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Incidente ocurrido a un médico

[Cuento - Texto completo.]

Anton Chejov

El profesor recibió un telegrama de la fábrica de los Liálikov, solicitándole que se desplazara hasta allí lo antes posible. La hija de la llamada señora Liálikov, obviamente la dueña de la fábrica, se encontraba enferma, y aquello era lo único que se entendía en aquel largo y confuso telegrama. En lugar de ir él mismo, el profesor envió a su interno, Koroliov.

Primero tenía que tomar un tren en Moscú y bajarse en la segunda estación, para desde allí recorrer cuatro verstas más a caballo. Enviaron una troika a la estación para recogerlo; el cochero llevaba un sombrero con una pluma de pavo real y respondía a todas las preguntas en una voz altisonante de soldado: ¡Negativo! ¡Afirmativo! Era un sábado a última hora de la tarde, el sol se ocultaba. Los trabajadores de la fábrica se dirigían en grupos hacia la estación, doblándose en una reverencia cuando se cruzaban con la troika que llevaba a Koroliov, quien se encontraba hipnotizado por el crepúsculo y las mansiones que veía, y las dachas que iba dejando atrás, y los abedules, y el ambiente de recogimiento que parecía imbuir cuanto le rodeaba, tanto a los trabajadores como a los campos, los bosques y hasta al sol, contagiados ya del día de domingo que les esperaba y dispuestos tanto al descanso y a la diversión como tal vez a los rezos…

Había nacido y se había criado en Moscú, no conocía la vida de las aldeas, y nunca había estado interesado en fábricas ni las había visitado. Pero había leído sobre ellas, y había sido invitado a visitar a varios dueños de las mismas y conversado con ellos; siempre que veía alguna fábrica, ya fuera en la distancia o de cerca, no podía evitar el pensamiento de que aunque todo pareciera tranquilo y pacífico en su exterior, el interior del recinto se encontraría dominado de forma inevitable por la ignorancia y el profundo egocentrismo de sus dueños, el trabajo malsano y aburrido de los trabajadores, y las peleas, el vodka y los insectos. Y ahora, cuando los trabajadores evitaban las ruedas de la troika, retirándose a su paso con reverencias pero asustados, aquellos rostros y su forma de caminar, sus gorras, no le dispensaban de intuir la suciedad física y la borrachera, los nervios provocados por el agotamiento, el aire distraído.

Atravesaron la cancela de la fábrica. A cada lado se levantaban casitas para los trabajadores, veía rostros de mujeres, ropas y sábanas tendidas en los porches.

—¡Atención! —gritó el cochero, pero continuó al mismo paso.

Se encontró de repente en mitad de un patio de proporciones considerables y pelado de hierbajos, con cinco enormes edificaciones provistas de altas chimeneas y edificadas una detrás de otra, almacenes, barracones, y todo ello recubierto de una pátina grisácea y polvorienta. Aquí y allá, como oasis en mitad el desierto, se distinguían diminutos y patéticos jardines y los tejados verdes o rojos de las casas en las que vivían los administradores. El cochero frenó en seco los caballos y el carruaje se detuvo delante de una casa recién pintada de color gris, con un jardincito cubierto de lilas polvorientas y un porche amarillo donde había un fuerte olor a pintura.

—Por favor, señor doctor —dijo la voz de alguna mujer en el umbral y el vestíbulo de entrada; se escuchaban también suspiros y susurros—. Por favor, le están esperando… Es una auténtica pena. Por aquí, por favor.

La señora Liálikova, una mujer gorda y de mediana edad, enfundada en un traje negro de seda con mangas a la última moda que no favorecía a su rostro simple y analfabeto, miró al médico con preocupación y sin decidirse a extenderle la mano. A su lado había una mujer de pelo corto, con un pince-nez, y una blusa estampada de varios colores, consumida y ya no muy joven. Los sirvientes la llamaban Cristina Dmítriovna, y Koraliov adivinó que sería la institutriz. Era probable que, al tratarse de la persona con más formación de la casa, le hubiera sido asignada la recepción del médico, ya que de inmediato y sin perder un minuto le expuso las causas de la enfermedad, sin dejar de lado ningún detalle por insignificante que fuera, pero sin decir quién estaba enfermo o qué era lo que le ocurría.

