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Julia Bride

[Novela corta - Texto completo.]

Henry James

I

 

Había paseado con su amigo hasta lo alto de las amplias escaleras del museo, aquellas que descienden de las galerías de pintura; y luego una vez que el joven se hubo marchado, sonriendo, mirando atrás, agitando alegre y vehementemente el bastón y el sombrero, ella le había mirado, sonriendo también, pero con una intensidad diferente; y su mirada había permanecido fija en él hasta que hubo desaparecido por la gran puerta. Se podría pensar que esperaba verle regresar para una última demostración; y eso fue exactamente lo que el joven hizo, renovando sus cordiales gestos, con una alegre y devota mirada, y el resplandor de su tierno rostro alcanzándola a través del amplio espacio con una autenticidad —sintió ella— en absoluto disminuida. Sí, pudo sentirlo, y se demoró aún un minuto más, incluso después de que él se hubiera marchado definitivamente, con la mirada fija en el aire vacío como si aún lo colmara con su presencia, mientras se preguntaba qué más podía querer, y qué más podía significar, sino la expresión de una gozosa devoción.

En ese instante se sentía tan ansiosa que incluso se preguntaba si no se habría ido de ese modo, y habría sonreído así, al sentir un mero alivio por la separación; sin embargo, si llegados a este punto él deseaba romper el encanto y escapar al peligro, ¿por qué regresaba siempre a ella y, por qué, después de todo, se sentía ella tan segura un momento antes de dejarle partir? Se había sentido segura, casi temeraria —aquella era la prueba—, mientras él permanecía a su lado; pero el frío la invadió tan pronto como el joven se hubo marchado, cuando fue consciente, al instante, de todo lo que había perdido. Pudiera ser que lo entendiera ahora con mayor claridad aún, a juzgar por el testimonio de sus encantadores ojos nublados, y la rigidez que había reemplazado ya a la bella expresión de su rostro.

Un momento antes, su esplendor se había transportado hasta él viajando sobre las gráciles alas de su deslumbrante hermosura; él, por su parte, no tenía un bello semblante, pero era sensible, honesto y entusiasta. Luego, con su partida, las alas sustentadoras vacío, y pendieron.

No obstante, ella dio media vuelta con un claro propósito; regresó a las galerías de pintura, pues le agradaba la idea de mantener una charla con el señor Pitman; tanto, de hecho, como ninguna otra cosa podría complacer a una joven tan preocupada. En todo caso, al verle levantarse del canapé donde él le había dicho —tan solo cinco minutos antes— que le encontraría, el nerviosismo de la joven pareció quedar estrechamente vinculado con su presencia, como a través de una extraña proposición de socorro. Pues, ciertamente, nada resultaba tan extraño para su causa como la ayuda procedente del señor Pitman; a menos que quizá aquella sensación de extrañeza fuera aún mayor para él, por lo raro que resultaba que la joven hubiera pensado siquiera en apelar a su persona.

Había tenido que sentirse muy sola —sola hasta lo más profundo de su ser y miserablemente angustiada—, y terriblemente enojada, para mostrarse solícita a “reunirse”, de aquella manera, ante la primera indicación por parte de aquel hombre, sucesor de un padre ausente durante toda una vida de ausencia paterna, y segundo de los dos maridos divorciados de su madre. A la joven aquella le parecía una relación extraña; una relación que, en aquel instante, se le antojó menos ejemplar, menos natural y elegante de lo que habría sido incluso para su extraordinaria madre; y, todo ello, aún a pesar del tercer matrimonio de su progenitora, su unión con el señor Connery, de quien se hallaba informalmente separada.

Mientras Julia se acercaba al señor Pitman le asaltaba en lo más recóndito de su mente, o al menos en algún lugar muy profundo de su alma, la idea de que si la última separación de la señora Connery del yugo marital hubiera recibido la sanción de la Corte —habitualmente, y desde mucho tiempo atrás, Julia había escuchado hablar de la “Corte”—, ella, en tal caso, en aquella situación, no habría tenido el descaro de congraciarse —de este modo calificaba interiormente su conducta— con aquel caballero larguirucho, enjuto, flojo y ligeramente cadavérico que era para ella un recuerdo del periodo comprendido entre su duodécimo y decimoséptimo cumpleaños. La joven había congeniado con él, de un modo perverso, mucho mejor que su madre, y su abultado y mal ajustado chaleco de algodón de dril, junto al hábito de balancear su monóculo al final de una cadena extraordinariamente larga —tan lejanos a aquella escena—, regresaron a ella como los precisos rasgos de su juventud más remota. Una adolescencia sobre la que su edad presente, tras haber vivido con el paso del tiempo tantas situaciones, le había otorgado una cierta perspectiva.

Cincuenta de aquellas situaciones la asaltaron mientras se situaba frente a él, algunas flotando en las aguas del pasado, otras cerniéndose sobre ella muy vívidas: recordó cómo solía esquivar el movimiento giratorio de su monóculo mientras, siempre con torpeza, cordialidad y, con frecuencia, graciosamente, parloteaba; en una ocasión incluso la había golpeado con bastante fuerza en un ojo; recordó también cómo solía tirar de su chaleco para alisarlo y acomodarlo de algún modo; el tipo de gesto que su madre jamás había hecho. Cuán amigable y familiar debía ser el trato que le dispensaba para actuar de ese modo, a menos que la joven se hubiera conducido como una pequeña descarada. Casi se sentía capaz ahora de repetir el gesto, simplemente para sondear el tono adecuado, y cuán segura estaba de la forma en que él lo recibiría si lo hiciera. Recordó también cuánto más agradable había sido, pobre hombre, de lo que su esposa y la Corte habían hecho lo posible por hacerle parecer públicamente. Y cuánto más joven parecía también ahora, aún a pesar de su expresión más bien melancólica, su tez amarillenta ligeramente ictérica y graciosamente Categórica, y el descuido en lo referente a la totalidad de su aspecto, desde la frente hasta sus expuestos y laxos calcetines azules, cuasi celestes, así como, al igual que antaño, toda suerte de arrugas, pliegues y surcos que tal vez habrían resultado trágicos si no hubieran parecido mostrar más bien, tal como sus caprichosas cejas negras, el arco de una vaga perplejidad.

¡Naturalmente no era más desgraciado de cuanto él mismo no fuera consciente! Julia Bride habría estado segura de ello… ¡si hubiera sufrido todo cuanto ella suponía que él había sufrido! Con su pelo negro, espeso y despeinado, sin rastro alguno de hebras grises, y aquel don que conservaba y le confería cierta torpeza de niño grande —que le hacía mostrar, por ejemplo, ante aquel encuentro, una actitud tan divertida, tan cruda, y, sin embargo, ella era consciente de ello, tan verdaderamente ansiosa—, no habría podido ser, en modo alguno, tan pocos años más joven que su esposa, tal y como la dama acostumbraba a aparentar tras su divorcio. Julia le había recordado siempre como alguien viejo, en la misma medida en que invariablemente pensaba en su madre como en una persona vieja; y, de hecho, tal cosa era la señora Connery en ese momento a los ojos de su hija, con la docena de años reales con los que superaba en edad al señor Pitman, y su deliciosa cabellera, la más densa, la más delicada maraña de bucles plateados que jamás habían realzado el efecto de un cutis tan conservado.

Algo en la visión de su antiguo padrastro todavía relativamente joven —con la confusión y el inmenso componente de rectificación, por no hablar del rango de contradicción que esta visión introducía en la imagen favorita de la señora Connery con respecto a su propio pasado agraviado— provocó una vez más, incluso en aquel momento, la aceleración de la claridad y la dureza de su juicio, aquello que hubiera podido expresar como una repugnancia retrospectiva que había crecido en ella en los últimos tiempos, el sentimiento de toda la locura, la vanidad y vulgaridad, la mentira, la maldad, la falsificación de toda una vida en interés de no se sabe qué miserable frivolidad ni qué absurdo precepto, en medio de los cuales había sido condenada, tan ignorante y lastimosamente, a vivir, a vagar, a caminar a tientas, a la deriva, desde los albores de su conciencia. ¿No acababa de tocar el señor Pitman su fibra sensible cuando, acogiéndola con sus graciosos y cautelosos oíos, le había hablado, sin rodeos, de la ancestral historia del pequeño prodigio eterno de su belleza?

—¡Vaya, has crecido de un modo tan encantador!… ¡Eres la muchacha más bonita que he visto en mi vida!

Por supuesto que la joven era la muchacha más bonita que había visto en su vida. Era la jovencita más hermosa de todas cuantas hubieran visto en su vida personas mucho más privilegiadas que él. ¿Desde cuándo no había sido considerada la joven más bonita que nadie hubiera visto jamás? Había vivido esa situación desde mucho tiempo atrás, de año en año, de día en día, de hora en hora —había vivido para y, literalmente, conforme a ello, se podría decir—; pero la percepción del señor Pitman había supuesto de algún modo un esclarecimiento mayor de lo que él pensaba, con aquella pálida luz que en aquellos momentos proyectaba sobre antiguas fechas, antiguas peticiones, antiguos significados y antiguos misterios, por no llamarlos antiguos abismos. Con la mera visión de él, la envolvió como una ola vertiginosa la idea de que su madre no podía estar en lo cierto en referencia al señor Pitman —¿acaso había estado en lo cierto alguna vez sobre alguna cosa?—. De modo que él, de hecho, simplemente se le ofrecía allí como una más de las mentiras dé la señora Connery. Julia podría haber pensado que por entonces ya las conocía todas; pero él representó para ella, haciendo su entrada del modo que lo hizo, un nuevo descubrimiento, y fue esta aportación de frescura lo que le hizo sentir, de algún modo, que le agradaba. Había sido la joven quien, por mucho tiempo, reteniendo su recuerdo, había estado en lo cierto con respecto a él; y la rectificación que representaba había irradiado enteramente de él, diez minutos antes, cuando había llamado su atención mientras recorría la sala con el señor French. Ella nunca había dudado de sus probables defectos, los cuales habían sido vívidamente retratados por su madre como los vicios más bajos; y así, algunos de ellos, los más manifiestos —no los vicios, sino los defectos— estaban grabados sobre la persona que permanecía ante ella. En particular, por ejemplo, la exasperante “laxitud para sus asuntos”, de la cual la señora Connery había hecho un hincapié tan patético ante la Corte.

Bien podría ser, en este caso, la misma laxitud que afectó Julia al exponerle su amistoso seno, bajo la forma de un trato fresco y desprendido, ante su propia inquietud presente.

Sin embargo, resultó no menos cierto para ella, una vez hubieron intercambiado cincuenta palabras, que él también padecía su propia fiebre interior y que, si el señor Pitman se preguntaba, pudiera ser, qué era lo que le ocurría a la joven en particular, ella podría interrogarse a su vez sobre lo que podría acontecerle a él. Aunque vaga, la muda reflexión había sido tan intensa —“¡Sí, me agradará, y de un modo u otro va a ayudarme!”— que había dirigido sus pasos directamente hacia él. Incluso entonces, estuvo segura de que no le iba a plantear ninguna cuestión sobre su antigua esposa; que en el momento presente no tenía interés alguno en la señora Connery, y que la atracción que actualmente le embargaba —a los ojos expertos de Julia Bride, no podría lucir de un modo semejante sin un nuevo tipo de interés— era totalmente diferente.

Entretanto, sus merecimientos crecían en calidad de refutación con gran rapidez. Era bueno verle, escucharle y sentir su presencia, y aquellas sensaciones demolieron, de un golpe providencial, gran parte de las horribles inconveniencias del pasado que le adjudicaba; se aferró a él como su apoyo frecuente en tareas de socorro, como un remedio curativo, como redentor de alguna poción universal de sanación… preciado incluso al extremo del perjurio, si el perjurio fuera requerido.

Aquello era lo terrible, lo que punzaba en su interior mientras observaba alejarse a Basil French: el perjurio sobrevendría de alguna manera y en algún lugar —¡oh, era tan absolutamente cierto!— antes de que aquel extraño, aquel insólito joven, verdaderamente enamorado como le creía, pudiera ponerse a la altura de las circunstancias y su valioso galardón pudiera ser asegurado.

