Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Keesh, el hijo de Keesh

[Cuento - Texto completo.]

Jack London

—Así que yo te daré seis mantas, bien calientes y dobles; seis limas largas y resistentes; seis cuchillos Hudson Bay, largos y afilados; dos canoas, salidas de las manos de Mogum, el Hacedor de Cosas; diez perros de anchas paletas y fuertes para el arnés; y tres revólveres, el gatillo de uno de ellos roto, pero es un buen revólver y sin duda puede ser reparado.

Keesh hizo una pausa y con sus ojos barrió el círculo de caras expectantes. Era la época de la Gran Pesca, y él estaba pujando con Gnob por su hija Su—Su. El lugar era la Misión Saint George, en el Yukón, y las tribus se habían reunido desde muchos cientos de kilómetros a la redonda. Habían venido desde el Norte, Sur, Este y Oeste, inclusive desde Tozikakat y la lejana Tana-naw.

—Y además, oh Gnob, tú eres el Jefe de los tana—naw y yo, Keesh, el hijo de Keesh, soy el jefe de los thlunget. Por lo cual, cuando mi semilla descienda entre las caderas de tu hija, habrá amistad entre las tribus, una gran amistad, y Tana—naw y Thlunget serán hermanos de sangre en el tiempo por venir. Lo que he dicho lo haré, eso haré. ¿Y cómo es contigo, oh Gnob, en este asunto?

Gnob asintió con la cabeza, gravemente; su cara nudosa y retorcida por los años enmascarando, en forma inescrutable, el alma que habitaba debajo. Sus ojos estrechos quemaban como rescoldos gemelos a través de las angostas hendiduras, cuando chilló con voz alta y cascada: —Pero eso no es todo.

—¿Qué más? —preguntó Keesh—. ¿No he ofrecido la medida justa? ¿Hubo alguna vez una muchacha soltera tana—naw que alcanzara un precio tan grande? ¡Si es así, nómbrala!

Una risa contenida pero audible se extendió en el círculo, y Keesh supo que era objeto de vergüenza ante esta gente.

—No, no, buen Keesh, tú no entiendes —Gnob hizo un gesto suave, acariciante—. El precio es justo. Es un buen precio. Tampoco cuestiono el gatillo roto. Pero eso no es todo. ¿Qué hay del hombre Keesh?

—Sí, ¿qué hay del hombre? —gruñó el círculo.

—Se dice —chilló la estridente voz de Gnob—, se dice que Keesh no sigue la senda de sus padres. Se dice que él se ha desviado hasta errar en la sombra, detrás de dioses extraños, y que él se volvió temeroso.

La cara de Keesh se ensombreció.

—Eso es una mentira —tronó—. Keesh no teme a ningún hombre.

—Se dice —el viejo Gnob siguió chillando— que él ha prestado oídos al discurso del hombre blanco que está en la Casa Grande, y que él inclina la cabeza ante el dios del hombre blanco, y, más todavía, que la sangre desagrada al dios del hombre blanco.

Keesh dejó caer sus ojos, y sus manos se apretaron apasionadamente. El círculo salvaje rió en forma burlona, y en los oídos de Gnob cuchicheó Madwan, el chamán, alto sacerdote de la tribu y hacedor de medicina.

El chamán hurgó entre las sombras al borde de la hoguera e hizo levantarse de allí a un joven esbelto, a quien colocó cara a cara con Keesh; y deslizó un cuchillo en la mano de Keesh.

Gnob se inclinó hacia adelante.

—¡Keesh! ¡Oh, Keesh! ¿Te atreverías a matar a un hombre? ¡Mira! Este es Kitz—noo, un esclavo. ¡Golpea, oh, Keesh, golpea con toda la fuerza de tu brazo!

El muchacho tembló y esperó el golpe. Keesh lo miró, y las altas enseñanzas morales del señor Brown flotaron en su mente, y delante de él se alzó una intensa visión de las llamas del infierno en la versión particular del señor Brown. El cuchillo cayó al suelo, y el muchacho suspiró y retrocedió hasta más allá de la fogata con rodillas que se estremecían. A los pies de Gnob estaba tumbado un perro—lobo, que descubría sus dientes brillantes listo para saltar detrás del muchacho. Pero el chamán hundió su pie en el cuerpo del bruto, y al hacerlo dio una idea a Gnob.

