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Je ne parle pas français

[Cuento - Texto completo.]

Katherine Mansfield

No sé por qué me atrae tanto este cafetín. Es sucio y triste, triste. No tiene nada que lo distinga de cientos parecidos… no tiene, ni tampoco vienen aquí todos los días los mismos tipos extraños a los que uno podría observar desde un rincón para reconocer, más o menos (con un fuerte acento en el menos), sus puntos débiles.

Pero les ruego que no imaginen que ese paréntesis es una confesión de mi humildad ante los misterios del alma humana. Ni por un momento: no creo en el alma humana. Jamás he creído en ella. Creo que las personas son como maletas en las que se han empacado ciertas cosas dispuestas para un viaje, y se ven arrojadas de aquí para allá, de arriba a abajo, golpeadas contra el piso, perdidas y recuperadas, medio vacías de repente o más atiborradas que nunca, hasta que el Último Maletero las pone en el Último Tren y se alejan traqueteando… No por eso estas maletas dejan de ser fascinantes. ¡Oh, sí, muy fascinantes! Me veo de pie ante ellas, saben, como un oficial de Aduana.

–¿Tiene algo que declarar? ¿Vino, licores, cigarros, perfumes, sedas?

Y el momento de vacilación en el que tal vez sea engañado, antes de marcar con mi tiza los bultos, y el otro momento de vacilación más tarde en el que me pregunto si me habrán engañado son tal vez, los dos momentos más emocionantes de la vida. Sí, para mí lo son.

Pero lo que quería decir antes de empezar con esta larga, rebuscada y para nada original disgresión, era, simplemente, que en este café no hay maletas para examinar, pues la clientela, damas y caballeros, no se sienta. No, se queda de pie junto al mostrador y está compuesta de un puñado de obreros que vienen del río, todos empolvados de harina, de cal o de algo así, y de unos pocos soldados que traen muchachas delgadas y morenas con aretes de plata en las orejas y canastas de mercado en los brazos.

Madame es también morena y delgada, de blancas mejillas y manos blancas. Bajo ciertas luces parece casi transparente, destacándose contra su chal negro con un efecto extraordinario. Cuando no está atendiendo se sienta en un taburete con el rostro siempre vuelto hacia la ventana. Sus ojos orlados de negras ojeras exploran y siguen a la gente que pasa por la calle, pero no parecen buscar a nadie. Tal vez lo hiciera quince años atrás, pero ahora la pose se ha convertido en hábito. Por su aire de fatiga y desesperanza, cualquiera puede ver que ha abandonado la búsqueda desde hace por lo menos diez años…

Y luego está el camarero. No es patético, pero tampoco en absoluto cómico. Nunca hace esos comentarios insignificantes que a uno le resultar tan sorprendentes por provenir de un camarero (como si los pobres tipos fueran una mezcla de cafetera y botella de vino y no pudieran contener ni una gota de otra cosa). Es gris, de pies planos y marchito; tiene uñas largas y quebradizas que crispan los nervios cuando rascan para recoger las dos monedas de propina. Cuando no está restregando las mesas o deshaciéndose de las moscas muertas con su trapo sucio, suele quedarse de pie con una mano en el respaldo de una silla, con su delantal demasiado largo, y sobre el otro brazo, las tres puntas de la servilleta sucia, esperando que lo fotografíen para ilustrar algún espantoso crimen: “Interior del Café donde se halló el Cadáver”. Lo habrán visto cientos de veces.

¿No creen ustedes que cada lugar tiene una hora del día en que cobra vida? Pero no quiero decir eso exactamente. Es algo más. Parece haber un momento en el que se advierte que, casi por accidente, uno ha llegado a escena justamente en el momento en que se lo esperaba. Todo está dispuesto para uno… esperándolo. ¡Ah, dueño de la situación! Se respira un aire de importancia. Y al mismo tiempo uno se sonríe, secreta, astutamente, porque la Vida parece haberse opuesto a concederle estas entradas, parece sin duda dedicada a arrebatárselas a uno, a hacérselas imposibles, a mantenerlo a uno entre bastidores hasta que ya es demasiado tarde, en verdad… Por una vez, aunque sea, no ha derrotado a la vieja bruja.

Disfruté de uno de esos momentos la primera vez que vine aquí. Supongo que por eso sigo viniendo. Regreso a la escena de mi triunfo, a la escena del crimen en la que por una vez tuve a esa vieja perra agarrada del pescuezo e hice lo que quise con ella.

Pregunta: ¿Por qué estoy tan resentido con la Vida? ¿Y por qué la veo como una trapera de película norteamericana, chancleteando y envuelta en un sucio chal con las garras curvadas alrededor de su bastón?

Respuesta: Es el resultado directo de la influencia del cine americano sobre una mente débil.

De todos modos, “la corta tarde invernal tocaba a su fin”, como dicen, y yo andaba sin rumbo, o bien en camino a casa o no, cuando me encontré aquí, y fui a sentarme en el asiento del rincón.

Colgué mi sobretodo inglés y mi sombrero de fieltro gris del gancho que había detrás de mí y, después de haberle dado tiempo al camarero como para que le sacaran veinte fotografías, le pedí un café.

Me sirvió un vaso de ese conocido brebaje purpúreo con un vagabundo reflejo verde jugueteando en la superficie y se alejó arrastrando los pies, y yo me quedé con las manos apretadas contra el vaso porque hacía un frío cortante afuera.

De pronto me di cuenta de que, sin saberlo, estaba sonriendo. Lentamente levanté la cabeza y me vi reflejado en el espejo de la pared de enfrente. Sí, allí estaba, apoyado en la mesa, con mi sonrisa socarrona y profunda, con el vaso de café del que emanaba un tenue penacho de humo ante mí y junto a él el aro blanco del platillo con sus dos terrones de azúcar.

Abrí muy grandes los ojos. Había estado allí toda la eternidad, así como así, y por fin ahora cobraba vida…

Todo estaba muy tranquilo en el café. Afuera apenas se alcanzaba a ver, en el crepúsculo, que había empezado a nevar. Apenas si se distinguían las formas de los caballos y los coches y la gente, suaves y blancos, moviéndose a través del aire lleno de copos. El camarero desapareció para reaparecer con una brazada de paja. Con gestos humildes, casi de adoración, fue esparciéndola sobre el piso, desde la puerta hasta el mostrador y alrededor de la estufa. A nadie le hubiera sorprendido si se hubiera abierto la puerta para dar paso a la Virgen María, en ancas de un borrico, con las dulces manos plegadas sobre su vientre henchido…

Es bastante hermoso, ¿no les parece?, este párrafo acerca de la Virgen. ¡Ha fluido tan naturalmente de mi pluma y redondea tan bien la idea! Eso se me ocurrió en el momento y decidí anotarlo. Nunca se sabe en qué momento será útil una anotación así para redondear una frase. Así que, moviéndome tan poco como me era posible para no romper el “encanto” (¿me entienden, verdad?), me estiré hasta la mesa de al lado para buscar un anotador.

Nada de papel ni de sobres, por supuesto, solo un pedazo de papel secante de color rosa, increíblemente suave y fláccido, y casi húmedo, como la lengua de un gatito muerto, algo que jamás he sentido.

Me senté, pero sin dejar de sentir para mis adentros este estado de espera, enrollando en mi dedo la lengua del gatito muerto y enrollando en mi mente la dulce frase mientras mis ojos se fijaban en los nombres de muchachas y en las bromas sucias y en los dibujos de botellas y tazas que no se mantendrían en sus platillos y que estaban diseminados sobre el anotador.

Siempre las mismas cosas, ya se sabe. Las muchachas se llaman siempre del mismo modo, las tazas jamás se asientan en sus platillos y todos los corazones están unidos por cintas.

Pero de modo más bien repentino, allí, al pie de la página, mis ojos cayeron sobre la frasecita, estúpida y remanida, escrita en tinta verde: Je ne parle pas français.

