Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Julio César

[Teatro - Texto completo.]

William Shakespeare

DRAMATIS PERSONAE

JULIO CÉSAR

Triunviros tras la muerte de César:

OCTAVIO CÉSAR
MARCO ANTONIO
M. EMILIO LÉPIDO

Conspiradores contra Julio César:

MARCO BRUTO
CASIO
CASCA
TREBONIO
LIGARIO
DECIO BRUTO
METELO CÍMBER
CINA

Senadores:

CICERÓN
PUBLIO
POPILIO LENA

Trubunos:

FLAVIO
MARULO

Amigos de Bruto y Casio:

LUCIO
TITINIO
MESALA
CATÓN EL JOVEN
VOLUMNIO

Criados de Bruto:

VARRÓN
CLITO
CLAUDIO
ESTRATÓN
LUCIO
DARDANIO
PÍNDARO, criado de Casio
CALPÚRNIA, esposa de César
PORCIA, esposa de Bruto
ARTEMIDORO, sofista de Cnido,
CINA, poeta
Otro poeta
Un adivino
Senadores, ciudadanos, guardias, servidores, etc.


ACTUS PRIMUS
Escena: Roma; después en Sardis y cerca de Filipos.

ESCENA PRIMA
Roma. — Una calle

Entran FLAVIO, MARULO y una turba de ciudadanos

FLAVIO. — ¡Largo de aquí! ¡A vuestras casas! ¡Gente ociosa, marchad a vuestras casas! ¿Es hoy día festivo? ¡Qué! ¿Ignoráis, siendo artesanos, que no debéis salir en día de trabajo sin los distintivos de vuestra profesión? Habla, ¿qué oficio tienes?

CIUDADANO PRIMERO. — Carpintero, señor.

MARULO. — ¿Dónde están tu mandil de cuero y tu escuadra? ¿Qué haces con tu mejor vestido? Y vos, señor mío, ¿de qué oficio sois?

CIUDADANO SEGUNDO. — Francamente, señor; comparado con un obrero fino, no soy más que, como si dijéramos, un remendón. MARULO. — Pero ¿qué oficio es el tuyo? ¡Contéstame sin rodeos!

CIUDADANO SEGUNDO. — Un oficio, señor, que espero podré ejercer con la conciencia tranquila, pues, en verdad, es el de reparador de malas suelas.

MARULO. — ¿Qué oficio, bribón? Bribonazo, ¿qué oficio?

CIUDADANO SEGUNDO. — Os lo ruego, señor, no os descompongáis; sin embargo, si os descomponéis, podré componeros.

MARULO. — ¿Qué quieres decir con eso? ¡Componerme tú a mí, bergante!

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Claro, señor, remendaros!

FLAVIO. — ¿Eres un zapatero de viejo, no?

CIUDADANO SEGUNDO.—En efecto, señor; todo lo que poseo es por la lezna. No me inmiscuyo en los asuntos de los negociantes ni en los de las negociantas sino con la lezna. Soy propiamente un cirujano de calzas viejas; cuando están en gran peligro, les devuelvo la salud. De modo que personas tan calificadas como las que más han ido en cueros limpios con la obra de mis manos.

FLAVIO. — Pero ¿por qué no estás hoy en tu taller? ¿A qué llevas a estas gentes por las calles?

CIUDADANO SEGUNDO. — Francamente, señor, a que gasten sus zapatos, para así procurarme yo más trabajo. Pero, a decir verdad, señor, holgamos hoy por ver a César y regocijarnos en su triunfo [1].

MARULO. — ¡Regocijaros! ¿De qué? ¿Qué conquista trae a la patria? ¿Qué tributarios le acompañan a Roma adornando con los lazos de su cautiverio las ruedas de su carroza? ¡Estúpidos pedazos de pedernal, peores que cosas insensibles! ¡Oh corazones encallecidos, ingratos hijos de Roma! ¿No conocisteis a Pompeyo? ¡Cuántas y cuántas veces habéis escalado muros y almenas, torres y ventanas, sí, y hasta la punta de las chimeneas, con vuestros niños en brazos, y habéis esperado allí todo el largo día, en paciente expectación, para ver desfilar al gran Pompeyo por las calles de Roma! Y apenas veíais aparecer su carro, ¿no prorrumpíais en una aclamación tan estruendosa que temblaba el Tíber bajo sus bordes al escuchar el eco de vuestro clamoreo en sus cóncavas márgenes? ¿Y ahora os engalanáis con vuestros mejores vestidos? ¿Y ahora elegís este día como de fiesta? ¿Y ahora sembráis de flores el paso del que viene en triunfo sobre la sangre de Pompeyo? ¡Idos! ¡Corred a vuestras casas, doblad vuestras rodillas y suplicad a los dioses que suspendan el castigo que forzosamente ha de acarrear esta ingratitud!

FLAVIO. — ¡Idos, idos, queridos compatriotas! Y por esta falta, reunid a todas las sencillas gentes de vuestra condición, conducidlas al Tíber y verted vuestras lágrimas en su cauce hasta que su afluente más humilde llegue a besar la mayor altura de sus riberas.

(Salen los CIUDADANOS.)

¡Ved cómo se conmovió su rudo temple! Se alejan amordazados por su culpa… Bajad por esa vía hacia el Capitolio; yo iré por ésta. Despojad las estatuas si las halláis engalanadas con trofeos.

MARULO. — ¿Podemos hacerlo? Ya sabéis que es la fiesta de las Lupercales.

FLAVIO. — ¡No importa! No dejemos estatua alguna adornada con trofeos de César. Yo bulliré por aquí y arrojaré de las calles a la plebe. Haced igual donde notéis que se forman grupos. ¡Estas plumas en crecimiento, arrancadas a las alas de César, Je harán mantenerse en un vuelo ordinario, quien, de otro modo, se remontaría sobre la vista de los hombres y nos sumiría a todos en un sobrecogimiento servil.

(Salen.)

ESCENA SEGUNDA
El mismo lugar. — Una plaza pública.

Entran en -procesión, con música, CÉSAR, ANTONIO, ataviados para las carreras; CALPURNIA, PORCIA, DECIO, CICERÓN, BRUTO, CASIO y CASCA; una gran muchedumbre los sigue, entre los que se halla un ADIVINO.

CÉSAR. — ¡Calpurnia! [2].

CASCA. — ¡Silencio, oh! César habla.

(Cesa la música.)

CESAR. — ¡Calpurnia!

CALPURNIA. — Aquí me tenéis, señor.

CÉSAR. — Colocaos en la dirección del paso de Antonio cuando emprenda su carrera [3]. ¡Antonio!

ANTONIO. — ¡César, señor!

CÉSAR. — No olvidéis en la rapidez de vuestra carrera, Antonio, de tocar a Calpurnia [4], pues, al decir de nuestros antepasados, la infecunda, tocada en esta santa carrera, se libra de la maldición de su esterilidad.

ANTONIO. — Lo tendré presente. Cuando César dice: «Haz esto», se hace.

CÉSAR. — Proseguid, y no olvidéis ninguna ceremonia [5].

(Trompetería.)

ADIVINO. — ¡César!

CÉSAR. — ¡Eh! ¿Quién llama?

CASCA. — ¡Que cese todo ruido! ¡Silencio de nuevo!

(Cesa la música.)

CÉSAR. — ¿Quién de entre la muchedumbre me ha llamado? Oigo una voz, más vibrante que toda la música, gritar: «¡César!» Habla; César se vuelve para oírte.

ADIVINO, — ¡Guárdate de los idus de marzo!

CÉSAR. — ¿Quién es ese hombre?

BRUTO. — Un adivino, que advierte que os guardéis dé los idus de marzo.

CÉSAR. — Traedle ante mí, que le vea la cara.

CASIO. — Amigo, sal de entre la muchedumbre; mira a César.

CÉSAR. — ¿Qué me dices ahora? Habla otra vez.

ADIVINO. — ¡Guárdate de los idus de marzo!

CÉSAR. — Es un visionario; dejémosle. Paso.

(Música. Salen todos menos BRUTO y CASIO.)

CASIO.— ¿Iréis a presenciar el orden de las carreras?

BRUTO. — No.

CASIO. — Os ruego que vayáis.

BRUTO. — No soy aficionado a juegos. Me falta algo de ese carácter alegre que hay en Antonio. Pero no impida yo vuestros gustos, Casio. Os abandono.

CASIO. — Bruto: os observo de poco tiempo a esta parte: no hallo en vuestros ojos aquella gentileza y expresión de afecto a que estaba acostumbrado. Os manifestáis de un modo en extremo frío e impenetrable para con un amigo que os quiere.

BRUTO. — No os equivoquéis, Casio. Si mi aspecto se ha vuelto sombrío, el descontento de mi semblante sólo va contra mí. Desde hace algún tiempo estoy atormentado por pasiones contrarias, ideas que no conciernen sino a mí propio, que quizá hayan alterado un tanto mis maneras; pero no por eso se aflijan mis buenos amigos, entre los cuales os cuento, Casio, ni den otra interpretación a mi desvío, sino que el pobre Bruto, en guerra consigo mismo, olvida las muestras de afecto a los demás.

CASIO. — Entonces, Bruto, he interpretado mal la índole de vuestras reservas, y ésta es la causa de que ocultara en mi seno pensamientos de la mayor importancia, dignos de meditarse. Decidme, querido Bruto, ¿podéis veros la cara?

BRUTO. — No es posible, Casio, porque los ojos no pueden verse a sí mismos sino por refracción, o sea, mediante otros objetos.

CASIO. — Justamente, y es muy lamentable, Bruto, que no tengáis espejos que reflejen vuestro oculto valer ante vuestras miradas, a fin de que pudierais contemplar vuestra imagen. He oído a muchos de los hombres más respetados de Roma —excepto el inmortal César— hablar de Bruto y, gimiendo bajo la opresión de la época, suspirar por que el noble Bruto abriese los ojos.

BRUTO. — ¿A qué peligros quisierais arrastrarme, Casio, que me hacéis buscar en mí mismo lo que en mí mismo no hay?

CASIO. — Vaya, querido Bruto, preparaos a oír; y puesto que sabéis que no podríais miraros tan bien como por reflejo, yo, espejo vuestro, os descubriré sin lisonjas lo que existe en vos que todavía ignoráis. Y no desconfiéis de mí, estimado Bruto. Si yo fuese un chismoso vulgar o tuviera por costumbre repetir con ordinarias protestas mi afecto a cada advenedizo; si supieseis que marcho en pos de los hombres y los abrazo efusivamente, para después hacerlos víctima del escándalo, o si os consta que me prodigo en los festines a todos los vencidos, tenedme entonces por peligroso.

(Clarines y aclamaciones.) .

BRUTO. — ¿Qué significan esas aclamaciones? Temo que el pueblo escoja por rey a Cesar.

CASIO. — ¿De veras lo teméis? Luego debo pensar que no deseáis que ocurra.

BRUTO. — No lo quisiera, Casio; y, no obstante, le amo sinceramente. Pero ¿por qué me retenéis aquí tanto tiempo? ¿Qué es lo que pretendéis comunicarme? Si es algo para el bien general, presentad ante mis ojos a un lado el honor y al otro la muerte, y miraré a entrambos con indiferencia, pues así me favorezcan los dioses como amo el nombre de la gloria más que temo a la muerte.

CASIO. — Veo en vos esa virtud, Bruto, como veo vuestra’ fisonomía externa. Bien; pues de honor es el tema de que voy a hablaros. Ignoro qué pensáis vos y los demás hombres acerca de esta vida; pero, por lo que a mí respecta, preferiría no vivir a vivir bajo el terror de un semejante a mí mismo. Libre nací como César, e igualmente vos; ambos hemos sido tan bien alimentados como él, y de la misma manera podemos soportar el rigor de los inviernos. Pues cierta vez, en un día borrascoso y crudo, en que el Tíber, irritado, se precipitaba contra sus bordes, me dijo César: «¿Te atreverías, Casio, a arrojarte ahora conmigo en medio de esas olas enfurecidas y nadar hasta allá abajo en aquel punto?» No acabó de pronunciarlo, cuando, equipado como estaba, me zambullí, instándole a que me siguiera, lo que hizo acto continuo. Rugía el torrente y. luchamos contra él con rudo empuje, hendiéndolo y avanzando con esfuerzos, que se oponían a la violencia de su curso; pero antes de llegar al sitio señalado, César gritó: «¡Socórreme, Casio, o me ahogo!» Yo, como Eneas, nuestro glorioso antepasado, que para salvarle de las llamas de Troya llevó sobre sus hombros al viejo Anquises, así llevé, arrebatándolo de las ondas del Tíber, al desfallecido César. ¡Y ese hombre ha llegado ahora a ser un dios, y Casio es una miserable criatura que ha de inclinarse humildemente si César se digna hacerle un ligero saludo! Cuando se hallaba en España tuvo fiebres, y al hacer presa en él observé cómo temblaba. ¡Es verdad, ese dios temblaba! De sus labios cobardes había huido el color, y esos mismos ojos, cuya mirada atemoriza al mundo, habían perdido su brillo. Oíale yo gemir, sí, y esa su voz, que invitó a los romanos a que le distinguieran y a escribir en los libros sus discursos, ¡oh vergüenza!, gritaba: «Dadme algo de beber, Titinio», igual que una niña quejumbrosa. ¡Por los dioses! Maravíllame que un hombre de constitución tan débil pueda marchar a la cabeza del majestuoso mundo y llevar él solo la palma.

(Aclamaciones. Clarines.)

BRUTO. — ¡Otra aclamación general! Esos aplausos son promovidos, sin duda, por algunos nuevos honores tributados a César.

CASIO. — ¡Claro, hombre! Él se pasea por el mundo, que le parece estrecho, como un coloso [6], y nosotros, míseros mortales, tenemos que caminar bajo sus piernas enormes y atisbar por todas partes para hallar una tumba ignominiosa. ¡Los hombres son algunas veces dueños de sus destinos! ¡La culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos, que consentimos en ser inferiores! ¡Bruto y César! ¿Qué había de hacer en este «César»? ¿Por qué había de sonar ese nombre más que el vuestro? Escribidlos juntos: vuestro nombre es tan bello como el suyo. Pronunciadlos: el vuestro es igualmente sonoro. Pesadlos: no pesa menos. Conjurad con ellos: Bruto conmoverá un espíritu tan pronto como César. (Aclamaciones.) Ahora, en nombre de los dioses todos, ¿de qué alimento se nutre este nuestro César, que ha llegado a ser tan grande? ¡Qué vergüenza para nuestra época! ¡Roma, has perdido la raza de las sangres esclarecidas! ¿Qué generación pasó desde el diluvio que no haya sido famosa por más de un hombre? ¿Cuándo pudieron decir antes de ahora los que hablaban de Roma que sus; vastos recintos sólo contenían un hombre? ¡Ya sucede eso en Roma, verdaderamente, y sobra espacio cuando en ella no hay más que un solo hombre! ¡Oh! Vos y yo hemos oído relatar a nuestros padres que en otro tiempo existió un Bruto que habría soportado con paciencia al diablo eterno con tal de mantener su rango en Roma con tanto orgullo como un rey.

BRUTO. — Que me estimáis, no puedo dudarlo. De lo que me incitaríais a realizar, algo vislumbro. Más adelante os comunicaré lo que pienso, así de este caso como de nuestra época. Por ahora no deseo hacerlo, y os suplico, por el afecto que os guardo, que no intentéis conmoverme más. Tomaré en consideración lo que me habéis dicho. Oiré atentamente lo que tengáis que decirme, y tiempo propicio habrá para medir y tratar de tan importantes asuntos. Hasta entonces, mi noble amigo, tened esto bien presente: Bruto preferiría ser un aldeano a titularse hijo de Roma en las duras condiciones que estos tiempos parecen imponernos.

CASIO. — ¡Celebro que mis débiles palabras hayan hecho brotar de Bruto esas chispas de fuego!

BRUTO. — Han dado fin los juegos, y César vuelve.

CASIO. — Cuando pase el cortejo, tirad a Casca de la manga, y él os contará con sus bruscos modales lo que haya sucedido hoy digno de nota.

(Vuelven a entrar CÉSAR y su séquito.)

BRUTO. — Lo haré. Pero mirad, Casio: la cólera centellea en la frente de César, y todos los que le acompañan semejan un séquito lleno de consternación. Las mejillas de Calpurnia están pálidas, y Cicerón deja ver su semblante irritado y la fiereza de sus ojos, tal como le contemplamos en el Capitolio cuando le contrarían en los debates algunos senadores.

CASIO. — Casca nos dirá qué ha sido.

CÉSAR. — ¡Antonio!

ANTONIO. — ¿César?

CÉSAR. — Rodéame de hombres gruesos, de poca cabeza y que de noche duerman bien. He allí a Casio, con su figura extenuada y hambrienta. ¡Piensa demasiado! ¡Semejantes hombres son peligrosos!

ANTONIO. — No le temáis, César; no es peligroso; es un noble romano y de rectas intenciones.

CÉSAR — ¡Le quisiera más grueso! Pero no le temo. Y, sin embargo, si mi nombre fuera asequible al temor, no sé de hombre alguno a quien evitase tan pronto como a ese enjuto Casio. Lee mucho, es un gran observador y penetra admirablemente en los motivos de las acciones humanas. Él no es amigo de espectáculos, como tú, Antonio, ni oye música. Rara vez sonríe, y si lo hace es de manera que parece mofarse de sí mismo y desdeñar su humor, que pudo impulsarle a sonreír a cosa alguna. Tales hombres no sosiegan jamás mientras ven alguno más grande que ellos, y son, por lo tanto, peligrosísimos. Te digo más bien lo que es de temer que lo que yo tema, pues siempre soy César. Colócate a mi derecha, pues soy sordo de este oído, y dime francamente lo que opinas de él.

(Salen CÉSAR y su séquito, menos CASCA.)

CASCA. — Me habéis tirado del manto. ¿Queríais hablarme?

BRUTO. — Sí, Casca; contadnos qué ha sucedido hoy, que César parece tan descontento.

CASCA. — ¿Pues no estabais con él?

BBUTO. — No preguntaríamos entonces a Casca lo ocurrido.

CASCA. — Pues sucedió que le ofrecieron una corona, y ofrecida que le fue, la apartó con el revés de la mano, así, y entonces el pueblo prorrumpió en aclamaciones.

BRUTO. — ¿Qué motivó el segundo clamoreo?

CASCA. — Pues lo mismo.

CASIO. — Hubo tres vítores. ¿A qué obedeció el último aplauso?

CASCA. — Pues a lo mismo.

BRUTO. — ¿Le ofrecieron tres veces la corona?

