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La aventura de la piedra de Mazarino

[Cuento - Texto completo.]

Arthur Conan Doyle

Al doctor Watson le resultaba grato encontrarse otra vez en la revuelta sala de estar de la primera planta de Baker Street que había sido el punto de partida de tantas aventuras extraordinarias. Miró a su alrededor los diagramas científicos de la pared, la mesa de laboratorio chamuscada por los ácidos, el estuche de violín apoyado en la esquina, el cubo para el carbón que contenía como siempre las pipas y el tabaco. Por último, su mirada se detuvo en el rostro saludable y sonriente de Billy, el joven recadero, sensato y discreto, que había ayudado a llenar un poco la soledad y retraimiento que rodeaban a la saturnina figura del gran detective.

—Se diría que por aquí no ha pasado el tiempo, Billy. Tú tampoco cambias. ¿Podré decir lo mismo de él?

Billy se quedó mirando con cierta congoja la puerta cerrada del dormitorio.

—Creo que está en la cama, durmiendo —dijo.

Eran las siete de la tarde de un bonito día de verano, pero el doctor Watson estaba lo bastante familiarizado con los horarios irregulares de su amigo para no sentirse sorprendido ante esa idea.

—Eso significa que tiene un caso, ¿verdad?

—Sí, señor, ahora mismo le está dando duro a uno. Temo por su salud. Se está poniendo cada vez más blancucho y más delgado, y no come nada. «¿A qué hora le gustaría cenar, señor Holmes?», le preguntó la señora Hudson. Y va y le dice: «A las siete y media, pasado mañana». Ya sabe cómo se pone cuando le da por un caso.

—Sí, Billy, ya lo sé.

—Está siguiendo a alguien. Ayer salió disfrazado de obrero a buscar trabajo. Hoy, de vieja. La verdad que me la pegó, ¡vaya si lo hizo!, y anda que no debería conocerme ya sus mañas a estas alturas.

Billy señaló con una sonrisa a una sombrilla muy abolsada que estaba apoyada contra el sofá.

—Ahí tiene parte del disfraz de vieja —me dijo.

—Pero ¿y de qué se trata, Billy?

El muchacho bajó mucho la voz, como si estuviera hablando acerca de grandes secretos de Estado.

—A mí no me importa decírselo, señor, pero no debería salir de aquí. Es el caso del diamante de la Corona.

—¿Cómo… el robado, el de cien mil libras?

—Sí, señor. Lo tienen que recuperar, señor. Vaya, que hemos tenido al primer ministro y al ministro de Interior ahí sentados a los dos en ese mismo sofá. El señor Holmes fue muy majo con ellos. Enseguida los tranquilizó y les prometió que haría todo lo que pudiera. Luego está lord Cantlemere…

—¡Vaya!

—Sí, señor, ya sabe lo que significa eso. Un envarado, señor, si me lo permite. Se pueden hacer buenas migas con el primer ministro y no tengo nada contra el ministro de Interior, que parece un tipo amable y educado, pero no puedo soportar a su Señoría. Ni tampoco el señor Holmes, señor. ¿Sabe? No confía en el señor Holmes y se oponía a contratarlo. Parece que prefiere que muerda el polvo.

—¿Y el señor Holmes lo sabe?

—El señor Holmes siempre sabe cualquier cosa que haya que saber.

—Bueno, esperemos que no muerda el polvo y que lord Cantlemere se tenga que aguantar. Pero, y digo yo, Billy, ¿para qué está echada esa cortina en la ventana?

—El señor Holmes la colgó ahí hace tres días. Tenemos algo divertido detrás.

Billy se acercó y descorrió la cortina que disimulaba el hueco del mirador.

El doctor Watson no pudo contener una exclamación de asombro. Era una copia exacta de su viejo amigo, con su bata puesta y todo, con la cara vuelta en sus tres cuartas partes hacia la ventana y hacia abajo, como si estuviera leyendo un libro invisible, mientras el cuerpo se hundía en un sillón. Billy separó la cabeza y la sujetó en el aire.

—La vamos cambiando de ángulo, para que parezca más natural. No me atrevería a tocarla si no estuviera bajada la persiana. Si no, cuando está subida, se ve del otro lado de la calle.

—Ya utilizamos algo parecido antes.

—Antes de estar yo —dijo Billy.

Descorrió las cortinas de la ventana y miró por esta a la calle.

—Hay gente vigilándonos desde allí. Puedo ver a un tipo ahora mismo en la ventana. Eche un vistazo usted mismo.

Watson había dado un paso hacia delante cuando se abrió la puerta del dormitorio, y salió de ella la larga y delgada estampa de Holmes, con el rostro pálido y macilento, aunque sus andares y comportamiento eran tan enérgicos como siempre. De un solo brinco estaba en la ventana y había echado la persiana de nuevo.