¡Por fin… había llegado el momento… le geste! Y aunque yo estaba preparado me atrapó, me atrópelo; quedé simplemente apabullado. Y la sensación física fue tan curiosa, tan particular. Fue como si todo yo, salvo la cabeza y los brazos, como si todas las partes de mi cuerpo que estaban bajo la mesa se hubieran disuelto, fundido, convertido en agua. Solo mi cabeza quedaba, y los dos bastones de los brazos apretados contra la mesa. Pero, ¡ah la agonía del momento! ¿Cómo puedo describirla? No pensé en nada. Ni siquiera grité para mis adentros. Por un momento no fui yo. Fui tan solo Agonía, Agonía, Agonía.

Después pasó, y al segundo siguiente yo estaba pensando: “¡Dios mío! ¿Soy capaz de un sentimiento tan fuerte como este? ¡Pero si estaba absolutamente inconsciente! ¡No tenía ni una frase para describirlo! ¡Estaba apabullado! ¡Subyugado! ¡Y ni siquiera intenté, ni aún vagamente, expresarlo con palabras!

Y así seguí a todo vapor, hasta que finalmente estallé: “Después de todo debo ser un ser humano de primera. Ninguna mente de segunda categoría podía haber experimentado un sentimiento tan intenso con tanta… pureza”.

 

El camarero ha acercado un fósforo a la estufa al rojo y ha encendido una Mamita de gas en una lámpara con pantalla. Es inútil que mire por la ventana, madame, ya está obscuro. Sus blancas manos revolotean sobre el chal negro. Son como dos pájaros que han venido a reposar al nido. Son inquietas, inquietas… Finalmente, usted las ha cobijado bajo sus brazos para calentárselas…

Ahora el camarero ha corrido las cortinas con una larga vara. “Se han ido todos”, como dicen los niños.

Y además, no tenga paciencia con la gente que se aterra a las casas, que las persigue lloriqueando. Si algo ha terminado, pues bien, ha terminado. Está listo y acabado. ¡Déjalo ir, entonces! Ignóralo y consuélate, si necesitas consuelo, con la idea de que jamás se recobra lo mismo que se ha perdido. Siempre es algo nuevo. Pues las cosas cambian en el mismo momento en que te abandonan, Y esto es cierto hasta cuando se trata de un sombrero que se te ha volado, y no lo digo superficialmente, sino hablando de cosas profundas… En mi vida he tomado como norma no laméntame nunca ni mirar hacia atrás. Lamentarse es desperdiciar inútilmente la energía, y nadie que pretenda ser escritor puede permitírselo. Desgasta, no se puede construir nada con lamentos y solo sirven para encenagarse. Mirar hacia atrás es, por supuesto, igualmente fatal para el Arte. Significa empobrecerse. Y el Arte no puede ni quiere soportar la pobreza.

Je ne parle pas français. Je ne parle pas français. Todo el tiempo, mientras escribía esa última página, mi otro yo ha estado vagando por allí afuera, en la obscuridad. Me abandonó justo cuando empecé a analizar mi gran momento y salió huyendo perturbado como un perro que cree que, finalmente, ha vuelto a escuchar los pasos conocidos.

“¡Mouse! ¡Mouse! ¿Estás cerca? ¿Eres tú esa que se inclina en el antepecho de la ventana, extendiendo los brazos para cerrar los postigos? ¿Eres tú ese suave bulto que se acerca a mí a través de la nieve? ¿Eres tú la muchachita que empuja la puerta vaivén del restaurant? ¿Eres tú esa obscura sombra que se asoma del coche? ¿Dónde estás? ¿Dónde estás? ¿Hacia qué lado debo ir? ¿Hacia qué lado debo correr? Y cada momento que paso vacilando, tú te alejas más y más. ¡Mouse! ¡Mouse!”.

Ahora el pobre perro ha regresado al café, con el rabo entre las piernas, exhausto.

“Era una… falsa… alarma. Ella… no está… por ningún lado”.

“¡Échate entonces! ¡Échate! ¡Échate!”

 

Me llamo Raoul Duquette. Tengo veintiséis años y soy parisino, un verdadero parisino. En cuanto a mi familia… en realidad no tiene importancia. No tengo familia, no deseo tenerla. Jamás pienso en mi infancia. La he olvidado.

En verdad, solo conservo un recuerdo nítido y es interesante porque ahora me parece muy significativo con respecto a mí desde el punto de vista literario. Es este.

Cuando yo tenía diez años teníamos una lavandera negra, una africana, muy grande, muy obscura, que llevaba un pañuelo a cuadros sobre el pelo motoso. Cuando venía a casa siempre reparaba particularmente en mí y, después de sacar la ropa de la canasta, solía meterme adentro y hamacarme en el cesto, mientras yo me aferraba con fuerzas de las manijas y chillaba de gusto y de miedo. Yo era pequeño para mi edad, pálido, y tenía una boquita adorable y entreabierta… estoy seguro de ello.

Un día, mientras estaba en la puerta observándola marcharse, se volvió y me hizo unas señas, asintiendo con la cabeza y sonriendo de un modo extraño y secreto. No vacilé en seguirla. Me llevó a un pequeño galponcito al final del callejón, me tomó en sus brazos y empezó a besarme. ¡Ah, esos besos! Especialmente esos besos en las orejas, que casi me ensordecían.

Cuando me dejó en el suelo sacó del bolsillo una tortita con azúcar, me la dio y yo me volví tambaleando a mi casa.

No es raro que recuerde la escena tan vividamente, ya que se repitió una vez por semana. Además, desde aquella primera tarde, a mi infancia, por decirlo graciosamente, se la llevaron los besos. Me volví muy lánguido, muy mimoso y desmesuradamente voraz. Y así estimulado, aguzado, parecía comprender a todo el mundo y ser capaz de nacer lo que se me antojara con cualquiera.

Supongo que estaba en un estado, más o menos, de excitación física, y eso era lo que seducía a los demás. Pues todos los parisinos son más… ¡Oh, bien, basta ya de esto! Y basta también de mi Infancia. Sepúltala bajo un cesto de lavandería en vez de bajo una lluvia de rosas, y passons ouitre.

 

Para mí mi vida empezó cuando me convertí en inquilino de un pequeño departamento de soltero en el quinto piso de un edificio alto y no demasiado deteriorado, situado en una calle que puede o no ser considerada discreta. Muy útil, eso… Allí emergí, salí a la luz y saqué mis dos cuernos con un estudio y un dormitorio y una cocina sobre la espalda. Y muebles de verdad plantados en medio de las habitaciones. En el dormitorio un armario con un gran espejo, una enorme cama cubierta con una colcha mullida y amarilla, una mesa de luz con tapa de mármol y un juego de tocador salpicado de manzanitas diminutas. En mi estudio, un escritorio inglés con cajones, una silla con almohadones de cuero, libros, un sillón, una mesa auxiliar con una lámpara y un cortapapeles, y en las paredes, algunos estudios de desnudos. No usé la cocina, salvo para arrojar allí papeles viejos.

Ah, aún me parece verme aquella primera noche, después de que se fueron los hombres que habían traído los muebles y me las había arreglado para librarme de mi espantosa y vieja portera: caminando de aquí para allá en puntas de pie, deteniéndome frente al espejo y diciéndole a la radiante imagen: “Soy un hombre joven que posee su propio departamento. Escribo para dos periódicos. Voy a dedicarme seriamente a la literatura. Empiezo una carrera. El libro que escribiré dejará atónitos a los críticos. Voy a escribir acerca de cosas que jamás han sido dichas antes. Voy a hacerme un nombre como el escritor del submundo. Pero no como lo han hecho oíros que me precedieron. ¡Oh, no! Lo haré muy ingenuamente, con una especie de humor tierno y desde adentro, como si todo fuera muy simple, muy natural. Nadie lo ha hecho como lo haré yo porque nadie ha vivido mis experiencias. Soy rico… soy rico.”

