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La alfombra de rosas

[Cuento - Texto completo.]

Maeve Brennan

Habían quitado la alfombra color café con leche, estampada con grandes rosas, del suelo del salón de delante; la habían llevado por el recibidor y la cocina hasta el jardín y ahora estaba extendida en la hierba, donde una mujercita de expresión severa la sacudía y cepillaba. Era la señora Bagot. Ella pensaba que era gracioso que sus dos niñas, que deberían estar tomando el aire, estuvieran dentro de la casa mientras la alfombra tomaba el aire en la hierba. Había que airear la alfombra para aprovechar la sequía. Hacía al menos dos semanas que no llovía y la hierba estaba completamente seca. Necesitaba agua, y aún necesitaría más tras quedarse allí aplastada por la alfombra. Pero gracias a que la hierba estaba seca, la alfombra estaba a salvo, no le saldrían manchas de humedad. La alfombra estaba a salvo y la hierba estaba salvada (aunque salvada fuese una palabra demasiado fuerte): no habría peligro de que se marchitara. Luego la hierba se recuperaría. Mientras tanto, la alfombra se veía preciosa, como si se hubieran descubierto los verdaderos cimientos del jardín y estuvieran llenos de rosas.

Lily Bagot, que tenía siete años, estaba libre del colegio porque una de las monjas había muerto. Lily quería salir al jardín y sentarse en la alfombra e irse volando a algún sitio, pero la señora Bagot le había dicho que no. La alfombra estaba en el jardín para sacudirla, no para sentarse ni convertirse en lugar de juego. Pero sentarse en la alfombra y salir volando a algún sitio también le habría gustado a la señora Bagot, aunque no admitió ante Lily que estaba de acuerdo con ella. Se sentarían en la alfombra las dos niñas y Bennie, el perro, y luego desaparecerían hacia alguna parte, aunque solo fuera esa tarde o parte de ella. Desaparecer un rato no le haría daño a nadie y sería muy relajante alejarse de la casa sin tener que salir por la puerta principal y saltándose la rutina de recorrer el callejón, donde todo el mundo las veía.

Pero toda aquella ensoñación no servía para acabar el trabajo. Era una lástima que Lily tuviera que quedarse encerrada en casa, pero no podía evitarse. En cuanto la alfombra estuviera de nuevo en el suelo, Lily podría salir; mientras, estaba ocupada en el dormitorio con Margaret. Margaret tenía cinco años y estaba en la cama con una gripe. Margaret siempre se sentía sola cuando la dejaban en su habitación y cuando se sentía sola chillaba. No tendría opción de chillar con Lily charlando y desafiándola.

Tras la espalda de la señora Bagot, el laburno estaba en perfecta floración. Mirándolo era fácil pensar que el amarillo era el único color verdadero. Algo -una abeja gorda o cualquier otro insecto- hizo que cayera una de las flores amarillas, que flotó incierta hacia la alfombra y acabó posándose allí, sobre el descolorido tallo verde de una de las rosas centrales. La señora Bagot alargó la mano para salvar a la pequeña víctima del polvo y de su propia violencia, pero luego se irguió para estirar la espalda. Oh, qué agradable sentir la fuerza de la espalda al enderezarse. Se dio cuenta de que estaba cansada. Lo sabía por la sensación de su espalda. No eran imaginaciones suyas. Por más que ella imaginara, su espalda le diría la verdad y ahora le decía que estaba cansada.

Era muy agradable notar los músculos recolocándose e intentando encontrar su propia forma de nuevo, y ella prestó atención a sus quejas y los compadeció vagamente. Lo que necesitaba era un buen estiramiento. Le habría gustado estirarse toda, los brazos hacia arriba, quitarse así el cansancio del cuerpo, pero apenas podía empezar siquiera allí en el jardín. La señora Finn pensaría que le ocurría algo y se acercaría al muro que separaba sus jardines y empezaría a hablar en voz alta de enfermedades y síntomas.

La señora Bagot sabía que debía ir a la cocina y sentarse un momento y luego volver a salir y terminar el trabajo con la alfombra. Pero se quedó allí erguida bajo la suave luz del sol, con el laburno proyectando una sombra de color amarillo oscuro tras su cabeza. La idea de estirarse y descansar le había barrido cualquier cosa de la cabeza, excepto la palabra dormir. Dormir, la idea le llenaba la mente, se evaporaba, nublaba sus pensamientos, y se preguntó cómo aquella palabra podía ser tan distinta e indistinta al mismo tiempo, como si se escribiera en el cielo.

