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Jermolai y la molinera

[Cuento - Texto completo.]

Iván Turguéniev

Una tarde salimos, Jermolai y yo, para cazar en “tiaga”. Ignora el lector, probablemente, la significación de este término, que le voy a explicar en pocas palabras.

Un cuarto de hora antes de ponerse el sol, durante la primavera, se penetra en el bosque, sin el perro, el fusil a la espalda. Después de andar algún tiempo, el cazador se detiene junto a un claro, observa lo que alrededor ocurre y carga el arma. Rápidamente el sol declina; pero mientras dura su retiro triunfal, deja una claridad tal al bosque, los pájaros trinan con ganas y la atmósfera translúcida hace brillar la lozana hierba con nuevos reflejos de esmeralda.

Hay que aguardar… El día concluye. Grandes resplandores rojizos, que poco antes iluminaban el horizonte, vienen blandamente a tocar ahora los troncos de los árboles; luego suben, abarcan con sus fuegos el ramaje, los brotes vivaces, y al fin solo alcanzan la extremidad de las copas y envuelven con vago velo de púrpura las últimas hojas.

Pero en seguida todo cambia, toma el cielo un color celeste pálido y matices de azul reemplazan lo rojizo en el poniente. Se impregna con el perfume de los bosques el aire más fresco, y algún aroma tibio, acariciador, sale de entre las ramas.

Después de un último canto, los pájaros se duermen, pero no todos a la vez, sino por especies: primero los pisones, después las currucas, luego otros y otros. En el bosque aumenta la oscuridad. Ya la forma de los árboles nos parece indistinta y confusa.

Y en la bóveda azulada se ven apuntar sutiles chispitas; tímidamente se muestran así las estrellas.

Ahora, casi todos los pájaros están dormidos. Los petirrojos y las picacitas silban aún, pero bien pronto enmudecen. Se ha oído el grito melancólico de la oropéndola. A cierta distancia, el ruiseñor lanza su primera nota.

Ya la impaciencia nos devora. De pronto, hay algo que solo podrá comprender un cazador: interrumpe el silencio un ruido particular, dos alas que se agitan ásperamente y el “valdchnep”, inclinando con gracia su largo cuello, sale, se destaca sobre el follaje oscuro de un abedul y endereza justo hacia el cañón de nuestra escopeta. Esto es lo que se llama cazar en “tiaga”.

Me había puesto en camino, pues, acompañado de Jermolai. Pero debo presentarles también a este personaje.

Grande y flaco, Jermolai es un hombre muy fuerte y solo tiene cuarenta y cinco años. Su frente chica se anda muy bien con su nariz escasa; los ojos agrisados y en la boca un gestito de burla, no anuncian bondad. En cualquier estación del año lleva un caftán de nankín amarillento, cortado a la alemana, ceñido al talle con una especie de cinturón llamado “kuchak”. Casi siempre anda con una gorra de terciopelo, regalo que le hizo un propietario en algún momento de buen humor. De su cintura cuelgan dos bolsas: una delante, dividida en dos partes, para el plomo y la pólvora; la otra atrás, para la caza. En cuanto a los tacos, Jermolai los lleva en el profundo doblez de su gorra.

Con el dinero que gana vendiendo la caza, hubiera podido comprarse una caja para la pólvora y un morral. Pero semejantes ideas de lujo no le pasaron nunca por la cabeza, y su destreza, al cargar la escopeta, siempre es motivo de admiración para los espectadores.

Su escopeta es de un tiro y da tan fuerte culatada, que el pobre hombre tiene en la mejilla derecha una hinchazón. Ningún otro cazador, con tal arma, hubiese conseguido una sola pieza. Pero Jermolai muy rara vez ha errado un tiro.

Tenía un perro que respondía al nombre de Valetka; maravillosa criatura a la que su dueño nunca daba de comer.

–¡Yo alimentar un perro! –decía–. ¡Qué disparate!

El perro es un animal inteligente; muy bien que sabe hallar lo que necesita. Y a la verdad, aunque Valetka era algo flaco, cazó y vivió mucho tiempo. Nunca procuró perderse ni se le ocurrió abandonar a su dueño.

Solamente una vez, cuando era joven y estaba con la efervescencia de las pasiones, desapareció durante dos días. Pero repito que le ocurrió eso en una sola ocasión.

A Valetka lo caracterizaba una completa indiferencia por las cosas de este mundo; si no se tratase de un animal, yo diría que estaba hastiado.