El médico y la institutriz tomaron asiento para conversar, pero la dueña de la casa permaneció junto a la puerta sin moverse. De la conversación Koroliov comprendió que la persona que estaba enferma era Liza, una muchacha de veinte años, la única hija de la señora Liálikov y la heredera de la fábrica, que había estado enferma durante un espacio de tiempo considerable, en el cual había sido visitada por varios médicos, pero que la noche anterior, desde la caída del sol hasta el amanecer, había sufrido tales pálpitos que nadie en la casa había podido dormir; habían estado preocupados de que fuera a morirse.

—Podría decirse que ha sido enfermiza desde que era una niña —dijo Cristina Dmítriovna en una voz cantarina, secándose la boca con una mano—. El médico dice que son nervios, pero cuando era pequeña la vacunaron con las escrófulas y se las metieron dentro, y pienso que es posible que ésa sea la razón.

Fueron a ver a la paciente. Era una chica grande, de una talla considerable, pero no era hermosa; se parecía a su madre, con los mismos ojos pequeños y con la parte inferior del rostro ancha y desproporcionada, el pelo desordenado, y tapada por las sábanas hasta el mentón. Y desde el primer momento en que la vio, Koroliov tuvo la impresión de que se trataba de una persona infeliz y abandonada, alguien que hubiera sido recogida de la calle por caridad, y no podía creer que fuera la heredera de cinco fábricas enormes.

—He venido —comenzó Koroliov—, para curarla. Hola.

Ella se presentó y extendió la mano: una mano enorme, fría y poco agraciada. Se incorporó y se sentó en la cama y le permitió examinarla, obviamente acostumbrada desde hacía tiempo a médicos e indiferente a la exposición accidental de su hombro y su pecho.

—Tengo palpitaciones —dijo—, he estado tan asustada toda la noche… ¡Casi me muero del susto! Deme algo.

—Lo haré, lo haré, cálmese.

Koroliov terminó de examinarla y se encogió de hombros.

—Su corazón está en perfecto estado —dijo—. Todo está bien, todo está en orden. Sus nervios deben de haberse alterado, pero eso también es normal. El ataque ya ha pasado, y debería dormirse.

En aquel momento trajeron una lámpara a la habitación. La paciente entrecerró los ojos expuestos a la luz y, de pronto, hundió la cara en las manos y rompió a llorar. Y la impresión de una criatura abandonada y fea desapareció de repente, y Korobov no vio los ojillos o la parte baja de su cara demasiado desarrollada; vio una expresión dulce de sufrimiento, sabia y conmovedora, y le pareció encontrarse frente a una figura femenina bien formada, sin aspavientos, y sintió la necesidad de calmarla no con medicinas o con consejos, sino con simples palabras amables. Su madre rodeó la cabeza de su hija con sus manos y la atrajo hacia sí. ¡Cuánta desesperación, cuánto dolor, había en el rostro de la anciana! Esta madre había alimentado y educado a su hija, no le había negado ninguna cosa, le había entregado su vida entera, de manera que su hija pudiera aprender francés, baile, música; ella había empleado a docenas de tutores, los mejores médicos, una institutriz, y ahora no podía entender de dónde provenían las lágrimas, por qué padecían tantos tormentos; no podía entenderlo y se sentía confusa, y en su cara se reflejaba una preocupación culpable y desesperada, como si se le hubiera pasado algo terriblemente importante, o como si no hubiera hecho nada por su hija, o hubiera debido emplear a alguien más pero no supiera a quién.

—Lizanka, has vuelto a hacerlo, has vuelto a hacerlo —dijo, abrazando a su hija—, mi querida, mi hijita, dime qué es lo que te ocurre. Ten piedad conmigo, dímelo.

Ambas lloraron con amargura. Korobov se sentó en el filo de la cama y tomó a Liza de la mano.

—¿Merece la pena llorar? —dijo con ternura—. No hay nada en la Tierra que se merezca esas lágrimas. No llore. No es necesario… pensó para sí: “Debería casarse…”.

—El médico de la fábrica le dio bromuro de potasio —dijo la institutriz—, pero he observado que esto solo la empeora. En mi opinión, si es el corazón el que está causando problemas entonces debería tomar gotas… He olvidado cómo se llaman… Convalaria.

La institutriz de nuevo dio muchos detalles. Interrumpió al doctor, le impidió hablar, y su rostro demostraba un esfuerzo descomunal, como si fuera consciente de que, al ser la persona más instruida de cuantas estaban allí, era su deber mantener una conversación interminable con el médico sobre medicamentos y técnicas.

Koroliov se aburría.