CASCA. — Sí, a fe mía, así fue, y la apartó por tres veces, cada una más suavemente que la anterior, y a cada vez que la apartaba vociferaban mis honrados vecinos.

CASIO. — ¿Quién le ofreció la corona?

CASCA. — Pues Antonio.

BRUTO. — Contadnos cómo pasó, amable Casca.

CASCA. — ¡Que me ahorquen si puedo decir como fue aquello! Fue pura farsa, apenas me fijé. Vi a Marco Antonio ofrecerle una corona —aunque no era tampoco una corona, sino una especie de coronilla—, y, como os decía, la apartó una vez, pero, a pesar de todo, pienso que le habría gustado tenerla. Entonces se la ofreció otra vez, nuevamente la rechazó, pero tengo para mí que se le hizo muy pesado retirar de ella los dedos. Y luego se la ofreció por tercera vez; por tercera vez la alejó de sí. Y mientras de este modo la rehusaba, la chusma vitoreó y aplaudió con sus callosas manos, echando por alto sus gorros mugrientos y exhalando tal cantidad de aliento pestífero porque César había desdeñado la corona, que medio lo asfixiaron, pues se desmayó y rodó por el suelo. Y en cuanto a mí, no me atreví a reírme, de miedo de abrir la boca y tragar aquellas miasmas.

BRUTO. — Pero despacio, por favor. ¡Cómo! ¿Se desmayó César?

CASCA. — Cayó al suelo en la plaza del mercado, echando espumarajos por la boca, y quedó sin habla.

BRUTO. — Es muy posible. Padece de vértigos.

CASIO. — No, César no padece de vértigos. Somos nosotros, vos, yo y el honrado Casca, quienes sufrimos vértigos.

CASCA. — No sé qué queréis decir con eso, pero lo cierto es que César cayó. Y si no es verdad que la canalla le palmoteó y le silbó a medida que le gustaba o disgustaba, como acostumbra hacerlo con los actores en el teatro, consiento en que me tengáis por embustero.

BRUTO. — ¿Qué dijo al volver en sí?

CASCA. — Por mi fe, antes de caer, cuando él vio que aquel rebaño de populacho se alegraba de que rehusase la corona, me pidió que le desabrochara su justillo y presentó el cuello para que se lo cortasen. A ser yo uno del oficio, le hubiera cogido la palabra, aunque tuviese que ir al infierno en compañía, de los tunantes. Y en esto, cayó. Al volver en sí manifestó que, si había dicho cohecho algo digno de represión, deseaba que sus señorías lo atribuyesen a su mal. Tres o cuatro mujerzuelas que se hallaban junto a mí, exclamaron: «¡Ay qué buen alma!», y le perdonaron de todo corazón. Pero de ésos no hay que hacer caso. Si César hubiese apuñalado a sus madres no habrían dicho menos.

BRUTO. — ¿Y fue entonces cuando se marchó así, tan abatido?

CASCA. — Sí.

CASIO — ¿Dijo algo Cicerón?

CASCA. — Sí, habló en griego.

CASIO. — ¿Con qué fin?

CASCA. — Pues que no os mire más a la cara si puedo -decirlo, pero los que le entendieron se sonreían, moviendo la cabeza. En cuanto a mí, aquello estaba en griego. Puedo daros además otras noticias: Marulo y Flavio han sido reducidos al silencio por haber despojado de sus adornos las estatuas de César. ¡Adiós! ¡Más tonterías podría contaros si las recordara!

CASIO. — ¿Queréis cenar conmigo esta noche, Casca?

CASCA. — No, he prometido hacerlo fuera.

CASIO. — ¿Comeríais conmigo mañana?

CASCA. — Sí, si estoy vivo, si no cambiáis de opinión y si vuestra comida vale la pena de ser comida.

CASIO. — Bueno, os esperaré.

CASCA. — Hacedlo así. ¡Adiós uno y otro!

(Sale CASCA.)

BRUTO. — ¡Qué carácter rnás áspero se ha vuelto! Era de fino temple cuando iba a la escuela.

CASIO. — Y lo sigue siendo, a pesar de esa apariencia tosca, si se trata de ejecutar cualquier empresa noble o arriesgada. Su rudeza es el condimento de su buen criterio, que hace que el estómago de las gentes digiera sus palabras con mejor apetito.

BRUTO. — Así es, en efecto. Os dejo por ahora. Si queréis hablar conmigo mañana, iré a vuestra casa, o, sí preferís venir a la mía, os aguardaré.

CASIO. — Iré a veros. Hasta entonces, reflexionad en lo que nos rodea.

(Sale BRUTO.)

¡Bien, Bruto, eres noble! No obstante, veo que, dispuesto como está, tu honrado metal puede forjarse. He aquí la conveniencia de que las almas nobles asocien siempre a sus iguales. Porque ¿quién hay tan firme que no pueda ser seducido? Cesarme soporta con dificultad, pero ama a Bruto. Si yo fuera ahora Bruto, y Bruto fuera Casio, él no ejercería influjo en mí. Esta noche arrojaré’ a sus ventanas escritos de distintas procedencias, que parezcan provenir de vanos ciudadanos. Todos expresarán la alta opinión que Roma tiene de su nombre. En ellos se aludirá embozadamente a la ambición de César. Y después, que piense César en afirmarse bien, porque le echaremos abajo o sufriremos días peores.

(Sale)

ESCENA TERTIA
El mismo lugar. — Una calle

Truenos y relámpagos. Entran por opuestas direcciones CASCA, con la espada desmida, y CICERÓN

CICERÓN. — ¡Buenas tardes, Casca! ¿Habéis conducido a César a su casa? ¿Por qué estáis sin aliento y tan espantado?

CASCA. .— ¿No os conmovéis cuando se estremecen en masa los cimientos de la tierra como una cosa vacilante? ¡Oh Cicerón! He visto tempestades en que los irritados vientos rajaban las nudosas encinas y he contemplado al ambicioso océano hincharse y mugir espumoso para alzarse tan alto como las amenazadoras nubes; pero nunca hasta esta noche, nunca hasta ahora mismo presencié una tempestad que destila fuego. ¡De por fuerza hay empeñada en el cielo una guerra civil, o el mundo, demasiado insolente con los dioses, los provoca a consumar la destrucción!

CICERÓN. — ¡Qué! ¿Habéis visto algo aún más que asombroso?

CASCA. — Un siervo ordinario, a quien conocéis de vista, levantó su mano izquierda, de la cual brotaron llamas, y ardió como veinte antorchas juntas, y, no obstante, su mano, insensible al fuego, permaneció ilesa. Aún hay más, y desde ese momento no he vuelto a envainar mi espada: frente al Capitolio hallé un león, que me miró con ojos encendidos y se alejó encolerizado, sin hacerme mal. Y sobre un alto he encontrado un grupo como de cien mujeres, pálidas, demudadas por el terror, que juraban haber visto recorrer las calles arriba y abajo a hombres completamente envueltos en, llamas. Y ayer, el ave de las tinieblas se posó en pleno día sobre la plaza del mercado, graznando y chillando. Cuando coinciden a una semejantes prodigios, que nadie diga: «Son fenómenos naturales, y sus causas éstas», porque, a mi juicio, son presagios siniestros para los países donde se verifican.

CICERÓN. — Es ésta una época bastante extraña por cierto; pero los hombres pueden interpretar las cosas a su manera, contrariamente al fin de las cosas mismas. ¿Vendrá mañana César al Capitolio?

CASCA. — Sí, porque encargó a Antonio que os hiciera saber que estaría allí mañana.

CICERÓN. — Pues buenas noches, Casca. Con esta perturbación del firmamento no está el ánimo para pasear.

CASCA. — ¡Adiós, Cicerón!

(Sale CICERÓN. Entra CASIO.)

CASIO. — ¿Quién va?

CASCA. — Un romano.

CASIO. — Por vuestra voz, sois Casca.

CASCA. — Tenéis buen oído. ¡Qué noche, Casio!

CASIO. — Una noche muy grata para los hombres de bien.

CASCA. — ¿Quién ha visto jamás un cielo tan airado?

CASIO. — ¡Los que saben lo llena de delitos que está la tierra! Por mi parte, he vagado por las calles, arrostrando la noche peligrosa. Y desceñido como me veis, Casca, he expuesto mi pecho a las centellas, y cuando el azulado relámpago oblicuo parecía desgarrar el seno del cielo, yo mismo me ofrecí como su blanco y bajo su fuerte estallido.

CASCA. — Pero ¿por qué tentáis tanto a los cielos? Es propio del hombre temblar y estremecerse cuando los dioses de mayor potencia envían para aterrarnos estos terribles mensajeros.

CASIO. — Sois torpe, Casca , y carecéis de esos destellos de vida que deben existir en todo romano; o al menos, no los queréis utilizar. Os veo pálido y pusilánime, lleno de temor ,y repentinamente estupefacto ante la rara impaciencia de los cielos. Pero si consideráis la verdadera razón de todos estos fuegos, de todos estos errantes fantasmas, de esas aves y bestias que cambian de naturaleza, de esos decrépitos, locos y niños que reflexionan, de todas esas cosas que transforman su orden, su modo de ser y sus facultades primitivas en cualidades monstruosas, habéis de convenir en que el cielo les ha infundido semejante disposición, tomándolos como instrumentos de temor y alarma para algún estado de cosas fuera de las condiciones normales. Ahora podría yo, Casca, nombraros a un hombre muy semejante a esta terrible noche, que truena, relampaguea, abre tumbas y ruge como león del Capitolio; un hombre que en valor personal no es más fuerte que vos y que yo, y que, sin embargo, ha crecido prodigiosamente y es tan aterrador como esas extrañas conmociones.

CASCA. — Es a César a quien os referís, ¿no es así, Casio?

CASIO. — ¡Sea quien fuere! Porque hoy los romanos tienen músculos y nervios como sus antepasados. Pero, ¡desdicha de los tiempos!, el alma de nuestros padres ha desaparecido, y es el espíritu de nuestras madres el que nos gobierna. ¡Nuestro yugo y sumisión prueba que somos afeminados!

CASCA. — Se dice, efectivamente, que los senadores pretenden mañana aclamar a César como rey, y que llevará su corona por mar y tierra en todas partes, menos aquí en Italia.

CASIO. — ¡Ya sé entonces el sitio de este puñal! ¡Casio librará a Casio de la esclavitud! Por eso, ¡oh. dioses!, convertís a los débiles en los más fuertes. Por eso, ¡oh dioses!, sojuzgáis a los tiranos. ¡Ni las torres de piedra, ni las murallas de bronce forjado, ni las prisiones subterráneas, ni los recios eslabones de hierro pueden resistir el vigor del espíritu! Porque la vida, fatigada de estas, barreras mortales, nunca pierde el poder de libertarse a sí propia. Y pues yo sé esto, que el mundo entero sepa también que de la parte de tiranía ‘que sufro puedo sacudirme cuando me plazca.

(Truenos todavía.)

CASCA. — ¡Igual puedo yo! ¡Cada esclavo tiene en su propia mano el poder de anular su cautividad!

CASIO. — ¿Y por qué, entonces, habría de ser César un tirano? ¡Pobre hombre! Bien se me alcanza que no se atrevería a ser un, lobo a no ver que los romanos son unos corderos. ¡Ni sería león si no fueran ciervos los romanos! Los que tienen prisa en encender un gran fuego lo hacen con míseras pajas… ¿Qué estercolero, qué desecho, qué inmundicia es Roma, cuando sirve de baja materia para alumbrar una cosa tan vil como César? Pero ¡oh dolor! ¿Adonde me conduces? Quizá hablo ante un hombre que voluntariamente es siervo, en cuyo caso me hará responder de mis palabras; pero voy armado y el peligro me es indiferente.

CASCA. — ¡Habláis a Casca, esto es, a un hombre incapaz de violar un secreto! ¡Tomad mi mano! ¡Alzad la voz para remediar todos estos males, e iré tan lejos en mis pasos como el más atrevido!

CASIO. — ¡Queda aceptado el trato! Sabed ahora, Casca, que he comprometido a algunos de los más generosos y nobles romanos a acometer conmigo una empresa llena de honrosas y arriesgadas consecuencias. En este instante me esperan en el atrio de Pompeyo, pues en noche tan terrible como ésta no hay movimiento ni paseo en las calles y el aspecto del cielo favorece la obra que tenemos entre manos, la más sangrienta, feroz y aterradora.

(Entra CINA.)

CASCA. — Apartad un momento, pues se acerca uno a toda prisa.

CASIO. — Es Cina; le conozco en los pasos. Un amigo. Cina, ¿dónde marcháis tan apresuradamente?

CINA. — En busca vuestra. ¿Quién es éste? ¿Metelo Címber?

CASIO. — No; es Casca, un afiliado a nuestra empresa. ¿Me aguardan, Cina?

CINA. — Me alegro de ella ¡Qué tremenda noche! Dos o tres de los nuestros han visto visiones extrañas.

CASIO. — ¿Me esperan? Decidme.

CINA. — Sí, os aguardan. ¡Oh Casio! ¡Si pudierais atraer a nuestro partido al noble Bruto!…

CASIO. — ¡Tranquilizaos, querido Cina! Tomad este papel y colocadlo en la silla del pretor, de modo que Bruto pueda hallarlo, y arrojad éste por su ventana. Éste fijadlo con cera en la estatua del antiguo Bruto. Y hecho todo, dirigios al atrio de Pompeyo, donde nos encontraréis. ¿Están allí Decio Bruto y Trebonio?

CINA. — Todos, menos Metelo Címber, que fue a buscaros a vuestra casa. Bien; iré en seguida y distribuiré estos papeles como me habéis ordenado.

CASIO. — Después encaminaros al teatro de Pompeyo.

(Sale CINA.)

Venid, Casca. Vos y yo iremos todavía antes de amanecer a ver a Bruto en su casa. Tres cuartas partes de él son a estas horas nuestras, y al primer encuentro nos pertenecerá completamente el hombre.

CASCA. — ¡Oh, él ocupa un lugar elevado en todos los corazones del pueblo! Y lo que en nosotros parecería delito, su sola presencia, como por la más rica alquimia, lo transformaría en virtud y acto meritorio.

CASIO. — Habéis comprendido perfectamente cuánto vale y la gran necesidad que tenemos de su persona. Vayámonos, pues es ya más de media noche [7], y antes del día debemos despertarle y asegurarnos de él.

(Salen.) FIN DEL ACTUS PRIMUS


ACTUS SECUNDUS
SCENA PRIMA
Roma. — Jardín de Bruto

Entra BRUTO

BRUTO. — ¡Eh, Lucio, hola! No puedo apreciar por la marcha de las estrellas cuánto falta para que apunte el día. ¡Lucio, digo! Quisiera tener el defecto de dormir tan profundamente. ¡Vamos, Lucio, vamos! ¡Despierta, digo! ¡Eh, Lucio!

(Entra Lucio.)

LUCIO. — ¿Llamabais, señor?

BRUTO. — Lleva una vela a mi estudio, Lucio, y cuando esté encendida ven y avísame.

LUCIO. — Lo haré, señor.

(Sale.)

BRUTO. — ¡Tiene que ser con su muerte! Y, por mi parte, no conozco causa alguna personal para oponerme a él sino la pública. ¡Quisiera ceñirse la corona! pl caso está en saber hasta qué punto pueda modificar ello su naturaleza. El claro día es el que hace salir al áspid, y esto aconseja proceder cautelosamente. ¿Coronarlo! Eso. Y de este modo le damos, de seguro, un aguijón, con, el que pueda crear peligros a su voluntad. El abuso de la grandeza viene cuando se separa la clemencia del poder. A decir verdad, nunca he visto que las pasiones de César dominasen más que su razón; pero es cosa sabida que la humildad es una escala para la ambición incipiente, desde la cual vuelve el rostro el trepador; quien, una vez en el peldaño más alto, da entonces la espalda a la escala, tiende la vista a las nubes y desdeña los humildes escalones que le encumbraron. Igual puede César; luego evitémoslo antes que lo hiciere. Y pues los motivos de queja que tenemos contra él no justifican ninguna hostilidad, démosles esta forma, diciendo que si se aumenta lo que es, surgirán estas y aquellas desgracias, y, por lo tanto, debe considerársele como al huevo de la serpiente, que, incubado, llegaría a ser dañino, como todos los de su especie, por lo que es fuerza matarlo en el cascarón.

( Vuelve a entrar Lucio.)

LUCIO. — La vela está encendida en vuestro aposento, señor. Buscando un pedernal en la ventana, hallé este papel, sellado, como veis. Tengo la seguridad de que no estaba allí cuando fui a mi lecho.

(Le entrega la carta.)

BRUTO. — Vuélvete a la cama; aún no es de día. ¿No son mañana los idus de marzo, muchacho?

LUCIO. — No lo sé, señor. BRUTO. — Mira en el calendario y ven a decírmelo. Lucio. — Lo haré, señor.

(Sale.)

BRUTO. — Los meteoros que suban en el aire lanzan tanta luz, que bien puedo leer con ella.

(Abre la carta y lee.)

«Bruto, duermes. Despierta y mírate. ¿Deberá Roma…?, etc. ¡Habla, hiere, haz justicia! Bruto, duermes. ¡Despierta!» Con frecuencia se han colocado instigaciones semejantes donde he debido tomarlas. «¿Deberá Roma…?, etc.’» Es preciso que lo complete así: ¿Deberá Roma permanecer bajo el terror de un hombre? ¿Qué? ¿Roma? Mis antepasados fueron los que arrojaron de las calles de Roma a Tarquino cuando era llamado rey. «¡Habla, hiere, haz justicia ¿Se me suplica que hable y hiera? ¡Oh Roma! Te lo prometo. ¡Si ha de ser para alcanzar justicia, recibe de las manos de Bruto cuanto le pides!

(Vuelve a entrar Lucio.)

LUCIO. — Señor, estamos a catorce de marzo.

(Llaman dentro.)

BRUTO. — Está bien. Ve a abrir; alguien llama.

(Sale Lucio.)

¡Desde que Casio me excitó contra César no he podido dormir! ¡Entre la ejecución de un acto terrible y su primer impulso, todo el intervalo es como una visión o como un horrible sueño! ¡El espíritu y las potencias corporales celebran entonces consejo, y el estado del hombre, semejante a un pequeño reino, sufre entonces una verdadera insurrección!

(Vuelve a entrar Lucio.)

LUCIO. — Señor, el que llama es vuestro hermano Casio, que desea veros.

BRUTO. — ¿Viene solo?

LUCIO. — No, señor; hay otros con él.

BRUTO. — ¿Los conoces?

LUCIO. — No, señor. Llevan los sombreros calados hasta las orejas y la mitad de sus caras ocultas en los mantos; de suerte que era imposible haberlos podido descubrir por sus facciones.

