Casa digital del escritor Luis López Nieves


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La amante de Briseux

[Cuento - Texto completo.]

Henry James

La pequeña galería de pintura de M. es el típico museo de provincia: frío, trasnochado, sin visitantes, y conteniendo un conjunto de pequeñas obras de pintores cuya trayectoria no tuvo realce. El techo es de ladrillo y las ventanas tienen cortinas de ajada lana estampada; la luminosidad es pálida y neutra, como contagiada de la deslucida atmósfera de las pinturas. Los temas representados son, por supuesto, de tipo académico: el juicio de Salomón y la furia de Orestes; además de unos cuantos elegantes paisajes al modo dieciochesco, enfrentados a media docena de pulcros retratos de campesinos franceses de la época, que se diría contemplan con perplejidad esos paisajes.

Para mí, lo confieso, el lugar poseía un melancólico encanto y no me parecía absurdo disfrutar de esas un tanto absurdas pinturas. La forma de pintar francesa tiene siempre un agradable toque peculiar, aunque no esté detrás la mano de un maestro. El catálogo, además, era increíblemente bizarro: una auténtica antología de literatura trasnochada, con comentarios al modo del inefable La Harpe. Mientras lo hojeaba me pregunté hasta qué punto reprobaría dichas pinturas y dicho catálogo ese único hijo de M que había alcanzado cierta notoriedad más allá de los límites de la población.

Era una conjetura pertinente, porque había sido en estas crepusculares salas en donde este profundamente original artista habría oído las primerizas notas de su naciente genio; al principio no creyéndoselo del todo, podemos suponer: algún domingo, de la mano de su padre, contemplando, sonrosado y con los ojos muy abiertos, la clásica ira de Aquiles y los pálidos tintes de la carne de Dido; más tarde, las manos en los bolsillos, ya con un incipiente sentido crítico y, en la mente, la imagen clara de un Aquiles más logrado y de una Dido más hondamente deseable. En realidad la conjetura era doblemente pertinente porque el pequeño museo había logrado por fin, a base de mucho esperar y de pacientes negociaciones, poseer una pintura de Briseux. De ello fui puntualmente informado por el conserje, una persona bastante mermada por los años y por un catarro crónico, pero aún lo suficientemente sana como para exhibir su sapiencia estética a un extranjero que suponía distinguido.

El hombre me condujo hasta donde se hallaba expuesta la gran obra, y colocó una silla en el lugar idóneo para que pudiera ver el cuadro con luminosidad óptima. El célebre pintor había abandonado su ciudad natal bastante joven, antes de hacerse famoso, y su poco comprensiva familia —el padre era un modesto farmacéutico que admiraba las artes pero le producían horror los artistas— había tenido escaso cuidado en conservar sus bocetos primerizos. ¡Qué insensatos! Un mero garabato con su firma podía ahora reportar cientos de francos, y en la localidad aún tenía parientes a quienes el dinero no precisamente les sobraba. Obtener una obra suya resultaba muy costoso y el pequeño museo, aún con corazón anhelante de madre, no disponía, sin embargo, de la suficiente capacidad maternal de ahorro. El asunto se había, pues, tenido que solventar mediante suscripción, y la pintura había sido finalmente comprada. Para que la suerte fuera completa, quince días después de entrar en posesión del cuadro. ¡Briseux moría de unas fiebres en Roma, y sus obras se cotizaban a fantásticos precios!

Este era el cuadro que había lanzado a la fama al pintor. En efecto, el retrato de La dama con chal amarillo, en el Salón de 1836, había hecho época. Todo el mundo había oído hablar del chal amarillo. Se hablaba de él como del sombrero de paja de Rubens o del guante rasgado de Tiziano. ¡Y si no era así, la posteridad lo diría! Tal fue el susurrante discurso que me soltó el conserje mientras yo examinaba esa excelente muestra de la primera época de Briseux, detectando yo, en lo último que me dijo, una lastimera cadencia que parecía denotar una clara previsión de la cosecha de francos que iban a tener la suerte de recaudar sus sucesores en el oficio.

Sería una alabanza deslucida decir que una sola mirada al cuadro compensa el precio de la entrada. Se trata de un soberbio trabajo y me demoré una media hora larga ante el mismo, presa de un tan sereno placer que casi me olvidé que tenía junto a mí al fastidiosamente hablador conserje.

Es un retrato de medio cuerpo que representa a una joven mujer, no exactamente bella pero en absoluto anodina, envuelta, con sencilla elegancia, en un chal de seda amarilla bordado, todo él, con un arabesco fantástico: una joven morena, de rostro serio y vestida de negro y, tras ella, un fondo de sobria tonalidad con el que el deslumbrante pañuelo contrasta espléndidamente. Parece, realmente, que irradie luminoso color, haciendo que la pintura resplandezca a pesar de sus sombríos componentes, lo cual no impide que lo mejor de la obra sean, sin embargo, los matices de los fragmentos de carne que deja ver. El retrato carece de un armonioso acabado, esa magistral ligazón de los diversos componentes que el pintor más tarde dominó. La pincelada es apresurada y en ciertos sitios un poco recargada, pero la espléndida vivacidad y energía y la casi infantil ingenuidad de algún atrevido rasgo, hacen de la obra un ejemplo capital de ese instante en la historia de todo genio en que florece lo que hasta ahora era solo promesa, adquiriendo de pronto su definitiva fuerza.

No era de extrañar que la pintura hubiese causado tanto impacto: los críticos más sagaces advirtieron que contenía esa inapreciable cualidad que el artista obtiene solo una vez en su vida: el brote primigenio de su talento, la flor de su originalidad. Al rato de contemplarla, sin embargo, me pregunté si no contendría algo aún superior: el reflejo de un aliento casi tan profundo y ardiente como el talento del artista. A pesar de la expresiva serenidad de la figura, las cejas y la boca manifestaban un destello de agitación contenida; los oscuros ojos grises casi centelleaban y la carne de las mejillas ardía ominosamente. Era evidente que se trataba de algo más que de un chal amarillo. Para el ojo analítico era la pintura de una mente, o al menos de un estado de espíritu.

—¿Quién fue esa mujer? —pregunté a mi compañero.

Se encogió de hombros y, por un instante, pareció inseguro. Pero como francés que era, no dudó en expresar así su opinión:

—¡Mon Dieu! Una amante del señor Briseux: ¡Ces artistes!

Abandoné la sala, pasando a otra adjunta en donde me estuve solazando una buena media hora. Al regresar a la primera, me encontré con la silla ocupada por una dama, en apariencia el único, aparte de mí, visitante del museo. Me fijé en ella lo justo para advertir que aunque bonita ya no era joven, que iba vestida de negro y que miraba con gran atención la pintura de Briseux. Esa atención con que contemplaba la obra acabó atrayéndome y mientras acababa de concretar mis impresiones, la fui mirando disimuladamente. Estaba tan lejos de ser joven que su cabello era blanco, pero con ese encantador y a menudo prematuro brillo de las morenas hermosas. Tenía al conserje a su lado explicándole y creí notar en sus breves respuestas (porque no preguntaba nada) que tenía acento inglés. Pero no tuve tiempo de especular más, ya que la mujer, como presa de un súbito embarazo por sentirse observada, se envolvió en el chal, se alzó y se dispuso a marchar. Debí haberme retirado antes, pero su brusco movimiento hizo que nuestros ojos coincidieran y, en su rápida y ligeramente despreciativa mirada, vi algo que contribuyó a que mi curiosidad quisiese sacar provecho de lo mejor que hay en la cortesía. Se fue, pues, y yo me quedé mirándola y, en cierto instante en que giró la cabeza, creí advertir que mi anterior manifiesta sorpresa la había hecho enrojecer. La contemplé abandonar lentamente la sala y pasar a la siguiente en donde miró con vaguedad las pinturas expuestas. Entonces eché una interrogativa mirada a La Dama del Chal Amarillo. Sus soprendentemente vividos ojos respondieron a mi pregunta con la máxima efectividad. Quedé satisfecho y abandoné el museo.

Posiblemente fuera más correcto decir que quedé por completo insatisfecho. Caminé al azar por la pequeña población hasta dar con el paseo principal. El paseo principal de M. es un lugar sumamente agradable. Se extiende a lo largo de la muralla que rodea el casco antiguo, desde cuyo robusto parapeto, desgastado por las numerosas generaciones que por allí han recalado, se puede contemplar un difuso pero encantador paisaje provenzal. Hacia la mitad de la muralla hay un puñado de apretados tilos, con bancos en los espacios intermedios, sentarse a la sombra de los cuales tiene el inconveniente de que la perspectiva queda reducida, debido a la altura del parapeto y a la longitud de las ramas. Del paisaje, solo se puede ver desde ahí un largo segmento horizontal con un radiante tramo de rocas blancas y vaporosos olivos relumbrando en la luminosidad meridional. A excepción de una o dos niñeras, con un par de niños escarbando en la tierra, de un ocioso aprendiz dormitando sobre un banco y de una pareja de uniformados soldados apoyados en el muro, yo era el único paseante en la zona, un lugar hecho a medida para disfrutar de la soledad.