—Ya está bien, Billy —le dijo—. Hijo, pones en peligro tu vida cada vez que lo haces y todavía no puedo prescindir de ti. Bueno, Watson, qué alegría volver a verle en su antigua casa. Viene en un momento crucial.

—Ya lo veo.

—Te puedes ir, Billy. Ese chico es un problema, Watson. ¿Hasta qué punto tengo derecho a permitirle que se ponga en peligro?

—¿En peligro, Holmes?

—De muerte repentina. Estoy esperando a que pase algo esta tarde.

—¿Que pase qué?

—Que me asesinen, Watson.

—¡Qué cosas tiene! ¡Menuda broma, Holmes!

—Incluso a mi limitado sentido del humor podría ocurrírsele una broma más graciosa. Pero, mientras tanto, pongámonos cómodos, ¿no cree? ¿Se puede beber? El sifón y los puros están en el sitio de siempre. Déjeme que lo vuelva a ver en el sillón de costumbre. Espero que no haya aprendido a despreciar mi pipa y mi deplorable tabaco. Ha tenido que sustituir a la comida últimamente.

—Pero ¿por qué no come?

—Porque las facultades mentales se aguzan cuando se les hace pasar hambre. Bueno, sin duda, como médico, mi querido Watson, tendrá que admitir que lo que la digestión gana en riego sanguíneo lo pierde en la misma cantidad el cerebro. Yo soy cerebro, Watson. El resto de mí es un mero apéndice. Por tanto, es el cerebro a lo que debo atender.

—Pero ¿cuál es el peligro, Holmes?

—Ah, sí, en caso de que sucediera, tal vez fuera conveniente que guardara en su memoria el nombre y la dirección del asesino. Puede dárselo a Scotland Yard, con todo mi cariño y bendiciones. Se llama Sylvius, conde Negretto Sylvius. ¡Anótelo, hombre, anótelo! Moorside Gardens, 136, NW. ¿Lo tiene?

El rostro franco de Watson se tensaba de ansiedad. Demasiado bien sabía los inmensos riesgos que corría Holmes, y era muy consciente de que era más probable que se estuviera quedando corto que exagerando. Watson siempre había sido un hombre de acción y estuvo a la altura de las circunstancias.

—Cuente conmigo, Holmes. No tengo nada que hacer durante uno o dos días.

—Sigue teniendo una moral pésima, Watson. Ahora va y añade las mentirijillas a sus otros vicios. Manifiesta todos los indicios de un médico muy ocupado con avisos de pacientes a todas horas.

—No tienen tanta importancia. Pero ¿y no puede hacer que arresten a este tipejo?

—Sí, Watson, podría. Eso es lo que le preocupa tanto.

—Pero ¿y por qué no lo hace?

—Porque no sé dónde está el diamante.

—¡Ah! Me lo acaba de contar Billy… ¡la joya de la Corona perdida!

—Sí, la gran piedra amarilla de Mazarino. He lanzado mi red y he atrapado al pescado, pero no la piedra. ¿De qué sirve enredarlos? Podemos hacer del mundo un sitio mejor con un par de grilletes en sus tobillos. Pero no es lo que me mueve. Lo que busco es la piedra.

—¿Y el tal conde Sylvius es uno de sus peces?

—Sí, y es un tiburón. De los que muerden. El otro es Sam Merton, el boxeador. Sam no es un mal tipo, pero el conde lo ha manipulado. Sam no es un tiburón; es una carpa grande, tontorrona y cabezota. Pero ahí está dando vueltas por mi red de todas maneras.

—¿Dónde está el tal conde Sylvius?

—Lo he tenido a mano toda la mañana. Ya me ha visto de anciana, Watson. Nunca he estado más convincente. Hasta me ha recogido la sombrilla una de las veces. «Con su permiso, señora», me dijo. Es medio italiano, ya sabe. Y con la gracia de la gente del sur cuando está de humor, pero es el mismo diablo cuando no lo está. La vida está llena de imprevistos peculiares, Watson.

—Podría haber acabado en tragedia.

—Pues es posible. Lo seguí hasta el taller del buen Straubenzee en Minories. Straubenzee inventó el rifle de aire comprimido, una pequeña obra de arte, según tengo entendido, y mucho me temo que está en la ventana de enfrente en ese mismo momento. ¿Ha visto el maniquí? Claro que sí, se lo ha enseñado Billy. Bueno, pues en cualquier momento una bala puede atravesarle su bonita cabeza. Ah, Billy, ¿qué ocurre?

El chico había regresado a la habitación con una tarjeta en una bandeja. Holmes le echó una ojeada con las cejas levantadas y una sonrisa jovial.