—Y entonces, oh Keesh, ¿qué harías si un hombre hiciera esto contigo? —y Gnob arrojó una feta de salmón a White Fang, y cuando el animal intentó agarrarla lo azotó fuertemente en la nariz con una vara—. Y después, oh, Keesh, ¿tú obrarías de este modo? —y White Fang estaba echado de espaldas, servil, y le hacía fiestas a la mano de Gnob.

—¡Escucha! —apoyado en el brazo de Madwan, Gnob se había erguido sobre sus pies—: yo estoy muy viejo, y porque estoy muy viejo te diré algunas cosas. Tu padre, Keesh, fue un hombre poderoso. Amaba el sonido que hacía la cuerda del arco al lanzar la flecha en la batalla, y estos ojos lo vieron arrojar una lanza hasta que la cabeza de un enemigo volara lejos del cuerpo. Pero tú no eres como él. Desde que tú abandonaste a los Cuervos para venerar al Lobo, te has vuelto temeroso de la sangre, y has vuelto temeroso a tu pueblo. Esto no es bueno. Cuando yo era un muchacho, como Kitznoo, no había un hombre blanco en todo este territorio. Pero vinieron, uno a uno, estos hombres blancos, hasta que ahora son muchos. Y son una cría incansable, nunca contentos de echarse junto al fuego con el estómago lleno y permitir que el día de mañana traiga su propia carne. Una maldición fue arrojada sobre ellos, parecería, y ellos deben resolverla trabajando con herramientas y con mucho sacrificio.

Keesh estaba asustado. Una serie de historias vagorosas contadas por el señor Brown sobre un Adán, en los tiempos antiguos, vino a él, y todo indicaba que el señor Brown había hablado la verdad.

—Así que ponen sus manos sobre todo lo que miran, estos hombres blancos, y van por todas partes y miran todas las cosas. Y siempre van más lejos sobre sus pasos, y si nada se hace para impedirlo ellos vendrán para apoderarse de toda nuestra tierra y no habrá un sitio para las tribus del Cuervo. Por lo cual está dispuesto que luchemos contra ellos, hasta que no quede ninguno. Entonces mantendremos en nuestro poder los desfiladeros y la tierra, y quizás nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos habrán de florecer, y crecer bien alimentados. Un gran combate está por venir, cuando Lobos y Cuervos se enfrentarán cuerpo a cuerpo, pero Keesh no luchará, ni dejará luchar a su pueblo. Por ello, no es bueno que él tome para sí a mi hija. Así he hablado, yo, Gnob, jefe de los tana—naw.

—Pero los hombres blancos son buenos y grandes —Keesh dijo su respuesta—. Los hombres blancos nos han enseñado muchas cosas. Los hombres blancos nos han dado mantas y cuchillos y revólveres, que nosotros nunca habíamos hecho y nunca podríamos hacer. Yo recuerdo en qué forma vivíamos antes de que ellos vinieran. Yo entonces no había nacido, pero lo supe por mi padre. Cuando salíamos de cacería, debíamos arrastrarnos hasta muy cerca del alce para que la lanza pudiera cubrir la distancia. Hoy usamos los rifles del hombre blanco, y hasta más lejos de lo que el llanto de un niño puede ser oído. Comíamos pescados, y carne, y bayas —nada más había para comer— y comíamos sin sal. ¿Cuántos habrá entre ustedes a los que apetezca retroceder al pescado y la carne sin sal?

Todo habría concluido allí si Madwan no hubiera brincado sobre sus pies antes de que se hiciera el silencio.

—Una pregunta para ti, Keesh. El hombre blanco allá arriba, en la Casa Grande, te ha dicho que matar es malo. ¿Pero no sabemos que el hombre blanco mata? ¿Hemos olvidado la gran lucha de Koyokuk? ¿O la gran lucha en Nuklukyeto, donde tres hombres blancos mataron a veinte de los tozikakats? ¿Piensas que ya no recordamos a los tres hombres tana—naw que el hombre blanco Macklewrath asesinó? Dime, oh Keesh, ¿por qué el chamán Brown te enseña que es malo pelear, cuando sus hermanos pelean?

