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La aventura de los Quevedos de oro

[Cuento - Texto completo.]

Arthur Conan Doyle

Cuando miro los tres gruesos volúmenes manuscritos que contienen nuestro trabajo del año 1894, confieso que me resulta muy difícil seleccionar, de entre material tan abundante, los casos que son más interesantes por sí mismos y, al mismo tiempo, más propicios a mostrar esas singulares aptitudes por las cuales era célebre mi amigo. Al pasar las páginas, veo mis notas sobre esa historia repugnante de la sanguijuela roja y la terrible muerte de Crosby, el banquero. También encuentro aquí un informe de la tragedia Addleton y del insólito contenido del antiguo túmulo británico. El célebre caso de la herencia Smith-Mortimer entra también dentro de este período, al igual que la batida y arresto de Huret, el asesino del bulevar —una hazaña que le valió a Holmes una carta de agradecimiento firmada por el mismísimo presidente de Francia y la Orden de la Legión de Honor—. Cada uno de estos casos podrían proporcionar un relato, pero, en general, soy de la opinión de que ninguno de ellos reúne tantos y peregrinos puntos de interés como el episodio de Yoxley Old Place, que engloba no solo la lamentable muerte del joven Willoughby Smith, sino también los ulteriores acontecimientos que esclarecieron de forma tan curiosa los motivos del crimen.

Era una noche borrascosa, tempestuosa, hacia finales de noviembre. Holmes y yo estábamos sentados juntos sin decir una palabra en toda la tarde; él, concentrado con una potente lupa en descifrar los restos del texto original de un palimpsesto; yo, sumido en un tratado nuevo de cirugía. Fuera, el viento bramaba por Baker Street mientras la lluvia azotaba las ventanas. Resultaba extraño encontrarse allí, en el seno de la ciudad, con diez millas de albañilería humana a nuestro alrededor, y sentir la garra de hierro de la naturaleza, siendo conscientes de que, para las inmensas fuerzas de los elementos, Londres no era más que las madrigueras de topos que salpican el campo. Caminé hacia la ventana y miré por ella a la calle desierta. Esporádicos faros brillaban en la superficie de la calzada enlodada y la acera reluciente. Un coche solitario chapoteaba a su paso desde el final de Oxford Street.

—Bueno, Watson, menos mal que esta noche no tenemos que salir —dijo Holmes, dejando a un lado su lupa y enrollando el palimpsesto—. Ya he hecho bastante por hoy. Es un trabajo fatigoso para la vista. Hasta donde puedo discernir es algo tan poco apasionante como las cuentas de un monasterio en la segunda mitad del siglo XV. ¡Vaya, vaya! Pero ¿qué tenemos aquí?

Entre el aullido del viento, se habían oído los cascos de un caballo al piafar y el largo chirrido de una rueda al raspar contra el bordillo. El coche que había visto había frenado en nuestra puerta.

—¿Qué querrán? —exclamé mientras se apeaba un hombre.

—¿Querer? Pues a nosotros. Y nosotros, mi pobre Watson, queremos abrigos y bufandas y chanclos, y toda la ayuda que el hombre haya inventado para combatir el mal tiempo. Pero ¡no se mueva, un momento! ¡El coche se ha vuelto a ir! Todavía hay esperanza. Le hubiese hecho esperar si hubiese querido que fuéramos con él. Baje corriendo, mi querido amigo, y abra la puerta, porque toda la gente honrada hace tiempo que se ha ido a la cama.

Cuando la luz de la lámpara del vestíbulo iluminó a nuestro visitante de medianoche, no me costó reconocerlo. Era el joven Stanley Hopkins, un detective prometedor en cuyo porvenir Holmes había mostrado varias veces un interés implícito.

—¿Está en casa? —preguntó con impaciencia.

—Suba, señor mío —dijo la voz de Holmes desde arriba—. Espero que no tenga planes para nosotros en una noche como esta.

El detective subió la escalera, y nuestra lámpara centelleó por su brillante impermeable. Le ayudé a quitárselo mientras Holmes atizaba los troncos de la chimenea para avivar la llama.

—Y ahora, mi querido Hopkins, arrímese y caliéntese los pies —dijo—. Aquí tiene un cigarro, y el doctor tiene una receta que se compone de agua caliente y limón que es un buen remedio para una noche como esta. Debe de ser algo importante lo que lo ha sacado a la calle con semejante temporal.

—Sí lo es, señor Holmes. He tenido una tarde animada, se lo aseguro. ¿Ha visto algo del caso de Yoxley en las últimas ediciones?

—Hoy no he visto nada posterior al siglo XV.

—Bueno, solo había un párrafo y completamente erróneo, así que no se ha perdido nada. No me he dormido en los laureles. Ha sido en Kent, a siete millas de Chatham y a tres de las vías del tren. Me mandaron un telegrama a las tres y cuarto, llegué a Yoxley Old Place a las cinco, lleve a cabo mi investigación, he vuelto a Charing Cross en el último tren, y de allí me he dirigido directamente hacia aquí en un coche.

—Lo que significa, supongo, que no tiene claro su caso.

—Significa que no le encuentro ni pies ni cabeza. Hasta donde alcanzo, es el asunto más enmarañado del que me he hecho cargo nunca, y, sin embargo, al principio parecía tan sencillo que no podía equivocarme. No hay un móvil, señor Holmes. Eso es lo que me preocupa…, que no doy con un móvil. Tenemos a un hombre muerto, eso es innegable, pero, hasta donde sé, no hay motivo en este mundo por el que nadie le hubiese deseado mal alguno.