—El conde en persona. Esto sí que no me lo había imaginado. ¡Pues sí que agarra el toro por los cuernos, Watson! No cabe duda de que tiene sangre fría. Es posible que lo conozca usted por su fama con relación a la caza mayor. Desde luego, conseguiría ponerle un broche final a su excelente historial deportivo si me sumase a sus trofeos. Esta es la prueba de que ha notado la punta de mi zapato rozándole los talones.

—Haga llamar a la policía.

—Es probable que lo haga. Pero todavía no. ¿Echaría un vistazo por la ventana discretamente, Watson, a ver si hay alguien rondado por la calle?

Watson miró con cautela por el hueco de las cortinas.

—Hay un tipo duro cerca de la puerta.

—Ese será Sam Merton… el leal, aunque bastante zopenco, el tal Sam. ¿Dónde está el caballero, Billy?

—En el recibidor, señor.

—Hazlo subir cuando te avise.

—Sí, señor.

—Si no estoy en la habitación, invítalo a pasar de todas formas.

—Sí, señor.

Watson esperó a que cerrara la puerta y luego se volvió con gran seriedad hacia su compañero.

—Mire, Holmes, esto es insostenible, ni más ni menos. Este hombre está desesperado y no se amedrenta ante nada. Puede que haya venido a matarle.

—No me extrañaría.

—Insisto en quedarme con usted.

—No haría más que estorbar.

—¿A él?

—No, mi querido amigo, a mí.

—Bueno, no puedo abandonarle así.

—Ya verá como sí, Watson. Y lo hará, porque nunca se ha negado a seguirme el juego. Estoy convencido de que me seguirá hasta el final. Este hombre ha venido con sus propias intenciones, pero puede que le retengan aquí las mías.

Holmes cogió su libreta y garabateó unas palabras.

—Coja un coche hasta Scotland Yard y dele esto a Youghal, del Departamento de Investigación Criminal. Luego vuelva con la policía. Después, arrestaremos al tipo.

—Con mucho gusto.

—Antes de que regrese, puede que haya tenido tiempo suficiente para averiguar dónde está la piedra. —Tocó el timbre—. Lo mejor será que salgamos por el dormitorio. La verdad es que esta segunda salida es sumamente útil. Tengo bastantes ganas de observar a mi tiburón sin que me vea, y tengo, como recordará, mis métodos para hacerlo.

Así, Billy invitó al conde Sylvius a entrar en una habitación vacía. El célebre cazador, vividor y deportista era un individuo grande y de tez morena, con un monumental bigote que ensombrecía una boca cruel de labios finos, y cuyo rostro estaba dominado por una nariz grande y curva como el pico de un águila. Iba bien vestido, pero su lustrosa corbata, con su deslumbrante alfiler, y cegadores anillos resultaban estrafalarios. Cuando la puerta se cerraba tras él, el conde miró a su alrededor con ojos feroces e inquietos, como si se maliciase una trampa detrás de cada esquina. Entonces, dio un violento respingo cuando vio la cabeza impertérrita y el cuello de la bata que sobresalían por el sillón de la ventana. Su primera impresión fue de pura perplejidad. En ese momento, el destello de una terrible esperanza brilló en sus ojos oscuros y homicidas. Volvió a echar una ojeada a su alrededor para cerciorarse de que no había testigos, y, de puntillas, con el grueso bastón a la altura de su cabeza, se acercó a la muda silueta. Estaba doblando ya las piernas para dar un salto y propinar el definitivo golpe cuando una voz fría y mordaz le saludó desde la puerta abierta del dormitorio:

—¡No lo rompa, conde! ¡No lo rompa!

El asesino se volvió pasmado, con una cara temblorosa y expresión confusa. Por un momento, levantó de nuevo, a la altura de su cabeza, su malintencionado báculo, como si pudiese reconducir su violencia contra la efigie hacia el original, pero había algo en esos ojos grises y fijos y en esa sonrisa burlona que hizo que bajara su mano hasta su costado.

—Es una joya —dijo Holmes, que avanzaba hacia la imagen—. Lo ha fabricado Tavernier, el modelador francés. Es tan bueno con las figuras de cera como su amigo Straubenzee con sus rifles de aire comprimido.

—¡Rifles, dice! ¿A qué te refieres?

—Deje su sombrero y su bastón en la mesita. ¡Gracias! Le ruego que tome asiento. ¿Sería tan amable de poner a la vista también su revólver? Bueno, muy bien, como prefiera, siéntese encima. Su visita es pero que muy oportuna, señor mío, porque me moría de ganas de charlar un rato con usted.

El conde frunció unas cejas pobladas y amenazantes.

—Yo también deseo tener unas palabras contigo, Holmes. Es la razón por la que estoy aquí. No negaré que he tratado de agredirte ahora mismo.