De todos modos no tenía más dinero del que tengo ahora. Es extraordinario cómo se puede vivir sin dinero… Tengo cantidad de buena ropa, ropa interior de seda, dos trajes de noche, cuatro pares de botas de charol y toda clase de cositas, como guantes y cajas de polvo y un estuche de manicura, perfume, muy buen jabón, y nada de eso está pago. Si tengo necesidad de dinero urgente… bien, siempre hay alguna lavandera negra y algún galponcito, y soy muy franco y bon enfant en lo que respecta a la cantidad de azúcar que deberá tener la tortita…

Y en este punto quisiera dejar algo registrado, y no por vanidad, sino más bien con una especie de asombro: jamás me le he insinuado a una mujer. No es que haya conocido solo una clase de mujer, de ningún modo. Pero tanto entre las prostitutas como entre las mujeres serias, entre las viudas maduras y las dependientes de comercio, entre las esposas de hombres respetables e incluso entre las más avanzadas damas literatas que he conocido en las veladas y cenas más selectas (pues he asistido a ellas), me ha encontrado, invariablemente, no solo con la misma buena disposición sino con positivas insinuaciones. Al principio me sorprendía. Solía mirar con asombro a la señora sentada frente a mí y me preguntaba: ¿Será verdaderamente esa distinguidísima señora que conversa sobre Kipling con el caballero de la barba castaña, la que me está rozando el pie?”. Y nunca estaba seguro hasta que no era yo quien le rozaba el suyo.

Es curioso, ¿no es cierto? Pues no tengo para nada el aspecto con el que sueñan las muchachas…

Soy pequeño y menudo, de piel olivácea, ojos negros con largas pestañas, pelo negro y sedoso que llevo muy corto, dientes pequeños y cuadrados que se exhiben cuando sonrío. Tengo manos flexibles y pequeñas. Una vez la dueña de una panadería me dijo: “Tiene usted las manos apropiadas para hacer pastelitos”. Pero confieso que sin ropas soy bastante–atractivo. Suave y mullido, casi como una muchacha, de hombros tersos, y llevo una delgada pulsera de oro por encima del codo izquierdo.

Pero, ¿no es raro que haya escrito todo esto acerca de mi cuerpo y demás? Es el resultado de mi mala vida, de mi vida en el submundo. Soy como aquella mujercita del café que debe presentarse con un puñado de fotografías: “Yo en batita, saliendo de una cáscara de huevo… Aquí estoy boca abajo en una hamaca, con un vestido con volados que parece una coliflor…”. Ya conocen ustedes a esa clase de personas.

Si creen que lo que he escrito es simplemente superficial e impúdico y barato, están equivocados. Admito que así suena, pero eso no es todo. Si lo fuera, ¿cómo es posible qué hubiera sentido lo que sentí al leer esa trasecha escrita con tinta verde en el anotador? Eso prueba que hay más cosas en mí y que soy verdaderamente importante, ¿no es cierto? Podría haber agregado o sobrecargado ese momento de angustia. ¡Pero no! Así lo sentí.

–Camarero, un whisky.

Odio el whisky. Cada vez que lo siento en la boca mí estómago se rebela, y seguramente la bebida que tienen aquí será particularmente mala. Lo he ordenado tan solo–porque estoy a punto de escribir acerca de un inglés. Nosotros, los franceses, somos terriblemente anticuados y conservadores en algunos aspectos. Me pregunto por qué no habré pedido también un par de pantalones de golf de mezclilla, una pipa, unos dientes largos y un par de patillas de color de jengibre.

–Gracias, mon vieux. ¿No tendrá tal vez unas patillas?

–No señor –contesta con tristeza–. No vendemos bebidas americanas.

Y después de restregar una esquina de la mesa se va para que le saquen un par de docenas más de fotografías con luz artificial.

¡Uf! ¡Qué mal huele este whisky! ¡Y qué desagradable sensación en la garganta que se contrae!

–Es una bebida mala para emborracharse –dice Dick Harmon, haciendo girar el vaso entre los dedos y sonriendo con su sonrisa lenta y soñadora. Así se emborracha, lenta y soñadoramente y en un cierto momento se pone a cantar muy bajito, muy bajito, acerca de un hombre que andaba de un lado a otro tratando de encontrar un lugar donde le dieran de comer.

¡Ah, cómo amaba yo esa canción, cómo amaba el modo en que él la cantaba, lenta, lentamente, con voz suave y opaca!

 

Había una vez un hombre
Que de un lado a otro andaba
Para conseguir una cena en la ciudad…

 

La canción parecía guardar en su gravedad y en sus ahogadas medidas, todos esos altos y grises edificios, esas nieblas, esas calles interminables, esas agudas sombras de los policías, que significan Inglaterra.

Y después… ¡el personaje! Esa criatura delgada, extraviada, que camina de un lado a otro y todas las puertas se le cierran porque no tiene “hogar”. Es tan extraordinariamente inglés… Recuerdo que la canción terminaba cuando finalmente él “encontraba un lugar” y pedía un pequeño budín de pescado, pero cuando pedía pan el camarero le gritaba desdeñosamente, en voz alta: “¡No servimos pan con un solo budín de pescado!”

¿Qué más quieren ustedes? ¡Qué profundas son esas canciones! En ellas se encuentra toda la psicología de un pueblo. ¡Y qué poco francesas! ¡Qué poco francesas!

–Una vez más, Dick, ¡una vez más! –le rogaba yo, juntando las manos y haciéndole un mohín con la boca. El no tenía problemas en cantarla durante toda su vida.

 

Y allí está otra vez. Incluso con Dick. Fue él quien hizo los primeros avances.

Lo conocí una noche en una fiesta que ofrecía el editor de una nueva revista. Era una reunión selecta, de gente de moda. Había uno o dos señores de edad y las damas eran extremadamente comme il faut. Vestidas con trajes de noche, estaban todas sentadas en sillones cubistas y nos permitían alcanzarles dedalitos de cherry mientras les hablábamos de poesía. Pues, por lo que puedo recordar, todas eran poetisas.

Era imposible no reparar en Dick. Era el único inglés presente y, en vez de circular graciosamente por el cuarto como nosotros, se quedó quieto junto a la pared, con las manos en los bolsillos, respondiendo en excelente francés con su voz grave y suave a cualquiera que se dirigiera a él.

–¿Quién es?

–Un inglés. De Londres. Escritor. Está aquí estudiando especialmente la literatura francesa moderna.

Eso fue suficiente para mí. Acababa de publicarse mi Iibrito, Monedas falsas. Yo era un serio y joven escritor que estudiaba especialmente la literatura inglesa moderna.

Pero ni siquiera había tenido tiempo de arrojar el sedal cuando él me dijo, sacudiéndose un poco como si acabara de salir del agua después de morder el anzuelo:

–¿No quiere venir a verme a mi hotel? Venga alrededor de las cinco y podremos charlar un rato antes de salir a cenar.

–Encantado.

Me sentí tan pero tan profundamente halagado que tuve que dejarlo en ese mismo momento para ir a pavonearme delante de los sofás cubistas. ¡Qué presa! Un inglés serio y reservado, abocado a un estudio especial de la literatura francesa.

Esa misma noche despaché por correo una copia de Monedas falsas, con una cálida dedicatoria, y uno o dos días después cenamos junios y nos pasamos la noche conversando.

Conversando… pero no solo de literatura. Descubrí, muy aliviado, que no tenía que limitarme a hablar de las tendencias de la novela moderna, de la necesidad de una forma nueva o del motivo por el que los jóvenes no lograban acertar con ella. De tanto en tanto, como por casualidad, yo arrojaba una carta que parecía no tener nada que ver con el juego, solo para ver cómo lo tomaba él. Pero todas las veces la recogía con su mirada soñadora y su invariable sonrisa. Tal vez llegaba a murmurar:

–Es muy curioso –pero como si no fuera en absoluto curioso.