Holmes encendió su cigarro y se reclinó en su asiento.

—Oigamos lo sucedido —dijo.

—Tengo los hechos bastante claros —dijo Stanley Hopkins—. Todo lo que quiero ahora es saber qué significan. La historia, hasta donde tengo entendido, es la que sigue. Hace algunos años, esa casa de campo, Yoxley Old Place, fue adquirida por un anciano que responde al nombre de profesor Coram. Era un hombre enfermizo que se pasaba la mitad del tiempo guardando cama, y la otra mitad paseando su cojera alrededor de la casa con un bastón o empujado en una silla de ruedas por sus tierras por el jardinero. Era muy apreciado por los pocos vecinos que lo visitaban, y allí tenía reputación de ser un hombre muy instruido. Su servicio solía estar formado por un ama de llaves de avanzada edad, la señora Marker, y una doncella, Susan Tarlton. Ambas habían estado con él desde su llegada y parecen unas mujeres de muy buen fondo. El profesor estaba escribiendo un libro erudito, y vio necesario, hace más o menos un año, contratar a un secretario. Los dos primeros con los que probó no le resultaron satisfactorios, pero el tercero, el señor Willoughby Smith, un hombre muy joven recién salido de la universidad, pareció tener justo lo que su jefe estaba buscando. Su trabajo consistía en escribir toda la mañana al dictado del profesor, y, normalmente, se pasaba la tarde rebuscando referencias y pasajes relacionados con el trabajo del día siguiente. No hay nada contra el tal Willoughby Smith ni de niño en Uppingham ni de joven en Cambridge. He visto sus informes, y, desde el primer día, fue un tipo honrado, discreto y trabajador, sin punto débil alguno. Y, a pesar de todo ello, es el chico que ha hallado la muerte esta mañana en el despacho del profesor en unas circunstancias que indican claramente un asesinato.

El viento rugía y aullaba en las ventanas. Holmes y yo nos acercamos más a la lumbre mientras el joven inspector avanzaba lentamente y punto por punto en su peculiar narración de los hechos.

—Si tuvieran que buscarlo en toda Inglaterra —dijo—, no creo que encontraran un hogar más apartado y ajeno a la influencia del exterior. Podrían pasar semanas sin que ninguno de ellos cruzara la puerta del jardín. El profesor estaba enfrascado en su trabajo y no existía sino para ello. El joven Smith no conocía a nadie en el vecindario, y vivía de manera muy parecida a la de su jefe. Las dos mujeres no tenían nada que las sacara de la casa. Mortimer, el jardinero, el que empuja la silla de ruedas, es un militar retirado…, un veterano de Crimea de muy buen fondo. No vive en la casa, sino en una casita de campo de tres habitaciones al otro lado del jardín. Esas son las únicas personas que encontraría en los límites de Yoxley Old Place. Por otra parte, la puerta del jardín se encuentra a cien yardas de la carretera principal de Londres a Chatham. Se abre con un pestillo y no hay nada que impida que cualquiera entre por ella.

»Ahora voy a comentarles el testimonio de Susan Tarlton, que es la única persona que puede decir algo concreto sobre el asunto. Era por la mañana, entre las once y las doce. En ese momento estaba atareada colgando unas cortinas en el dormitorio del piso de arriba que da a la calle. El profesor Coram todavía estaba en la cama, porque, cuando hace mal tiempo, raras veces se levanta antes de mediodía. El ama de llaves estaba distraída con alguna tarea en la parte trasera de la casa. Willoughby Smith había estado en su dormitorio, que utilizaba como sala de estar, pero la doncella oyó que, en ese momento, cruzaba el pasillo y bajaba al despacho, que estaba exactamente debajo de ella. No lo vio, pero dice que su paso rápido y firme era inconfundible. No oyó que se cerrara la puerta del despacho, pero un minuto más o menos más tarde resonó un grito en la habitación de debajo. Era un alarido salvaje, gutural, tan anormal y extraño que lo podía haber proferido tanto un hombre como una mujer. En ese mismo momento, hubo un ruido sordo y pesado, que hizo temblar la vieja casa, y luego un absoluto silencio. La doncella se quedó paralizada un instante, y luego, tras recobrar el ánimo, corrió escaleras abajo. La puerta del despacho estaba cerrada, y la abrió. Dentro, el joven Willoughby Smith estaba tendido en el suelo. Al principio, no logró ver ninguna herida, pero, cuando trató de levantarlo, vio que la sangre manaba de la parte inferior de su cuello. Estaba perforado con una herida muy pequeña, pero también muy profunda, que le había seccionado la carótida. El instrumento con que se había infligido la herida yacía sobre la alfombra junto a él. Era uno de esos pequeños abrecartas para el lacre que se encuentran en los bufetes de estilo antiguo, con un puño de marfil y una hoja rígida. Formaba parte de los accesorios del propio escritorio del profesor.

»Al principio, la doncella pensó que el joven Smith ya estaba muerto, pero, al verter un poco de agua de la jarra por su frente, abrió los ojos un momento. “El profesor… —murmuró—, ha sido ella”. La doncella está dispuesta a jurar que esas fueron exactamente sus palabras. Trató desesperadamente de decir algo más y levantó su mano derecha al aire. Luego cayó muerto.