—No, no, no hay necesidad de contestar —chilló Gnob, mientras Keesh luchaba con la paradoja—. Es muy simple. El Buen Hombre Brown querría mantener a los Cuervos atados mientras sus hermanos les arrancan sus plumas —levantó más la voz—. ¡Pero por tanto tiempo como haya un tana—naw que todavía aliente, o una muchacha india que críe a un niño, los Cuervos no serán desplumados!

Gnob se volvió hacia un hombre fornido, del otro lado del fuego.

—¿Y qué dices tú, Makamuk, tú que eres el hermano de SuSu?

Makamuk se puso de pie. Una larga cicatriz en la cara levantaba su labio superior en una sonrisa perpetua, que contradecía la enardecida ferocidad de sus ojos.

—Este día —empezó a decir con astuta displicencia— pasé junto a la cabaña del mercader Macklewrath. Y en la puerta vi a un chiquillo riendo en el sol. Y el chiquillo me miró con los ojos del mercader Macklewrath, y estaba atemorizado. La madre corrió a él y lo calmó. La madre era Ziska, la mujer thlunget.

Un gruñido de furia se alzó y apagó su voz, que él acalló al volverse dramáticamente hacia Keesh con el brazo extendido y un dedo acusador.

—¿Entonces? ¿Ustedes, thlunget, entregan a sus mujeres, y vienen a los tana—naw por más? Pero nosotros necesitamos a nuestras mujeres, Keesh; porque debemos criar hombres, muchos hombres, para el día cuando el Cuervo se enfrente cara a cara con el Lobo.

En medio de la tormenta de aplausos, la voz de Gnob chilló muy clara: —¿Y tú, Nossabok, que eres su hermano favorito? El joven era esbelto y agraciado, la fuerte nariz aquilina y las altas cejas propias de su tipo; pero, a causa de alguna afección nerviosa, el párpado de un ojo caía por momentos en un guiño sugestivo. Incluso si quería levantarlo, caía y descansaba un instante contra su mejilla. Pero ello no fue saludado con las risas acostumbradas. Cada rostro se veía grave.

—Yo también pasé por la choza del mercader Macklewrath —murmuró Nossabok en tono suave y afeminado, en el cual había mucho de juvenil y mucho de su hermana—. Y vi indios con el sudor corriéndoles dentro de los ojos, y las rodillas estremeciéndose de debilidad. Yo les digo que vi indios gimiendo bajo los troncos de árbol para el almacén que el mercader Macklewrath está por construir. Y con mis ojos los vi cortar leña para mantener caliente la Casa Grande del chamán Brown, durante la helada de las largas noches. Este es un trabajo de squaws. Nunca un tana—naw haría algo como eso. Nosotros seremos hermanos de sangre para los hombres, no squaws; y los thlunget serán squaws.

Se produjo un gran silencio, y todos los ojos se centraron en Keesh; él miró en torno cuidadosamente, en forma deliberada y de lleno a la cara de cada hombre adulto.

—Así estamos —dijo en tono desapasionado. Y repitió—: Así estamos.

Luego volvió sobre sus talones, sin palabras, y desapareció dentro de la oscuridad.

Apretándose entre bebés tumbados en el suelo y perroslobo de pelaje erizado, se deslizó por el gran campo, y en sus bordes llegó hasta una mujer que trabajaba a la luz de una hoguera. Ella estaba trenzando cuerdas para la pesca, con filamentos de cortezas extraídos de las largas raíces de enredaderas trepadoras. Durante un rato, sin hablar, él observó las hábiles manos de la joven poniendo ley y orden en la indócil masa de fibras enrolladas. Era bueno mirarla mientras se balanceaba allí en su tarea, los miembros fuertes, el pecho profundo y caderas hechas para la maternidad. El bronce de su cara era oro en la luz parpadeante, su cabello azul—negro, sus ojos azabache.

—Oh, Su—Su —él habló por fin—, tú me has mirado con amabilidad en los días que se han ido y en los días todavía jóvenes…

—Yo te he mirado con amabilidad porque tú eras el jefe de los thlunget —ella respondió rápidamente—, y porque eras grande y fuerte.