Finalmente, su calma aceptación se me subió a la cabeza. Me fascinó. Hizo que Ie tirara todas las cartas que, tenía, hasta que por fin me recosté en la silla y vi cómo las ordenaba en sus manos.

–Muy curioso, muy interesante…

A esa altura ya estábamos los dos bastante borrachos y él empezó a cantar muy suavemente su canción acerca del hombre que andaba de un lado a otro buscando su cena.

Pero yo me quedé sin aliento ante ¡lo que había hecho: le había mostrado a alguien las dos caras de mi vida. Le había contado todo con tanta sinceridad y veracidad como había podido. Me había tomado un trabajo enorme para explicar cosas de mi vida íntima, cosas que eran realmente repulsivas y que jamás podrían ver la luz del día literario. En general me había presentado como alguien peor de lo que en realidad era: más pedante, más cínico, más especulador.

Y allí estaba, sentado, el hombre en quien yo había confiado, cantando para sí y sonriendo… Me conmovió tanto que los ojos se me llenaron de lágrimas verdaderas. Las vi relucir sobre mis largas y sedosas pestañas… tan encantadoras.

Después de eso llevé a Dick conmigo a todas partes y él vino a mi departamento y se sentó en el sillón, muy indolente, jugando con el cortapapeles. No sé por qué su indolencia y su aspecto soñador me dieron siempre la impresión de que había sido marino. Y todos sus gestos perezosos y lentos parecían adecuarse al balanceo del barco. Esta impresión era tan fuerte que a menudo, cuando estábamos juntos y él se levantaba y dejaba a alguna mujercita justo en el momento en que ella menos lo esperaba, yo solía explicarle:

–No puede evitarlo, nena: tiene que regresar a su barco.

Y yo lo creía más que ella.

Durante todo el tiempo que pasamos juntos, Dick no fue jamás con una mujer. A veces me preguntaba si no sería aún un completo inocente. ¿Por qué no se lo pregunté? Porque jamás Ie pregunté nada acerca de sí mismo. Pero una noche, al sacar su libreta, se le cayó una fotografía. La recogí y la miré antes de entregársela. Era el retrato de una mujer. No demasiado joven. Morena, hermosa, de aspecto salvaje, pero con cada rasgo marcado por un orgullo tan feroz que no hubiera podido mirarla demasiado aunque Dick no hubiera alargado la mano inmediatamente.

–¡Fuera de mi vista, tú, pequeño fox-terrier perfumado, francés! –parecía decirme ella.

(En mis peores momentos mi nariz me hace acordar a la de un fox-terrier.)

(En mis peores momentos mi nariz me hace acordara la…)

Pero si no se hubiera tratado de Dick me hubiera sentido tentando de santiguarme, solo por diversión.

 

Así fue como nos separamos. Una noche, mientras esperábamos en la puerta de su hotel que el conserje nos abriera, él dijo mirando el cielo:

–Espero que mañana sea un lindo día. Salgo para Inglaterra por la mañana…

–No lo dices en serio.

–Absolutamente. Tengo que regresar. Debo hacer un trabajo que no puedo preparar desde aquí.

–Pero… ¿has hecho ya todos los preparativos?

–¿Preparativos? –se sonrió casi con sorna–. No tengo ninguno que hacer.

–Pero… en fin, Dick, Inglaterra no queda del otro lado del boulevard.

–No está mucho más lejos –dijo él–. Son solo unas pocas horas, ya sabes. La puerta crujió al abrirse.

–¡Ah, quisiera haberlo sabido al principio de la noche!

Me sentí herido. Me sentí como debe sentirse una mujer cuando un hombre saca su reloj y recuerda una cita completamente ajena a ella, pero que le interesa más.

–¿Por qué no me lo dijiste?

Extendió la mano y se quedó parado, balanceándose levemente en el peldaño como si todo el hotel fuera su barco y estuviera levando anclas.

–Me olvidé. De veras. Pero me escribirás, ¿no es cierto? Buenas noches, viejo. Estaré de vuelta uno de estos días.

Y allí me quedé, en la costa, más parecido que nunca a un fox-terrier…

–¡Pero después de todo fuiste tú quien me silbó, llamándome! ¡Qué espectáculo debo haber dado meneando la cola y saltando a tu alrededor, solo para que me abandones de este modo mientras el barco se aleja tranquilo y somnoliento… Malditos sean estos ingleses! No, esta es una insolencia demasiado grande. ¿Quién te crees que soy? ¿Un guía a sueldo para explorar los placeres nocturnos de París?… No señor. Soy un joven escritor, muy serlo y tremendamente interesado en la literatura moderna inglesa. ¡Y he sido insultado, insultado!

 

Dos días más tarde me llegó una larga y encantadora carta de él, escrita en un francés casi demasiado francés, en la que me decía que me extrañaba y que contaba con nuestra amistad, que no quería perder la relación.

La leí sentado frente al espejo del ropero (que aún no había pagado). Era de mañana temprano. Yo llevaba puesto un kimono azul bordó con pájaros blancos y tenía el pelo húmedo aún: caía sobre mi frente, mojado y reluciente.

–Retrato de Madame Butterfly –dije–, al escuchar que ha llegado ce cher Pinkerton.

De acuerdo con los libros, debería haberme sentido inmensamente aliviado y complacido.

“…Acercándose a la ventana, corrió las cortinas y miró los árboles de París, colmados de verdes brotes… ¡Dick! ¡Dick! ¡Mi amigo inglés!”

No fue así. Solo me sentí un poco nauseado. Era como si acabara de llegar de mi primer viaje en avión y no deseara, por el momento, volver a subir.

Eso pasó y meses más tarde, en el invierno, Dick me escribió que regresaba a París por tiempo indefinido. ¿Querría yo alquilarle un cuarto? Traía consigo a una amiga.

Por supuesto que yo quería. Otra vez el fox–terrier salió disparando ante la llamada. Me resultó de lo más útil, además, pues ya debía mucho dinero en el hotel donde comía, y la reservación por tiempo indefinido para dos huéspedes ingleses era una excelente suma a cuenta.

Tal vez me pregunté, mientras estaba en el más granda de los dos cuartos con Madame, diciendo “Admirable”, cómo sería la amiga, pero solo vagamente. O bien sería muy severa, chata por delante y por detrás, o bien sería alta, rubia, vestida de verde mignonette, de nombre Daisy y perfumada con agua de lavanda dulzona.

Ya ven que, para ese entonces, siempre fiel a mí norma de no mirar hacía atrás, casi me había olvidado de Dick. Hasta me salió mal la melodía de su canción cuando traté de tararearla…

Casi no fui a la estación, después de todo. Ya lo había dispuesto todo y, en realidad, me había vestido con particular esmero para la ocasión. Pues esta vez me proponía adoptar otra línea de conducta con Dick. No más confidencias ni lágrimas ni pestañas. ¡No, gracias!

–Desde que te fuiste de París –dije, haciendo el nudo de mi corbata negra moteada de plateado frente al espejo (aún impago) que colgaba encima de la chimenea–, he tenido mucho éxito. Tengo dos libros más en preparación y además he escrito un relato por entregas, “Puertas equivocadas”, que está a punto de ser publicado y que me dará un montón de dinero. ¡Y además mi libro de poemas –continué casi a gritos, recogiendo el cepillo de la ropa y cepillando el cuello de terciopelo de mi nueva chaqueta azul índigo– mi librito, Paraguas abandonados, ha causado verdaderamente –y me reí y agité el cepillo– inmensa sensación!

Era imposible no creer esto de aquel hombre que se echó un último vistazo, observándose de la cabeza a los pies mientras se calzaba sus suaves guantes grises. Yo miraba al personaje, era el personaje.

