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Karain: un recuerdo

[Cuento - Texto completo.]

Joseph Conrad

I

 

Lo conocimos en aquella época imprevisible en la que nos contentábamos con mantener la vida y las posesiones. Ninguno de nosotros, hasta donde yo sé al menos, tiene ya propiedad alguna y sé que muchos han perdido negligentemente sus vidas, pero estoy seguro de que a los pocos que sobrevivieron no les falla tanto la vista como para no ver más de una insinuación de revueltas indígenas en el Archipiélago Oriental en medio de la nebulosa respetabilidad de los periódicos. Se puede ver brillar el sol entre las líneas de esos párrafos escuetos, los rayos del sol y el temblor de las olas del mar. Un nombre desconocido despierta los recuerdos, las frases impresas perfuman de una manera sutil la contaminada atmósfera de hoy con su fragancia intensa, como de brisas marinas que renacen bajo las estrellas de noches pasadas; en el alto borde del acantilado, en la oscuridad, brilla como una piedra preciosa un fuego de señales; los grandes árboles avanzan desde los bosques como centinelas inmensos y se inclinan vigilantes e inmóviles por encima de los soñolientos estuarios; retumba el rompiente de las playas vacías y las aguas se espuman en los arrecifes sobre la superficie de todo ese esplendoroso mar; esparcidos bajo la luz vertical del mediodía se observan los verdes islotes como si se tratara de una guarnición de esmeraldas engarzadas en el acero de un escudo.

Se ven también algunos rostros, rostros morenos, firmes, sonrientes, semblantes llenos de franqueza de esos hombres descalzos, armados y tranquilos. Irrumpieron en la breve extensión de la cubierta de nuestra goleta con toda su muchedumbre engalanada y salvaje, con todos los vivos colores de sus sarongs a cuadros, sus turbantes, túnicas, bordados y con el resplandor de sus anillos de oro, pulseras, amuletos, lanzas decoradas y luminosas empuñaduras. Todos tenían una planta decidida y una mirada resuelta, sus gestos eran discretos y todavía hoy nos parece poder escuchar sus voces suaves narrando batallas, viajes y aventuras con vanidad serena, burlándose pero sin perder la compostura, tan pronto alabando con un murmullo complaciente su propia valentía o nuestra generosidad, como celebrando con euforia las grandes hazañas de su jefe. Recordamos las caras, las miradas, las voces, volvemos a ver el brillo de las sedas y de los metales, el murmullo de la multitud vibrante, bienhumorada y marcial y es como si sintiésemos todavía en las manos sus manos morenas y cordiales tras el apretón del saludo antes de verlas regresar a sus relucientes empuñaduras. Se trataba de las gentes de Karain, sus fieles seguidores. Los movimientos de todas aquellas personas dependían de sus labios, y en los ojos de su jefe se podían leer sus pensamientos, él les hablaba tanto de la vida como de la muerte con igual sencillez, y ellos escuchaban aquellas palabras con humildad y respeto, como si se tratara de regalos del destino. Todos eran hombres libres pero cuando se dirigían a él se autodenominaban “tu esclavo”. Cuando él pasaba se apagaban las voces y daba la sensación de que lo escoltaba el mismo silencio, a sus espaldas había siempre una estela de murmullos. Lo llamaban jefe guerrero. Era la autoridad de tres poblados situados en una planicie estrecha, dueño de una minúscula franja de tierra; una franja de territorio parecida a una luna nueva que se extendía entre las montañas y a lo largo del mar.

Nos mostró hasta dónde llegaban sus dominios desde la cubierta de nuestra goleta, que estaba anclada en medio de la bahía, y lo hizo con cierto gesto teatral, recorriendo el mellado perfil de las montañas, ensanchando los límites y ampliándolos hasta un punto tan vago e inmenso que, por un instante, alguien habría podido pensar que incluía también el firmamento. Y lo cierto era que, al contemplar aquel lugar tan apartado del resto de la región, costaba esfuerzo creer que hubiera algún vecino en las inmediaciones. Se trataba de un lugar tranquilo, autosuficiente e ignorado, repleto de un tipo de vida que se deslizaba de una manera clandestina con una particular sensación de aislamiento, una vida que carecía por completo de todo aquello que pudiera perturbar el ánimo, inquietar el corazón o suponer el indicio de algo fatídico. Nos daba la sensación de que se trataba de una tierra sin recuerdos, sufrimientos ni esperanzas, una tierra en la que nada sería capaz de sobrevivir a la caída de la noche y donde todo amanecer, como si fuese un acto de creación particular y especial, sería independiente de la noche y de la mañana.

Karain extendió el brazo en aquella dirección y exclamó:

—¡Todo mío!

Luego dio un golpe en el suelo con su bastón de mando y en la punta dorada brilló como si se tratara de una estrella fugaz. De entre todos los malayos que estaban a su alrededor en ese momento solo un viejo misterioso vestido con una túnica negra no siguió con la mirada aquel ademán teatral. En realidad ni siquiera llegó a alzar los párpados. Estaba detrás de su amo con la cabeza inclinada y llevaba sobre el hombro una cimitarra envuelta en una vaina de plata. Estaba allí en condición de guardaespaldas, pero sin curiosidad, tenía un aspecto cansado pero no tanto por el transcurso de los años como de la carga de un secreto oscuro de la existencia. Karain por su parte era robusto y solemne y tenía una actitud confiada y tranquila. Era nuestra primera visita, por lo que observamos con mucha curiosidad todo lo que sucedía a nuestro alrededor.

La bahía era como un pozo insondable de luminosidad. En la superficie líquida y circular se reflejaba un cielo siempre luminoso, y las orillas que la rodeaban formaban un anillo de tierra que flotaba en medio de aquella inmensidad transparente y azulada. Bajo el cielo quedaban recortadas las montañas, púrpuras y secas. Aquellas cimas parecían diluirse en una colorida nube de vapor ascendente, sus desniveles estaban pespunteados de vegetación en las pequeñas gargantas, y en las faldas se extendían los arrozales, los campos de bananas y los arenales. Un arroyo bajaba culebreando como si se tratara de un trozo de hilo que un gigante hubiese arrojado al suelo. Había pequeños grupos de árboles frutales que indicaban las posiciones en las que se encontraban los poblados, palmeras muy altas cuyas copas se unían sobre los techos bajos de las cabañas; y las hojas de palma brillaban en los tejados. Se veía también caminar a algunas figuras diminutas y se alzaba la columna de humo de alguna que otra hoguera; brillaban cercas de bambú y se perdían entre las líneas que separaban unos campos de otros. Se escuchó de pronto un grito que provenía de la costa. Sonó quejumbroso en la distancia y se interrumpió con brusquedad, como si hubiese sido sepultado bajo una lluvia de rayos solares. Una brisa onduló de pronto las aguas tranquilas, nos acarició el rostro y se perdió a nuestra espalda, sumiéndose en el olvido. Nada se movía. El sol se desplomaba tórrido sobre una extensión sin sombras, cubierta de colores y de paz.

Aquélla era la escenografía en medio de la cual un perfectamente caracterizado Karain se pavoneaba como dueño y señor; aparecía investido de una importancia tan grande que todo en él parecía estar suscitando la inminente aparición de algo épico y tremendo —una gran hazaña, un cántico— bajo el peso de aquel sol extraordinario. Su aspecto resultaba entre exótico y fascinante, y no había forma de imaginar la increíble cantidad de angustia que trataba de disimular con una apariencia tan elaborada. No se trataba de una máscara: en su caso tenía demasiada vida, y lo habitual es que las máscaras sean algo muerto, pero en general su presentación era la propia de un actor, un ser humano disfrazado. Sus gestos más pequeños resultaban deliberados y a la vez sorprendentes; sus palabras, siempre solemnes; sus frases, temibles como profecías y retorcidas como arabescos. Todo el mundo a su alrededor le rendía una veneración que en el descreído Occidente solo se le rinde a los reyes en el teatro, y él aceptaba aquel homenaje permanente con una dignidad solo vista sobre los escenarios y en medio del artificio de un drama teatral. Llegaba un punto en que era casi imposible recordar quién era: apenas el minúsculo jefe de un rincón del Mindanao estratégicamente aislado donde era fácil infringir con relativa impunidad la prohibición impuesta a los indígenas de hacerse con armas de fuego y municiones. Ya en la bahía había dejado de importarnos lo que nos podría pasar si alguna de las cañoneras españolas diera señales de vida, hasta tal punto parecían improbables las incursiones del resto del mundo. Por si fuera poco, en aquella época teníamos suficiente buen humor como para ver con serena alegría todo peligro de que nos ahorcaran en cualquier momento y lejos de cualquier posibilidad de protesta diplomática. Por lo que se refería a Karain, no podía sucederle más que lo que podía sucederle a cualquier ser humano: la tragedia y la muerte; pero su rasgo particular era el de presentarse vestido bajo aquella ilusión de triunfo incontestable. Su aspecto era demasiado sensacional, demasiado necesario allí, demasiado vital para la simple existencia de sus posesiones y de sus gentes como para pensar que pudiese ser aniquilado por una causa de fuerza menor a un terremoto. En él estaban puestas todas las esperanzas de su raza, de su tierra, la fuerza básica de su existencia y de toda la naturaleza tropical. En él estaba contenida la misma energía extraordinaria, la misma exuberancia y también, a semejanza de la exuberancia natural, la misma sensación de peligro.

Cuando fueron sumándose las visitas nos volvimos cada vez más capaces de apreciar debidamente su actuación; el semicírculo púrpura de las montañas al fondo, las enormes palmeras sobre las cabañas, las arenas amarillas y la increíble vegetación que se acumulaba en las gargantas. La suma de todo provocaba un resultado tan colorido y heterogéneo, una claridad tan arrolladora y una inmovilidad tan sospechosa que realmente parecía un artificio teatral. El virtuosismo en el que envolvía aquellas representaciones prodigiosas era tan grande que casi sentía uno pena del resto del mundo por quedarse al margen de aquel espectáculo. Nada podía existir fuera de aquel lugar. Daba la sensación de que el planeta entero se había evaporado y que lo único que quedara de la Tierra en medio del espacio sideral fuera aquella esquina. El propio Karain parecía aislado de todo lo que no fuera la luz del sol, y daba la impresión de que estaba convencido de que existía solo para iluminarlo a él. Una vez que le preguntamos sobre lo que había al otro lado de las montañas nos dijo con una sonrisa de lo más significativa:

—Amigos y enemigos, pero más enemigos porque, si no, ¿qué necesidad habría de conseguir pólvora?

Siempre era igual: realizaba su papel de una manera impecable, actuando en perfecta armonía con los misterios y seguridades que veía a su alrededor. “Amigos y enemigos”, eso era todo. La respuesta era tan intangible como infinita. Su territorio había conseguido separarse realmente del resto del planeta y él vivía junto a aquel puñado de gente rodeado de un silencio tan impresionante como si se tratara de las sombras de un ejército. Realmente no había ni un solo rumor que se atreviera a cruzar a sus dominios. “Amigos y enemigos”. Tal vez habría podido añadir “y recuerdos”, por lo menos en lo que se refería a sí mismo, aunque no llegó a decirlo abiertamente. Poco más tarde esa circunstancia acabó revelándose por sí sola, pero fue cuando ya había terminado la función de todos los días, entre bastidores, por decirlo de alguna manera, y con todas las luces ya apagadas. Hasta entonces mostraba un dominio escénico absoluto y solemne. Unos diez años antes había dirigido a su gente —un grupo improvisado de bugis— en la conquista de aquella bahía, y bajo su augusto gobierno habían dejado atrás todo el pasado y habían perdido también toda noción de futuro. Él les daba sabiduría, consejos, castigos, premios, vida y muerte con una inconmovible serenidad de espíritu. Tenía grandes conocimientos sobre riego de campos y también sobre el arte de la guerra, sobre la calidad de sus armas y la construcción de sus barcos. Dominaba su corazón, tenía más coraje y era capaz de remar con más fuerza que cualquiera de sus súbditos, tenía más puntería y era capaz de regatear con más astucia que cualquier miembro de su raza que yo hubiese conocido nunca. Era un hombre al que le gustaban las aventuras marítimas, un vagabundo, un jefe y un fantástico amigo mío. Deseo para él una muerte rápida en un combate limpio y bajo la luz del sol, porque ya conoció en su momento el poder y el remordimiento y no es justo pedirle más a la vida. Día tras día se presentaba frente a nosotros siempre fiel al artificio de su actuación, y a la caída del sol descendía también sobre él, como si se tratara del telón de un teatro, la noche. Las montañas se volvían vagas como sombras negras recortadas sobre un cielo pálido y por encima comenzaba a brillar la elegante explosión de las estrellas, parecida a un loco tumulto apaciguado por un gesto. Los ruidos cesaban y los hombres dormían, las formas se diluían… Apenas quedaba nada aparte de la realidad del universo, un juego prodigioso de luces y tinieblas.