Siendo por naturaleza un auténtico viajero sentimental, nada amo más que, tras encender un cigarrillo, perderme en la meditativa captación del color local. Me gusta saborear lo pintoresco y el panorama ante mí lo era de modo considerable. En esta ocasión, sin embargo, la sombreada muralla y el distante paisaje me parecieron menos interesantes que una figura, borrosa pero distinguible, que en el acto atrajo toda mi atención. La muda certeza que me poseía antes de abandonar el museo me confundía más que me iluminaba. ¿Fue, esa modesta y venerable persona, la amante del ilustre Briseux?, “uno de esos artistas”, como proclamaba el rumor general, en el más envidioso y también honorable sentido del término. En una palabra: ella era la mujer del retrato. En un tiempo en que su complexión se lo debía sin duda permitir, habría usado el chal amarillo. Los años la habían cambiado, pero no del todo, como lo denotaba el que hubiera venido aquí a contemplar de modo tan decidido ese monumento a sus encantos juveniles. ¿Por qué habría venido? ¿Sería casualidad o vanidad? ¿Qué le parecería verse tan extrañamente diferente de lo que una vez fuera; verse como la desarmada espectadora de su supervivencia en la posteridad? Cuanto más analizaba la impresión que me había causado, más seguro estaba de que no era francesa sino más bien una modesta solterona del mismo origen trasatlántico que yo, de esa América con tan poco reclamo para la posteridad como ese deslucido museo, el cual, bien mirado, provocaba ese escalofrío mortuorio, fruto del modo de reconocernos, de que esa misma posteridad tanto gusta. Se me hizo difícil reconciliar a la dama con ella misma, y fue bajo la inquietud de la conjetura que abandoné el lugar y caminé hasta el final de la muralla. Al llegar ahí dejé, sin embargo, de conjeturar, atónito ante la casualidad que se producía ante mis ojos: porque nada menos que la pretendida amante de Briseux se hallaba sentada en uno de los bancos bajo los tilos. Se hallaba mirando, pensativa, hacia la lejanía, del mismo modo que lo hacía en su retrato; pero, al yo pasar, me dirigió una mirada, esta vez sin ningún signo de embarazo.

Lentamente recorrí de nuevo el camino de la muralla y, mientras lo hacía, tal vez fuera por el delicioso suave aire, por el soleado paisaje de rocas y olivos o debido a cierto sentimiento de fraternidad por hallarnos aislados en medio de circunstancias tan acusadamente foráneas, así como producto de una curiosidad que no era sino el franco reconocimiento de un hecho obvio, surgió en mí un impulso que enseguida se transmutó en decisión determinante, rara para mi talante tímido. El caso es que lo decidí y lo llevé a cabo. Acercándome a la mujer, le hice una leve reverencia. Ella aceptó mi saludo con una mirada que no fue exactamente de desconfianza pero sí pareciendo demandar una explicación. Para dársela, me senté junto a ella. Algo en su rostro hizo que me fuera fácil la explicación. Estaba seguro de que era una solterona gentil pero a la vez decididamente excéntrica. Su edad le daba libertad para ser tan franca como quisiera, y aunque yo era algo más joven, tenía suficientes canas en mi mostacho como para disipar posibles reticencias, y de hecho sonrió ante mi ardiente impaciencia. Un sonreír que, cuando percibió que mi acercamiento era sumamente respetuoso, derivó en abierta risa, con lo que la presentación pareció culminar en una total confianza. La gris indiferencia de la histórica muralla, el paisaje sembrado de olivos y el clima foráneo provocaban, evidentemente, que su espíritu se sintiese liberado de la habitual presión de los convencionalismos sociales; y, además, como algo lo proclamaba en sus ojos, el pozo de memoria de su alma se hallaba tan fuertemente agitado que se desbordaba.

Creo que durante las dos horas que estuvimos juntos, se pareció más a su retrato que en los últimos veinte años. De algún modo, a los pocos minutos resultaba del todo natural que yo permaneciese ahí sentado —un perfecto extraño—, escuchando una historia en la que las iniciales vacilantes respuestas a mis preguntas fueron adquiriendo consistencia a lo largo del discurso. Debo añadir que me esforcé en aparecer como un fervoroso admirador del deplorado Briseux. Lo cual no era sino la pura verdad, y demostré categóricamente que conocía bien su obra. Eramos, así, ambos, peregrinos en la misma fe, y esto nos posibilitaba debatir sus misterios. Repetiré la historia literalmente y de seguro que no transgrediré los honestos límites del celo editorial si me permito aportar una sola cláusula ausente en el relato: que la narradora debió ser, en esa época, una muchacha realmente encantadora.

 

* * *

 

Había pasado, con una sobrina, el invierno en Cannes —dijo— cuando, por casualidad, oí decir a un caballero inglés interesado en estas materias, que El Chal Amarillo de Briseux había sido adquirido por este pequeño museo. En su viaje desde París había hecho una parada para verlo y, aunque famoso conoisseur que se supone es, pobre hombre, ¿sabe que no llegó a descubrir lo que a usted le tomó solo un instante advertir? No logré hacérselo ver pese a su amabilidad en explicarme, guía de ferrocarriles en mano, cómo podía hacer para desviarme de mi viaje a París y poder así pasar un día en M. Me contenté con decirle que había conocido a Briseux treinta años atrás y había tenido la suerte de ver entonces su primera obra maestra. Incluso refiriéndole esto no sospechó nada. Aunque, de hecho, ¿por qué habría de sospechar algo? Cuando, hace un rato, me he sentado ante el cuadro, he tenido la impresión de no ser esa mujer de extraña y cínica sonrisa. Esa pobre chica está muerta y enterrada; no estoy faltando a la verdad si digo que no soy ella y, sin embargo, mientras la estaba contemplando, el tiempo parecía retroceder y la experiencia repetirse. Ante mí estaba un pálido joven con una raída chaqueta y unos brillantes ojos oscuros, deslizando el pincel por un gran lienzo, con ademanes que hacían pensar en alguien agraciado con los dones de la verdadera inspiración. Me pareció verme a mí misma —ser yo misma— envuelta en ese famoso chal, posando ahí durante horas, en una especie de febrilidad que me hacía olvidar la fatiga. Me he preguntado a menudo si durante esas memorables horas yo era más o menos la misma de siempre y si el singular episodio que acaeció fue fruto de la locura o de un razonamiento cabal.

Sucedió en París, a mis veintiún años. Viajaba por el extranjero con la señora Staines, una vieja y querida amiga de mi madre, la cual, los últimos días de su vida, un año antes, se había empeñado en ponerme bajo la protección de la mencionada señora, para quien nunca dejé de ser alguien sin hogar. Mi hermano se había casado recientemente, pero no parecía feliz, y bajo su techo, mi papel se veía reducido al de conciliadora sin mucho éxito.

La señora Staines era lo que se podría llamar una persona presuntuosa: alguien de nariz aquilina, que usaba guantes en casa y te ponía la mejilla para que se la besases. Mi madre, que la consideraba la más sabia de las mujeres, le había escrito desde los tiempos del colegio una carta a la semana, que comenzaba: “Querida Lucrecia…” Pero formaba parte de la naturaleza de mi madre el gusto por ser dominada y avasallada. La señora Staines le enviaba sistemáticamente, como respuesta, un catálogo de consejos “conforme a su posición social”, modo de aludir al hecho de que se hubiera casado con un clérigo muy pobre.

La señora Staines me acogió, con todo, con tanta amabilidad que le tuve que perdonar su frialdad de maneras. Aunque cuando la conocí mejor le disculpé esa frialdad porque la vi consecuencia de su condición de mujer decepcionada: era ambiciosa y había fracasado en sus ambiciones. Se había casado con un hombre de mucho talento, un joven y prometedor abogado con miras políticas y que parecía iba a ser famoso. A ella le hubiera complacido enormemente ser la esposa de un astro de la abogacía y debió esforzarse lo suyo tratando que el marido llegase a lo más alto. Se creía nacida, pienso, para ser la Egeria legítima de un ministro. Y un ministro, el pobre señor Staines, hubiera llegado a ser, si hubiera vivido lo suficiente; pero enfermó a los 35 años víctima de la sobrecarga de trabajo, falleciendo un año después. Al transcurrir del tiempo ella transfirió sus esperanzas al único hijo; pero aquí la decepción fue tanto más dolorosa por cuanto su orgullo maternal le impedía cualquier reproche.

El vástago del matrimonio era un ser completamente incapaz de seguir los pasos del padre, de llevar a cabo sus compromisos incumplidos. Su talento —si algún talento tenía— se inclinaba por otros derroteros; no pretendía ser útil a la sociedad sino tan solo un mero elemento ornamental de la misma. Y como prometía ser, realmente, muy decorativo, a medida que fue cumpliendo años su madre se fue sintiendo más satisfecha. Llegó a ser guapo a tal extremo que resultaba evidente que cualquier cosa que pudiese realizar siempre iba a merecer menos alabanzas que su magnífico aspecto de decoroso joven Apolo. Cuando lo vi por primera vez, habiendo acabado el colegio, podía bien haber pasado por un incipiente gran hombre. Tenía un perfecto aire distinguido en su actitud y maneras. Nunca había sido un joven especialmente elegante, digno y bien educado. Era alto, delgado, guapo, con un bonito cabello rubio ondulado cubriendo su bien conformada cabeza; unos ojos azules, claros y fríos como una mañana invernal; una dentadura tan hermosa que la infrecuencia de su sonrisa parecía ser pura modestia; y una general expresión de discreción y madurez que parecía desmentir cualquier imputación de ser un mero pisaverde.