Este pobre perro era abominablemente feo. Sentado, por lo general, en sus dos patas traseras, la cola recogida, parecía siempre enfurruñado; jamás una sonrisa le aclaraba la cara sumida.

Era la gran distracción de los sirvientes, cuyas observaciones descorteses, sin embargo, y cuyas chocarrerías no prevalecían contra su filosofía y su indiferencia. Con quienes tenía que vérselas y arreglar cuentas era con los pinches de cocina. Le ocurría allegarse a las ollas para aspirar la atmósfera caliente y perfumada, y entonces era la persecución a muerte del pobre perro, que escapaba a todo lo que daban sus patas.

Durante una cacería era infatigable y husmeaba bastante bien. Pero si tenía la suerte de atrapar a la carrera una liebre herida, allí la devoraba hasta el último huesecillo, sin dejar nada. Pobre de él, entonces, si Jermolai lo sorprendía; le caían una lluvia de palos y una avalancha de injurias en todos los dialectos conocidos y desconocidos.

Jermolai pertenecía a un gentilhombre de la antigua nobleza. En estas grandes casas, generalmente no se prefiere la caza a las aves de corral. Solo en grandes ocasiones, aniversarios, casamientos, elecciones de magistrados, se ve a los cocineros aderezar becacinas y otros volátiles de largo pico.

Obedeciendo a la agitación que se apodera de un ruso cuando arrostra circunstancias excepcionales, los cocineros inventan salsas y condimentos tan extraordinarios, que el convidado a un banquete aparatoso vacila un buen rato antes de resolver cómo ha de llevar a la boca tal o cual manjar que le presentan.

Nuestro cazador estaba obligado a suministrar, para la mesa señorial, dos gallos silvestres y dos perdices por mes; cumplido este tributo, iba a donde le daba la gana y vivía a su antojo.

Eso sí, su amo no se preocupaba de proveerlo de pólvora, y sin duda, según el mismo principio, Jermolai dejaba sin alimento a su perro.

Jermolai era un original auténtico; nada le preocupaba y se dejaba vivir en una indiferencia absoluta.

Distraído, bastante expansivo, no le gustaba quedarse mucho tiempo en el mismo sitio, sino que, a pesar de su andar pesado y lento, caminaba de cincuenta a sesenta “verstas” por día.

Su existencia era un tejido de aventuras y peripecias de todo orden. Le sucedía el caso de pasar la noche en un pantano o bajo un puente; bromistas perversos lo encerraban en un sótano o en una cochera o le tomaban en rehenes su perro y sus más indispensables prendas de vestir.

Pero nada tenía la virtud de conmoverlo, y al otro día se le veía aparecer convenientemente vestido y detrás le seguía Valetka.

Malhumorado, por lo común, solo desbordaba alegría cuando en la taberna se encontraba con algún buen compinche.

No siempre, en tal caso, la charla duraba mucho, porque Jermolai acostumbraba a levantarse y dejar a su compañero sin mayor ceremonia.

–¿Adónde diablos vas a ir? La noche está negra.

–Voy a Chaplino.

–¿Y qué necesidad tienes de arrastrarte hasta Chaplino, que está a diez “verstas” largas de aquí?

–Voy a dormir en casa del campesino Safrono.

–Mejor es que te quedes a pasar la noche aquí.

–No, dormiré en Chaplino.

Y se va caminando en la oscuridad a través del bosque y los pantanos. Llega, encuentra al campesino Safrono mal dispuesto a recibirlo y hasta pronto a darle de bastonazos.

–¡Te voy a enseñar –dice el dueño de la granja– a despertar a la buena gente! ¡Incomodar a estas horas!

Con todos sus defectos, Jermolai tiene ciertas condiciones raras: es imposible que nadie sea más hábil en la pesca. Es incomparable su destreza cuando se pone a pescar en aguas corrientes, como su talento para agarrar cangrejos con la mano o las codornices con trampa. Atrapa los ruiseñores imitando sus cantos y gorjeos. Una sola cosa no puede hacer: educar un perro. Porque eso requiere paciencia y Jermolai no la tendrá nunca.

Este singular personaje estaba casado. Todas las semanas se iba a pasar un día en la choza donde vivía su mujer. Allí vegetaba la pobre criatura desde hacía años; su marido jamás le llevaba una sola moneda. Y, por cierto, ella aceptaba con alegría cualquier trabajo que se le quisiera dar.