BRUTO. — Déjalos pasar.

(Sale Lucio.)

Son los conjurados. ¡Oh conspiración! ¿Te avergüenzas de mostrar tu peligrosa frente de noche, en que la maldad vaga más libre? ¡Oh! Entonces, ¿dónde hallarás de día una caverna bastante lóbrega para esconder tu rostro monstruoso? ¡No la busques, conspiración! Enmascárala con sonrisas y afabilidad, porque si te dejas ver bajo tu natural semblante, ni el Erebo mismo tendría suficientes tinieblas para substraerte a la prevención.

(Entran los conspiradores CASIO, CASCA, DECIO, CINA, METELO CÍMBER y TREBONIO)

CASIO. — Temo que nuestro demasiado atrevimiento turbe vuestro reposo. Buenos días, Bruto. ¿Os importunamos?

BRUTO. — Hasta ahora he estado en pie, despierto toda la noche. ¿Conozco a estos que os acompañan?

CASIO. — Sí, a todos ellos, y no hay ninguno que no os honre, y cada cual quisiera que tuvierais de vos mismo la opinión que tiene todo noble romano. Éste es Trebonio.

BRUTO. — Bien venido sea.

CASIO. — Éste, Decio Bruto.

BRUTO. — Bien venido también.

CASIO. — Éste, Casca; éste, Cina, y éste, Metelo Címber.

BRUTO. — ¡Bien venidos todos! ¿Qué vigilantes afanes se interponen entre vuestros ojos y la noche?

CASIO. — ¿Permitiréis una palabra?

(BRUTO y CASIO cuchichean.)

DECIO. — ¡El Oriente cae de este lado! ¿No es aquí por donde despunta el día?

CASCA. — No.

CINA. — ¡Oh! Perdón, señor, pero sí es; y aquellas franjas grises que ribetean las nubes son mensajeras del día.

CASCA. — Habréis de confesar que uno y otro estáis equivocados. Aquí, donde apunto con mi espada, se alza el Sol, que avanza rápidamente hacia el Sur, llevando en pos de sí la estación temprana del año [8]. Dentro de un par de meses presentará su fulgor más hacia el Norte. ¡El alto Oriente está allí, en dirección del Capitolio! [9].

BRUTO. — ¡Dadme todos vuestras manos, uno por uno!

CASIO. — ¡Y juremos cumplir nuestra resolución!

BRUTO. — ¡No, nada de juramentos! ¡Si la mirada de los hombres, el sufrimiento de nuestras almas, los abusos del presente no son motivos bastante poderosos, separémonos aquí mismo y vuelva cada cual al ocioso descanso de su lecho! ¡De este modo dejaremos organizarse el despotismo previsor, hasta que sucumba por turno el último hombre! Pero si estos motivos, como estoy seguro de ello, poseen sobrado ardor para inflamar a los cobardes y dar una coraza de bravura al desmayado espíritu de las mujeres, entonces, compatriotas, ¿qué necesidad tenemos de más estímulo que nuestra propia causa para decidirnos a hacer justicia? ¿Qué otro lazo que el de romanos comprometidos por el secreto, que han empeñado su palabra y que no la burlarán? ¿Y qué mejor juramento que el pacto de la honradez con la honradez para llevar a cabo la empresa o sucumbir en la demanda? Que juren los sacerdotes, los cobardes y los hombres cautelosos, los decrépitos, los corrompidos y esas amias que sufren resignadas el ultraje, y que juren también en favor de malas causas los desdichados que inspiran dudas a los hombres. Pero no empañemos la serena virtud de nuestra empresa ni el indomable temple de nuestro ánimo suponiendo que nuestra causa o su ejecución necesitaban jurarse, cuando cada gota de sangre que todo romano lleva, y lleva noblemente, sería culpable de diversas bastardías, si quebrantara la más mínima parte de su promesa.

CASIO. — ¿Qué hacemos de Cicerón? ,¿Le sondeamos? Creo que se pondrá decididamente al lado nuestro.

CASCA. — No debemos excluirle. CINA. — ¡No, de ningún modo!

METELO. — ¡Oh! Contemos con él, pues sus cabellos de plata granjearán una buena reputación, consiguiendo que se levanten voces para realzar nuestros hechos. Se dirá que sus juicios han dirigido nuestras manos. Nuestra mocedad y audacia, lejos de mostrarse, desaparecerán bajo su gravedad.

BRUTO. — ¡Oh, no le nombréis! ¡No nos comuniquemos con él! ¡Jamás se adherirá a cosa alguna empezada por otro!

CASIO. — Entonces, dejémosle.

CASCA. — Verdaderamente, no nos conviene.

DECIO. — No habrá de tocarse a ninguna otra persona, con la única excepción de César?

CASIO. —. ¡Bien pensado, Decio! No creo oportuno que Marco Antonio, tan querido de César, deba sobrevivir a César. Tendríamos en él un intrigante astuto, y no ignoráis que si pusiera en práctica sus recursos, puede ir tan lejos que nos diera a todos que sentir. En evitación de esto, ¡que Antonio y César caigan juntos!

BRUTO. — Nuestra conducta parecería demasiado sangrienta, Cayo Casio, al cortar la cabeza y mutilar después los miembros, como si diéramos la muerte con ira y a ella siguiera el odio, pues Antonio no es esto, buenos días a todos.

(Salen todos, menos BRUTO.)

¡Muchacho! ¡Lucio! ¿Dormido como un tronco? Pero no importa. Goza el dulce y pesado rocío del sueño. ¡Tú no tienes ni los cálculos ni las fantasías que el afanoso cuidado hace brotar del cerebro de los hombres! ¡Por eso es tu sueño tan profundo!

(Entra PORCIA.)

PORCIA. — ¡Bruto, mi señor!

BRUTO. — ¿Qué os sucede, Porcia? ¿Por qué os levantáis ya? No es conveniente para vuestra salud exponer así vuestra delicada complexión al crudo frío de la madrugada.

PORCIA. — Ni para la vuestra tampoco. Os habéis deslizado del lecho furtivamente, Bruto, y anoche, durante la cena, os levantasteis de pronto y, cruzando los brazos, os pusisteis a pasear, cavilando y suspirando, y al preguntaros qué os sucedía, me mirasteis severamente. Redoblé mis instancias, entonces despeinasteis vuestra cabeza y, muy impaciente, golpeasteis el suelo con el pie. Insistí de nuevo, y ni aun me respondisteis, sino que, con un gesto de mal humor, me hicisteis señas con la mano de que os dejara. Así lo verifiqué, temiendo acrecentar vuestra impaciencia, que ya creía irritada en exceso, y presumiendo que todo ello no sería sino un efecto de humor, al que están a veces sujetos los hombres. Pero eso no os impedirá comer, hablar, dormir, y si hubiera trastornado vuestro semblante como ha hecho cambiar vuestra condición, no os conocería, Bruto. Mi querido señor, permitidme que sepa la causa de vuestro pesar.

BRUTO. — No estoy bien de salud, eso es todo.

PORCIA. — Bruto es discreto, y si no gozase de buena salud buscaría los medios de recobrarla.

BRUTO. — Pues eso hago, buena Porcia, volved al lecho.

PORCIA. — ¿Bruto está enfermo? ¿Y es saludable ir descubierto y aspirar las emanaciones de la húmeda alborada? ¡Qué! ¿Bruto está enfermo y abandona su sano lecho para exponerse al pernicioso contagio de la noche y desafiar a la humedad y al aire viciado, que aumentarán su mal? ¡No, Bruto mío! , ¡Vos encerráis alguna amarga dolencia dentro de vuestra alma, la cual, por los derechos y prerrogativas da mi puesto, me corresponde conocer! Yo os conjuro, en nombre de la hermosura que en algún tiempo se me ponderaba, por vuestras protestas de amor y aquel solemne juramento que nos incorporó, haciendo de los dos uno solo, que me confiéis a mí, que soy vos mismo, vuestra mitad, por qué estáis tan triste y qué hombres fueron los que se dirigieron a vos esta noche, pues había seis o siete que ocultaban sus rostros aún a la misma obscuridad.

BRUTO. — ¡No os arrodilléis, gentil Porcia!

PORCIA. — ¡No lo necesitaría si fuerais vos el antes gentil Bruto! En el contrato de matrimonio, decidme, Bruto, ¿se estipuló que ignorase yo secretos que os concerniesen? ¿Soy yo vos mismo, pero con ciertas restricciones, como acompañaros a la mesa, compartir vuestro tálamo y hablaros tal cual vez? ¿No hay lugar para mí sino en los arrabales de vuestra buena condescendencia? Sí no soy más que eso, Porcia es la querida de Bruto, no su mujer.

BRUTO. — ¡Tú eres mí leal, mi honrada esposa, tan amada por mí como las gotas de sangre que afluyen a mi afligido corazón!

PORCIA. — ¡Si así fuera, conocería entonces ese secreto! Que no soy más que una mujer, lo admito, pero una mujer que Bruto eligió por esposa. Acepto que no soy más que una mujer, pero una mujer bien reputada, ¡la hija de Catón! ¿Pensáis que no soy superior a mi sexo teniendo tal padre y tal esposo? Confiadme vuestros proyectos, no los divulgaré. Papa daros una prueba de mi firme constancia, me herí voluntariamente aquí, en el muslo. ¿Puedo llevar esto con paciencia y no los secretos de mi esposo?

BRUTO. — ¡Oh dioses! ¡Hacedme digno de tan noble esposa!

(Llaman dentro.)

¡Escuchemos! ¡Escuchemos! Alguien llama. Porcia, retírate un instante y pronto compartirá tu pecho los secretos de mi corazón. ¡Te explicaré todos mis compromisos y la tristeza que puedes leer en mi frente! ¡Déjame aprisa!

(Sale PORCIA.)

¿Quién llama, Lucio?

(Vuelve a entrar Lucio con LIGARIO.)

Lucio. — Aquí hay un hombre enfermo que quiere hablaros.

BRUTO. — Cayo Ligario, de quien habló Metelo. Retírate, muchacho. ¡Cayo Ligario! ¿Qué.hay?

LIGARIO. — Aceptad el saludo matinal de una lengua débil.

BRUTO. — ¡Oh, qué tiempo habéis escogido, bravo Cayo, para llevar pañuelo! ¡No quisiera veros enfermo!

LIGARIO. — ¡No lo estoy si Bruto se propone realizar alguna proeza digna de gloria!

BRUTO. — Tengo entre manos un asunto de tal género, Ligario, que os comunicaría si tuvierais salud para oírlo.

LIGARIO. — ¡Por los dioses todos que veneran de rodillas los romanos, aquí depongo mi dolencia! ¡Alma de Roma! ¡Hijo valeroso, descendiente de antepasados ilustres! ¡Tú, como un exorcista has conjurado mi amortecido espíritu! ¡Mándame ahora y emprenderé lo imposible, más: lo superaré! ¿Qué hay que hacer?

BRUTO. — ¡Una labor que devolverá la salud a los hombres enfermos!

LIGARIO. — Pero ¿no hay ningún sano a quien de-bamos hacer enfermar?

BRUTO. — ¡También habremos de hacer eso! Lo que sea, querido Cayo, te lo explicaré conforme vamos hacia aquel en quien deba realizarse. v

LIGARIO. — ¡Adelante, y, con el corazón recién , enardecido, os seguiré para llevar a cabo lo que ignoro, pero me basta con que Bruto me guíe! BRUTO. — ¡Seguidme, entonces!

(Salen.)
SCENA SECUNDA
El mismo lugar. — Palacio de César

Truenos y relámpagos. Entra CÉSAR en traje de. Noche

CÉSAR. — ¡Ni los cielos ni la tierra han estado en paz esta noche! Tres veces ha gritado en sueños Calpurnia: «¡Socorro! ¡Ah! ¡Asesinan a César!» ¿Quién anda ahí dentro?

(Entra un CRIADO.)

CRIADO. — ¡Señor!

CÉSAR. — Ve a decir a los sacerdotes que ofrezcan el sacrificio y me traigan su opinión sobre el resultado.

CRIADO.—Lo haré, señor.

(Sale. Entra CALPURNIA.)

CALPURNIA. — ¿Qué intentáis, César? ¿Pensáis salir? ¡Hoy no os moveréis de casa!

CÉSAR. — ¡César saldrá! ¡Los peligros que me han amenazado no miraron nunca sino mis espaldas! ¡Cuando vieron el rostro de César se desvanecieron!

CALPURNIA. — ¡César, jamás reparé en presagios, pero ahora me asustan! Cuenta uno ahí dentro que, aparte las cosas que hemos visto y oído, los guardias han presenciado prodigios horrendos. ¡Una leona ha parido en medio de la calle, y las tumbas se han entreabierto y vomitado a sus difuntos! ¡Guerreros feroces combatían encolerizados entre las nubes en filas y escuadrones y en exacta formación militar, haciendo lloviznar sangre sobre el Capitolio! ¡El fragor de la lucha atronaba los aires, y se oía el relinchar dé los caballos, y el estertor de los moribundos, y los gritos y alaridos que daban en las calles los espectros! ¡Oh César! ¡Estas cosas son inusitadas y me infunden pavor!

CÉSAR. — ¿Cómo puede evitarse que se cumpla lo que hayan dispuesto los altos dioses? No obstante, César saldrá, pues esas predicciones lo mismo se dirigen al mundo en general que a César.

CALPURNIA. — Cuando muere un mendigo no aparecen cometas. La muerte de los príncipes inflama a los propios cielos.

CÉSAR. — ¡Los cobardes mueren varias veces antes de expirar! ¡El valiente nunca saborea la muerte sino una vez! ¡De todas las maravillas que he oído, la que mayor asombro me causa es que los hombres tengan miedo! ¡Visto que la muerte es un fin necesario, cuando haya de venir, vendrá!

(Vuelve a entrar el CRIADO.)

¿Qué dicen los augures?

CRIADO. — Quisieran que no salieras hoy. Al extraer las entrañas de una ofrenda, no pudieron hallar dentro del pecho el corazón.

CÉSAR. — ¡Eso lo hacen los dioses para vergüenza de la cobardía! ¡César sería una bestia sin corazón si por miedo permaneciera hoy en su casa! ¡No, no lo hará César! ¡Demasiado sabe el peligro que más temible es César que él! ¡Somos dos leones nacidos el mismo día, pero yo vine el primero y soy más aterrador! ¡César, pues, saldrá!

CALPURNIA. — ¡Ay señor! Vuestra prudencia se deshace por vuestra confianza. ¡No salgáis hoy! ¡Decid que mi temor, y no el vuestro, os retiene en casa! ¡Enviemos al Senado a Marco Antonio, y, él anunciará ,que os halláis indispuesto. ¡Permitid que de rodillas , Os lo suplique!

CÉSAR. — Marco Antonio dirá que no estoy bien, y, por satisfacer tu capricho, me quedaré en casa.

(Entra Decio)

He aquí a Decio Bruto, él lo comunicará así.

DECIO. — ¡César, salud! ¡Buenos días, digno César ¡ Vengo a acompañaros al Senado.

CÉSAR. — Y llegáis lo más a propósito para ir a cumplimentar de mi parte a los senadores y decirles que no iré hoy. Que no puedo, sería falso, y que no me atrevo, más falso aún. Que no iré hoy, decidles esto únicamente, Decio.

CALPURNIA. — Aseguradles que está enfermo.

CÉSAR. — ¿César enviar una mentira? ¿He extendido tan lejos las conquistas de mi brazo para no atreverme a decir a unos cuantos ancianos la verdad? ¡Decio, id a comunicar que César no irá!

DECIO. — Poderosísimo César, dejadme alegar alguna causa para que no se burlen de mí cuando lo anuncie.

CÉSAR. — ¡La causa es mi voluntad! ¡Que no iré! Esto es bastante para satisfacer al Senado, pero, para vuestra satisfacción particular, os haré saber, pues estimo, que es Calpurnia quien me retiene en casa. Acoche soñó que había visto mi estatua, de la cual, como de una fuente de cien aberturas, manaba un raudal de pura sangre, y que muchos intrépidos romanos venían risueños y empapaban sus manos en ella. Y creyendo ver en esto avisos, presagios y peligros inminentes, me ha rogado de rodillas que permanezca hoy en casa.

DECIO. — Este sueño está erróneamente interpretado. Más bien ha sido una visión feliz y venturosa. Vuestra estatua manando sangre por cien conductos, en la cual se bañaban sonrientes muchos romanos, significa que la gran Roma recibirá por vos sangre que ha de regenerarla y que hombres ilustres se apresurarán a recogerla en gotas, manchas, reliquias y blasones. ¡Esto es lo que significa el sueño de Calpurnia!

CESAR. — ¡Y le habéis dado una explicación exacta!

DECIO. — En efecto, y más la encontraréis cuando hayáis oído lo que tengo que comunicaros. Sabedlo ahora: el Senado ha resuelto conceder hoy una corona al poderoso César. Si mandáis a decir que no iréis, podrá cambiar de deseo. Además, probablemente se hallaría alguno que respondiera con burla: «Disolved el Senado hasta otra ocasión en que tenga mejores sueños la mujer de César.» Si César se esconde, ¿no susurrarán entre ellos: «¡Ya lo veis! ¡César tiene miedo!» Perdonadme, César, pero el profundo afecto que os guardo me impulsa a condenar vuestro proceder, y la razón ha sido siempre dócil a mis cariños.

CÉSAR. — ¡Qué pueriles parecen ahora tus temores, Calpurnia! ¡Vergüenza siento de haber cedido ante ellos! ¡Dadme mi manto, pues iré!

(Entran PUBLIO, BRUTO, LIGARIO, METELO, CASCA, TREBONIO y CINA.)

¡Y mirad! Aquí viene Publio a llevarme.

PUBLIO. — ¡Feliz madrugada, César!

CÉSAR. — ¡Bien venido, Publio! ¡Cómo! ¿También vos os habéis levantado tan temprano, Bruto? ¡Buenos días, Casca! Cayo Ligario, César no fue nunca tan enemigo vuestro como esa calentura que os tiene enflaquecido. ¿Qué hora es?

BRUTO. — Han dado las ocho, César. CÉSAR. — Os agradezco vuestra solicitud y cortesía.

(Entra ANTONIO.)

Mirad: Antonio, que se divierte hasta altas horas de la noche, se ha levantado. ¡Buenos días, Antonio!

ANTONIO. — Así los tenga el muy noble César.

CÉSAR. — ¡Que se preparen dentro! Hago mal en hacerme esperar tanto. ¡Vamos, Cina; en seguida, Metelo! ¿Qué hay, Trebonio? Tengo reservada una hora para charlar con vos. Acordaos de venir hoy a verme. Poneos cerca de mí para que no lo olvide.

