejándose de la banda. Volvió tranquilamente, dijo. Me lo imagino, gozando plenamente, pero con su tranquilidad habitual, de la suavidad de esta noche sureña y los sonidos de la música, agradablemente atenuados por la distancia.

Se acercó una tercera vez al hombre del banco, que seguía doblado hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas. Tenía el aspecto de estar abatido. En medio de la semioscuridad del callejón, aquel cuello delgado y los puños de su camisa parecían pequeñas manchas de un blanco luminoso. El Conde comentó que de pronto se levantó súbitamente, como si tuviera intención de marcharse, pero que antes de que se diera cuenta, el hombre ya se encontraba de pie frente a él. Le preguntó en voz baja y suave si el signore sería tan amable de darle fuego.

El Conde contestó a la pregunta con un cortés “Desde luego” y bajó sus manos con la intención de buscar una caja de cerillas en los bolsillos.

—Bajé las manos —dijo—, pero no llegué a meterlas en los bolsillos. Sentí una presión aquí…

Se llevó la punta del dedo justo debajo del esternón, exactamente hasta el lugar del cuerpo humano en el que un japonés suele comenzar la operación del harakiri, un tipo de suicidio que sigue al deshonor de un ultraje a sus sentimientos.

—Miré hacia abajo —siguió el Conde con voz espantada—, ¿y qué fue lo que vi? ¡Un cuchillo! Un enorme cuchillo…

—¡No me estará usted diciendo —exclamé sorprendido— que le atracaron en la Villa, a las diez y media y a un tiro de piedra de miles de personas!

Asintió con la cabeza varias veces, mirándome fijamente y con todas sus fuerzas.

—El clarinete —declaró con solemnidad— estaba acabando su solo, y le aseguro que podía escuchar cada nota. A continuación la orquesta estalló en un fortissimo y aquella criatura giró sus ojos e hizo rechinar sus dientes, susurrándome con la mayor ferocidad: “¡Silencio!, no se le ocurra hacer ningún ruido o…”.

Yo no era capaz de salir de mi asombro.

—¿Qué tipo de cuchillo era? —pregunté estúpidamente.

—Uno de hoja larga. Un puñal, puede que fuera incluso un cuchillo de cocina. Tenía una hoja larga y estrecha. Muy brillante. Y al igual que la hoja también brillaban sus ojos. Y sus blancos dientes. Los veía. Tenía una expresión de lo más feroz. Pensé: “Si intento golpearlo lo más seguro es que me mate”. ¿De qué modo habría podido luchar contra él? Él tenía el cuchillo y yo no tenía nada. Yo tengo casi sesenta años, ¿sabe?, y él era un hombre joven. El mismo joven con el que me había cruzado en medio de la multitud, aunque tampoco estaba completamente seguro. Hay demasiados jóvenes como él en este país.

La angustia de aquel instante se podía ver reflejada en su rostro. Supongo que en ese momento tuvo que quedarse de piedra del susto, pero, según dijo, sus pensamientos fluían a gran velocidad abarcando todos los peligros posibles. Se le ocurrió la idea de lanzar un vigoroso grito pidiendo ayuda, pero no lo hizo, y gracias a aquella resolución me forjé una favorable opinión sobre su autocontrol. Comprendió en un instante que nada impediría gritar también al otro.

—A aquel hombre le habría bastado también un instante para deshacerse de la navaja y fingir que el agresor era yo. ¿Por qué no? Podría haber dicho que era yo quien le había atacado. Las dos versiones eran igualmente increíbles. Hubiera podido decir cualquier cosa, haberme acusado de algo deshonesto, ¡qué sé yo! Por su forma de vestir nadie habría podido asegurar nunca que se trataba de un vulgar ladrón. Más bien parecía pertenecer a una clase alta. ¿Qué podía decir? Él era italiano, yo un extranjero. Naturalmente, tengo mi pasaporte, y está nuestro cónsul, pero me aterraba la idea de ser detenido y arrastrado por la noche a una comisaría como un criminal…

En ese momento se puso a temblar. Uno de los rasgos más significativos de su carácter era eludir los escándalos, mucho más que la misma muerte. Y lo cierto era que para mucha gente, una historia de esa naturaleza siempre quedaría —teniendo en cuenta ciertas peculiaridades de los modales napolitanos— como algo realmente extraño. El Conde no era ningún tonto, y ya que su seguridad en la respetable placidez de la vida había recibido un rudo golpe, pensó que en aquel momento cualquier cosa que sucediera a continuación sería verosímil. Se le ocurrió también que aquel joven podía ser sencillamente un enfurecido lunático.