Tenía presente en su mente la idea, la había tenido un centenar de veces, de que si encontrara a alguien que pudiera —por así decirlo— “negarlo todo”, la situación aún podría tener remedio. Necesitaba tanto a alguien que pudiera mentir por ella… ¡Ah, necesitaba tanto a alguien que pudiera mentir! La versión de su madre con respecto a todo, la versión de su madre con respecto a cualquier cosa, habría sido, en el mejor de los casos, tal como decían, descartada. La propia joven, en este asunto, claro está, no era más que una parte interesada, cualesquiera que fueran sus esfuerzos por afirmar que era, pese a todo, una muchacha de moral decorosa; en todo caso, después de lo sucedido en el pasado y más recientemente, no se podía evocar a nada parecido a una moral decorosa.

Después de lo ocurrido últimamente —las dos o tres preguntas indirectas pero tan preocupantes que el señor French le había interpelado— solo un amigo o un testigo absolutamente independiente podrían brindar un testimonio eficaz. Una extraña forma de independencia —que dota del peso probatorio adecuado el testimonio del señor Pitman— residía sin duda en la actitud de su madre que, de una manera tan pública y notoria —¡aunque, gracias a los dioses, allá en Dakota del Norte!—, había cortado sus lazos con él. Pero, ¿no podría hacerle algún bien a ella, aun cuando el daño que pudiera infligirle a su madre fuera tan poco ambiguo? Teniendo en cuenta los divorcios de su madre —tanto más con aquella segunda y atroz representación ruin y barata en aquella historia—, y su actual distanciamiento extremo del señor Connery —que, no albergaba duda alguna, era el germen de un tercer procedimiento legal, bien de su parte o la contraria—, cuanto más destacara su progenitora en el campo de la demencia, más veía Julia oscurecerse el horizonte al lado de los French, pues había adivinado su espíritu vulnerable, con un excepcional efecto de brusquedad disimulada ante cualquier insidioso veneno.

En otras palabras, resultaba absolutamente inequívoco que cuanto más rechazado y distante pudiera aparecer el señor Pitman, más divorciada —o cuando menos “en proceso de divorcio”— aparecería su ex esposa al mismo tiempo, de manera que la pobre Julia no podía sino salir perdiendo. Si tan solo se hubieran dado los alocados divorcios de su madre, o únicamente la media docena de sucesivos compromisos aún más alocados de ella misma —fruto recolectado y amargo de su propia frivolidad atolondradamente adoptada e inconcebiblemente consentida— habría podido tratar a cualquiera de los dos grupos de esqueletos sentados al banquete como convenía, esto es, por separado; pero la combinación de ambos, el hecho de que cada grupo estuviera entremezclado con cualquiera que resultara menos presentable para el otro; el hecho de que se solazaran conjuntamente de un modo tan escandaloso, asimilaba el escenario presente a la clásica situación intermedia en la que uno se encuentra entre la espada y la pared.

No es que la joven se sintiera decididamente tonta, no obstante, por haber sucumbido al impulso de relacionarse de nuevo con su gentil y viejo amigo. Ella, al menos, nunca se había divorciado de él, y su terrible declaración filial ante la Corte no había sido sino el parloteo de un loro —de plumaje y graznido precoz— repitiendo las palabras que tan tenazmente le habían enseñado, y que apenas había sido capaz de pronunciar. En consecuencia, tan lejos como ella timoneara, él debía, por el momento, prestarle asistencia. De hecho, ella habría deseado que en aquella circunstancia él no se hubiera mostrado tan tremendamente conmocionado al verla; puesto que era una situación extraordinaria para una jovencita, aquella crisis de su destino podía causar un verdadero daño a la evidencia de su hermosa apariencia —que ella hubiera estado pronta a denominar pura vulgaridad— en un momento en que resultaba vital que se mostrara tan recta como un cuadro en la pared. ¿Se habría dado jamás el caso de que una jovencita deseara con secreta intensidad haber poseído, por su propia conveniencia, una belleza un tanto menos desmedida? La joven había llegado a ese punto, a la creencia de que tal era la causa de su desgracia, la maldición primitiva de su magnífica perfección física que lo abarcaba todo y la colmaba de resentimiento hacia su madre. El único punto positivo residía en que su progenitora era, gracias a Dios, aún más bella, más enérgica, más notoria, más vulgar y ruinosamente hermosa.

Admirable la poca severidad con la que Julia Bride volcaba sobre esta madre madura la mayoría de sus problemas y la responsabilidad de sus errores. Le costaba tan poco reconocer en los cuarenta y siete años de la señora Connery —aún a pesar de la disposición de sus bucles de plata tan raros como el nido de un pájaro en una helada mañana, o quizá justamente por esa razón— una holgada preponderancia por su efecto deslumbrante… le costaba tan poco, que su visión exageraba en mayor grado el lustre de las diversas cualidades maternas. De ser posible se habría despojado de todo, y habría depositado sobre otros hombros, sobre otras gracias, sobre otras cualidades morales distintas de las suyas, toda la carga del encanto físico que había propiciado un terreno tan fértil, así como un inherente y privilegiado aspecto tan favorable a las aberraciones que, aunque en apariencia inevitables y sin grandes consecuencias en aquellas épocas lejanas, llegados a este punto tanto mejor que no se hubieran producido nunca.

Julia habría podido bosquejar, con toda tranquilidad, hasta el último eslabón de aquella cadena según la cual su belleza había dispuesto trampa tras trampa a lo largo de su camino, condenándolas de antemano a una torpeza terrible. Cuando una joven es lo más hermosa posible —decía el estúpido consenso común—, no puede ser más que hermosa. Y cuando no se es más que hermosa, tan solo se tiene acceso a situaciones comprometidas de las que no se puede escapar más que a base de toneladas de embustes. Entretanto, no había nadie que no sintiera deseos de provocarla para hacerle pagar hasta el último centavo el precio de su belleza. ¿Qué criatura la ayudaría sin dudarlo un instante a conducirse mejor si, después de todo, algo que se arrastrase a su paso como un cortejo desmañado hubiese sido, a fin de cuentas, mejor para ella? Las consecuencias de la falta de belleza tan solo eran negativas… se fracasa en esto o aquello; pero las consecuencias de ser como ellas, ¿cuántas eran, sino infinitas? Aunque, ciertamente, por muy extensos que fueran sus defectos, también la belleza estaría pronta a compensarlos.

¿Quién, en todo caso, ante la exuberancia de semejante hermosura, le reconocería en alguna ocasión méritos a su causa en el estudio de tales verdades? En el punto que había alcanzado, Julia Bride bien podría formularse tal pregunta, pues era visiblemente consciente de lo inimitable, probada y triunfal que resultaba en su entorno la proyección de su exquisita imagen. Tan solo Basil French, con sus maneras indiscutiblemente lacónicas, aunque llenas de distinción —aquellas maneras que, estaba segura de ello, pertenecían a todo el linaje de los French—, escapaba a las filas de la vulgaridad.

Solo Basil le había hecho comprender ciertas cosas al percibir en él la inquietud que le embargaba. Era solo por él que —sin el menor ridículo, sino simplemente de un modo hermoso, casi sublime— la “amabilidad” que se mostraban su madre y ella no parecía beneficiarse del hecho de ser rabiosamente hermosas. Belleza de la cual todos los demás, de un modo tan grosero como agotador, se sentían satisfechos; sí, todos se habían arrojado sobre ellas exigiéndoles, como por una amplia y cruel conspiración, sus más absurdas potencialidades. Cercándolas, y no solo aislándolas de los demás, sino montando guardia junto al cercado, haciendo rondas y rondas a su alrededor para evitar que se escaparan, y así poder admirarlas, y lanzarles a través de las rejas escasas pajas desmenuzadas, trozos de pastel y manzanas, como si fueran antílopes o cebras, o incluso alguna especie superior de osos adiestrados y danzarines.

Le había sido reservado a Basil French el conmoverla con su disposición a renunciar, por así decirlo, a una libra o dos del tesoro fatal, aunque tan solo pudiera conseguir a cambio una onza o poco más de su historial personal, mucho menos público y notorio.

Sí, podría describírsele diciendo que, además de todas las características de su persona, su historial personal y aquel de sus parientes y allegados, además de su posición social, a modo de falange de filas cerradas, así como la inmensidad de su fortuna, tan notoria como su abrumadora respetabilidad, habría resultado mucho menos adorable a sus ojos si se hubiese mostrado sencillamente… digamos, poco dispuesta a responder a sus preguntas. Y ello no suponía que —pacífico, culto, aplicado, dedicado al bien público, criado en Alemania, infinitamente viajado, terriblemente similar a un inglés de casta superior y todas las demás cosas agradables— no amara estar con ella, para observaría tal como era; porque él adoraba aquellos momentos, incluso si se trataba de un sencillo paseo, tanto como cualquier joven libre y loco haciendo una última demostración de locura y libertad. Es cierto que el matrimonio era para él —como para todos los French y sus herméticas filas— un gran asunto, la meta que un hombre inteligente —un auténtico hombre de mundo tímido y apuesto, saltando a la pata coja, brincando y haciendo cabriolas como si estuviera jugando a un juego de pilluelos— trataba de alcanzar con una profunda y ansiosa deliberación, noble y altamente justa.

Porque una cosa era clavar la mirada en una jovencita hasta que ella se sintiese hastiada de ello; una cosa era llevarla a la feria ecuestre y a la ópera, enviarle flores por ramilletes y chocolates por toneladas, y “grandes” novelas, las últimas y mejores, por docenas; y otra cosa muy distinta era mantener para ella —con sus ojos pegados a los suyos— la puerta abierta —pivotando con rigidez sobre sus goznes de plata— al vasto patio de honor del palacio de las relaciones conyugales.

La condición de estar “comprometido” significaba para él la introducción en este recinto de una mujer joven con quien habría mantenido hasta entonces un periodo de conversaciones que habría tenido la duración que, claramente, él estimara de su conveniencia. Frialdad de corazón, se podría pensar, si uno eligiera pensar tal cosa, pero ningún otro enfoque igualaría en dignidad y decencia la alta ceremonia y, por encima de todo, la gran valentía y carácter definitivo de su entrada en dicho recinto.

La pobre Julia se habría sonrojado encendidamente ante aquella perspectiva, con el recuerdo de la forma en la que el patio de honor —tal como ella lo imaginaba ahora— había sido deshonrado por sus retozos más juveniles. La joven había saltado sobre el muro con tal o cual compañero de juegos particularmente grosero, y había jugado al pilla-pilla o al salto de la rana, tal como ella lo expresaría, de una esquina a la otra. Tal sería la “historia” que, en caso de exigencia definitiva, iba a ser capaz de proporcionar al señor French: que ella había incurrido ya, una y otra vez, ante cualquier ofrecimiento, en múltiples charloteos y riñas sobre un terreno destinado —de acuerdo a su idea— a los más serios pasos de minué.

Si aquella hubiera sido toda su suerte de historia, en la suya y en la de su madre, al menos materia no les faltaba: era la superestructura erigida sobre el otro grupo de hechos, aquellos que pertenecían a la orden de su perfección eterna en rosa y blanco, una perfección en la posesión de ropajes, una perfección espléndida, una perfección necia. Todas aquellas cosas habían formado el “moteado” del antílope y la cebra, atribuyéndole a la señora Connery la cebra, por sus trazos y manchas más notables.

Tales eran los datos que la investigación del señor French dilucidaría como respuesta: los seis compromisos atribuidos a ella, y los tres matrimonios anulados de su madre; nueve encantadoras y pequeñas atrocidades en total. ¿Qué demonios se podía hacer con ellas?

 

II

 

Resultaba obvio, y así lo tuvo que reconocer Julia más tarde, que no había ni una sombra de la famosa laxitud para los asuntos en el positivo impulso con el que el señor Pitman se acercó a ella —tan pronto como él la hubo reconocido “con certeza”, identificándola como la antigua Julia hecha mujer, que deambulaba en compañía de un nuevo admirador, el joven más elegante del mundo— y tuvo la intuición de que era justamente la excelente jovencita capacitada para ayudarle.