Avanzó hacia la casa, apenas unos pasos. El camino de cemento entre la hierba y el muro de piedra de la casa se veía muy limpio y despejado; lo había barrido ella al arrastrar la alfombra. Se apresuró hacia la cocina y se estiró en el vestíbulo. Las niñas llevaban demasiado tiempo calladas. Ya estaba a punto de subir las escaleras cuando oyó un ruido desde la sala: Lily, naturalmente, no obedecía. Lily estaba echada boca abajo en el suelo de madera desnudo de la sala. Intentaba mirar por entre las tablas, enfocando primero con un ojo y luego con el otro y también ayudándose con las manos, inclinadas como anteojeras a ambos lados de la cara. Miró a su madre y sus ojos denotaban que estaba dispuesta a batallar.

-Lily, pensaba que estabas arriba -dijo la señora Bagot y luego se detuvo. Al fin y al cabo, Lily no tenía a menudo un día libre sin clase-. No importa, Lily, no estoy enfadada ni nada. Es solo que no me gusta que estés aquí sola. ¿Y qué intentas ver a través del suelo?

Era fácil y rápido de contar. Le habían dado a Lily dos peniques y se los habían guardado fuera de su alcance, en la repisa de la chimenea del saloncito de atrás, pero ella había conseguido alcanzarlos, había cogido uno de ellos, lo había encajado entre las maderas, había resbalado y desaparecido. Y solo estaba intentando ver si el penique cabía entre las maderas.

-Supongo que es culpa mía -dijo la señora Bagot-. Tendría que haber dejado que cogieras al menos una de las monedas, así no habrías sentido tanta curiosidad. Bueno, no volverás a ver ese penique. Se ha ido para siempre. No importa. Ya ha ocurrido antes y volverá a ocurrir. Nada más llegar a esta casa yo perdí una moneda de seis peniques. Se me cayó de la mano y rodó hasta ahí. Acababa de cogerla y desapareció bajo la casa. Los cimientos de esta casa deben de estar hechos de dinero.

-¿Cuándo lo recuperaremos? -preguntó Lily.

-Ah, ¿cómo quieres que lo sepa? Tendrían que arrancar los tablones del suelo. Haces demasiadas preguntas. ¿Te vas a quedar ahí o vienes arriba conmigo?

-Tú haces demasiadas preguntas -repuso Lily-. Iré arriba contigo.

La ventana del dormitorio de atrás, donde estaba Margaret, daba al jardín y, más allá del jardín, a las pistas de tenis y aún más allá, pero demasiado lejos para distinguirlas, estaban las colinas de Dublín. La alfombra favorecía el jardín, pensó la señora Bagot. La alfombra y el laburno juntos componían un cuadro. Otra vez tenía sueño. Era una tontería. No tendrían un día como aquel en mucho tiempo y ella solo pensaba en perderlo durmiendo. La alfombra en la hierba era una invitación. Estaría bien echarse allí al aire libre y soñar, no dormir. Envidiaba a la gente que se sentía libre de hacer lo que deseara, sin intimidarse ni avergonzarse. Había muchas mujeres que podrían echarse en la hierba o en la alfombra y que no se sentían inferiores ni se preguntaban qué pensarían de ellas los demás. A la señora Bagot le habría gustado ser así. Esas personas tenían mucha suerte.

Echó la persiana y la brillante habitación se volvió oscura -azul oscuro- y luego ella se acercó a la gran cama de cobre que compartían Lily y Margaret. Estaba cubierta por una manta de retales roja y blanca que colgaba por los lados hasta el suelo. Margaret estaba sentada, apoyada en almohadas, y, junto a ella, dos gatos (uno naranja y otro negro) se habían atrincherado cómodamente. A sus pies, el terrier blanco de pelo duro, Bennie, yacía de costado. Bennie tenía la pata cubriéndose prudentemente el ojo, pero ondeaba la cola esperanzado. Los gatos, con los ojos abiertos y cautelosos, no se movieron. El más gordo y anaranjado, Rupert, ronroneaba muy alto, metódicamente. Era su única habilidad y se enorgullecía de ella. Nunca dejaba de ronronear. Ronroneaba a los amigos, a los desconocidos y a los muebles.

Unas horas antes se había echado, ronroneando, en una de las ramas más finas del laburno y había seguido ronroneando incluso cuando perdió el equilibrio y se quedó colgado como un tonto de las patas delanteras, mientras se preguntaba si dejarse caer en la hierba o si intentar encaramarse de nuevo.

Ronroneaba por su vida y nadie sabía si era realmente tonto o amistoso de verdad. Margaret le había puesto la mano en las costillas, para notar su ronroneo. Su otra mano estaba en las finas costillas de Minnie. El ronroneo de Minnie era bajo y premeditado. Solo ronroneaba de pura felicidad. Ahora estaba ronroneando, pero solo Margaret podía notarlo.

-Déjalos que se queden -le pidió Margaret a su madre-. Hoy se han portado muy bien.

-Pueden quedarse -dijo la señora Bagot-. Si los mando para abajo, saldrán a arrancar las rosas de la alfombra. Y Bennie también puede quedarse. Si ve la alfombra allí fuera, querrá arrastrarla de vuelta a la casa. Pero ahora tú tienes que echarte y dormir. Tienes que cerrar los ojos.

