Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Jan, el Impenitente

[Cuento - Texto completo.]

Jack London

Porque ninguna ley, ni de Dios ni del hombre,
sirve al norte del paralelo 53.
The Rhyme of the Three Sealers,
Rudyard Kipling

Jan Rodó, arañando y dando patadas. Ahora peleaba con manos y pies, y lo hacía con determinación, en silencio. Dos de los tres hombres que estaban encima de él se gritaban instrucciones el uno al otro y se esforzaban por contener al demonio bajito y peludo que no quería contenerse. El tercer hombre aulló. Su dedo estaba entre los dientes de Jan.

—Déjate de rabietas, Jan, y cálmate —jadeaba Bill el Rojo, sujetando el cuello de Jan en posición de estrangulamiento—. ¿Por qué demonios no puedes dejarte colgar en paz, como un hombre decente?

Pero Jan no soltó el dedo del tercer hombre y se retorció sobre el suelo de la tienda, entre las cacerolas y las bateas.

—Usted no es un caballero, señor mío —recriminó el señor Taylor, mientras su Jan—. Usted ha matado al señor Gordon, uno de los caballeros más valientes y honrados que ha visto el camino tras los perros. Es usted un asesino sin honra.

—Y no eres un buen compañero —intervino Bill el Rojo—. Si lo fueras, te dejarías colgar sin armar más jaleo. Vamos, Jan, pórtate bien. No nos causes más problemas. Para ya, te colgaremos enseguida y acabaremos con todo esto de una vez.

—¡Calma! —vociferó Lawson, el marino—. Metedle la cabeza en la cacerola de las alubias y luego cerrad la tapa.

—Pero ¿y mi dedo, señor? —protestó el señor Taylor.

—¡Libera el dedo de una vez, hombre! ¡Siempre en el medio!

—Es que no puedo, señor Lawson. Está en el esófago del bicho y casi me lo ha arrancado.

—¡Preparados para maniobrar!

En el momento en que Lawson daba el aviso, Jan medio se incorporó y el cuarteto en apuros se debatió por la tienda entre pieles y mantas. De camino arrastró el cuerpo de un hombre que yacía inmóvil, sangrando por una herida de bala en el cuello.

Todo aquello ocurría debido a la locura que se había apoderado de Jan, la locura que se apodera de un hombre que ha rascado la piel salvaje de la tierra y se ha arrastrado durante mucho tiempo sobre su desnudez primitiva, ante cuyos ojos surgen los valles opulentos de su país natal y a cuya nariz llega el aroma del heno, la hierba, las flores y la tierra recién removida. Jan había sembrado durante cinco años glaciales. El río Stuart, Forty Mile, Circle City, Koyokuk y Kotzebue habían sido el blanco de su agotadora agricultura, y ahora era Nome la que daba su cosecha, pero no la Nome de playas doradas y arenas rojizas, sino la Nome del 97, antes de llamarse Anvil City y de que se organizase la región de Eldorado. John Gordon era yanqui y tenía que haber sido más prudente. Pero contó lo que no tenía que haber contado en un momento en el que los ojos inyectados en sangre de Jan brillaban más que nunca y sus dientes chirriaban con fuerza a causa del tormento que sufría. Debido a ello, en la tienda olía a nitrato de potasio y uno yacía inmóvil mientras el otro luchaba como una rata arrinconada y se negaba a dejarse colgar de manera pacífica y decente, tal y como sugerían sus compañeros.

—Si me lo permite, señor Lawson, antes de continuar con este jaleo, le diré que sería buena idea hacer palanca entre los dientes de Este gusano. Ni muerde del todo ni quiere soltar. Es como una serpiente, señor, una verdadera serpiente.

—¡Dejadme que pruebe con el hacha! —vociferó el marino—. ¡Pasadme el hacha! —acercó el borde de acero al dedo del señor Taylor y utilizó los dientes del otro como punto de apoyo. Jan aguantó y respiró por la nariz, resoplando como una orea.

—¡Preparados! ¡Allá va!

—Gracias, señor. Es un alivio. —El señor Taylor procedió a rodear con los brazos las piernas de la víctima, que se movían sin control alguno.