Ciertamente, ella le encontró como siempre, salpicando su lenguaje de ciertas vulgaridades, aquellas formas de discurso que su madre había descrito en el pasado como suficientes por sí mismas —una vez que había mostrado su repertorio completo— para deshacerse de él.

No obstante, centrada como estaba en los beneficios que podía obtener de él, la joven decidió no prestar atención a tales bagatelas; y, ciertamente, se quedó estupefacta, cosa extraña, al verse aventajada por él desde un principio.

—Sí, de hecho quiero algo de ti, Julia, y lo quiero precisamente ahora. Me puedes prestar una gran ayuda, y bendigo la suerte —que ya me ha sonreído una o dos veces, como sabes— que te ha enviado a mí.

Ella sabía la suerte a la que se refería: el que su madre le hubiera dado la posibilidad de deshacerse de ella; pero aquella fue su única alusión detestable respecto al tema. Ya nuestra jovencita lo comprendió todo por adivinación: el servicio que el señor Pitman requería de ella era notablemente similar al que apresuradamente había pensado ella pedirle a él para sí misma; un servicio que redundaba en su propio interés, el de ella, aunque hasta ese momento se hubiera visto imposibilitada de llevarlo a cabo. De hecho, se había visto imposibilitada puesto que él había comenzado su discurso en primer lugar, como si conociera al señor French —cosa que sorprendió a la joven hasta que él le explicó que todo el mundo en Nueva York conocía de vista a un joven de riqueza tan cotizada (¿con qué propósito se refirió a todo el mundo en Nueva York?)— y de cuyo acentuado interés hacia Julia había escuchado hablar, por su parte, recientemente, en clubs y salones. Tal comentario fue acompañado por la inevitable pregunta espontánea: “¿Estás comprometida con él, entonces?”, pregunta que ella recibió de buen grado, pues de ese modo le daba la oportunidad de abordar el tema directamente.

La joven se dispuso entonces a responder del modo más apropiado a sus intereses, pero entretanto él prosiguió con el tema de tal manera que tres minutos fueron suficientes para sacar a la luz, de uno y otro lado —como dos carteristas comparando, lejos de miradas indiscretas, su botín de la jornada—, las intenciones, los tesoros ocultos en torno a sus personas.

—Quiero que le digas la verdad por mí; solo tú puedes hacerlo. Quiero que digas que yo actué correctamente —como bien sabes—, y que simplemente me comporté como un angelito en toda esta historia; que me sacrifiqué para poder concluir con todo.

—¿Por qué, mi querido amigo, me corta las alas? —exclamó Julia—. Precisamente lo que he venido a pedirle es que confiese usted haber sido un demonio peor incluso que el que nos fue mostrado públicamente: un monstruo tal, que a mi madre no le quedó más opción que interponer una demanda de divorcio.

¡Ah!, por fin lo exteriorizaba, y con la percepción de que la situación se estaba volviendo cada vez más emocionante para ella, a pesar de su mirada jocosa, su extraña sonrisa, y su característico “Señor mío, señor mío, ¿qué bien, le aportaría tal cosa?”. La joven se había preparado para exponer con claridad los motivos de su apelación, y temía que el señor Pitman pudiera tener mejores razones que las suyas, y que toda su historia quedara reducida a cenizas en un instante.

—Bueno, señor Pitman, en esta ocasión quiero casarme, para variar; pero ya sabe cuán tontas hemos sido en el pasado, y cuando por fin aparece algo realmente bueno, resulta, así mismo, terriblemente embarazoso. Cuán tontas fuimos… sí, usted lo sabe mejor que nadie, o tal vez no tan bien como el señor Connery. Todo debe ser desmentido… —añadió Julia ardientemente—, todo debe ser contundentemente desmentido. Pero no puedo apelar al señor Connery ahora, pues ha partido para la China. Por otra parte, si estuviera aquí —confesó con tristeza—, sería del todo inútil, más bien iría en mi contra. Él no negaría cosa alguna, e incluso añadiría alguna más. De modo que, gracias al cielo, está lejos; he ahí todo el bien que puede hacerme. No estoy comprometida aún… —prosiguió, pero el señor Pitman ya la había interrumpido.

—¿No estás comprometida con el señor French?

Ciertamente, todo aquello resultaba un espectáculo asombroso para él, pero su momentánea sorpresa, curiosamente, se había visto incrementada a causa de este hecho.

—¡No, no lo estoy… por séptima vez!…

La joven hablaba con la cabeza bien sustentada sobre la vergüenza y el orgullo.

—… Sí, la próxima vez que me comprometa, quiero que sea la última. Pero él tiene miedo; miedo de lo que puedan decirle. Se muere por saber y, sin embargo, ¡se moriría si supiera! Él quiere que se le hable, pero es necesario que sea de manera satisfactoria. Usted podría hablarle bien, señor Pitman, ¡si tan solo quisiera hacerlo! Él no puede sobreponerse a la historia de madre, y bien que lo siento, pues detesta y desprecia los divorcios, y de eso hemos tenido más que demasiados; de modo que si pudiera escuchar precisamente de usted que convirtió su vida en un infierno… —concluyó Julia— sería algo maravilloso. Si ella se hubiera visto forzada a pasar de uno a otro —después de haberse divorciado ya de padre cuando yo era pequeña—, sería, “por así decirlo”, ¿no lo ve usted?, uno menos. Usted haría algo grandioso por ella, diría cuán miserable fue, y que ella debía salvar su vida. De este modo él no tendría de qué preocuparse. ¿Acaso no lo ve, buen hombre? —repuso la pobre Julia—. ¡Oh! —concluyó, como si su imaginación se estuviera debilitando y se despertaran sus escrúpulos—, ¡por supuesto que quiero que mienta por mí!

Ciertamente, aquello fue suficiente para sobrecoger al señor Pitman.

—Encantadora idea, justo hasta el momento en que me dije a mí mismo, tan pronto como te vi, ¡que tú podrías decir la verdad por mí!

—Ah, ¿pero qué le ocurre? —suspiró la joven, con una impaciencia casi tan aguda como si de pronto hubiera olfateado el rastro de una bestia feroz en su camino.

—Vaya, ¿acaso piensas que no hay nadie más en el mundo salvo tú que haya visto el cáliz de su afecto prometido, algo en lo que verdaderamente se podía confiar, derramarse en el último momento sobre ti, solo por un terrible movimiento de tu codo? Yo también quiero proveer para mi futuro, y la buena amiga que me ayudará a construirlo —la más encantadora de las mujeres en esta época— desaprueba el divorcio tanto como el señor French. ¿No ves —preguntó con total franqueza el señor Pitman— cuánto contribuiría en sí mismo a fortalecer mis lazos con ella? Es necesario que se le cuente… que se le diga que no pude evitarlo en absoluto.

—¡Oh, Dios, Dios! —gimió la joven ansiosamente abatida.

Fue algo semejante a un grito de auxilio.

—Pues bien, ¡yo no hablaré con ella! —gritó.

—¿No lo harás, Julia? —se hizo eco lastimosamente el señor Pitman—. Y, no obstante, ¿me lo pides a mí?

Su dolor, sintió ella, era sincero, y más aún de lo que había imaginado, pues durante los últimos quince minutos había ido construyendo sus esperanzas, erigiéndolas pensando en cómo su ayuda cimentaría sus bases. No obstante, ¿advertiría él cómo los testimonios de cada una de las partes, si fueran expuestos, serían forzosamente contrarios? Si él debía ponerse a prueba por ella —o, más extrañamente aún por el alto conservadurismo de Basil French—. Alguien con quien no tendría forma alguna de pactaren cualquier otra circunstancia, ¿cómo podía ella por su parte ofrecerle a él, en este otro interés, un simple sacrificio gentil a la perversidad de su esposa? La joven tuvo, mientras se hallaba ante él, allí mismo, y con gran agudeza, la percepción de una creciente enfermedad, una luz pálida y premonitoria como al término de un feliz sueño. Todo lo demás estaba en su contra, todo lo que se ocultaba en su terrible pasado, del mismo modo que si su papel hubiera sido interpretado por alguna “actriz pasional”, alguna dama errante “acosada” hasta la desesperación en algún drama teatral; ¿pero acaso iba a golpearla la misma suerte en su propio decoro, con esos pequeños residuos feroces enraizados en la profundidad de su alma por los que se permitía contar —cuando se detenía a pensarlo— con una sombra de gloria e incluso de crédito? ¿Se volvería esto también en su contra, zancadilleándola? Con el único propósito de mostrar que, sometida a una prueba, era realmente tan decente como cualquier otra persona; que no teniendo a nadie, salvo a ella misma, de quien aprender cosa alguna, y sin pruebas para demostrar nada… finalmente, ¿debía permanecer soltera indefinidamente?

Trasladó este sentimiento al señor Pitman inquiriéndole con rencor:

—¿Quiere usted decir que va a casarse?

—¡Oh, querida mía, yo también debo comprometerme primero! —repuso con su característica sonrisa burlona—. Pero es ahí, ya ves, donde tú intervienes. Le hablé de ti, y tiene unas ganas terribles de conocerte. Las cosas suceden de un modo asombroso; que te haya encontrado precisamente en este lugar… Ella va a venir ahora —dijo el señor Pitman en un arranque de buena fe—; estará aquí en tres minutos aproximadamente.

—¿Vendrá aquí?

—Sí, Julia, aquí. Nos reunimos habitualmente en este lugar.

Y, de nuevo, su lenta y amplia sonrisa adornó su rostro como si se hubiera instalado en él de por vida.

—Ella adora este lugar. Es una apasionada del arte, al igual que tú, Julia, si no has variado tus gustos. Recuerdo lo mucho que amabas el arte.

Él la miró muy tiernamente, como para mantenerla en esta idea.

—Por supuesto que aún lo amas, por eso estás aquí. Simplemente deja que ella perciba ese interés —instó el pobre hombre con una insistencia delirante.

Y luego, con sus amables ojos fijos en ella y su noble y fea boca estirada de oreja a oreja, como para otorgar un delicado énfasis, añadió:

¡Hasta la más mínima cosa ayuda!

Aquello provocó que la joven se extrañara y se replanteara, con cierta vehemencia, cuestiones de las que ella odiaba lamentarse aún; cuestiones tales como si el señor Pitman seguía siendo tan pobre como lo había sido en el pasado… lo cual era ciertamente inexcusable, pues jamás había hecho fortuna alguna. Su indolencia en este terreno emanaba de él casi tanto como si hubiese ofrecido una apariencia anticuada o “sórdida” —lo cual, afortunadamente para él, no sucedía en absoluto—; a su manera tenía un aspecto agradable, excéntrico y ridículo, pero era un verdadero caballero —con gustos de una rareza extrema, bien es cierto—, aunque no por ello el crédito con su sastre era el más deseable…

La joven no se hubiera sentido avergonzada en lo más mínimo si los lazos familiares continuaran existiendo entre ellos y pudiera salir en su compañía, por lo que más de una vez pensó en lo estúpido del comportamiento de su madre, toda vez que el señor Connery, por mucha pena que sintiera por él, era inconteniblemente vulgar.

La sagacidad de Julia valoraba en ese mismo momento todos estos pensamientos; la joven sentía, no obstante, que había que decir la verdad, y la forma correcta de decirla. Si él perseguía asegurar su porvenir financieramente, tal como ella misma desesperaba en alcanzar, no arrojaría una piedra sobre él. Por otra parte, si el señor Pitman había hablado de ella a mujeres extrañas, Julia debía mostrar cierta majestuosidad.

—¿Quién es, entonces, la persona en cuestión de la que usted…?

—Un ser adorable, Julia. La señora de David E. Drack. ¿Has oído hablar de ella? —inquirió casi en un susurro.

Nueva York era una ciudad muy grande, y ella no había tenido tal honor.

—¿Es viuda…?

—¡Oh, sí, ella no es…

Se contuvo a tiempo.

—… Sí, es una verdadera viuda.

Él le hablaba íntimamente, pero parecía que la miraba ahora, en el momento presente, con una dureza patética.

—Julia, tiene millones.

Dura, en cualquier caso —con o sin patetismo—, fue la mirada que la joven le devolvió.