Eso me dio una idea. Saqué mi cuaderno y, sin dejar de mirarme, garrapateé una o dos anotaciones… ¿Cómo puede uno mirar al personaje y no serlo? ¿O serlo y no mirarlo? ¿No es mirar, ser? ¿O ser, mirar? Y de todos modos, ¿quién puede decir que no es así?…

En ese momento esto me pareció extraordinariamente profundo, y muy novedoso. Pero confieso que algo murmuró, sonriendo, mientras guardé el cuaderno: “¿Literato tú? ¡Poro si tienes el aspecto de alguien que viene de apostar en las carreras de caballos!”. Pero yo no escuché. Salí cerrando la puerta del departamento con un golpe suave y rápido para que la portera no advirtiera mi partida y bajé las escaleras corriendo como un conejo por el mismo motivo.

Pero la vieja araña había sido más rápida que yo. Me dejó correr hasta el último hilo de su tela y entonces me atacó.

–Un momento. Un momentito, Monsieur –murmuró con un tono odiosamente confidencial–. Entre, entre. Y me hizo un gesto invitador con un cazo que chorreaba sopa.

Me acerqué a la puerta, pero eso no fue suficiente. Me hizo pasar y, una vez adentro, cerró la puerta antes de empezar a hablar.

Hay dos modos de manejar a la portera cuando no se tiene dinero. Uno es mostrarse altivo, convertirla en enemiga, no consentir jamás una discusión; la otra es mostrarse amable, ablandarte, fingiendo que uno confía en ella y dejando en sus manos los arreglos con el cobrador del gas y con el propietario.

Yo había probado el segundo sistema. Pero ambos son igualmente detestables y exitosos. De todos modos, el que uno elige es siempre el peor, el imposible.

Era el propietario esta vez… Una imitación del propietario que amenazaba con dejarme en la calle… Una imitación de la portera, por la misma portera, que trataba de apaciguar al toro enfurecido… Imitación del propietario, nuevamente furioso, que resollaba en la cara de la portera. Yo era la portera. No, si era todo un espectáculo nauseabundo. Y todo el tiempo el cazo hervía sobre la hornalla, estofando los corazones y los hígados de todos los inquilinos del lugar.

–¡Ah! –gritó, mirando el reloj que estaba encima de la chimenea. Y después, advirtiendo que estaba parado, me golpeé la frente como si la idea no tuviera nada que ver con él–. Madame, tengo una cita muy importante con el director de mi periódico, a las nueve y media. Tal vez mañana pueda entregarle…

Afuera, afuera. Y Juego en el subterráneo, apretado en un vagón repleto. ¡Cuanto más gente, mejor! Cada persona era un escudo más entre mi persona y la portera. Yo estaba radiante.

–¡Oh, perdón, Monsieur! –dijo una alta y encantadora criatura vestida de negro y de pecho exuberante, del que pendía un ramillete de violetas. Con los sacudones del tren el ramillete se me metió en los ojos–. ¡Oh, perdón, monsieur!

Pero yo la miré sonriendo traviesamente.

–Nada me gusta más, madame, que las flores en un balcón.

En el mismo momento vi al enorme hombre con saco de piel contra el cual se recostaba mi encantadora amiga. Asomó la cabeza por encima del hombro de ella y palideció hasta la punta de la nariz; en realidad su nariz se volvió verdosa como un queso.

–¿Qué le ha dicho usted a mi esposa?

La estación de Saint-Lazare me salvó. Pero aunque fuera el autor de Monedas falsas, Puertas equivocadas, Paraguas abandonados, y tuviera dos libros más en preparación, no me resultó sencillo seguir comportándome como un triunfador.

 

A la larga, después de que innumerables trenes humearon en mi mente y de que innumerables Dick Harmons se acercaron a mi, llegó el verdadero tren. El puñado de personas que esperábamos en la barrera se hizo más compacto, nos adelantamos y rompimos a gritar como si fuéramos una especie de monstruo de muchas cabezas, y como si París, a nuestras espaldas, fuera tan solo una gran trampa que habíamos preparado para atrapar a estos inocentes viajeros somnolientos.

Entraron en la trampa y los atraparon y se los llevaron para ser devorados. ¿Dónde estaba mi presa?”

–¡Dios mío!

Mi sonrisa y mi mano alzada cayeron al mismo tiempo. Por un terrible momento me pareció que la mujer de la fotografía, la madre de Dick, se acercaba a mí vestida– con la chaqueta de Dick y usando su sombrero. En el esfuerzo –y cualquiera podía ver que era un verdadero esfuerzo– que hacía por sonreír, sus labios se curvaban del mismo modo que los de ella, y Dick se aproximó, orgulloso y salvaje e indómito.

¿Qué había pasado? ¿Qué podría haberlo cambiado tanto? ¿Sería correcto que lo mencionara?

Le esperé, consciente de que había meneado un poco la cola, como buen fox–terrier, para ver si me respondía, cuando le dije:

–Buenas noches, Dick. ¿Cómo estás, viejo? ¿Todo bien?

–Todo bien, todo bien –casi jadeó–. ¿Has reservado las habitaciones?

¡Veinte veces, Dios mío! Lo vi todo claro. La luz se hizo sobre las obscuras aguas y mi marinero no se había ahogado. Casi di una tumba carnero de deleite.

Era el nerviosismo, por supuesto. Era turbación. Era la famosa seriedad inglesa. ¡Cómo iba a divertirme! Podría haberlo abrazado.

–Sí, tengo las habitaciones –casi grité–. ¿Pero dónde está Madame?

–Está buscando el equipaje –jadeó–. Aquí viene.

No era posible que fuera esa niña que venía con el viejo mozo de estación como si fuera su niñera y él acabara de levantarla de su horrible cochecito para meter en él las valijas.

–Y no es Madame –dijo Dick, arrastrando las palabras.

En ese momento ella lo vio y lo llamó levantando su manguito. Se apartó de su niñera y corrió y dijo algo muy rápidamente, en inglés, pero Dick le respondió en francés:

–Oh, muy bien. Yo me ocuparé.

Pero antes de volverse hacia el mozo de estación, me señaló con un gesto vago y murmuró algo. Nos presentó. Ella extendió la mano con ese estilo casi de muchacho de todas las inglesas y, parándose muy erguida frente a mí, con la barbilla levantada y naciendo –ella también– el esfuerzo de su vida para controlar su desmedida excitación, me dijo, estrechándome la mano (estoy seguro de que no sabía que era la mía):

Je ne parle pas français.

–Estoy seguro de que sí lo habla –le respondí, tan tierno y tranquilizador como si fuera un dentista a punto de extraerle su primer diente de leche.

–Por supuesto que lo habla –dijo Dick, volviéndose otra vez hacia nosotros–. Bien, ¿no podemos conseguir un taxi o algo? No pretendemos quedarnos en esta condenada estación toda la noche, ¿no es cierto?

Su expresión me pareció tan grosera que me llevó un momento recobrarme, y él debe haberlo advertido porque inmediatamente pasó el brazo por sobre mis hombros como en otros tiempos y me dijo:

–¡Oh, perdóname, viejo! Pero hemos tenido un viaje tan espantoso… Parecía que no llegábamos nunca, ¿verdad?

Pero ella no le contestó, agachó la cabeza y empezó a acariciar su manguito gris. Caminó a nuestro lado y ni por un minuto dejó de acariciar su manguito gris.

“¿Me habré equivocado?”, pensé. “¿Es este un simple caso de frenética impaciencia? ¿Acaso necesitan, simplemente, ‘una cama’, como decimos? ¿Han pasado, tal vez, un terrible tormento durante el viaje? ¿Habrán estado sentados, quizá, muy juntos y arropados bajo la misma manta de viaje? Y así seguí mientras el chofer acomodaba las valijas”. Cuando hubo terminado…

–Oye, Dick, me voy a casa en el subterráneo. Aquí está la dirección de tu hotel. Está todo arreglado. Ven a verme en cuanto puedas.

Juro por mi vida que pareció a punto de desmayarse. Hasta su boca empalideció.

–Pero tú debas venir con nosotros –gritó–. Pensé que estaba arreglado así. Por supuesto que vendrás. No nos dejarás.