Holmes balanceaba una pierna apoyado en el borde de la mesa.

—Ya me había supuesto yo que tenía alguna idea de esa clase en la cabeza —le respondió—. Pero ¿por qué tantas atenciones conmigo?

—Porque te has desvivido por molestarme. Porque has puesto a tus títeres tras mi pista.

—¡Mis títeres! ¡Le aseguro que no!

—¡No digas bobadas! Me han estado siguiendo. Los demás también te pueden seguir el juego, Holmes.

—Es un detalle sin importancia, conde Sylvius, pero, si no le importa, no me tutee cuando hable conmigo. Comprenderá que, dada la naturaleza de mi trabajo, me andaría tuteando con la mitad de los bribones de los anales del crimen, y estará de acuerdo conmigo en que las excepciones son odiosas.

—Le hablaré de usted entonces, señor Holmes.

—¡Perfecto! Pero le aseguro de que se equivoca en lo relacionado con mis supuestos agentes.

El conde Sylvius se rio de forma altanera.

—Hay más gente con capacidad de observación aparte de usted. Ayer era un viejo cazador. Hoy era una mujer anciana. No me quitaron ojo en todo el día.

—La verdad, señor mío, me halaga. El buen barón Dowson me dijo la noche anterior a ser ahorcado que en mi caso lo que la justicia había ganado el escenario lo había perdido. ¿Y ahora usted elogia amablemente mis pequeñas interpretaciones?

—Era usted… ¿usted mismo?

Holmes se encogió de hombros.

—Puede ver en la esquina la sombrilla que me tendió con tanta cortesía en Minories antes de empezar a sospechar.

—… Si lo hubiese sabido, usted nunca habría…

—Visto esta humilde morada de nuevo. Soy muy consciente de ello. Todos hemos dejado pasar oportunidades de las que nos lamentamos luego. Pues da la casualidad de que no lo sabía, conque ¡aquí estamos!

Las cejas enmarañadas del barón se fruncieron todavía más sobre sus ojos encolerizados.

—Lo que dice solo empeora las cosas. O sea que no fueron sus agentes sino puro teatro, ¡metomentodo! Admite que me ha estado acosando. ¿Por qué?

—Vamos, conde. Que usted solía cazar leones en Argelia.

—¿Y?

—Que por qué lo hacía.

—¿Por qué? Por la diversión… la emoción… ¡el peligro!

—Y, sin duda, para liberar a la región de una plaga.

—¡Exacto!

—En pocas palabras, ¡tenemos los mismos motivos!

El conde se puso en pie de un salto y movió la mano inconscientemente hacia su bolsillo de atrás.

—¡Siéntese, señor mío, siéntese! Hay otra razón más práctica. ¡Quiero ese diamante amarillo!

El conde Sylvius volvió a acomodarse en su sillón con una sonrisa siniestra.

—¡Claro, hombre! —dijo.

—Ya sabía que andaba detrás de usted por eso. La auténtica razón por la que está aquí esta noche es averiguar cuánto sé del asunto y hasta qué punto es absolutamente necesario eliminarme. Bien, diría que, desde su punto de vista, es absolutamente necesario, porque lo sé todo sobre el asunto, excepto una única cosa, que está a punto de decirme.

—Vaya, ¿de verdad? Y, dígame, ¿cuál es el dato que le falta?

—Dónde está el diamante de la Corona en este momento.

El conde miró intensamente al detective.

—Ah, y quiere saberlo, ¿verdad? ¿Cómo demonios podría decirle dónde está?

—Puede y lo hará.

—¡Claro que sí!

—A mí no me venga con faroles, conde Sylvius. —Los ojos de Holmes, al mirarlo, se entornaron y brillaron hasta parecer dos amenazadoras puntas de acero—. Para mí usted es completamente transparente. Veo hasta lo más recóndito de lo que piensa.

—Entonces, sin duda, ¡ve dónde está el diamante!

Holmes aplaudió riéndose y luego le señaló con un dedo burlón.

—Entonces lo sabe. ¡Acaba de reconocerlo!

—Yo no he reconocido nada.

—Ahora, conde, si es razonable, podemos llegar a un acuerdo. Si no, acabará mal.

El conde Sylvius llevó la mirada al techo.

Holmes lo observó pensativamente como un maestro del ajedrez que medita sobre su movimiento final. Luego abrió del todo un cajón de la mesa y sacó una libreta pequeña y abultada.

—¿Sabe acerca de qué escribo en este cuaderno?

—No, señor, ¡no lo sé!

—¡De usted!

—¡De mí!

—Sí, señor, ¡de usted! Lo tengo todo aquí: cada episodio de su ruin y violenta vida.

