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La agonía del “semillante”

[Cuento - Texto completo.]

Alphonse Daudet

Puesto que el mistral de la otra noche nos lanzó contra la costa corsa, dejad que os cuente una terrible historia de mar de la cual los pescadores de allá abajo hablan a menudo al amor de la lumbre. El azar me permitió enterarme de unos detalles muy curiosos acerca de ella, hace un par o tres de años…

Recorría el mar de Cerdeña en compañía de siete u ocho marinos aduaneros. ¡Rudo viaje para un novato! En todo el mes de marzo no tuvimos un solo día bueno. El viento de levante se había encarnizado con nosotros, y el mar no remitía su cólera.

Una tarde huíamos ante la tormenta y nuestro barco se refugió en la entrada del estrecho de Bonifacio, en medio de un macizo de pequeñas islas… Su aspecto no tenía nada de atractivo: grandes rocas peladas, cubiertas de pájaros, algunas matas de absintio, unos desperdigados lentiscos y, aquí y allí, en el limo, trozos de madera pudriéndose; pero, de todos modos, para pasar la noche, aquellas rocas siniestras eran preferibles a la cubierta de una vieja embarcación de medio puente, en la cual el agua entraba como Pedro por su casa, y nos conformamos.

Apenas desembarcados, mientras los marineros encendían una fogata para la boullabaisse, el patrón me llamó y, señalándome un pequeño recinto encalado y perdido en la bruma al otro extremo de la isla, me dijo:

—¿Viene usted al cementerio?

—¿Un cementerio, patrón Lionetti? ¿Dónde estamos, pues?

—En las islas Lavezzi, señor. Aquí están enterrados los seiscientos hombres del Semillante, en el mismo lugar donde su barco naufragó, hace diez años… Los pobres no reciben muchas visitas; y, puesto que estamos aquí, lo menos que podemos hacer es ir a saludarles…

—Con mucho gusto, patrón.

 

 

¡Qué triste era el cementerio del Semillante! Todavía me parece verlo, con su tapia baja, su puerta de hierro, oxidada, difícil de abrir, su capilla silenciosa y unos centenares de cruces negras ocultas entre la hierba. Ni una corona de siemprevivas, ni un recuerdo… Nada… ¡Ah! Los pobres muertos abandonados, ¡cuánto frío deben pasar en su tumba casual!

Permanecimos allí un momento, arrodillados. El patrón rezó en voz alta. Unas enormes gaviotas, únicos guardianes del cementerio, revolotearon sobre nuestras cabezas y mezclaron sus roncos gritos a los lamentos del mar.

Terminada la plegaria, regresamos tristemente al extremo de la isla donde estaba amarrada nuestra embarcación. En nuestra ausencia, los marineros no habían perdido el tiempo. Encontramos un gran fuego llameante al abrigo de una roca, y la marmita que humeaba. Nos sentamos en círculo, con los pies arrimados a la fogata, y no tardamos en tener sobre las rodillas, en una escudilla de barro, dos rebanadas de pan generosamente rociadas. La comida fue silenciosa: estábamos mojados, teníamos hambre, y, por añadidura, la vecindad del cementerio… Sin embargo, cuando las escudillas estuvieron vacías se encendieron las pipas y se entabló una conversación general. Naturalmente, se habló del Semillante.

—Bueno, ¿cómo ocurrió la cosa? —le pregunté el patrón que, con la cabeza entre las manos, contemplaba las llamas con aire pensativo.

—¿Cómo ocurrió la cosa? —me respondió el buen Lionetti exhalando un suspiro—. Por desgracia, nadie en el mundo podría decirlo. Lo único que sabemos es que el Semillante, cargado de tropas para Crimea, había salido de Tolón, la tarde anterior, con mal tiempo. Por la noche, el tiempo empeoró. Viento, lluvia, un mar crecido como nunca… Por la mañana, el viento amainó un poco, pero el mar continuaba rugiendo y estaba cubierto por una bruma endiablada que no permitía distinguir un fanal a cuatro pasos… Esas brumas, señor, son muy traidoras… Supongo que el Semillante debió de perder su gobernalle, ya que el capitán, sin una avería, no se hubiera estrellado contra estas rocas. Era un bravo marino, al que todos conocíamos. Llevaba más de tres años en Córcega, y conocía su costa tan bien como yo, que no conozco otra cosa.