 

II

 

Era precisamente de noche cuando se sentía más libre para hablar, una vez liberado de la carga de la representación. Durante toda la jornada había estado resolviendo sus obligaciones con gran majestad. Al principio su esplendor se interpuso un poco entre los dos; mis recelos y el inmóvil y teatral paisaje hacían que la realidad de nuestras vidas quedara un poco borrosa. Sus seguidores siempre estaban congregados a su alrededor y por encima de su cabeza asomaba incesantemente el baile de afiladas puntas de lanza, lo protegían del resto de la humanidad con el brillo de las sedas y de las ramas, todo un rumor apasionado de voces respetuosas y solícitas. Antes de que anocheciera se retiraba y se alejaba navegando y sentado bajo una sombrilla roja escoltado por una veintena de botes. Los remos caían sobre el agua al unísono, produciendo un sonido fantástico que resonaba de inmediato en el anfiteatro monumental de las montañas. Tras la pequeña flota se iba formando una amplia estela de agua removida y reluciente. Aquellas canoas eran como manchas negras sobre la blanquecina superficie del agua, y las cabezas cubiertas por turbantes se iban moviendo de adelante hacia atrás, la multitud de brazos decorados con colores carmesíes y amarillos caían en un solo golpe y los lanceros permanecían totalmente erguidos en la proa de las canoas con sus elegantes sarongs y sus hombros resplandecientes, como si fueran estatuas de bronce. Las estrofas que cantaban los remeros iban acallándose en un grito lastimero. Poco a poco se iban empequeñeciendo en la distancia, se apagaba el canto y en la playa los hombres se movían como hormigas minúsculas bajo las monumentales sombras de las montañas occidentales. La luz del sol todavía quedaba retenida unos instantes sobre las cimas y éramos capaces de distinguir a Karain rumbo a la empalizada, una robusta figura de cabeza descubierta que marchaba varios pasos al frente de su cortège con un cayado de ébano más alto que él. La oscuridad se acrecentaba entonces a toda prisa, las antorchas desfilaban entre los arbustos y, en mitad de aquel silencio, de cuando en cuando se abría paso un grito o dos. Finalmente la noche cubría con su velo todo el litoral, las luces y las voces.

A continuación, cuando nuestra mente ya estaba solo puesta en el descanso, los vigías de la goleta comenzaban a reclamar la contraseña al escuchar unos chapoteos de remos en medio de la noche estrellada de la bahía. Una voz contestaba entonces con gran sigilo y nuestro sarong asomaba la cabeza por el tragaluz y nos decía sin gran sorpresa:

—El rajá. Viene. Él estar aquí ahora.

Karain aparecía entonces en silencio bajo el umbral del reducido camarote. En ese momento se nos aparecía bajo la forma de la sencillez misma encarnada: iba vestido de blanco, con el rostro cubierto y no llevaba más armas que un kris con empuñadura de cuerno de búfalo que antes de cruzar el umbral guardaba por educación bajo los pliegues de su sarong. Tras él se veía siempre el rostro de su anciano guardaespaldas, aquel rostro viejo y melancólico, y tan cubierto de arrugas que daba la impresión de que se estaba asomando tras una malla. Karain jamás iba a ninguna parte sin aquel acompañante que siempre permanecía a sus espaldas, de pie o en cuclillas. Le desagradaba la simple idea de tener la espalda descubierta. No se trataba solo de inquietud, era casi pánico, una preocupación que rozaba el pavor por todo lo que pudiera suceder en lugares donde su vista no alcanzaba. Parecía un miedo inexplicable, sobre todo si se pensaba en la enorme lealtad de la que habitualmente estaba rodeado. Vivía entre hombres que estaban totalmente entregados a su causa y estaba a salvo de complots enemigos y ambiciones cainitas. A pesar de todo, más de una persona nos había confesado que su jefe era incapaz de estar a solas. Decían: “Hasta para comer y dormir hay siempre alguien robusto y armado junto a él”. Y era verdad que siempre había alguien a su lado, aunque nuestros informantes nunca habrían podido decir con seguridad si eran fuertes o no o qué armas llevaban, más formidables aún por resultarnos desconocidas. Nosotros llegamos a conocerlas, pero solo mucho después, cuando conocimos su historia. Por lo pronto nos dimos cuenta de que, durante el transcurso de las reuniones de más peso, Karain se incomodaba con facilidad, interrumpía lo que estaba diciendo en ese instante y, con un gesto rápido del brazo, tanteaba a su espalda para comprobar que el anciano seguía estando en su lugar. Y siempre estaba allí, cansado, inescrutable. Con él compartía tanto su comida como sus momentos de asueto y sus pensamientos, solo él conocía sus planes y sus secretos, permanecía siempre inmóvil tras el nerviosismo agitado de su jefe y susurraba en su oído con tono tranquilo palabras que nadie más podía oír.

Solo cuando se encontraba a bordo de nuestra goleta y rodeado de hombres blancos, de imágenes y sonidos que no eran habituales para él, daba la sensación de que Karain conseguía olvidarse de aquella obsesión inexplicable que lo rodeaba como una soga negra en todos los momentos de su pomposa existencia pública. Cuando llegaba la noche podíamos dirigirnos a él con sencillez y casi nos costaba refrenar el impulso de darle unas palmaditas en la espalda, aunque hay libertades que es mejor no tomarse con un malayo. Solía decirnos cuando venía a vernos que en ese caso él era tan solo un hombre común que iba a visitar a otros hombres semejantes a él. Supongo que en ningún momento dejó de pensar del todo que podríamos ser emisarios del gobierno, personalidades oscuras que cubríamos con los beneficios de nuestro comercio ilegal alguna misión de carácter político. No servía de nada que lo negáramos y protestáramos. Él se limitaba a sonreír con amabilidad y luego nos preguntaba cosas sobre la reina. Todas las visitas que nos hacía comenzaban de hecho con aquella pregunta solícita y siempre estaba interesado en conocer hasta los más pequeños pormenores, aquella persona lo tenía tan fascinado como el poder de aquel cetro que se extendía desde occidente sobre tantas tierras y mares, alcanzando una superficie muy superior a la de su tierra conquistada. Las preguntas se multiplicaban y jamás parecía haber saciado del todo su curiosidad hacia aquella emperatriz de la que hablaba con tanta admiración y caballerosidad… ¡y también con un poco de cordial temor! Poco después, cuando supimos que era hijo de una mujer que muchos años antes había llegado a gobernar un pequeño reino bugi, comenzamos a sospechar que tal vez era posible que el recuerdo de aquella madre (de la que hablaba siempre con fervor) se confundiera de alguna forma en su mente con la imagen de la que trataba de forjarse una idea y a la que calificaba de Grande, Invencible, Piadosa y Afortunada. Al final nos vimos obligados incluso a inventar detalles para satisfacer su curiosidad, algo que debería sernos perdonado debido a nuestra lealtad, ya que lo único que intentábamos era ser dignos del ideal augusto y esplendoroso que atesoraba él. Hablábamos mucho y la noche iba deslizándose sobre nosotros en aquella goleta inmóvil, y también sobre la soñolienta tierra y sobre el mar, que continuaba retumbando con sus insomnes olas contra el arrecife de la bahía. En la canoa que había quedado al pie de nuestra escala los remeros dormían, sus hombres de confianza. También el anciano había sido temporalmente relevado de su obligación permanente y dormitaba en cuclillas con la espalda apoyada contra la pared del pasillo. Karain solía estar sentado y de lo más erguido sobre una butaca de madera justo debajo del monótono balanceo que hacía el quinqué, con un cheroot entre los dedos y un vaso de limonada frente a él. Le fascinaba la efervescencia del refresco, pero después de darle un par de tragos lo dejaba encima de la mesa para contemplar mejor cómo se le iba yendo todo el gas, y cuando terminaba pedía otra botella con gran amabilidad. Acababa diezmando nuestra pequeña provisión pero nunca le negábamos una cuando la pedía porque cuando se ponía a hablar lo hacía siempre muy bien. En su época tuvo que haber sido un gran galán bugi, porque todavía en aquellos días (y me estoy refiriendo a una edad en la que ya había dejado de ser joven) su aspecto era intachable y siempre llevaba el pelo teñido con una especie de tono caoba. La dignidad y elegancia de sus movimientos hacía que aquel pequeño camarote mal iluminado de la goleta pareciera de pronto un salón de recepciones. Hablaba de la política de la isla con agudeza e ironía. Había viajado mucho, sufrido otro tanto, intrigado y luchado en combate. Tenía un buen conocimiento de los reinos indígenas, las colonias europeas, la selva y el mar, y él mismo solía afirmar que en su época había tratado a muchos jefes importantes. Le gustaba especialmente hablar conmigo porque yo también había tenido relación con muchos de ellos y me creía capaz de juzgarlo; decía que al menos yo sería capaz de apreciar su gran superioridad sobre algunos, y lo hacía con una confianza exquisita. Pero lo que más le agradaba era hablar sobre su tierra natal, un pequeño reino bugi cercano a la isla de Célebes. Yo había estado de visita hacía poco por aquella zona y con frecuencia me pedía que le contara novedades. A medida que iban saliendo nombres en la conversación, me decía:

—Cuando éramos niños, él y yo competimos durante un concurso de natación.

O también:

—Íbamos a cazar ciervos. Manejaba el lazo y la lanza con la misma seguridad que yo.

De cuando en cuando comprobaba que se le nublaba un poco la mirada sobre aquellos grandes ojos soñadores. Fruncía el ceño o sonreía tímidamente. A veces se ponía pensativo y dejaba la mirada perdida en silencio mientras su memoria contemplaba algún que otro recuerdo agridulce del pasado.

Su madre había sido la gobernante de un pequeño reino casi independiente en la costa cerca de la entrada del golfo de Boni. Karain hablaba siempre de ella con mucho orgullo. Fue una mujer decidida en todo lo que tenía que ver con política y con asuntos sentimentales. Cuando murió su primer marido se casó de nuevo sin prestar la más mínima atención a la oposición de los jefes de su país; lo hizo con un rico comerciante, un korinchi que no pertenecía a ninguna familia noble. Karain había sido el fruto de aquel segundo matrimonio pero su falta de linaje no tenía al parecer ninguna relación con su exilio. Sobre ese asunto en particular no hacía nunca ningún comentario, aunque en una ocasión se le escapó junto a un suspiro:

—Ah, mi tierra natal jamás volverá a sentir el peso de mi cuerpo.

Pero aun así contaba de buen humor la historia de sus aventuras y nos relató hasta el último detalle acerca de la conquista de la bahía. Cuando se refería a los que vivían más allá de las montañas, decía con aire desenfadado:

—Una vez cruzaron las montañas en son de guerra, pero los que consiguieron escapar con vida ya no han vuelto más.

Se quedaba pensativo un instante y añadía a continuación, con orgullosa serenidad:

—Fueron muy pocos los que escaparon.

Los recuerdos de sus victorias eran como un tesoro para él y tenía una resuelta disposición a la guerra. Cuando hablaba adquiría de inmediato un aire guerrero, ensoñado y ejemplarizante. Era de lo más comprensible que su gente lo admirase. Una vez lo pudimos ver paseando entre las cabañas de su pueblo a la luz del día. Las mujeres que estaban en las puertas de las cabañas se volvían para seguirlo con la mirada, murmurando alabanzas con los ojos encendidos. Los hombres más armados se apartaban a su paso encogidos y sumisos y se agrupaban entre ellos para acercarse a él y dirigirle la palabra con humildad. Una anciana alargó el brazo desde el interior de una cabaña y asomando la cara dijo con voz sollozante:

—¡Que Alá le otorgue siempre la victoria a nuestro jefe!

Karain avanzaba siempre a grandes y firmes zancadas, e iba respondiendo a los saludos que le venían de derecha y de izquierda con intensas miradas puntuales. Los niños se escondían entre las cabañas y lo espiaban con temor desde las esquinas, y los jovencitos lo espiaban deslizándose entre los matorrales con los ojos brillantes bajo la sombra de las hojas.

El viejo guardaespaldas lo seguía con la cimitarra a la espalda con rapidez, la cabeza agachada y la mirada siempre fija en el suelo. Los dos iban veloces y ensimismados entre aquella nube popular, como si fueran dos hombres con prisa por cruzar una gran soledad.

