| 
 El siglo veinte se ha burlado de nosotros. 
Hemos sido estrujados y engañados como los impuestos. 
El respiro de la vida ha erosionado nuestras ideas 
tan rápido como ir deshojando hojas de una margarita. 
Como los niños acostumbrados a crueles sarcasmos 
dependemos ahora de una autodefensa 
a través de la ironía no del todo escondida 
ni tampoco totalmente evidente. 
Ella ha servido como una pared o una represa 
una contención para protegernos de la inundación de mentiras, 
como manos que se mueren de risa cuando aplauden 
y pies que se carcajean cuando marchan. 
Pueden escribir sobre nosotros, y nosotros les permitimos 
hacer películas sobre la basura de sus libretos, 
pero nos reservamos el derecho 
de tratarlos a todos ellos con una sutil ironía. 
Por ese desprecio nos sentimos superiores. 
Todo esto es así,  pero viéndolo más profundamente, 
la ironía, en vez de ser nuestra salvación, 
se convierte  en un asesino. 
Somos precavidos, hipócritas en el amor. 
Nuestras  amistades son apáticas, no son poderosas 
y nuestro presente no nos parece diferente 
de nuestro pasado, tan astutamente enmascarado. 
Vivimos con mucha prisa a través de la vida. En la historia, 
como cualquier Fausto hemos sido prejuiciosos. 
Irónica con una mefistofélica sonrisa, 
pegada  a nosotros,  nos persigue como una sombra. 
En vano tratamos de evitar  aquella sombra. 
Los caminos en frente o detrás de nosotros están cerrados. 
Lo irónico es que tenemos que vender nuestra  alma 
sin recibir de vuelta ninguna Margaret como la de Fausto. 
Nos  han quemado vivos. 
El conocimiento agrio nos ha hecho impotentes, 
y nuestra cansada ironía, irónicamente 
se ha vuelto contra nosotros. 
 
1961
  |