—¿Y a qué hora suponen que naufragó el Semillante?

—Debió de ser a mediodía; sí, señor, en pleno mediodía… Pero, con la bruma, aquel pleno mediodía venía a ser una noche negra como la boca de un lobo… Un aduanero de la costa me ha contado que aquel día, alrededor de las once y media de la mañana, habiendo salido de su casilla para asegurar los postigos de las ventanas, vio cómo un golpe de viento se le llevaba la gorra. A riesgo de verse arrastrado por las olas, echó a correr a cuatro patas a lo largo de la playa. Verá, los aduaneros no son ricos, y una gorra cuesta su dinero. Pues bien, parece ser que en un momento determinado, nuestro hombre, al levantar la cabeza, vio muy cerca de él, en medio de la bruma, un gran navío que huía bajo el viento del lado de las islas Lavezzi. Aquel navío iba tan aprisa, tan aprisa, que el aduanero apenas tuvo tiempo de verlo. Sin embargo, todo hace pensar que se trataba del Semillante, puesto que media hora después el pastor de las islas oyó sobre aquellas rocas… Pero, ahí llega el pastor de que le hablo, señor; él mismo le contará la cosa. ¡Hola, Palombo! Ven a calentarte un poco; no tengas miedo.

Un hombre encapuchado, al cual había visto dar vueltas alrededor de nuestro fuego desde hacía unos instantes y al que había tomado por algún miembro de nuestra tripulación, ya que ignoraba que hubiera un pastor en la isla, se acercó a nosotros tímidamente.

Era un viejo idiota, atacado de una dolencia escorbútica que había hinchado sus labios, dándole un aspecto horrible. A duras penas consiguieron hacerle entender de qué se trataba. Entonces, levantando con el dedo su labio enfermo, el viejo nos contó que, en efecto, el día en cuestión, alrededor de mediodía, oyó desde su cabaña un espantoso crujido sobre las rocas. Dado que la isla estaba enteramente cubierta de agua, no había podido salir. Al día siguiente, al abrir su puerta, vio la playa llena de maderos y de cadáveres dejados allí por el mar. Horrorizado, corrió hacia su barca para ir a Bonifacio a buscar gente.

 

 

Fatigado tras haber hablado tanto, el pastor se sentó y el patrón volvió a tomar la palabra:

—Sí, señor, ese pobre viejo vino a avisarnos. Estaba casi loco de terror; y su cerebro se resintió del suceso. Desde luego, había motivo para ello… Imagine seiscientos cadáveres amontonados sobre la arena, mezclados con los trozos de maderaje y los restos de las velas… ¡Pobre Semillante! El mar lo destrozó hasta el punto de que el viejo Palombo se vio muy apurado para encontrar maderos con que construir una empalizada alrededor de su choza… En cuanto a los hombres, casi todos desfigurados, mutilados espantosamente…, pegados unos a otros, a racimos. Encontramos al capitán con su uniforme de gala, y al capellán con su estola al cuello; en un rincón, entre dos rocas, un pequeño recluta, con los ojos abiertos, parecía estar vivo. Pero, no: no hubo un solo superviviente.

El patrón se interrumpió:

—¡Cuidado, Nardi! —gritó—. El fuego se está apagando.

Nardi echó sobre las brasas tres o cuatro trozos de tablas alquitranadas que se inflamaron rápidamente, y Lionetti continuó:

—Lo más triste, en toda esa historia, es que tres semanas antes del siniestro una pequeña corbeta, que se dirigía también a Crimea, había naufragado del mismo modo y casi en el mismo lugar; pero aquella vez conseguimos salvar a la tripulación y a veinte soldados que se encontraban a bordo… Los pobres reclutas no cesaban de dar gracias al cielo por la suerte que habían tenido. Les llevaron a Bonifacio y pasaron dos días con nosotros, en la marina… Una vez repuestos del todo, regresaron a Tolón, desde donde, poco después, volvieron a embarcarles para Crimea. ¿Adivina usted a bordo de qué navío? ¡Del Semillante, sí, señor! Les encontramos a todos, a los veinte, tumbados entre los muertos, en el mismo lugar donde ahora estamos. Con mis propias manos levanté a un guapo mozo, un rubio parisiense, que nos había hecho reír a todos con sus historietas… Al verle allí, se me partió el corazón. ¡Ah! ¡Santa Madre!