»Entretanto, el ama de llaves también había llegado al lugar, pero era demasiado tarde para oír las últimas palabras del joven. Dejando a Susan con el cuerpo, corrió a la habitación del profesor. Se encontraba incorporado en la cama tremendamente alterado, porque había oído lo suficiente como para convencerse de que había ocurrido algo terrible. La señora Marker está dispuesta a jurar que el profesor llevaba todavía su ropa de dormir, y que, de hecho, le resultaba imposible vestirse sin la ayuda de Mortimer, que tenía orden de ir a las doce en punto. El profesor declara que oyó el grito distante, pero que no sabe nada más. No puede explicar las últimas palabras del joven, “El profesor…, ha sido ella”, pero se imagina que son resultado del delirio. Cree que el tal Willoughby Smith no tenía ningún enemigo sobre la faz de la tierra, y no sabe de ningún motivo para el crimen. Su primera decisión fue mandar a Mortimer, el jardinero, a buscar a la policía local. Un poco más tarde, el jefe de policía hizo que me llamaran a mí. No habían tocado nada antes de mi llegada, y se dieron órdenes estrictas de que no andara nadie por los senderos que conducen a la casa. Era una magnífica oportunidad de poner en práctica sus teorías, señor Holmes. La verdad es que no faltaba nada».

—Excepto el señor Sherlock Holmes —dijo mi compañero con una sonrisa algo sarcástica—. Muy bien, oigamos ahora qué clase de trabajo ha llevado a cabo.

—Debo pedirle primero, señor Holmes, que le eche un vistazo a este croquis, que le dará una idea aproximada de la situación del despacho del profesor y de diversos puntos del caso. Lo ayudará para seguir mi investigación.

Desplegó el croquis, que reproduzco aquí, y se lo dejó a Holmes sobre las rodillas. Me levanté, y, de pie detrás de Holmes, lo estudié por encima de su hombro.

—Es solo un bosquejo, por supuesto, y solo recoge los puntos que me parecen esenciales. Todo lo demás lo verá usted por sí mismo más adelante. Ahora, en primer lugar, suponiendo que el asesino se introdujera en la casa, ¿cómo entró? Sin lugar a dudas, por el sendero del jardín y la puerta de atrás, desde la cual hay un acceso directo al estudio. Otro camino hubiese sido extremadamente complicado. La huida debió realizarse por esa vía, puesto que, de las otras dos salidas de la habitación, una fue bloqueada por Susan al correr esta al piso de abajo, y la otra conducía directamente al dormitorio del profesor. Por lo tanto, enseguida centré mi atención en el sendero del jardín, que estaba empapado con la lluvia reciente y, con toda certeza, habría alguna huella.

»Mi examen me sugirió que estaba tratando con un criminal cuidadoso y avezado. No se pudieron encontrar huellas en el sendero. Sin embargo, no cabía la menor duda de que alguien había pasado por la franja de césped que bordea el sendero y que lo había hecho con el fin de evitar dejar rastro. No logré encontrar nada semejante a una impresión definida, pero habían pisado el césped y había pasado alguien indiscutiblemente. Solo podía haber sido el asesino, puesto que ni el jardinero ni las dos mujeres habían estado allí esa mañana y había empezado a llover durante la noche».

—Un momento —dijo Holmes—. ¿Adónde conduce ese sendero?

—A la carretera.

—¿Qué distancia hay?

—Unas cien yardas más o menos.

—¿No hubiese podido obtener las huellas en el punto en que el sendero cruza la puerta del jardín?

—Por desgracia, el sendero está cubierto de baldosas en ese punto.

—Bien, ¿y en la misma carretera?

—No, estaba toda pisoteada y hecha un lodazal.

—¡Vaya, vaya! Bueno, entonces, esas huellas del césped, ¿iban o venían?

—Es imposible decirlo. No había ningún contorno.

—¿Pie grande o pequeño?

—No sabría distinguirlo.

Holmes soltó una exclamación de impaciencia.

—Ha estado cayendo agua a raudales y soplando un huracán desde entonces —dijo—. Sería más difícil de interpretar ahora que ese palimpsesto. Caramba, ya no se puede hacer nada. ¿Qué hizo, Hopkins, después de darse cuenta de que no estaba seguro de nada?

—Creo que estaba seguro de muchas cosas, señor Holmes. Sabía que alguien había entrado cautelosamente en la casa desde el exterior. A continuación examiné el pasillo. Está revestido con estera de palma y no habíamos obtenido huella de ninguna clase. Esto me llevó al propio despacho. Es una habitación con pocos muebles. El objeto más relevante es un espacioso bufete con una cajonera fija. Esta cajonera consta de dos columnas de cajones con un pequeño armario central entre ellas. Los cajones estaban abiertos; el armario, cerrado. Los cajones, por lo visto, siempre estaban abiertos, y no se guardaba nada de valor en ellos. Había algunos papeles importantes en el armario, pero no había indicios de que hubiese sido forzado, y el profesor afirma que no echa nada en falta. Estoy seguro de que no se ha cometido ningún robo.

»Llego ya al cuerpo del joven. Se encontró cerca de la cajonera, y justo a su izquierda, como se señala en ese boceto. La puñalada se produjo en el lado derecho del cuello y de atrás hacia delante, por lo que es casi imposible que se la hubiese podido infligir a sí mismo».

—A menos que se cayera sobre el abrecartas —dijo Holmes.