En los momentos en los que celebraban sus reuniones se le podía contemplar rodeado de la gravedad de sus armados lugartenientes y por un anillo de dos largas filas de pequeños caciques vestidos con telas de algodón y abrazándose las rodillas. Bajo aquel techo, apoyado sobre unas esbeltas columnas que le habían costado la vida a un puñado de palmeras jóvenes, se percibía en oleadas el perfume que emanaban los setos en flor. El sol era tremendo. En el patio abierto se podía ver a los litigantes alzando las manos abiertas por encima de la cabeza, doblados bajo el peso de los rayos del sol. Las mujeres jóvenes estaban sentadas con flores en el regazo bajo las ramas de un árbol descomunal. El azulado humo de las hogueras flotaba como una niebla tenue por encima de las chozas con paredes de juncos entrelazados y rodeadas de maderos toscos sobre los que se apoyaban los alerones. Él repartía justicia desde la sombra; desde lo alto de su estrado daba órdenes, consejos y decía máximas. Alguna que otra vez se alzaba más de lo normal el murmullo permanente de aprobación y los guerreros, que estaban apoyados con indolencia en sus lanzas mirando a las muchachas, giraban entonces la cabeza hacia donde estaba sentado. Nadie tuvo jamás una seguridad de ser apreciado de una manera más rotunda, ni de ser el receptor de una confianza más grande, o una reverencia mayor. Y aun así a veces no podía evitar ponerse un poco rígido y daba la sensación de que trataba de agudizar el oído para escuchar mejor una nota lejana y discordante, como si estuviese escuchando una voz muy débil o el rumor de unos pasos malintencionados, de pronto se incorporaba de lado a toda prisa como si algo le hubiese rozado la espalda irrespetuosamente. Echaba una mirada hacia atrás con gesto aprensivo y el viejo guardaespaldas volvía a susurrar en su oído unas palabras incomprensibles. Los jefes desviaban la mirada en silencio porque aquel viejo hechicero, un hombre capaz de hablar con los espectros y enviar espíritus malignos a los enemigos, estaba haciéndole una confidencia a su jefe. En aquella tranquilidad momentánea del patio se podía sentir cómo susurraban suavemente los árboles y las risas de las mujeres jóvenes que jugaban con los brotes de las flores se alzaban con alegría. También bajo aquellos pequeños golpes de viento bailaban los penachos de crin de caballo con los que habían adornado las lanzas y tras los setos se oía cómo descendía el murmullo denso y apasionado de las aguas del arroyo, junto a las hierbas y cañas de la ribera.

Tras el atardecer se veían en la distancia —desde el lado opuesto a los campos y también desde el centro de la bahía— antorchas que iluminaban el interior de aquella choza más alta en la que se celebraban las reuniones. Sobre las pértigas se veía cómo ardían humeantes llamas rojas, y la luz roja hacía parpadear los rostros, lamía los blandos troncos de las palmeras y punteaba con chispas el borde de los platos metálicos sobre las ricas estrellas. Aquel aventurero era capaz de ofrecer banquetes dignos de la realeza. Los grupos de hombres se arremolinaban en pequeños círculos alrededor de las bandejas, y sobre los blancos cuencos de arroz se veía la sombra de numerosas manos. Karain apoyaba el rostro en el puño, sentado sobre un almohadón y un poco apartado del resto de la gente, mientras un jovencito improvisaba en el acto un cántico exaltado en honor a su coraje y su sabiduría. El joven cantor se inclinaba de adelante hacia atrás con los ojos dando frenéticas vueltas en el interior de sus cuencas, y por aquí por allá se veía también a ancianas cojeando al cargar con alguna fuente. Los hombres estaban sentados con las piernas cruzadas y el plato entre ellas, y asentían con gravedad sin dejar de comer. En medio de la noche se podía oír aquel cántico triunfal y las estrofas fluían con melancolía y al mismo tiempo con ferocidad, como si fuesen las reflexiones de un anacoreta. Karain le hacía callar con un solo gesto:

—¡Basta!

Un búho ululaba a lo lejos como si tratara de celebrar la densa oscuridad del follaje, y por las paredes corrían con suavidad las lagartijas, que hacían crujir la sequedad de las hojas de palmera del techo, mientras aumentaba el murmullo de las conversaciones entreveradas. Tras una mirada inquieta a su alrededor como si fuese un hombre sorprendido súbitamente ante un peligro, Karain se inclinaba hacia atrás y, bajo la mirada atenta del hechicero, abría los brazos de par en par y retomaba el hilo invisible de su propia ensoñación. Los hombres estaban atentos a sus movimientos y su actitud, y el rumor de las animadas conversaciones volvía a deshacerse de nuevo, como si se tratara del golpe de una ola contra el arrecife. El jefe estaba sumido en sus pensamientos, y sobre el murmullo cada vez más suave de las conversaciones apenas se conseguía oír el tintineo suave de las armas, alguna que otra palabra suelta, o el solemne golpe del latón de una bandeja.

 

III

 

Lo estuvimos visitando durante varios años. Al final llegamos a tenerle mucho cariño y confianza, y hasta a admirarlo. En aquel momento planeaba con previsión y paciencia una guerra, mostraba una perseverancia y una obstinación de la que nunca lo habría creído capaz por cuestión de raza. Era como si no sintiera ningún temor por el futuro y en sus planes se revelaba una sagacidad que apenas conseguía desbaratar su profundo desconocimiento del resto del mundo. Lo intentamos hasta donde pudimos, pero a pesar de todos nuestros intentos de informarle sobre la resistencia invencible de las fuerzas que pretendía atacar, no conseguimos disuadirlo de su afán de dar un golpe a favor de sus salvajes ideas. No entendía lo que le decíamos y nos contestaba con unos argumentos que casi nos hacían perder la paciencia por su astucia infantil. Todo acababa siendo absurdo e irrefutable en última instancia. En alguna ocasión pudimos llegar a vislumbrar una furia ardiente y oscura que crecía en su interior, una vaga sensación de ultraje y un ansia de violencia que podían llegar a ser muy peligrosas cuando se trataba de un indígena. Rabiaba como si estuviese poseído. En una ocasión, y después de haber estado discutiendo todos sus puntos de vista hasta altas horas de la noche en su campamento, se puso en pie de un salto. Un gran fuego iluminaba la vegetación y entre los árboles parecían danzar luces y sombras; por entre las ramas se veía revolotear a los murciélagos como si fuesen motas de una negritud condensada. Le quitó al anciano su cimitarra, la desenvainó en un abrir y cerrar de ojos y la clavó en la tierra. Sobre aquella hoja afilada quedó bailando la empuñadura de plata, como si se tratara de una criatura viviente. Dio un paso atrás y con voz solemne se dirigió con fiereza a aquel acero vibrante:

—¡Si todavía hay virtud en el fuego, en el hierro y en las manos que te forjaron, en las palabras que se han dicho sobre ti, en los deseos de mi corazón y en la sabiduría de quienes te crearon, acabaremos venciendo! —A continuación alzó de nuevo el acero y se quedó mirando con atención el filo—. Aquí tienes —le dijo al anciano sin volver la cabeza.

El interpelado —que no había hecho un solo movimiento hasta entonces— limpió la punta del acero con el borde de su sarong y en cuanto hubo enfundado de nuevo el arma, se quedó acariciándola sobre las rodillas sin levantar la vista ni un segundo. Karain se serenó de nuevo y se sentó con gran dignidad. Nadie se atrevió después de aquello a poner más objeciones y dejamos que siguiera ensimismado en sus proyectos para una honrosa derrota por todo lo alto. Lo único que podíamos hacer por él, llegados a ese punto, era intentar que la pólvora fuese digna del precio por el que la pagaba y que las armas fuesen útiles aunque estuvieran viejas.

Aun así el juego comenzó a ponerse muy peligroso. Nosotros habíamos asumido aquellos peligros tantas veces que ya no nos preocupábamos casi nunca de los riesgos, pero había ciertas personas que trabajaban en contadurías lejanas que determinaron que corríamos demasiado peligro y que ya solo podríamos hacer una travesía más. De ese modo, le dimos a las autoridades indicaciones falsas sobre nuestro paradero (cosa que entraba dentro de lo habitual) y zarpamos discretamente para fondear como siempre en la bahía. Llegamos de la madrugada, pero antes de que nuestra ancla se apoyara en el fondo ya teníamos la goleta rodeada de botes.

La primera noticia que tuvimos fue que hacía pocos días había fallecido el misterioso guardaespaldas de Karain. Apenas le dimos importancia al asunto. Es cierto que costaba imaginarse a Karain sin su inseparable acompañante, pero el hombre ya era un anciano, nunca había cruzado una palabra con nosotros y apenas habíamos escuchado el sonido de su voz. Para nosotros fue siempre algo cercano a un objeto inanimado, parte del regio ornato de nuestro amigo, como aquella cimitarra que solía llevar, o la sombrilla roja con flecos que llevaba durante las ceremonias oficiales. A pesar de su costumbre Karain no pasó a saludarnos aquella tarde, pero antes del anochecer nos hizo llegar un mensaje de bienvenida y una cesta de frutas y verduras como obsequio. Nuestro amigo nos pagaba como un banquero, pero nos agasajaba como un príncipe. Estuvimos esperando hasta la medianoche. Sobre la cubierta de popa, el barbudo de Jackson tocaba una vieja guitarra y entonaba con acento penoso viejas canciones de amor españolas, mientras el joven Hollis y yo echábamos una partida de ajedrez tendidos sobre el suelo. Karain no se presentó. Al día siguiente fuimos a descargar y nos informaron de que el rajá se encontraba indispuesto. Tampoco llegó la esperada invitación para que acudiéramos a hacerle una visita al interior de la empalizada. De nuestra parte le hicimos llegar unos cordiales saludos pero nos quedamos a bordo por miedo a estorbar alguna reunión del consejo. A primera hora del tercer día ya habíamos terminado de descargar toda la pólvora y los rifles y también un cañón de cobre de seis libras con su cureña que habíamos sufragado por suscripción colectiva y traíamos como obsequio a nuestro amigo. Por la tarde hizo un gran bochorno. Se empezó a ver sobre las montañas el filo deshilachado de unas nubes negras y a lo lejos comenzaron a retumbar los rayos como si fuesen animales salvajes. Dejamos la goleta a son de mar y decidimos levar anclas al amanecer del día siguiente. Durante el resto de toda aquella jornada estuvo cayendo sobre el barco un abrasador sol al rojo vivo. En la costa no se movía ni una brizna de hierba. La playa estaba desierta, al igual que el poblado, y los árboles se alzaban en racimos inmóviles como si estuvieran pintados sobre un lienzo; el humo de alguna pequeña fogata se extendía a lo largo del litoral como si fuese una marca de bruma. Cuando ya estaba muy avanzado el día se presentaron en la goleta tres lugartenientes de Karain engalanados con suntuosidad y armados hasta los dientes con una buena suma de dólares. Traían un aire melancólico y nos comentaron que no habían visto a su rajá en cinco días. ¡No lo había visto nadie! Hicimos nuestros negocios y, tras un callado apretón de manos, se subieron de nuevo a los botes y a golpe de remos fueron trasladados hasta la playa sentados muy juntos, adornados con aquellos colores vivos y las cabezas gachas. Los bordados de oro de sus trajes brillaban con el sol y ni uno de ellos nos dirigió una sola mirada mientras se deslizaban sobre las aguas tranquilas. Cuando se puso el sol las nubes ocuparon a toda prisa la cima de la montaña y se precipitaron con ímpetu hacia el valle. De pronto se borraron todas las cosas, y en la bahía se fueron arremolinando vapores muy negros. La goleta se bamboleaba de lado a lado debido al viento racheado. En la hondonada estalló un trueno capaz de reventar el paisaje completo y comenzó el diluvio. Se detuvo el viento. Nos resguardamos todos en el camarote, estábamos totalmente empapados, y, en el exterior, la bahía silbaba como si estuviera hirviendo, el agua caía en dardos perpendiculares, pesados como el plomo, que golpeaban sobre la cubierta calando la arboladura. La noche ciega sollozaba y chapoteaba. El quinqué nos iluminaba tenuemente. Hollis estaba tendido en la hamaca desnudo de cintura para arriba con los ojos cerrados y tan despojado como un cadáver. A su cabecera Jackson tocaba la guitarra y boqueaba con aire dramático una lúgubre copla sobre un amor desesperado y unos ojos que parecían estrellas. De improviso escuchamos unas voces sobre cubierta y unos pasos apresurados que acabaron con Karain en el umbral del camarote. Bajo la luz tenue de pronto brillaron su rostro y su torso desnudo, llevaba el sarong empapado y enrollado entre las piernas, en la mano izquierda llevaba un kris envainado y el pelo mojado le caía por encima de los ojos y hasta las mejillas, se le escapaba entre los huecos de un pañuelo rojo que llevaba atado a la frente. Entró con un solo paso decidido con la misma premura que si le hubiesen estado persiguiendo. Hollis se dio la vuelta y le observó con atención. Jackson detuvo su manaza sobre las cuerdas de la guitarra. Yo me puse de pie.

—¡Nadie nos ha advertido de que había llegado un bote! —exclamé.

—¿Qué bote? ¡Ha venido nadando! —dijo Hollis—. ¡Solo hay que verlo!