—Sí…

—Pero eso fue en los viejos días de la Pesca —ella se apresuró a agregar—, antes de que el chamán Brown viniera y enseñara las cosas erróneas y condujera tus pies por rutas extrañas.

—Pero yo podría decirte que…

Ella mantuvo una mano en un gesto que recordó el de su padre.

—No, yo conozco el discurso que se agita en tu garganta, oh Keesh, y te respondo ahora. Sucede que los peces del agua y las bestias del bosque dan a luz seres de su especie. Y esto es bueno. Lo mismo sucede con las mujeres. Les está reservado dar a luz seres de su especie, y aun la soltera, cuando es todavía soltera, siente los dolores del parto, y el dolor del pecho, y las manitas pequeñas en su cuello. Y cuando ese sentimiento es fuerte, entonces cada mujer soltera mira alrededor de ella con ojos secretos para el hombre… para el hombre que será un padre adecuado para su cría. Así lo he sentido yo. Así lo sentí cuando te miré y te encontré grande y fuerte, un cazador y un luchador de bestias y de hombres, capaz de conseguir carne cuando yo debiera comer por dos, y para mantener alejado el peligro cuando me hallara desvalida en la noche. Pero eso fue antes de que el chamán Brown viniera a esta tierra y te enseñara…

—Pero eso no es correcto, Su—Su. Lo pondré en buenas palabras…

—No es correcto matar. Yo sé lo que ibas a decir. Entonces, engendra a un ser de tu especie, la especie que no mata; pero en esa búsqueda no vengas entre los tana—naw. Porque está dicho que en los tiempos por venir el Cuervo luchará cuerpo a cuerpo con el Lobo. Yo no sé de eso, porque es asunto de hombres; pero sé que a mí me corresponde dar a luz hombres para ese momento.

—Su—Su —Keesh interrumpió—, tú debes escucharme…

—Un hombre me golpearía con una vara y me forzaría a oír —se burló ella—. ¡Pero tú… aquí! —ella reunió un manojo de corteza en su mano—. Yo no puedo darme a mí misma, pero sí esto: luce más a la medida de tus manos. Es trabajo squaw, así que ve y trénzalo.

El arrojó el manojo lejos, la sangre embravecida golpeando un sendero fangoso bajo su tez de bronce.

—Una cosa más —prosiguió ella—: hay una vieja costumbre a la que tu padre y el mío no eran extraños. Cuando un hombre cae en la batalla, su cuero cabelludo es llevado como recuerdo. Muy bien. Pero tú, que has abjurado del Cuervo, debes hacer más. Tú debes traerme, no cueros cabelludos sino cabezas, dos cabezas, y entonces yo te daré, no corteza, sino un espléndido cinto adornado con abalorios, y una vaina y un largo cuchillo de Rusia. Y entonces seré amable contigo nuevamente, y todo estará bien.

—Así estamos —el hombre ponderó—. Así estamos. Después se volvió y caminó hacia afuera, más allá del fuego.

—¡No, oh Keesh! —ella lo llamó—. ¡No dos cabezas, sino como mínimo tres!

 

Pero Keesh permaneció fiel a su conversión, vivió con rectitud, e hizo que la gente de su tribu obedeciera al evangelio tal como proponía el reverendo Jackson Brown. Durante todo el tiempo de la Pesca no prestó atención a los tana—naw, ni se dio por enterado de las cosas maliciosas que se decían, ni de las carcajadas de las mujeres de muchas tribus. Después de la Pesca, Gnob y su pueblo, con grandes stocks de salmón secado al sol y curado con humo, partieron para la Caza hasta las cabeceras más alejadas del territorio tana—naw. Keesh los observó partir, pero no descuidó su atención de los servicios de la Misión, donde rezaba con regularidad y conducía el coro con su profunda voz de bajo.

El reverendo Jackson Brown se deleitaba con aquella profunda voz de bajo, y a causa de las excelentes condiciones del joven lo juzgaba el más promisorio de sus conversos. Macklewrath dudaba de esto. No creía en la eficacia de la conversión de los paganos, y no era lerdo a la hora de exponer sus ideas. Pero Brown era a su manera un hombre de miras amplias, y arguyó al respecto con tal convicción, a lo largo de toda una noche, que el comerciante, arrojado de una posición tras otra, finalmente anunció con desesperación: —¡Que me muelan el cerebro, Brown, si no me vuelvo yo mismo un converso en caso de que Keesh se mantenga leal durante dos años!