Para mí precisamente en ese punto se podía discernir con claridad su actitud frente a aquella aventura. A causa de su exagerada delicadeza de sentimientos opinaba que nadie podía sentirse herido en su amor propio por lo que un loco se propusiera hacerle, pero parecía evidente también que al Conde le iba a ser negado ese consuelo. Describió de nuevo la forma tan abominablemente salvaje en la que aquel joven movía los ojos y hacía rechinar sus blancos dientes. Ahora la orquesta tocaba un movimiento lento con un solemne vaivén de trombones, y golpes, deliberadamente repetidos, del bombo.

—¿Y qué hizo usted? —pregunté ya muy excitado.

—Nada —contestó el Conde—, dejé caer las manos inmóviles. Le dije con tranquilidad que no tenía ninguna intención de gritar. Gruñó como un perro, luego dijo en un tono de voz normal: Vostro portofolio. En ese momento, como es lógico —siguió el Conde (y a partir de ese punto contó el resto de la historia como si se tratara de una pantomima)—, me metí la mano en el bolsillo interior para sacar la cartera y entregársela, pero aquel joven seguía empuñando el cuchillo y se negó a cogerla.

Al parecer le ordenó al Conde que sacara él mismo el dinero y, a continuación, lo agarró con su mano izquierda y le ordenó que se metiera la cartera en el bolsillo; todo aquello en medio de la dulce música de los clarinetes sostenida por el emocionante sonar de los oboes. En ese momento “el joven”, como lo llamaba el Conde, dijo:

—Es muy poco.

—Y era cierto, eran solo 340 o 360 liras —prosiguió el Conde—. Había dejado mi dinero en el hotel, como ya sabe. Le dije que eso era todo lo que llevaba encima. Movió la cabeza impaciente y dijo: Vostro orologio.

El Conde hizo como si sacara un reloj y lo desatara. Pero resultaba que había dejado el valioso medio —un cronómetro de oro que llevaba normalmente— en la relojería para revisarlo. Aquella noche llevaba, colgando de una cinta de cuero, un Waterbury de cincuenta francos que solía usar en sus expediciones de pesca. Viendo el tipo de botín que recibía, el elegante ladrón hizo chasquear despreciativamente la lengua: “¡Psa!”, y lo rechazó al instante. A continuación, mientras el Conde guardaba de nuevo el objeto desdeñado en su bolsillo, le ordenó con una creciente y amenazadora presión de cuchillo en el epigastrio, como para recordárselo: Vostri anelli.

—Uno de los anillos —siguió el Conde— me lo regaló mi mujer hace muchos años; el otro es el sello de mi padre, de modo que le contesté: “No, eso no”.

Aquí el Conde reprodujo el gesto dando un golpe seco con una mano encima de la otra, y apretando ambas, así, contra su pecho. Un gesto conmovedor que demostraba una gran resignación. “Esto no”, repitió firmemente, y cerró los ojos, esperando —no sé si hago bien en recordar que una palabra tan desagradable se había deslizado de sus labios—, esperando el momento —realmente casi tengo miedo de decirlo— de ser destazado por el empuje de aquella hoja larga y afilada que en ese momento descansaba con una amenaza mortal en su estómago, el mismo asiento, en todos los humanos, de las sensaciones angustiosas.

La orquesta, a lo lejos, seguía produciendo unas grandes olas de armonía.

El Conde sintió de pronto cómo la espeluznante presión desaparecía de aquel lugar tan sensible. Abrió los ojos. Estaba solo. No había oído nada. Lo más probable era que “el joven” se hubiera marchado apresuradamente hacía un rato, pero la sensación de la horrible presión permanecía incluso cuando el cuchillo ya no estaba allí. Le invadió una impresionante sensación de debilidad. Tuvo el tiempo justo para llegar tambaleándose hasta el asiento del jardín.

Se sentía como si hubiera retenido el aliento durante un tiempo interminable. Se sentó desmadejado con taquicardia ante aquella sorprendente reacción.

La orquesta ejecutaba en ese instante, con inmensa bravura, el complicado finale, y terminó con un estallido tremendo, pero él lo escuchó irreal y lejano, como si tuviera los oídos tapados. A continuación se oyeron los fuertes aplausos de un millar de pares de manos, como si fuera la caída de una repentina granizada. El profundo silencio que siguió lo hizo recogerse en sí mismo. Un tranvía que parecía una larga caja de vidrio en la que la gente iba sentada con las cabezas muy iluminadas pasó a unos sesenta metros del lugar en el que le habían robado y luego pasó otro en dirección contraria. El público que rodeaba a la orquesta se acababa de dispersar y había entrado en el callejón conversando en pequeños grupos. El Conde se sentó erguido e intentó pensar con calma en lo que acababa de suceder. La vileza del hecho lo volvió a dejar sin aliento. Lo único que podía concluir era que estaba disgustado consigo mismo. No me refiero aquí a que estuviese disgustado con su comportamiento, es más, si los datos de su representación pantomímica eran realistas, había sido sencillamente perfecto. No. No era eso. No estaba avergonzado. En realidad, más que haber sido elegido como víctima de un robo, lo que le espantaba era haber sido elegido como objeto del desprecio. Su tranquilidad había sido perversamente profanada. La agradable actitud de toda su vida había sido desfigurada.