Al poco de tratarlo tal vez se le hallase un tanto imperturbablemente pulcro y educado, y se le hubiese preferido de maneras menos perfectas y con la corbata una pizca torcida. A mí, lo confieso, me impresionó mucho desde el principio, y secretamente lo reverencié. Jamás había visto caballero de tal calidad, y dudaba que existiera otro parecido en el mundo. Claro que mi experiencia del mismo era reducida, viviendo como lo había hecho entre lo que Harold Staines hubiera considerado gente de baja estofa: de esa que lleva el sombrero mal cepillado, para entendernos. Pero descubrí —y no lo lamentaba— que me agradaban los méritos de condición más refinada; y, de hecho, siendo bastante ignorante, mis juicios no eran desacertados. Harold, por otro lado, era alguien perfectamente honorable y amigable, y su único defecto era que parecía más sabio de lo que razonablemente cabía esperar. De noche, especialmente, con corbata blanca, apoyado en el marco de una puerta y su bella cabeza sobresaliendo por encima de la multitud, parecía un inescrutable joven diplomático cuyo escepticismo no había acabado de deslucir su cortesía. Gracias a su madre poseía los suficientes medios para una cómoda manutención; pero aunque tenía gustos elegantes, el amor a la ociosidad no era uno de ellos y coincidió con su madre en que debía elegir una profesión.

Pero aquí fue donde ella topó con la horma de su decepción. No había habido en su familia más que jueces y obispos, y cualquier otra cosa hubiera parecido de respetabilidad discutible. Hubo mucho debate entre ellos al respecto; porque, en apariencia, al menos, ambos eran uña y carne, y aunque Harold no hubiera solicitado de corazón el parecer de su madre, sí que lo habría hecho por cortesía. En realidad, creo, solo había en el mundo una persona cuya opinión le importase de verdad, y esa persona no era la señora Staines ni jamás lo había sido. Hasta tal punto no lo era, que un día la vi llorosa tras una larga charla con él. Y ver sollozar a una tan altiva dama resultaba un evento de rareza casi portentosa. Ese día Harold no vino a comer a casa y me pareció que al día siguiente llevaba la cabeza más erguida de lo usual. No hice preguntas, pero un rato después mi curiosidad se satisfizo. La señora Staines me informó, con un aire de dignidad que, se notaba, le costaba esfuerzo y con el que parecía querer desanimar cualquier intento de crítica, que Harold había decidido ser… artista.

—No es la profesión que yo hubiera deseado —dijo— pero mi hijo posee talento y respetabilidad y logrará que la tarea resulte honorable.

Que Harold iba a conseguir, como profesional del pincel, más que Rafael y Rembrandt, no lo hubiera podido afirmar; pero sí que parecía muy feliz y yo le desee la mejor de las suertes. Verdaderamente no estaba sorprendida ya que la señora Staines tenía lo que en cualquier otra persona se hubiera llamado una verdadera manía por los cuadros, los bronces, las tabaqueras y los candelabros. Harold no tenía mucha práctica con el pincel, pero últimamente se servía —creo que hasta lo había diseñado él mismo— de una especie de artilugio bastante ingenuo para realizar sus ocasionales ejercicios y que a partir de aquí utilizaría habitualmente. Recuerdo con regocijo el más característico elemento del mismo: una gran sombrilla blanca, lo suficientemente amplia como para proteger por entero del sol su apuesta figura.

Fue por este tiempo que caí bajo la protección de la señora Staines, con tan poco temor y duda que me doy cuenta de lo ignorante que debía yo de ser, o lo atrevida. Claro que me hallaba en amplia medida poseída por la bendita simplicidad de la juventud; pero si bien juzgaba mi situación de modo imperfecto, de alguna manera era, asimismo, consciente de ello. Estaba firmemente decidida a no aceptar favores que no pudiera devolver, y a ser modesta y graciosamente útil, y agradable cuando la ocasión se presentase. Era una muchacha sin hogar, pero no el típico pariente pobre. Mi capital era menguado, pero estaba decidida a hacerme un lugar en el mundo, antes que incurrir en una actitud de irresponsable dependencia. La señora Staines me tuvo al principio por alguien afable y limitado, alguien que como compañera no iba a dar crédito más que a su benevolencia. Más tarde, sin embargo, durante un tiempo, cuando empecé a dar pruebas de cierta sagacidad y capacidad de decisión, pienso que debió pensar que era una intrigante y —el Cielo la perdone— una hipócrita. Pero a la larga, evidentemente —aunque al final, creo, acabó prefiriendo mi agudeza a mi posible dulzura femenina, de la cual no me hubiera debido apear— decidió que yo era una persona con las mejores intenciones, y que —de ahí que le cuente esto— bien podía ser la esposa adecuada para su hijo.

Por supuesto que para llegar a esta inesperada, halagadora, decisión tardó un tiempo. Fue consecuencia del invierno que pasamos juntas tras Harold haber “desviado sus intereses”, como su madre gustaba de decir, “hacia lo artístico”. Él insistió en que debíamos ir de inmediato al extranjero para estudiar las obras de los maestros. La madre, creo, sugirió que debíamos empezar por lo más cercano a casa. Pero Harold dio a entender que se hallaba por encima de esas primariedades e insistió en que fuéramos a Roma. Desconozco hasta qué punto Harold llegó a aprender de los maestros; pero la verdad es que pasamos un invierno delicioso.

Empezó su aprendizaje con la solemne prontitud que empleaba para todas las cosas, dedicando una gran porción de tiempo a copiar obras del Vaticano y el Capitolio. Trabajó con lentitud pero con una extraordinaria precisión y claridad, y acababa sus trabajos con exquisito cuidado. Era muy poco dogmático, pero si llegabas a conocerle bien encontrabas que tenía varios principios en los que era extremadamente tenaz. Algunos de ellos se relacionaban con las proporciones del cuerpo humano, que él mismo había determinado. Constituían, afirmaba, un infalible método para aprender a dibujar. Si otros artistas no lo hacían, peor para ellos. Aplicó ese raro método insistentemente durante todo el invierno y se trajo de Roma un nutrido portafolio lleno de estatuas hábilmente sombreadas y de escultóricos aldeanos. Entró, luego, en el estudio de un pintor, junto a otros discípulos, pero no se hizo muchas ilusiones ni con el maestro ni con los alumnos, y un día llegó a casa disgustado y declarando que no quería ya saber nada de todos ellos. Como no gustaba de hablar de cosas desagradables, nada dijo de lo que le había incomodado; pero deduje que había recibido alguna grave ofensa, y no me sorprendió que no quisiera confraternizar con la pléyade de estudiantes de arte. Tenían, todos ellos, descuidadas cabelleras y fumaban tabaco barato; vivían no se sabía dónde, pedían prestado dinero y se tomaban libertades. Harold no era, ciertamente, alguien que se negara a ayudar a un camarada necesitado, pero no perdonaba a quienes se tomaban libertades. ¡Ni a sí mismo se permitía ninguna! Nos volvimos muy buenos amigos y fue especialmente por eso por lo que él me llegó a gustar tanto.

Nada más cierto que el hecho de que nos suele atraer, en gran medida, aquello que nos es opuesto. Tal vez porque nos alivia de nosotros mismos. Confieso que mis buenas intenciones a veces chocaban con cierto fatal atolondramiento del que no estaba curada pese a los problemas que me había siempre causado. En momentos de irritación tenía el impulso de dar rienda suelta a mi sarcasmo, o así al menos lo solían llamar mis camaradas de pandilla: aunque supiera que al volver a la calma me arrepentiría y enseguida pediría público perdón. Creo que se me tenía por generosa y no solo por parte de mis compañeros de pandilla. Pero tenía una secreta admiración por quienes sabían ser justos bajo cualquier circunstancia, por aquellos cuya conducta tenía en todo instante una armoniosa constancia, como el perfilado de una hermosa estatua. Harold Staines era un acabado caballero, como me gustaba calificarle en esos días, y lo admiraba tanto más cuanto aún sonaba en mis oídos el eterno estribillo de mis días colegiales: “Niña, niña, ¿cuándo aprenderás a ser una mujer?”.

Harold me parecía la encarnación de las más serenas afabilidades de la existencia y no supe en qué gran consideración lo tenía hasta el día en que, en medio de una multitud, creí oír a un joven llamarle “maldito pedante”. En ese momento llegué a la conclusión de que el mundo era vulgar y grosero, y que el señor Staines estaba muy por encima de él.

La impresión que me producía no varió ante él —no sé si llamarlo así— galante decoro de su conducta hacia mí. Al principio me trataba con amable condescendencia, como una joven y bastante humilde persona cuya presencia en la casa obedecía a la excéntrica benevolencia de su madre más que a ningún especial mérito propio. Pero, más tarde, cuando alguna de mis aptitudes, cualquiera que fuese, consiguió destacar por encima de mi timidez, se me acercaba, sobre todo cuando había gente, con una especie de ceremoniosa consideración con la que parecía querer anunciar al mundo que su madre y él me trataban como a un igual porque yo era igual a ellos.

Finalmente, un notable día, en Roma, me hizo el gran honor de hacerme saber que yo le gustaba. Me había siempre parecido algo tan poco lógico que llegase alguna vez a cautivar al señor Staines que, por un momento, me sentí decepcionada y casi impulsada a decirle que había esperado más de su buen gusto. Pero a medida que me fui haciendo a la idea, la encontré perfecta y me sentí extraordinariamente honrada. No le tenía por un hombre de genio, pero su admiración me agradó más que si hubiese procedido de una pléyade de hombres de genio, de esos que, durante nuestros picnics arqueológicos, me hacía observar y que me parecían, de algún modo, seres cubiertos con la herrumbre del mundo y plagados de errores del mundo; y, ciertamente, sobre cuestiones vitales, debían ser de aquellos que no les dan a sus mujeres la misma respuesta dos días seguidos. Además de que eran espantosamente feos. Harold era consecuente consigo mismo: sus maneras exquisitas y su rubia apostura parecían provenir directamente de su serenidad espiritual. El modo en que se me declaró fue característico suyo y a otra muchacha le hubiera parecido prosaico. Para mí, en cambio, fue de una peculiar dignidad. Le había preguntado, una semana antes, mientras estábamos en una plataforma ante el Laterano, cierta cuestión sobre el acueducto claudiano, cuestión que había sido incapaz de responder en ese momento. Pero nada más llegar a Roma hizo provisión de un buen montón de libros sobre el tema y se puso a leerlos con infalible diligencia.