Karain jadeaba fuera de sí mientras nosotros lo mirábamos en silencio. El agua le chorreaba por toda la ropa y formaba un charco oscuro y que culebreaba por el suelo del camarote. Jackson salió afuera y escuchamos cómo les alejaba la escala a nuestros tripulantes malayos, blasfemaba en mitad de la furia de aquella tormenta por la gran conmoción que había en cubierta. Los vigías, aterrorizados ante la visión de aquel espectro que había saltado de pronto sobre la borda, habían dado la alarma a toda la tripulación.

Al poco rato regresó Jackson con la barba y el pelo cubierta de pequeñas gotitas, y Hollis, que al ser el más joven a veces hacía alarde de cierta superioridad, dijo sin inmutarse:

—Que alguien le dé una bata seca, la mía está colgada en el baño.

Karain dejó el kris sobre la mesa con el puño apuntando hacia él y susurró algunas palabras en un tenue hilo de voz.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Hollis, que no había alcanzado a oír nada.

—Está pidiendo disculpas por haberse presentado con un arma —dije yo aturdido.

—Qué ceremonioso es. Respóndele que aquí sabemos disculpar a los amigos, sobre todo en una noche como ésta… —dijo Hollis con parsimonia—. ¿Qué lo habrá traído por aquí?

Karain se puso la bata seca y dejó resbalar el sarong hasta los pies. Le señalé la butaca de madera: su butaca. Muy rígido se sentó en la butaca susurrando “Ah” con voz recia, y aquel cuerpo enorme tembló con un estremecimiento. Echó un inquieto vistazo hacia atrás y después nos miró como si nos fuese a decir algo, pero se limitó a mirar ciegamente y luego miró hacia atrás de nuevo. Jackson exclamó:

—¡Eh, los de cubierta, haced vuestro trabajo! —Y tras una vaga respuesta que llegó del exterior cerró la puerta del camarote de una patada—. Ahora ya podemos hablar tranquilos —dijo.

Los labios de Karain temblaron levemente. Un fuerte relámpago hizo que las dos portas redondas de popa brillaran como un par de ojos crueles y fosforescentes. Durante unos instantes la llama del quinqué pareció estar a punto de marchitarse en un oscuro polvillo, y, a las espaldas de Karain, el espejo del aparador se perfiló en bruñida plancha de luz espectral. El fragor del trueno se aproximó un poco más y reventó sobre nosotros haciendo temblar la goleta. La enorme voz se perdió en la lejanía de nuevo, de forma amenazante. Durante un minuto estalló una lluvia terroríficamente furiosa sobre cubierta. Karain fue deslizando lentamente la mirada de rostro en rostro y el silencio se hizo tan profundo que todos pudimos escuchar nítidamente el sonido de los dos cronómetros con su tic tac infatigable y competidor.

Nosotros tres estábamos tan sorprendidos que no podíamos quitarle la mirada de encima. Guardaba en él el enigma que le había hecho presentarse en la goleta en medio de la tempestad de aquella noche. A ninguno nos cabía la menor duda de que estábamos frente a un fugitivo, por muy absurda que en ese momento nos pareciera la idea. Estaba tan macilento como si no hubiese pegado ojo en una semana entera, y tan flaco como si no hubiese probado bocado desde hacía días. Tenía las mejillas escuálidas, los ojos hundidos y los músculos de los brazos y el torso totalmente crispados por una larga lucha. La distancia que cruzó nadando hasta la goleta era muy larga, pero el cansancio que se manifestaba en su rostro era de otra naturaleza, se trataba de un cansancio atormentado, de la ira y el miedo de un tremendo combate contra un pensamiento, una obsesión, algo de una naturaleza intangible e inaplazable al mismo tiempo, una sombra etérea, algo inmortal que estaba alimentándose de sus energías. Lo entendimos como si nos lo hubiese gritado allí mismo. El pecho se le ensanchaba una y otra vez como si fuese incapaz de controlar los latidos de su corazón. Por un instante, tuvo las facultades de los endemoniados, ese don para provocar en quienes lo contemplan tanto horror, sorpresa y compasión como la sensación aterradora de que existen cosas temibles, oscuras y silenciosas que acechan a los hombres en su soledad. Durante unos segundos los ojos le giraron nerviosamente en las cuencas y a continuación se quedaron inmóviles. Con gran trabajo, acertó a decir:

—He llegado hasta aquí… He escapado del fuerte como si hubiese sufrido un fracaso. Corrí en medio de la noche, el agua era negra; lo abandoné y él me llamaba desde el borde del agua negra… Lo dejé solo en la playa. Yo nadaba. Él me gritaba para que regresara, pero yo seguí nadando…

Estaba rígido, con la mirada perdida, y no paraba de temblar. ¿A quién había dejado atrás? ¿Quién lo había llamado? No lo sabíamos, no conseguíamos comprender lo que nos decía. Me atreví a decirle:

—Tranquilízate.

El sonido de mi voz hizo que se pusiera aún más rígido, pero aparte de esa reacción no dio muestra alguna de haberme escuchado. Se quedó como si estuviera atendiendo a algo unos instantes y a continuación prosiguió:

—Aquí no puede venir, por eso he acudido a vosotros. Vosotros, blancos, os burláis de las cosas invisibles, por eso él no tiene poder contra vuestra incredulidad y vuestra fuerza… —Hizo una pequeña pausa y continuó con un hilo de voz—. ¡Oh, la fuerza de la incredulidad!

—Estás a solas con nosotros tres —dijo Hollis con serenidad. Tenía el puño apoyado en el mentón y no hizo ningún movimiento.

—Lo sé —respondió Karain—, nunca me ha seguido hasta aquí. ¿O es que no tenía yo siempre al sabio anciano a mi lado? Pero desde que ha muerto la única persona que sabía de mi miedo todas las noches, escucho la voz. Me encerré en la oscuridad… durante muchos días. Podía escuchar los desconsolados murmullos de las mujeres, el susurro de la brisa, el del agua dulce, el tintineo de las armas en las manos de mis fieles, sus pasos… ¡y aquella voz! Cerca. ¡En mi oído! Estaba tan cerca… Sentía su aliento en mi cuello. Como no podía gritar, me puse en pie de un salto. Los hombres dormían a mi alrededor con tranquilidad y yo me puse a correr hacia la playa. Él corría detrás de mi con pisadas que no hacían ningún ruido y no pasaba de murmurar extrañas palabras, las murmuraba en mi oído con su voz sempiterna. Me eché al mar y vine nadando hasta vosotros con el kris entre los dientes. Armado, conseguí huir de la voz para buscar vuestra protección, para pediros que me llevéis con vosotros a vuestras tierras. Ha muerto el hechicero, y con su presencia se ha ido también el poder de sus palabras y de sus conjuros; ya no puede protegerme nadie, nadie. Aquí ya no queda nadie que sea lo bastante leal y lo bastante sabio como para hacérselo saber. Mi miedo solo se disipa cuando me encuentro junto a vosotros, vuestra incredulidad os protege y mi miedo desaparece como la neblina frente al sol —dijo a continuación dirigiéndose a mí—. ¡Iré contigo! —exclamó reprimiendo un grito—. Contigo porque has conocido a muchos de nosotros. Quiero alejarme de estas costas… de mi gente… ¡de él!

Señaló de forma enloquecida por encima de él. Era difícil contemplar la intensidad de la visión de aquella congoja misteriosa. Miraba a Hollis sin retirar la mirada. Pregunté con respeto:

—¿Dónde se encuentra el peligro?

—En todas partes, en todo lo que no sea aquí dentro —respondió espantado—. En todos los lugares a los que voy. Me espera en los caminos, bajo los árboles, allí donde me tumbe a dormir… en todas partes menos aquí.

Echó un vistazo alrededor del reducido camarote, hacia la pintura de los baos, el barniz gastado sobre la madera, miró a su alrededor como si estuviese apelando a todo aquel abigarramiento, al desorden de todas aquellas cosas que pertenecían a la vida inimaginable compuesta de esfuerzo, poder, deber, a la vida de los blancos, cuya resistencia e incredulidad les permitía estar junto a la oscuridad sin caer en ella. Alargó los brazos para abrazar toda aquella existencia y a nosotros con ella. Nos mantuvimos en silencio. La lluvia y el viento habían cesado ya y era tal la tranquilidad nocturna en la que estaba envuelta la goleta que parecía que un mundo muerto estuviera suspendido sobre una cama de nubes. Esperamos a que volviera a hablar. Brotó de sus labios la necesidad interior. Suele decirse que un indígena nunca se sincera con un blanco; es falso. Nadie se confía a su opresor, pero a un amigo aventurero, a quien no ha venido a adoctrinar ni a gobernar, a quien nada impone y todo lo acepta, a ése sí se le hacen confidencias al calor del fuego en medio de la soledad compartida del mar, o en los poblados de las riberas, en lugares desiertos rodeados de junglas. Un corazón habla y el otro escucha, del mismo modo que la tierra, el mar, el cielo, el viento y las hojas trémulas escuchan también el relato eterno del sufrimiento humano.

Finalmente se explayó. No se puede dar cuenta del efecto de su relato. Es inmortal, y, al igual que las vívidas emociones que se producen en los sueños, su fuerza no se conserva mediante una simple transcripción. Habría hecho falta conocer su grandeza natural, haberlo visto antes y, a continuación, haberlo visto en aquellas circunstancias. La endeble penumbra del camarote, la silenciosa inmovilidad exterior en la que solo se oía el tímido lametazo de las aguas contra los flancos de la goleta, el rostro pálido del joven Hollis, la enérgica cabeza de Jackson apoyada en aquellas manos enormes, la alargada mata de su barba rubia sobre las cuerdas de la guitarra en la mesa, Karain en aquella posición rígida e inmóvil, el tono de su voz… Todos aquellos elementos compusieron una situación que ya no olvidaremos nunca. Nos miraba sentado desde la mesa. Sobre la plancha de madera se erguía su cabeza tostada y su torso de bronce, tan reluciente e inmóvil como si lo acabaran de troquelar en metal. Lo único que se movía eran sus labios y sus ojos: tan pronto se apagaban como brillaban de nuevo o se quedaban espantosamente quietos. Sus palabras brotaban directamente de un corazón atormentado. Su voz se oía débil en un murmullo triste, parecido a veces al de un arroyuelo; otras, fuerte como un gong de guerra o arrastrándose con lentitud como un viajero agotado, o acelerándose con el fervor del miedo.

 

IV

 

Expongo en la medida de lo posible lo que nos dijo:

—Todo empezó con el conflicto que rompió la alianza que habían formado los cuatro estados de Wajo. Luchamos unos contra otros y los holandeses nos observaban desde lejos, esperando que nuestra lucha nos desgastara. De pronto apareció en la entrada de nuestros ríos el humo de sus barcos guerreros y, en botes repletos de soldados, sus jefes vinieron a vernos ofreciéndonos paz y protección. Nosotros los recibimos con prudencia y ecuanimidad porque nuestros poblados estaban destruidos, nuestras empalizadas deshechas, nuestros soldados débiles y sus armas gastadas. Vinieron sus jefes y se fueron; se negoció mucho, pero cuando se marcharon todo continuó como siempre, con la única diferencia de que sus barcos permanecían a la vista en nuestras costas y sus comerciantes comenzaron a aparecer entre nosotros amparados en una carta de impunidad. Mi hermano era uno de los reyes que habían firmado aquella carta. En esa época yo era joven, había participado en la guerra y Pata Matara había luchado a mi lado. Habíamos compartido hambres, peligros, cansancio y triunfos. Su mirada siempre estaba alerta para librarme del peligro y mi propio brazo lo había librado dos veces de la muerte. Ése era su destino. Era mi amigo. Y entre los nuestros ocupaba un cargo muy alto, era el consejero de mi hermano el rey. Siempre participaba mucho en las reuniones y era valiente de corazón y jefe de muchos poblados que están junto al lago que se encuentra en el centro de mi tierra natal, igual que el corazón está en el centro del cuerpo humano. Cuando llevaban su cimitarra hasta un campong para anunciar que estaba a punto de llegar, las jóvenes murmuraban frases de admiración bajo los árboles frutales, los ricos charlaban con discreción y se organizaba de inmediato un banquete con música. Tenía el favor del rey y el amor de los pobres. Amaba la batalla, la caza del venado y los encantos de las mujeres. Poseía piedras preciosas, armas afortunadas y el afecto de los hombres. Era muy valiente, mi único amigo en el mundo.