—Pues bien, tal como los tiene —o los tendrá— Basil French. Y más aún que la señora Drack, imagino —repuso Julia con voz temblorosa.

—¡Oh, ya sé lo que tienen!

El señor Pitman restó importancia a las palabras de Julia, y su larga persona se vio agitada por un vago escalofrío de desagradable azoramiento. Pero, ¿iba a darse ella por vencida porque él se sintiera avergonzado? Al menos, el señor Pitman debía saber lo mucho que le estaba costando.

La joven recobró su espíritu más fuerte que nunca; pero él, mientras tanto, había encontrado su asidero.

—No veo por qué tiene que interferir tu madre. ¡No es con ella con quien él va a casarse!

—No, ciertamente, pero habiendo convivido siempre juntas, la cuestión radica en superar una montaña de ignominias. Si al menos hubiéramos tenido una sola tara o un solo punto débil; si al menos no hubiéramos cometido entre las dos más que una clase de error vulgar. Bah; mejor no pensar en ello siquiera.

Ella hablaba para sí misma, en un tono melancólico que era, en sí mismo, de una elocuencia conmovedora.

—El hecho es que, para obtener nuestra recompensa en este mundo, a menudo hemos recibido un placer desmesurado. ¡Hasta ahora! —dijo Julia Bride—. Debería haber tenido la precaución de tener una docena de pretendientes menos.

—Oh, querida mía… ¿“pretendientes”? —repuso, tratando de restarle importancia de un modo tan cómico como de costumbre.

—Y bien, ¡lo eran!

Julia gritó realmente furiosa.

—Cuando has recibido un anillo de cada uno: tres diamantes, dos perlas, y un zafiro de dudosa factura —anillos que he guardado y que cuentan mi historia—, ¿cómo debería llamarlos?

—¡Oh…, anillos!

Y en este punto el señor Pitman no añadió más al respecto.

—Le he regalado un anillo a la señora Drack.

Julia le miró fijamente.

—Y, entonces, ¿aún me dice que no está, comprometido?

—Eso, mi querida niña —gimió irónicamente— es lo que quiero que averigües. Y respecto a tus “anillos”, también voy a encargarme de ellos —añadió con mayor claridad.

—¿Se “ocupará” de ellos?

—Voy a resolver el problema de tus pretendientes. Mentiré sobre ellos, si es eso todo lo que deseas.

—Oh, sobre “ellos”…

Ella bajó la mirada melancólicamente, al considerar el gesto insignificante.

—Eso no contará, viniendo de… ¡usted!

Entretanto, ella contempló la gran sala deslumbrante —con su mofa de arte, “estilo” y seguridad, todas aquellas cosas que ella perseguía vanamente— y sus pocos visitantes dispersos, que habían dejado al señor Pitman y a ella misma tan convenientemente acomodados en una amplia esquina. Tan solo se vislumbraba una dama en una de las puertas lejanas, de quien se apercibió vagamente, y que parecía estar observándoles.

—¡Ellos deberían mentir por sí mismos!

—¿Quieres decir que es capaz de preguntárselo?

El tono del señor Pitman desacreditaba ahora dicha posibilidad, pero ella sabía exactamente lo que quería decir.

—No les importunaría directamente, y tampoco, tal como dice madre, chismorrearía en su entorno más próximo… pero sí prestaría atención —¿cómo culparle?— a las cosas terribles que otras personas dicen sobre mí.

—Pero, ¿qué otras personas?

—Pues, la señora de George Maule, por ejemplo, que nos detesta infinitamente y habla con las hermanas de Basil para que ellas hablen a su vez con él; es lo que hacen habitualmente, tengo íntima certeza de ello, detestándome como me detestan ellas también. Pero la verdadera razón es ella; es por su causa por quien él paraliza su decisión. Envenena hasta el aire que respira.

—Vaya, vaya —dijo el señor Pitman con moderado optimismo—, si la señora de George Maule es una gata…

—Si ella es una gata, tiene gatitas… cuatro pequeñas gatitas blancas, inmaculadas, entre las cuales se ha propuesto que el señor French haga su elección. Ciertamente, él podría proceder a dicha elección con los ojos cerrados, pues tiene todos los nombres, todas las fechas, por así decirlo, de mi “oscuro” pasado, como ellos lo llaman, y por supuesto que será capaz de proporcionárselos —si finalmente él resuelve preguntarle— señalando cada hecho ordenadamente. Y, entretanto, ¿no ve usted que no habrá nadie que hable en mi favor?

Aquellas palabras habrían conmovido un corazón más duro que el de su frágil amigo, al ver la violenta lucidez en que se apoyaba dicha afirmación, con sus ojos resplandeciendo como anegados por un torrente de lágrimas repentinas. La miró fijamente, apreciando el efecto que estas suscitaban sobre el profundo encanto de su belleza, casi con una admiración ciega.

—Pero, ¿no podrías tú —deliciosa como eres, ¡tan hermosa!— hablar por ti misma?

—¿Quiere decir que si podría mentir? No, ciertamente, no puedo. Y aunque pudiera, no lo haría. No me miento a mí misma, ya sabe usted, las cosas como son; eso podría representar para él lo único malo, la única acción… que no sería capaz de hacer. “Hermosa como soy”, tuve mis buenos momentos; no he sido tan fea como para no tenerlos. Y además, ¿supone usted que vendrá a interrogarme?

—¡Ah! ¡Ojalá lo hiciera, Julia! —exclamó el señor Pitman, fijando sus amables ojos en ella.

—Entonces se lo diría…

Y de nuevo levantó la cabeza bruscamente.

—… pero no lo hará.

Su acompañante sintió una verdadera angustia.

—Pero, ¿entonces no quiere saber…?

—Él no quiere saber. Quiere ser informado sin preguntar; que se le diga, imagino, que cada una de las historias que ha llegado a sus oídos es una falsedad, y una calumnia. Qui s’excuse s’accuse, ¿no es eso lo que dicen? ¿Me ve usted, de la nada, sacando cuatro o cinco de los trucos utilizados por mi madre para proporcionar pruebas a la Corte; un pequeño listado de “coartadas”, una tras otra? ¿Cómo podría encontrar a tan numerosos y peculiares caballeros para hacerles hablar? ¿Cómo iban a querer ellos que todo fuera descubierto?

La joven se detuvo antes de llegar al punto de más intensidad en su razonamiento; Y el señor Pitman tuvo entonces la oportunidad de expresar sus convicciones más sinceras.

—¡Pero, querida niña, ellos se sentirían muy felices…!

La hermosura de Julia se encendió en una súbita mirada furiosa.

—¿Felices de jurar que nunca tuvieron nada que ver con semejante criatura? ¡En ese caso yo estaría encantada de jurar que tuvieron mucho que ver!

El señor Pitman insistió con su persuasiva sonrisa, si bien no pudo ocultar cierto desconcierto.

—Bueno, veamos, querida, ellos tienen que jurar una cosa o la otra.

—Tienen que mantenerse al margen… esa es su manera de verlo, supongo —dijo Julia—. ¿Dónde están, pregunto yo, ahora que podrían ser requeridos? Si le complace salir en su busca en mi nombre, le estaría muy agradecida.

De modo que, por el momento, y ante la dificultad del asunto, cada uno de ellos lo afrontó con desmedida impotencia. Y la joven añadió a todo ello, en ese instante, el sufrimiento más intenso en su desesperación:

—Está informado sobre Murray Brush. ¡El resto pueden irse al infierno!

Y sus hermosas manos enguantadas en blanco, y sus encantadores hombros rosados, se abatieron, resignados.

—¿Murray Brush…?

Los ojos del señor Pitman se abrieron como platos.

—Sí, sí, él es quien me preocupa.

—Entonces, ¿cuál es el problema para reunirte al menos con él?

—Sucedió que, sintiéndose avergonzado de sí mismo —y tenía razones para ello—, dejó el país tan pronto como pudo, y nunca regresó. ¡Ahora estará en París o en alguna otra parte, y si usted espera que vuelva solo por mí…!

Pero la joven ya se había interrumpido, no obstante, ante la mirada del señor Pitman.

—Vamos, pequeña, tonta, ¡Murray Brush está en Nueva York!

Aquello realmente la animó.

—¿Ha regresado?

—¡Pues claro! Yo mismo le vi, déjame pensar… ¡el martes pasado!, en el barco de Jersey.

El señor Pitman se regocijó al proporcionar estas noticias.

—¡Ese es tu hombre!

Julia también se sintió muy impresionada por la revelación, que devolvió a sus mejillas todo su ardor, como una calurosa ola. No obstante, la joven esbozó una extraña y vaga sonrisa.

—¡Lo era!

—Debes buscarle y —si se trata de un verdadero caballero— probará para ti, sin duda alguna, que no se comportó como tal.

Esta imprevista sugerencia en particular iluminó su rostro, inflamándolo de un vivo interés que se vio oscurecido al instante siguiente —mientras negaba con la cabeza lenta y amargamente— para mayor extrañeza aún.

—No es un caballero.

—Ah, señor, señor —suspiró de nuevo el señor Pitman.

Intentó luchar contra la sentencia de Julia, pero sin saber muy bien en qué apoyarse.

—¡Oh, entonces si es un truhán…!

—Ya ve usted que solo quedan unos pocos caballeros —no los suficientes para repartir entre las damas—, ¡y por ello resultan tan preciados!

Este pensamiento sumió a la joven en un abismo. Pero él no tuvo tiempo para dilucidar si estaba bajo el peso de los recuerdos o bajo una determinación repentina, habiendo tomado súbitamente consciencia de una sombra —no podía apresurarse demasiado en otorgarle a aquello el nombre de luz— a través de la agitada superficie de su problema. Sombra que cayó sobre el rostro de Julia, y lo hizo con un tono de voz que el señor Pitman conocía muy bien, pero que para la joven no podía resultar más extraño, por todo lo que suponía de inesperado.

—De hecho hay muy pocos, ¡y no hay que ponerles demasiado a prueba!

La señora Drack, que había llegado mientras hablaban, se presentó en toda su monstruosa magnitud —al menos para los impresionados ojos de Julia— interponiéndose entre ellos; era la dama que la joven había vislumbrado en el otro extremo de la sala, y que se había acercado a ellos mientras estaban inmersos en el debate.

Ya hemos visto que observar y tomar conciencia eran actos que Julia acometía con igual presteza —tan pronto como la joven tenía un sujeto a su alcance—, y con su aguda perspicacia, de un solo golpe de vista, percibió que aquella desconocida presencia era la venturosa relación a la que el señor Pitman aspiraba y por la cual había navegado, con plácida majestuosidad, en sus turbulentas aguas. Parecía evidente que la señora de David E. Drack no era tímida, aunque tampoco resultaba amenazadoramente audaz; era, sin embargo, afable y “buena” —Julia estuvo segura al primer vistazo—, y en gran medida complaciente consigo misma —como las mujeres buenas y afables son propensas a ser—, además de extremadamente sentimental, y con un vasto e inocente espíritu malicioso: la dama se excedía ampliamente en tales picardías en las mismas dimensiones que su propia persona.

Envuelta en una extraordinaria cantidad de brocado negro rígido y brillante —con adornos de todo tipo que centelleaban y tintineaban, crujiendo y retumbando al más mínimo movimiento— exhibía un inmenso rostro, horrendo pero agradable, como un desierto uniforme en algún lugar remoto, en el que Sus ojos desproporcionadamente pequeños parecían dos audaces aventureros casi sepultados por la arena. Cuando sonreía se estrechaban aún más, convirtiéndose en puntos apenas perceptibles —un par de simples y diminutas cabezas de alfiler emergentes— aunque el primer plano de la escena, como para compensarla, se abría con vasta benevolencia.

En pocas palabras, Julia observó… y lo hizo como si ya no precisara nada más; entrevió una oportunidad para el señor Pitman y una oportunidad para ella misma, así como la naturaleza exacta tanto de la circunspección como de la sensibilidad de la señora Drack; y vislumbró incluso, brillando allí en letras de oro y como parte de aquel fulgor enteramente metálico, la elevada cifra de sus ingresos, el más importante de todos sus atributos, y entrevió también —aunque quizá más como un borrón luminoso al lado de todo aquello— la combinación de éxtasis y agonía consecuencia de la esperanza y el miedo del señor Pitman.