Perezoso, despreocupado, Jermolai se portaba con su mujer de la manera más grosera y ruda que pueda imaginarse. Temblaba la infeliz como una hoja bajo su mirada; para complacerle, corría a entregar el último kopek por aguardiente, y cuando, tendido con indolencia junto a la estufa, se dormía, lo tapaba con su manto.

He observado en él, con frecuencia, indicios de gran crueldad. No me gusta nada la expresión de su cara cuando despena con una dentellada algún pájaro herido. Hasta el último de los lacayos se creía muy superior a este vagabundo y lo trataba con desdeñosa indiferencia, a fin de que resaltase su pretendida superioridad. Sin embargo, los campesinos que lo habían perseguido y corrido como una liebre, terminaron por acostumbrarse a las maneras de este Nemrod salvaje y compartían con él su frugal desayuno.

Tal era el compañero que yo escogí para cazar en el bosque de abedules que se extiende sobre la ribera del Ista. Numerosos ríos de Rusia tienen, como el Volga, una costa escarpada y la otra a flor de agua. Tal es el Ista, que serpentea graciosamente en medio de la llanura; apenas habrá, en todo su curso, quinientos metros de línea recta. Desde alguna loma pueden distinguirse perfectamente los estanques alimentados por sus aguas, los diques de sus bordes, los vergeles que salpica su curso, los gansos que se recrean a sus orillas.

El Ista es muy rico en peces. Durante los grandes calores los campesinos buscan su ribera para conducir los mulos bajo la fresca sombra del arbolado. A lo largo de los ribazos pedregosos, que dejan escapar agua de manantial, fría y limpia, revolotean y silban zorzales y chorlitos; bandadas de patos se deslizan en la corriente; grullas y garzas reales aparecen inmóviles en lo más lejano de las ensenadas…

Al cabo de una hora habíamos matado dos becacinas; decidimos terminar nuestra “tiaga”a la mañana siguiente, después de dormir en el molino.

Las aguas del Ista tenían ahora un tinte azul sombrío, la atmósfera parecía agravada por los vapores que se movían sobre el río.

Minutos después golpeábamos la puerta del molino.

–¿Quién es? –gritó una voz ronca, de persona mal despierta.

–Cazadores que quieren pasar la noche; abran, pagaremos.

–Voy a dar aviso al dueño de casa –respondió el muchacho.

Se alejó refunfuñando palabras muy poco amables.

–El amo no quiere –declaró.

–Pero ¿por qué?

–Porque desconfía. Ustedes son cazadores y podrían hacer que el molino se incendiase.

¡Caramba! Las escopetas, la pólvora…

–¡Qué ridícula idea!

–El año pasado unos mercaderes de pescado pasaron aquí la noche y no se sabe cómo se produjo un incendio y ardió todo.

–Pero no podemos quedarnos a dormir al raso.

–Hagan ustedes lo que quieran.

Y se marchó ruidosamente, sin duda con objeto de no escuchar las amables maldiciones que le echaba Jermolai.

–Vamos a la aldea –propuso mi compañero–. Aunque hasta allá hay dos kilómetros.

–No –repliqué–, hemos de quedarnos, y por poco dinero nos darán algunos manojos de paja.

Aprobó Jermolai y volvimos a golpear la puerta.

–¿Qué quieren, pues? –gritó el muchacho con irritación–. ¡Ya se les ha dicho que no!

Le explicamos nuestro deseo. Fue a consulta con su amo y al rato se abrió la casa y salió el molinero.

Era hombre de estatura alta, cara espesa y gorda, vientre ancho y rollizo. Accedió a mi petición.

Cerca del molino había un cobertizo abierto a los cuatro vientos. Se nos trajo paja y heno, el muchacho colocó el samovar sobre la hierba de la orilla y en cuclillas sopló en el improvisado fogón; prendió el fuego en los carbones y las llamas iluminaron su rostro y figura juveniles.

El molinero me propuso al fin que durmiéramos bajo su techo. Rehusé, porque preferí quedarme al aire libre. Fue a despertar a su mujer y a los pocos minutos vino con leche, huevos, pan, y, además, té.

Vapores espesos se levantaban del río. Oíase, distante, el grito rápido de la polla de agua, y hacia las ruedas del molino un ruidillo alternado, isócrono, producido por el goteo de la esclusa. Hicimos fuego de vivac, y mientras Jermolai cocía algunas papas, yo me dormí. Me despertó bien pronto el rumor de una conversación cerca de mí. Levanté la cabeza: junto al fuego la molinera charlaba con mi cazador.