“Mi hermano me había nombrado jefe de uno de los campamentos que quedaban junto al río para cobrar los impuestos a los barcos que pasaran por allí. Un día apareció un comerciante holandés que quería remontar el río. Pasó con sus tres botes sin que nadie le reclamara el impuesto, porque el humo de los barcos de guerra holandeses todavía se veía en la costa y nuestra fuerza era todavía muy poca como para que pudiéramos olvidar nuestros tratados. Fue navegando río arriba amparado en la carta de impunidad y mi hermano le ofreció su protección. Aseguró que venía con intención de comerciar. Nos atendió cuando nos dirigimos a él porque somos hombres que hablan de frente y sin miedo, contó el número de nuestras lanzas, examinó los árboles, las aguas del río, la hierba de las riberas y la falda de nuestras montañas. Prosiguió hasta los poblados de Matara y obtuvo un permiso para construir una casa en uno de aquellos parajes. Comerciaba y también sembraba. Mostraba un gran desprecio por nuestra alegría, nuestra fe y nuestras costumbres. Su rostro era cerrado, su cabello llameante y tenía unos ojos pálidos como la niebla del río. Se movía con pesadez y tenía una voz solemne cuando hablaba, reía muy fuerte como los idiotas y en su trato no había ninguna señal de educación. Era alto y arrogante, miraba a las mujeres a la cara y a los libres les daba palmaditas en la espalda como si fuera un cacique. Nosotros teníamos paciencia con él y así fue pasando el tiempo.

“En ese momento la hermana de Pata Matara huyó del campong y se fue a vivir con el holandés. Se trataba de una gran mujer, yo la había visto varias veces transportada a hombros de sus esclavos y en medio de la gente, con el rostro descubierto, y todo el mundo comentaba que su belleza no tenía rival y era tanta que nublaba la mente y enloquecía el alma de quienes la contemplaban. Hubo un gran escándalo por aquel deshonor y se ensombreció el rostro de Matara pues sabía que ella estaba prometida en matrimonio a otro hombre. Matara se presentó en la casa del holandés y le dijo:

“—Entrégamela para que muera, es hija de un cacique.

“El blanco se negó y se encerró en la casa vigilando a sus sirvientes día y noche con armas de fuego. Matara enfureció y convocó a mi hermano en un consejo, pero los barcos de guerra seguían cerca en la costa. Mi hermano dijo:

“—Si matamos al blanco en este momento nuestro pueblo tendrá que pagar con sangre. Dejémoslo tranquilo hasta que podamos restablecer nuestra fuerza con la paz y sus barcos se alejen.

“Matara era muy inteligente, decidió esperar siempre atento, pero el blanco tenía miedo y huyó. ¡Abandonó su casa, sus cultivos, sus mercaderías! Huyo armado y amenazador y renunció a todo… ¡por ella! ¡Ella había conseguido enloquecer su alma! Lo vi alejarse hacia el mar desde mi campamento, en un bote grande. Matara y yo estábamos juntos detrás de las estacas puntiagudas de la empalizada. Iba sentado en el techo de popa con las piernas cruzadas y las manos en el rifle. El cañón de su arma brillaba por delante de su ceño fruncido. Delante de él se extendía el río: liso, suave y horizontal como una sábana de plata; visto desde la ribera parecía una manchita negra. Vimos cómo salía al azul del mar.

“Matara gritó tres veces a mi lado el nombre de su hermana con gran dolor. Mi corazón se conmovió. Tres veces contemplé la visión de aquella mujer de cabellos ondulantes que escapaba de su tierra natal con los ojos de mi imaginación. Me enfurecí… y me entristecí. ¿Por qué? Yo también me puse a gritar insultos y amenazas. Matara dijo:

“—Ahora que ya han abandonado su tierra natal, sus vidas están a mi merced. Los perseguiré y los castigaré… solo yo tendré que pagar por su sangre.

“Una brisa poderosa sopló hacia poniente sobre el río solitario. Grité:

“—¡Iré contigo!

“Él inclinó la cabeza para asentir. Ése era nuestro destino. El sol se había puesto y los árboles mecían sus ramas sobre nuestras cabezas con un rumor sordo. La tercera noche abandonamos nuestra tierra los dos juntos a bordo de un prao mercante. El mar salió a nuestro encuentro, el mar sin senderos ni voz. Un prao no deja huella en su ruta. Había luna llena y los dos la miramos y nos dijimos:

“—Cuando brille la próxima luna llena, regresaremos, y ellos habrán muerto.

“Ya hace cinco años de aquello. Ha habido muchas lunas, llenas y nuevas, pero yo no he vuelto a ver mi tierra natal. Pusimos la proa hacia el sur, rebasamos muchos praos, buscamos en todas las bahías y llegamos hasta el extremo litoral en que se encuentra nuestra isla, un cabo escarpado en un estrecho donde flotan las sombras de los praos que han naufragado y las voces de los ahogados se despiertan en la noche. Frente a nosotros se abría el ancho mar. Contemplamos una montaña que ardía en medio del agua, miles de islotes desperdigados, como si fuera metralla arrojada por un inmenso cañón, una costa de montañas y valles que iba de este a oeste, desplegada bajo el sol. Era Java. Dijimos:

“—Están allí, su hora se acerca. Nosotros regresaremos o moriremos, pero lo haremos limpios de deshonor.

“Desembarcamos. ¿Es que se puede encontrar algo bueno en esa tierra? Los caminos son rectos, secos y polvorientos. Hay algunos campongs llenos de blancos que están rodeados de campos fértiles, pero todos los que viven allí son esclavos. Los que gobiernan lo hacen siempre amenazados por una espada extranjera. Ascendimos a una montaña, bajamos por el valle y al atardecer llegamos a una aldea. Preguntábamos a todo el mundo: ‘¿Habéis visto a un hombre blanco?’. Algunos se asombraban y otros se burlaban mientras las mujeres nos ofrecían algo de comer; otros nos miraban con temor y respeto, como si nuestras mentes estuvieran ocupadas por una visión de Alá, pero también nos cruzamos con gente que ni siquiera entendía nuestro idioma y con algunos que nos maldecían o bostezaban preguntándonos con desprecio por el motivo de nuestra búsqueda. Un anciano nos gritó cuando abandonábamos el lugar: ‘¡Desistid!’.

“Continuamos. Cedíamos con humildad el paso a los jinetes con los que nos cruzábamos en el camino, y al hacerlo les ocultábamos nuestras armas, hacíamos profundas reverencias a unos caciques que no eran más que esclavos, nos perdíamos entre los campos, en las selvas y una de aquellas noches, en medio de un espeso bosque, llegamos a un lugar repleto de muros en ruinas entre árboles e ídolos extraños (figuras como demonios, labradas en la piedra, con muchos brazos y piernas y serpientes que reptaban por sus cuerpos con veinte cabezas y cien cuchillas) que parecían cobrar vida y amenazarnos a la luz de la hoguera. Nada nos disuadía. En el camino, y a la lumbre de cualquier fuego, en todos los sitios en los que parábamos, hablábamos siempre de ellos. Su hora se acercaba por fin. No hablábamos de nada más. ¡No! No decíamos nada ni del hambre, ni del cansancio, ni de la desesperanza. ¡No! En realidad ni siquiera hablábamos de ellos, sino ¡de ella! Y pensábamos en ellos… en ella, junto al fuego. Matara fruncía el ceño. Yo estaba sentado a su lado y me dedicaba a pensar y a pensar hasta que de nuevo se manifestaba en mi interior la figura de una hermosa mujer, una mujer joven, voluntariosa y tierna que huía de su tierra natal y de su pueblo. Matara decía: ‘Cuando los encontremos será ella la primera que muera para limpiar el deshonor, al blanco lo mataremos luego’. Yo respondía: ‘Como tú digas, la venganza es tuya’. Él me miraba sin descanso con aquellos grandes ojos suyos.

“Regresamos hacia la costa. Estábamos muy delgados y nos sangraban las plantas de los pies. Dormíamos envueltos en harapos a la sombra de recintos de piedra, pedíamos comida a las puertas de los blancos. Sus perros nos ladraban y sus esclavos nos gritaban que nos marcháramos desde lejos. Los malnacidos que patrullaban las calles de los campongs nos preguntaban quiénes éramos. Mentíamos, sonreíamos y adulábamos, a pesar de que nuestro corazón estaba lleno de odio, y continuábamos con nuestra búsqueda aquí y allá, siguiendo al hombre blanco del pelo rojo y a la mujer que había traicionado su fe y que debía morir por ello. Buscábamos. A veces me daba la sensación de que veía su rostro femenino y corríamos, pero no; otras veces, Matara decía: ‘¡Ahí está él!’, y nos escondíamos, pero cuando se aproximaba descubríamos que era otra persona; todos los holandeses son iguales. Teníamos la angustia de la desilusión. En mis sueños veía el rostro de ella y me alegraba y me entristecía a partes iguales… ¿Por qué? Me daba la sensación de estar escuchando un susurro a mi lado. Volvía la cabeza a toda prisa. ¡No estaba allí! Mientras nos íbamos arrastrando de poblado en poblado me daba la sensación de que me seguían unos pasos ligeros. Llegó un momento en que ya los escuchaba permanentemente, y me alegré. Mientras caminábamos por aquellos áridos y desiertos caminos de los blancos, agotados y derrotados por la luz y el calor, pensaba para mí: ‘¡Ella viene con nosotros!’. Matara se mostraba sombrío; pasábamos hambre con mucha frecuencia.

“Vendimos las vainas labradas de nuestros krises, eran de marfil y tenían incrustaciones de oro. Vendimos también las empuñaduras y sus joyas, pero las hojas las conservamos con nosotros… para ellos, esas hojas que nunca habían tocado sin matar, esas hojas las reservamos para ella… ¿Por qué? Ella nos acompañaba siempre… Teníamos hambre, mendigábamos, al fin terminamos por abandonar Java.

“Fuimos hacia el oeste y luego hacia el este. Vimos muchas tierras y hablamos con muchos extraños, con hombres que vivían en los árboles y con hombres que se comían a los muertos. Cortábamos bambú por un puñado de arroz y limpiábamos las cubiertas de grandes buques por una propina, casi siempre soportando constantes insultos. Trabajábamos en los pequeños pueblos y vagábamos sin rumbo perdidos en los océanos de los bajows, los que no tienen patria. Peleamos por dinero, nos contrataron los gorameses y nos engañaron, y pescamos perlas bajo las órdenes de brutales blancos en bahías desiertas punteadas de rocas negras, como si se tratara de la costa de la desolación. Y donde fuera que estuviéramos siempre investigábamos y observábamos. Nos dirigían palabras de amenaza y de burla, palabras de sorpresa y palabras de desprecio. Jamás descansábamos, y nunca pensábamos en nuestra tierra natal porque aún no habíamos cumplido la misión que nos había llevado hasta allí. Pasaba un año y otro año. Ya no contaba las noches, las lunas ni los años. Yo cuidaba de Matara, siempre reservaba para él mi último puñado de arroz, y si solo había agua para uno de los dos era él quien la bebía; cuando temblaba de frío lo abrigaba yo, y cuando la fiebre se apoderó de él, fui yo quien se pasó las noches abanicándole. Era noble y era mi amigo. Durante el día hablaba de ella con ira, y por la noche lo hacía con dolor; la recordaba siempre, en la salud y en la enfermedad. Yo no decía nada pero todos los días la veía… ¡siempre! Al principio era solo su rostro lo que veía, se parecía al de una mujer que caminara por la ribera, entre la bruma. Luego vino a sentarse frente a nuestra hoguera. ¡La vi! Su mirada era dulce y su rostro bellísimo. Aquella noche le susurré unas palabras. Matara estaba soñoliento y me preguntó: ‘¿Con quién hablas? ¿Quién anda ahí?’. Yo respondí: ‘Nadie…’. ¡Mentira! Ella nunca me abandonaba. Se sentaba junto a nosotros frente a la higuera y nadaba en el mar para seguirme… ¡Yo la vi…! Te digo que podía ver sus largos cabellos ondulados a su espalda sobre aquellas aguas iluminadas por la luna mientras nadaba con sus desnudos brazos junto a nuestro prao veloz. Era bellísima y fiel y me hablaba con la lengua de nuestros padres en mitad de aquellos países extranjeros. Nadie podía verla ni oírla, ¡era mía por completo! Durante el día caminaba delante de mí con pasos elásticos y flexibles, como un tronco de árbol joven, sus talones eran lisos y redondos como cáscaras de huevo y me hacía señas con su brazo bien torneado. De noche me miraba a la cara y se la veía triste. Su mirada era dulce y desvalida, y su voz suplicante. En una ocasión le susurré: ‘¡No morirás!’, y entonces sonrió, desde entonces empezó a sonreírme… Me infundía valor para poder soportar las fatigas y las penalidades. Eran días difíciles y aquel gesto me aliviaba. Matara y yo vagabundeábamos sin descanso en nuestra búsqueda. Vivimos desengaños, falsas esperanzas, enfermedad, sed, infortunio, desesperación… hasta que por fin… ¡los encontramos!