Él hizo las presentaciones con su fe patética en las virtudes —válidas para cualquier ocasión— de un humor cordial, extravagante y experto, único para diluir todos los problemas. Presentó a Julia a la señora Drack como la encantadora y joven amiga de la que le había hablado en tantas ocasiones y que había sido para él como un ángel en tiempos difíciles; también calificó de maravillosa aquella oportunidad que había propiciado el encuentro casual en las salas públicas del museo, gracias a la cual había tenido a su alcance el placer de reunirlas.

Ciertamente, todo cuanto estaba diciendo carecía de importancia —pensaba Julia—. En lo que a ella concernía, todas sus palabras transmitían una presión moral tan inconfundible como si, por simbolizarlo de algún modo, él se hubiera arrojado a su cuello.

Entretanto, muy por encima de cualquier otra cosa, prevalecía la conciencia de que la buena señora, por muy enorme y amenazadora que hubiera aparecido, al cabo de un minuto se había sumido en un estado de suspensión e inmovilidad, impasible como estaba —hasta el ingenuo sobrecogimiento—, ante la visión de la joven. Julia había practicado casi hasta el desánimo el arte de adivinar con presteza, en las personas que la observaban, la impresión causada; pero resultaba un fenómeno sorprendente que, si bien con enojo, con abatimiento, estimaba que los superficiales ojos de los hombres —es su más alto nivel de necedad— le habían obsequiado con todo aquello que jamás había anhelado, aún podía sentir cierta frescura en los elogios de su propio sexo, cuidando de ver su imagen reflejada en los rostros de las mujeres. Probablemente nunca semejante dulce estaría exento de sabor, sobre todo siendo tan sombría la cuchara con la que más a menudo era administrado, amén de ser condimentado e intensificado por la habilidad de sus miradas. Las mujeres son mucho más conscientes del modo en que una mujer se distingue —cómo, dónde y por qué—, sin sentirse atormentadas ni afectadas a causa de ello. Tal don desencadenaría, por encima de todo y ante todo, un instinto de aversión; la sensación de ser capaz de arrebatar un reconocimiento, de arrancar un homenaje, sería, en suma, la más alta corona que la propia felicidad podría portar.

Un día, sin embargo, la hostilidad descendía maravillosamente y los celos se apaciguaban: todo se volvía admiración, y la desafortunada y mediocre hermana saldaba su cuenta generosamente. Nunca nadie la había recompensado tanto —Julia tuvo la certeza inmediata— como aquel voluminoso y generoso objeto del deseo del señor Pitman; objeto que, sin ayuda óptica alguna, tal como parecía, había podido captar todo su ser, a pesar de todo —y que, de hecho, con toda benevolencia, parecía haber estado tanteándola como con una especie de enorme y delicada trompa—. En resumidas cuentas, la joven complació a la señora Drack, y, ¿quién sabe respecto a qué otros placeres había sido engañada la pobre dama?

Era de algún modo un universo confuso aquel en el que vivía, y en el que una de sus imaginables alegrías, en aquella etapa de su vida, sería casarse con el señor Pitman; por no hablar de un estado de cosas sobre el que la imaginación de nuestro caballero podía fundamentar tal unión con arrebatos de entusiasmo. Aquel, no obstante, era su secreto, y Julia, de instante en instante, estaba cada vez más segura de discernir el de la señora Drack: conocía tan notablemente ese secreto al cabo de pocos minutos que, a pesar de que su amigo y la amiga de este se hallaban conversando sobre miles de cosas tal vez realmente asombrosas, no les prestó atención alguna mientras se limitaba a elevarse y volar. Se elevó a la altura de su propio valor y remontó el vuelo con aquella valía que el señor Pitman le atribuía casi convulsivamente; el mismo valor que suponía ser, en su opinión, y sin lugar a dudas, la imagen más deslumbrante que jamás había contemplado la señora Drack.

Aquellas eran —según Julia—, en resumidas cuentas, las ventajas de la adversidad; la experiencia de la señora Drack parecía ser pequeña en la misma medida que su presencia resultaba formidable. Sea como fuere y, en todo caso, la propia Julia se encontraba ante la oportunidad de su vida, y tras todos sus recientes desaires y desprecios, tal vez no había percibido aún el alcance del éxito de que gozaba en aquel momento.

Después de todo, no tenía la menor idea de cuanto se había expresado de una parte y de la otra, más allá de las alusiones del señor Pitman a la amistad que le había unido antaño a la joven. Se limitó a acoger a la señora Drack con su semblante resplandeciente, y supo que podía ser, para obtener el mismo efecto, tan irrelevante como quisiera. Proceder del modo que él pretendía era de suma importancia… servir a sus propios intereses también lo era. Y lo hacía ahora con tal pasión, por no hablar de la sagacidad de la que hacía gala que, con ello, cada una de sus palabras no hacía sino acrecentar su belleza. En resumen, ella se abandonó por entero, hasta lo más profundo, al uso que el señor Pitman quisiera hacer de ella, sin tener nada a lo que agarrarse ahora, excepto, tal vez, la posibilidad de Murray Brush.

—Él dice que fui buena con él, señora Drack; y, ciertamente, espero haberlo sido, pues me sentiría avergonzada de mí misma si me hubiera conducido de cualquier otro modo. Si pudiera serle útil ahora, me complacería mucho; eso es justamente lo que hace un rato me motivó a acercarme corriendo a él, después de tanto tiempo, y concederme el placer de manifestárselo. Durante años he visto el trato tan miserable que se le ha infligido, y he visto la forma en que lo ha asumido. Sí, lo he visto, querido amigo —prosiguió ella de un modo sublime—, lo he visto, aunque pueda protestar, ¡y por mucho que me deteste por hablar sobre usted! Le he visto conducirse como un perfecto caballero —la señora Drack estará de acuerdo conmigo—, y de un modo tan encantador, que se encuentran muy pocos gentilhombres como usted hoy en día. No sé hasta qué punto le puede interesar saber, señora Drack —añadió, encontrando place en pronunciar su nombre—, lo que siempre he recordado de él: que frente a las provocaciones más atroces, siempre mantuvo la compostura y se comportó de un modo respetable, paciente y valiente. Poco importa que las cosas hayan podido parecer diferentes, porque sé de lo que estoy hablando. Por supuesto, no soy nada ni nadie, tan solo una pobre muchacha frívola, pero me sentía muy cerca de él en aquella época. He aquí mi pequeña historia, por si pudiera interesarle a usted de algún modo.

La joven midió cada batida de su ala, sabiendo perfectamente la altura alcanzada, y se detuvo solo cuando alcanzó alturas vertiginosas. En ese punto permaneció un instante suspendida como si se hallase ante el resplandor del cielo azul, pues no era más que el resplandor —¿qué otra cosa podía ser?— de la profunda e increíble atención que le prestaban ambos oyentes, acallados, cada uno por su parte, por el fulgor que la joven emitía.

Finalmente, Julia se vio obligada a posar sus pies sobre el suelo, y apenas supo más tarde a qué coste o de qué modo inimaginable había aterrizado, mientras su propia mirada se mantenía fija todo el tiempo en la imagen misma de su éxito. Había sacrificado a su madre en el altar —proclamándola falsa y cruel—, y si aquello no “saldaba su cuenta” con el señor Pitman —como él habría podido decir—, pues bien, era todo cuanto ella podía hacer.

Pero el costo de su acción de algún modo le fue devuelto con intereses; el querido amigo, desolado y muy vacilante, al verla imbuida de gloria comenzó a hacer señales hacia ella —con sus jubilosos brazos salvajes agitándose como desde la cima de una montaña en la que hubiera buscado refugio—, mientras la voluminosa dama simplemente se extendía y dilataba, como un valioso líquido derramado accidentalmente.

Ciertamente, aquella emanación fue la sincera respuesta de aquella pobre mujer, en la cual pareció diluirse, y cuando Julia se despidió gentilmente de cada uno de ellos, ya apenas distinguía al uno del otro.

—Adiós, señora Drack, estoy muy contenta de haberla conocido —había tomado la mano del señor Pitman, tal vez por la razón antes mencionada.

Y luego, dirigiéndose a él o a ella, no importa a cual, señaló:

—Adiós, mi querido y excelente señor Pitman; ¿verdad que ha sido agradable reencontramos después de tanto tiempo?

 

III

 

Julia se marchó deslizándose como un cisne —ella misma tuvo esa impresión—, dejándoles bastante estupefactos a su paso; se podría decir que con su exquisita autoridad les había emplazado a ambos, uno junto al otro, y ya no les restaba más que hacer, salvo ser felices juntos. Nunca como en aquella ridícula ocasión los renombrados detalles de su belleza le habían procurado similar exaltación. Le compte y était —como solían decir en París— para cada uno de ellos, para su disposición inmediata; y, después de todo, había algo importante en todo ello. Aquella suma de prominentes personajes no implicaría atractivo necesariamente; en especial para las personas “refinadas”: nadie conocía mejor que Julia que aquel encanto inexpresable y aquellos “encantos” tangibles —tangibles como los precios, tasas, acciones y demás que se negociaban en la ciudad— conformaban dos categorías bien distintas. La mejor garantía de seguridad para la segunda categoría, en su conjunto, era la inclusión de la primera, mientras que el gran poder de la primera residía precisamente en poder prescindir totalmente de la segunda. La señora Drack no era en absoluto refinada, ni siquiera mínimamente; pero, ¿cuál sería el caso de Murray Brush ahora, tras tres años de viaje por Europa? El joven había maniobrado con ella a su voluntad —tal había sido, ciertamente, el significado de su “compromiso” de entonces—, de tal modo que le había impedido ver, mientras aquel absurdo se prolongaba —realmente absurdo el fingir creer que podían casarse sin un centavo—, hasta qué punto carecía de pureza el metal del que estaba hecho el joven; Julia se había dado cuenta de ello, con toda claridad, pero mucho más tarde, al revelarse ante ella en una mirada retrospectiva a su pasado. La joven había extraído entonces su propia conclusión, una de las muchas que Basil French la había empujado a extraer. Extraño favor que Basil le habría rendido, después de haber hecho todo lo imposible, en el caso de que no le diera una nueva oportunidad. Si lo hacía, era porque resultaba indudablemente correcto hacerlo. Por otra parte, Murray podría haber mejorado, si es que tal cantidad de metal impuro —como ella lo llamaba— pudiera ser suprimida en un hombre, y siempre que París fuera el lugar perfecto para hacerlo.

La joven tenía sus dudas —ansiosas y dolorosas— al respecto, de las que había hecho partícipe al señor Pitman; quien, a pesar de su edad, se había mostrado más sensible a sus dones físicos que a su carácter, a sus atractivos más que a su temperamento. Por otra parte, aun a pesar de haber puesto en práctica sus dones cuantificables, y con gran éxito, con la señora Drack, no podía esperar el mismo resultado con Murray, con respecto a quien todo había cambiado. De tal manera que si él no fuera en absoluto sensible a un atractivo más sutil, el atractivo apreciado por las personas carentes de vulgaridad —las únicas que importaban entonces para su causa—, ¿qué diablos sería de ella? En cualquier caso, no le restaba más que una anhelante esperanza cuando tomó la decisión de escribirle inmediatamente a su club. Era una cuestión de justa sensibilidad; y tal vez la había adquirido en su viaje por Europa.

Así pues, tan solo dos días más tarde —pues el joven había respondido con prontitud y cortesía a su nota— se acordó con presteza una cita que Julia juzgó mejor concertar a una hora matutina en una callejuela apartada de Central Park; y de este modo, dos días después iba a sentirse impresionada, casi hasta el espanto, por todo cuanto Murray había adquirido, y en lo que se había convertido; hasta tal punto que parecía amenazar posibles complicaciones, cuando su plan, si es que albergaba alguno, residía, por encima de todo, en el deseo de simplificar las cosas. No anhelaba, en modo alguno, ni un solo gramo más de extravagancia o excesos de ningún tipo; y todo ello, incluso a pesar del riesgo que había corrido al permitirse antiguas licencias proponiéndole a Murray un lugar de reunión semejante.