Pero Jan aumentó su ira de loco: sangrando, echando espuma por la boca, maldiciendo, cinco años de hielo derritiéndose en aquel infierno repentino. Los otros se movían hacia delante, hacia atrás, jadeaban, sudaban, como un monstruo ciclópeo de muchos tentáculos surgido de las más hondas profundidades. Volcaron la lámpara de grasa, que se ahogó en su propio sebo, mientras el crepúsculo de mediodía a duras penas se filtraba a través de la sucia lona de la tienda.

—Por el amor de Dios, Jan, ¡entra en razón! —rogó Bill el Rojo—. No te haremos daño ni te asesinaremos ni nada parecido. Solo queremos colgarte, nada más, pero tú te lo has tomado a la tremenda. ¡Pensar en todos los caminos que hemos recorrido juntos y que ahora me trates así! ¡Me parece increíble en ti, Jan!

—A éste lo que le pasa es que ha viajado siempre en tercera. Agárrale las piernas, Taylor, y tira de él.

—Sí, señor Lawson. Cuando le avise déjese caer sobre él con todas sus fuerzas. —El de Kentucky tanteó en la oscuridad—. ¡Ahora señor! ¡Ahora!

El otro se abalanzó y un cuarto de tonelada de carne humana se tambaleó y cayó contra el lateral. Saltaron las estacas, se partieron los vientos y la tienda, al derrumbarse, envolvió la batalla con sus pliegues grasientos.

—Así solo empeoras las cosas —continuó Bill el Rojo, mientras clavaba los pulgares en un cuello peludo, a cuyo dueño tenía atrapado—. Ya has armado bastante lío; cuando te hayamos colgado, tardaremos medio día en ordenarlo todo.

—Le agradecería que me soltara, señor —farfulló el señor Taylor.

Bill el Rojo gruñó, dejó de apretar y los dos se arrastraron como pudieron hasta el exterior. En ese momento, Jan se libró a patadas del marino y echó a correr por la nieve.

—¡Eh, holgazanes! ¡Buck! ¡Bright! ¡Id tras él! ¡Derribadlo! —gritó Lawson, avanzando entre la nieve detrás del hombre que huía. Buck y Bright, seguidos de los demás perros, lo adelantaron y enseguida alcanzaron al asesino.

No había motivos para que aquellos hombres hicieran lo que hacían; no había motivos para que Jan huyese; ni para que los otros intentaran detenerlo. A un lado se abría una amplia extensión de terreno yermo y nevado, y al otro el mar congelado. Sin comida ni refugio, no podría llegar muy lejos. Les bastaba con aguardar a que volviera a la tienda, como acabaría por hacer cuando el frío y el hambre lo vencieran. Pero aquellos hombres no se paraban a pensar. Un ramalazo de locura los había envenenado. Además, la sangre derramada pesaba sobre ellos, espesa y caliente. “A mí la venganza”, dijo el Señor, y lo dijo en climas templados, donde el calor del sol roba las energías de los hombres. Pero en la región septentrional han descubierto que la oración solo resulta eficaz cuando la respalda la fuerza física y están acostumbrados a hacer las cosas por sí mismos. Han oído decir que Dios está en todas partes, pero llena de sombras la tierra durante medio año para que no lo encuentren, por eso no es de extrañar que duden a menudo y piensen que los Diez Mandamientos les falla.

Jan corría a ciegas, sin mirar dónde pisaba porque lo dominaba el verbo “vivir”. ¡Vivir! ¡Existir! La sombra gris de Buck se lanzó sobre él, pero erró. El hombre lo golpeó con fuerza y tropezó. Entonces los blancos colmillos de Bright se cerraron sobre su chaquetón y eso lo hizo caer sobre la nieve. ¡Vivir! ¡Existir! Luchó sin rendirse, convertido en el centro de un amasijo de perros y hombres. Su mano izquierda agarró el cogote de un perro lobo, a la vez que pasaba el brazo alrededor del cuello de Lawson. Cada forcejeo del perro servía para estrangular al desventurado marino. La mano derecha de Jan quedaba enterrada entre la maraña rizada que era la peluda cabeza de Bill el Rojo y debajo de todo eso yacía el señor Taylor, atrapado e incapaz de moverse. Habían llegado a un punto muerto, porque la fuerza de su locura resultaba prodigiosa, pero de súbito, sin motivo aparente, Jan soltó sus distintas presas y rodó hacia un lado, para quedarse inmóvil, boca arriba. Sus adversarios se apartaron un poco, desconcertados, sin tenerlas todas consigo. Jan sonreía con saña.