—Exacto. Se me pasó por la cabeza. Pero encontramos el abrecartas a unos palmos del cuerpo, así que parece imposible. Además, por supuesto, tenemos las últimas palabras del fallecido. Y, por último, hay una prueba muy importante que se encontró agarrada por la mano derecha del difunto.

Stanley Hopkins sacó de su bolsillo un pequeño paquete de papel. Lo desdobló y descubrió unos quevedos de oro, con los dos cabos de un cordón de seda negra colgando de ellos.

—Willoughby Smith tenía una vista excelente —añadió—. No cabe duda de que se lo quitó de la cara o de encima al asesino.

Sherlock Holmes tomó los lentes en la mano y los examinó con sumo detenimiento e interés. Se los llevó a la nariz, intentó leer con ellos, fue a la ventana y miró a la calle, los observó con mayor minuciosidad a la luz de la lámpara, y, por último, riéndose entre dientes, se sentó a la mesa y escribió unas líneas en una hoja de papel, que deslizó hacia donde estaba Stanley Hopkins.

—Esto es lo mejor que puedo hacer por usted —dijo—. Quizá le resulte de alguna ayuda.

El asombrado detective leyó la nota en alto. Decía lo siguiente:

 

Se busca mujer de buenos modales, vestida con ropa elegante. Tiene una nariz notablemente ancha, con ojos bastante juntos a cada lado de esta. Tiene el ceño fruncido, mirada de miope y probablemente hombros caídos. Hay indicios de que ha recurrido a un oculista al menos en dos ocasiones en los últimos meses. Como sus gafas tienen una considerable graduación y los oculistas no son muy numerosos, no debería ser difícil dar con ella.

 

Holmes se sonrió ante el asombro de Hopkins, que también debió reflejarse en mi rostro.

—Por supuesto, mis deducciones son la simplicidad en sí misma —dijo—. Sería difícil mencionar algún objeto que proporcione un filón de inferencias más puro que un par de lentes, y en particular uno tan excepcional como este. Que pertenecen a una mujer lo infiero de su diseño delicado, y también, como es obvio, de las últimas palabras del agonizante. En lo que se refiere a ser una persona de buena educación y bien vestida, tienen, como pueden ver, una bella montura de oro macizo, y resulta inconcebible que alguien que lleva unos lentes así se descuide en los demás aspectos. Verán que el puente es demasiado grande para la nariz de ambos, lo que indica que la nariz de la dama es muy ancha por su base. Este tipo de nariz suele ser corta y basta, pero hay suficientes excepciones como para impedirme ser dogmático o insistir en ese punto de mi descripción. Mi propia cara es estrecha y, sin embargo, veo que no puedo poner mis ojos en el centro, ni cerca del centro, de estos quevedos. Por lo tanto, los ojos de la dama están muy cerca de la nariz. Observará, Watson, que los cristales son cóncavos y de una graduación poco común. Una dama cuya vista ha sido tan sumamente reducida toda su vida seguro que tiene las características físicas de ese tipo de vista, que se pueden ver en la frente, los párpados y los hombros.

—Sí —dije yo—, puedo seguir cada uno de sus argumentos. A pesar de ello, le confieso, que no soy capaz de entender cómo ha llegado a las dos visitas al oculista.

Holmes se puso los lentes en la mano.

—Puede observar —dijo— que las plaquetas están revestidas con pequeñas tiras de corcho para suavizar la presión sobre la nariz. Una de ellas está descolorida y levemente desgastada, mientras que la otra está nueva. Es evidente que se le cayó una y la reemplazaron. Diría que la más antigua no ha estado ahí más de unos pocos meses. Son exactamente iguales, así que deduzco que la dama volvió al mismo establecimiento por la segunda.

—¡Cielo santo, es increíble! —exclamó Hopkins, en un arrebato de admiración—. ¡Pensar que he tenido todas esas pruebas en mi mano y que ni las imaginaba! Sin embargo, tenía planeado pasarme por todos los oculistas de Londres.

—Por supuesto. Entretanto, ¿tiene algo más que contarnos sobre el caso?

—Nada, señor Holmes. Creo que ahora sabe tanto como yo…, probablemente más. Hemos estado preguntando si alguien había visto a algún desconocido en las carreteras de los alrededores o en la estación del tren. Nadie sabe nada. Lo que me confunde es la completa falta de toda motivación en el crimen. Nadie ha sugerido ni la sombra de un móvil.

—¡Ah! No estoy en situación de poder ayudarle con eso. Pero supongo que querrá que vayamos con usted mañana.

—Si no es mucho pedir, señor Holmes. Hay un tren de Charing Cross a Chatham a las seis de la mañana y estaríamos en Yoxley Old Place entre las ocho y las nueve.

—Entonces, cogeremos ese. Desde luego, su caso presenta algunos aspectos de gran interés, y estaré encantado de investigarlo. Bueno, es cerca de la una, y lo mejor sería que durmiéramos algunas horas. Me imagino que puede arreglárselas perfectamente con el sofá de enfrente de la chimenea. Encenderé mi hornillo y le daré una taza de café antes de ponernos en marcha.