TREBONIO. — ¡Lo haré, César!

(Aparte.)

Y tan cerca me pondré, que vuestros mejores amigos lamentarán que no haya estado más lejos.

CÉSAR. — Buenos amigos, entrad y tomad conmigo un poco de vino, y después, como amigos, partiremos juntos.

BRUTO. — (Aparte.) ¡Parecer una cosa, no es serla! ¡Oh César! ¡El corazón de Bruto estalla al pensarlo!

(Salen.)

SCENA TERTIA
El mismo lugar. — Una calle contigua al Capitolio

Entra ARTEMIDORO leyendo un papel

ARTEMIDORO. — «César, guárdate de Bruto, ten cuidado con Casio, no te acerques a Casca, no apartes tus ojos de Cina, no te fíes de Trebonio, observa bien a Metelo Címber. Decio Bruto no te quiere. Has ofendido a Cayo Ligario. Todos estos hombres no tienen más que un pensamiento, y éste se dirige contra César. Si no eres inmortal, vela por ti. La seguridad abre el camino a la conspiración. Los prepotentes dioses te defienden. Tu amigo, Artemidoro” Aquí me quedaré hasta que César pase, y le entregaré esto como uno del séquito. Mi corazón lamenta que el valor no pueda vivir libre de la mordedura de la emulación. Si lees esto, ¡oh César!, podrás vivir. ¡Si no, ¡los destinos se habrán confabulado con los traidores!

(Sale.)

SCENA QUARTA
Otra parte de la misma calle, ante la casa de Bruto

Entran PORCIA y Lucio

PORCIA. — ¡Por favor, muchacho, corre al Senado! ¡No te detengas a responderme! ¡Marcha de prisa! ¿Qué esperas?

Lucio. — Saber mi encargo, señora.

PORCIA. — ¡Quisiera que fueras y volvieses antes de poder decirte lo que has de hacer allí! ¡Oh firmeza, ven en mi auxilio! ¡Levanta una montaña colosal entre mi corazón y mi lengua! ¡Tengo el espíritu de un hombre, pero mi fortaleza es de mujer! ¡Qué difícil para la mujer guardar secretos! ¿Aún estás aquí?

Lucio. — ¿Qué debo hacer, señora? ¿Correr al Capitolio, y nada más? ¿Y luego volver sin otro objeto!

PORCIA. — Sí; y avísame si tu amo se encuentra bien, muchacho, porque salió algo indispuesto. Y toma buena nota de lo que haga César y qué solicitantes se le acercan. ¡Escucha, muchacho! ¿Qué ruido es ése?

Lucio. —, No oigo nada, señora.

PORCIA. — ¡Pon atención, te lo ruego! ¡He oído un sordo rumor, como un tumulto que el viento trae del Capitolio!

Lucio. — En verdad, señora, no oigo nada.

(Entra un ADIVINO.)

PORCIA.—Acércate aquí, mozo. ¿Dónde has estado? ,

ADIVINO. — En mi propia casa, buena señora.

PORCIA. — ¿Qué hora es?

ADIVINO. — Cerca de las nueve, señora.

PORCIA. — ¿Ha ido ya César al Capitolio?

ADIVINO. — Todavía no, señora. Voy a tomar puesto para verle pasar.

PORCIA. — ¿Tienes alguna pretensión cerca de César? ¿No es así?

ADIVINO. — En efecto, señora, y si César quiere ser tan bueno para César que me preste oídos, le encargaré que vele por sí propio.

PORCIA. — ¡Pues qué! ¿Sabes quizá que se pretende hacerle algún daño?

ADIVINO. — Ninguno, que yo conozca, pero temo que pueda sucederle alguno muy grande. Me despido de vos. Aquí se estréchala calle, y la muchedumbre de senadores, pretores y meros solicitantes que se agrupan tras las huellas de César estrujarían a un hombre débil hasta matarlo. Me iré a un sitio más ancho y : desde allí hablaré al gran César cuando pase.

(Sale.)

PORCIA. — Retirémonos. ¡Ay de mí! ¡Qué débil cosa es el corazón de la mujer! ¡Oh Bruto! ¡Que los cielos te ayuden en tu empresa! Seguramente, el muchacho me ha entendido. Bruto tiene una petición que César no acogerá. ¡Oh, me desmayo! ¡Corre, Lucio, y encomiéndate a mi señor! ¡Dile que estoy alegre, y vuelve al instante a repetirme lo que te diga!

(Salen separadamente.)


ACTUS TERTIUS
SCENA PRIMA
Roma. —El Capitolio. —El Senado en sesión

En la calle contigua al Capitolio, muchedumbre de gente; entre ella, ARTEMIDORO y el ADIVINO. Trompetería. Entran CÉSAR, BRUTO, CASIO, CASCA, DECIO, METELO, TREBONIO, CINA, ANTONIO, LÉPIDO, POPILIO, PUBLIO y otros

CESAR. — (Al ADIVINO.) ¡Ya han llegado loa idus de marzo!

ADIVINO. — Sí, César; pero no han pasado aún.

ARTEMIDORO. — ¡Salve, César! Lee este escrito.

DECIO. — Trebonio desea que echéis una ojeada, en un momento libre, sobre esta humilde petición suya.

ARTEMIDORO. — ¡Oh César! Lee primero la mía, que toca más cerca a César. ¡Léela, gran César!

CÉSAR. — Lo que no atañe más que a nuestra persona, será examinado lo último.

ARTEMIDORO. — ¡No lo difieras, César! ¡Léela en seguida!

CÉSAR. — ¡Pero qué! ¿Está loco ese mozo?

PUBLIO. — ¡Deja paso, tunante!

CASIO. — ¿Qué es eso? ¿Insistís en vuestras peticiones en la calle? Venid al Capitolio.

CÉSAR entra al Capitolio. Los demás le siguen. Todos los senadores se levantan

POPILIO. — Deseo que vuestra empresa pueda hoy triunfar.

CASIO. — ¿Qué empresa, Popilio?

POPILIO. — ¡Que lo paséis bien!

(Se adelanta hacia CÉSAR.)

BRUTO. — ¿Qué dice Popilio Lena?

CASIO. — Que desea que nuestra empresa pueda triunfar. ¡Temo que se hayan descubierto nuestros planes!

BRUTO. — ¡Mira cómo se aproxima a César! ¡Obsérvale!

CASIO. — ¡Sé rápido, Casca, pues tememos que se prevenga! ¿Qué debemos hacer, Bruto? ¡Si esto se descubre, ni Casio ni César volverán jamás vivos, pues me daré la muerte!

BRUTO. — ¡Firmeza, Casio! ¡No es de nuestro proyecto de lo que habla Popilio Lena, pues, mirad, se sonríe y César no cambia!

CASIO. — ¡Trebonio aprovecha su tiempo, pues ved, Bruto, cómo se lleva afuera a Marco Antonio!

Salen ANTONIO y TREBONIO. CÉSAR y los senadores ocupan sus asientos

DECIO. — ¿Dónde está Metelo Címber? Que se adelante y presente ahora su solicitud a César.

BRUTO. — ¡Está preparado! ¡Poneos junto a él y secundadle!

CINA. — ¡Casca, vos sois el primero que ha de levantar la mano!

CÉSAR. — ¿Estamos todos dispuestos? ¡A ver ahora! ¿Qué cosa hay mal hecha que deben rectificar César y su Senado?

METELO. —¡Muy alto, muy grande y muy poderoso César! Metelo Címber depone ante tus plantas un humilde corazón…

(Arrodillándose.)

CÉSAR. — ¡Debo advertirte, Címber, que estas genuflexiones y rastreras cortesías pueden conmover a un hombre vulgar y transformar las sentencias y decretos primordiales en juego de niños! No te ilusiones pensando que César lleva una sangre tan rebelde que pueda cambiar su verdadera calidad con lo que hace palpitar al necio, es decir, con dulces palabras, con humillantes y encorvadas reverencias y bajas adulaciones serviles. ¡Tu hermano está desterrado, por un decreto! ¡Si te postras y ruegas y adulas por él te aparto de mi camino como a un perro! ¡Sabe .que César no es injusto, ni sin causa se dará por satisfecho!

METELO. — ¿No hay ninguna voz más digna que la mía que suene más grata a los oídos del gran César, para pedirle el retorno de mi expatriado hermano?

BRUTO. — Te beso la mano, César, pero sin adulación, suplicándote que otorgues a Publio Címber un regreso inmediato y sin condiciones.

CÉSAR. — ¡Cómo! ¡Bruto!

BRUTO. — ¡Perdón, César; César, perdón! Casio se postra igualmente a tus pies para implorar la libertad de Publio Címber.

CÉSAR. — ¡Podría ablandarme si fuera como vosotros! Si pudiera rebajarme a suplicar, los ruegos me conmoverían, pero soy constante como la estrella polar, que por su fijeza e inmovilidad no tiene semejanza con ninguna otra del firmamento. ¡Esmaltados están los cielos con innumerables chispas, todas de fuego y todas resplandecientes, pero entre ellas sólo una mantiene su lugar! Así ocurre en el mundo: poblado está de hombres, y los hombres se componen de carne y sangre y disfrutan de inteligencia. Y sin embargo, sólo conozco uno entre todos que permanezca en su puesto, inquebrantable a la presión. ¡Y que ése soy yo lo probaré de la siguiente manera: firme he sido en que se desterrase a Címber, y firme soy en mantenerlo así!

CINA. — ¡Oh César!…

CÉSAR. — ¡Fuera! ¿Pretendes elevar el Olimpo?

DECIO. — ¡Gran Cesar!…

CÉSAR. — ¿No está Bruto arrodillado en vano?

CASCA. — Hablen mis manos por mí.

(CASCA hiere primero a CÉSAR, después los demás conspiradores, y finalmente BRUTO.)

CÉSAR. — ¡Et tu, Brute! ¡Muere entonces, César!

(Muere. Los senadores y el pueblo huyen en tropel.)

CINA. — ¡Libertad! ¡Independencia! ¡La tiranía ha muerto! ¡Corred, proclamadlo, pregonadlo por las calle!

CASIO.—Que suban, algunos de los tribunos populares y griten: «¡Libertad, independencia y emancipación!»

BRUTO. — ¡Pueblo y senadores, no os asustéis! ¡No huyáis! ¡Permaneced quietos! ¡La ambición ha pagado su deuda.!

CASCA. — ¡Ocupad la tribuna, Bruto!

DECIO. — Y Casio también. BRUTO. — ¿Dónde está Publio?

CINA. — ¡Aquí, completamente azorado con este tumulto!

METELO. — ¡Aprestémonos juntos a la defensa, no sea que algún amigo de César intentara…!

BRUTO. — ¡Nada de aprestarse a la defensa! ¡Ánimo tranquilo, Publio! ¡Ningún peligro amenaza a vuestra persona ni a la de ningún otro romano! ¡Decidlo así, Publio!

CASIO. — ¡Y dejadnos, Publio, ya que el pueblo, precipitándose sobre nosotros, podría causar daño a vuestra ancianidad!

BRUTO. — Sí, hacedlo, y que nadie responda de las consecuencias de esta acción sino nosotros, sus autores.

(Vuelve a entrar TREBONIO.)

CASIO. — ¿Dónde está Antonio? TREBONIO. — ¡Ha huido atemorizado a su casa! ¡Hombres, mujeres y niños se miran con terror, corriendo y gritando como si fuera el día del juicio’.

BRUTO. — ¡Dadnos a conocer vuestra voluntad, destinos! ¡Sabemos que hemos de morir! ¡Sólo el instante y los días que restan es lo que importa al hombre!

CASIO. — ¡Bah! Quien merma veinte años de su vida, ésos suprime de estar temiendo a la muerte.

BRUTO. — ¡Convenid en eso, y la muerte resulta entonces un beneficio! De este modo, somos amigos de César, pues hemos abreviado su tiempo de temor a la muerte. ¡Inclinémonos, romanos, inclinémonos y bañemos nuestras manos hasta el codo en la sangre de César, y de ella salpiquemos nuestras espaldas! Salgamos después hasta la calle pública y, blandiendo sobre nuestras cabezas las enrojecidas armas, clamemos todos: «¡Paz, independencia y libertad!»

CASIO. — ¡Inclinémonos, pues, y lavémonos en su sangre! ¡Cuántos siglos verán representar esta sublime escena en naciones que están por nacer y en lenguas aún desconocidas!

BRUTO. — ¡Cuántas veces se verá sangrar a César sobre el teatro! ¡Y ahora yace a los pies de Pompeyo, no más preciado que el polvo!

CASIO. — ¡Y cuantas veces suceda, otras tantas se dirá de nosotros que fuimos hombres que dieron la libertad a su patria!

DECIO. — ¿Qué? ¿Salimos?

CASIO. — ¡Sí, en marcha todos! ¡Bruto nos guiará, y nosotros le daremos por séquito los mejores y más valerosos corazones de Roma!

(Entra un CRIADO.)

BRUTO. — ¡Atención! ¿Quién llega? ¡Uno de los de Antonio!

CRIADO. — Mi señor me encarga que así me arrodille, Bruto. Marco Antonio me ordena que así me postre, y una vez postrado, que diga de este modo: «Bruto es noble, sabio, valiente y leal. César era prepotente, temerario, regio y bondadoso. Di que amo a Bruto y que le honro. Di que temía a César, que le veneraba y le quería. Si Bruto da seguridad a Antonio de que puede sin temor ir a su encuentro y de que ha de convencerle de que César ha merecido la muerte, Marco Antonio no amará más a César muerto que a Bruto vivo, sino que seguirá la suerte y riesgos del noble Bruto, a través de los azares de esta situación crítica, con entera lealtad.» He aquí lo que dice Antonio mi señor.

BRUTO. — Tu señor es un discretísimo y valiente romano. Jamás he pensado menos de él. Dile que si gusta venir a este lugar, será satisfecho, y juro por mi honor que partirá sin ofensa.

CRIADO. — Voy a traerle inmediatamente. BRUTO. — Espero que lo tendremos por amigo.

CASIO. — Celebraría que fuese posible; pero confieso que lo temo mucho, y mis presentimientos sagaces acertaron siempre.

(Vuelve a entrar AHTOSÍIO.)

BRUTO. — Pues aquí llega Antonio. ¡Bien venido, Marco Antonio!

ANTONIO. — ¡Oh excelso César! ¿Tan abatido yaces? ¿Todas tus glorias, conquistas, triunfos y despojos se han reducido a esto1? ¡Adiós a ti! Desconozco, patricios, lo que intentáis; quién todavía deberá verter su sangre, qué otro de rango elevado. ¡Si soy yo, ninguna hora mejor para morir que la que ha visto caer a César, ni ningún instrumento la mitad tan digno cómo esas vuestras espadas, enriquecidas ya con la sangre más noble de todo el universo! ¡Si os soy odioso, os suplico que satisfagáis vuestro resentimiento ahora, mientras vuestras manos purpúreas humean y exhalan el vapor de la sangre! ¡Viviera cien años, y nunca me hallaría tan dispuesto a morir! ¡Ningún sitio me agradaría tanto como aquí, con César, ni ningún género de muerte como recibirla de vosotros, los altos y selectos espíritus de esta edad!

BRUTO. — ¡Oh Antonio! ¡No supliquéis de nosotros la muerte! ¡Aunque ahora aparezcamos sanguinarios y crueles, como podéis juzgar por nuestras manos y por este acto que acabamos de consumar, no veis más que nuestras manos y su obra sangrienta! ¡No veis nuestros corazones! ¡Son compasivos, y la compasión al infortunio general de Roma —pues como el fuego apaga el fuego, la compasión apaga la compasión— ha realizado este hecho en César! ¡En cuanto a vos, Marco Antonio, nuestras espadas carecen de punta! ¡Nuestros brazos, fuertes contra la.malicia, nuestros corazones, de temple fraternal, os acogen con todo afecto, sana intención y reverencia!

CASIO. — Vuestro voto alcanzará tanto influjo como el que más en el reparto de las nuevas dignidades.

BRUTO. — Esperad únicamente a que hayamos apaciguado a la muchedumbre loca de miedo, y entonces os explicaremos por qué yo, que amaba a César en el instante de herirle, he procedido así.

ANTONIO. — No dudo de vuestra rectitud. Tiéndame cada uno su mano ensangrentada. Primero, Marco Bruto, estrecharé la vuestra. En seguida, Cayo Casio, la de vos. Ahora, la de Decio Bruto, la de Metelo; la vuestra, Cina, y la vuestra, mi valiente Casca. Y por último, aunque no inferior en mi afecto, la vuestra, buen Trebonio. Caballeros todos…, ¡ay!, ¿qué diré? Mi reputación se asienta ahora sobre una pendiente tan resbaladiza, que sólo podréis considerarme de una de estas dos odiosas maneras: o como cobarde o como adulador. ¡Te amé, César! ¡Oh, es verdad! Si tu alma nos contempla ahora, ¿no te afligirá aún más que tu muerte ver a Antonio hacer la paz estrechando las manos sangrientas de tus enemigos —¡oh tú, el más noble!— en presencia de tu cadáver? ¡Si tuviera yo tantos ojos como tú heridas y corrieran mis lágrimas con tanta abundancia como tu sangre, esto parecería más digno en mí que unirme en términos de amistad con tus adversarios! ¡Perdóname, Julio! ¡Intrépido ciervo, aquí fuiste cazado! ¡Aquí caíste y aquí están en pie tus cazadores con las señales de tus despojos y el carmesí de tu sangre! ¡Oh mundo!, tú eras el bosque de este ciervo, y él era en verdad, ¡oh mundo!, tu corazón. ¡Semejante a un ciervo herido por muchos príncipes, yaces aquí!

CASIO.—Marco Antonio…

ANTONIO. — ¡Perdóname, Cayo Casio! ¡Los enemigos de César dirían esto mismo! Luego en un amigo es fría moderación.

CASIO. — No os censuro porque así elogiéis a César; pero ¿qué pacto pensáis hacer con nosotros? ¿Queréis ser contado en el número de nuestros amigos, o seguiremos nuestra marcha prescindiendo de vos?

ANTONIO. — Con ese fin os apretó las manos; pero, en verdad, me desvié de la cuestión al ver yacente a César. De todos vosotros soy amigo y a todos os aprecio, en la esperanza de que me daréis razones de cómo y por qué era César peligroso.

BRUTO. — ¡De otra manera sería éste un espectáculo salvaje! Nuestras razones son tan justas y bien fundadas, que aunque fuerais hijo de César quedaríais satisfecho, Antonio.