—¡Maldito sea, Holmes! —exclamó el conde con ojos centelleantes—. ¡Mi paciencia tiene un límite!

—Está todo aquí, conde. Las verdaderas circunstancias de la muerte de la anciana señora Harold, que le legó la hacienda Blymer, y que perdió poco después en las apuestas.

—Pero ¡qué está diciendo!

—Y la historia completa de la señorita Minnie Warrender.

—Pues sí que… ¡No sacará nada de ahí!

—Tengo mucho más, conde. Aquí tenemos el robo en el tren de lujo a la Riviera el 13 de febrero de 1892. Aquí, el cheque del Crédit Lyonnais falsificado el mismo año.

—No, en eso se equivoca.

—¡O sea que tengo razón en lo demás! Bueno, conde, usted juega a las cartas. Cuando el otro tiene todos los triunfos, se ahorra tiempo pasando.

—¿Qué tiene que ver toda esta charla con la joya de la que hablaba?

—Despacio, conde. Intente contener esa mente tan inquieta. Déjeme que llegue a la cuestión a mi monótona manera de siempre. Dispongo de todos estos datos contra usted, pero, más importante aún, tengo pruebas evidentes tanto contra usted como contra su gallo de pelea por el caso del diamante de la Corona.

—¡Claro, hombre!

—Tengo al cochero que los acercó a Whitehall y al cochero que se los llevó de allí. Tengo al portero que los vio cerca del expositor. Tengo a Ikey Sanders, quien se negó a partirlo en diamantes más pequeños para usted. Ikey ha confesado, y se ha acabado el juego.

Al conde se le hincharon las venas de la frente. Apretaba las manos oscuras y peludas en un intento de contener la rabia. Se dispuso a hablar, pero las palabras no llegaron a salir de su boca.

—Esas son mis cartas —intervino Holmes—. Se las pongo todas sobre la mesa. Pero falta una carta: el rey de diamantes. No sé dónde está la piedra.

—Nunca lo sabrá.

—¿No? Vamos, sea razonable, conde. Afronte la situación. Lo van a encerrar veinte años, igual que a Sam Merton. ¿Qué va a sacar de su diamante? Nada en absoluto. Pero si lo entrega, bueno, lo arreglaríamos para no ir a juicio. No le queremos ni a usted ni a Sam. Queremos la piedra. Denos eso y, en lo que a mí concierne, puede irse en libertad siempre que se porte bien en el futuro. Si comete otro desliz, bueno, pues será el último. Pero esta vez mi misión es conseguir la piedra, no meterle en la cárcel.

—Pero ¿y si me niego?

—Vaya, pues… ¡una pena! Tendrá que ser usted en lugar de la piedra.

Billy había aparecido en respuesta al timbre.

—Creo, conde, que su amigo Sam debería estar presente en esta conversación. A fin de cuentas, debería representar sus propios intereses. Billy, verás a un caballero feo y enorme cerca de la puerta de la entrada. Pídele que suba.

—¿Y si no quiere, señor?

—Sin violencia, Billy. No seas duro con él. Si le dices que el conde Sylvius quiere verlo, seguro que viene.

—¿Qué va a hacer ahora? —preguntó el conde cuando desapareció Billy.

—Mi amigo Watson se encontraba conmigo hace un momento. Le he dicho que tenía al tiburón y a la carpa en mis redes; ahora voy a tirar de ella y a subirlos juntos.

El conde se había levantado de su asiento y tenía la mano detrás de la espalda. Holmes sujetaba algo que asomaba por el bolsillo de su bata.

—Tú en la cama no vas a morirte, Holmes.

—He pensado eso mismo varias veces. ¿Importa mucho? Al fin y al cabo, es probable que usted mismo salga de aquí en horizontal antes que en pie. Pero estas expectativas de futuro me parecen morbosas. ¿Por qué no nos dedicamos a disfrutar sin trabas del presente?

En los ojos torvos y oscuros del maestro del crimen apareció un brillo súbito y feroz. La figura de Holmes semejaba cada vez más alta mientras él se iba tensando, preparándose para atacar.

—No le sirve de nada juguetear con su revólver, amigo mío —dijo con voz calmada—. Sabe perfectamente que no se atreverá a usarlo, ni aunque le diese tiempo a sacarlo. Unas cosas sucias y ruidosas, los revólveres, conde. Es mejor un rifle de aire comprimido. ¡Ah! Creo que oigo los etéreos pasos de su admirable compañero. Buenos días, señor Merton. ¿A que se estaba aburriendo bastante en la calle?

El boxeador profesional, un joven musculoso con una cara escuálida de tonto y de tozudo, permaneció torpemente en la puerta, mirando a todos lados con expresión de asombro. El comportamiento desenfadado de Holmes le resultaba una novedad y, aunque percibía de forma imprecisa que le era hostil, no sabía cómo enfrentarse a él. Se volvió hacia su taimado camarada en busca de ayuda.