—No puedo encontrar nada extraño —dijo, abandonando la habitación y dirigiéndose a la madre—. Si el médico de la fábrica está tratando a su hija, deje que continúe haciéndolo. Hasta ahora las recetas han sido las correctas, y no veo ninguna necesidad de cambiar el tratamiento. ¿Por qué hacerlo? No se trata de nada grave…

Habló sin prisa mientras se ponía los guantes, mientras la señora Liálikova le observaba inmóvil con ojos llorosos.

—Tengo media hora hasta el tren de las diez —dijo—, espero no perderlo.

—Pero ¿no puede quedarse con nosotros? —preguntó, y de nuevo las lágrimas cayeron por sus mejillas—. No es justo imponerle esta molestia, pero se lo ruego, tenga la amabilidad, por el amor de Dios —continuó en una voz débil girándose hacia la puerta—. Quédese a pasar la noche. Ella es todo lo que tengo… Ella es mi única hija… Me asusté tanto anoche, no puedo olvidarlo… No se marche, por el amor de Dios…

Quería decir que tenía mucho trabajo en Moscú, que su familia le estaba esperando en casa, que era complicado para él quedarse toda la tarde y toda la noche en una casa desconocida sin sus cosas, pero cuando vio su rostro suspiró y en silencio comenzó a quitarse los guantes.

Encendieron todas las lámparas y las velas en el vestíbulo y en la salita para él. Se sentó ante el piano y repasó las partituras, después examinó los cuadros en la pared, los retratos, pinturas al óleo con marcos dorados que mostraban paisajes de Crimea, un mar tormentoso con un barquito, un monje católico con una jarra en la mano, todo ello en un estilo rebuscado y sin talento. No había ni un rostro interesante ni atractivo en ninguno de los retratos, todos tenían grandes mentones y ojos saltones; Liálikov, el padre de Liza, tenía la frente estrecha y una mirada de satisfacción, y el uniforme que llevaba parecía un saco enorme colocado sobre su cuerpo vulgar y desmesurado, sobre cuyo pecho colgaba una medalla y una cruz roja. Era la cultura surgida de la pobreza, el lujo accidental, nada había sido meditado, y todo resultaba tan poco apropiado como aquel uniforme; los suelos eran tan brillantes que resultaban incómodos, al igual que las arañas, que le hicieron rememorar quien sabe por qué la anécdota sobre aquel comerciante que llevaba sus medallas puestas hasta en la bania…

Un susurro y un bisbiseo se escucharon provenientes del vestíbulo, y de pronto resonó en el patio un ruido metálico, penetrante y desconocido, que Koroliov no logró descifrar; y que de forma extraña y desagradable resonó en su alma.

“Parece que no queda nada por lo que vivir aquí…”, pensó para sí, y se sentó de nuevo al piano.

—Doctor, venga a comer —le llamó la institutriz en voz baja.

Fue a cenar. La mesa era grande, con variados zakuski y vino, pero solo dos personas estaban cenando: él y Cristina Dmítriovna. Ella bebía madeira, comía con rapidez y hablaba, mirándolo a través de su pince-nez.

—Nuestros trabajadores son muy felices. Cada invierno organizamos representaciones en la fábrica en las que participan los propios trabajadores, y hay conferencias y espectáculos de sombras chinescas; tienen un salón de té imponente y otras muchas cosas. Nos tienen mucho cariño, y cuando escucharon que Liza había empeorado, encargaron plegarias para ella. No tienen formación de ningún tipo, pero sí sentimientos.

—Casi parece que no tengan ni un solo hombre en su casa —dijo Koroliov.

—Ni uno solo. Piotr Nikanorych murió hace un año y medio, y nos quedamos solas. Así es como vivimos las tres. El verano aquí y el invierno en Moscú, en Polianka. Hace ya once años que vivo con ellas. Como una más de la familia.

Sirvieron esturión, empanada de pollo y fruta confitada; los vinos eran caros, franceses.

—Coma sin reparo, doctor —dijo Cristina Dmítriovna, llenándose la boca y limpiándosela con la mano, y evidenciando la comodidad de su posición en aquella casa—. Coma, por favor.

Después de la cena llevaron al médico a la habitación donde se había preparado su cama. Pero no tenía ganas de acostarse en el ambiente cargado del cuarto que apestaba a pintura; se puso su levita y salió.