El bravo Lionetti, emocionado, sacudió las cenizas de su pipa y me dio las buenas noches… Durante algún tiempo, los marineros conversaron entre ellos a media voz. Luego, una tras otra, las pipas se apagaron… No se habló más… El viejo pastor se marchó… Y yo me quedé solo, soñando, en medio de la dormida tripulación.

 

 

Todavía bajo la impresión del lúgubre relato que acababa de oír, traté de reconstruir en mi pensamiento el pobre navío difunto y la historia de aquella agonía cuyos únicos testigos fueron las gaviotas. Algunos detalles: el capitán con su uniforme de gala, la estola del capellán, los veinte soldados re-naufragados, me ayudaban a adivinar todas las peripecias del drama… Veía al navío saliendo de Tolón por la noche… Cruza la bocana del puerto. El mar está agitado; sopla un viento terrible; pero tienen por capitán a un valiente marino, y a bordo todo el mundo está tranquilo…

Al amanecer se levanta la bruma marina. Empiezan a preocuparse. Toda la tripulación está arriba. El capitán no abandona la toldilla… En el entrepuente, donde están encerrados los soldados, reina la oscuridad; la atmósfera es cálida. Algunos están enfermos, acostados sobre sus sacos. El navío se mueve de un modo horrible: imposible mantenerse en pie. Se charla sentados en el suelo, en grupos, agarrándose a los bancos; hay que gritar para hacerse oír. Algunos empiezan a tener miedo… No hay para menos. Los naufragios son frecuentes en aquellos parajes, y allí están los veinte reclutas para decirlo: lo que cuentan no resulta tranquilizador, precisamente. De un modo especial el parisiense que siempre bromea, pone la carne de gallina con sus salidas.

—Los naufragios son la mar de divertidos… Nos daremos un buen baño y luego nos llevarán a Bonifacio. Allí, el patrón Lionetti nos hinchará de pescado fresco…

Los reclutas estallan en una carcajada.

De repente, un crujido… ¿Qué ha sido eso? ¿Qué pasa?

—Acabamos de perder el gobernalle —dice un marinero que chorrea agua y que cruza el entrepuente corriendo.

—¡Que ofrezcan una recompensa al que lo encuentre! —grita el parisiense.

Pero, esta vez, nadie se ríe.

Gran tumulto sobre el puente. La bruma impide el verse. Los marineros van y vienen, asustados, a tientas… Sin gobernalle, la maniobra es imposible… El Semillante, a la deriva, navega a merced del viento. En aquel momento, el aduanero lo ve pasar: son las once y media. En la parte delantera del navío, se oye una especie de cañonazo… ¡Los rompientes! ¡Los rompientes! Es inútil, ya no hay esperanza, van directamente hacia la costa… El capitán baja a su camarote. Al cabo de unos instantes vuelve a ocupar su puesto en la toldilla… embutido en su uniforme de gala… Ha querido engalanarse para morir.

En el entrepuente, los soldados, ansiosos, se miran sin decir nada. Los enfermos tratan de levantarse… El parisiense ya no ríe… Se abre la puerta y aparece el capellán, con su estola:

—¡De rodillas, hijos míos!

Todo el mundo obedece. Con voz resonante, el capellán empieza la plegaria de los agonizantes.

Súbitamente, un choque formidable, un grito, un solo grito, un grito inmenso, brazos tendidos, manos que se engarban, miradas extraviadas por las que pasa como un relámpago la visión de la muerte…

¡Misericordia!

Así pasé toda la noche soñando, evocando, a diez años de distancia, el alma del pobre navío cuyos restos me rodeaban… A lo lejos, en el estrecho, rugía la tormenta; la llama del vivac se encorvaba bajo la ráfaga; y yo oía danzar nuestra embarcación al pie de las rocas, haciendo gritar a su amarra.

*FIN*


“L’Agonie De La Sémillante”,
Lettres de mon moulin
, 1866


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