—¿Qué está tramando, conde? ¿Qué es lo que quiere este tipo? ¿Qué pasa? —Su voz era grave y ronca.

El conde se encogió de hombros y fue Holmes quien contestó.

—Si se me permite decirlo en pocas palabras, señor Merton, diría que todo ha terminado.

El boxeador siguió dirigiéndose a su cómplice.

—Este tío intenta hacerse el gracioso, ¿o qué? No estoy de humor para bromas.

—No, espero que no —intervino Holmes—. Creo que puedo prometerle que se sentirá incluso de peor humor según avance la tarde. Y ahora, oiga, conde Sylvius, soy un hombre ocupado y no puedo malgastar el tiempo. Me voy a ir a ese dormitorio. Les ruego que se sientan como en su casa en mi ausencia. Puede explicarle a su amigo cómo anda el asunto sin que mi presencia les coarte. Estaré practicando la Barcarola de Hoffmann con mi violín. Volveré en cinco minutos para su respuesta final. Ha captado bien la alternativa, ¿verdad? ¿Les detenemos a ambos o tendremos la piedra?

Holmes se retiró cogiendo su violín de la esquina al pasar. Poco después, las notas dilatadas y quejumbrosas de esa melodía, sin duda inolvidable, llegaron débilmente a través de la puerta cerrada del dormitorio.

—Entonces ¿qué es lo que pasa? —preguntó Merton muy nervioso cuando su socio se volvió hacia él—. ¿Es que sabe lo de la piedra?

—Tiene más que una ligera idea del maldito tema. No tengo claro que no lo sepa todo.

—¡Ay, Dios! —El rostro pálido del boxeador se puso de un tono todavía más blanco.

—Ikey Sanders se ha chivado de nosotros.

—¿Él? ¿Ha sido él? Se lo haré pagar aunque acabe con una soga al cuello.

—Eso no nos será de mucha ayuda. Tenemos que decidir qué hacer.

—Un momentito —dijo el boxeador, mirando con suspicacia hacia la puerta del dormitorio—. Es un tío cauto con el que hay que andarse con ojo. ¿Me tengo que creer que no está escuchando?

—¿Cómo va a escucharnos con esa música en la oreja?

—Eso es verdad. A lo mejor hay alguien detrás de la cortina. Hay demasiadas cortinas en esta habitación.

Cuando miró al otro lado, vio de repente por primera vez la efigie de la ventana y se quedó mirándola absorto y señalándola con el dedo, demasiado atónito para poder decir nada.

—Pues sí que… No es más que un maniquí —dijo el conde.

—Un timo, ¿no? Pues que me maten si ha sido la señora Tussaud. Se parecen como dos gotas de agua, con la bata y todo. Pero qué me dice de las cortinas, conde.

—¡Olvídese ya de las cortinas! Estamos perdiendo un tiempo precioso y no tenemos demasiado. Nos puede enchironar por esa piedra.

—Demonios, ¡vaya si puede!

—Pero nos dejará escurrir el bulto si le decimos dónde está el botín.

—¡Qué dice! ¿Dárselo? ¿Darle cien mil libras?

—Es o una cosa o la otra.

Merton se rascó la calva.

—Está solo ahí dentro. Carguémonoslo. Si estuviese con la luz apagada, no tendríamos nada que temer.

El conde negó con la cabeza.

—Está armado y alerta. Si le pegamos un tiro, difícilmente podríamos escapar de un sitio como este. Además, es bastante probable que la policía conozca todas las pruebas que haya conseguido. ¡Pero bueno! ¿Qué es eso?

Se oyó un vago sonido que parecía proceder de la ventana. Ambos hombres se volvieron de un salto, pero la estancia se hallaba de nuevo en silencio. Excepto por la extraña figura sentada en la silla, la habitación estaba vacía, sin lugar a dudas.

—Será de la calle —dijo Merton—. Vamos, jefe, usted tiene cabeza; así que seguro que se le ocurre una manera de largarnos de aquí. Si no vale un buen porrazo de los míos, entonces le toca actuar.

—He engañado a hombres mejores que él —respondió el conde—. La piedra está aquí, en mi bolsillo secreto. No me arriesgo a dejarla por ahí. Puede salir de Inglaterra esta misma noche y cortarla en cuatro partes en Ámsterdam antes del domingo. No sabe nada de Van Seddar.

—Creía que Van Seddar se iba la semana que viene.

—Así era. Pero ahora tendrá que irse en el siguiente barco. Uno de los dos debe escabullirse con la piedra a Lime Street y decírselo.