Hacía frío en el patio; amanecía, y en el aire húmedo los cinco edificios de la fábrica se recortaban en el cielo junto con sus alargadas chimeneas, los barracones y los almacenes. Nadie estaba trabajando puesto que era domingo, las ventanas estaban oscuras y solo en una de las construcciones ardía uno de los homos tras dos ventanas púrpuras, y de vez en cuando la chimenea exhalaba humo y fuego. En la distancia, a lo lejos, croaban las ranas y cantaban los ruiseñores.

Mirando los edificios y los barracones en los que dormían los trabajadores retornaron aquellas ideas que lo atormentaban siempre que veía una fábrica. Así que los trabajadores disfrutaban de entretenimientos organizados para ellos, sombras chinescas, médicos, toda clase de mejoras; no obstante, los obreros con los que se había cruzado en la carretera de la estación no le parecieron distintos de los que había visto hacía mucho tiempo en su niñez, cuando no había nada más que fábricas sin las mejoras que éstos disfrutaban. Como un médico que comprendía las enfermedades crónicas, cuya causa principal no se entendía y que eran incurables, consideraba las fábricas como algo irracional, cuyas causas tampoco estaban nada claras y eran difíciles de entender, y aunque no creía que las mejoras en la vida de sus obreros no fueran necesarias las veía como un intento por curar una enfermedad incurable.

“Hay algo mal aquí, por supuesto…”, pensó, contemplando las ventanas púrpuras. “Hay mil quinientos o dos mil trabajadores aquí, que no tienen vacaciones, que viven de forma insalubre, confeccionando telas de mala calidad, que viven en un estado de malnutrición, y que solo de forma ocasional en la taberna consiguen olvidar esta pesadilla; hay cien personas que vigilan a los trabajadores, cuya vida se limita a controlarlos y discutir con ellos, cometiendo todo tipo de injusticias; y solo dos o tres, los así llamados “dueños”, son los que se benefician de todo esto, aunque ellos mismos no trabajan y desprecian la tela de mala calidad. Pero ¿qué beneficios reciben, cómo los usan? Liálikova y su hija son infelices, duele verlas, y la única persona que vive cómodamente es Cristina Dmítriovna, una tonta mujer de mediana edad con un pince-nez sobre la nariz. Y de esta manera todas estas cinco fábricas trabajan y venden sus malas telas en los mercados orientales solo para que Cristina Dmítriovna pueda comer esturión y beber madeira”.

De repente le alcanzaron los mismos extraños ruidos que había escuchado antes de la cena. Cerca de uno de los edificios alguien estaba golpeando una lámina de metal, golpeándola y después prolongando el sonido, de manera que le alcanzó un ruido abrupto y agudo de golpes, un poco como “der, der, der”. Tras medio minuto de silencio, otros ruidos igual de desagradables y provenientes de otra de las construcciones, se oyeron más lejos, “drin, drin, drin”, once veces. Era evidente que el vigilante estaba dando la hora.

Desde el tercer edificio ahora… “jak, jak, jak”, y lo mismo de todos los otros edificios, y después más allá de los barracones y la cancela. Y era como si estos sonidos fueran entregados en el silencio de la noche por el mismo monstruo de los ojos púrpura, el mismo demonio que controlaba en aquel lugar al patrón y al trabajador, traicionando tanto a unos como a otros.

Koroliov salió del patio hacia el campo.

—¿Quién va ahí? —alguien le gritó con crudeza desde la cancela.

“Como si fuera una prisión”, pensó, y no respondió.

Aquí los ruiseñores y las ranas eran más audibles, y la noche de mayo se dejaba sentir. El sonido de un tren llegó desde la estación; algunos gallos medio dormidos estaban cantando, pero la noche estaba tranquila, el mundo dormía de forma pacífica. En los campos, no muy lejos de la fábrica, se encontraba una pila de troncos cortados, y cerca de ellos algunos materiales de construcción. Koroliov se sentó en una tabla y continuó pensando:

“La única persona que se encuentra a sus anchas es la institutriz, y el trabajo de la fábrica es solo para su comodidad. Pero esto es solo lo que parece, ella no es más que un testaferro. La persona más importante de todas, por la que todo el mundo aquí trabaja, es el demonio”.