ANTONIO. — Eso es cuanto busco. Y solicito además licencia para exhibir su cuerpo en la plaza pública y hablar desde la tribuna, como cumple a un amigo, en la celebración de sus exequias fúnebres.

BRUTO. — Lo harás, Marco Antonio. CASIO. — Bruto, una palabra con vos.

(Aparte, a BRUTO.)

¡No sabéis lo que estáis haciendo! ¡No permitáis que hable Antonio en el funeral! ¿Sabéis hasta qué punto puede conmoverse el pueblo con sus palabras?

BRUTO. — (Aparte.) Con vuestro permiso. Yo mismo subiré primero a la tribuna y expondré los motivos de la muerte de César; diré que hablará Antonio; que cuanto diga lleva nuestro consentimiento y sanción, y que nos complacemos en que se tributen a César todos los ritos y ceremonias legales. Esto nos proporcionará más ventaja que culpabilidad.

CASIO. — ¡No sé lo que pueda sobrevenir! ¡No me gusta esto!

BRUTO. — Marco Antonio, aquí, tomad el cuerpo de César. En vuestra oración fúnebre no nos censuréis; pero hablad de César cuanto de bueno podáis imaginar, y decid que tenéis para ello nuestra venia. De lo contrario, no intervendréis de ningún modo en su funeral. Y hablaréis en la misma tribuna que yo ocupe y una vez qué yo haya terminado mi discurso.

ANTONIO. — Sea así; no deseo más. BRUTO. — Recoged, pues, el cuerpo y seguidnos.

(Salen todos, menos ANTONIO.)

ANTONIO. — ¡Oh, perdóname, trozo de barro ensangrentado, que aparezca suave y humilde con estos carniceros! ¡Tú representas la ruina del hombre más insigne que viviera jamás en el curso de las épocas! ¡Ay de las manos que vertieron esta preciosa sangre! ¡Ante tus heridas, frescas todavía —cuyas mudas bocas, cuyos rojizos labios se entreabren para invocar de mi lengua la voz y la expresión—, profetizo ahora: caerá una maldición sobre los huesos del hombre: discordias intestinas y los furores de la guerra civil devastarán a Italia entera! ¡Sangre y destrucción serán tan comunes y las escenas de muerte tan familiares que las madres se contentarán con sonreir ante la vista de sus niños descuartizados por las manos de la guerra! ¡Las acciones bárbaras sofocarán toda piedad! ¡Y el espíritu de César, hambriento de venganza, vendrá en compañía de Atis ( La diosa de la venganza), salida del infierno, y gritará en estos confines con su regia voz: «¡Matanza!», y desencadenará los perros de la guerra! ¡Este crimen se extenderá a todo el universo por los ayes de los moribundos solicitando sepultura!

(Entra un CRIADO.)

¿Estáis al servicio de Octavio César? ¿No es cierto?

CRIADO. — Sí, Marco Antonio.

ANTONIO. — César le escribió para que viniera a Roma.

CRIADO. — Recibió sus cartas y está en camino. Me encargó que os dijera de viva voz una palabra… ¡Oh César,.,

(Viendo el cuerpo.)

ANTONIO. — ¡Tu corazón, es generoso! ¡Apártate y llora! Veo que la aflicción es contagiosa, pues mis ojos, mirando esas gotas de dolor que destilan los tuyos, se anegan en lágrimas. ¿Está en camino tu amo?

CRIADO. — Esta noche quedará a unas siete leguas de Roma.

ANTONIO. — ¡Vuelve en seguida a su encuentro y dile lo ocurrido! ¡Aquí no hay más que una Roma enlutada, una Roma peligrosa, no una Roma donde Octavio esté todavía seguro! Sal de aquí y adviérteselo… Pero quédate un instante. No te marches hasta que haya yo transportado este cadáver a la plaza pública. Allí sondearé con mi arenga cómo ha recibido el pueblo la cruel resolución de esos hombres sanguinarios. Según lo que ocurra, darás cuenta al joven Octavio del estado de las cosas. Ayúdame. (Salen con d cuerpo de CÉSAR.) [10].

SCENA SECUNDA
El foro

Entran BRUTO y CASIO y una turba de ciudadanos

CIUDADANOS. — ¡Queremos que se nos dé una explicación! ¡Que se nos explique!

BRUTO. — Pues seguidme y escuchad, amigos. Casio, id a la calle contigua y dividid la multitud. Los que deseen oírme, quédense aquí. Los que deseen acompañar a Casio, vayan con él, y se expondrán públicamente las razones de la muerte de César.

CIUDADANO PRIMERO. — Yo quiero oír hablar a Bruto.

CIUDADANO SEGUNDO. — Yo, a Casio, y así comparar sus razones cuando hayamos oído separadamente a uno y otro.

(Sale CASIO con algunos ciudadanos. BRUTO ocupa el rostrum.)

CIUDADANO TERCERO. — ¡El noble Bruto ocupa la tribuna! ¡Silencio!

BRUTO. — Tened calma hasta el fin. ¡Romanos, compatriotas y amigos! Oídme defender mi causa y guardad silencio para que podáis oírme. Creedme por mi honor y respetad mi honra, a fin de que me creáis. Juzgadme con vuestra rectitud y avivad vuestros sentidos para poder juzgar mejor. Si hubiese alguno en esta asamblea que profesará entrañable amistad a César, a él le digo que el afecto de Bruto por César no era menos que el suyo. Y si entonces ese amigo preguntase por qué Bruto se alzó contra César, ésta es mi contestación: «No porque amaba a César menos, sino porque amaba más a Roma.» ¿Preferiríais que César viviera y morir todos esclavos a que esté muerto César y todos vivir libres? Porque César me apreciaba, le lloro; porque fue afortunado, le celebro; como valiente, le honro; pero por ambicioso, le maté. Lágrimas hay para su afecto, gozo para su fortuna, honra para su valor y muerte para su ambición. ¿Quién hay aquí tan abyecto que quisiera ser esclavo? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido! ¿Quién hay aquí tan estúpido que no quisiera ser romano? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido! ¿Quién hay aquí tan vil que no ame a su patria? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido! Aguardo una respuesta. TODOS. — ¡Nadie, Bruto, nadie! BRUTO. — ¡Entonces, a nadie he ofendido! ¡No he hecho con César sino lo que haríais con Bruto! Los motivos de su muerte están escritos en el Capitolio. Su gloria no se amengua, en cuanto la merecía, ni se exageran sus ofensas, por las cuales ha sufrido la muerte.

(Entran ANTONIO y otros con el cuerpo de CÉSAR.)

Aquí llega su cuerpo, que doliente conduce Marco Antonio, que, aunque no tomó parte en su muerte, percibirá los beneficios de ella, o sea un puesto en la república. ¿Quién de vosotros no obtendrá otro tanto? Con esto me despido, que, igual que he muerto a mi mejor amigo por la salvación de Roma, tengo el mismo puñal para mí propio cuando plazca a mi patria necesitar mi muerte.

TODOS. — ¡Viva Bruto! ¡Viva, viva!

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Conduzcámosle en triunfo hasta su casa!

CIUDADANO SEGUNDO. — Erijámosle fina estatua, como a sus antepasados.

CIUDADANO TERCERO. — ¡Nombrémosle César!

CIUDADANO CUARTO. — ¡Lo mejor de César será coronado en Bruto!

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Llevémosle a su casa entre vítores y aclamaciones!

BRUTO. — ¡Compatriotas!… CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Callad! ¡Silencio! Habla Bruto.

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Callad, eh!

BRUTO. — Queridos compatriotas, dejadme marchar solo, y en obsequio mío, quedaos aquí con Antonio. Honrad el cadáver de César y oíd la. Apología de sus glorias, que, con nuestro beneplácito, pronunciará Antonio. ¡Os suplico que nadie, excepto yo, se aleje de aquí hasta que Antonio haya hablado!

(Sale.)

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Quedémonos, eh! ¡Y oigamos a Marco Antonio!

CIUDADANO TERCERO. — Que suba a la tribuna pública y le escucharemos. ¡Vamos, noble Antonio!

ANTONIO. — ¡Por consideración a Bruto me veis ante vosotros!

(Sube a la tribuna.)

CIUDADANO CUARTO. — ¿Qué dice de Bruto?

CIUDADANO TERCERO. — Dice que por consideración a Bruto le vemos en nuestra presencia.

CIUDADANO CUARTO — ¡Lo mejor sería que no hablase aquí mal de Bruto!

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Este César era un tirano!

CIUDADANO TERCERO. — Sin duda alguna, y es una bendición para nosotros que Roma se haya librado de él.

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Silencio! ¡Escuchemos lo que Antonio diga!

ANTONIO. — ¡Amables romanos!…

CIUDADANO. — ¡Eh, silencio! ¡Oigámosle!

ANTONIO. — ¡Amigos, romanos, compatriotas, prestadme atención! ¡Vengo a inhumar a César, no a ensalzarle! ¡El mal que hacen los hombres les sobrevive! ¡El bien queda frecuentemente sepultado con sus huesos! ¡Sea así con César! El noble Bruto os ha dicho que César era ambicioso. Si lo fue, era la suya una falta, y gravemente lo ha pagado. Con la venía de Bruto y los demás —pues Bruto es un hombre honrado, como son todos ellos, hombres todos honrados— vengo a hablar en el funeral de César. Era mi amigo, para mí leal y sincero, pero Bruto dice que era ambicioso, y Bruto es un hombre honrado. Infinitos cautivos trajo a Roma, cuyos rescates llenaron el tesoro público. ¿Parecía esto ambición en César? Siempre que los pobres dejaran oír su voz lastimera, César lloraba. ¡La ambición debería ser de una sustancia más dura! No obstante, Bruto dice que era ambicioso, y Bruto es un hombre honrado. Todos visteis que en las Lupercales le presenté tres veces una corona real, y la rechazó tres veces. ¿Era esto ambición? No obstante, Bruto dice que era ambicioso, y, ciertamente, es un hombre honrado. ¡No hablo para desaprobar lo que Bruto habló! ¡Pero estoy aquí para decir lo que sé! Todos le amasteis alguna vez, y no sin causa. ¿Qué razón, entonces, os detiene ahora para no llevarle luto? ¡Oh raciocinio! ¡Has ido a buscar asilo en los irracionales, pues los hombres han perdido la razón! ¡Toleradme! ¡Mí corazón está ahí, en ese féretro, con César, y he de detenerme hasta que torne a mí…

CIUDADANO PRIMERO. — Pienso que tiene mucha razón en lo que dice.

CIUDADANO SEGUNDO. — Si lo consideras detenidamente, se ha cometido con César una gran injusticia.

CIUDADANO CUARTO. — ¿Habéis notado sus palabras? No quiso aceptar la corona. Luego es cierto que no era ambicioso.

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Si resulta, les pesará a algunos!

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Pobre alma! ¡Tiene enrojecidos los ojos por el fuego de las lágrimas!

CIUDADANO TERCERO. — ¡En Roma no existe un hombre más noble que Antonio!

CIUDADANO CUARTO. — Observémosle ahora. Va a hablar de nuevo.

ANTONIO. — ¡Ayer todavía, la palabra de César hubiera podido hacer frente al universo! ¡Ahora yace ahí, y nadie hay tan humilde que le reverencie! ¡Oh señores! Si estuviera dispuesto a excitar al motín y a la cólera a vuestras mentes y corazones, sería injusto con Bruto y con Casio, quienes, como todos sabéis, son hombres honrados. ¡No quiero ser injusto con ellos! ¡Prefiero serlo con el muerto, conmigo y con vosotros, antes que con esos hombres tan honrados! pero he aquí un pergamino con el sello de César. Lo hallé en su. gabinete y es su testamento. ¡Oiga el pueblo su voluntad —aunque, con vuestro permiso, no me propongo leerlo— e irá a besar las heridas de César muerto y a empapar sus pañuelos en su sagrada , sangre! ¡Sí! ¡Reclamará un cabello suyo como reliquia, y al morir lo transmitirá por testamento como un rico legado a su posteridad!

CIUDADANO CUARTO. — ¡Queremos conocer el testamento! ¡Leedlo, Marco Antonio! ,

TODOS. — ¡El testamento! ¡El testamento! ¡Queremos oír el testamento de César!

ANTONIO. — ¡Sed pacientes, amables amigos! ¡No debo leerlo! ¡No es conveniente que sepáis hasta qué extremo os amó César! Pues siendo hombres y no leños ni piedras, ¡sino hombres!, al oír el testamento de César os enfureceríais llenos de desesperación. Así, no es bueno haceros saber que os instituye sus herederos, pues si lo supierais, ¡oh!, ¿qué no habría de acontecer?

CIUDADANO CUABTO. — ¡Leed el testamento, queremos oírlo! ¡Es preciso que nos leáis el testamento! ¡El testamento!

ANTONIO. — ¿Tendréis paciencia? ¿Permaneceréis un. momento en calma? He ido demasiado lejos al deciros esto. Temo agraviar a los honrados hombres cuyos puñales traspasaron a César. ¡Lo temo!

CIUDADANO CUARTO. —»¡Son unos traidores! ¡Hombres honrados!

TODOS. — ¡Su última voluntad! ¡El testamento!

ANTONIO. — ¿Queréis obligarme entonces a leer el testamento? Pues bien: formad círculo en torno del cadáver de César y dejadme enseñaros al que hizo el testamento. ¿Descenderé? ¿Me dais vuestro permiso?

TODOS. — ¡Bajad!

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Descended!

(ANTONIO desciende de la tribuna.)

CIUDADANO TERCERO. — Estáis autorizado.

CIUDADANO CUARTO. — Formad círculo. Colocaos alrededor.

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Apartaos del féretro, apartaos del cadáver!

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Lugar para Antonio, para el muy noble Antonio!

ANTONIO. — ¡No, no os agolpéis encima de mí! ¡Quedaos a distancia!

VARIOS CIUDADANOS. — ¡Atrás! ¡Sitio! ¡Echaos atrás!

ANTONIO. — ¡Si tenéis lágrimas, disponeos ahora a verterlas! ¡Todos conocéis este manto! Recuerdo cuando César lo estrenó. Era una tarde de estío, en su tienda, el día que venció a los de Nervi. ¡Mirad: por aquí penetró el puñal de Casio! ¡Ved qué brecha abrió el implacable Casca! ¡Por esta otra le hirió su muy amado Bruto! ¡Y al retirar su maldecido acero, observad cómo la sangre de César parece haberse lanzado en pos de él, como para asegurarse de si era o no Bruto el que tan inhumanamente abría la puerta! ¡Porque Bruto, como sabéis, era el ángel de César! ¡Juzgad, oh dioses, con qué ternura le amaba César! ¡Ése fue el golpe más cruel de todos, pues cuando el noble César vio que él también le hería, la ingratitud, más potente que los brazos de los traidores, le anonadó completamente! ¡Entonces estalló su poderoso corazón, y, cubriéndose el rostro con el manto, el gran César cayó a los pies de la estatua de Pompeyo, que se inundó de sangre! ¡Oh, qué caída, compatriotas! ¡En aquel momento, yo, y vosotros y todos ; caímos, y la traición sangrienta triunfó sobre nosotros! ¡Oh, ahora lloráis y percibo sentir en vosotros la impresión de la piedad! ¡Esas lágrimas son generosas! ¡Almas compasivas! ¿Por qué lloráis, cuando aún no habéis visto más que la desgarrada vestidura de César? ¡Mirad aquí! ¡Aquí está él mismo, acribillado, como veis, por los traidores!

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Oh lamentable espectáculo!

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Oh noble César!

CIUDADANO TERCERO. — ¡Oh desgraciado día!

CIUDADANO CUARTO. — ¡Oh traidores, villanos!

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Oh cuadro sangriento!

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Seremos vengados!

TODOS. — ¡Venganza!… ¡Pronto!… ¡Buscad!… ¡Quemad!… ¡Incendiad!… ¡Matad!… ¡Degollad!… ¡Que no quede vivo un traidor!…

ANTONIO. — ¡Deteneos, compatriotas!…

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Silencio! ¡Oíd al noble Antonio!

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Le escucharemos! ¡Le seguiremos! ¡Moriremos con él!

ANTONIO. — ¡Buenos amigos, apreciables amigos, no os excite yo con esa repentina explosión de tumulto! Los que han consumado esta acción son hombres dignos. ¿Qué secretos agravios tenían para hacerlo? ¡Ay! Lo ignoro. Ellos son sensatos y honorables, y no dudo que os darán razones. ¡Yo no vengo, amigos, a concitar vuestras pasiones! Yo no soy orador como Bruto, sino, como todos sabéis, un hombre franco y sencillo, que amaba a su amigo, y esto lo saben bien los que públicamente me dieron licencia para hablar de él. ¡Porque no tengo ni talento, ni elocuencia, ni mérito, ni estilo, ni ademanes, ni el poder de la oratoria, que enardece la sangre de los hombres! Hablo llanamente y no os digo sino lo que todos conocéis. ¡Os muestro las heridas del bondadoso César, pobres, pobres bocas mudas, y les pido que ellas hablen de mí! ¡Pues si yo fuera Bruto y Bruto fuera Antonio, ese Antonio exasperaría vuestras almas y pondría una lengua en cada herida de César, capaz de conmover y levantar en motín las piedras de Roma!

TODOS. — ¡Nos amotinaremos!

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Prendamos fuego a la casa de Bruto!

CIUDADANO TERCERO. — ¡En marcha, pues! ¡Venid! ¡Busquemos a los conspiradores!

ANTONIO. — ¡Oídme todavía, compatriotas! ¡Oídme todavía!

TODOS. — ¡Silencio, eh!… ¡Escuchad a Antonio!… ¡Muy noble Antonio!

ANTONIO. — ¡Amigos, no sabéis lo que vais a hacer! ¿Qué ha hecho César para así merecer vuestros afectos? ¡Ay! ¡Aún lo ignoráis! ¡Debo, pues, decíroslo! ¡Habéis olvidado el testamento de que os hablé!

TODOS. — ¡Es verdad! ¡El testamento! ¡Quedémonos y oigamos el testamento!

ANTONIO. — Aquí está, y con el sello de César. A cada ciudadano de Roma, a cada hombre, individualmente, lega setenta y cinco dracmas.

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Qué noble César! ¡Vengaremos su muerte!

CIUDADANO TERCERO. — ¡Oh regio César!

ANTONIO. — ¡Oídme con paciencia!

TODOS. — ¡Silencio, eh!

ANTONIO. — Os lega además todos sus paseos, sus quintas particulares y sus jardines recién plantados a este lado del Tíber. Los deja a perpetuidad a vosotros y a vuestros herederos como parques públicos para que os paseéis y recreéis. ¡Éste era un César! ¿Cuándo tendréis otro semejante?