—Pero el doble fondo no está listo.

—Bueno, habrá que aceptar las cosas como vienen y jugársela. No hay ni un momento que perder.

De nuevo, gracias a la percepción del peligro, el cual se convierte en un instinto en los cazadores, se detuvo y miró fijamente hacia la ventana. Sí, seguramente aquel débil sonido procedía de la calle.

—En cuanto a Holmes —prosiguió el conde—, podemos engañarlo con bastante facilidad. Ya ves que el condenado idiota no va a arrestarnos con tal de conseguir la piedra. Pues bien, le prometeremos la piedra. Haremos que siga una pista falsa y, antes de que se dé cuenta de que lo hemos despistado, la piedra estará en Holanda y nosotros fuera del país.

—Eso suena bien —exclamó Sam Merton con una gran sonrisa.

—Tú vete y dile al holandés que se dé prisa. Hablaré con este bobo y lo dejaré satisfecho con una confesión falsa. Le diré que la piedra está en Liverpool. Pero qué música más ñoña, ¡me está sacando de quicio! Para cuando se entere de que no está en Liverpool, ya la habrán cortado en cuatro y nosotros nos hallaremos, en alta mar. Vuelve aquí, fuera de la línea de visión de esa cerradura. Aquí está la piedra.

—Es increíble que se atreva a llevarla encima.

—¿Dónde podría guardarla con más seguridad? Si nosotros pudimos robarla en Whitehall, seguro que algún otro podría robarla en mi casa.

—Déjeme echarle un vistazo.

El conde Sylvius echó una ojeada poco halagadora a su cómplice e ignoró la mano sin lavar que alargaba hacia él.

—Qué… ¿acaso piensa que se la voy a birlar? Mire usted, me estoy empezando a cansar un poco de sus modales.

—Venga, venga, no pretendía ofenderle, Sam. No podemos permitirnos el lujo de pelearnos entre nosotros. Acérquese a la ventana si quiere apreciar su belleza como es debido. Ahora, sujételo a la luz. Aquí.

—¡Gracias!

De un solo salto, Holmes había salvado la distancia desde el sillón del maniquí y había agarrado la valiosa joya. Ahora la sujetaba con una mano, mientras que con la otra apuntaba con un revólver a la cabeza del conde. Los dos canallas retrocedieron pasmados. Antes de que hubiesen reaccionado, Holmes había apretado el timbre eléctrico.

—No se pongan violentos, caballeros… no se pongan violentos, ¡se lo ruego! ¡Piensen en los muebles! Debe resultarles evidente que su situación es insostenible. La policía está esperando abajo.

La perplejidad del conde predominó sobre su ira y su miedo.

—Pero ¿cómo demonios…? —farfulló.

—Es muy natural que se sorprenda. No estaba al corriente de que una segunda puerta de mi dormitorio daba detrás de esa cortina. Me imagino que debieron oírme cuando cambié de sitio la figura, pero tuve mucha suerte. Me dio una oportunidad de escuchar su sustanciosa conversación, que habría estado absolutamente fuera de lugar si hubiesen sido conscientes de mi presencia.

El conde hizo un gesto de resignación.

—Es usted el mejor, Holmes. Creo que es el mismísimo diablo.

—En cualquier caso, no ando muy lejos de serlo —respondió Holmes con una educada sonrisa.

La lenta inteligencia de Sam Merton había ido comprendiendo la situación poco a poco. De pronto se oyó el ruido de unos pasos pesados procedente de la escalera de afuera, y entonces rompió, por fin, su silencio.

—¡Pillados! —dijo—. Pero, y digo yo, ¿qué pasa con ese condenado violín? Todavía lo oigo.

—Bueno, bueno —contestó Holmes—. Tiene toda la razón. ¡Que suene! Estos gramófonos modernos son un invento extraordinario.

Se produjo una avalancha de policías, las esposas emitieron sus chasquidos y se condujo a los criminales al coche que estaba esperando fuera. Watson se quedó un rato con Holmes para felicitarle por esa nueva hoja que añadía a sus laureles. Una vez más, su conversación se vio interrumpida por el imperturbable Billy con su bandeja de las tarjetas.

—Lord Cantlemere, señor.

—Hazlo subir, Billy. Este es el eminente prócer que representa los más altos intereses en este caso —explicó Holmes—. Es una persona excelente y leal, pero bastante envarado. ¿Lograremos que se relaje un poco? ¿Nos atrevemos a tomarnos alguna libertad con él? Podemos dar por supuesto que no sabe nada de lo ocurrido.

La puerta se abrió para dar paso a una figura hosca y enjuta, de cara afilada y enormes patillas decimonónicas de una negrura reluciente que costaba relacionar con sus hombros caídos y su indecisa forma de hablar. Holmes se acercó a él cordialmente y estrechó una mano indiferente.