 

Al día siguiente, el vendaval se había calmado, pero hacía una mañana gélida cuando salimos de viaje. Vimos el frío sol de invierno saliendo por los sombríos marjales del Támesis y los largos y lúgubres tramos del río que siempre relacionaré con la persecución del isleño de las Andamán en los primeros días de nuestra carrera. Tras un largo y agotador viaje, nos apeamos en una pequeña estación a unas millas de Chatham. Mientras enganchaban un caballo a la calesa en la posada local, picamos rápidamente algo de desayuno, y de esa manera estuvimos preparados para el asunto cuando por fin llegamos a Yoxley Old Place. Un agente se reunió con nosotros en la puerta del jardín.

—Y bien, Wilson, ¿alguna novedad?

—No, señor… ninguna.

—¿Noticias acerca de algún desconocido?

—No, señor. Abajo, en la estación, están seguros de que ayer no vino ni se fue ningún desconocido.

—¿Ha preguntado en las posadas y las pensiones?

—Sí, señor, no hay nadie del que podamos sospechar.

—Bueno, solo hay un paseo prudencial hasta Chatham. Cualquiera podría quedarse allí, coger un tren sin ser visto. Este es el sendero del jardín del que les hablé, señor Holmes. Le doy mi palabra de que ayer no había huellas.

—¿A qué lado del sendero estaban las huellas del césped?

—A este lado. En esta estrecha franja de césped entre el sendero y el arriate de flores. Ahora no se pueden ver, pero en ese momento eran claras.

—Sí, sí, alguien había pasado por ahí —dijo Holmes inclinándose sobre la franja de césped—. Nuestra dama debió de pisar con cuidado, dado que en un lado hubiese dejado huellas en el sendero, y en el otro, incluso más claras en la tierra blanda del arriate, ¿no cree?

—Sí, señor, debe de tener mucho aplomo.

En ese instante detecté en el rostro de Holmes una mirada pensativa.

—¿Dice que tuvo que volver por este camino?

—Sí, señor, no hay otro.

—¿Por ese trozo de césped?

—Seguro, señor Holmes.

—¡Vaya! Una hazaña muy notable…, muy notable. Bueno, creo que hemos acabado con el sendero. Prosigamos. Esta puerta del jardín suele quedarse abierta, supongo. Entonces, nuestra visitante no tuvo que hacer nada más que entrar. No tenía en mente la idea del asesinato, o hubiese estado provista de alguna clase de arma en lugar de coger ese abrecartas del escritorio. Avanzó por este pasillo, sin dejar rastro en la estera de palma. Entonces se encontró en el despacho. ¿Cuánto rato pasó allí? No tenemos medios para saberlo.

—No más de unos pocos minutos, señor. Me olvidé de decirle que la señora Marker, el ama de llaves, había estado limpiándolo no hacía mucho rato…, alrededor de un cuarto de hora antes, dice.

—Bien, eso nos da un límite de tiempo. Nuestra dama se introduce en esta habitación y ¿qué es lo que hace? Examina el bufete. ¿Para qué? No para coger algo de los cajones. Si hubiese habido algo que mereciera la pena robar, seguramente hubiesen estado cerrados con llave. No, era por algo de la cajonera de madera. ¡Un momento! ¿Qué es ese arañazo en la parte delantera? Deme luz con una cerilla, Watson. ¿Por qué no me ha contado esto, Hopkins?

La marca que estaba examinando empezaba encima de la moldura de latón a la derecha del ojo de la cerradura, y seguía unas cuatro pulgadas arañando el barniz de la superficie.

—Reparé en ello, señor Holmes. Pero siempre hay arañazos alrededor de una cerradura.

—Este es reciente, bastante reciente. Mire cómo brilla el latón en el corte. Un arañazo antiguo tendría el mismo color que la superficie. Mírelo con mi lupa. También hay barniz a cada lado del surco como si fuera tierra. ¿Está la señora Marker aquí?

Entró en la habitación una anciana de expresión triste.

—¿Le quitó el polvo a estos cajones ayer por la mañana?

—Sí, señor.

—¿Se dio cuenta de este arañazo?

—No, señor, no me di cuenta.

—Estoy seguro de que no, porque una bayeta hubiese quitado estos restos de barniz. ¿Quién tiene la llave de esta cajonera?

—La lleva el profesor en la cadena de su reloj.

—¿Es una llave normal?

—No, señor, es una llave Chubb.

—Muy bien, señora Marker, puede irse. Ahora estamos avanzando algo. Nuestra dama se introduce en la habitación, se acerca a la cajonera, y la abre o intenta hacerlo. Mientras está enfrascada en eso, el joven Willoughby Smith entra en la habitación. Con las prisas por sacar la llave, hace este arañazo en la puerta. Él la agarra, y ella, echando mano del objeto más cercano, que da la casualidad de que es este abrecartas, lo golpea para que la suelte. El impacto es letal. Él cae y ella huye, con el objeto por el que ha venido o sin él. ¿Está aquí Susan, la doncella? ¿Hubiese podido marcharse alguien por esa puerta después de que oyera usted el grito, Susan?

—No, señor, es imposible. Antes de bajar por la escalera, hubiese visto a alguien en el pasillo. Además, nunca abrieron la puerta, porque lo hubiese oído.

—No hay más que decir de esa salida. Entonces, no hay duda de que la dama salió por donde vino. Tengo entendido que este otro pasillo solo conduce a la habitación del profesor. ¿No hay salida por allí?

—No, señor.

—Vayamos abajo y conozcamos al profesor. ¡Pero Hopkins! Esto es muy importante, muy importante, de hecho. El pasillo del profesor también está cubierto con una estera de palma.