Tenía sus razones, que anhelaba discriminar enérgicamente: Basil French la había esperado en varias ocasiones en la residencia de su madre; esos horribles apartamentos situados demasiado al norte de la ciudad, y demasiado cerca del East Side. Había cenado y almorzado allí, y desde allí la había acompañado a otros lugares, sobre todo para visitar exposiciones de pintura; en concreto había acudido con ella en dos ocasiones al Museo Metropolitano, por el que el joven había mostrado un profundo interés, y que ella encontraba encantador. Esta segunda visita había concluido con su encuentro con el señor Pitman, una vez que su acompañante se había visto obligado a ceder, por circunstancias apremiantes, ante la excepcional necesidad de acudir a una cita de negocios. La delicadeza y el decoro no le permitían deleitar al señor Murray Brush allí donde había deleitado al señor French, toda vez que la joven se había entregado por entonces a aquellas exquisitas apreciaciones y buenas maneras, y ponía todo su empeño en observarlas devotamente.

Por suerte, el señor French nunca había estado con ella en Central Park; en parte porque nunca la había instado a ello, y en parte porque ella se habría negado en redondo si lo hubiera hecho; tan inquietantes le resultaban aquellos sinuosos callejones y aquellas sombras que propiciaban el eco extensivo de su pasado demasiado libertino. Si Basil French no había sugerido jamás un desvío hacia aquel lugar —resultaba fácil adivinarlo— era porque no quería comprometerla más de lo que ya lo estaba; y si ella profesaba a su vez similares reservas era porque el lugar emanaba para ella, tal como se confesaba a sí misma, los efluvios de sus antiguas relaciones. Y de entre todas ellas, tal vez ninguna emanaba tanto hedor como los recuerdos unidos al joven que la esperaba en aquel momento en la apartada callejuela que tan competentemente le había sugerido; no obstante, ¿en qué rincón de la ciudad podrían reunirse, cuyos pasos no rechinasen de regreso a su apacible vida, y a qué evasivas no se vería reducida ella en un intento por evitar todas aquellas huellas? El museo estaba lleno de vestigios suyos, centenares de ellos, pues realmente lo había visitado asiduamente; pero forzosamente debía reunirse con la gente en algún lugar, y no podía pretender esquivar todos los fantasmas.

Todo cuanto podía hacer era evitar confusiones, y eludir los enredos de las distintas caras de su existencia. No obstante, se preguntó a menudo en qué enredo se vería involucrada si el señor French acertara a pasar por allí —circunstancia no del todo imposible para un hombre tan inquieto y errante, ¡qué efecto causaría sobre él!— mientras ella se encontraba sentada con un personaje cuyo bigote probablemente habría inspirado a la señora Maule el más denso racimo de anécdotas maliciosas.

Existía, estaba segura de ello, una gran variedad de exuberantes leyendas sobre lo “lejos” que había llegado su compromiso con Murray Brush. Casi podía percibir en el aire aquellos titulares malvados —banderolas negras que ondeaban en señal de advertencia—, extensa redundancia de banderines que emanaban de la sociedad tan sucios y mezquinos que, en resumidas cuentas, flameaban sobre las estaciones que la joven había ido dejando atrás sucesivamente, vacías ahora de tales alborotos, incluso hasta el límite de lo grotesco.

La fortaleza de esta convicción fue la que inspiró su presente determinación, al igual que la manera en la que él la escuchaba después de que la joven hubiera allanado el camino con gran presteza, y también el carácter especial del visible interés reflejado en su hermoso rostro, más apuesto que nunca, pues representaba para ella las buenas costumbres que de algún modo había adquirido el joven. Aquellos eran los logros que, por su parte, comenzaron a incidir en ella al cabo de diez minutos, proyectando con firmeza su luz hasta el lejano término de su empresa.

—Nunca hubo nada formal entre nosotros; ni la más mínima señal, ni el menor retazo, ¿no es cierto? Nada más allá de una simple y agradable relación de amistad; y si usted no está dispuesto a jurar tal cosa por mí, incluso hasta el cadalso, comprenderá con el tiempo las repercusiones que sin duda supondrá su negativa para mí.

Julia se abatió de inmediato midiendo el efecto producido, el cual ya había concebido previamente; se cuestionaba si el joven se habría convertido en la mejor opción a quien poder apelar: la duda recibió cumplida respuesta en el naciente interés que con tanta facilidad había despertado en él. Percibió en el acto la diferencia que se había obrado en el joven, materializada en una forma de comportarse más refinada; tal era el sentido en el que Europa en general, y París en particular, le habían llevado a progresar.

Todos los métodos de cálculo —y sus cálculos, basados en la profundidad de su conocimiento, habían sido muchos y muy exhaustivos— establecían que él la ayudaría en mayor medida cuanto más se hubiera enriquecido su intelecto. No obstante, ella debió reconocer más tarde que la primera y gélida bocanada del previsible desastre la había percibido, en un momento dado, cuando el joven pareció emanar un mayor refinamiento en sus atenciones. Si aquel era justamente su mayor deseo —“si tan solo pudiera despertar su interés por mí”—, y así las cosas, aquella esperanza se concretaba lo más vívidamente posible, ¿por qué la luz que emanaba de ella le pareció tan siniestra? ¿Fue en parte debido a su buena apariencia excesivamente romántica, digna de un galán, de un conquistador cortés que, sin embargo, con la profundidad del brillo de sus oscuros ojos, la varonil ondulación de su cabello rizado, el resplandor de su sonrisa de labios carmesíes, y la natural nobleza de su porte, asignaba a toda respuesta reflejada en su rostro, en cada una de sus expresiones, una suerte de amplificador ardiente, pero desproporcionado?

La explicación, en cualquier caso, resultaba irrelevante; él tenía buenas intenciones, que ella pudo percibir, y sintió del mismo modo que, probablemente, las había tenido mejores en el pasado de lo que había conseguido probarle con sus actos en su momento. La rareza con la que la joven no había contado residía en el hecho de que, tan pronto como él comenzó a mostrar interés, se condujo de un modo que ella habría definido como extraño. Esto provocó un cambio en él que no iba acorde con el resto, como si se hubiera roto la nariz, luciera anteojos, hubiera perdido su hermoso cabello o sacrificado su espléndido bigote: su idea, su pretensión, tal como ella lo había concebido todo, admitía que algo fuera añadido a su persona para la consecución de su propio beneficio, pero nada por su propia alteración.

Él se había reafirmado a sí mismo durante su compromiso —su carácter, su fortaleza, sus apetencias, su ignorancia y su obstinación, y toda su encantadora personalidad, tosca y despiadada— por un millar de formas de vehemencia natural, pero nunca, sin embargo, por una clara demostración de interés.

¿Cómo, de hecho, podía sentir interés, si no sentía en su interior ni el más mínimo impulso de la mente? No había nada en el mundo de lo que Murray Brush fuera menos capaz que de sentir aquel débil impulso, pues únicamente se apela al pensamiento cuando se siente cierta aproximación a la necesidad de comprender. Y él nunca la había sentido; ¿no había nacido, según su visión personal, con esa perfecta intuición de todas las cosas en virtud de la cual todas las sugerencias susceptibles de determinar nuestro juicio son reducidas a la impertinencia de un montón de ladrillos bloqueando nuestra puerta cuando tratamos de entrar en casa?

En pocas palabras, el joven nunca había tratado de pensar ni discernir pues, desde el primer pulso de su inteligencia, simple y soberanamente, ya sabía. De modo que, a esa hora, cara a cara con él, se le ocurrió pensar que durante su antigua relación había debido renunciar —incluso en un grado tal que la joven no había medido en su momento— a cualquier posibilidad de comprensión por su parte. ¿De qué otro modo, por tanto, no iba a aparecer a sus ojos sino como un estilo de vida, una forma de codicia y laboriosidad, descaradamente victorioso en su propio engreimiento, y bien dispuesto a deslumbrarla incluso en detrimento de los intereses de sus propias aptitudes y relaciones? Extraña y memorable historia la que envuelve todo este enigma remoto, del que solo pervive en la mente de la joven el asombro por una mezcla de posesión y desapego, de los cuales ambos iban a tener a día de hoy una clara conciencia. Significar tan poco el uno para el otro, cuando durante los meses que pasaron juntos cada uno había recibido del otro y dirigido hacia el otro la idea misma de la abundancia plena, la idea misma de una suma ilimitada… ¿Qué podría ser tan monstruoso como el increíble acto de deshacerse de una persona para ir a encerrarse en el sancta sanctórum de la morada de esa misma persona, en medio de todas las huellas de sus hábitos y su naturaleza?

En todo caso, lo que iba a suceder es que Murray Brush daría muestras de una comprensión lúcida y elegante, y resultaría prodigioso que Europa le hubiera dotado de una delicadeza semejante. De modo que, en el presente, no pretendería “saber” hasta que ella le hubiera informado —él, que jamás había estado en deuda con nadie por recibir ayuda para alcanzar sus logros—; y luego, una vez instruido, se esforzaría encantadoramente por “ocuparse” de ella, ayudarla y complacerla. El joven encontraría el problema de Julia muy digno de su benevolencia, y se sentiría literalmente motivado ante la idea de ser el primero en estar informado al respecto.

Así es que la joven le refirió toda la historia, a pesar de sentirse caer, mientras lo hacía, en una especie de fatalidad aún incalculable; y continuó, al igual que con el señor Pitman y la señora Drack, con la misma rabia de la desesperación y, como ella misma definiría más tarde, en una especie de fascinación del abismo. La joven no sabía, no podía explicar en ese momento, por qué la benevolencia que emanaba de él tenía la capacidad de asustarla de tal modo: sería condescendiente con ella, como un efecto de su vivacidad, o tal vez del encanto de la joven, y lo haría con una noble intención, encontrando que su caso, o más bien el caso de “ambos”, su vieja y divertida historia, cobraría de pronto una vida estimulante y virtuosa, y en último punto curiosa e incluso notoria. No obstante, existían lagunas de conexión entre las ideas que relataba y la intensidad de las percepciones presentes, de modo que auguraban la imposibilidad de la joven de moverse en dirección alguna sin enredarse aún más a sí misma.

Tal cosa no podía permitírsela tal como había evolucionado todo; no podía permitirse la deplorable vulgaridad de haberse ennoviado y comprometido informalmente en tantas ocasiones —por expresarlo de algún modo, siendo en igual medida imperdonablemente vulgares las nuevas modas y puntos de vista.

El joven escuchó su discurso sin mover una pestaña, tal como habría podido decir ella, excepto simplemente para indicar, con su recién adquirida superioridad, que apreciaba el insigne valor de la súplica y en especial el patetismo que emanaba de la misma. Y él aún pudo escuchar de sus labios que no esperaba nada, por decirlo así, de ninguna otra coartada, pues las personas que habría que arrastrar a la Corte eran muy numerosas y se encontraban demasiado dispersas en la actualidad. Pero que, después de haberse comportado —con él, Murray Brush— de un modo muy vulgar, más de lo que debería haber sido, actualmente dependía de él para restituir una inocencia que era absolutamente vital para ella.

El joven no se sonrojó, ni frunció el ceño ni se estremeció más de lo que lo había hecho cuando ella una vez más aligeró convenientemente su carga y, como si se tratara de Nancy y Artful Dodger, o un par de villanos de su misma clase relatando su historia a la manera de Oliver Twist, le reveló el beneficio de su testimonio, que no era otro que el de presentar un listado de candidatos más “limpio” del que, en ese momento, le era posible presentar al señor French.

Sí, él le permitía en ese sentido sacrificar su honorable relación con él —más honorable por cuanto estaba completamente finiquitada— a la crudeza de su plan concebido para no perder otra relación, mucho más brillante que la que él podía ofrecer, con el fin de atraer a otro hombre —hombre con quien ella le comparaba de forma tan ruin y poco benévola— a su codiciosa existencia.