—¿Cómo está usted, lord Cantlemere? Hace mucho frío para esta época del año, pero en casa se está bien. ¿Me permite el abrigo?

—No, gracias, no voy a quitármelo.

Holmes le puso la mano en la manga con insistencia.

—Se lo ruego, ¡démelo! Mi amigo el doctor Watson le podría decir que estos cambios de temperatura son muy traicioneros.

Su señoría se revolvió para liberarse con cierta impaciencia.

—Estoy muy a gusto, señor mío. No pretendo quedarme mucho tiempo. He venido hasta aquí solo para saber cómo progresaba la tarea que se ha asignado a sí mismo.

—Es complicada… muy complicada.

—Ya me temía yo que descubriera que era así.

Se percibía un claro desdén en el comportamiento y en las palabras del viejo cortesano.

—Todo hombre descubre sus limitaciones, señor Holmes, pero al menos nos cura de nuestra tendencia a la presunción.

—Sí, señor, me he sentido muy confuso.

—Sin duda.

—Sobre todo con relación a un punto. Es posible que pueda ayudarme.

—Solicita mi consejo bastante tarde, ¿no cree? Creía que le bastaban sus propios métodos. No obstante, estoy dispuesto a ayudarle.

—Mire, lord Cantlemere, sin duda podemos incriminar a los auténticos ladrones.

—Cuando los hayan atrapado.

—Exacto. Pero la pregunta es: ¿cómo procederemos contra el comprador?

—¿No se está adelantando un poco?

—Más vale tener nuestros planes a punto. Dígame, ¿qué prueba consideraría usted definitiva contra el comprador?

—La posesión efectiva de la piedra.

—¿Lo arrestaría por ello?

—Sin la más mínima duda.

Holmes rara vez se reía, pero nunca estuvo más cerca de hacerlo como en aquella ocasión, que recordara Watson.

—En ese caso, señor mío, me veo en la triste necesidad de recomendar su arresto.

Lord Cantlemere estaba furioso. Parte de su antiguo ardor encendió sus pálidas mejillas.

—Se toma demasiadas libertades, señor Holmes. No recuerdo nada igual en cincuenta años de servicio público. Soy un hombre ocupado, señor mío, con asuntos importantes que atender, y no tengo tiempo ni ganas para bromas absurdas. Le diré con sinceridad, señor, que nunca he creído en su capacidad y que siempre he sido de la opinión de que el caso estaba más seguro en manos de los oficiales del cuerpo de policía. Su conducta confirma todas mis conclusiones. Tengo el honor de desearle buenas noches, señor.

Holmes se había movido rápidamente y estaba entre el prócer y la puerta.

—Un momento, señoría —dijo—. Marcharse ahora con la piedra de Mazarino constituiría un delito más grave que ser encontrado en posesión de esta de forma temporal.

—Caballero, ¡esto es intolerable! Déjeme pasar.

—Meta su mano en el bolsillo delantero derecho de su abrigo.

—Pero ¿qué dice, señor?

—Vamos, vamos, haga lo que le pido.

Un momento después, el asombrado prócer, pestañeando y tartamudeando, tenía en la mano la gran piedra amarilla en su temblorosa palma.

—Pero ¡cómo! ¿Qué es esto, señor Holmes?

—¡No sabe cuánto lo lamento, lord Cantlemere! —exclamó Holmes—. Mi viejo amigo aquí presente le dirá que tengo la costumbre de cometer algunas travesuras. También que nunca puedo resistirme a dar un giro teatral a las historias. Me he tomado la libertad —la inmensa libertad, lo admito— de ponerle la piedra en el bolsillo al comienzo de nuestra entrevista.

El anciano prócer iba con la mirada de la piedra al rostro sonriente que tenía delante una y otra vez.

—Señor mío, me ha dejado estupefacto. Pero, sí, es la auténtica piedra de Mazarino. Tenemos una gran deuda con usted, señor Holmes. Es posible que su sentido del humor sea algo retorcido, como usted mismo admite, y que su exhibición esté extraordinariamente fuera de lugar, pero, al menos, he de retirar cualquier reflexión que haya hecho sobre su increíble capacidad profesional. Pero ¿cómo…?

—El caso no está cerrado del todo; los detalles pueden esperar. Sin duda, lord Cantlemere, el placer de comunicar este triunfo en las altas esferas a las que regresa servirá en cierta forma de compensación por mi broma. Billy, acompaña a su Señoría a la salida y pregúntale a la señora Hudson si no le importaría hacer que me suban algo de cena para dos personas en cuanto le sea posible.

*FIN*


“The Adventure of the Mazarin Stone”,
The Strand Magazine, 1921


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