Pude advertir, por los giros de su lenguaje y por la pronunciación, que no pertenecía ni a la clase de loe campesinos ni a la de los burgueses.

Era, indudablemente, una “dvorovi”. La observé con atención. Parecía de unos treinta años. Su semblante pálido y enflaquecido conservaba aún los vestigios de una gran belleza. Me gustaban sobre todo sus ojos de mirada triste y llena de melancolía. Sentado junto a ella, Jermolai se ocupaba en echar virutas a las brasas.

–Hay todavía peste en Jelsoukhino –dijo molinera–. Las dos vacas del padre Iván se han muerto. ¡Que Dios nos ampare!

–Y a propósito, ¿cómo andan tus puercos? –preguntó Jermolai.

–Bien.

–Deberías regalarme por lo menos un lechón.

Nada respondió la molinera. Luego de un minuto la molinera le preguntó:

–¿Con quién has venido aquí?

–Con el señor de Kostamarova.

Echó Jermolai al fuego algunas ramas secas y con el chisporroteo un humo espeso le dio en la cara.

–¿Por qué tu marido no quiso dejarnos entrar en su casa?

–Tiene miedo.

–Vean eso, maldito panzón… tiene miedo… Querida Arina, anda y tráeme algunas gotas de aguardiente.

Se levantó la molinera y desapareció en la sombra. Jermolai canturreó:

De tanto ir a cazar
gasté la bota y la suela.

Arina Tirmofeiovna volvió con una jarra y un vaso.

Se persignó el cazador y bebió de un trago.

–Esto me gusta –dijo con placer.

La molinera fue a sentarse en el mismo sitio de antes.

–¿Qué te pasa? –le preguntó Jermolai–. Tienes mal aspecto.

–La tos me rompe; hace noches que no puedo cerrar los ojos.

–Bueno, no se te ocurra consultar a los médicos. Si no te encuentras bien es mejor que vengas a verme.

–Cuidado, Jermolai; despierta a tu amo, las papas están cocidas.

–Que duerma en paz –dijo él en tono burlón–; está muerto de cansancio, que duerma.

Me incorporé sobre el heno, con la mayor tranquilidad. Jermolai se aproximó y me dijo suavemente:

–Amo, las papas están cocidas, ¿quiere levantarse y comer?

Salí del cobertizo.

Quiso Arina alejarse, pero la interpelé con viveza:

–¿Hace mucho tiempo que tienen alquilado este molino?

–El día de la Trinidad serán dos años.

–¿De dónde es tu marido?

No me respondió.

–Tu marido, ¿de dónde es?

–De Beleva: burgués de esa ciudad.

–¿Y tú?

–Yo pertenecía a un señor.

–¿A quién?

–Al señor Zverkof. Ahora soy libre.

–Ese Zverkof, ¿no es Alejandro Silich?

–Justamente, yo era “dvorovi” de su mujer.

Miré con curiosidad a Arina.

–Conozco al que era tu amo.

–¡Ah! –repuso a media voz y bajando la cabeza.

Esta mujer me inspiraba mucha compasión por lo siguiente. Me relacioné con el señor Zverkof mientras estaba en Petersburgo. Ocupaba un cargo bastante alto y generalmente se le tenía por hombre instruido y discreto. Estaba casado con una mujer espesa, hinchada, malhumorada y llorona, cuyo trato se dulcificaba solamente para hablar a su hijo, niño mimado e insoportable. Lo físico del señor Zverkof prevenía muy poco a su favor. Figura larga y casi cuadrada, nariz también larga, que terminaba en gruesas fosas nasales, cabellos grises formando cepillo sobre una frente llena de arrugas. Sus labios delgados se agitaban de continuo con un movimiento convulsivo. Y acababan de hacer antipático su aspecto la baja estatura y el feo modo de caminar.

Recuerdo la ocasión en que me hallaba con él, un día, viajando en coche. A guisa de hombre serio, me dio toda clase de buenos consejos.

–Permítame usted, señor, comunicarle una observación. La nueva generación habla de todo y no sabe de nada. Usted no conoce su país, porque emplea usted el tiempo en leer libros extranjeros. Por eso hace usted una sarta de razonamientos con respecto a esto y aquello; quiero decir que con respecto a sirvientes siervos habla usted de ellos sin conocerlos.