—Vaya, señor, ¿y eso es importante?

—¿No ve ninguna relación con el caso? Bueno, bueno, no insistiré en ello. Sin duda estoy equivocado. Y, no obstante, me parece sugerente. Venga conmigo y presénteme.

Cruzamos el pasillo, que era de la misma longitud que el que conducía al jardín. Al final, había un breve tramo de escaleras que daban a una puerta. Nuestro guía llamó, y luego nos hizo pasar al dormitorio del profesor.

Era un cuarto enorme, con las paredes llenas de incontables volúmenes que se habían desbordado de los anaqueles y yacían en pilas por los rincones, o se amontonaban aquí y allá al pie de las estanterías. La cama estaba en el centro de la habitación, y en ella, recostado sobre unas almohadas, se encontraba el propietario de la casa. Pocas veces he visto a una persona de un aspecto más extraordinario. Volvió hacia nosotros un rostro demacrado y aquilino, con penetrantes ojos oscuros que acechaban en unas cuencas hundidas bajo unas cejas pobladas y prominentes. Su cabello y su barba eran blancas, salvo por unas curiosas manchas amarillas que tenía esta última alrededor de la boca. Brillaba un cigarrillo en la maraña de pelo blanco, y el aire de la habitación hedía a humo de tabaco rancio. Cuando le tendió la mano a Holmes, advertí que esta también estaba manchada de amarillo por la nicotina.

—¿Es usted fumador, señor Holmes? —dijo en un inglés muy esmerado con un curioso acento que resultaba algo redicho—. Le ruego que coja un cigarrillo. ¿Y usted, caballero? Se los recomiendo porque me los ha preparado especialmente para mí Ionides de Alejandría. Me envía mil cada vez, y lamento decir que tengo que hacer un nuevo pedido cada quince días. Malo, señor, muy malo, pero a un anciano le quedan pocos placeres. El tabaco y mi trabajo…, eso es todo lo que me queda.

Holmes había encendido un cigarrillo, y echaba rápidos vistazos por toda la habitación.

—El tabaco y mi trabajo, pero ahora solo el tabaco —exclamó en anciano—. ¡Ay, qué fatídica interrupción! ¿Quién hubiese podido prever una catástrofe tan terrible? ¡Un joven tan admirable! Le aseguro que, tras unos pocos meses de práctica, era un excelente ayudante. ¿Qué le parece a usted este asunto, señor Holmes?

—Todavía tengo mis dudas.

—Le estaría extremadamente agradecido si pudiera iluminar todo esto que tan oscuro nos resulta los demás. Para un pobre ratón de biblioteca enfermizo como yo un golpe así es aterrador. Parece como si hubiese perdido la facultad de pensar. Pero usted es un hombre de acción…, un hombre de mundo. Forma parte del día a día de su vida. Puede mantener la sensatez en cada emergencia. Somos verdaderamente afortunados de tenerlo con nosotros.

Holmes estaba caminando de un lado a otro de la habitación mientras hablaba el viejo profesor. Noté que estaba fumando con extraordinaria rapidez. Era evidente que compartía la afición por los cigarrillos alejandrinos frescos con nuestro anfitrión.

—Sí, señor, es un golpe demoledor —dijo el anciano—. Ese es mi magnum opus: el montón de papeles en la mesa auxiliar de allí. Es mi análisis de los documentos encontrados en los monasterios coptos de Siria y Egipto, un trabajo que socavará los fundamentos mismos de la religión revelada. Con mi debilitada salud, no sé si seré capaz de completarlo algún día ahora que han apartado a mi ayudante de mi lado. ¡Cielos, señor Holmes, pero si fuma usted incluso más aprisa que yo!

Holmes se sonrió.

—Entiendo de tabaco —dijo cogiendo otro cigarrillo de la caja, el cuarto, y encendiéndolo con la colilla del que acababa de terminar—. No le molestaré con un interrogatorio interminable, profesor Coram, dado que deduzco que se encontraba en la cama en el momento del crimen y no podía saber nada de él. Solo quisiera preguntarle una cosa. ¿Qué cree que ese pobre hombre quería decir con sus últimas palabras, «El profesor…, ha sido ella»?

El profesor negó con la cabeza.

—Susan es una chica de pueblo —dijo—, y ya conoce la asombrosa estupidez de esa clase de gente. Me figuro que el pobre hombre murmuró algunas palabras incoherentes fruto del delirio y que las tergiversó hasta dar con ese mensaje sin sentido.

—Ya veo. ¿No ha pensado en una explicación para esta tragedia?

—Posiblemente haya sido un accidente, posiblemente, pero que quede entre nosotros, un suicidio. Los jóvenes ocultan sus problemas… Alguna aventura amorosa, tal vez, de la que no teníamos noticia. Es una hipótesis más probable que el asesinato.

—Pero ¿y los lentes?

—¡Ah! Yo solo soy un estudioso…, un hombre de ideas. No consigo explicarme las cosas prácticas de la vida. Pero, con todo, ambos sabemos, amigo mío, que las prendas de amor pueden adoptar extrañas formas. No faltaba más, coja otro cigarrillo. Es un placer ver a alguien que los aprecia tanto. Un abanico, un guante, unas gafas… ¿quién sabe qué objeto puede llevar consigo un hombre como prueba o señal cuando pone fin a su vida? Este caballero habla de pisadas en el césped, pero, después de todo, es fácil equivocarse en ese punto. Con respecto al abrecartas, quizá se desprendiera del desdichado al caer. Es posible que diga una chiquillada, pero a mí me parece que Willoughby Smith halló la muerte por su propia mano.