Entonces abandoné. Era todo demasiado difícil, demasiado inglés para mí.

–Por cierto, por cierto. Esteré encantado. Solo pensé que quizá…

–¡Debes venir! –le dijo Dick al pequeño fox–terrier. Y otra vez se volvió torpemente hacia ella.

–Sube, Mouse.

Y Mouse se metió en el negro agujero y se sentó, siempre acariciando el manguito, sin decir ni una palabra.

Y a los sacudones partimos como tres dados con los que la vida hubiera decidido jugar una partida.

Yo había insistido en sentarme en el pequeño asiento plegable frente a ellos, pues por nada me hubiera perdido la ocasión de echarles un vistazo cada vez que el coche pasaba debajo de un farol callejero.

La luz revelaba a Dick, sentado bien en su rincón, con el cuello de la chaqueta levantado, las manos enterradas en los bolsillos y su gran sombrero obscuro que le sombreaba el rostro como si fuera una parte de él, una especie de alas que lo cobijara. La revelaba a ella, sentada muy erguida, con su adorable carita más parecida a un dibujo que a una cara real… cada rasgo tan cargado de significado y tan marcado contra la oscilante obscuridad.

Porque Mouse era bella. Era exquisita, tan frágil y refinada que cada vez que yo la miraba me parecía que fuera la primera vez. Llegaba a uno causando la misma impresión que se siente cuando se ha estado bebiendo té de una taza delicada e inocente y, de repente, al llegar al fondo, se ve una diminuta criatura, mitad mariposa y mitad mujer, que nos hace una reverencia con las manos metidas en las mangas.

Por lo que podía ver, Mouse tenía pelo obscuro y ojos negros o azules. Sus largas pestañas y sus cejas, como dos plumitas trazadas encima de los ojos, le daban mucho carácter a su rostro.

Llevaba una capa larga y obscura, como se ve en los viejos grabados que representan a mujeres inglesas en el extranjero. Sus manos asomaban por entre unos puños de piel gris y también el cuello era de piel, así como su gorrito.

–Lleva a cabo la idea implícita en su propio nombre.

 

¡Ah, cuánto me intrigaba todo esto! Su excitación se acercó más y más a mí, que corría a encontrarla, me bañaba en ella, me arrojaba más allá de mí mismo, hasta que finalmente me resultó más difícil que a ellos controlarla.

Pero lo que yo deseaba hacer era comportarme del modo más extraordinario, como un payaso. Quería cantar con gestos amplios y extravagantes, señalarles a través de la ventanilla y gritar:

–Esta es, damas y caballeros, una de las vistas por la que notre París es, con toda justicia, famoso.

Quería arrojarme del taxi en movimiento, trepar al techo y zambullirme por la otra puerta: asomarme por la ventanilla y buscar el hotel mirando a través de un telescopio roto y puesto al revés que fuera, al mismo tiempo, una trompeta ensordecedora.

Me observé a mí mismo haciendo todo esto, ustedes comprenderán, e incluso me las arreglé para aplaudir para mis adentros, juntando suavemente las manos, mientras le decía a Mouse:

–¿Y es esta su primera visita a París?

–Sí, es la primera vez que vengo.

–Ah, entonces tiene muchas cosas para ver.

Y estaba a punto de tratar superficialmente el tema de los puntos de interés y los museos cuando el coche se detuvo en seco.

Sabe, tal vez parezca absurdo, pero cuando les abrí la puerta y subimos las escaleras y los conduje a la recepción, que estaba en el descanso, sentí que de algún modo ese hotel era mío.

Había un jarrón con flores en el alféizar de la ventana de la recepción, e incluso llegué a acomodar un poco las flores, poniéndome de pie para observar el efecto que causaban, mientras la gerente recibía a los nuevos huéspedes. Y la mujer se volvió hacia mí y me entregó las llaves (el garzón estaba subiendo las valijas) diciéndome:

–Monsieur Duquette les enseñará sus habitaciones.

Sentí el deseo de darle a Dick unos golpecitos con la llave en el hombro y decirle en forma muy pero muy confidencial:

–Mira, viejo, como amigo mío te haré una pequeña rebaja en el precio…

Subimos y subimos, dando más y más vueltas. De tanto en tanto pasábamos frente a algún par de botas (¿por qué nunca se verán botas hermosas en los pasillos de los hoteles?). Cada vez más alto.

–Me temo que las habitaciones están muy arriba –murmuré estúpidamente–. Pero elegí estas porque…

Era tan obvio que a ellos no les importaba por qué las había elegido que no proseguí. Aceptaban todo. No esperaban nada diferente. Esto ora tan solo una parta de la que estaban viviendo, o así me pareció.

–Al fin llegamos –dije corriendo de una punta a la otra del pasillo, encendiendo las luces, explicando.

–Esta es la tuya, Dick. La otra es más grande y tiene un pequeño vestidor.

Mi ojo de “Propietario” advirtió las toallas y cubrecamas limpias, y la ropa de cama de algodón rojo, bordado. Me pareció que las habitaciones eran encantadoras, irregulares y llenas de recovecos, justo la clase de habitaciones que uno esperaría encontrar si no hubiera estado jamás en Paris.

Dick arrojó su sombrero sobre la cama.

–¿No tendría que ayudar al mozo a subir las valijas? –le preguntó… a nadie.

–Sí, sí, deberías –replicó Mouse–. Son terriblemente pesadas.

Y se dirigió a mí, esbozando por primera vez una sonrisa:

–Libros, ¿entiende?

¡Qué mirada tan extraña le lanzó Dick antes de salir comiendo de la habitación! Y no solo debió haber ayudado al mozo, sino que debió haberle arrancado la valija de los hombros, pues enseguida entró tambaleante bajo el peso de la valija, la dejó caer y salió a buscar la otra.

–Esa es tuya, Dick –dijo ella.

–Bien, pero no te importará que por ahora la deje aquí, ¿no es cierto? –preguntó él respirando aguadamente (Las maletas debían ser tremendamente pesadas). Extrajo un puñado de billetes–. Supongo que debo darle plata a este tipo.

El garzón, allí parado, parecía pensar lo mismo.

–¿Y necesitará usted algo más, Monsieur?

–¡No! ¡No! –dijo Dick con impaciencia.

Pero Mouse dio un paso al frente. Dijo con toda deliberación, sin mirar a Dick y con su marcado acento inglés:

–Sí, me gustaría tomar un poco de té. Té para tres.

Y de repente levantó su manguito como si tuviera las manos pegadas dentro de él, di riéndole al pálido y sudoroso mozo que con ese gesto había llegado al final de sus recursos, pidiéndole que la salvara.

–¡Té! ¡Inmediatamente!

 

Esto me pareció ¡tan de acuerdo con la escena, era tan exactamente el gesto que uno esperaría (aunque yo no podría haberlo imaginado) por parte de una inglesa frente a una gran crisis, que me sentí tentado de levantar la mano en seña! de protesta.

–¡No! ¡No! Basta. Basta. Dejemos aquí. En la palabra… Pues verdaderamente ha conformado tanto a su mayor admirador que lo haría estallar si pronunciara una palabra más.

La actitud de Mouse conmovió también a Dick. Como alguien que ha estado inconsciente durante mucho tiempo se volvió lentamente hacia ella y la miró con sus ojos indómitos y fatigados, murmurando como si fuera un eco de su voz somnolienta:

–Sí, es una buena idea. –Y después–: Debes estar fatigada, Mouse. Siéntate.

Ella se sentó en un sillón con los apoyabrazos cubiertos de encaje, él se recostó en la cama y yo me acomodé en una silla de respaldo recto, crucé las piernas y me sacudí una mota imaginaria de la rodilla de los pantalones.– (El parisino a sus anchas.)

Se produjo una pausa diminuta. Después, él dijo:

–¿No quieres quitarte el abrigo, Mouse?

–No, gracias. No en este momento.