Se interrumpió en esto el señor Zverkof, se sonó las narices con energía y tomó rapé.

–Sobre dicho asunto –continuó–, voy a contarle una anécdota que quizá le interese. Mi mujer, según sabe usted, trata a sus camareras con una bondad incomparable. Lo único que no acepta es que sean casadas. Está eso en sus principios. Y tiene razón. Convendrá usted conmigo en que una camarera no puede servir debidamente a su ama si necesita ocuparse de sus niños, y de esto, y de aquello. Vea usted lo que sucedió. Atravesábamos un día una de nuestras aldeas mi mujer y yo, cuando nos llamó la atención la hija del “starosta”. Era bonita y hasta de fisonomía que prevenía a su favor. “Coco –dijo mi mujer–, quisiera llevarme esta chiquilla a San Petersburgo para hacer de ella mi camarera.”

“Con muchísimo gusto, querida” –la respondí.

Todo se arregló a satisfacción; el “starosta” se deshizo en agradecimientos, la muchachita lloró algo. Usted sabe, en las aldeas la gente es tan tonta… nos la llevamos.

Era muy lista, y a eso añadía una suma vivacidad. Ya instruida en el servicio, pronto fue la preferida entre las camareras de mi mujer. Se le recompensó con confiarle el guardarropa, los encajes, las joyas: favores extraordinarios, en fin. En tales condiciones, señor, sirvió Arina a la señora de Zverkof durante diez años. Pero imagínese usted que un buen día veo entrar a la hija del “starosta” en mi escritorio sin pedir permiso. Llega hasta mí y se me echa a los pies, manera esta que yo no soporto, pues no admito que un ser humano falte a su dignidad.

“¿Qué quieres?”, le pregunté.

“Padre mío, Alejandro Silich, vengo a suplicaros una gracia.”

“¿Qué gracia?”

“Quisiera casarme.”

Confieso que me asombré. “Pero tú sabes, tontuela, que tu ama no tiene otra camarera que tú.”

“Seguiré sirviéndole como siempre.”

“Sabes muy bien que no aceptamos camareras casadas.”

“Melania puede reemplazarme.”

“Nada de razonamientos.”

¿Qué quiere usted? Yo soy de manera que la ingratitud me pone fuera de mí, y especialmente con relación a mi mujer, verdadero ángel de bondad. Tendría consideraciones para con ella el peor de los malvados. Eché de mi presencia a la camarera y supuse que pasado algún tiempo abandonaría sus ridículos proyectos de matrimonio. Transcurrieron seis meses y la muchacha vuelve a formularme el mismo ruego. Se las dije como lo merecía. Pero me sorprendieron, luego de un tiempo, al decirme que seguía con las mismas disposiciones… Era demasiado, la despedimos.

Queda así explicado por qué la molinera, es decir, Arina, me interesaba tanto.

–¿Hace mucho tiempo que te casaste con el molinero?

–Dos años.

–¿Tu amo te lo permitió, al fin?

–Me rescataron.

–¿Quién?

–Saveli Alexevich.

–¿Quién es?

–Mi marido. Tal vez mi amo le habló a usted de mí.

No sabía qué responderle, cuando la fuerte voz del molinero gritó: “¡Arina! ¡Arina!” Ella corrió.

–Y su marido, ¿es bueno con ella? – pregunté a Jermolai.

–Bastante bueno.

–¿Tienen hijos?

–Tuvieron uno, que se murió.

–Debió de gustarle mucho, pues, al molinero, para que se decidiese a rescatarla.

–No sé; lo cierto es que ella sabe leer y escribir, lo cual es muy útil en su oficio.

–¿Hace tiempo que la conoces?

–Sí, yo vendía caza a sus amos, cuando vivía el lacayo Petrucka… ¡Qué triste, esta pobre mujer no tiene salud!

Después de un silencio, Jermolai prosiguió:

–¡Qué buena “tiaga” habrá de aquí a cinco o seis horas! Nos convendría dormir algo.

Una bandada de patos silvestres pasó cerca de nosotros, y los oímos caer sobre el río a treinta pasos del molino.

La noche era oscura y fría. En el bosque el ruiseñor desgranaba el tesoro maravilloso de sus melodías. Nos arropamos con el heno, y al rato estábamos en un sueño profundo.

FIN


Relatos de un cazador, 1852


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