—Te lo buscaré sin falta.

Me dijo esto con suma seriedad, pero no pensé más en ello. Sin embargo, unos días después, cuando me pidió le acompañase en un recorrido por la Campagna, nunca hubiera imaginado la lección magistral de arqueología que me iba a impartir. La cual mereció un más sabio oyente que yo, por cierto. Llevándome hasta un crecido terraplén desde el que se divisaba el acueducto en toda su longitud, me soltó el resultado de sus indagaciones. No fue ciertamente un detalle trivial, pareciéndome un mucho mejor cumplido que si me hubiera ofrecido un ramo de flores de cincuenta francos o hubiera saltado para mí una valla de seis pies con su caballo. Me dijo el número de arcos y hasta posiblemente el de piedras; su relato rebosó erudición. Yo escuché, respetuosa, mientras contemplaba con detenimiento la larga y deteriorada ruina, como si ésta, de pronto, hubiese cobrado un extraordinario interés. Pero lo realmente interesante era el mismo señor Staines: ¡qué maravilla, un hombre que cumplía lo prometido tan admirablemente!

Cuando terminó su disertación permanecí en silencio y unos minutos después fui a ocuparme de mi caballo. Pero de repente Harold puso las manos sobre las riendas y, en el mismo tono con que me había hablado del acueducto, me informó del estado de sus afectos. Sin jamás haberlo sospechado lo tenía esclavizado y fue justo reconocer que me adoraba. ¡Fue justo! Siempre he recordado este término, aunque entonces estaba lejos de pensar lo poco que se avenía con su elocuencia; pero a menudo se me ocurría si no sería el elemento clave de su carácter. Un instante después, se me declaró.

No se sorprenda si le menciono estos detalles. Le seré franca: si consiento en explicarle mi historia es porque pienso me será de provecho relatármela a mí misma. Al hablar voy recordando. Abandoné Roma comprometida con el señor Staines y sometida a la aprobación de la madre. Él podía prescindir de esta, le dije, pero yo no y, encima, aún no estaba segura de haberla obtenido. Ella hubiera deseado, por supuesto, que su hijo se casara con una mujer de más categoría. La mía había ido creciendo en su consideración, pero difícilmente me podía ver como su nuera. Con el tiempo esperaba, sin embargo, satisfacerla y recibir sus bendiciones. Entonces sí que podría exigir que la situación no se demorase más.

Desde Roma fuimos subiendo lentamente a lo largo de la costa mediterránea, deteniéndonos con frecuencia varios días para que Harold pudiese tomar los correspondientes bocetos. Pintaba las montañas y las distintas poblaciones con la misma diligencia que lo había hecho con las estatuas del Vaticano y, presumiblemente, con igual éxito. Como que sus prácticas invernales le habían proporcionado una gran habilidad, podía componer un magnífico paisaje en una sola mañana. Siempre me pareció extraño, siendo tan sobrio en su lenguaje y sus maneras, fuese tan extremadamente colorista en su pintura, como se podía comprobar, al menos, en el maravilloso batiburrillo que constituían sus rápidas acuarelas. Carmesí y azul celeste, naranja y esmeralda, eran sus contrastes preferidos. Para lo cual la deslumbrante diafanidad de la atmósfera del país resultaba de lo más adecuado. O al menos así se lo parecía a la alegre muchacha de veinte años y recién comprometida que era yo por aquel entonces. Y así fue durante un tiempo. Pero no negaré que poco a poco, asimismo, en la luminosidad del mar y el cielo comencé a ver ocasionalmente reflejado cierto matiz sombrío.

¿Cómo darle a usted cuenta de la evolución de mis sentimientos en esa época, cómo hacerle ver, sobre todo, que yo no era un ser perverso ni caprichoso? Renuncio a hacerlo. Solo le puedo asegurar que analicé mis emociones, incluso antes de comprenderlas, con dolorosa sorpresa. No es que me desilusionase: fue como si mi júbilo se acabase súbitamente, como si las alas de mi corazón me hubieran sido de repente cortadas. Nunca había estado especialmente encariñada con lo que poseía y sabía bien que si quería admirar algo cabalmente debí considerarlo a respetuosa distancia. Mi felicidad por el afecto de Harold alcanzó su clímax demasiado deprisa y, antes de que lo tuviera asumido, me encontré dudando, extrañándome, cuestionándome.

No fue culpa suya, por supuesto: no me prometía nada que no estuviera dispuesto a concederme. Todo eran atenciones y decorosa devoción. Si hubo algún fallo fue mío, por ser una demasiado joven y desinformada persona. Desde que el compromiso quedara establecido me sentí cinco años mayor y el primer uso que hice de mi madurez —cruel como puede parecer— fue considerar con objetividad a mi novio, revisando mi opinión respecto a él. Su rígida urbanidad me impresionaba considerablemente, pero a veces me parecía que estaba oyendo una sinfonía de la que solo algunas breves notas eran audibles. ¿Por qué estas y no otras? Más de una vez, para abatimiento mío, durante mi plácida espera, me encontré con que las notas graves de Harold eran el principio y el fin de su carácter.

Si el corazón humano fuese menos incurablemente escéptico, podía haber sido divinamente feliz. Me sentaba junto a mi prometido mientras pintaba, contemplando el más maravilloso paisaje del mundo y admirando la imperturbable audacia con que lo trasladaba al lienzo. Antes de lo que esperaba, estas bastante silenciosas sesiones románticas, como debieran parecer por el maravilloso escenario, se vieron gratificadas con la aprobación de la señora Staines. Sospechaba de nuestro secreto y solo desaprobó que hubiera sido un secreto. Estaba satisfecha con la elección de su hijo y declaró con gran énfasis que no era ambiciosa. Fue amable (aunque, ya lo ve, no condescendía a innecesarias alabanzas) y me sorprendí de que en un momento la hubiese tenido por persona rígida y severa. A partir de aquí me habló abundantemente de su hijo; demasiado, habría pensado, si el tema me hubiese preocupado menos.

He dicho que yo no era perversa. ¿Me juzgo demasiado benignamente? Pronto encontré algo opresivo, casi irritante, en la frecuencia y complacencia de las disquisiciones maternales de la señora Staines. Un día en que me estuvo recordando con mayor insistencia que otras veces la suerte que yo tenía, la interumpí en medio de una frase, dejándola perpleja por mi atrevimiento. Estuvo a punto, creo, de darme una reprimenda, pero se contuvo y se contentó con abordar el asunto con mayor cautela en el futuro.

Otra cosa que recuerdo. Una mañana (estábamos cerca de Spezia, creo) Harold había estado pintando bajo un árbol, no lejos del hotel, yo a su lado, sentada y leyendo en voz alta a Shelley: en ese lugar apetecía como en ningún otro hacerlo. Habíamos tenido una leve diferencia de opinión respecto a uno de los poemas, el hermoso Estrofas tristes en la cercanía de Nápoles, que posiblemente usted recuerde. Harold lo encontraba pueril. El término me pareció desacertado y recuerdo que dije, para dar fuerza a mi opinión, que aunque tal vez no sabía juzgar adecuadamente una pintura si creía saber hacerlo con un poema. Me dijo entonces (no he olvidado sus palabras) que “carecía de suficiente cultura en ambos casos”, y creo que a ello repliqué que mejor carecer de cultura que de imaginación. Novios que éramos, la discusión que siguió se las tuvo. En cierto momento se dio cuenta de que se había dejado uno de los pinceles en el hotel y fue a buscarlo. Le costó encontrarlo y tardó en volver a aparecer.

Su veredicto sobre Shelley permaneció resonando en mis oídos mientras contemplaba la azul iridiscencia del mar y musitaba los versos con que el poeta tan maravillosamente la describía. Fui entonces a sentarme en el taburete de Harold para juzgar cómo habría él plasmado ese encantador efecto en el cuadro. La pintura estaba casi terminada, pero por desgracia yo carecía de aptitud para apreciarla. El azul del mar, con todo, me pareció bien reflejado. Me hallaba comparando este azul con el original, difuminado en la lejanía, cuando oí una voz detrás mío y, al girarme, vi a dos caballeros del hotel, uno de los cuales había sido mi vecino la noche antes durante la cena. Era extranjero pero hablaba inglés. Al reconocerme se acercó cortésmente, presentándome a su compañero y, acto seguido, pareció caer en éxtasis ante la pintura que debió creer obra mía. Me apresuré a informarle de que no era yo la autora sino el señor Staines. Sin arredrarse declaró que era tan bella que se diría procedía de mi mano y que aunque no fuera mía seguro que habría influido en su logro. Pero su camarada, de carácter menos superficial en apariencia, y extremadamente miope, tras examinar el cuadro con minuciosidad, hasta tocar el lienzo con la nariz, exclamó con una sonrisa desagradable.

—¿El señor Staines, dice? ¡Sorprendente! Hubiera jurado que era obra de una chica joven.