El señor Brown nunca dejaba pasar una oportunidad, así que remató la cuestión en disputa con un viril apretón de manos, y en consecuencia la conducta de Keesh iba a determinar el último lugar adonde iría a perdurar el alma de Macklewrath.

Pero un día llegaron noticias, después de que la escarcha del invierno se había asentado lo suficiente sobre el suelo como para poder viajar. Un hombre tana—naw llegó a la Misión Saint George en procura de municiones y trayendo información de que Su—Su había puesto sus ojos en Nee—Koo, un descarado y joven cazador que había pujado brillantemente por ella en torno a la hoguera de Gnob. Fue hacia esa época que el reverendo Jackson Brown fue adonde Keesh, por el sendero de árboles que lleva al río. Keesh ubicó a sus mejores perros en el arnés, y bajo una serie de amarras en la tralla estaba su más grande y fino par de raquetas para la nieve.

—¿Adónde vas, oh Keesh? ¿Cazando? —preguntó Brown, adoptando el modo indio de hablar.

Keesh lo miró detenidamente a los ojos por un entero minuto, luego azuzó a los perros. Y luego aún, volviendo su mirada otra vez al misionero, respondió:

—No; voy al infierno.

 

En un espacio abierto, esforzándose por hundirse en la nieve como si buscaran refugio contra la espantosa desolación, se apilaban tres monótonas tiendas de campaña. Todo en círculo alrededor, unos doce pasos más lejos, se encontraba el umbrío bosque. Arriba no estaba el cielo azul o el espacio desnudo, sino una vaga cortina brumosa preñada de la nieve que había descendido entre los árboles. No había viento, ni sonido alguno, nada más que nieve y silencio. Tampoco había siquiera el habitual murmullo de vida del campamento; porque la partida de caza había arremetido contra los flancos de la manada de caribús y la matanza había sido grande. Por ello, después del período de ayuno había llegado la plenitud de la comilona, y en la ancha luz del día todos dormían pesadamente bajo sus cobertizos de piel de alce.

Cerca de una hoguera, delante de una de las tiendas, cinco pares de raquetas de nieve yacían en su elemento, y cerca del fuego estaba sentada Su—Su. La capucha de su parka de piel de ardilla le cubría el cabello, y bien subida alrededor de su garganta; pero sus manos estaban fuera de los mitones y ágilmente atareadas con las agujas y los tendones, completando el fantástico diseño de un cinturón de cuero recubierto por delante con un brillante paño escarlata. Un perro, en la alguna parte por detrás de una de las tiendas, alzó una corta, afilada corteza, luego el movimiento cesó como había empezado. En un momento su padre, en la tienda a sus espaldas, borboteó y gruñó.

—Malos sueños —sonrió ella para sí—. Se ha puesto viejo, y este último asado fue demasiado para él.

Ella colocó el último abalorio, anudó los tendones, y reavivó el fuego. Luego, después de una larga mirada a las llamas, irguió su cabeza hacia el áspero crunch—crunch de unos mocasines sobre los gránulos de nieve. A su lado estaba Keesh, balanceándose ligeramente hacía adelante por el peso que cargaba a sus espaldas. Este había sido envuelto en forma desprolija en una bolsa de cuero de alce curtido, y él la dejó descuidadamente sobre la nieve, y se sentó. Ambos se miraron un largo rato, sin decir nada.

—Es una gran distancia, oh Keesh —dijo ella por fin—, desde la Misión Saint George en el Yukón.

—Sí —respondió él, ausente, sus ojos intensamente fijos en el cinto y tomando nota de su circunferencia—. ¿Pero dónde está el cuchillo? —demandó.

—Aquí —ella lo extrajo del interior de la parka e hizo brillar su hoja desnuda a la luz del fuego—. Es un buen cuchillo. —Dámelo —ordenó él.

—No, oh Keesh —rió ella—. Puede que tú no hayas nacido para usarlo.