 

 

Karain gritó aquellas palabras y se quedó callado. Su rostro se tornó impasible y permaneció inmóvil, como si estuviese en trance. Hollis se acercó a él alargando los brazos por encima de la mesa. Jackson hizo un ademán y tiró sin querer la guitarra al suelo. La resonancia lastimera del golpe inundó el camarote y se extinguió poco a poco. Karain comenzó a hablar de nuevo. La fiereza del tono de su voz se parecía a algo que se puede oír sin que haya sido pronunciado, las palabras ocuparon de nuevo el camarote y envolvieron con su rumor a la figura inmóvil que estaba sentada sobre la butaca.

 

 

—Nos pusimos en marcha en dirección a Atjeh, donde estaban en guerra, pero nuestro barco se quedó varado en la arena y nos vimos obligados a desembarcar en Delhi. Habíamos conseguido ahorrar un poco de dinero y con él habíamos comprado un rifle a unos comerciantes en Selangor. El rifle lo llevaba Matara. Desembarcamos. Allí había una gran multitud de blancos que plantaban tabaco en llanuras conquistadas y Matara… en fin, no importa, ¡lo vio…! ¡Al holandés…! Esperamos escondidos. Estuvimos vigilándolo dos noches y un día. Tenía una casa, una casa enorme en uno de los claros del campo, y a su alrededor crecían flores y zarzas, había pequeños caminos amarillos entre el césped y el paso estaba cerrado por grandes setos.

“Un rocío muy espeso nos empapaba y nos helaba hasta las mismas entrañas. A la luz de la luna todo se veía de color gris: el césped, las ramas y las hojas cubiertas de pequeñas gotas. Matara estaba encogido sobre la hierba y temblaba en medio del sueño. Le castañeteaban los dientes con tanta fuerza que yo temía que despertara a toda la comarca. Los vigilantes de las casas de los blancos hacía sonar sus campanas y silbaban en la oscuridad. A ella la vi a mi lado, como todas las noches. ¡Ya no me sonreía…! En mi pecho ardió la angustia, y ella me susurró con compasión y con dulzura… como solo saben hacerlo las mujeres, y así aplacó la inquietud de mi alma. Inclinó su rostro sobre el mío, aquel rostro que había enloquecido a los hombres. Era toda mía y nadie podía verla… ¡ningún ser vivo! Las estrellas brillaban a través de su pecho y de sus cabellos flotantes. Sentí que me invadían el remordimiento, la ternura y la lástima. Matara dormía… ¿Había dormido yo? Matara me sacudía los hombros y el fuego del sol ya estaba abrasando la hierba, las zarzas y las hojas. Ya era de día y había nubes de bruma prendidas de las ramas de los árboles.

“¿Pero era de noche o de día? No vi nada hasta que Matara comenzó a roncar todavía tendido sobre la hierba y ahí fue cuando me fijé en la puerta de la casa. Los vi a los dos. Estaban afuera. Ella sentada en un banco apoyado contra un muro. Sobre su cabeza, y alrededor de sus cabellos, había una enredadera cuajada de flores. A su lado, de pie, estaba el holandés y le sonreía. Brillaban sus dientes blancos y tenía un bigote sobre los labios que parecía una llama retorcida. Era un hombre grande y gordo, alegre y animoso. Matara rascó con la uña el pedernal y me ofreció el rifle. ¡A mí! Yo lo cogí… ¡Oh, qué desdicha! Tendido boca abajo me susurró en el oído:

“—Me arrastraré hasta donde están sin que se den cuenta, y cuando llegue hasta ella la mataré sin piedad con mis propias manos. Tú quédate aquí apuntando al cerdo. Deja que contemple cómo limpio el deshonor de la faz de la tierra y a continuación… eres mi amigo, mátalo de un disparo.

“No respondí nada. Me había quedado sin aire, me daba la sensación de que no había aire en el mundo. Matara se alejó a toda prisa. La hierba se onduló y una zarza crujió, ella alzó la mirada.

“¡La vi! ¡Era el consuelo de mis noches de insomnio, el sostén a mis días de fatiga, la compañera de tantos años y tantas penalidades! ¡La vi! Estaba mirando precisamente en la dirección en la que yo estaba agazapado. Ahí estaba, tal y como la había estado viendo a lo largo de aquellos años, mi fiel compañera de peregrinaciones. Me mostraba sus ojos melancólicos y sus labios sonrientes… ¿Es que no le había prometido yo que no moriría?

“Estaba lejos de mí, pero yo la sentía muy cerca. Me acariciaba con su contacto y escuché su lamento: ‘¿Quién te acompañará y te consolará si muero yo?’. Observé cómo temblaba un pequeño matorral que estaba a su izquierda. Matara se estaba preparando. Grité:

“—¡Vuelve!

“Ella se levantó, cayó un pequeño cofre que tenía sobre las piernas y las perlas rodaron a sus pies. El enorme holandés estaba a su lado y levantó una mirada hostil hacia el sol. Apunté con el rifle. Estaba arrodillado y bien apoyado, tan bien apoyado como los árboles, las rocas, las montañas, pero en el otro extremo del recto cañón se tambaleaban los campos, la casa, la tierra, el cielo, como si fuesen sombras selváticas en medio de un día tempestuoso. Matara salió del matorral y los pétalos arrancados de las flores volaron como si se los hubiese llevado la tormenta. Oí cómo gritaba y a continuación vi cómo se interponía con los brazos abiertos entre el blanco y él. Era una mujer de mi tierra natal y de noble estirpe. Llegó a mis oídos un grito de angustia y horror y a continuación… todo se inmovilizó. Mientras Matara saltaba hacia ella alargando el brazo, quedaron inmóviles los campos, la casa, la tierra, el cielo. Apreté el gatillo, hubo un chispazo, y no pude ver nada porque el retroceso del humo cubrió mi rostro; lo siguiente que vi fue que Matara se desplomaba sin vida a los pies de ella con los brazos estirados. ¡Fue un disparo certero! Después del disparo arrojé el rifle. Junto al muerto habían quedado los dos inmóviles, como si hubiesen sido presas de un encantamiento. Grité:

“—¡Vive y recuerda! —Y me alejé tropezando entre las heladas tinieblas. Hubo un gran alboroto a mis espaldas, muchos pies corrieron a mi alrededor, me rodearon hombres extraños, me dijeron palabras que no entendía mientras me empujaban, me arrastraban y me levantaban… Me llevaron frente al enorme holandés, que me miraba sin salir de su asombro. Quería saber lo que había sucedido y balbuceaba, me daba las gracias, me ofrecía oro, alimentos, casa, comida… no paraba de hacer preguntas. Me reí en su cara y le dije:

“—Soy un viajero korinchi que ha venido desde Perak y no sé nada sobre ese muerto. Yo pasaba por el camino cuando escuché un disparo y tus criados se echaron sobre mí y me trajeron hasta aquí.

“Elevó los brazos, confundido y suspicaz, gritando en su idioma. Ella estaba abrazada a su cuello y me miraba fijamente por encima de su hombro. Sonreí y la miré, sonreí esperando el sonido de su voz. El blanco le preguntó:

“—¿Lo conoces?

“Yo presté atención como si la vida entera me fuera en ello. Me observó atentamente y dijo en voz muy alta:

“—¡No! Nunca lo he visto.

“¿Cómo que nunca? ¿Tan pronto me olvidaba? ¿Era posible? Me había olvidado ya… después de tantos años… de tantos años de peregrinación, de palabras tan tiernas. ¡Me había olvidado ya…! Aparté de mí aquellas manos que me inmovilizaban, y sin mediar palabra me alejé… Dejaron que me marchara.

“Estaba agotado. ¿Dormí? No lo sé. Recuerdo que vagué por un camino muy amplio bajo una noche cubierta de estrellas, y parecía tan enorme aquella tierra extraña, tan grandes sus arrozales, que la cabeza me daba vahídos del miedo que me producía aquella inmensidad. En ese momento vi un bosque. Caía sobre mí la melancólica luz de las estrellas. Salí del camino y me adentré en aquella oscura y tristísima espesura.

 

V

 

El tono con el que hablaba Karain había ido descendiendo poco a poco, como si se estuviera alejando de nosotros. Sus últimas palabras sonaron tan débiles como si las hubiese gritado desde una distancia enorme en un día apacible. No hacía el menor movimiento. Tenía la mirada perdida en algún punto más allá de la cabeza de Hollis, que estaba igual de quieto frente a él. Jackson estaba sentado con los codos apoyados en la mesa, haciéndose una pantalla con las manos sobre los ojos. Yo no dejaba de mirarlo sorprendido y conmovido, miraba a aquel hombre que se había mantenido fiel a una visión, que había sido finalmente traicionado por su propio ensueño, rechazado por su propia esperanza. Ahora acudía a nosotros, descreídos, en busca de auxilio contra cierta obsesión. El silencio era profundo pero parecía poblado de callados fantasmas, de cosas tristes, oscuras y silenciosas en cuya invisible presencia encontraba amparo el tic tac de los dos cronómetros que contaban los inexorables segundos puestos en hora con Greenwich. Karain permanecía allí con la mirada de piedra y, mientras contemplaba su figura, me puse a pensar en toda aquella peregrinación suya, en su oscuro proyecto de venganza, en todos los hombres que peregrinan por el mundo obsesionados con quimeras, en las mismas quimeras, febriles ellas también como los hombres, fieles e infieles quimeras, quimeras que traen alegría, tristeza, dolor, paz, quimeras que pueden llegar a hacer que la vida y la muerte sean agradables, fascinantes, horrorosas e indignas.

Se escuchó un rumor, daba la sensación de que una voz externa había nacido desde un mundo de ensueño para adentrarse en la luz del camarote. Karain seguía hablando:

—Viví en el bosque. Ella ya no regresó nunca más. ¡Jamás! Viví solo. Ella me había olvidado y ya todo me daba igual. Ya no la amaba, ya no amaba a nadie. Encontré una cabaña abandonada en uno de los claros del bosque. Nadie se acercaba a ella porque estaba destartalada. De cuando en cuando escuchaba a lo lejos las voces de los hombres que caminaban por los caminos. Dormía, descansaba, en aquel lugar había arroz, agua en un riachuelo y ¡paz! Todas las noches me sentaba frente a un pequeño fuego que hacía en mi cabaña. Pasaron muchas noches sobre mí.

“Una de esas noches incliné la cabeza frente al fuego y me puse a recordar mi peregrinación. Alcé la mirada. No había escuchado ningún rumor ni paso alguno, pero aun así alcé la mirada. Un hombre se acercaba hacia mí atravesando el claro del bosque. Esperé. Cuando llegó no me saludó y se inclinó frente a la hoguera. Lo escuché deslizarse suavemente entre los matorrales. Por fin lo entendí, aquellas palabras ya las había escuchado yo en una ocasión: ‘Eres mi amigo, mátalo de un disparo’.

“Soporté aquello hasta donde me fue posible, pero finalmente acabé huyendo, del mismo modo en que esta noche he acabado huyendo para venir hasta vosotros. Corrí como un niño al que hubieran privado de toda compañía humana. Él corría junto a mí sigilosamente, murmurando invisible y escuchando. Busqué a mis semejantes. ¡Siempre he querido que la gente esté a mi alrededor! Y de nuevo peregrinamos juntos sobre la tierra él y yo. Fui en busca del peligro, la violencia y la muerte. Combatí en la guerra de Atjeh y ese pueblo valiente se quedó asombrado de la audacia de aquel extranjero, pero es que nosotros éramos dos en realidad y él desviaba los golpes que iban dirigidos a mí… ¿Por qué? Yo buscaba el sosiego y no la vida. Nadie podía verlo, nadie lo sabía, y yo no me atrevía a confesárselo a nadie. Alguna vez se alejaba de mí, pero no por mucho tiempo, luego regresaba y seguía murmurándome o mirándome ferozmente. En mi corazón había un miedo inaplazable, pero la muerte no me podía alcanzar. En ese momento conocí a un anciano.