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Nunca, nunca! ¡Venid! ¡Salgamos! ¡Salgamos! ¡Queremos su cuerpo en el sitio sagrado e incendiaremos con teas las casas de los traidores! ¡Recoged el cadáver!

CIUDADANO SEGUNDO. — ¡Id en busca de fuego!

CIUDADANO TERCERO. — ¡Destrozad los bancos!

CIUDADANO CUARTO. — ¡Haced pedazos los asientos, las ventanas, todo!

(Salen los CIUDADANOS con el Cuerpo.)

ANTONIO. — ¡Ahora, prosiga la obra! ¡Maldad, ya estás en pie! ¡Toma el curso que quieras!

(Entra un CRIADO.)

¿Qué ocurre, mozo?

CRIADO. — Octavio ha llegado a Roma.

ANTONIO. — ¿Dónde está?

CRIADO. — Él y Lépido se hallan en casa de César.

ANTONIO. — Voy inmediatamente a verle. Viene a medida del deseo. La fortuna está de buen humor y, en su capricho, nos lo concederá todo.

CRIADO. — Le he oído decir que Bruto y Casio han escapado como locos por las puertas de Roma.

ANTONIO’. — Es posible que tuvieran alguna información sobre los sentimientos del pueblo y la manera como lo he sublevado. Llévame ante Octavio.

(Salen.)

SCENA TERTIA

Una calle

Entra CINA el poeta

CINA. — Esta noche he soñado que estaba en un festín con César, y siniestros presagios atormentan mi imaginación. No tengo deseo de salir de casa, y, sin embargo, un algo desconocido me impulsa.

(Entran CIUDADANOS.)

CIUDADANO PRIMERO. — ¿Cuál es vuestro nombre?

CIUDADANO SEGUNDO. — ¿Adonde vais?

CIUDADANO TERCERO. — ¿Dónde vivís?

CIUDADANO CUARTO. — ¿Sois casado, o soltero?

CIUDADANO SEGUNDO. — Responded a cada uno inmediatamente.

CIUDADANO PRIMERO. — Y brevemente.

CIUDADANO CUARTO. — Y sensatamente.

CIUDADANO TERCERO. — Y francamente, os trae cuenta.

CINA. — ¿Cuál es mi nombre? ¿Adonde voy? ¿Dónde vivo? ¿Si soy casado o soltero? ¿Y luego responder a cada uno inmediatamente y brevemente, sensatamente y francamente? Pues, sensatamente, digo que soy soltero.

CIUDADANO SEGUNDO. – ¡Eso es tanto como decir que los que se casan son imbéciles Temo que eso os va a costar un golpe. Prosigue, inmediatamente.

CINA. — Inmediatamente, voy a los funerales de César.

CIUDADANO PRIMERO. — ¿Como amigo, o como enemigo?

CINA. — Como amigo.

CIUDADANO SEGUNDO. — Ese punto está contestado inmediatamente.

CIUDADANO CUARTO. — Ahora, vuestra residencia, Brevemente.

CINA. — Brevemente, resido cerca del Capitolio.

CIUDADANO TERCERO. — Vuestro nombre, señor, francamente.

CINA. — Francamente, mi nombre es Cina.

CIUDADANO PRIMERO. — ¡Desgarradle en pedazos! ¡Es un conspirador!

CINA. — ¡Soy Cina el poeta! ¡Soy Cina el poeta!

CIUDADANO CUARTO. — ¡Desgarradle por sus malos versos! ¡Desgarradle por sus malos versos!

CINA. — ¡No soy Cina el conspirador!

CIUDADANO CUARTO. — ¡No importa, se llama Cina! ¡Arrancadle solamente su nombre del corazón y dejadle marchar!

CIUDADANO TERCERO. — ¡Desgarradle! ¡Desgarradle! ¡Vengan teas! ¡Eh! ¡Teas encendidas! ¡A casa de Bruto! ¡A casa de Casio! ¡Arda todo! ¡Vayan algunos a casa de Decio, y otros a la de Casca, y otros a la de Ligario! ¡En marcha! ¡Vamos!

(Salen.)


ACTUS QUARTUS
SCENA PRIMA
Roma. — Habitación en casa de Antonio

ANTONIO, OCTAVIO y LÉPIDO, sentados alrededor de una mesa.

ANTONIO. — Todos éstos, entonces, tienen que morir. Quedan sus nombres anotados.

OCTAVIO. — Es preciso que vuestro hermano muera bien. ¿Consentís, Lépido?

LÉPIDO. — Consiento.

OCTAVIO. — Anotadlo, Antonio. .

LÉPIDO. — Pero a condición de que no vivirá Publio, el hijo de vuestra hermana, Marco Antonio.

ANTONIO. — No vivirá. Mirad. Con esta señal le condeno. Mas id, Lépido, a casa de César, traed el testamento, y veremos el modo de suprimir algunas mandas de los legados.

LÉPIDO. — ¿Qué, os encontraré luego aquí?

OCTAVIO. — Aquí o en el Capitolio.

(Salé LÉPIDO.)

ANTONIO. — Éste es un majadero, que sólo sirve para hacer recados. ¿Conviene que, dividido el mundo en tres partes, venga él a ser uno de los tres que ha de tener parte?

OCTAVIO. — Así lo juzgasteis, y pedisteis su voto sobre quiénes debían ser anotados para morir, en nuestra negra lista de proscripción.

ANTONIO. — He vivido más que vos, Octavio, y aunque confiáramos tales honores a este hombre, a fin de aliviarnos de varias cargas calumniosas, él no los llevará sino como lleva el asno el oro, jadeando y sin aliento bajo la faena, guiado o arreado, según le señalemos el camino. Y cuando haya conducido nuestro tesoro adonde nos convenga, entonces se le quita la carga y, como el asno descargado, se le deja marchar í» sacudir las orejas y patas en los prados comunales.

OCTAVIO. — Podéis hacer lo que queráis; pero es un soldado experto y valiente.

ANTONIO. — También lo es mi caballo, Octavio, y por eso le asigno su ración de forraje. Es una Criatura a la que he enseñado a combatir, encabritarse, detenerse y correr en línea recta, gobernados siempre por mi inteligencia los movimientos de su cuerpo. Hasta cierto punto, Lépido no es otra cosa. Necesita ser adiestrado, dirigido y estimulado a ir adelante. Es un individuo de natural inútil que se alimenta de inmundicias, desechos e imitaciones que, usados y gastados por otro, para él constituyen la última moda. No hablemos de él sino como de un trasto. Y ahora, Octavio, oíd grandes cosas: Bruto y Casio están reclutando tropas. Debemos hacerles frente sin demora. Reforcemos además nuestra alianza, conquistemos a nuestros amigos más leales, ensanchemos nuestros recursos y reunámonos en seguida en consejo para poder descubrir mejor los planes ocultos y afrontar los peligros evidentes.

OCTAVIO. — Hagámoslo así. Porque estamos en el poste; numerosos contrarios nos rodean, y me temo que algunos de los que nos sonríen abrigan en su corazón infinitas maldades.

(Salen.)

SCENA SECUNDA
Campo cerca de Sardis. — Ante la tienda de Bruto

Tambores, Entran BRUTO, LUCILIO, LUCIO y soldados. Los acompañan TITINIO y PÍNDARO

BRUTO. – ¡Alto, eh!

LUCILIO. — ¡Dad la seña, eh! ¡Y alto!

BRUTO. — ¡Qué hay, Lucilio! ¿Está cerca Casio?

LUCILIO. — Está al llegar, y Píndaro ha venido a saludarnos de parte de su señor.

BRUTO. — Me saluda amistosamente. Vuestro amo, Píndaro, sea por propia mudanza, o por mal consejo de sus oficiales, me ha dado motivos suficientes para ansiar que ciertas cosas hechas se deshicieran; pero si está tan próximo, me explicaré con él.

PÍNDARO. — No dudo que mi noble señor aparecerá tal como es, lleno de discreción y honorabilidad.

BRUTO. — No se duda de él. Una palabra, Lucilio. ¿Cómo os recibió? Que yo lo sepa.

LUCILIO.—Con bastante respeto y cortesía; pero no con las mismas pruebas de familiaridad ni con aquel libre y amistoso trato que antes le eran habituales.

BRUTO. — Acabas de describirme al ardoroso amigo que se entibia. Observad, Lucilio, que cuando la amistad comienza a debilitarse y decaer, afecta ceremonias forzadas. La fe pura y sencilla no admite disfraces , pero los hombres frívolos, como los caballos sin domar, hacen alarde y ostentación de su energía; cuando sienten la sangrienta espuela, dejan caer la cabeza. Y, como rocines falsos, sucumben en la prueba, adelantan sus tropas?

LUCILIO. — Tienen intención de acampar esta noche en Sardis. El grueso del ejército, la caballería inclusíve, vienen con Casio.

(Marcha dentro.)

BRUTO — ¡Escuchad! Ya ha llegado. Vamos sin ruido a su encuentro.

(Entran CASIO y soldados.)

CASIO. — ¡Firmes! ¡Eh!

BRUTO. — ¡Firmes! ¡Transmitid la seña a lo largo de las filas!

SOLDADO PRIMERO. — ¡Firmes!

SOLDADO SEGUNDO. — ¡Firmes!

SOLDADO TERCERO. — ¡Firmes!

CASIO. — ¡Habéis sido injusto conmigo, noble hermano!

BRUTO. — ¡Juzgadme, dioses! ¿Soy injusto con mis amigos? Y si no lo soy, ¿cómo podría serlo con un hermano?

CASIO. — Bruto, bajo esa templada apariencia encubrís injusticias. Y cuando las causáis…

BRUTO. — ¡Conteneos, Casio! Exponed quedamente vuestras quejas. Os conozco bien. Aquí, en presencia de nuestros dos ejércitos, que no deben ver en nosotros sino cariño, no discutamos. Mandad que se retiren. Después, en mi tienda, extendeos en vuestros agravios, Casio, y yo os prestaré atención.

CASIO. — Píndaro, decid a nuestros jefes que retiren sus tropas a alguna distancia.

BRUTO.—Haced igual, Lucilio, y que nadie se acerque a nuestra tienda hasta que haya dado fin nuestra entrevista. Que Lucio y Titinio guarden la entrada.

(Salen.)
SCENA TERTIA
La tienda de Bruto

Entran BRUTO y CASIO

CASIO. — Que habéis obrado injustamente conmigo se demuestra en esto: habéis condenado e infamado a Lucio Pela por recibir sumas ilícitas de los sardianos, por donde mis cartas intercediendo en su favor, pues le conozco, han sido acogidas con desprecio.

BRUTO. — Vos mismo os hicisteis justicia erigiéndoos en defensor de semejante causa.

CASIO. — En tiempos como éste no se debe insistir tanto sobre una falta insignificante.

BRUTO. — Permitidme que os diga, Casio, que vos, vos mismo, sois muy censurado por tener una mano codiciosa para vender y traficar por oro nuestros empleos a gente indigna.

CASIO. — ¡Yo una mano codiciosa! ¡Bruto, sabéis que sois vos el que habla de eso, o, ¡por los dioses!, éstas fueron vuestras últimas palabras!

BRUTO. — El nombre de Casio encubre tal corrupción, y por ello el castigo no se atreve a levantar cabeza.

CASIO. — ¡El castigo!

BRUTO. — ¡Acordaos de marzo, acordaos de los idus de marzo! ¿No fue por hacer justicia por lo que corrió sangre del gran Julio? ¿Qué miserable tocó su cuerpo y lo hirió que no fuera por justicia? ¡Qué! ¿Habrá alguno de nosotros, los que inmolamos al hombre más grande de todo el universo porque amparó bandidos, que manche ahora sus dedos con bajos sobornos y venda la elevada mansión de nuestros amplios honores , por la vil basura que así puede obtenerse? ¡Antes que semejante romano, preferiría ser un perro y ladrar a la Luna!

CASIO. — ¡Bruto, no me provoquéis, que no lo soportaría .Os olvidáis de vos mismo al censurarme! Soy un soldado, un soldado más antiguo en la práctica, más competente que vos mismo para dictar condiciones.

BRUTO. — ¡Marchaos! ¡Vos no sois Casio!

CASIO. — ¡Lo soy!

BRUTO. — ¡Os digo que no!

CASIO. — ¡No me irritéis más, que me olvidaré de mí mismo! ¡Pensad en vuestra existencia! ¡No me tentéis demasiado!

BRUTO. — ¡Fuera, majadero!

CASIO. — ¿Es posible?

BRUTO. — ¡Escuchadme, pues quiero que me oigáis! ¿Debo dar lugar y curso libre a vuestra cólera desenfrenada? ¿Temblaré porque me mire un loco?

CASIO. — ¡Oh dioses! ¡Oh dioses! ¿He de sufrir todo esto?

BRUTO. — ¡Todo esto! ¡Sí, y más! ¡Enfureceos hasta que estalle vuestro altivo corazón! ¡Id, patentizad a vuestros siervos lo colérico que sois, y que tiemblen vuestros esclavos! ¿Apartarme yo? ¡Por los dioses, que digeriréis el veneno de vuestro coraje aunque os haga reventar, pues desde hoy os tomaré como mi pasatiempo, sí, como mi hazmerreír, cuando os halléis irritado!

CASIO. — ¿A esto hemos venido?

BRUTO. — ¡Decís que sois mejor soldado! ¡Pues hacedlo ver! Justificad vuestra jactancia y yo lo celebraré. Por lo que a mí respecta, me alegraría recibir lecciones de hombres experimentados.

CASIO — ¡Sois injusto conmigo, Bruto; injusto por todos conceptos! ¡Dije más antiguo, no mejor soldado! ¿Dije mejor? BRUTO. — ¡Si lo dijisteis, no me importa!

CASIO. — ¡Cuando César vivía no se hubiera atrevido a provocarme así!

BRUTO. — ¡Silencio! ¡Silencio! ¡No os hubierais atrevido a tentarlo de ese modo!

CASIO. — ¡Que no me hubiera atrevido!

BRUTO. — ¡No!

CASIO. — ¡Cómo! ¿No me hubiera atrevido a provocarlo?

BRUTO. — ¡Por vuestra vida que no!

CASIO. — ¡No confiéis demasiado en mi afecto, que podría hacer algo que sintiera después!

BRUTO. — ¡Ya habéis hecho lo que debierais sentir! ¡No hay terror, Casio, en vuestras amenazas, porque estoy tan fuertemente armado de honradez, que pasan sobre mí como el vano soplo del viento, al que no presto atención! ¡Os mandó pedir ciertas sumas de oro, que me habéis negado; porque yo no sé procurarme dinero por procedimientos viles! ¡Por el cielo! ¡Antes acuñaría mi corazón, trocando las gotas de mi sangre en dracmas, que arrancar de las endurecidas manos de los campesinos su mísero metal por medios ilícitos! ¡Os mandé pedir dinero para pagar mis legiones, y me lo negasteis! ¿Procedisteis como Casio? ¿Habría yo respondido así a Cayo Casio? ¡Cuando Marco Bruto se vuelva tan sórdido que cierre con llave a sus amigos esas miserables piezas, aprestad, dioses, todos vuestros rayos y hacedle pedazos!

CASIO. — ¡No os negué nada!

BRUTO. — ¡Lo, negasteis!

CASIO. — ¡No lo negué! ¡Era un idiota el que trajo mi respuesta! ¡Bruto ha destrozado mi corazón! Un amigodebiera sobrellevar las flaquezas de sus amigos; pero Bruto agranda las mías.

BRUTO. — ¡No lo hago más que cuando las aplicas contra mí!

CASIO. — ¡No me estimáis!

BRUTO. — ¡No estimo vuestras faltas!

CASIO. — ¡Los ojos de un amigo no debieran ver nunca estas faltas!

BRUTO. — ¡No las verían los de un adulador, aunque son tan enormes como el alto Olimpo!

CASIO. — ¡Venid, Antonio, y venid, joven Octavio! ¡Saciad vuestra venganza en Casio únicamente, pues Casio está harto del mundo, aborrecido por aquel a quien ama, ultrajado por su hermano, reprendido como un siervo, con todas sus faltas observadas, apuntadas en un libro de notas, estudiadas y aprendidas de memoria para arrojárselas al rostro! ¡Oh! ¡Mí alma podría escaparse de mis ojos con mi llanto! ¡He aquí mi puñal, y he aquí mi pecho desnudo, y dentro un corazón más valioso que las minas de Pluto ( el dios de la riqueza), más rico que el oro! ¡Si eres un digno romano, tómalo! ¡Yo, que te negué el oro, te entrego mi corazón! ¡Hiere, como hiciste con César, pues yo sé que cuando más le odiaste le estimabas mucho más de lo que siempre quisiste a Casio!

BRUTO. — Envainad vuestro puñal. Encolerizaos cuando os plazca, ya os desahogaréis, y haced vuestro deseo. ¡El deshonor será chanza! ¡Oh Casio! ¡Estáis uncido con un cordero, que tolera la cólera; como el fuego al pedernal, que, golpeado fuertemente, despide una chispa rápida y se enfría al instante.

CASIO. — ¿Ha vivido Casio para servir de hazmerreír y pasatiempo a su Bruto cuando el pesar y la sangre destemplada le enardecían?

BRUTO. — ¡Cuando habló así, me hallaba muy destemplado!

CASIO. — ¿Lo reconocéis? Dadme vuestra diestra.

BRUTO. — ¡Y mi corazón también!

CASIO. — ¡Oh Bruto!

BRUTO. — ¿Qué os sucede?

CASIO. — ¿No tenéis afecto suficiente para sufrirme, cuando este genio violento que heredé de mi madre me hace olvidar todo?

BRUTO. — Sí, Casio, y en lo sucesivo, cuando os exaltéis en demasía con vuestro Bruto, él pensará que regaña vuestra madre, y asunto arreglado.

POETA. — (Dentro.) ¡Dejadme entrar a ver a los generales! ¡Hay algún resentimiento entre ellos! ¡No conviene dejarlos solos!

LUCILIO. — (Dentro.) ¡Pues no llegaréis hasta su presencia! POETA. — (Dentro.) ¡Nada sino la muerte me detendrá!

(Entra el POETA, seguido de Lucio, TITINIO y Lucio.)

CASIO. — ¿Qué hay? ¿Qué pasa?

POETA. — ¡Generales, qué oprobio! ¿Qué intentáis? Haya amor y amistad como es debido. Más años que vosotros he vivido.

CASIO. — ¡Ah! ¡Ah! ¡Que detestablemente rima el cínico!

BRUTO. — ¡Fuera de aquí, sinvergüenza! ¡Lárgate, impertinente!

CASIO. — ¡Tened indulgencia con él, Bruto; es su estilo!