El cumplido fue dudoso y no ayudó a recabar mi ecuanimidad. Como “chica joven” que yo era, supongo que debía de haberme sentido agradecida, pero como prometida suya, habría preferido que Harold pintara como un hombre. No sé cuanto tiempo transcurrió después de esto, pero empecé a cuestionarme, a modo de inofensiva conjetura, cómo una mujer podía sentirse estando casada con una ineficiente mediocridad. Entonces recordé —como si ello se refiriese a mí— que nunca había oído a nadie hablar en serio de sus pinturas y que cuando su madre las mostraba a algunas personas, el murmullo de admiración habitual en estos casos solía ser bastante alicorto. Pero enseguida recordé que no era porque pintase más o menos bien, o mal, por lo que él me había interesado sino porque su personalidad y moralidad, me parecía, rozaban la perfección. Sentado esto, empecé a preguntarme si uno puede llegar a cansarse de la perfección y si (el Cielo me perdone) no habría llegado al límite de mi paciencia con Harold.

Comenzaba a encontrarlo demasiado absoluto, imperturbable, prolífico en opiniones convencionales. Era como si lo tuviera todo perfectamente catalogado en su mente. Desde luego, sabía sacar el mejor partido de su tiempo y no podía hacer otra cosa que admirar su diligencia implacable. Desde el momento en que observé que no perdía el tiempo en caprichos o ensoñaciones o en placer intelectual de ningún tipo, concluí tajantemente que no era el hombre de genio que había creído; y, sin embargo, cuando a veces, se le oía hablar, se hubiese jurado que lo tenía. Distribuía sus opiniones como si fueran maná celestial y nada era más normal para él que comentar: “Recuerda que hace un mes te dije esto y lo otro”, queriendo significar que había legislado sobre cierto punto y yo debía grabarlo al fuego en mi interior. A menudo sucedía, sin embargo, que olvidaba la lección, viéndome obligada a pedirle que me la repitiera: pero me dejaba aún más insatisfecha que antes. Harold acostumbraba, entonces, a ajustarse el cuello de la camisa como si considerara que el tema estaba zanjado, y yo, entonces, buscaba refugio en un silencio que día a día encubría conjeturas más pérfidas.

Sin embargo (por extraño que pueda parecer) creo que debí decidir que, siendo Harold un modelo de perfección, mis dudas eran inmorales, sobre todo ahora que se suponía tenía domeñada a la señora Staines y esta no me recordaba esa perfección a todas horas. No sé si ella llegó a sospechar de mis dudas, pero pareció esforzarse en estar segura de mí. Era, yo, una compañera tan modesta para su hijo que si hubiera sabido más de la vida su entusiasmo me hubiera alarmado. Más tarde lo comprendí; pero en aquel momento solo advertí un vago aroma de insinuación en su conversación que me solía incomodar. Fui injusta con la pobre señora y si hubiera sido más astuta (o más valiente) podíamos haber sido firmes aliadas. Juzgaba a su hijo menos desde la ternura que desde el celo maternal, y previo el veredicto del mundo respecto a su retoño como yo no fui capaz de hacerlo en absoluto. Se dio cuenta de que para que su hijo alcanzase el éxito precisaba de una mujer lista, ya que por sus propios méritos nunca lo iba a conseguir. Y me otorgó el honor de considerarme con suficiente talento social como para llevar a cabo tan arduo propósito, debiendo lamentar un millar de veces él no podérmelo decir sin tapujos. ¡Un millar de veces al menos! Mi respuesta hubiera podido ser, en ese caso, lo suficientemente directa como para habernos ahorrado una buena porción de dolor. Mientras, tratando a medias de convencerme y a medias de enredarme, hizo lo posible para acelerar nuestro matrimonio.

Si hubiera estado en juego algo menos que la felicidad de mi vida entera, pienso que hubiera sentido que debía a Harold una suerte de reparación por creerlo alguien tan grande y le hubiera ofrecido quizá un afecto suficientemente genuino aunque fuese en clave menor. Pero resultaba duro para una chica que había soñado tanto en una gran relación sentimental, encontrarse de pronto frente a un ser tan perfectamente racional. Cuando, sin embargo, Harold me habló del día concreto en que juzgaba oportuno finalizase nuestro noviazgo, me vi imposibilitada para asentir y le pedí lo alargásemos un mes más. Qué aguardaba yo con este alargo no lo sé bien. Tal vez el retorno de aquel primer destello de ilusión, o tal vez ese postrero, incómodo, latido que me confirmase de una vez por todas que la ilusión se había evaporado. Harold asumió mi requerimiento con preocupación, preguntándome si yo dudaba de su afecto.

—No —le dije—. Creo que es mayor del que merezco.

—¿Por qué, entonces, —preguntó— quieres esperar?

—Supongo que porque dudo de mí misma.

Me miró como si hubiera dicho algo de muy mal gusto, casi asustándome su seguridad en sí mismo. Pero al final consintió en el aplazamiento. Tal vez cuando reflexionó más tarde se debió alarmar, porque la grave cortesía con que me dispensaba sus atenciones se volvió aún más rígida, como queriéndome recordar a cada momento del día que no se jugaba impunemente con sus sentimientos. Pero en jugar, el Cielo lo sabe, era en lo que menos pensaba, pues en verdad me sentía muy abatida y una mañana me desperté con la convicción de que ya no era feliz.

Concertamos casarnos en París, en donde Harold había determinado permanecer seis meses para intentar de nuevo fortuna en el estudio de un pintor que apreciaba especialmente, cierto señor Martinet, un señor mayor adscrito, creo, a un anticuado estilo artístico. Durante nuestros primeros días en París fui muchas veces con Harold al Louvre, en donde resultaba un realmente provechoso compañero. Se conocía al dedillo la historia de todas las escuelas, y, como se suele decir, dominaba aquello que le gustaba. Teníamos sin embargo la mala costumbre de no coincidir en los mismos gustos; pero yo no deseaba discutir: deseaba coincidir con él. Escuchaba devotamente cuanto era posible saber de Guido y Caravaggio.

Un día nos hallábamos ante la inescrutable Gioconda de Leonardo, una pintura que desagrada a muchas mujeres. Le había comentado la aversión que me producía la contención de la dama, que en esta ocasión Harold pareció compartir. Sin embargo quedé sorprendida de que, tras una pausa, me dijera tranquilamente. “Creo que la voy a copiar”.

No sé por qué sonreí, pero el caso es que lo hice, provocando aparentemente su irritación.

—Será muy difícil —dije—. Intenta algo más fácil.

—Me gusta lo difícil —me respondió con contundencia.

—¿De verdad? —le repliqué—. ¿Sabes lo que dices?

—¿Por qué no?

—¿Por qué copiar un retrato si puedes copiar un original?

—¿Qué original?

—Pues yo misma ¡Pinta mi retrato! Prometo ser suficientemente difícil. En realidad me sorprende que nunca me lo hayas propuesto.

De hecho la idea se me ocurrió en ese momento; pero la acogí con una suerte de alivio. Me pareció que podría así calibrar a mi prometido, y que si le salía bien, podría creer en él irremisiblemente. Me miró un momento como si no me hubiera entendido del todo, y yo acabé de decírselo.

—Pinta mi retrato y, cuando lo termines, fijaremos el día de la boda.

Después de todo la proposición no era tan terrible, y al cabo hasta pareció encariñarse con ella. Al día siguiente me dijo que ya tenía compuesta mi figura mentalmente y que podíamos empezar de inmediato. Las circunstancias estuvieron a nuestro favor ya que pudimos disponer por entero, durante un tiempo, del estudio del señor Martinet. Este se había ido al campo a pintar un retrato, siendo, en ese momento, Harold su único alumno. Nuestra primera sesión tuvo lugar sin mayor tardanza. A este propósito utilizamos diversos ropajes entre los que se hallaba el chal amarillo que usted ha estado admirando. Nos servimos de tales cosas a la vez que tocábamos el arpa y leíamos Corinne. Yo me iba probando pañuelos y velos, uno tras otro, pero Harold no quedaba satisfecho con ninguno. En especial, el chal amarillo le parecía un ornamento de meretriz y decidió que debía, antes bien, llevar un sencillo vestido negro, con el mínimo de accesorios posible. Citó con solemnidad el verso aquel sobre la belleza sin adornos y comenzó a trabajar.

El primer y segundo días progresó con lentitud y sentí por momentos que le había endosado una cruel carga. No se manifestó irritado, pero a menudo parecía confundido y cansado, y a veces abandonaba los pinceles, cruzaba los brazos y se quedaba mirando el cuadro con una fijeza ausente que colmaba mi paciencia.

—Enfádate conmigo —le tuve que decir más de una vez— en vez de con ese pedazo de tela inocente. No me ignores, aunque no creo sea culpa mía el ser difícil de pintar.

Tras esta admonición, él solía volver de nuevo hacia mí la vista sin sonreír, a menudo cubriéndose los ojos con la mano y dando una vuelta lenta por la sala para examinarme a distancia. Luego, volvía a su caballete, daba una docena de pinceladas y se detenía de nuevo como si el ímpetu se le hubiese evaporado. Durante un tiempo me porté miserablemente; me pareció que lo más oportuno era manifestarme hostil para que se esforzase en acabar el retrato. Me rogaba que no mirase el lienzo, pero yo sabía que era porque no avanzaba. Al fin, una mañana, tras estar contemplando su trabajo un rato en silencio, depositó su paleta con gravedad pero sin otro gesto que delatase hallarse alterado que un suave pasarse el pañuelo por la frente.

—Me pones nervioso —declaró de pronto.

Me pareció que la voz le temblaba y empezó a darme lástima. Abandonando mi puesto, le puse la mano en el brazo.

—Si te angustia, déjalo estar —le dije.

Se alejó, sin contestar, durante un rato. Sabía que estaba reflexionando a fondo sobre el tema y supongo que sabía que yo lo sabía y vacilaba en preguntarme si renunciar a realizar el retrato iba a suponer renunciar a algo más. Pero en apariencia no quería renunciar a nada y, tomando de nuevo la paleta, con el corto gesto incisivo habitual en él me pidió volviera a mi sitio.