Y aun así, en aquel momento, y antes de que el hierro penetrase en sus entrañas, fue capaz de razonar hasta una relativa ecuanimidad. Cuando consiguió calmar su agitación, se dio cuenta de que tenía muchísima hambre. Sí, hambre. La intensa emoción le había provocado un hambre voraz. Dejó el asiento, y después de andar un buen rato, se encontró fuera de los jardines y ante un tranvía parado, sin saber muy bien cómo había llegado hasta allí. Se subió a él, como en un sueño, instintivamente. Afortunadamente, encontró una moneda en el bolsillo de su pantalón para pagar al conductor. El tranvía se detuvo, y como todo el mundo bajaba, se bajó él también. Reconoció la Piazza San Ferdinando, pero al parecer no se le ocurrió coger un taxi para que lo llevara al hotel. Se quedó allí como un perro abandonado, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera conseguir cuanto antes algo de comer.

Recordó de pronto su moneda de veinte francos. Me confesó que llevaba aquella pieza de oro francés desde hacía tres años. Solía llevarla encima adonde fuera, como una especie de reserva en caso de accidente, ya que todo el mundo está expuesto a que le rateen los bolsillos, algo completamente distinto a un descarado e insultante robo.

El monumental arco de la Galleria Umberto apareció frente a él en lo alto de unas nobles escaleras. Subió por ellas sin perder más tiempo y se dirigió hacia el Café Umberto. Todas las mesas del exterior estaban ocupadas por mucha gente que estaba bebiendo, pero como él quería comer entró dentro del café que está dividido en pasillos por pilares cuadrados y con largos espejos. El Conde se sentó en un banco de terciopelo rojo apostado contra uno de los pilares para esperar su risotto, mientras su memoria lo retrotraía de nuevo a su abominable aventura.

Pensó en aquel veleidoso y elegante joven con quien había intercambiado miradas en medio de la multitud que rodeaba la banda de quien estaba seguro había sido el ladrón. ¿Lo reconocería de nuevo? No tenía ni la menor duda, pero prefería no volver a verlo jamás. Lo mejor era olvidar aquel episodio tan humillante.

El Conde esperaba ansiosamente la llegada de su risotto, cuando ¡de pronto se dio cuenta de que hacia la izquierda y apoyado contra la pared, estaba el joven! Estaba sentado solo en su mesa, frente a una botella de un vino y una jarra de agua con hielo. Las mismas mejillas suaves y aceitunadas, los labios rojos, el pequeño bigote de azabache rizado hacia arriba, los finos ojos negros un poco duros y sombreados por largas pestañas, aquella expresión tan particular de cruel descontento que solo era posible ver en los bustos de algunos emperadores romanos; no había ninguna duda de que era él. El Conde desvió la mirada rápidamente. El joven oficial que tenía detrás, y que estaba leyendo un periódico, también era así. El mismo tipo. Dos jóvenes un poco más allá jugando a las damas, también se parecían…

El Conde bajó la cabeza temiendo verse eternamente perseguido por la visión de aquel joven y comenzó a comer su risotto. El joven de su izquierda llamó de pronto al camarero con tono malhumorado, y ante aquella llamada acudió no solo su propio camarero, sino también otros dos camareros ociosos pertenecientes a un grupo de mesas totalmente diferentes. Acudieron al instante y con una celeridad servil, algo que no es precisamente una cualidad habitual en los camareros del Café Umberto. El joven murmuró algo, y uno de los camareros, se dirigió rápidamente hacia la puerta más cercana y llamó a la Galleria.

—¡Pasquale! ¡Eh, Pasquale!

Todo el mundo conoce a Pasquale, el viejo andrajoso, que, arrastrándose entre las mesas, vende a los clientes del café puros, cigarrillos, postales y cerillas. En más de un sentido, es un atractivo bribón. El Conde vio entrar en el café a aquel rufián de pelo gris y sin afeitar, con la caja de cristal colgando de su cuello de una cinta de cuero. A la llamada del camarero acudió arrastrándose con repentina energía hasta la mesa del joven. Necesitaba un puro y Pasquale se lo ofreció obsequiosamente. Estaba ya saliendo el viejo buhonero, cuando el Conde, en un impulso repentino, le hizo una seña.