¿Me lo preguntarían a mí? ¿O acaso tenia que levantar la mano y decir, con voz infantil: “Les toca preguntarme a mí”?

No, no tenía que hacerlo. No me lo preguntaron.

La pausa se transformó en un silencio. En un verdadero silencio. “…¡Ven, mi fox–terrier de París! ¡Entretiene a estos ingleses tristes! No es raro que Inglaterra sea un país tan amante de los perros.”

Pero, después de todo… ¿por qué debía hacerlo? No era mi “trabajo”, como dirían ellos. Sin embargo, inicié un movimiento juguetón con Mouse.

–Qué lástima que no haya usted llegado de día. La vista desde esas dos ventanas es encantadora. Sabe, este hotel está en una esquina y cada una de las ventanas da a una calle recta e inmensamente larga.

–Sí –dijo ella.

–Eso no suena muy encantador –me reí–, pero hay mucha animación… muchos absurdos muchachos en bicicleta y gente que se asoma a las ventanas y… bien, ya lo verá usted misma mañana… Muy divertido, muy animado.

–Oh, sí –dijo ella.

Si el pálido y sudoroso garzón no hubiera entrado en ese momento, llevando muy alta la bandeja del té en una mano, como si las tazas fueran balas de cañón y él un levantador de pesas salido de una película…

Se las arregló para depositar la bandeja sobre una mesa redonda.

–Traiga la mesa aquí –dijo Mouse. Aparentemente, el camarero era la única persona a la cual se dignaba a dirigirse. Extrajo las manos de su manguito, se quitó los guantes y se desprendió de su anticuada capa.

–¿Lo toma con leche y azúcar? –preguntó.

–No, gracias, nada de leche ni de azúcar.

Me levanté y fui a buscar mi taza como un caballerito. Ella sirvió otra.

–Esta es para Dick.

Y el fiel fox-terrier la llevó y la dejó, por así decirlo, a los pies de Dick.

–Oh, gracias –dijo Dick.

Y después me volví a mi lugar y ella se acomodó en el suyo.

Pero Dick ya estaba de nuevo en marcha. Por un momento miró salvajemente su taza de té, echó un vistazo a su alrededor, dejó la taza sobre la mesa y balbuceó a todo galope:

–Oh, de paso, ¿te molestaría despachar una carta? Quiero que salga con el correo de la noche. Es indispensable. Es muy urgente…

Y agregó, sintiendo la mirada de ella sobre él:

–Es para mi madre. –Y a mi–: No tardaré. Tengo todo lo que necesito. Pero debe salir esta, noche. ¿No te molesta? No… no me llevará mucho tiempo.

–Por supuesto que la despacharé. Lo haré con mucho gusto.

–¿Por qué no terminas primero tu té? –sugirió suavemente Mouse.

¿Té? ¿Té? Sí, por supuesto. Té… Una taza de té sobre la mesa de luz… En su resplandeciente somnolencia, Dick le lanzó a su pequeña anfitriona la más brillante y encantadora de sus sonrisas.

–No, gracias. Ahora no.

Y esperando aún que esto no significara para mí un trastorno, salió de la habitación y cerró la puerta, y escuchamos sus pasos cruzando el corredor.

 

Me escaldé con el té en mi apuro por llevar la taza hasta la mesa y decirle mientras estaba de pie:

–Debe disculpar mi impertinencia… mi excesiva franqueza. Pero Dick no ha podido disimularlos… ¿verdad? Pasa algo. ¿Puedo ayudar?

(Música suave. Mouse se pone de pie y camina un momento por la escena antes de regresar a su silla y servir a su acompañante una taza de té, llena hasta el borde y tan caliente que los ojos de él se llenan de lágrimas cuando se la bebe hasta el final…)

Tuve tiempo de hacer todo esto antes de que ella contestara. Primero miró en el interior de la tetera, la llenó de agua caliente y la revolvió con una cucharita.

–Sí, pasa algo. No, mucho me temo que usted no puede ayudar, gracias. –Y otra vez me lanzó su esbozo de sonrisa–. Lo siento muchísimo. Debe ser espantoso para usted.

¡Espantoso, por cierto! ¡Ah! ¿Por qué no pude decirle que hacía meses que no me divertía tanto?

–Pero usted sufre –aventuré suavemente, como si me resultara insoportable verla sufrir.

No lo negó. Asintió y se mordió el labio inferior, y creo que le temblaba la barbilla.

–¿Y no puedo hacer nada? –dije aún más suavemente.

Sacudió negativamente la cabeza y, empujando la mesa, se levantó de golpe.

–Oh, todo se arreglará muy pronto –suspiró, dirigiéndose hacia el tocador y dándome la espalda–. Se arreglará. No puede continuar así.

–Por supuesto que no –asentí, preguntándome si parecería despiadado de mi parte encender un cigarrillo: de repente ansiaba desesperadamente fumar.

De algún modo ella alcanzó a ver mi mano que se había deslizado hasta el bolsillo de la chaqueta, y había extraído a medias la cigarrera solo para guardarla otra vez, pues dijo de inmediato:

–Hay fósforos… en el… candelabro. Los vi hace un rato. Y por su voz me di cuenta de que estaba llorando.

–¡Ah, gracias! Si. Sí. Aquí están.

Encendí mí cigarrillo y me paseé de arriba a abajo, fumando.

Estaba todo tan silencioso que bien podrían haber sido las dos de la mañana. Estaba tan silencioso que se podía oír el crujido de las maderas, como en una casa de campo. Me fumé todo el cigarrillo y apagué la colilla en el plato antes de que Mouse regresara a la mesa.

–¿No se demora Dick demasiado?

–Está usted muy cansada. Supongo que querrá acostarse –dije amablemente. (Y le ruego que no se moleste por mí si quiere meterse en la cama, agregué para mis adentros.)

–¿No se demora demasiado? –insistió.

–Sí, un poco –dije, encogiéndome de hombros.

Entonces vi que Mouse me miraba de un modo raro. Escuchaba con atención.

–Hace muchísimo que se fue –dijo y se dirigió hacia la puerta con sus pasos cortos y ligeros, la abrió y cruzó él pasillo hasta la habitación de Dick.

Esperé. También yo, ahora, escuchaba. No hubiera soportado perderme una palabra. Ella había dejado la puerta abierta. Como un ladrón crucé sigilosamente el cuarto. La puerta de Dick también estaba abierta. Pero… no se oía ni una palabra.

Saben, se me ocurrió que tal vez estuvieran besándose en esa habitación silenciosa… un baso largo y cálido. Uno de esos besos que no solo adormecen el dolor sino que lo arropan y lo mecen y lo tapan y lo mantienen atado hasta convertirlo en un ronroneo de sueño. ¡Ah, qué maravilloso es un beso así!

Por fin terminaron. Escuché que alguien se movía de puntillas.

Era Mouse. Regresó. Entró como a tientas en la habitación trayendo en la mano una carta para mí. Pero no estaba dentro de un sobre, era solamente una hoja de papel que ella asía de una punta como si la carta estuviera húmeda aún.

Tenía tan agachada la cabeza, casi sepultada en el cuello de piel, que no comprendí nada hasta que no dejó caer el papel y se arrojó casi a un costado de la cama, apoyó en ella su mejilla, extendiendo las manos como si hubiera perdido la última de sus armas y estuviera ya dispuesta a dejarse arrastrar por la corriente hasta las aguas más profundas.

Como un relámpago se me ocurrió: Dick se ha suicidado. Y después una serie de velocísimas imágenes en las que me veía corriendo, viendo el cadáver, sin rastros en la cabeza salvo un pequeño agujero azul en la sien, el hotel alarmado, las disposiciones para el funeral, la asistencia a él en coche cerrado, con una chaqueta nueva…

Me incliné y recogí la hoja y, aunque les parezca increíble, tan arraigado se halla en mí mi sentido parisino de comme il faut, que murmuré “Perdón” antes de leerla.