No hubo más que un momento en el que una mirada del joven, de un brillo especial que ella nunca le había visto antes, le inspiró una ligera duda acerca de la actitud que tomaría; se sentía segura, no obstante, en armonía con la sensación de no haber incrementado los riesgos cuando, un momento después, él indicó de pronto:

—Parece dar por hecho que hemos sido culpables; que usted ha sido culpable de algo que nunca debió haber ocurrido, ¿no es cierto? ¿Acaso hicimos algo alguna vez en secreto, por debajo de la mesa, o de algún modo clandestino para no ser descubiertos? ¿Qué hicimos sino intercambiamos nuestras juveniles promesas con la mejor fe del mundo, públicamente, con regocijo, y con el pleno consentimiento de todas las personas allegadas a nosotros? Me refiero, por supuesto —dijo él con su grave y amable sonrisa—, hasta que se produjo nuestra completa ruptura, cuando entendimos que, en la práctica, financieramente, y dada la dureza del mundo y de la vida, no podríamos lograr nada juntos. Pero, a los ojos de Dios o de los hombres —le preguntó con sus opulentas y refinadas maneras—, ¿qué mal hemos cometido?

Ella le devolvió la mirada, palideciendo.

—¿Me refiero yo a eso? ¿Me refiero a lo que nosotros sabemos? Yo me refiero a lo que piensan otros, a eso que necesariamente deben pensar; eso que les será suficiente sentir para no ser capaces de olvidar, una vez que realmente lo conozcan. ¿Cómo iban a ser conscientes de lo que no ha sucedido entre nosotros, con todas las oportunidades que hemos tenido? ¡No es asunto suyo si hemos sido lo bastante idiotas por añadidura! Aquello que usted podía o no podía hacer no cuenta, según su opinión, pero hay personas para quienes resulta repugnante que una jovencita haya pasado de una a otra persona y aún pretenda ser… en fin, todo aquello que se supone que una jovencita decente debe ser. Es como si de pronto mi madre y yo nos hubiéramos despertado y nos enfrentáramos cara a cara con un prejuicio tan notable. Y he aquí que ahora que lo tenemos en nuestras manos —¡cuando nos iría tan bien sin él!—… ahí está, mirándonos directamente a la cara. ¿Qué madre, en su locura, ha podido permitir que me condujera de tal modo, y con tanta vulgaridad ha podido asumirlo como mi destino natural, mi destino social?… eso es lo verdaderamente repugnante y humillante: ¡con el encantador retrato que se hace de nosotras! Pero el punto de vista de madre, ¡es una delicia! —continuó con una severidad mordaz—; ella lo mide todo en términos de sus “grandes victorias en los procesos” —y habrá otros, no hay duda, pues no pierde ocasión tan fácilmente— ¡de los que se muestra tan públicamente orgullosa! Ya ve usted que no tengo margen —añadió Julia, permitiendo al joven inferir en la medida de lo posible y, merced a su rostro enrojecido, cuan escaso margen le había dejado su madre.

Le correspondía a él la tarea de ayudarla a restituir ese margen y ampliarlo lo suficiente para sostenerla hasta que la peligrosa marea retrocediera en alguna medida; era él quién debía proporcionarle ese punto de apoyo.

Pues bien, tras estas últimas palabras Murray lo comprendió todo, y Julia fue consciente de que su acompañante realmente había tomado las riendas de la situación.

—¡Oh, mi querida niña, sé a qué se refiere! Claro que hay personas —¡las ideas cambian tan velozmente en nuestra sociedad!— que no simpatizan con la vieja libertad americana, e interpretan, me atrevería a decir, todo tipo de cosas extrañas en relación a ella. Naturalmente, debe aceptarlas tal y como son —aseveró Murray Brush, quien, con la venia de Julia, había encendido un cigarrillo— desde el mismo instante en que su camino en la vida, para bien o para mal, se cruza con el de ellas.

De vez en cuando pronunciaba una frase elegante como aquella.

—Su problema es, a buen seguro, extremadamente interesante. Para mí es suficiente que sea suyo… lo hago mío. Me sitúo por completo en su posición; discernirá por mis palabras, sin juramentos, ¿verdad?, que así es. ¡Pídame cuanto quiera! Lo que me agrada es el afecto que ha inspirado usted en él. Se da la circunstancia, lamento decirlo, de que no le conozco personalmente —expulsó una bocanada de humo, con la mirada perdida—; pero, claro está, todo el mundo sabe de quién se trata en mayor o menor medida, y estoy seguro de que es adecuado para usted. Sé con certeza que será encantador si usted así lo estima. Por tanto, confíe en mí e, incluso —¿cómo expresarlo?—, deje que yo me haga cargo de este asunto. ¿Lo hará?

Había estado observando, en las vaharadas de humo que exhalaba, el atractivo de sus posibilidades de acción; y, en consecuencia, volcó en ella la inusitada tibieza de su caridad. Era como una suscripción de medio millón.

—Yo cuidaré de usted.

Julia se vio a sí misma, durante un instante, alzando la vista hacia él desde un lugar situado muy por debajo, a semejanza de aquel desde el cual un colegial, con sus ojos asombrados e izados hacia la pared, mira fijamente el mapa multicolor del mundo. Sí, era aquella una cordialidad, una bondad especial con la que jamás nadie la había obsequiado; durante los primeros momentos no supo cómo describirla ni tan siquiera qué hacer con respecto a ella. Entonces, como aún persistía, y ayudada por la expresión de bondad del joven, que se acentuaba, la invadió con un sobresalto la realidad de lo que había acontecido. Sí, la estaba tratando con condescendencia, y aquello era tan insólito para ella —la joven americana nacida libre que podría haberse comprometido o haber roto su compromiso, si así lo hubiese deseado, no seis veces, sino sesenta— como podrían haberlo sido su coronación o su crucifixión. Ni siquiera los French lo hacían… ni siquiera los French osaban hacerlo. Resultó de lo más extraño; supo reconocerlo cuando se presentó ante ella, pero podría haberlo esperado de cualquier otro… ¡y, de entre todas las personas del mundo, provenía de Murray Brush! Se sintió abrumada; aun así pudo articular unas palabras, a pesar de su voz temblorosa, y sin importar cuán hastiada lucía su sonrisa.

—¿Mentirá por mí como un caballero?

—¡En la medida de lo posible hasta que mi rostro se torne negro!

Y entonces, mientras Murray resplandecía ante ella, Julia se preguntaba si él consideraría deliberadamente sus propias mentiras como tales, y si, después de todo, su inteligencia casi titilante, astutamente florida y cortés, ordinaria como jamás antes había contemplado la ordinariez personificada, representaría su noción de “negritud”.

—Mire, Julia; haré todavía más.

—¿Más…?

—Lo haré todo. Tomaré las riendas de este lance. La protegeré…

—¿Me protegerá…? —repitió Julia mientras él la miraba de un modo fascinante.

—¡Por supuesto, con la clase de manto de tono rosado más grande que se pueda encontrar!

Y esta vez, oh, guiñó un ojo; guiñaría de tal modo el ojo —y con la más grandiosa buena fe del mundo— cuando negase con indignación, bajo un intenso interrogatorio, que había existido “una firma o algún retazo” entre ellos. Pero aún no había concluido; Murray decidió que debía saberlo todo:

—Julia, hay algo que debe saber —solo se demoró un instante más—. Julia, voy a casarme —de algún modo sus “Julia” significaban el fin para ella; podía sentirlo aun a pesar de todo lo demás—. Julia, le anuncio mi compromiso.

—¡Oh, Dios, Dios! —gimió ella; estas palabras bien podrían haber estado dirigidas hacia el señor Pitman.

La fuerza con que las había pronunciado le hizo ponerse en pie, pero él permaneció sentado, sonriendo hacia ella como si lo hiciese al tributo natural de su interés.

—Se lo revelo a usted antes que a nadie; todavía no se hará “público” hasta dentro de uno o dos días. Pero queríamos que usted lo supiera; ella así lo expresó tan pronto como le mencioné que había recibido noticias suyas. ¡La hago partícipe de todo, como ve! —y casi mostró una sonrisa afectada mientras, todavía en su asiento, sostenía el final de su cigarrillo delicadamente con la punta de sus esbeltos dedos, en un estado de moderado énfasis—. Se llama Mary Lindeck; creo que ustedes jamás han sido presentadas. Ella me ha dicho que no ha tenido el placer de conocerla, pero lo desea de todo corazón… lo anhela especialmente. También mostrará interés por este asunto —prosiguió—; debe permitirme que se la presente de inmediato. Ha oído hablar mucho de usted y realmente quiere conocerla.

—¡Oh, tenga piedad de mí! —suplicó nuevamente la pobre Julia… la historia se repetía del modo más extraño y así hizo surgir el recuerdo, graciosamente en los labios de Murray Brush, de aquella curiosidad compasiva de la señora Drack que el señor Pitman, tal y como se suele decir, había manifestado. Bien, ante ella se había representado la visión de un saliente seguro frente a una marea revuelta; pero esta quimera rápidamente se transformó en una sensación más desoladora, pues las frías sacudidas de las aguas ya le cubrían hasta la cintura y pronto ascenderían hasta su barbilla. Este pensamiento surgió como consecuencia de la petulancia de su amigo, de la perfecta benevolencia y elevada inconsciencia con las que mantenía su postura… como si quisiera evidenciar que era capaz de mostrarse tan condescendiente con ella mirándola desde abajo como observándola desde arriba. Y, mientras asimilaba todo aquello, mientras esta consciencia la inundaba como una riada, conoció la inevitable sumisión —por no hablar de sumersión— como jamás antes en su vida la había conocido; cediendo más y más ante ella, sin tan siquiera extender las manos con el fin de resistirse o asirse en la caída, infiriendo en el mismísimo rostro del joven una inmensa fatalidad y, a pesar de toda su diáfana nobleza, de su ausencia de rencor u orgullo manifiesto, el enorme vacío gris de su aciago destino. Fue como si la diligente señorita Lindeck, alta y apacible, fuerte y esbelta, con anteojos y una prominente nariz, pero “notable” de un modo perceptible, elegante, distinguida y refinada —tal y como podía advertirse a una milla de distancia—, y tan agraciada, por pura imitación desesperada y vulgar, como las curvas de una “copia” favorecida de ella misma realizada por un maestro calígrafo… fue como si esta majestuosa simpatizante, con la que ciertamente jamás había intercambiado ni una sola palabra —pero a quien había reconocido dispuesto y avergonzado en el mismo instante en que el joven le había hablado de ella—, figurase ahora junto a él haciéndose cargo ominosamente de su caso.

Murray le había guiado hacia esa reflexión, como si una precisa palabra suya fuese más que suficiente; y Julia podía verles juntos sobre el trono, unidos a la perfección en todos los intereses que ahora compartían, contemplándola como a un objeto de una diligencia casi quebradiza. Tan dichosa era la luz que irradiaban que tal parecía que se hubiesen comprometido por el propio bienestar de ella. Ese era el modo en que las personas que una vez hemos conocido —con un conocimiento un tanto estrecho— nos contemplan tan pronto afrontan el excelso decoro matrimonial que limpia en mayor o menor medida el salvaje pasado al que uno pertenece y del cual, de un día para otro, eran conscientes tan solo a través de algún indicio que permanece para recordamos que, definitivamente, ostentábamos una posición. En cuanto a ella, habiendo transcurrido un día o dos desde que le fuese presentada la señora Drack —y, habiéndose visto impelida a actuar con el fin de aumentar sus expectativas—, por encima de todo se había sorprendido a sí misma y, en cualquier caso, era consciente de todo cuanto había dicho, aun a pesar de perder, en su eminencia, cualquier distinción en todo lo demás. Más tarde podría haber rememorado su actuación detalladamente… de no haber preferido atesorarla en su interior como una mera alhaja bajo llave, inviolable. En este momento, sin embargo, dado que desde un principio todo le había resultado amortiguado y confuso, fiel al efecto general que producen los sonidos y movimientos dentro del agua, se habría visto incapaz de aseverar con posterioridad qué palabras había pronunciado, que rostro había mostrado, que impresión había causado… no al menos hasta que se hubiese restablecido de toda cautela. Tan solo sabía que se había alejado y que este movimiento, tarde o temprano, había determinado que él se reuniese con ella, decidiendo aceptarlo de un modo elegante y aprobatorio —aprobatorio con respecto a la emoción natural de Julia, a su inevitable y leve punzada— como un indicio de que mejor sería que permaneciesen en pie.