Pasquale se acercó y le ofreció una extraña mirada, mezcla de una sonrisa respetuosa de reconocimiento y una expresión de cínica solicitud. Apoyando su caja en la mesa, levantó la tapa sin decir palabra. El Conde cogió un paquete de cigarrillos e, incitado por una temeraria curiosidad, preguntó tan indiferentemente como pudo:

—Dígame, Pasquale, ¿quién es aquel joven signore que está sentado allí?

El otro se inclinó por encima de su caja con gesto confidencial.

—Aquél, signore Conde —dijo mientras ordenaba su mercancía enérgicamente y sin mirar hacia arriba—, es un joven cavaliere de una familia muy buena de Bari. Estudia aquí en la universidad, y es el jefe, capo, de una asociación de jóvenes… de unos jóvenes muy amables.

Se detuvo un instante, y luego, con una mezcla de discreción y orgullo por su información, murmuró la palabra “camorra” y cerró la tapa.

—Un camorrista muy poderoso —susurró—. Los mismos profesores le tienen gran respeto…, una lira e cinquanti centesimi, signore Conde. Nuestro amigo pagó con la pieza de oro. Mientras Pasquale buscaba el cambio, observó que el joven, de quien tan graves cosas había oído en tan pocas palabras, observaba la transacción furtivamente. En cuanto el viejo vagabundo se hubo retirado con una reverencia, el Conde le pagó su cuenta al camarero y se quedó tranquilamente sentado. Un entumecimiento, me dijo, lo había paralizado.

El joven pagó también, se levantó y cruzó la sala hacia él, aparentemente con el propósito de mirarse en el espejo del pilar más cercano al asiento del Conde. Iba vestido totalmente de negro, con una pajarita verde oscuro. El Conde lo miró y se sorprendió al encontrar una perversa mirada en los ojos del otro. El joven cavaliere de Bari (según Pasquale; aunque Pasquale era, hay que añadir, un mentiroso profesional) se arregló la pajarita, se ajustó el sombrero ante el espejo, y habló lo suficientemente alto para que le oyera el Conde. Dijo entre dientes el más insultante y venenoso de los insultos, mirando de frente al espejo.

—¡Ah! Así que llevabas oro encima, viejo mentiroso, viejo birba, furfante! Pero todavía no he acabado contigo…

Su expresión diabólica desapareció como un rayo, y salió del café paseando perezosamente con cara veleidosa e impasible.

El pobre Conde, después de contarme ese último episodio, se echó hacia atrás en su silla, temblando. Le sudaba la frente. En aquel ultraje se podía ver una insolente insensibilidad que me espantaba hasta a mí. No quiero saber los efectos que tuvo en alguien tan delicado como el Conde. Estoy seguro de que si no hubiera sido demasiado refinado para hacer una cosa tan vulgar como morirse de una apoplejía en un café, le habría dado un infarto en ese mismo momento. Ironías aparte, mi única preocupación era evitar que él viera el alcance de mi conmiseración. Rehuía todo sentimiento desmedido y mi conmiseración era prácticamente desenfrenada. No me extrañó oírlo decir que había estado en cama una semana. Se había levantado porque se disponía a marcharse del sur de Italia de una vez para siempre.

¡Y el hombre estaba convencido de que no podría vivir otro año entero en un clima diferente!

Ninguno de mis argumentos tuvo el menor efecto en él. No se trataba de timidez, pero llegó a decirme:

—No sabe usted lo que es un camorrista, querido señor. Soy un hombre marcado.

No temía lo que pudieran hacerle. El delicado concepto que tenía de su dignidad había sido ultrajado por una experiencia degradante y eso era algo que no podía tolerar. Un caballero japonés, ultrajado en su exagerado sentido del honor, se habría preparado para un harakiri con menos resolución que él. Volver a casa significaba realmente el suicidio para el pobre Conde.

Hay un dicho napolitano, supongo que dirigido a los extranjeros, que dice: “Vea Nápoles y muera a continuación”. Vedi Napoli e poi mori. Un dicho de una excesiva vanidad, y hay que decir que todo lo excesivo le resultaba detestable a la tranquila moderación del pobre Conde. Aun así, mientras me despedía de él en la estación, pensé que se comportaba con singular fidelidad a ese mismo espíritu vanidoso. Vedi Napoli… Lo había visto. Lo había visito con una minuciosidad sorprendente y ahora se encaminaba hacia la tumba. Se dirigía hacia ella en el train de luxe de la Compañía Internacional vía Trieste y Viena. Cuando comenzaron a alejarse de la estación los cuatro largos y sombríos vagones, levanté el sombrero con el solemne sentimiento de estar ofreciendo el último tributo a un cortège fúnebre. El perfil del Conde, ya muy envejecido, se deslizaba suavemente, alejándose de mí con estática inmovilidad tras el cristal iluminado de la ventanilla. Vedi Napoli e poi mori!

*FIN*


“Il Conde”,
Cassell’s Magazine, 1908


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