A Holmes pareció impresionarle la teoría así propuesta, y siguió caminando de un lado a otro durante algún tiempo, sumido en sus pensamientos y fumando un cigarrillo tras otro.

—Dígame, profesor Coram —dijo, por fin—, ¿qué hay en el armario de la cajonera?

—Nada de utilidad para un ladrón. Documentos familiares, cartas de mi pobre esposa, títulos con los que me han honrado algunas universidades. Aquí está la llave. Puede verlo usted mismo.

Holmes cogió la llave y la miró un momento, luego se la devolvió.

—No, creo que no me ayudaría mucho —dijo—. Preferiría salir a pasear tranquilamente a su jardín y darle vueltas al asunto. Hay que considerar la teoría del suicidio que acaba de proponer. Debo disculparme por haberle importunado, profesor Coram, y le prometo que no le interrumpiremos hasta después de la hora de comer. Volveremos a las dos en punto y le informaremos de cualquier cosa que haya sucedido entretanto.

Holmes parecía extrañamente distraído, y paseamos en silencio de un lado a otro del sendero del jardín durante un buen rato.

—¿Tiene una pista? —pregunté por fin.

—Depende de esos cigarrillos que me he fumado —dijo—. Es posible que me equivoque por completo. Los cigarrillos me lo dirán.

—Mi querido Holmes —exclamé—, ¿cómo demonios…?

—Bueno, bueno, tal vez lo vea por sí mismo. Si no es así, no se habrá hecho mal alguno. Por supuesto, siempre podemos recurrir a la pista de las ópticas, pero me gusta coger atajos cuando puedo. Ah, ¡aquí está la buena señora Marker! Disfrutemos de cinco minutos de una instructiva charla con ella.

Quizá haya señalado antes que Holmes tenía, cuando lo deseaba, una manera excepcional de congraciarse con las mujeres y que se ganaba su confianza con mucha facilidad. En la mitad del tiempo que había dicho, se había hecho con la buena fe del ama de llaves y charlaba con ella como si la hubiese conocido de años atrás.

—Sí, señor Holmes, y usted que lo diga. Fuma que es una barbaridad. Todo el día y a veces toda la noche, señor. He visto esa habitación por la mañana… Vaya, señor, que se habría pensado que era la niebla de Londres. Pobre joven Smith, también era fumador, pero no tan incorregible como el profesor. Para su salud…, bueno, yo no sé si es mejor o peor que fume.

—¡Ah! —dijo Holmes—. Pero quita el apetito.

—Pues no lo sé, señor.

—Supongo que el profesor apenas come nada.

—Bueno, yo diría que depende del día.

—Apostaría a que no se tomó el desayuno esta mañana y que no se va a atrever con la comida después de todos los cigarrillos que lo he visto fumar.

—Pues ahí se equivoca, señor, porque resulta que se ha tomado un desayuno excepcionalmente abundante esta mañana. No me acuerdo de si lo he visto desayunar mejor, y ha pedido un buen plato de chuletas para la comida. Yo misma me he quedado sorprendida, porque, desde que ayer entré en la habitación y vi al joven señor Smith tirado en el suelo, no he podido soportar ni ver la comida. Bueno, tiene que haber de todo en la viña del Señor, y el profesor no ha dejado que eso le quite el apetito.

Deambulamos toda la mañana por el jardín. Stanley Hopkins había ido al pueblo para comprobar unos rumores sobre una mujer desconocida a la que habían visto unos niños en la carretera de Chatham la mañana anterior. A mi amigo, por su parte, parecía haberle abandonado toda su energía habitual. Nunca lo había visto encargarse de un caso de una manera tan desganada. Ni siquiera las noticias que Hopkins nos traía de regreso habían suscitado ninguna muestra de interés en él. El joven inspector había encontrado a los niños y, sin lugar a dudas, habían visto a una mujer que se correspondía punto por punto con la descripción de Holmes y que llevaba unos anteojos o unas gafas puestas. Prestó más atención cuando Susan, que nos servía la comida, nos informó de que creía que el señor Smith había salido a dar un paseo el día anterior por la mañana y que había vuelto solo media hora antes de que sucediera la tragedia. Yo, por mi parte, no supe ver la relevancia de este incidente, pero advertí claramente cómo Holmes lo relacionaba con la trama general que se había imaginado en su cabeza. De repente, se levantó de un salto de su silla y miró su reloj.

—Las dos en punto, caballeros —dijo—. Debemos levantarnos y zanjar el asunto con nuestro amigo el profesor.

El anciano acababa de terminar de comer, y, desde luego, su plato vacío era una prueba del buen apetito que le atribuía su ama de llaves. Ciertamente, cuando volvió su melena blanca y sus ojos centelleantes hacia nosotros, me pareció un ser sobrecogedor. El sempiterno cigarrillo se consumía en su boca. Lo habían vestido y estaba sentado en un sillón junto al fuego.

—Y bien, señor Holmes, ¿ha resuelto ya este misterio?