“Todos vosotros los conocisteis. Las gentes de por aquí solían llamarlo mi sirviente, mi brujo, mi vasallo, pero para mí se convirtió en un padre, una madre, un refugio, me dio la paz. Cuando lo conocí, él acababa de regresar de una peregrinación y lo escuché entonar la plegaria del crepúsculo. Había acudido a los lugares santos en compañía de su hijo, la mujer de su hijo y un pequeño, y durante el viaje de vuelta Dios Todopoderoso había dispuesto que murieran todos, el hijo, la mujer y el pequeño… Todos habían muerto y el viejo había regresado solo a su tierra natal. Era un peregrino muy piadoso, muy sabio y muy solitario. Se lo conté todo. Durante una temporada vivimos juntos. Volcaba sobre mí palabras de oración, de sabiduría y serenidad. Su presencia ahuyentaba de mi lado el fantasma del muerto. Le supliqué que pronunciara un conjuro que lo ahuyentara de manera permanente. Durante mucho tiempo no quiso hacerlo, pero un día accedió con un suspiro y una sonrisa. No hay duda de que ejerció su poder sobre un espíritu más grande que el que me atemorizaba, porque de nuevo conocí la paz, aunque para ese momento ya me había convertido en un hombre inquieto y amante del combate y el peligro. El anciano jamás se separó de mí. Viajábamos juntos y éramos bien recibidos por los grandes, la sabiduría de mi escudero y mi valor se recordaban siempre en todos los lugares a los que íbamos, allí donde vuestra fuerza, ¡oh, blancos!, ya no se recordaba. Servimos al sultán de Sula y luchamos contra los españoles. Hubo triunfos, penalidades, sangre, victorias, derrotas, lágrimas de mujeres… ¿Por qué…? Huimos de allí. Reunimos a un grupo de guerreros y vinimos aquí para luchar una vez más. El resto ya lo sabéis. Soy el jefe y gobernante de un territorio conquistado, amigo del riesgo y del combate, luchador, pero el anciano me ha abandonado y de nuevo me he convertido en el esclavo del muerto. ¡Ya no se encuentra a mi lado el que sabía apartar de mí aquella sombra de acusación, aquella voz de ultratumba! El poder de su conjuro ha muerto con él. Conozco el miedo y vuelvo a escuchar ese murmullo que me dice: ‘¡Mátalo, mátalo!’. ¿Pero es que acaso no he matado ya suficiente?

 

 

Por primera vez desde que se sentó frente a nosotros, cruzó su rostro un gesto repentino de demencia iracunda. Su mirada iba de un lado a otro, aterrada. Se puso en pie de un salto y gritó:

—¡Juro por todos los fantasmas bebedores de sangre, por los que alzan su voz en medio de la noche, por todos los fantasmas de la ira, el horror y la muerte que arrancaré el corazón a quien se atreva a ponerse en mi camino y…!

Su aspecto era de pronto tan amenazador que los tres nos pusimos en pie de un salto y Hollis dejó caer el kris al suelo por accidente. Creo que los tres gritamos al mismo tiempo. El momento de alarma fue breve y al poco ya estaba perfectamente tranquilo, sentado en su butaca, rodeado por tres blancos en posturas más bien ridículas. Nos quedamos un tanto abochornados. Jackson recogió el kris y, tras preguntarme con la mirada qué debía hacer con él, se lo dio de vuelta. Karain lo recogió con una solemne inclinación de la cabeza y se lo guardó en la bata con mucho cuidado de que el arma mantuviera siempre una posición pacífica. A continuación alzó la mirada hacia nosotros con una sonrisa amarga. Nosotros seguíamos avergonzados y nerviosos. Hollis se sentó de nuevo, apoyó los codos en la mesa y se quedó mirándole en un silencio pensativo. Yo dije:

—Tu lugar está con tu gente. Ellos te necesitan, y te queda el olvido. Llega siempre el momento en que hasta los propios muertos dejan de hablar.

—¿Acaso te parezco yo una mujer para ser capaz de olvidar muchos años en un segundo? —exclamó furibundo. Me sorprendió mucho, tenía un aspecto temible. Su vida, aquel cruel espejismo de amor y paz, había sido tan real para él y tan incontestable como la de cualquiera de nuestros santos, filósofos o locos para ellos mismos. Hollis se quejó:

—No vas a conseguir devolverle la paz con lugares comunes.

Karain me dijo:

—Tú nos conoces, has vivido entre nosotros, ¿por qué…? No sabemos por qué, pero eres capaz de comprender nuestras penas y nuestros pensamientos. Has vivido con nosotros y eso te ha hecho entender nuestros deseos y nuestros miedos. Iré contigo a tu país, con tu gente. ¡Con esa gente que vive en la incredulidad, porque comprendéis todo lo visible y os burláis de lo invisible! ¡A ese país de descreimiento en el que nunca hablan los muertos y los hombres sabios pueden vivir a solas y en paz!

—Una gran descripción —murmuró Hollis con una sonrisa sardónica. Karain frunció el ceño.

—Soy un hombre y puedo trabajar y luchar, puedo guardar lealtad —añadió con gesto cansado—, pero te aseguro que no regresaré a esa playa en la que me espera un muerto. ¡No! Llévame contigo o dadme al menos algo de vuestra fuerza y de vuestra incredulidad… ¡Dadme algún conjuro!

Parecía completamente exhausto.

—Sí, llevémoslo a Inglaterra —dijo Hollis casi susurrando, como si estuviera hablando a solas—, sería una buena solución. En nuestro país los fantasmas están mejor educados y son capaces de conversar de una manera civilizada con damas y caballeros, aunque puede que le pongan un poco de mala cara a un príncipe semidesnudo como nuestro amigo. ¡Medio desnudo y medio salvaje! Vaya que sí, lo siento por él. No lo va a tener fácil, no es necesario decirlo. Al final de todo esto —continuó mirándonos—, un día le dará por atacar furiosamente a sus súbditos y enviará ad patres a tantos que a ellos no les quedará más remedio que romperle el cráneo.

Le di la razón. Me parecía más que posible que Karain acabara de aquella manera. No cabía duda de que su obsesión lo había llevado hasta el límite de la resistencia humana y que con un poco más acabaría precipitándose en aquella forma tan común de locura propia de su raza. El período de paz del que había podido disfrutar durante la vida del anciano hacía que ahora fuera intolerable la reanimación del tormento. Aquello estaba totalmente fuera de discusión.

Karain levantó de pronto la cabeza. A todos nos había dado la sensación de haber estado dormitando.

—¡Dadme vuestra protección o vuestra fuerza! —exclamó—. ¡Un arma! ¡Un amuleto!

A continuación hundió la cabeza en el pecho. Lo miramos y luego nos observamos entre nosotros con cierto temor en los ojos, como hombres que se encontraran de pronto ante un desastre inminente. Se había entregado a nosotros: había puesto en nuestras manos su historia, sus faltas y su tortura, su paz, y ya no sabíamos qué hacer con aquel misterio que nos había llegado desde la oscuridad exterior. Los tres blancos mirábamos a aquel malayo y no acertábamos a resolver el asunto, si es que había realmente alguna manera de resolverlo. Daba la sensación de que hubiésemos ido hasta las puertas mismas del Averno para juzgar y decidir la suerte de un peregrino que había surgido sin previo aviso de un mundo de sol y de belleza.

—Por Júpiter que tiene una idea muy elevada de nuestra fuerza —susurró Hollis desalentado. Hubo luego un pequeño silencio, un chapoteo en el agua y el inexorable tic tac de los cronómetros. Jackson estaba con los brazos cruzados y la espalda apoyada contra la mampara del camarote. La barba rubia le reposaba tranquilamente sobre el pecho y su aspecto era colosal, ineficaz y sereno. El ambiente del camarote tenía algo de lúgubre, el aire parecía saturado en una especie de impotencia, de enfado implacable egoísta enfrentado al dolor de un extraño. No sabíamos qué hacer, y de pronto empezamos a sentir la irritante sensación de querer librarnos de Karain. Mollis murmuró de pronto con cierta sonrisa:

—Amuleto… protección… amuleto…

Abandonó la mesa y salió del camarote sin ni siquiera despedirse. Era una especie de deserción. Jackson y yo intercambiamos unas miradas de indignación. Escuchamos cómo trasteaba en un pequeño cuarto que hacía las veces de camarote. ¿De verdad tenía pensado acostarse? Karain exhaló un suspiro. ¡Aquello era intolerable!

Hollis reapareció con una cajita de cuero en las manos. La puso suavemente sobre la mesa y luego nos miró suspirando de un modo extraño, como si se hubiese quedado momentáneamente privado de la voz o tuviera ciertos reparos de conciencia para mostrar su contenido, pero no tardó en darle valor la impertinencia propia de su juventud. Abrió la caja con una pequeña llave y dijo:

—Fingid la mayor solemnidad que podáis, muchachos —dijo, y nosotros debimos de mirarlo con una extrañeza enorme porque resolvió—: No se trata de una broma, voy a hacer algo por él. Poneos serios, demonios… ¿o es que no sois capaces ni siquiera de fingir un poco por el bien de un amigo?

Karain estaba allí como si ni siquiera percibiera nuestra presencia, pero en cuanto Hollis abrió la pequeña caja su mirada se deslizó hasta ella, al igual que las nuestras. El acolchado del forro interno se alzó como una mancha de color en medio de aquella atmósfera mortecina; era algo amable a lo que dirigir la mirada, algo fascinante.

 

VI

 

Hollis contempló el interior de la caja con una sonrisa en los labios. Había regresado hacía poco a Inglaterra cruzando el canal de Suez. Estuvo ausente unos seis meses y nos reunimos a tiempo para iniciar juntos la travesía. Nunca antes habíamos visto aquella caja. Sus manos se alzaron sobre ella y nos habló con ironía aunque con un gesto tan solemne como si estuviese entonando un encantamiento que se refería a algo que había en el interior de la caja.

—Todos los que estamos aquí —dijo con unas pausas que, curiosamente, casi resultaban más ofensivas que sus propias palabras—, todos los que estamos aquí, espero que nadie se atreva a negarlo, nos hemos visto en alguna ocasión obsesionados por la imagen de alguna mujer. Y en lo que se refiere a los amigos… todos hemos eliminado a muchos a lo largo del camino… Y si no, revisad vuestra conciencia.

Hubo un silencio. Karain seguía mirando atentamente. Sobre la cubierta se oían muchos ruidos. Jackson lo interrumpió:

—No seas tan brutalmente cínico.

—¡Vaya! ¡Uno que está libre de pecado! —replicó Hollis con melancolía—. Ya pecarás, ya… Mientras tanto, es necesario decir que este malayo ha sido un buen amigo nuestro —se quedó un instante abstraído repitiendo las palabras ‘amigo… malayo… amigo… malayo’, como si estuviera estudiándolas y a continuación prosiguió bruscamente—, una bellísima persona, todo un caballero a su manera. No deberíamos darle la espalda a la confianza y la fe que ha depositado en nosotros. Los malayos son de lo más excitables… son puro nervio, ya lo sabéis… Y por esa razón… —Se volvió de pronto hacia donde yo estaba y dijo con tono práctico—. Tú lo conoces mejor, ¿te da la sensación de que sea un fanático… o alguien muy estricto con la fe musulmana? —Yo respondí sorprendido que no me lo parecía—. Lo digo porque esto es una reproducción, una imagen tallada —susurró Hollis con la mirada fija en el interior de la caja de una manera muy misteriosa. Revolvió un poco en su interior. Karain tenía la boca medio abierta y le relampagueaban los ojos. Vislumbramos el contenido de la caja.

En su interior había un par de rollos de algodón, un paquete con agujas, una cinta azul oscuro y una fotografía femenina a la que Hollis le echó un vistazo antes de ponerla sobre la mesa. También había otros objetos diminutos, un ramillete marchito de flores, un guante blanco con botones y unas cartas atadas con mucho cuidado. ¡Amuletos de los hombres blancos! ¡Amuletos y conjuros! Amuletos para que se mantengan en el camino de la virtud o para que se pierdan en el del vicio, para que una joven suspire o para que sonría un viejo. Talismanes cuyo poder procura ensueños de placer, recuerdos de dolor, capaces de ablandar los corazones duros o de endurecer los blandos hasta dejarlos como el hierro. Regalos del cielo, cosas de la tierra…

Hollis siguió rebuscando en su caja.

Me dio la impresión de que durante aquella espera el camarote de la goleta se empezaba a llenar de una agitación animada e invisible, como de cientos de espíritus. Alrededor de la figura de aquel Hollis inclinado sobre la caja surgieron de pronto todos los espectros concentrados del descreído Occidente, y, abandonados por hombres que estaban convencidos de ser sabios y de poder vivir sus vidas a solas y en paz, todos aquellos fantasmas dejados por un mundo incrédulo, todas las sombras erráticas y maravillosas de mujeres que fueron amadas, los hermosos espectros de los ideales asumidos, olvidados, rechazados y defendidos, todos los desamparados fantasmas cargados de reproches de los amigos olvidados, los calumniados, los traicionados, los que habían muerto en el transcurso del camino. Fue como si se alzaran de las profundidades más insondables de la tierra para arracimarse en el interior de aquel camarote oscuro que, de pronto, parecía su último refugio posible, el único lugar en el mundo a salvo del descreimiento, donde podían congregarse de nuevo para alzarse con su fe vengadora. Duró apenas un instante y luego se desvaneció todo. Hollis nos contemplaba mostrándonos un objeto pequeño que brillaba entre sus dedos. Parecía una moneda.

—¡Ah! Por fin lo he encontrado —dijo.