—¡Dámelo! —reiteró él, sin cambiar el tono—. Sí he nacido para ello.

Pero los ojos de ella, brillando con coquetería, pasaron de él a la bolsa de cuero de alce, y vieron cómo la nieve en torno de él enrojecía lentamente:

—¿Es eso sangre, Keesh? —preguntó.

—Sí, es sangre. Pero dame el cinturón y el largo cuchillo de Rusia.

Ella se sintió súbitamente asustada, pero se emocionó cuando él tomó el cinturón con rudeza, se emocionó ante la rudeza. Lo miró con suavidad, y fue consciente de un dolor en su pecho y de unas manos pequeñitas enroscándose en su garganta.

—Fue hecho para un hombre más pequeño —remarcó él con expresión torva, deslizándolo sobre su abdomen y abrochándolo en el primer orificio.

Su—Su sonrió, y sus ojos fueron aún más suaves. Nuevamente sintió las suaves manos en su garganta. Miró hacia arriba, y el cinturón era en verdad pequeño, hecho para un hombre más pequeño; pero ¿qué importaba eso? Ella podía hacer muchos cinturones.

—Pero, ¿la sangre? —preguntó, urgida por una esperanza recién nacida y creciente—. ¿La sangre, Keesh? ¿Es… son… cabezas?

—Sí.

—Deben ser muy frescas, de lo contrario la sangre estaría congelada.

—Sí, no está congelada; y son frescas, muy frescas.

—¡Oh, Keesh! —su cara estaba caliente y brillante—. ¿Y son para mí?

—Sí, para ti.

Él aferró una punta de la bolsa, la agitó después de abrirla, e hizo rodar las cabezas delante de ella.

Pero ella se sentó, paralizada. Allí yacían Nee—Koo, de suaves rasgos; la cara nudosa de Gnob; Makamuk, sonriéndole socarronamente con su labio superior elevado; y, por último, Nossabok, su párpado caído sobre su mejilla de femenina suavidad en un guiño sugestivo. Allí yacían, la luz de las llamas relumbrando y jugueteando sobre ellas, y desde cada una de ellas un círculo que se ensanchaba iba tiñendo la nieve de escarlata.

Deshelada por el fuego, la blanca costra se desprendió debajo de la cabeza de Gnob, que rodó sobre sí misma como una cosa viviente, giró y vino a descansar a los pies de ella, que no se movió. Keesh también se sentó inmóvil, sus ojos abiertos y centrados fijamente en ella.

En el bosque, un pino sobrecargado dejó caer su bagaje de nieve, y los ecos reverberaron huecamente en el desfiladero; pero nada se movió. El corto día estaba empalideciendo rápidamente, y la oscuridad ya envolvía al campamento cuando White Fang trotó hacia el fuego. Hizo una pausa de reconocimiento, y al no ser echado de allí se acercó aún más. Su nariz apuntó con rapidez a un costado, las fosas nasales temblando, el pelo erizándose a todo lo largo del espinazo; y siguió sin vacilar el súbito aroma hasta la cabeza de su amo. La olfateó, primero con cautela, y lamió la frente con la lengua roja y colgante. Después se sentó abruptamente, apuntó la nariz a la primera y tenue estrella, y elevó el largo aullido lobuno.

Esto hizo que Su—Su volviera en sí. Echó una mirada a Keesh, quien había desenvainado el cuchillo de Rusia y la estaba observando con intensidad. Su expresión era firme y determinada, y en ella la joven leyó la Ley. Deslizando hacia atrás la capucha de su parka, desnudó su cuello mientras se ponía de pie. Hizo una pausa y echó una larga mirada alrededor, a la arboleda escarchada, a las pálidas estrellas en el cielo, al campamento, a las raquetas para la nieve: una última, larga y comprensiva mirada a la vida. Una brisa ligera agitó su cabello desde un costado, y durante el lapso de una profunda respiración ella volteó la cabeza y siguió ese movimiento en torno.

Entonces pensó en sus niños, destinados a no nacer jamás, y caminó hacia Keesh, y le dijo:

—Estoy lista.

*FIN*


“Keesh, the Soon of Keesh”,
Ainslee’s Magazine, 1902


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