—No perderé más tiempo con el dibujo —dijo—. Voy a empezar a pintar.

Con los colores pareció más afortunado ya que el día siguiente me dijo que empezaba a progresar rápido.

Ibamos generalmente juntos al estudio, pero sucedió que un día estuvo ocupado, por la mañana temprano, en el otro extremo de París y quedamos en encontrarnos en el taller. Fui puntual, pero él aún no había llegado y me encontré a solas con mi trabajoso retrato. La oportunidad me fue bien y decidí, así, contemplarlo pese a la prohibición; aunque me prometí confesar la falta.

La contemplación del cuadro me produjo, sin embargo, menos placer que el que se supone producen las faltas. La pintura, aún muy incipiente, era escasamente prometedora y digna de halago. Se veía una cara larga y blanca con unos ojos oscuros y fijos y un terriblemente anguloso par de brazos. ¿Era de esta tan poco atractiva forma que Harold me veía? Absorta en esta consideración, tardé unos instantes en percibir que no estaba sola. Oí un ruido, miré alrededor y vi a un desconocido, un joven que miraba el lienzo de Harold por encima de mi hombro. La mirada era intensa y no parecía agradarle lo que veía. Pasaron unos momentos antes de que él advirtiera que le estaba mirando. Me recordó poderosamente a ciertos desgreñados copistas que solía observar en pleno trabajo en el Louvre y, mientras suponía tendría algún legítimo cometido en el estudio, me contenté con pensar que sus maneras, desde luego, no eran las mejores del mundo y me fui al otro extremo del cuarto. Pero como no parecía manifestar ninguna intención clara, me aventuré a mirarle de nuevo. Era joven —veinticinco como máximo— y muy desaseado. Recuerdo, entre otros detalles, que llevaba una corbata negra con dos vueltas alrededor del cuello sin sujeción alguna. Era bajo, delgado, pálido y de aspecto famélico. Cuando me giré hacia él se pasó la mano por los cabellos, como si quisiera aparecer más presentable, llamándome la atención sus abundantes y espesos rizos negros, al más puro estilo de los aprendices de pintor. Su cara hubiera parecido magra y vulgar de no ser porque bajo los abundantes rizos brillaba un extraordinario par de ojos realmente llameantes. No eran tiernos ni vistosos, pero brillaban con una especie de febril inteligencia y penetración, y le distinguían, como dicen los franceses, de un cualquiera. Me miró casi echando chispas, diciéndome, antes de que yo hablara, a la vez que sacudía la cabeza:

—¿Es su retrato?

Asentí con dignidad.

—Es malo, malo, malo —exclamó—. Excuse mi franqueza, pero es que realmente es muy malo. Es un desperdicio de colores, de dinero, de tiempo.

Su franqueza era, en efecto, extrema; pero sus palabras tenían un acento de ardiente convicción que no obedecía a una vulgar impertinencia.

—No sé quién es usted para que yo pueda tomar en serio su opinión —dije.

—¿Que quién soy? Un artista, señorita. Si tuviera dinero para hacerme unas tarjetas de visita le daría a usted una. Pero no tengo dinero ni para comprar pintura; ni siquiera para comprar pan tengo. Poseo talento, imaginación, ¡demasiada!, ideas; prometo mucho, tengo futuro; y, sin embargo, la máquina no puede funcionar ¡por falta de combustible! Me veo obligado a vagabundear con las manos en los bolsillos para mantenerlas calientes; me faltan las herramientas básicas para mi negocio. He sido un tonto, un innoble tonto. He echado a los perros horas preciosas y convertido en enemigos a inapreciables amigos. Seis meses atrás me peleé con le père Martinet, que creía en mí y le hubiera hecho feliz teniéndome a su lado. II faut que jeunesse se passe (es preciso dejar atrás la juventud). La mía ha transcurrido a paso rápido, aún estando mal encabalgada. Total, que nos hemos separado para siempre. Ahora ya solo pido un trabajo de hombre con voluntad de hombre. Pero, entretanto, le père Martinet, justamente enojado, ha usado de su lengua con tanta liberalidad que en París nadie del ambiente se fía de mí. ¡Menuda situación! ¿Y qué puedo hacer yo con diez francos de pintura? Necesito un cuarto, luz y alguien que me haga de modelo con doce yardas de satén revuelto a sus pies. Esa es la fuerza de las circunstancias. He regresado, con el orgullo en el bolsillo, para reconciliarme con el venerable autor de La apoteosis de Molière y pedirle que me preste un luis.

Detuve su vehemente locución para informarle que el señor Martinet no estaba en la ciudad y que, de momento, el estudio estaba en otras manos. Pero él pareció irritarse sobremanera ante lo que dije.

—¿No es esto obra de Martinet? —preguntó mirando el retrato—. Martinet es malo, pero no tanto como para perpetrar eso. Quel genre! (qué estilo). Usted merece, señorita, ser mejor tratada; es usted una excelente modelo. Discúlpeme de una vez por todas. Reconozco ser atrozmente atrevido. ¡Pero soy un artista y me da lástima ver un lienzo de tanta calidad embadurnado de ese modo! Debería existir una entidad para la protección de tales cosas.

No sabía qué replicar a tan extraordinaria explosión de desdén. Parecerá extraño —es la pura verdad— pero no me sentía ni irritada ni disgustada; simplemente experimentaba una creciente, extrema curiosidad. Este atrevido pequeño bohemio me estaba empujando a respetar su opinión; tal era la penetrante autoridad con que hablaba. No diré que deseaba ser convencida: si usted hubiera estado allí también le hubiera dejado hablar. Lo decoroso hubiera sido, por supuesto, chillarle que abandonara el cuarto, o llamar al conserje, o huir horrorizada. No hice ninguna de estas cosas: volví a mirar la pintura e intenté con intensidad ver algo en ella que me permitiera contradecirle con determinación. Pero más bien me produjo un mortal escalofrío y todo lo que supe decir fue:

—¿Malo… malo? ¿Cómo de malo?

—¡Ridículamente malo; imposiblemente malo! Es usted un ángel de la caridad, señorita, para no darse cuenta.

—¿Es flojo, carente de gracia, falto de técnica?

—¡Flojo, carente de gracia, falto de técnica, torpe, vacío, imposible! Y sobre todo, pretencioso. ¡Ah!, pretencioso como la fachada de la Madeleine.

Procuré esbozar una escéptica sonrisa.

—Con todo, señor, no estoy obligada a creerle.

—¡Evidentemente! —frotándose la frente echó una melancólica mirada alrededor del cuarto—. Pero una cosa puedo decirle —y fijó de pronto en mí sus extraordinarios ojos, que parecían brillar con la vivacidad de la anticipación—: llegará el día en que la gente se peleará por el honor de haber creído en mí y de haberlo hecho desde el principio. “Yo ya vi que prometía, fui el primero en decirlo, pero dejasteis al pobre diablo morir de hambre”. Esto es lo que se dirá de mí. ¡Es, pues, su oportunidad, señorita! Se halla ante usted un hombre de genio como hay pocos, sin un céntimo, sin un amigo, sin una pizca de reputación. Crea usted en mí y será la primera en mucho tiempo. Sería más fácil, tal vez usted se diga, si fuese un poco más modesto. Pero le aseguro a usted que no voy todo el día tocando así la trompeta. Esta mañana me ha sobrevenido una especie de fiebre, estoy en crisis. Necesito hacer algo, aunque sea el burro. No puedo continuar devorándome las entrañas. Sepa que durante tres meses he estado à sec (sin un céntimo). No he podido comer todos los días. Posiblemente tener el estómago vacío propicia la inspiración. Ciertamente, semana tras semana, mi mente se ha aclarado, mi imaginación está más desatada; mis deseos, más aguzados; mi imaginación, más espléndida. En los últimos quince días mis últimas dudas se han evaporado y ¡me siento tan potente como el Sol en el cielo! Vagabundeo por las calles y me resguardo en los jardines públicos a falta de mejor refugio. ¡Cualquier cosa que miro, el brillo del sol en los arroyos, las chimeneas contra el cielo, me parece un cuadro, un tema, una ocasión! En el Louvre, me apoyo en la barandilla ante las pinturas, y Tiziano y Coreggio se me antojan pálidos, como gente de la que ya conoces todos los secretos. No sé quien puede ser el autor de esta obra maestra, pero pienso que poseería más talento si no tuviera tan asegurada la comida diaria. ¿Sabe cómo he aprendido a mirar las cosas, a usar los ojos?: a base de contemplar los escaparates de las charcuterías teniendo los bolsillos vacíos. Es una gran lección la que se obtiene de analizar la forma de una salchicha, el color de un jamón. El autor de eso, fácil es de ver, no es de quienes han reparado en tales cosas. Se fía de su sentido del gusto. Voilà le monde! (así es el mundo). Yo, yo, yo —y se golpeó la frente con una especie de dramática furia— aquí donde me ve, andrajoso, desvalido, desahuciado, con el alma desgarrada por la ambición y los dedos ansiosos de un pincel… Y, en cambio, él, sentado ante el lienzo tras un buen desayuno, bajo esta luz perfecta, entre pinturas, tapices y esculturas, con usted y su lozana belleza sirviéndole de modelo… Él va y pinta ese… cartel.

Su virulencia era inquietante; y como no sabía lo que podía venir a continuación, tomé el sombrero y el abrigo, él protestando de inmediato ante mi gesto.

—Un momento de reflexión, señorita. Le he de decir que, pese a mi aspecto, no me he referido a su belleza pour vous faire la cour. (para cortejarla). Repito, con todo el respeto del mundo, que es usted una modelo capaz de asegurarle el éxito a un pintor. No sé si tiene usted muchas aptitudes o mucha flexibilidad, pero para un posible retrato de Mademoiselle X es usted perfecta.