BRUTO. — ¡Yo sabré soportar su genialidad cuando él sepa ser oportuno! ¿Qué tiene que ver la guerra con estos locos danzantes? ¡Fuera, camarada!

CASIO- — ¡Vamos, vamos; marchad!

(Sale el Poeta.)

BRUTO. — Lucilio y Títinio, encargad a los jefes que preparen alojamiento a sus compañías esta noche.

CASIO. — Y volved, trayéndonos inmediatamente a Mesala.

(Salen LUCILIO y TÍTINIO.)

BRUTO. — ¡Lucio, un vaso de vino!

(Sale Lucio.)

CASIO.—¡No pensé que fuerais tan propenso al furor!

BRUTO. — ¡Oh Casio: me afligen grandes dolores!

CASIO. — ¡Mal aplicáis vuestra filosofía si cedéis a desdichas pasajeras!

BRUTO. — ¡Nadie como yo soporta el dolor! ¡Porcia ha muerto!

CASIO. — ¡Cómo! ¡Porcia!

BRUTO. — ¡Ha muerto!

CASIO. — ¿Cómo no me habéis dado muerte cuando así os he contrariado? ¡Oh pérdida sensible e irreparable! ¿De qué enfermedad?

BRUTO. — Impaciente por mi ausencia y apenada de que el joven Octavio y Marco Antonio se hayan hecho tan fuertes —pues con su muerte recibí esa noticia—, se extravió su razón y, aprovechando un momento que la dejaron sola, tragó ascuas encendidas.

CASIO. — ¿Y ha muerto así?

BRUTO. — ¡Así, exactamente!

CASIO. — ¡Oh dioses inmortales!

(Entra Lucio con vino y bujías.)

BRUTO. — ¡No hablemos más de ella! ¡Dame un vaso de vino! ¡En esto entierro todo enojo, Casio! (Bebe.)

CASIO. — ¡Mi corazón está sediento de este noble brindis! ¡Llena, Lucio, llena de vino la copa hasta que se derrame! Jamás beberé lo bastante por el afecto dé Bruto. (Bebe.)

BRUTO. — ¡Adelante, Titinio!

(Sale Lucio. Vuelve a entrar Titinio, con MESALA.)

¡Bien venido, buen Mesala! Sentémonos ahora aquí, en torno de esta vela, y examinemos las necesidades de nuestra situación.

CASIO. — ¡Porcia! ¿Ya no estás viva?

BRUTO. — ¡No más, os lo suplico! Mesala, he recibido cartas de que el joven Octavio y Marco Antonio avanzan sobre nosotros con poderosas fuerzas y dirigen su marcha hacia Filipos.

MESALA. — Tengo cartas por el mismo tenor.

BRUTO. — ¿Añaden algo más?

MESALA. — Que, por proscripciones y decretos ilegales, Octavio, Antonio y Lapido han condenado a muerte a un centenar de senadores.

BRUTO. — No concuerdan nuestras cartas en ese punto. Las mías hablan sólo de setenta senadores muertos por sus proscripciones, siendo Cicerón uno.

CASIO. — ¡Cicerón uno!

MESALA. — Cicerón ha muerto, y en virtud de esa orden de proscripción. ¿Habéis recibido cartas de vuestra esposa, señor?

BRUTO. — No, Mesala.

MESALA. — ¿Ni hay ninguna cosa de ella escrita en esas cartas?

BRUTO. — Ninguna, Mesala.

MESALA. — Me parece extraño.

BRUTO. — ¿Por qué lo preguntáis? ¿Os hablan algo de ella en las vuestras?

MESALA. — No, señor.

BRUTO. — ¡Vamos, como romano que sois, decidme la verdad. !

MESALA. — Pues, como romano, soportadla; porque ciertamente, ha muerto, y de extraña manera.

BRUTO. — ¡Adiós, pues, Porcia! ¡Tenemos que morir, Mesala; y meditando en, que ella debía finar un día, hallo resignación para sufrir esto ahora!

MESALA. — ¡Así es como deben conllevar los grandes hombres sus grandes infortunios!

CASIO. — En teoría tengo mucho de eso, como vos; pero mi naturaleza de ningún modo podría soportarlo.

BRUTO. — Bueno, a lo que concierne a los vivos. Qué opináis de marchar inmediatamente a Filipos?

CASIO. — No lo creo conveniente. BRUTO. — ¿Por qué razón?

CASIO. — Por ésta: es preferible que el enemigo nos busque. Así consumirá sus recursos y cansará a sus soldados, haciéndose la ofensa a sí propio; en tanto nosotros, permaneciendo inmóviles, estamos descansados, fuertes para la defensa, y ágiles.

BRUTO. — Los buenos argumentos deben ceder, necesariamente, ante los mejores. Los pueblos enclavados entre Filipos y esta región se mantienen en una adhesión forzada, pues de mal grado nos dieron los impuestos. El enemigo, marchando por entre ellos, engrosará con ellos sus filas y vendrá refrescado, aumentado y brioso. Pero le quitaremos esta ventaja si le hacemos frente en Filipos, dejando a nuestra espalda estos pueblos.

CASIO. — Escuchadme, querido hermano.

BRUTO. — Perdonadme. Debéis tener presente además que nuestros amigos nos dieron ya lo último, , nuestras legiones están completas y nuestra causa en sazón. El enemigo crece cada día. Nosotros, en la cúspide, estamos expuestos al reflujo. Existe una marea en los asuntos humanos, que, tomada en pleamar, conduce a la fortuna; pero, omitida, todo el viaje de la vida va circuido de escollos y desgracias. En esa pleamar flotamos ahora, y debemos aprovechar la comente cuando es favorable o perder nuestro cargamento.

CASIO. — Entonces, vayamos, como deseáis. Nos pondremos en marcha y los encontraremos en Filipos.

BRUTO. — Mientras hablábamos, la noche ha condensado sus tinieblas, y la naturaleza debe obedecer a la necesidad. La satisfaremos mezquinamente con un breve reposo. ¿No hay más que decir?

CASIO. — Nada más. ¡Buenas noches! Nos levantaremos mañana con la aurora, y en marcha.

BRUTO. — ¡Lucio!

(Vuelve a entrar Lucio.)

Mi manto.

(Sale. Lucio.)

¡Adiós, querido Mésala! ¡Buenas noches, Titinio! ¡Noble, noble Casio, buenas noches y buen reposo!

CASIO. — ¡Oh mi querido hermano! ¡La noche tuvo un mal principio! ¡Que jamás se susciten entre nuestras almas semejantes discordias! ¡No lo permitáis, Bruto!

BRUTO. — ¡Todo ha pasado ya!

CASIO. — ¡Felices noches, señor!

BRUTO. — ¡Felices noches, querido hermano!

TITINIO y MESALA. — ¡Buenas noches, Bruto¡

BRUTO. — ¡Adiós a todos!

(Salen todos, menos BRUTO. Vuelve a entrar Lucio con el manto.)

Dadme el manto. ¿Dónde está tu instrumento? ,

Lucio. — Aquí, en la tienda.

BRUTO. — ¡Cómo! ¿Hablas medio dormido? ¡Pobre muchacho! No te reprendo; velas en demasía. Llama a Claudio y algún otro de mis criados. Los haré dormir en mi tienda sobre cojines.

LUCIO. — ¡Varrón! ¡Claudio!

(Entran VARRÓN y CLAUDIO.)

VARRÓN. — ¿Llamabais, señor?

BRUTO. — ¡Tened la bondad, señores, de acostaros en mi tienda y dormir! Puede que os tenga que levantar para asuntos con mi hermano Casio.

VARRÓN. — Si os parece, permaneceremos en pie, aguardando vuestras órdenes.

BRUTO. — No lo permitiré. ¡Acostaos, queridos señores! Tal vez mude de pensamiento. ¡Mira, Lucio, aquí está el libro que tanto buscaba! Lo puse en el bolsillo de mi manto.

(VARRÓN?/ CLAUDIO se, acuestan.)

LUCIO. — Estaba seguro de que su señoría no me lo había entregado.

BRUTO. — ¡Perdóname, buen muchacho; soy muy olvidadizo! ¿Puedes abrir por un rato tus ojos soñolientos y tocar uno o dos trozos en tu instrumento?

LUCIO. — Sí, señor, si os agrada.

BRUTO. — Hazlo, muchacho. Te molesto demasiado; pero tienes buena voluntad.

LUCIO. — Es mi deber, señor.

BRUTO. — Yo no reclamaría tu deber más allá de tus fuerzas. Sé que la sangre joven necesita su tiempo de reposo.

LUCIO. — He dormido ya, señor.

BRUTO. — Has hecho bien, y dormirás de nuevo. No te detendré largo rato. Si vivo, seré bueno para ti.

(Música y un canto.)

Es un aire soñoliento… ¡Oh sueño asesino! ¿Dejas caer tu plúmbea maza sobre mi joven, que te ofrece música? ¡Gentil mancebo, buenas noches! ¡No seré tan cruel que te despierte! ¡Si cabeceas, vas a romper tu instrumento! Te lo quitaré. ¡Buenas noches, buen muchacho!… Vamos a ver. ¿No está doblada la hoja donde dejé la lectura? Aquí es, creo.

(Entra la sombra de CÉSAR.)

¡Qué mal arde osa vela! ¡Ah!… ¿Quién viene? ¡Pienso que es la debilidad de mis ojos la que forjó esta monstruosa aparición!.., ¡Se me acerca!… ¿Eres algo? ¿Eres algún dios, ángel o demonio, que haces que se hiele mi sangre y se me ericen los cabellos? ¡Dime qué eres!…

SOMBRA. — ¡Tu espíritu malo, Bruto!.

BRUTO. — ¿Por qué vienes?…

SOMBRA. — ¡A decirte que me verás en Filipos!…

BRUTO. — Bien. Entonces, ¿he de verte de nuevo?…

SOMBRA. — Sí, en Filipos…

BRUTO. — Pues te veré entonces en Filipos…

(Desaparece la sombra.)

¡Ahora que he recobrado el ánimo te desvaneces!;.. ¡Mal espíritu, quisiera hablar más contigo!… ¡Muchacho, Lucio! ¡Varrón! ¡Claudio! ¡Señores, despertad! ¡Claudio!

LUCIO. — ¡Señor, las cuerdas están destempladas!

BRUTO.— ¡Piensa que todavía se halla con su instrumento! ¡Despierta, Lucio!

LUCIO. — ¡Señor!

BRUTO. — ¿Es que soñabas, Lucio, para gritar así? –

LUCIO. — Señor, no creo haber gritado.

BRUTO. — ¡Si que lo has hecho! ¿Viste alguna cosa?

LUCIO. — Nada, señor.

BRUTO. — Sigue durmiendo, Lucio… ¡Claudio, pícaro! (A VARRÓN.) ¡Tú, amigo, despertad!

VARRÓN. — ¡Señor!

CLAUDIO. – ¡Señor!

BRUTO. — ¿Por qué habéis gritado así, señores, en vuestro sueño?

VARRÓN y CLAUDIO. — ¿Nosotros, señor?

BRUTO. — ¡Sí! ¿Visteis alguna cosa?

VARRÓN. — ¡No, señor; no he visto nada!

CLAUDIO. — ¡Ni yo, señor!

BRUTO. — ¡Id y saludad en mi nombre a mi hermano Casio! ¡Decidle que se adelante cuanto antes con sus tropas, y le seguiremos!

VARRÓN y CLAUDIO. — ¡Así se hará, señor!

(Salen.)


ACTUS QUINTUS
SCENA PRIMA
Las llanuras de Filipos

Entran OCTAVIO, ANTONIO y su ejército

OCTAVIO. — Ahora, Antonio, se realizan nuestras desesperanzas. Dijisteis que el enemigo no bajaría, sino que seguiría ocupando las montañas y las altas mesetas. No ha sido así. Sus batallones están a la mano. Su intención es adelantársenos aquí, en Filipos, contestando antes que les preguntemos.

ANTONIO. — ¡Bah!, estoy en sus secretos y sé por qué lo hacen. Ya se contentarían con visitar otros sitios; y si descienden con bravatas para intimidar, imaginando que por ese medio infunden en nuestros pensamientos la idea de que tienen valor; pero no es así.

(Entra un MENSAJERO.)

MENSAJERO. — ¡Preparaos, generales! ¡El enemigo avanza en bizarra ostentación! ¡Ha enarbolado su sangrienta bandera de combate, y es preciso tomar en seguida las medidas necesarias!

ANTONIO. — Octavio, avanzad lentamente con vuestras tropas sobre la izquierda del terreno llano.

OCTAVIO. — Sobre la derecha, yo; toma tú la izquierda.

ANTONIO. — ¿Por qué contrariarme con esa exigencia?

OCTAVIO. — No os contrarío, sino que lo quiero así.

(Marcha) Tambores. Entran BRUTO, CASIO y sus ejércitos; Lucilio, TITINIO, MESALA y otros

BRUTO. — Hacen alto y deben querer parlamento.

CASIO. — ¡Permaneced firmes, Titinio! Es necesario salir y conferenciar.

OCTAVIO. — Marco Antonio, ¿damos la señal de batalla?

ANTONIO. — No, César; responderemos al ataque. ¡Salid de las filas! ¡Los generales quieren decirnos algo!

OCTAVIO. — ¡Nadie se mueva hasta la señal!

BRUTO. — ¡Palabras antes que golpes! ¿No es así, compatriotas?

OCTAVIO. — ¡No porque prefiramos las palabras, como vosotros!

BRUTO. — ¡Buenas palabras son mejor que malos golpes, Octavio!

ANTONIO. — ¡En vuestros malos golpes, Bruto, dais buenas palabras! ¡Dígalo el taladro que hicisteis en el corazón de César gritando: «¡Viva! ¡Salve, César!»

CASIO. — Antonio, aún se ignora la naturaleza de vuestros golpes; pero en cuanto a vuestras palabras, robaron a las abejas de Hibla y les quitaron su miel.

ANTONIO. — ¡Y su aguijón!

BRUTO. — ¡Oh, sí! ¡Y también su ruido, pues zumbáis como ellas, Antonio, y amenazáis muy prudentemente antes de vuestra punzada!

ANTONIO. — ¡Miserables! ¡No hicisteis lo mismo cuando vuestros viles puñales tropezaron uno con otro en los costados de César! ¡Enseñabais los dientes como monos, os arrastrabais como perros y os prosternabais como esclavos, besando los pies de César, mientras el maldito Casca, como un dogo callejero, hería por la espalda el cuello de César! ¡Oh farsantes!

CASIO. — ¡Farsantes! ¡Ahora, Bruto, agradecedlo a vos mismo! ¡Esa lengua no ofendería así hoy de haber prevalecido la opinión de Casio!

OCTAVIO. — ¡Vamos, vamos al asunto! ¡Si deliberando vertemos sudor, la prueba lo convertirá en gotas enrojecidas! ¡Mirad! ¡Desenvaino la espada contra los conspiradores! ¿Cuándo pensáis que volverá a la vaina? ¡Nunca, mientras las veintitrés heridas de César no queden bien vengadas, o hasta que otro César se sume a la carnicería del acero de los traidores!

BRUTO. — ¡César, tú no morirás a manos de traidores, a no ser que los traigas contigo!

OCTAVIO. — ¡Así lo espero! ¡No nací para morir por la espada de Bruto!

BRUTO. — ¡Oh joven! ¡Si fueras el más noble de tu no podrías alcanzar una muerte más gloriosa! .

CASIO — ¡Escolar impertinente, indigno de tal honor, ligado a un farsante y juerguista!

ANTONIO. — ¡Silencio, viejo Casio!

OCTAVIO. — ¡Venid, Antonio! ¡Fuera! ¡Traidores, os arrojamos el reto a la cara! ¡Si os atrevéis a pelear hoy, salid al campo! ¡Sí no, cuando tengáis riñones !

(Salen OCTAVIO, ANTONIO y su ejército.)

CASIO. — ¡Pues bien! ¡Soplen ahora los vientos! ¡Hínchense las olas y flote la nave! ¡La borrasca está encima y todo a merced del azar!

BRUTO. — ¡Eh! ¡Lucilio, una palabra!

LUCILIO. — ¡Señor!

(BRUTO y CASIO conversan aparte.)

CASIO. — ¡Mesala!

MESALA. — ¿Qué queréis, mi general?

CASIO. — Mesala, hoy es mi natalicio, pues en tal día como éste nació Casio. Dame tu diestra,

MESALA. ¡Sé testigo de que, como Pompeyo, soy compelido contra mi voluntad a aventurar en una batalla todas nuestras libertades! Sabéis que tuve en gran aprecio a Epicuro y su doctrina. ¡Ahora cambio de pensamiento, y me inclino a creer en los presagios! Viniendo de Sardis, sobre la enseña de nuestra vanguardia se cernieron dos águilas magníficas y allí se posaron, aumentándose y cebándose de manos de nuestros soldados, las cuales nos sirvieron de escolta hasta aquí a Filipos. ¡Esta mañana volaron y desaparecieron! Y, en su lugar, cuervos, buitres y milanos revolotean sobre nuestras cabezas, mirando abajo como si fuéramos presa agonizante. ¡Sus sombras semejan al más funesto dosel, bajo el cual se cobijan nuestro ejércitos, prontos a entregar su alma!

MESALA. — ¡No creáis en eso!

CASIO. — No lo creo sino en parte, porque soy sereno de espíritu y estoy resuelto a afrontar todos los peligros con entera decisión.

BRUTO. — ¡Eso es, Lucilio!

CASIO. — ¡Ahora, noble Bruto, los dioses nos sean hoy propicios, para que, amándonos en paz, puedan conducir nuestros días hasta la vejez! Pero como sea la in certidumbre patrimonio de las cosas humanas, pensemos sobre lo peor que pudiera ocurrimos. Si perdemos la batalla, con seguridad que es ésta la última vez, que conversemos juntos. En tal caso, ¿qué determinación tomaríais?

BRUTO. — Obraré según la norma de aquella filosofía en nombre de la cual censuré a Catón por haberse dado la muerte. Ignoro el porqué, pero considero cobarde y vil apresurar el curso de la vida por temor a lo que pueda sobrevenir. Me armaré de paciencia para esperar la intervención de los supremos poderes que nos gobiernan aquí abajo.

CASIO. — Entonces, si perdemos en la batalla, ¿os contentaréis a ser llevado en triunfo a través de las calles de Roma?

BRUTO. — ¡No, Casio, no; ni creas tú, noble romano que Bruto se dejará llevar cautivo a Roma! ¡Es un alma demasiado grande! Pero este mismo día debe consumar la obra comenzada en los idus de marzo, e ignoro sí hemos de volvernos a ver. Por lo tanto, démonos un eterno adiós. ¡Por siempre y para siempre, adiós Casio!… Si volvemos a vernos, en fin, sonreiremos de gozo. Si no, ha estado bien esta despedida.