Lo alzó, se trataba de una moneda de seis peniques de las que se acuñaron con motivo del quincuagésimo aniversario de la coronación de la reina. Era dorada y le habían hecho un agujero cerca del canto. Hollis la puso en dirección a Karain, mientras se dirigía a nosotros diciendo:

—Aquí hay un amuleto para nuestro amigo. El objeto contiene en sí mismo un gran poder (es dinero) y su imaginación es sorprendente. Es un aventurero leal, así que espero que a su puritanismo no le importe el parecido…

Nosotros no nos atrevíamos a despegar los labios. No sabíamos si escandalizarnos, reírnos o sentirnos aliviados. Hollis dio un paso hacia Karain, quien se puso en pie de un salto, y después de alzar la moneda con gran ritual dijo en malayo:

—Éste es el retrato de la Gran Reina, el amuleto más poderoso que conocemos los blancos.

Karain puso la mano en la empuñadura del kris en señal de respeto y fijó la mirada en aquel rostro coronado.

—La Invencible, la Piadosa —murmuró—. Su poder es mayor que el de Solimán el sabio, quien, como bien sabes, era capaz de controlar a los genios —dijo Hollis con gravedad—. Aquí tienes el amuleto, es tuyo. —Le puso la moneda en la mano y, observándola con gesto extraviado, dijo en inglés—: También ella tiene poder sobre el espíritu, el espíritu de una nación, es un diablo dominador, sin escrúpulos, imposible de dominar… que hará mucho bien… de carambola, pero mucho bien… y que nunca tolerará, ni por el mejor de los fantasmas, que nadie le produzca a nuestro amigo ninguna molestia a causa de su disparo certero… No pongáis esa cara y echadme una mano, muchachos… Lo importante es que parezca de verdad…

—A su gente le sorprenderá —murmuré.

Hollis miró fijamente a Karain, que en aquel instante parecía ser la encarnación más perfecta de la conmoción inmóvil. Estaba totalmente rígido y tenía la cabeza echada hacia atrás, los ojos le brillaban y se movían nerviosamente en sus cuencas y se le dilataban las aletas de la nariz.

—¡Qué me importan! —dijo Hollis al final—. Es una persona extraordinaria. Le voy a regalar algo que voy a echar de menos de verdad —dijo, y sacó de la caja una cinta, sin dejar de sonreír de una forma burlona, y con unas tijeras cortó también un trozo de una palma de un guante—. Voy a fabricarle una de esas cosas que llevan los campesinos italianos, ¿sabéis lo que os digo? —Cosió la moneda en el interior de la delicada piel a la cinta y la ató con los extremos. Lo hizo con rapidez y Karain no apartó la mirada de sus dedos ni un segundo—. Vamos a ver —dijo, y Karain se acercó. Se miraron a los ojos muy de cerca. La mirada de Karain parecía un poco perdida, pero la de Hollis se agudizaba todavía más, era intensa e irresistible. El contraste entre los dos era muy grande: uno inmóvil y del color del bronce, el otro lustrosamente blanco y con unos brazos alzados en los que resaltaban los músculos bajo una piel reluciente como el satén. Jackson se puso a su lado con el gesto de un hombre que se une a su amigo en un momento apurado de necesidad. Con un tono firme y categórico le dije a Karain, señalando a Hollis:

—Es joven, pero muy sabio. ¡Confía en él! —Karain inclinó la cabeza y Hollis puso sobre ella la cinta de color azul y dio un paso atrás, yo exclamé—: ¡Olvídalo todo y que la paz sea contigo!

Daba la impresión de que Karain hubiese despertado de un sueño justo en ese instante.

—¡Ja! —gritó como si se hubiese liberado de una carga espantosa. Echó un vistazo a su alrededor para asegurarse. Alguien sobre cubierta descorrió la luna y de pronto nos vimos inundados por un torrente de luz. Estaba amaneciendo.

—Ya es hora de subir a cubierta —dijo Jackson.

Hollis se arregló un poco y subimos todos con Karain a la cabeza.

El sol ya se estaba alzando por detrás de las montañas y en esa claridad se alargaban las sombras proyectadas por él sobre la bahía. El aire era puro y fresco. Le señalé la zona curva de la arena amarilla de la playa.

—Ya no está —le dije con convicción a Karain—. Ya no te espera más, se ha ido para siempre.

Un haz de rayos de luz se abrió paso entre las cumbres de las dos montañas y el agua se volvió brillante, como si hubiese sido presa de un sortilegio.

—¡Sí, ya no me espera! —dijo Karain tras observar atentamente la playa—. No me habla —añadió despacio y se volvió a nosotros diciendo—: ¡Se ha ido, esta vez para siempre!

Le dimos la razón de inmediato y enérgicamente. Lo importante era que se impresionara lo máximo posible, darle una confianza total, sacar de él cualquier elemento que le perturbara. Hicimos todo cuanto estaba en nuestra mano y mi impresión es que nuestra profesión de fe en el poder del amuleto de Hollis fue suficiente como para que se extinguiera toda sombra de duda. En la paz de aquel amanecer nuestras voces tenían un sonido alegre a su alrededor y el cielo se alzaba sobre su cabeza diáfano, impoluto e inmaculado desde una orilla a otra de la bahía, como si tratara de envolver el agua, la tierra y el hombre en una caricia.

Se había levado ya el ancla y las velas estaban desplegadas e inmóviles. Avistamos una media docena de botes que se acercaban con la intención de hacernos de remolque hasta mar abierto. Los remeros del primero de ellos llegaron hasta nosotros, alzaron la mirada y descubrieron que su jefe estaba a bordo. Lo primero que hubo fue un murmullo de sorpresa y de inmediato el clamor del saludo.

Karain se separó de nuestro lado y quedó integrado otra vez en todo el esplendor de su decorado, fue revestido de nuevo con el brillo de su triunfo incuestionable. Durante unos segundos estuvo allí detenido con la mano en el puño del kris y el pie sobre el portalón en una postura marcial, liberado por fin de su miedo a la desconocida oscuridad, y con la cabeza erguida de una manera altiva sobre el territorio que había conquistado. El saludo se fue repitiendo en el resto de los botes y de pronto se produjo un gran clamor sobre las aguas, al que las montañas parecían querer sumarse con el eco de aquellos vítores que le auguraban victorias y una larga y próspera vida.

Descendió sobre una de las canoas y, en cuanto se hubo alejado un poco de nosotros, le gritamos tres hurras. Puede que sonaran un poco débiles después de la tormenta de vítores de sus súbditos, pero lo hicimos lo mejor que pudimos. Se puso en pie sobre el bote, alargó los brazos y señaló su infalible amuleto. Lo vitoreamos de nuevo ante la mirada intrigada de los malayos. Me pregunto qué pensarían en ese momento, qué pensaría Karain… qué pensará el lector.

Nos empezaron a remolcar poco a poco. Vimos que Karain llegaba a tierra y nos contemplaba desde la costa. Una figura se acercó hasta él con humildad, de una manera muy distinta a la que lo habría podido hacer un fantasma para reprocharle un agravio. Otros tantos se pusieron a correr hacia él. ¿Lo habían echado de menos? Fuese como fuese en pocos minutos ya había una gran agitación a su alrededor, le hicieron un corro y él se puso a andar sobre la arena escoltado por aquel cortège cada vez mayor pero sin dejar de mirar de frente hacia nuestra goleta. Gracias a los prismáticos podíamos ver la cinta azul en su cuello y un objeto blanco que golpeaba en su torso de bronce. La bahía estaba empezando a desperezarse y ya se alzaba sobre las palmeras el primer humo de las hogueras matutinas. Se veían gentes paseando entre las chozas, por la ladera descendía una mansa manada de búfalos, y entre la vegetación se recortaban las siluetas de unos niños blandiendo unos palos negros, una huerta de árboles frutales era atravesada por una colorida fila de mujeres en busca de agua. Karain se detuvo entre sus hombres y nos dedicó un saludo con la mano, a continuación se separó un poco de aquella muchedumbre y nos volvió a saludar, esta vez en solitario. La goleta se deslizó hacia el mar dejando a sus espaldas los promontorios que cercaban la bahía y en ese mismo instante Karain desapareció para siempre de nuestras vidas.

 

 

Pero su recuerdo permanece. Muchos años después me encontré en el Strand con Jackson. Tenía un aspecto tan magnífico como siempre. Su cabeza sobresalía por encima de la multitud. Su barba era de color dorado, sus ojos azules, llevaba puesto un sombrero gris de ala ancha y no llevaba ni cuello ni chaqueta, me pareció conmovedor; acababa de volver a Inglaterra, ¡había desembarcado ese mismo día! Nuestro encuentro formó un pequeño escollo en la corriente de personas. La gente con prisa chocaba contra nosotros y a continuación nos sorteaban y se giraba para contemplar asombrada a aquel gigante. Tratamos de resumir siete años de vida en exclamaciones y luego nos pusimos a dar un tranquilo paseo comentando noticias del pasado. Jackson soltaba las noticias como quien suelta señales náuticas y se paró frente al escaparate de Bland’s. Siempre había sentido pasión por las armas de fuego, así que se detuvo para admirar la colección de rifles, todos perfectos y solemnes, dispuestos en hileras tras el cristal enmarcado en negro. Yo seguía a su lado. De pronto comentó:

—¿Te acuerdas de Karain?

Yo asentí.

—No sé por qué contemplar estas cosas me recuerda a él —prosiguió con el rostro pegado al escaparate—. Sí, en él estaba pensando. Esta mañana estaba leyendo el periódico y he visto que en esa zona han vuelto los conflictos. Seguro que Karain está involucrado en el asunto, seguro que se ha convertido en un hueso duro para esos ‘caballeros’. ¡Ojalá tenga suerte, pobre diablo! Era una gran persona. —Reanudamos la marcha—. Me pregunto si hizo o no efecto el amuleto, te acuerdas del amuleto de Hollis, ¿no? Me pregunto si hizo efecto… Jamás habría estado mejor gastada una moneda de seis peniques. ¡Pobre hombre! Me pregunto si finalmente consiguió librarse de aquel amigo suyo. Esperemos que sí… Hay veces en las que todavía me pregunto… —Me detuve frente a él—. Quiero decir, me pregunto si realmente fue así su aventura, ¿me entiendes? Si le sucedió de verdad todo lo que nos contó… ¿A ti qué te parece?

—Amigo mío —le dije—, lo que me parece es que has pasado demasiado tiempo fuera de Inglaterra. ¡Vaya una pregunta! Conténtate con contemplar todo esto.

Del poniente llegaba un rayo de sol y se perdía entre dos filas de casas, todo tenía un aire un poco tétrico bajo la agonía de aquel crepúsculo; los tejados, las chimeneas, las letras doradas de las fachadas… Nuestros oídos estaban aturdidos por el alboroto y el estruendo de los pasos, un rumor desmesurado, palpitante, lleno de alientos y de corazones inquietos, y de voces sin resuello. Por encima de todo, y serpenteando entre los tejados, se podía ver una estrecha faja de cielo humeante y alargada, como una banderola mugrienta y ondeante.

—Sssí… —contestó Jackson reflexivo.

Junto a los bordes de la calzada giraban lentamente las grandes ruedas de los cabriolés, un joven pálido caminaba exhausto agarrado a su bastón y golpeando con éste su chaqué a la altura de los tobillos, los caballos trotaban sobre la calzada resbaladiza sacudiendo la cabeza, dos jovencitas iban charlando alegremente con ojos brillantes y un anciano desplegaba un caminar arrogante mientras se atusaba el bigote, y poco a poco se nos acercaba una hilera de pizarras amarillas con letras azules meciéndose en lo alto una detrás de otra, como si se tratara de los restos de un naufragio que flotaran a la deriva sobre un río de sombreros.

—Sssí… —repitió Jackson.

Lo decía mirando a su alrededor con sus claros ojos azules, insolentes y alegres, como los de un niño. Un torpe cordón de ómnibus rojos, amarillos y verdes marchaba dando tumbos de una forma monstruosa y chillona, unos niños llorones cruzaban la calle a toda prisa, un grupo de hombres medio sucios y con pañuelos rojos al cuello se agitaba maldiciendo, y un viejo vendedor de periódicos gritaba de una manera espantosa con un gesto desesperado, mientras a lo lejos, y entre las cabezas relinchantes de los caballos, el brillo de los arreos y el cúmulo de ventanillas y cubiertas de carruajes, se veía en la calzada a un sombrío guardia con casco y un brazo extendido hacia la calle.

—Sí, lo entiendo —respondió Jackson despacio—. Ésta es la realidad: gime, arrasa, empuja, está viva… Si no tuviéramos cuidado nos acabaría aplastando y aun así… que me cuelguen si es más real que aquello… que la historia que nos contó Karain.

Creo que no hay duda de que mi amigo había pasado demasiado tiempo fuera de Inglaterra.

*FIN*


“Karain: A Memory”,
Blackwood’s Magazine, 1897


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