—Amigos —dijo sin dejar de sonreír—, me habéis pedido que fuera amable y soy amable. ¿Qué queréis hacer conmigo?

—Eso es, Jan, cálmate —lo tranquilizó Bill el Rojo—. Sabía que acabarías por entrar en razón. Cálmate y lo haremos pronto y bien.

—¿Pero qué es lo que vais a hacer?

—Colgarte. Y deberías dar gracias por contar con alguien que sepa hacerlo. Ya lo he hecho antes, más de una vez, en Estados Unidos, y domino la técnica.

—¿A quién vais a colgar? ¿A mí?

—Sí.

—¡Ja, ja! ¿Habéis oído lo que dice este hombre? Dame la mano, Bill, para que me levante y me cuelgues—. Se puso de pie con gran esfuerzo y miró a su alrededor—. ¡Santo Dios! ¿Lo habéis oído? ¡Quiere colgarme! ¡Jo, jo, jo! Pues yo lo dudo. Sí, ¡lo dudo mucho!

—¡Y yo creo que tiene razón, lampazo! —exclamó Lawson en tono burlón, mientras cortaba uno de los tirantes del trineo y lo enroscaba con un cuidado amenazador—. Hoy vamos a aplicar la ley del linchamiento.

—Un momento. —Jan se alejó de la soga—. Tengo que hacer varias preguntas y una propuesta. Kentucky, ¿tú sabes qué es eso de la ley del linchamiento?

—Sí, señor. Es una institución de hombres libres y caballeros, muy antigua y tradicional. La corrupción puede ocultarse tras la toga de los magistrados, pero la ley del linchamiento siempre hace justicia sin cobrar. Repito, sin cobrar. La ley puede comprarse y venderse, pero en esta tierra de progreso la justicia es tan gratis como el aire que respiramos, tan fuerte como el licor que bebemos, tan rápida como…

—¡Menos labia! Deja que explique qué es lo que quiere —interrumpió Lawson, arruinando la perorata.

—A ver, Kentucky, dime una cosa: si un hombre mata a otro, ¿la ley del linchamiento lo cuelga?

—Si las pruebas son lo bastante sólidas, sí, señor.

—Y en este caso las pruebas son lo bastante sólidas como para colgar a una docena de hombres, Jan —intervino Bill el Rojo.

—Espera un momento, Bill, ahora hablaré contigo. Quiero preguntarle una cosa más a Kentucky. Y si la ley del linchamiento no lo cuelga, ¿qué pasa?

—Si la ley del linchamiento no lo cuelga, el hombre queda libre y sus manos limpias de sangre. Además, señor, nuestra magnífica y grandiosa constitución dice, a saber, que ningún hombre debe correr peligro de perder la vida por segunda vez debido al mismo crimen, o algo parecido.

—Así que no pueden pegarle un tiro, ni darle un golpe en la cabeza con un palo, ni nada de eso.

—No, señor.

—¡Bien! ¿Habéis oído lo que ha dicho Kentucky, zoquetes? Ahora hablaré con Bill. Tú sabes cómo se hace, Bill, y dices que tienes experiencia, ¿no? Responde.

—Puedes estar bien seguro, Jan. Si no causas más problemas, te sentirás orgulloso de mi trabajo. Soy un entendido.

—Eres muy listo, Bill, y sabes muchas cosas. También sabes que dos más uno son tres, ¿no?

Bill asintió.

—Y cuando se tienen dos cosas, no siempre se tienen tres, ¿verdad? Ahora préstame atención y te lo demostraré. Para colgar a un hombre hacen falta tres cosas. Primero, el hombre. ¡Bien! Yo soy el hombre. Segundo, la soga. Lawson tiene la soga. ¡Bien! Y tercero, necesitas algo a lo que atar la soga. Pasea la mirada por el paisaje y encuentra algo a lo que atar la soga. ¿Eh? ¿Qué me dices?

Mecánicamente barrieron el hielo y la nieve con la mirada. Se trataba de un paisaje homogéneo, carente de contrastes o contornos acentuados, uniforme, inhóspito y monótono: el mar congelado, el ligero desnivel de la playa, un fondo de colinas bajas y, sobre todo ello, un infinito manto de nieve.