CASIO. — ¡Por siempre y para siempre adiós, Bruto! Si volvemos a vernos, sonreiremos en verdad. Si no, ciertamente, ha sido oportuna esta despedida.

BRUTO — ¡Pues bien: avancemos entonces! ¡Oh! Si unopudiera saber con anticipación el fin del asunto de este día! ¡Pero basta saber que tendrán término, y entonces conoceremos el resultado! ¡Ea! ¡Veníd! ¡Marchemos!

(Salen.)
SCENA SECUNDA
El mismo lugar. — El campo de batalla

Fragor de combate. Entran BRUTO y MESALA

BRUTO. — ¡Galopa, galopa, Mesala; galopa y lleva estas órdenes a las legiones del otro flanco! (Fragor estrepitoso.) ¡Que ataquen inmediatamente, pues percibo tibieza en el ala de Octavio y un empuje repentino los arrollará! ¡A galope, a galope, Mesala! ¡Que avancen todos!

(Salen.)
SCENA TERTIA
El mismo lugar. — Otra parte del campo

Fragores. Entran CASIO y TITINIO

CASIO. — ¡Oh, mirad, Titinio! ¡Mirad! ¡Huyen los miserables! ¡Yo mismo me he vuelto adversario de mis propias tropas! ¡Este portaestandarte que aquí ves había vuelto la.espalda! ¡Maté al cobarde y arranqué el águila de sus manos!

TITINIO. — ¡Oh Casio! ¡Bruto dio la señal demasiado pronto, y alcanzando alguna ventaja sobre Octavio, cargó con excesiva precipitación! ¡Sus soldados se han dado al botín, en tanto nosotros nos hallamos envueltos por Antonio!

(Entra PÍNDARO.)

PÍNDARO. — ¡Huid más lejos, señor, huid más lejos! Marco Antonio está en vuestras tiendas, señor! ¡Huid pues, noble Casio, huid más lejos!

CASIO. — Esta colina está bastante apartada… ¡Mirad, mirad, Titinio! ¿Son mis tiendas aquellas donde percibo un incendio?

TITINIO. — ¡Lo son, señor!

CASIO. — ¡Si me estimas, Titinio, monta en mi caballo y hunde las espuelas en él hasta que alcances allá arriba aquellas tropas y estés aquí de nuevo! ¡Que pueda yo asegurarme de una vez si son fuerzas amigas o enemigas!

TITINIO. — ¡Estaré aquí de vuelta tan rápido como el pensamiento!

(Sale.)

CASIO. — ¡Anda, Píndaro, trepa a esa colina! Mi vista fue siempre imperfecta. Observa a Titinio y dime lo que notes en el campo. (PÍNDARO sube al collado.) ¡En este día exhalé el primer aliento! ¡El tiempo ha descrito su círculo, y donde comencé, allí debo acabar! ¡Mi vida ha recorrido su espacio! Bueno. ¿Qué noticias?

PÍNDARO. — (Desde arriba.) ¡Oh señor!

CASIO. —.¿Qué noticias?

PÍNDARO. — (Desde arriba.) Titinio está rodeado de jinetes que avanzan hacia él a galope tendido… Todavía espolea… Ahora están a su alcance… Ahora… ¡Titinio! Ahora se apean algunos… ¡Oh! ¡Él se apea también! ¡Le han cogido! (Gritos.) Pero ¡silencio! ¡Gritan de alegría!

CASIO. — ¡Baja, no mires más! ¡Oh, cobarde de mí, que vivo después de ver prisionero a mi mejor amigo! (Desciende PÍNDARO.) ¡Ven acá, tú! En Partía te hice prisionero, y entonces, al salvarte la vida, te hice jurar que siempre tratarías de hacer lo que yo te mandase. ¡Cumple ahora tu juramento! ¡Sé ahora libre! {Y con esta magnífica espada que atravesó las entrañas de César, busca mi seno! ¡No te detengas a replicar! ¡Aquí, coge la empuñadura! ¡Y cuando haya cubierto mi rostro, como está ahora, hunde la espada! (PÍNDARO le. hiere,.) ¡César, quedas vengado con la misma espada que te mató!

(Muere.)

PÍNDARO. — ¡Libre así soy! Mas no lo hubiera sido de esta manera de haberme atrevido a hacer mi voluntad. ¡Oh Casio! Píndaro huirá lejos de este país, donde ningún romano tenga noticias de él.

(Sale. Vuelve a entrar TITINIO con MESALA.)

MESALA. — No es sino un cambio, Titinio, pues Octavio se ve rechazado por las tropas del noble Bruto, como las legiones de Casio por Antonio.

TITINIO. — Estas nuevas agradarán a Casio.

MESALA. — ¿Dónde le dejasteis?

TITINIO. — Todo desconsolado en aquella colina, con su siervo Píndaro.

MESALA. — ¿No es aquel que yace en tierra?

TITINIO. — No yace como los vivos. ¡Oh corazón mío!

MESALA. —. ¿No es él?

TITINIO. — ¡No; éste era él, Mesala, pues ya no es Casio! ¡Oh Sol poniente! ¡Como envuelto en tus rayos rojos te hundes en la noche, así envuelto en su roja sangre se pone el día de Casio! ¡Se ha puesto el Sol de Roma! ¡Ha terminado nuestro día! ¡Nubes, escarchas y peligros, venid! ¡Nuestras hazañas están consumadas! ¡Su desconfianza en mi éxito le indujo a este acto!

MESALA. — ¡Su desconfianza en el buen éxito le indujo a este acto! ¡Oh funesto error, engendro de la melancolía! ¿Por qué haces ver al espíritu crédulo de los hombres cosas que no son? “¡Oh error, rápidamente concebido, nunca logras un feliz alumbramiento, sino que das muerte a la madre que te concibe!

TITINIO. — ¡Cómo, Píndaro! ¿Dónde estás, Píndaro?

MESALA. — Búscale, Titinio, en tanto voy al encuentro del noble Bruto a destrozarle sus oídos con la noticia. Y puedo decir destrozarle, porque el penetrante acero y los dardos emponzoñados no agujerea tanto los oídos de Bruto como la noticia de este espectáculo.

TITINIO. — Id, Mesala, y yo buscaré entretanto a Píndaro.

(Sale MESALA.)

¿Por qué me enviaste, valeroso Casio? ¿No hallé a tus amigos? ¿Y no pusieron Sobre mis sienes este laurel de victoria y me suplicaron que te lo ciñera? ¿No oíste sus aclamaciones? ¡Ay! ¡Todo lo interpretaste equivocadamente! ¡Pero ten, toma esta guirnalda en tu frente! ¡Tu Bruto me la .dio para ti, y cumplo su mandato! ¡Bruto, acudid aprisa y ved cómo respetaba yo a Cayo Casio! ¡Con vuestro permiso, dioses, he aquí lo que cumple a un romano! ¡Ven, espada de Casio, y encuentra el corazón de Titinio! (Se da la muerte.) Fragor de combate. Vuelve a entrar MESALA con BRUTO, CATÓN el joven, ESTRATÓN, VOLUMNIO y LUCILIO.

BRUTO. — ¿Dónde, Mésala, dónde yace su cuerpo?

MESALA. — ¡Ved! ¡Allí, y Titinio llorándolo!

BRUTO. — ¡Titinio está cara al cielo!

CATÓN. — ¡Ha muerto!

BRUTO. — ¡Oh Julio César! ¡Todavía eres poderoso! ¡Tu espíritu recorre la tierra y vuelve nuestras espadas contra nuestras propias entrañas!

(Decrece el fragor.)

CATÓN. — ¡Bravo Titinio! ¡Mirad cómo no ha dejado de coronar a Casio muerto!

BRUTO. — ¿Quedan todavía dos romanos como éstos? ¡Adiós, tú, el último de los romanos! ¡Es imposible que Roma produzca otro igual! Amigos, debo a este muerto más lágrimas de las que me veríais verter. ¡Ya hallaré ocasión, Casio, ya hallaré ocasión! ¡Venid, pues, y transportad su cadáver a Tasos! Sus exequias no deben hacerse en nuestro campamento; nos desalentarían, Lucilio; venid, y vos también, joven Catón, y volvamos al campo. ¡Labeo y Flavio, avanzad con nuestros batallones! ¡Son las tres, y antes de la noche probaremos fortuna en un segundo combate, romanos!

(Salen.)

SCENA QUARTA
Otra parte del campo Fragor de combate. Entran peleando soldados de los dos ejércitos; después, BRUTO, CATÓN el joven, LUCILIO y otros BRUTO. — ¡Todavía, compatriotas! ¡Oh! ¡Erguid todavía vuestras cabezas! CATÓN. — ¿Qué bastardo no lo hará? ¿Quién quiere seguirme? ¡Proclamaré mi nombre por el campo ¡Yo soy el hijo de Marco Catón, ¡eh!, el azote de tiranos y amigo de la patria! ¡Soy el hijo de Marco Catón! ¡Eh! BRUTO. — ¡Y yo Bruto; Marco Bruto, yo! ¡Bruto, el amigo de mi patria! ¡Reconoced a Bruto! (Sale cargando sobre el enemigo. CATÓN es vencido y cae.) LUCILIO. — ¡Oh joven y noble Catón! ¿Has sucumbido? Pues bien: mueres ahora tan valerosamente como Titinio y se te puede honrar como hijo de Catón. SOLDADO PRIMERO. — ¡Ríndete, o mueres! LUCILIO. — ¡Sólo a la muerte me rindo yo! Aquí tienes dinero suficiente para que puedas matarme sobre el campo. (Ofreciéndole dinero.) ¡Mata a Bruto y hónrate con su muerte! SOLDADO PRIMERO. — ¡No lo mataremos! ¡Es un noble prisionero! SOLDADO SEGUNDO. — ¡Plaza, eh! ¡Decid a Antonio que hemos cogido a Bruto!

SOLDADO PRIMERO. — ¡Daré la noticia! ¡Aquí viene el general! (Entra ANTONIO.) ¡Bruto ha sido hecho prisionero, señor; Bruto ha sido hecho prisionero!

ANTONIO. — ¿Dónde está? LUCILIO. — ¡En seguro, Antonio! ¡Bruto está bastante seguro! ¡Me atrevo a asegurarte que ningún enemigo prenderá al noble Bruto mientras viva! ¡Los dioses le defiendan de tan gran oprobio! ¡Dondequiera que le halléis, vivo o muerto, hallaréis en él al Bruto de siempre, al mismo! ANTONIO. — Éste no es Bruto, amigos, pero os garantizo que es una presa no menos valiosa. Velad por la seguridad de este hombre. Prodigadle toda clase de atenciones. Prefiero tener a tales hombres por amigos que por enemigos. Id y ved si Bruto está vivo o muerto, y volved a la tienda de Octavio a darnos cuenta de cuanto ocurra. (Sale.)
SCENA QUINTA
Entran BRUTO, DARDANIO, CLITO, ESTRATÓN y VOLUMNIO

BRUTO. — ¡Venid, exiguo resto de amigos, descansad en esta roca!

CLITO. — Estatilio ha enseñado desde lejos la antorcha encendida; pero, señor, no ha vuelto. Ha caído prisionero o ha muerto.

BRUTO. — Siéntate, Clito… ¡Se trata de matar! ¡Es una acción al uso! ¡Escucha, Clito!

(Cuchichean.)

CLITO. — ¡Cómo! ¿Yo señor? ¡Jamás! ¡Ni por todo el universo!

BRUTO. — ¡Silencio entonces! ¡Ni una palabra!

CLITO. — ¡Antes me mataría a mí mismo!

BRUTO. — ¡Escucha, Dardanio!

(Cuchichean.)

DARDANIO. — ¿Hacer yo semejante cosa?

CLITO. — ¡Oh Dardanio!

DARDANIO. — ¡Oh Clito!

CLITO. — ¿Qué te pidió Bruto?

DARDANIO. — ¡Que lo matara, Clito! ¡Mira! ¡Está meditando!

CLITO. — ¡Tan colmado de dolor está ese noble vaso, que casi se vierte por los ojos!

BRUTO. — ¡Acércate aquí, buen Volumnio!

VOLUMNIO. — ¿Qué dice mi señor?

BRUTO. — ¡Esto, Volumnio! ¡La sombra de César se me ha aparecido dos veces de noche: una, en Sardis, y la otra, anoche, aquí, en los campos de Filipos! ¡Sé que ha llegado mi hora!

VOLUMNIO. — ¡No lo creáis, señor!

BRUTO. — ¡Sí, tengo la seguridad de ello, Volumnio! ¡Ya ves cómo son las cosas! ¡Nuestros enemigos nos han batido y empujado hasta el borde del abismo! (Lejano fragor de combate.) Es más honroso lanzarnos dentro que esperar a que nos precipiten en el fondo. Buen Volumnio, tú sabes que los dos fuimos juntos a la escuela. ¡Pues bien, en nombre de nuestra antigua amistad, te ruego que tengas firme mi espada, mientras me arrojo sobre ella!

VOLUMNIO. — ¡Eso no es oficio para un amigo, señor!

(Continúa el fragor del combate.)

CLITO — ¡Huid, huid, señor! ¡No es posible permanecer aquí!

BRUTO. — ¡Adiós a vos, y a vos, y a vos, Volumnío! Estratón, has estado dormido todo este tiempo. ¡Adiós a ti también, Estratón! ¡Compatriotas, mi corazón se regocija de no haber encontrado en toda mi vida un hombre que no me haya sido leal! ¡Más gloria alcanzaré yo en mí derrota que Octavio y Marco Antonio con su vil triunfo! ¡Así, adiós por vez postrera, pues la lengua de Bruto ha terminado casi la historia de su vida!… ¡El velo de la noche se extiende sobre mis ojos! ¡Mis huesos, que no han trabajado sino para llegar a esta hora, piden reposo! (Fragor de combate. Gritos dentro: ¡Huid, huid, huid!

CLITO. — ¡Huid, señor, huid!

BRUTO. — ¡Fuera de aquí! ¡Os seguiré!

(Salen CLI TO, DARDANIO y VOLUMNIO.)

Estratón, te suplico que te quedes con tu señor. ¡Eres un mozo digno de todo respeto! En tu vida ha habido algunos rasgos de honor. ¡Sostén, pues, mi espada, y vuelve a un lado el rostro mientras me arrojo sobre ella! ¿Quieres, Estratón?

ESTRATÓN. — ¡Dadme primero vuestra mano! ¡Adiós, señor!

BRUTO. — ¡Adiós, querido Estratón! (Se arroja sobre su espada.) ¡César, aplácate ahora! ¡No tuve para tu muerte la mitad de deseo que para la mía!

(Muere.) Fragor de combate. Retirada. Entran OCTAVIO, ANTONIO, MESALA, LUCILIO y el ejército

OCTAVIO. — ¿Quién es ese hombre?

MESALA. — El criado de mi señor. Estratón, ¿dónde está tu señor?

ESTRATÓN. — ¡Libre de la esclavitud en que os halláis, Mesala! ¡Los vencedores no podrán hacer de él más que una hoguera! ¡Porque Bruto sólo fue vencido por él mismo, y nadie tiene la gloria de su muerte!

LUCILIO. — ¡Así es como debía hallarse a Bruto! ¡Te agradezco, Bruto, que hayas justificado mis palabras!

OCTAVIO. — ¡Todos los que han servido a Bruto quiero tomar a mi servicio! ¿Quieres consagrarme tu tiempo, mozo?

ESTRATÓN. — Sí, si Mesala quiere presentarme a vos.

OCTAVIO. — Hacedlo, buen Mesala.

MESALA. — ¿Cómo murió mi señor, Estratón?

ESTRATÓN. — Sostuve su espada y él se arrojó a ella.

MESALA. — Octavio, haz que te sirva el que prestó a mi señor el último servicio.

ANTONIO. — ¡Éste es el más noble de todos los romanos! ¡Todos los conspiradores, menos él, obraron por envidia al gran César! ¡Sólo él, al unirse a ellos, fue guiado por un motivo generoso y en interés del bien público! Su vida fue pura, y los elementos que la constituían se combinaron de tal modo, que la naturaleza, irguiéndose, puede decir al mundo entero: «¡Éste era un hombre! »

OCTAVIO. — ¡Honrémosle, conforme a sus virtudes, con todo respeto y ritos funerales! ¡Sus restos descansarán esta noche en mi tienda con la pompa guerrera de los soldados! ¡Mandad, pues, que reposen las tropas, y vámonos nosotros a compartir las glorias de este dichoso día!

(Salen.)

FIN


Notas
  1. El quinto y último triunfo de César, a su regreso de la batalla do Hunda, en Hispania, donde acababa de derrotar a los hijos de Pompeyo, Cneo y Sexto
  2. Calpurnia, cuarta esposa de César.
  3. Antonio era el jefe de los lupercos, llamados Julianos. Estos Julianos constituían una tercera orden que había sido creada por César.
  4. El día de las Lupercales, los sacerdotes lupercos corrían por las calles con una correa de cuero en la mano y tocaban a las mujeres que encontraban a su paso. La superstición popular atribuía a esa práctica la virtud de que habla aquí Shakespeare.
  5. Esto se halla de acuerdo con el carácter de César, al menos como nos los presenta Shakespeare, supersticioso en grado sumo
  6. Alusión al coloso de Rodas, estatua colosal de Apolo situada a la entrada del puerto de Rodas, y entré las piernas de la cual pasaban los navios.
  7. La noche se dividía para los romanos en cuatro vigilias, de tres horas cada una, que se contaban desde la puesta del Sol o fin del día, esto es, desde las seis horas de la tarde. Así, la medianoche era la vigilia tercera
  8. The youlhjul aeason of the year, la primavera. No hay que Olvidar que se está a 14 de marzo.
  9. Nótese el simbolismo de estas palabras
  10. A la serle de anacronismos que hemos ido advirtiendo es preciso agregar el error histórico de hacer morir a César en el Capitolio. El asesinato del dictador no se verificó en el expresado sitio, sino en la Curia Pompei, cerca del teatro del mismo nombre, en el Campo ‘de Marte. El error, Intencionado o no, se halla repetido, en las tragedias de Shakespeare Hamlet y Antonio y Cleopatra, y parece ser que era común en su tiempo, pues consta en Tte Noble GenOeman, de Fletcher, y en Maníes Tale, de Chaucer. Entre nosotros los españoles abundan también las obras en que se lee dicha inexactitud.
FIN DE LAS “NOTAS”


Más Teatro de William Shakespeare