Y pensó sobre el demonio, en quien no creía, y miró hacia las dos ventanas en las que brillaba la luz. Le parecía que el mismo demonio le miraba con sus ojos rojos, aquel poder invisible, responsable de las desigualdades entre el débil y el fuerte, generando un error monstruoso que ya no podía ser corregido. El fuerte tiene que imponerse sobre la vida del débil, ésa es la ley de la naturaleza. Pero aquella noción solo podía ser comprendida e incluso aceptada en el artículo de un periódico o en un libro de texto escolar, en la confusión del día a día, con todos sus detalles nimios enmarañados los unos con los otros componiendo el entramado de las relaciones humanas, donde es no ya una ley sino un error lógico, puesto que el fuerte y el débil ambos son víctimas de sus mutuas relaciones, y se encuentran sujetos sin desearlo a algún poder desconocido que los controla, externo a sus vidas. Todo esto pensó Koroliov sentado sobre la tabla, y poco a poco comenzó a sentirse como si aquel poder misterioso y desconocido estuviera cerca de él, observándolo. Mientras pensaba en ello, el este fue empalideciendo con la marcha rápida de las horas. Los cinco edificios de las fábricas y sus chimeneas, recortados contra el gris del cielo, solitario, como si todo el mundo hubiera muerto, le resultaron más extraños que durante el día; se había olvidado por entero de que había máquinas de vapor dentro, y electricidad y teléfonos, y lo que le vino a la mente fueron palafitos construidos sobre pilotes en la Edad de Piedra, y sintió la presencia de fuerzas onerosas e inconscientes…

De nuevo escuchó:

Der, der, der…

Doce veces. Después medio minuto muy silencioso y, desde el otro lado del patio:

Drin, drin, drin…

“Qué desagradable”, pensó.

Jak, jak, jak… resonó de pronto desde el tercer sitio, un ruido agudo, como si estuviera decepcionado… tardó cuatro minutos en dar las doce en punto. Entonces todo se quedó en silencio; la impresión fue de nuevo de muerte absoluta a su alrededor.

Koroliov se quedó sentado un rato y después se dirigió a la casa, pero aún tardó en acostarse. La gente estaba susurrando en la habitación de al lado, podía escuchar el ruido de las zapatillas y pies descalzos.

“¿No habrá tenido otro ataque?”, pensó Koroliov.

Salió a ir a echarle un vistazo a la paciente. Las habitaciones ya estaban iluminadas por entero, y en el vestíbulo un débil rayo de sol brillaba sobre las paredes y el suelo, rompiendo a través de la niebla de la mañana. La habitación de la hija Liza estaba abierta, y ella misma estaba sentada en un sillón cercano a la cama con una capa alrededor de los hombros y con el cabello desordenado. Las cortinas estaban echadas.

—¿Cómo se siente? —preguntó Koroliov.

—Es usted muy amable.

Sintió el pulso de la pacente, y después ordenó el cabello que se le había despeinado sobre la frente.

—¿No duerme? —preguntó—. Es muy hermoso afuera, es la primavera. Cantan los ruiseñores, y está sentada usted en las sombras pensando.

Ella le escuchó y observó su rostro; sus ojos estaban tristes, eran inteligentes, y era evidente que quería decirle algo.

—¿Esto le ocurre a menudo? —preguntó.

Ella se revolvió incómoda, y contestó:

—A menudo. Encuentro casi cada noche difícil.

En ese momento el vigía comenzó a dar las dos en punto. Escucharon der, der…, y ella se echó a temblar.

—¿La incomodan esos ruidos? —preguntó el médico.

—No lo sé. Todo aquí me incomoda —respondió ella, y se volvió pensativa—. Todo me incomoda. Su tono de voz me resulta agradable, y desde el primer momento en que le vi me parece que puedo hablar con usted sobre todas las cosas.

—Hable, se lo ruego.

—Quiero decirle lo que pienso. Creo que no estoy enferma, pero estoy preocupada y me acongoja que las cosas sean como son, y que no puedan ser de ningún otro modo. Incluso la persona con la mejor salud no puede evitar acongojarse si por ejemplo un bandido se pasea debajo de su ventana. A menudo me dan medicinas —continuó, mirándose las rodillas y sonriendo con timidez—, y por supuesto que estoy muy agradecida, y no rechazo usarlas; pero me gustaría hablar no con un médico, sino con alguien que me fuera cercano, con un amigo, que me entendiera, y que me dijera si tengo o no tengo razón.

—¿De veras que no tiene amigos? —preguntó Koroliov.

—Estoy sola. Tengo a mi madre, la amo, pero aun así estoy sola. Así es mi vida… La gente solitaria lee mucho, pero hablan poco, y escuchan poco, la vida para ellos es algo secreto; son místicos, y a menudo ven al demonio cuando éste no está. La Tamara de Lérmontov estaba sola y vio al demonio.