—Estoy obligada a comunicarle —respondí con gravedad— que ya he elegido al artista para ese retrato. Lo espero en cualquier momento y no respondo de si, cuando llegue, le va a escuchar con tanta paciencia como yo.

—¿Va a venir ahora? —exclamó el intruso—. Quelle chance! (¡qué suerte!). Estaré encantado de encontrármelo. Disfrutaré sobremanera viendo al ser humano que ha sido capaz de concebir esto. Me lo imagino: su creación me permite deducirlo. Alto y rubio, con ojos de ese color azul-china que ha puesto ahí. Con patillas de color paja y usando guantes de igual tonalidad. En suma: un homme magnifique.

Su capacidad de sarcasmo estaba desbocada; pero yo le escuchaba sin que ello me molestase ni me alegrase. El hombre parecía poseer una especie de demoníaca veracidad cuyo influjo era irresistible. Me cuestioné tan escasamente el que fuera sincero que si le ofrecí mi caridad no fue con la intención de poner su sinceridad a prueba.

—Podría aventurar que usted posee un inmenso talento —le dije— pero sus maneras son horribles. Sin embargo, creo que se da cuenta de que no hay razón para que nuestra conversación deba continuar; y sería una falta de cortesía pensar que está exigiendo que le entregue algo para que se vaya. Pero, ya que el señor Martinet no está aquí para prestarle un luis, déjeme hacerlo en su lugar.

Y deposité una moneda de oro sobre la mesa. Él la miró fijamente durante un momento y luego me miró a mí, lo que me hizo preguntarme si consideraría el regalo demasiado magro.

—No iré tan lejos como para decirle que soy orgulloso —contestó al cabo— pero, procedente de una señora, ma foi (a fe mía), sería mezquino, más aún, humillante, aceptar. Excúseme por tanto si no lo acepto. Aspiro a algo más. Hágame justicia y recuerde que no le estoy hablando como un hombre sino como un artista. Imparta su caridad con los artistas, y si le cuesta hacerlo, recuerde que es la caridad más acorde con los designios del cielo. Guárdese su luis y haga el favor de situarse donde acostumbra a posar para el cuadro, bajo la misma luz y en la misma actitud, y déjeme contemplarla durante tres minutos.

Mientras así hablaba sacó del bolsillo un deteriorado bloc de notas y un pedazo de lápiz.

—Déjeme hacer un boceto de usted: eso será su limosna.

Parecía pedirme un esfuerzo pero la verdad es que me costó bien poco. Mientras me iba preparando para el posado él se dirigió con rapidez hacia la silla donde se hallaban acumulados en desorden diversos ropajes. Enseguida vi que uno de ellos le atraía especialmente. Se había fijado en el famoso pañuelo amarillo, que destacaba espléndidamente de entre las ropas oscuras. Tomó con furiosa agilidad el hermoso tejido dorado y, sosteniéndolo ante los ojos, incurrió en un éxtasis admirativo.

—¡Qué tono, qué brillo, qué textura! ¡Póngaselo, en nombre de Dios!

Y sin mayor preámbulo me lo colocó sobre los hombros. No sabría decirle con qué natural instinto me lo ceñí al cuerpo con adecuado sentido pictórico. Él se alejó, me estuvo mirando y aplaudió.

—¡La armonía es perfecta y el efecto, sublime! ¿Puede alguien pasar desapercibido con eso encima? Llévelo, llévelo, se lo suplico, y su retrato… Pero ¡ah! —y miró con indignación al lienzo—. ¡Ahí seguro que nunca lo va a usar!

—Pensamos hacerlo, pero al final renunciamos.

—¿Renunciaron? ¡Quelle horreur! ¡No ha tenido el valor ni de intentarlo! ¡Ah, si se me permitiera coger el pincel y pudiera arreglar esto!

Y como poseído por un incontrolable impulso, tomó la paleta del pobre Harold. Lo cual traté enseguida de impedir. Él arrojó entonces los pinceles y se cubrió el rostro con las manos, supongo que para impedir que viera las lágrimas de dolorosa impotencia que le surgían.

—¡Usted me cree un loco! —gritó.

No era un loco, en mi opinión; pero era una fuerza en estado bruto de la que enseguida vi claro me podía servir. Calibré las proporciones de la ineficiencia de Harold e imaginé el triste resultado a que estaba destinado lo que había emprendido. No querría sucumbir y seguro que se empeñaría en finalizar la tarea, ofreciéndome, para cumplir con mi exigencia, una suerte de espantoso monumento a su pretenciosa incapacidad. Una veintena de pinceladas, en cambio, de una mano maestra, podrían mejorar el resultado; diez minutos de trabajo podían hacer que el cuadro encontrara su camino. Puse, pues, de nuevo la paleta en la mano del joven y le miré con solemnidad.

—Pínteme, por su vida —le dije—. Pero antes prométame una cosa: le ha de salir algo realmente excelente.

Agitó la mano en el aire indicándome volviera a mi sitio y se puso a considerar concienzudamente el lienzo; no tengo otras palabras para describir su temblorosa avidez. Un cuarto de hora transcurrió en silencio. Mientras veía sus movimientos aumentar en amplitud y suavidad, imaginé que estaba escuchando a un ardiente pianista, ejecutando en profundidad una apasionada sinfonía, atacando el teclado con las manos en extrema tensión. Excitado y desgreñado, casi devorándome con su ardiente mirada, murmurando mientras iba pintando, parecía realmente que ponía su vida en lo que estaba haciendo. Pero de pronto oí pasos en el vestíbulo. Imaginé que era Harold y corrí a mirar el lienzo. ¿Cómo se lo tomaría? Confieso que me preparé para lo peor. La pintura hablaba por sí misma. Lo hecho por Harold había desaparecido como por arte de magia y hasta unos ojos tan poco avezados como los míos pudieron percibir que allí había brotado, con extraña fuerza, una graciosa y expresiva figura.

Cuando Harold apareció fui a su encuentro. Pareció sorprenderse de no hallarme sola, pero yo puse, muy seria, el dedo sobre mis labios y le llevé ante el lienzo. Lo que sucedía era tan singular que por un momento pareció estar fuera de su comprensión. El joven concluyó, entonces, que debía intervenir y, dejando los pinceles, hizo una obsequiosa reverencia al recién llegado.

—Es un préstamo, señor —dijo— que le devuelvo con interés.

Harold se sonrojó profundamente y tomó asiento en silencio. Yo esperaba que se irritase; pero fue algo más que irritación.

—Explícame qué es todo esto que está pasando —me dijo con voz baja.

Sentí dolor, pero no, en cambio, culpa alguna. La situación era tensa, en el sentido más firme de la palabra, y sin embargo yo casi la saboreaba.

—Este caballero es un gran artista —dije con decisión—. Mira tú mismo. El cuadro no te salía y él lo ha redimido.

Harold contempló al intruso lentamente, de la cabeza a los pies.

—¿Quién es esta persona? —preguntó como si no me hubiera oído.

El joven no entendía inglés, pero adivinó la pregunta.

—Mi nombre es Pierre Briseux. Eso que he hecho (y señaló al cuadro) indica mi profesión. Si usted se siente afrentado, monsieur, no se indigne con la señorita; solo yo soy el responsable. Usted está en un aprieto y yo deseo ayudarle por simple symphatie de confrère (simpatía gremial). No creo haberle injuriado. Le acabo de regalar media obra maestra. ¡Confío en que no me la eche a perder!

El rostro de Harold traicionaba su invencible disgusto y advertí que mi ofensa había sido mortífera. Le había herido en la parte más vulnerable y su autocontrol cedía por momentos. Sus labios temblaban, pero estaba demasiado enfadado para hablar. De repente, tomó un grueso pincel, que se hallaba en un pote de barniz oscuro, y por un momento pensé que se lo iba a arrojar a Briseux. Pero se limitó a mantenerlo en el aire unos instantes para, finalmente, aplicarlo con furia sobre el lienzo. Me cubrí la cara con las manos al ver lo que hacía. Briseux acusó el golpe con consternación.

—¡Malhereux! —gritó—. ¿Está usted ciego? ¿No reconoce algo bueno cuando lo vé? A esto se llama despilfarrar material. Allons, ya veo que está muy enfadado. Pero déjeme explicarle. Entremetiéndome en su pintura me he tomado una considerable libertad, lo reconozco. Mi miseria es mi excusa. Usted posee dinero, materiales, modelos: todo menos talento. No, no: usted no es un pintor, no puede serlo. No hay nada que posea un mínimo valor en su cuadro. Pero yo, por otro lado, soy un pintor nato. Tengo talento aunque nada más. He venido aquí a ver al señor Martinet. Y al saber que estaba ausente, he permanecido aquí con envidia. Cuando he mirado su cuadro me ha parecido una chapuza; y al ver su taburete y sus pinceles se ha apoderado de mí una gran tentación; y, al contemplar a la señorita, la he encontrado un modelo perfecto. La he persuadido, casi a costa de asustarla, que me concediese, por lo que más quisiera, unos minutos posando para mí. Una vez el pincel en mi mano, he sentido la inspiración divina; he aguardado el milagro de que usted no apareciese, de que le hubieran atropellado o le hubiera dado un ataque de corazón. Si usted me hubiera dejado continuar, le hubiera hecho un trabajo soberbio, señor; un trabajo contra el que, pese a su lógica irritación, no hubiera usted sido capaz de ejercer ninguna violencia. Se hubiera quedado pasmado. Yo soy así pintando. Si usted fuera capaz de creer en mí mínimamente, no lo lamentaría. Déjeme empezar y en diez años le veré comprando mis pinturas, que por mucho que cuesten no le parecerán caras. Oh, pensaba que tenía ya el pie en el estribo, dispuesto a montar y a cabalgar duro. ¡Pero he dado un salto mortal!