 

Mouse, mi pequeña Mouse:

Es inútil. Es imposible. No le veo solución. Oh, si te amo. Te amo mucho, Mouse, pero no puedo herirla. La gente la ha herido mucho durante toda su vida. Simplemente no me atrevo a darle este golpe de gracia. Sabes, aunque es más fuerte que nosotros dos, es tan frágil y orgullosa. Esto la mataría… la mataría, Mouse. ¡Y por Dios que no puedo matar a mi madre! Ni siquiera por ti. Te das cuenta, no es cierto.

Todo parecía tan posible cuando hablábamos y lo planeábamos, pero todo terminó en el mismo momento que arrancó el tren. Sentí que ella me arrastraba… llamándome. Puedo oírla ahora, mientras escribo. Y está sola y no lo sabe. Un hombre tendría que ser un demonio para decírselo, y yo no soy un demonio, Mouse. Ella no debe saberlo. Oh, Mouse, ¿acaso alguna parte de ti no está de acuerdo?

Es todo tan indeciblemente terrible que no sé si quiero ir o no. ¿Quiero hacerlo? ¿O es solo mi madre quien me arrastra? No lo sé. Mi mente está fatigada. Mouse, Mouse– ¿Qué harás? Pero tampoco, puedo pensar en eso. No me atrevo. Enloqueceré. Y no debo enloquecer. Todo lo que debo hacer es… decirte esto y luego irme. No podría haberme ido sin decírtelo. Te hubieras asustado. Y no debes asustarte. No lo harás, ¿verdad? No puedo soportar… pero basta ya de eso. Y no me escribas. No tendría valor de responder tus cartas y con solo ver tu escritura fina como gatas de araña…

Perdóname. No me ames más. Sí. Ámame. Ámame.

 

Dick

 

¿Qué piensan de esto? ¿No era un descubrimiento extraño? Mi alivio al ver que Dick no se había suicidado se mezcló con un maravilloso sentimiento de júbilo. Estaba a mano o más que a mano, con el “eso es muy curioso e interesante” de mi inglés.

Ella lloraba de una manera tan rara… Con los ojos cerrados y el rostro en calma, salvo por el temblor de las pestañas. Las lágrimas perlaban sus mejillas y ella las dejaba rodar. Pero al sentir mi mirada sobre ella, abrió los ojos y me vio allí de pie con la carta en las manos.

–¿La ha leído?

Su voz era calma, pero ya no era más su voz. Era como la voz que uno imagina emergiendo de una diminuta y fría concha marina que la salada marea ha arrojado a la costa…

Asentí, muy abatido, ya me comprenden ustedes, y dejé la carta…

–¡Es, increíble, increíble! –murmuré. Ella se levantó del piso, fue hasta el lavabo, humedeció su pañuelo y se lavó los ojos, diciendo: –Oh, no, no es en absoluto increíble. Y sin dejar de restregarse los ojos volvió a dirigirse a mí, sentándose en su silla con los apoyabrazos de encaje.

–Siempre lo supe, por supuesto –dijo la vocecita fría y salobre–. Desde el principio mismo. Lo sentía en todas partes, pero seguí teniendo esperanzas… –Y en este punto bajó el pañuelo y me lanzó una sonrisa final–… Tontas esperanzas, como todos tenemos. Silencio.

–¿Pero qué hará usted? ¿Regresará? ¿Lo verá? Eso la hizo ponerse rígida en la silla y me miró asombrada. –¡Qué idea tan extraordinaria! –me dijo, más fría que nunca–. Por supuesto que ni se me ocurriría verlo. En cuanto a regresar… eso está fuera de toda cuestión. No puedo regresar. –Pero…

–Es imposible. Para empezar, todos mis amigos oreen que me he casado. Extendí la mano: –¡Ah, pobre amiga mía! Pero ella se echó atrás. (Una mala movida). Por supuesto que todo el tiempo una pregunta revoloteaba en el fondo de mi mente. Yo la odiaba.

–¿Tiene dinero?

–Sí, tengo veinte libras… aquí. –Se llevó la mano al pecho. Yo me incliné. Era mucho más de lo que yo había esperado.

–¿Y cuáles son sus planes?

Sí, lo sé. Mi pregunta era la más torpe, la más idiota que pude haber hecho. Ella había sido tan dócil, tan confiada al dejarme, espiritualmente hablando al menos, sostener todo su tembloroso cuerpecillo en una mano y acariciar su sedosa cabeza… y ahora lo había arruinado todo. Oh, me hubiera pegado.

Se puso de pie.

–No tengo planes. Pero… es muy tarde. Debe irse ahora, por favor.

¿Cómo podía hacer para recobrarla? Quería recobrarla. Juro que ya no estaba actuando. –¿No siente que soy su amigo? –grité–. ¿Me dejará volver mañana temprano? ¿Me dejará cuidarla un poco? ¿Me usará usted para lo que crea conveniente?

Tuve éxito. Salió de su agujero… tímidamente… pero salió.

–Sí, es usted muy amable Sí. Venga mañana. Me alegrará. Es todo bastante complicado porque –y otra vez estreché su mano de muchacho–, “ce ne parle pas français.”

Recién cuando estuve en mitad del boulevard me golpeó con toda su fuerza aquello que acababa de presenciar…

Estos dos… estaban sufriendo… sufriendo de verdad. Había visto a dos personas que sufrían tanto como probablemente no vería nunca sufrir a nadie.

 

Por supuesto que ustedes se imaginan el resto. Han previsto totalmente lo que voy a escribir. De otro modo yo no sería yo.

 

Jamás volví a acercarme a ese lugar.

Sí, aún debo esa considerable suma por mis almuerzos y cenas, pero eso está fuera de tono aquí. Es vulgar mencionar eso al mismo nivel que el hecho de no haber vuelto a ver jamás a Mouse.

Naturalmente que lo intenté. Me puse en marcha– llegué hasta la puerta… escribí y rompí cartas… hice todo eso. Pero nunca pude hacer el esfuerzo final.

Ni siquiera ahora entiendo por qué. Por supuesto que sé que no hubiera podido seguir adelante y eso tiene mucho que ver. Pero cualquiera hubiera pensado que, aunque sea en el aspecto más bajo, la curiosidad me hubiera obligado a meter mi nariz de fox-terrier…

Je ne parle pas français. Ese fue para mí su canto de cisne.

 

Pero cuántas veces Mouse me hace quebrar mis reglas. Oh, ya lo han visto por sí mismos, pero podría darles innumerables ejemplos.

… Por las noches, cuando estoy sentado en algún café sombrío y la pianola empieza a tocar una melodía “Mouse” (hay docenas de melodías que sirven para evocarla) empiezo a soñar cosas como…

Una casita al borde del mar, muy alejada. Afuera, una muchacha con una túnica parecida a las de las mujeres pielroja, sosteniendo una lámpara, un muchacho descalzo que sube corriendo desde la playa.

–¿Qué traes?

–Un pescado –y se lo da con una sonrisa.

… La misma muchacha, el mismo muchacho, con trajes diferentes, sentados ante una ventana abierta, comiendo fruta y riéndose.

–Todas las fresas silvestres son para ti, Mouse. No tocaré ni una.

… Una noche de lluvia. Los dos van a casa bajo un paraguas. Se detienen junto a la puerta y unen sus húmedas mejillas.

 

Y así sigo y sigo hasta que algún viejo verde se sienta a mi mesa y empieza a hacer muecas y a hablarme. Hasta que me oigo decir:

–Tengo una muchachita para tí, mon vieux. Tan pequeña… tan diminuta. –Me beso las puntas de los dedos y me los llevo al corazón–. Te doy mi palabra de honor como caballero, como escritor serio, con y extremamente interesado en la literatura inglesa moderna.

 

Debo irme. Debo irme. Descuelgo mi abrigo y mi sombrero. Madame me conoce:

–¿No ha cenado todavía? –se sonríe.

–No, Madame, todavía no.

*FIN*


“Je ne parle pas français”,
The Heron Press, 1919


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