—¿Y lee usted mucho?

—Mucho. Tengo todo el tiempo libre, desde la mañana hasta la noche. Leo durante todo el día, y por la noche mi cabeza está vacía, con sombras en lugar de pensamientos.

—¿Ve cosas por la noche? —preguntó Koroliov.

—No, pero las siento…

Ella volvió a sonreír, y elevó su cabeza para mirar al doctor, y parecía tan triste y tan sabia; y él sintió que ella confiaba, que quería hablar de forma abierta con él, y que creía las mismas cosas en las que él creía. Pero estaba callada, y tal vez esperaba que él hablase.

Y él sabía qué decirle; estaba claro que ella necesitaba dejar esas cinco fábricas y su millón de rublos, si eso era lo que tenía, abandonar a aquel demonio que la observaba por la noche; también estaba claro para él que ella pensaba lo mismo, y que estaba solo esperando que alguien en quien confiara confirmase esta idea.

Pero él no sabía cómo decir todo esto. ¿Cómo podía decirlo? Da vergüenza preguntarle a un condenado cual ha sido su crimen; y de la misma manera es difícil preguntar a la gente muy rica por qué necesitan tanto dinero, por qué usan su fortuna de forma tan absurda, por qué no la abandonan, incluso cuando la ven como la causa de su infelicidad; y si fuera a iniciar una discusión sobre esto, entonces la conversación terminaría avergonzándole y se sentiría torpe, hablando sin cesar como de costumbre.

“¿Cómo se lo digo?”, pensó Koroliov. “¿Necesito decirlo?”.

Y dijo lo que quería decir, no de forma directa, sino por el camino de al lado:

—Usted es infeliz en la posición de ser la dueña de una fábrica y una rica heredera, usted no cree en su derecho a esto, y por eso es por lo que no duerme, lo cual es por supuesto mejor que si fuera feliz, y durmiera profundamente y pensara que todo está bien. Usted tiene un insomnio honorable; es una buena señal. En cualquier caso, esta conversación le parecería ridícula a nuestros padres; ellos no hablaban durante toda la noche, sino que dormían profundamente, pero nosotros, nuestra generación, duerme mal, sufrimos, hablamos mucho y decidimos todas las cosas, tengamos razón o no la tengamos. Y para nuestros hijos y nietos está pregunta de si tenemos derecho o no lo tenemos estará ya resuelta. Ellos verán cosas mejor de lo que lo hacemos nosotros. La vida será buena dentro de cincuenta años, es solo una pena que nosotros no viviremos tanto tiempo. Sería interesante ver qué ocurre entonces.

—¿Y qué es lo que harán los hijos y los nietos? —preguntó Liza.

—No lo sé… Probablemente lo dejarán todo y se marcharán.

—¿Y adónde irán?

—¿Adónde? Adonde quiera que deseen ir —dijo Koroliov, riéndose—. Hay un número ilimitado de lugares a los que una persona inteligente puede dirigirse —miró el reloj—. Pero ahora ha salido el sol —dijo—, debería dormirse. Quítese las ropas y duerma tranquila. Estoy muy contento de haberla conocido —continuó, apretando su mano—. Usted es una buena persona, e interesante. Buenas noches.

Regresó a su habitación y se durmió.

A la mañana siguiente, cuando el carruaje se estaba preparando, todo el mundo salió al porche a despedirse de él. Liza llevaba puesto un vestido blanco y festivo, con una flor en el pelo, pero parecía pálida y agotada; le miró como lo había hecho el día anterior, con tristeza y sabiduría, sonrió y charló, y todo el tiempo con la misma expresión, como si quisiera decirle algo especial e importante a él, y solo a él. Podían escuchar a las alondras cantando y las campanas de la iglesia. Las ventanas de la fábrica relucían, y mientras salía del patio y se encaminaba por la carretera de la estación, Koroliov ya no se acordaba de los trabajadores o de los palafitos, o del demonio, sino que estaba pensando sobre aquel tiempo, tal vez ya muy cercano, en el que la vida sería tan brillante y alegre como aquella tranquila mañana de domingo; y pensó sobre lo agradable que resultaba, en una mañana primaveral como aquélla, ser conducido en una troika con ruedas de calidad, calentándose al sol.

*FIN*


“Случай из практики”,
El pensamiento ruso, 1898


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