Lily se rio.

-Valdría la pena ver a Bennie arrastrando la alfombra hasta casa -dijo.

Margaret dormía en el lado izquierdo de la cama. El sitio de Lily estaba a la derecha, cerca de la puerta. Cuando la señora Bagot sacó la almohada sobrante de detrás de la espalda de Margaret, se inclinó y la besó y ella le devolvió el beso. Margaret se quedó mirándola fijamente mientras se decían adiós. Se resistía al sueño hasta el último minuto, con susurros, susurrando sus temores y anhelos, como si creyese que el sueño la escucharía y la perdonaría, porque era muy interesante escucharla. Estaba susurrando y su voz apenas sobresalía sobre el laborioso ronroneo de Rupert.

-Quédate conmigo -murmuró-. No te vayas. Quédate aquí conmigo.

La señora Bagot le sonrió, levantó la vista y sonrió a Lily.

-Ah, siempre con sus trucos -dijo Lily-. Siempre sus truquitos.

-Margaret, no puedo quedarme -dijo la señora Bagot-. Tengo que bajar a acabar con la alfombra -rodeó la cama y se quedó al otro lado, junto a la puerta abierta-. Y ahora, a dormir. ¿De acuerdo?

-Quédate conmigo -susurró-, solo un minuto, solo un minuto. Quédate conmigo. No te vayas. Un minuto, quédate. Luego me dormiré.

-Ah, Margaret -dijo la señora Bagot, y se inclinó sobre la cama y le alisó a Margaret el pelo de la frente. Luego empezó a bostezar, se volvió y hundió la cabeza en la almohada de Lily hasta que el bostezo cesó. La almohada era muy suave. Hundió la cara en ella, estiró las piernas y se quedó allí echada-. Oh, qué agradable -dijo y se quitó los zapatos, uno y luego el otro-. Ponlos en el suelo, Lily -dijo-, me quedaré un minuto hasta que Margaret se duerma.

Lily cogió los zapatos, los puso en el suelo y se quedó mirando a su madre.

-Se te ve muy lisa en la cama -dijo.

-No dejes que me duerma, Lily -le pidió la señora Bagot.

-Mamá, ¿puedo hacerte otra pregunta?

-Dime, Lily.

-Si la casa estallara, ¿recuperaríamos el dinero?

-¿Qué dinero? ¿De qué estás hablando?

-El dinero que está debajo del suelo.

-La casa no va a estallar. No deberías pensar cosas así.

-Pero podría estallar, ¿no? Podría estallar.

-Podría, pero no estallará. ¿Te callarás de una vez para que se duerma Margaret?

-¿Por qué no?

-Porque… Verás, la casa no estallará porque estamos viviendo en ella. Y ahora basta, Lily. Quiero que Margaret se duerma.

-Tengo otra pregunta para cuando bajemos -dijo Lily.

La señora Bagot sintió sus brazos y piernas hundiéndose en la cama, como si quisieran sujetarla allí, y sus hombros empezaron a relajarse, pero no lograba colocar bien la cabeza. El peinado era un obstáculo, de modo que levantó el brazo por encima de los ojos, se quitó las horquillas, se soltó el moño sobre la almohada y el pelo le cayó como en cascada.

-Oh, espero que nadie llame ahora a la puerta -dijo la señora Bagot-, pensaría que soy una loca, con el pelo desmelenado en pleno día.

-Esperemos que no venga nadie -dijo Lily.

-Avísame cuando caiga Margaret -dijo la señora Bagot-. Y me levantaré. No me dejes dormir, Lily.

Margaret ya había caído. Se dormía muy deprisa; y la señora Bagot se durmió también. Antes de darse cuenta, se había dormido. Margaret dormía con el brazo derecho junto a su gato naranja favorito. Bennie también dormía.

Minnie, al notar algo insólito, avanzó por la cama y se tendió felizmente sobre la larga melena castaña de la señora Bagot, el mejor nido que podía imaginar.

Todos dormían apaciblemente. No había un solo ruido en la casa. Nadie vino a llamar a la puerta. Nadie las veía. Allí, en la cama, podrían haber sido invisibles, o estar encantados, y, al menos por aquellas horas, olvidados.

Abajo, en el jardín, Lily se sentó en la alfombra y viajó sin demora a París. De París fue a España, donde titubeó, flotando en el aire, intentando recordar el nombre de la capital española. El esfuerzo de memorizar la hizo echarse, y, mientras yacía allí con los ojos cerrados, la alfombra dio la vuelta y volvió hacia casa, al jardín, aterrizó suavemente sobre la hierba, exactamente igual que cuando la idea de dormir llevó a la señora Bagot lentamente hacia la casa que podía estallar pero nunca estallaría. Nunca, nunca. Aquella casa nunca estallaría.

FIN


“The Carpet with the Big Pink Roses on It”,
The New Yorker, 1964


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