Caminaron entonces nuevamente por los senderos que en otros tiempos habían transitado; y, aunque sobre su conciencia pesaba odiosamente la posibilidad de que él hubiese interpretado su brusquedad como una emoción contenida o el arrebato de sus antiguos sentimientos ante la viveza de sus noticias, todavía tuvo que verse a sí misma condenada a concederle esto, condenada en verdad a alentarle en el error de creerla sospechosa de resentimiento femenino y escepticismo ante el fervor de la señorita Lindeck. Distaba tanto de mostrarse escéptica que se sentía horrorizada ante este hecho y ante la recia sombra que se cernía sobre ella; y el fin de aquel instinto de pavor —antes de que su paseo hubiese concluido, antes de que ella hubiese guiado al joven hasta una de las cancelas más pequeñas con el fin de escabullirse a solas desde allí— era, con absoluta certeza, hallar en el seno de su diluvio una tabla de salvación sobre la cual, por así decirlo, mantenerse a flote por el momento.

Se tomó diez minutos para respirar entrecortadamente, espirar suavemente, remar disimuladamente, y adaptarse, en una palabra, a los elementos que había desencadenado; pero, al menos como recompensa a su esfuerzo, vio lo fundada que resultaba su visión de la situación. Sentada junto a su amigo en el banco había sentido realmente que todos sus lazos con él estaban rotos, y había asimilado el hecho de que, si él todavía percibía que era hermosa —¡y cuán hermosa era!—, resultaba notorio que había dejado de importarle. Aquello había esclarecido la insensatez de su temor anterior, el temor a que pudiera sentir aún cierta confusión o cualquier otra inconveniencia, revelándose más consciente de todo cuanto en ella era digno de ser cuantificable —tal y como la joven lo denominaba— que de aquello que resultaba inexpresable.

Julia había previsto el embarazo que suscitaría este eventual fracaso del poderío de sus encantos, de ahí su renovado interés por sus atractivos más vulgares, por los cuales él siempre había sentido mayor afinidad, y que le podían procurar un mayor beneficio; no obstante, ella debió admitir también que él se mostraba tan poco sensible a unos como a otros aspectos de su persona. Había dejado de existir personalmente, cesado de existir para él materialmente —en lo que se refiere, como diría aquel, a cualquier ventaja física o tangible— y toda la ceremonia de su actitud había sido de lo más vehemente y galante para ataviar con flores su vacía presencia. Había que concederle crédito y honor por ello, pero lo que denotaba de un modo evidente era que aquel asunto no versaba sobre un espíritu que le tendía una mano a otro espíritu. Él poseía una gran altura de espíritu… la altura de espíritu necesaria para comprometerse con la señorita Lindeck; pero, una vez recuperada nuevamente su lucidez, y mientras proseguían con su paseo, Julia pudo descifrar en él con precisión una intención inescrupulosa tras otra. Así es que la sutil esencia que el joven estaba ocupado en atraer hacia sí era la de esa joven madura; resultaba evidente para él que gracias única y exclusivamente a Julia —lo cual resultaba en verdad más que suficiente— podría la dama terminar de ascender a la escala social que le convenía. Presionarían, empujarían, “alentarían”, arquearían ambos sus rectas espaldas como pedestales para que Julia consiguiese su propósito; y, al mismo tiempo, mediante algún dulce prodigio de la mecánica, ella les haría elevarse más y más a su vez.

Durante el transcurso de este paseo, asombrosos pensamientos revolotearon ante ella; su conciencia se había tomado —gracias a un giro extraordinario— en una caja de música en la cual, con su tapa bien cerrada, sonaban las más extrañas melodías. Sonaban tan solo para ella, y la tapa, tal y como podría haber conjeturado, era su sólido plan para seguir resistiendo hasta llegar a su hogar, y no traicionar así —al menos no ante su acompañante— el alcance de su desánimo. Que él pensase que se sentía abatida por desconfianza hacia la sinceridad del favor que su futura esposa le iba a prestar del modo más entrometido… se habría arrojado en público al río que discurría en ese momento junto a ellos, y habría chapoteado entre los atemorizados cisnes vestida con sus hermosas ropas, antes que invitarle a semejante torpeza. Oh, su sinceridad, la de Mary Lindeck… se sentiría ahogada a causa de la sinceridad de ella, y se sentiría ahogada, sí, a causa de la de él por tanto, sintiendo interiormente un estremecimiento tras otro, Julia se había detenido en el sendero, antes de alcanzar la cancela. Durante esos tres o cuatro minutos, en su cabeza no había existido más que la pequeña e intensa melodía de la caja de música, y ahora se había abierto camino hasta sus labios, articulando —¡para lo que iba a servirle!— las dos o tres clases de atenciones que sería capaz de expresar adecuadamente.

—Espero que ella posea fortuna, si no le importa que lo mencione. Me refiero a cierta cantidad del dinero que nosotros no tuvimos en su momento… y que perdimos, después de todo, de un modo bastante espantoso y tan tristemente a causa del uso que por aquel entonces quisimos darle.

La joven había sido capaz de envolverlo con un refinamiento muy similar al que él mismo había utilizado; y, a favor de Murray cabe decir que, a este respecto, se mantuvo a la altura de las circunstancias:

—Oh, gracias a Dios no es en absoluto humilde, pobrecita. Nos irá muy bien. ¡Todo un detalle por su parte haber pensado en ello! ¿Puedo relatarle eso también? —añadió, fulminándola con la mirada de un modo espléndido.

Sí, la fulminó con la mirada… ¿cómo evitarlo, con todo lo que bullía realmente en su cabeza? Pero, a pesar de todo, y a ojos de Julia, en ese momento estuvo más cerca que nunca de ser un caballero. Le faltó muy poco… al restarle importancia de ese modo a su humilde propuesta de ayuda, al consentir en actuar en interés de su ambición, al permitirle disponer de ese modo, sobre sus hombros encorvados, del éxito en el cual podía suponer que ella todavía creía. Murray no podía saber, jamás discerniría, que ella había dejado de creer en él en aquel mismo instante y lugar… que vio tan claro como el sol que brilla en el cielo el modo exacto por el cual, antes de que todo hubiese terminado, los Murray Brush —plenos de fervor y sinceridad, rebosantes de disposición ante su interesante caso— chismorrearían sobre ella, la arruinarían y la destrozarían por completo. No existía necesidad alguna de seguir adelante teniendo en cuenta la solidez y certeza de este argumento; pero lo hizo… el joven era tan tremendamente constante como un vehículo a motor sin frenos. Estaba visiblemente enamorado de la idea de lo que ambos podrían hacer por ella y de la rara oportunidad “social” que obtendrían a cambio. Cuán improvisadamente se había conducido en este asunto, cuán incidentalmente lo había elaborado, que a decir verdad no conocía “en persona” a Basil French… como si hubiese resultado probable que lo conociese tan siquiera de manera impersonal, y como si pudiese ocultarle a Julia el hecho de que, desde el mismo instante en que ella le había comunicado su propuesta, ¡el nombre de este caballero le había hecho morder el anzuelo! Oh, ayudarían a Julia Bride si estaba en su mano hacerlo… harían cuanto les fuese posible hacer; pero, ante todo, debían relacionarse con él, y ciertamente Julia podía dejar el resto bajo su diligente cuidado. Él ya lo sabía, era consciente de ello; su ruego —cada momento que pasaba estaba más y más segura— no había supuesto un descubrimiento para él. Ya lo había hablado con ella, con la señorita Lindeck, ante quien los French, en su fortaleza, jamás se habían mostrado accesibles y, a ojos de Julia, toda su actitud la encrespó de tal modo que sintió cómo le traicionaban sus manos, su voz, sus fuerzas y sus pretensiones. De hecho su tono, mientras hablaba, le espoleaba todos estos sentimientos a la cara.

—Pero debe verla por usted misma. La juzgará. La amará. Mi querida niña… —enfatizó Murray y, puesto que hablaba de infantes, tendría que mostrarse, en su franqueza, también infantil—… mi querida niña, ella es la persona que puede encargarse de ese asunto por usted. Deje que se haga cargo; pero… —se rio—, ¡claro está, debe conocerla primero! ¿No podría… —concluyó, pues ya se encontraban cerca de la cancela donde ella iba a abandonarle—, no podría simplemente arreglarlo todo para que pudiéramos tomar el té con él y conocerle, digamos, de un modo informal? ¿Solo nosotros, como viejos amigos en grata compañía de quienes le habría hablado usted de un modo natural y franco, y entonces ver qué podemos conseguir?

La expresión de Murray lo reflejaba todo; se mostraba incapaz de mantenerlo oculto, y su bello, su radiante aspecto tampoco era capaz de hacerlo; ¡ah, era una fatalidad que le resultara tan condenadamente atractivo! Así es que la brecha apareció justo ahí, en su admirable máscara y su asombroso entusiasmo; la pequeña sima abierta puso al descubierto que él no era en absoluto un caballero. Pero Julia lo percibió, lo comprendió todo, sintió cómo lo infería, y se escuchó a sí misma decir, mientras hacían una pausa antes de la separación, que entendía el motivo por el cual debían reunirse, tal y como él sugería, para tomar el té. Se lo plantearía al señor French y les haría saber su respuesta; y sin duda alguna debía traer a la señorita Lindeck, traerla “de inmediato”, traerla en un corto plazo, reunir de algún modo a su prometida y a su prometido tan prontamente como fuera posible… y de este modo serían ya viejos amigos antes del té.

“Se lo plantearía al señor French, se lo plantearía al señor French”… esas palabras resonaban en sus oídos mientras se alejaba… después de haber conseguido zafarse; resonaban como si las estuviese repitiendo una y otra vez, vertiéndolas sobre los transeúntes, sobre el pavimento, hacia el cielo, y todo en estruendosa discordancia con el pequeño y vivo concierto que emitía su caja de música. También resultaba extraordinario que, en cierto modo, ella creyese que realmente debía organizar aquel encuentro, que aquella fuera su firme intención; desesperada y fingidamente impasible —casi se tambaleaba mientras caminaba— era capaz de proponer no importaba qué a no importaba quién; capaz también de creer probable que el señor French asistiera, pues jamás en sus anteriores propuestas había declinado complacerla en lo más mínimo. Sí, se mantendría firme hasta el final en este fingimiento —según el cual les debería su salvación— y, quizás, viviría incluso para reconfortarse por haber obrado del tal modo que ellos alcanzasen aquello que pretendían. Y lo que ellos anhelaban no podía ser otra cosa más que acceder a los French, y lo que la señorita Lindeck ambicionaba por encima de todas las cosas —en caso contrario se sentiría frustrada, del mismo modo que otros tantos frustrados— era acceder hasta el señor French —¡a pesar de que nada podía desear el señor French de ninguno de los dos!— más incluso de lo que el propio Murray lo deseaba.

No fue hasta que hubo llegado a casa y se hubo encaminado directamente hacia su habitación, tirándose de bruces sobre la cama, que cedió bajo todo el sabor de la amargura que sentía al dar por perdida su relación con Basil y dar por perdido al hombre en sí mismo —con poder suficiente para suscitar tal apetito social—, pues grande fue el revés sufrido al ser consciente de todo cuanto podría haberle procurado. Él podía hacer que la gente —incluso gente como aquellas dos personas y otras que eran a su vez objeto de la envidia de otras personas—… podía hacerles presionar, tender los brazos y alentar de aquel modo… y, al mismo tiempo, permanecer tan incapaz de arrebatarla de las manos de semejantes mecenas como de recibirla directamente, podríamos decir, de aquellas de la señora Drack.

Resultó también un broche de oro para la sublime composición de Julia que, incluso durante el largo y solitario lamento que brotó del convencimiento de su ruina definitiva, toda aquella triste lucidez, y aquella perfecta ausencia de pasión, hicieran que se sintiese soberanamente orgullosa de él.

*FIN*


“Julia Bride”,
Harper’s Magazine, 1908


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