—Ni árboles, ni acantilados, ni cabañas, ni postes de telégrafo ni nada —se quejó Bill el Rojo—. Nada lo bastante grande o decente para colgar a un hombre que mide metro y medio sin que los pies le lleguen al suelo. Me rindo. —Dedicó una mirada anhelante a esa parte de la anotomía de Jan que une la cabeza con los hombros—. Me rindo —repitió con tristeza, dirigiéndose a Lawson—. Deja la soga. Dios no hizo esta tierra para que el hombre viviese en ella, eso está más que claro.

Jan sonrió victorioso

—Creo que me iré a la tienda a fumar un rato.

—Aparentemente tienes razón, Bill, hijo mío —dijo Lawson—, pero eres tonto y eso también está más que claro. Hace falta un marino para enseñar a los campesinos. ¿No sabes lo que es una cabria? Pues mira y verás.

El marino trabajaba a buen ritmo. Del montón de maderos de estibar sobre el que habían asegurado la barca el otoño anterior, desenterró un par de remos largos. Los ató formando un ángulo casi recto, cerca del extremo de las palas. En los puntos donde caían los mangos, hizo dos agujeros en la nieve hasta llegar a la arena. En el punto de intersección sujetó dos vientos y ató el extremo de uno a un bloque de hielo de la playa. El otro viento se lo entregó a Bill el Rojo.

—Aquí tienes, hijo, sujeta y tira con fuerza.

Para su espanto, Jan vio cómo se alzaba su horca.

—¡No! ¡No! —gritó, retrocediendo y levantando los puños—. ¡No vale! ¡No me colgaréis! ¡Que no, zoquetes! ¡Acabaré con todos vosotros, uno detrás de otro! ¡Os las haré pasar canutas! ¡Haré lo que sea! ¡Moriré antes de permitir que me colguéis!

El marino dejó que los otros dos se ocuparan de la criatura enloquecida. Rodaron por el suelo de un lado al otro, levantando pedazos de nieve y tundra, mientras su feroz pelea escribía una tragedia de pasión humana sobre la hoja blanca de la naturaleza. De vez en cuando una mano o un pie de Jan surgían de la maraña, que Lawson agarraba y ataba con cuerdas. A zarpazos, arañazos y blasfemias lo conquistaron y lo ataron, centímetro a centímetro, para luego arrastrarlo hasta donde aguardaba la inexorable cabria, como un compás gigantesco de pie sobre la nieve. Bill el Rojo ajustó la soga, situando el nudo bajo la oreja izquierda. El señor Taylor y Lawson se hicieron cargo del viento, dispuestos a elevar la horca en cuanto recibieran la orden.

—¡Santo Dios! ¡Mirad eso!

El horror presente en la voz de Jan los llevó a desistir. La tienda caída se había levantado y, en medio de la creciente penumbra, agitaba unos brazos fantasmales y se acercaba hacia ellos titubeando como un borracho. Al cabo de un instante, John Gordon encontró el hueco de la puerta y se libró de la lona.

—Pero ¿qué demonios…? —Se quedó sin voz un momento, mientras observaba aquel cuadro viviente—. ¡Alto! ¡No estoy muerto! —exclamó, acercándose al grupo con cara de enfado.

—Permita que le felicite, señor Gordon, por haberse salvado —se atrevió a decir el señor Taylor—. Por los pelos. Ha sido por los pelos.

—¿Que me felicita? ¡Y un cuerno! Podría estar muerto y podrido, si fuera por vosotros, que sois… —Y John Gordon desembalsó una rotunda riada seca, intensa, acusadora y solo compuesta de adjetivos y palabrotas.

—Solo me raspó —continuó diciendo tras relajarse un poco—. ¿Has esquilado ganado alguna vez, Taylor?

—Sí, señor, muchas veces, en mi tierra.

—Pues eso es lo que me pasó. La bala me rozó la base del cráneo y me dejó sin sentido, pero no me hizo daño —dijo y luego se dirigió al hombre atado—. Levanta, Jan. Como no te disculpes te doy la paliza de tu vida. Y vosotros no os metáis.

—¡Lo dudo mucho! Desátame y ya verás —contestó Jan el Impenitente, aún invicto el demonio que albergaba en su interior—. Y después de arrearte a ti, le voy a dar una buena tunda al resto de estos zoquetes, uno detrás de otro, ¡ya lo veréis!

*FIN*


“Jan, the Unrepentant”,
Outing, 1900


Más Cuentos de Jack London