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Jabón

[Cuento - Texto completo.]

Juan Carlos Onetti

No hizo ninguna seña para que Saad detuviera el coche. La figura estaba quieta y paciente, tal vez aburrida, al borde del camino, junto a un árbol del que empezaba a surgir la primavera como pequeñas lanzas de un verde aún indeciso.

Saad detuvo el coche frente al árbol y vio la gran maleta negra, vio que la persona que le sonrió tenía una cabeza de mujer, joven, extraordinariamente hermosa, un suéter rojo que cubría el pecho sin la menor sospecha de senos; un pecho liso de varón; pantalones negros que no insinuaban el bulto del sexo. Hombre, mujer, efebo, hermafrodita, Saad lo necesitó de pronto, con fuerza y jadeando. Necesitó que subiera al coche, necesitó de aquello con miedo, empezó a creer que lo había estado esperando desde la primera juventud y casi llegó a creer que necesitaría la presencia o cercanía de Ello —el corte de pelo era masculino y no había pintura en la cara— hasta el resto de sus días.

Al entrar, Ello dijo «Gracias» y Saad pensó que la voz no había revelado nada. Era la de alguien que hubiera bebido y fumado mucho la noche anterior, hombre o mujer.

—¿Adónde quiere ir? —preguntó Saad para volver la cabeza y examinar la piel de las mejillas del pasajero: ningún rastro de barba pero el pecho continuaba hostil y aplastado.

—Un poco lejos. Yo le aviso. Siguiendo derecho. ¿Cuáles eran sus planes?

Tampoco había nuez en el cuello blanco. «Eran», pensó Saad, como si Ello hubiera resuelto modificar el viaje proyectado. Y como si pudiera hacerlo, como si quisiera hacerlo, como si estuviera seguro, segura de imponer sin violencia sus propios planes. La gran maleta apoyada en el asiento trasero proponía una mudanza, un querido desarraigo. Y dentro de la maleta estaba la clave del sexo de Ello, si es que tenía alguno. Porque no había signos de la adulterada femineidad de un muchacho invertido; nada de la soterrada virilidad de una lesbiana. Si fuera posible hurgar en la maleta…

—No hay planes rígidos por mi parte. Tengo un mes de vacaciones, de no hacer, si Dios quiere, nada que me disguste. Pensaba detenerme en San Sebastián para almorzar. Después seguir hasta Pau, donde alquilé una casita que no sé si la voy a encontrar. Si quiere puede acompañarme a almorzar y a perdemos entre pinos enormes buscando la casita. Solo sé que se llama Pourquoi Pas y está cerca del paradero del Jabalí.

Ello no contestó; se fue reclinando en el asiento, nuevamente iluminada la cara con la sonrisa, y apoyó la nuca en el respaldo como quien se prepara para un largo viaje.

A los pocos días, el deseo de Saad fue creciendo y tuvo momentos de silencio y de escondido dolor junto a la querida, la plácida presencia de Ello. Porque aquella criatura adorada le ofrecía —o apenas insinuaba— su doble cara, sus dos cuerpos, y muy pronto el hombre sintió el impulso angustioso de avanzar y oprimir, indiferente a que sus imaginados abrazos rodearan un cuerpo de mujer o de hombre.

Pero quería saber. Y cuando Ello bajaba con la cesta de compras por el caminito sinuoso e impuesto a los grandes espacios de césped verde por la insistencia de tantos pasos perdidos, entraba como ladrón en el dormitorio del monstruo ansiado y escrutaba la cama, las dos mesas, los pequeños frascos de medicina. Lo que no le servía para nada, no revelaba el secreto. La gran maleta negra siempre debajo de la cama, cerrada con llave.

Y cuando él tomaba sol con los shorts y el pecho desnudo, Ello se acurrucaba, pantalón negro y suéter rojo, en la sombra del alero de la casita o bajo los grandes árboles para sonreír en paz a la belleza de las construcciones blancas distribuidas sin orden por las pequeñas y suaves colinas.

Tuvo la esperanza absurda, en la que creyó por un tiempo, de que iba a matar la duda entrando al cuarto de baño cuando Ello estuviera terminando de bañarse bajo la ducha. Pero solamente husmeando encontró el perfume del jabón de pino que Ello había hecho espumear en su cuerpo, en su pecho, en la entrepierna que desvelaba el misterio, siempre solo, y sellado para él.

Hasta que, casi de un día al otro, Saad comenzó a aceptar. A desear, más que la posesión física de Ello, la permanencia del secreto, de la duda. Y ahora vigilaba celoso a Ello, con miedo de que una imprudencia, una frase, le revelara la verdad por cuya ignorancia gozaba ahora en seguir sufriendo.

Veía a Ello trepar el sendero, ágil y rápido, un poco inclinado el cuerpo por el peso de la cesta. Sintió frío y vejez, entró en la casita pensando vagamente qué habría comprado Ello para la comida de la noche.

*FIN*


Nueva Estafeta, Madrid, 1979


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