Dudo de que Harold, en su resentimiento, entendiese mínimamente a Briseux o apreciase lo que había pintado. Simplemente sentía que había sido víctima de una monstruosa agresión, en la cual, de algún doloroso e inexplicable modo, yo había sido medio víctima y medio cómplice. Contemplaba su indignación y sopesaba la ominosa carga que conllevaba. Su fría ira y cómo se plasmaba en su cara y gestos, me dijo más respecto de él que semanas de plácido amor y, de acuerdo con el vivo sentimiento que tenía de su incapacidad, me pareció que de repente se cortaba el lazo que nos había unido y en el que mis tímidos dedos no habían cesado de juguetear.

—Ponte el sombrero —me ordenó— llama a un coche y vayamos a casa.

No me es posible describir el tono en que me lo dijo. Parecía asumir de tal modo mi confusión y condescendencia que me hizo sentir que no debía perder tiempo en desengañarle. Sin embargo, experimenté una cruel perplejidad y casi miedo ante su desencanto. Maquinalmente tomé el sombrero y, cuando lo tuve en la mano, mis ojos se encontraron con los de nuestro terrible compañero, que estaba intentando, evidentemente, descifrar el enigma de mi relación con Harold. Ahí plantado, con sus labios temblorosos, sus ansiosos y centelleantes ojos y ese indefinible rasgo de su persona que indicaba retenía todo impulso gozoso para alimentar su energía y volcarla en un mayor triunfal esfuerzo, parecía una extraña, elocuente, encarnación del genio juvenil. No sé si adivinó en mi mirada alguna pizca de simpatía, pero sus labios musitaron un apagado “Restez, madame” (quédese, señora), que aceleró los latidos de mi corazón.

El sentimiento que en ese momento se apoderó de mí me es imposible expresar y usted me permitirá me disculpe de ello; pero fue tan profundo que a veces me parece más real y punzante, cuando lo recuerdo, que las mismas cosas del presente. El pobre pequeño Briseux, feo, desastrado, con su mala reputación, me pareció un atractivo mensajero de la misteriosa inmensidad de la vida; y Harold, a su lado, hermoso, elegante, imponente, casi indignante, parecía, simplemente, su estrecha e inefectiva sombra, aunque ello suponga una excesiva generalización para un sencillo corazón femenino. Arrojé, entonces, el sombrero al suelo y rompí a llorar.

—¡No hagas eso ante un desconocido! —dijo Harold con expresión iracunda—. Compórtate y sígueme.

—Lo siento; no puedo acompañarte; y no te puedo explicar por qué. Tengo cosas que decirle al señor Briseux. Es alguien menos desconocido de lo que piensas.

—¿Quieres quedarte? —balbuceó Harold.

—Pues sería lo mejor.

—¿Con este sucio y pequeño francés?

—¿Qué importa que sea sucio? Es su genio lo que me interesa.

Harold se me quedó mirando con torvo asombro.

—¿Estás loca? ¿Sabes lo que estás haciendo?

—Sí: un acto, creo, de genuina caridad.

—La caridad empieza en casa. Lo otro es un acto de locura desesperada. ¿Debo ordenarte que nos vayamos?

—Lo acabas de hacer, pero no puedo obedecerte. Si lo hiciera me sentiría mal. Y te digo la verdad: si rehusó es para no decepcionarte.

—No te entiendo —gritó Harold—. Ni entiendo cómo ha podido subyugarte este entrometido pequeño mendigo. Pero no soy hombre con el que se pueda jugar impunemente, tú lo sabes, y este es mi último requerimiento, el último, ¿entiendes? Si prefieres la compañía de este indeseable, enhorabuena, pero me habrás perdido para siempre. ¡Elige! Rechazarás al hombre que te ha dado un honroso afecto, un nombre, una fortuna, que ha confiado en ti y te ha apreciado y que estaba dispuesto a ser un devoto marido. ¡Lo que ganarás, a cambio de eso, el Señor lo sabe!

Me hallaba hundida en una de las sillas escuchando en silencio. Durante un rato no contesté nada. Sus palabras eran absolutamente ciertas. Me ofrecía mucho y yo renunciaba a ello. Él había jugado un papel honroso; en cambio, el mío era bien extraño. Me pregunté a mí misma con energía si estaba dispuesta a dejarme llevar por Harold, la vida entera y como con una venda en los ojos. Cuando alcé la mirada Briseux estaba ante mí y por la expresión de su cara sospeché que rumiaba las últimas palabras de Harold.

—La haré inmortal —murmuró—. Entusiasmaré a la humanidad e iniciaré mi propia carrera.

Una inefable previsión de la cruda verdad que tras el paso de los años me había llevado a este enfrentamiento pareció llegarme en volandas, haciendo mi decisión fácil. Nosotras, mujeres, estamos tan habituadas por obligación a actuar tan solo en lo que se denomina “la esfera privada” que hay algo de embriagador en la oportunidad de ejercer algún tipo de influencia de más largo alcance fuera de esa esfera. Para experimentar el encanto de tal oportunidad una debe poseer, sin embargo, cierta, reprobable y caprichosa mentalidad. Y mi talante se encontraba en ese momento abierto a tal tesitura. Me parecía era el final de una cadena eléctrica que se había ido deteniendo a lo largo del tiempo. Creí tener en mi mano un inmenso regalo.

—La ocasión ha pasado —le dije a Harold—. Hace semanas que intuía nuestra ruptura, solo que se ha producido más bruscamente de lo que pensaba. Perdóname por ello. El pretexto me parece mejor a mí que a ti; tal vez algún día lo comprendas. Una sola pregunta, ahora —añadí—. ¿Estabas decidido a terminar mi retrato?

Me miró interrogante por unos momentos, con una extraña desconfianza, como si de repente se le hubiera ocurrido alguna siniestra y temible argucia. Acto seguido, interrumpiendo su respiración con un leve gemido, casi un estremecimiento, se fue del estudio.

Briseux aplaudió en éxtasis.

—¡Ha estado magnífica! —exclamó—. ¡Si pudiera seguir así durante tres horas!

—Venga, a trabajar —le dije con energía—. Si no logra usted un retrato perfecto será el más vil de los impostores.

Solo posé una vez, pero durante mucho rato; no le podría decir las horas que duró. Pintó hasta el anochecer y luego encendimos las lámparas. Antes de marchar miré el cuadro por primera y última vez antes de volverlo a contemplar hoy de nuevo. Me pareció tan perfecto como me lo ha parecido esta mañana y sentí que mi decisión había estado justificada y que el éxito de Briseux estaba cantado. Ello me dio toda la fuerza que necesitaba para mi inmediato futuro. Briseux, evidentemente, era de la misma opinión, estaba profundamente convencido. Cuando nos despedimos, con uñas pocas palabras, él me respondió casi ausente. Le había servido para su propósito y había pasado a formar parte de ese oscuro limbo de olvidadas víctimas de la experimentación —intelectual o de otro tipo— de los genios del arte. Le dejé el chal amarillo, para que pudiese trabajar a su gusto ese rasgo en particular y, en cuanto a la pintura, le dije que se la quedara, porque no me iba a producir placer contemplarla de nuevo. Me miró un instante y al poco se hallaba pintando con frenesí.

Al día siguiente tuve lo que en otras circunstancias se podría llamar una explicación con el señor Staines, una explicación en la cual nada de lo que le expliqué le satisfizo, ya que insistió en que me hallaba terriblemente equivocada y que era un monstruo de incoherencia. Luego se resguardó en una capa de frío silencio, esperando, imagino, alguna airosa efusión de humildad por mi parte. No fui humilde, sin embargo, pero sí considerada, percibiendo, para recompensa mía, que lo doloroso para él no era haberme perdido sino que yo hubiera osado juzgarle. La actitud de la señora Staines, por otro lado, me confundió, teñida como estuvo de tan extraña mezcla de mal disimulado alborozo y abierto sarcasmo. Al final adiviné el porqué de ello. Harold, al fin y al cabo, se había librado de una buena; yo no era la astuta y práctica muchacha que había creído sino una terrible romántica! Tal vez estaba en lo cierto; era lo suficientemente romántica para no quererme beneficiar ya más su hospitalidad y, con la mayor presteza que pude, volví a mi casa.

Un mes más tarde recibí un sobre con media docena de recortes de periódico, con la firma garabateada en ellos de Pierre Briseux. El salón de París se había inaugurado y los críticos se habían explayado al respecto. El retrato de la señorita X no había pasado desapercibido. El cuadro tuvo un inmenso éxito y el señor Briseux se hizo famoso de la noche al día. Algunos no estuvieron de acuerdo, pero era evidente que su carrera se había iniciado. Para la señorita X no hubo más que cumplidos, varios de los cuales insinuaban galantes conjeturas respecto a la identidad de la mujer. La señorita X fue un nombre del que se habló y alguno llegó opinar si no sería una princesa rusa a quien disgustaba la vulgaridad de resultar célebre. Ya conoce el resto de la historia de Briseux. Desde entonces pintó a princesas por docenas. Gustó a la gente a raudales. En cuanto al haberme hecho inmortal, casi pienso si no fue un sueño. Hace tantísimo tiempo que los hechos ocurrieron… Por eso he tenido tan pocas reservas en narrárselos.

*FIN*


“The Sweetheart of M. Briseux”,
The Galaxy, 1873


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