Empujó la gran lata de cigarrillos, que estaba en una mesa junto a él, en dirección a mi compañero. Holmes estiró la mano en el mismo momento, y, entre uno y otro, volcaron la caja al suelo. Durante un par de minutos, nos dedicamos todos a rescatar de rodillas los cigarrillos extraviados en sitios inconcebibles. Cuando volvimos a estar en pie, noté que a Holmes le brillaban los ojos y que tenía las mejillas sonrojadas. Esos estandartes solo los había visto ondear en los momentos críticos.

—Sí —dije—, lo he resuelto.

Stanley Hopkins y yo lo miramos asombrados. Una especie de sonrisa de desprecio alteró los rasgos demacrados del anciano profesor.

—¡No me diga! ¿En el jardín?

—No, aquí.

—¡Aquí! ¿Cuándo?

—En este momento.

—Sin duda, está bromeando, señor Sherlock Holmes. Me veo obligado a decirle que es un asunto demasiado serio como para ser tratado de semejante manera.

—He forjado y probado cada eslabón de mi cadena, profesor Coram, y estoy seguro de que es sólida. Todavía no soy capaz de decirle cuáles son sus motivos o qué papel representa usted en este extraño asunto. En pocos minutos, probablemente lo oiré de su propia boca. Entretanto, reconstruiré lo que ha pasado en su honor, para que pueda saber la información de la que todavía carezco.

»Ayer entró una dama en su despacho. Vino con la intención de apoderarse de ciertos documentos que se encontraban en su cajonera. Tenía una llave de su propiedad. He tenido oportunidad de examinar la suya y no he hallado ese leve descoloramiento que hubiese causado el arañazo hecho en el barniz. Usted no era, por tanto, su cómplice, y ella vino, hasta donde logro interpretar las pruebas, sin que usted supiera que iba a robarle».

El profesor expulsó una nube de humo por la boca.

—Esto es muy instructivo e interesante —dijo—. ¿No tiene nada que añadir? Seguramente, dado que ha seguido la pista de esa dama hasta tan lejos, pueda decir también qué ha sido de ella.

—Trataré de hacerlo. Primero, la agarró su secretario, y ella lo apuñaló con el fin de escapar. Me inclino a considerar que ese desastre fue un desgraciado accidente, porque estoy convencido de que la dama no tenía intención de infligir una herida tan grave. Un asesino no viene desarmado. Horrorizada por lo que había hecho, salió corriendo enloquecida del escenario de la tragedia. Desgraciadamente para ella, había perdido sus gafas en la pelea, y, como era extremadamente corta de vista, sin ellas estaba por completo indefensa. Bajó corriendo un pasillo, que se imaginaba que era aquel por el que había venido —ambos suelos estaban revestidos con esteras de palma— y solo cuando era demasiado tarde comprendió que se había metido por el pasillo equivocado y que le habían cortado la retirada. ¿Qué podía hacer? No podía volver atrás. No podía quedarse donde estaba. Tenía que continuar. Continuó. Subió una escalera, empujó una puerta abierta, y se vio en su habitación.

El anciano se quedó con la boca abierta mirando espantado a Holmes. En su expresión se distinguían el asombro y el miedo. Luego, con un esfuerzo, se encogió de hombros y rompió a reír con una carcajada poco sincera.

—Todo eso está muy bien, señor Holmes —dijo—. Pero hay un pequeño defecto en su magnífica teoría. Yo mismo estaba en mi habitación y no la abandoné en todo el día.

—Soy consciente, profesor Coram.

—Y ¿quiere usted decir que pude estar acostado en esta cama y no ser consciente de que una mujer había entrado en mi habitación?

—Nunca he dicho eso. Usted fue consciente de ello. Habló con ella. La reconoció. La ayudó a huir.

El profesor rompió de nuevo a reír con una estridente carcajada. Se había puesto en pie y los ojos le brillaban como dos ascuas.

—¡Usted está loco! —gritó—. No está diciendo más que insensateces. ¿Ayudarla a huir? ¿Y dónde está ahora?

—Está ahí —dijo Holmes, y señaló con el dedo hacia una estantería alta en la esquina de la habitación.

Vi cómo el anciano levantaba los brazos, cómo cruzaba por su adusto rostro una convulsión terrible y cómo se hundía de nuevo en su sillón. En ese mismo momento, la estantería a la que había señalado Holmes, se abrió hacia afuera gracias a una bisagra y una mujer salió precipitadamente a la habitación.

—¡Tiene razón! —exclamó, con un curioso acento extranjero—. ¡Tiene razón! ¡Estoy aquí!

Se había puesto perdida de polvo y estaba cubierta de telarañas que procedían de las paredes de su escondite. Tenía también el rostro tiznado pero, ni en el mejor de sus momentos, hubiese pasado por atractiva, porque tenía exactamente las características físicas que había adivinado Holmes, con una barbilla terca y pronunciada por añadidura. Debido a su ceguera natural y debido al paso de la oscuridad a la luz, estaba aturdida, pestañeando a su alrededor para ver dónde estábamos y quiénes éramos. Sin embargo, a pesar de todos esos inconvenientes, había cierta nobleza en el comportamiento de la mujer, una valentía en el mentón desafiante y en la cabeza altiva que obligaba a tener cierto respeto y admiración por ella. Stanley Hopkins había puesto su mano sobre el brazo de ella y la declaraba arrestada, pero ella lo apartó suavemente, con una dignidad dominante que lo obligó a obedecerla. El anciano se reclinó en su sillón, con el rostro crispado, y se quedó mirándola con ojos pensativos.

—Sí, señor, estoy arrestada —dijo—. Desde donde me encontraba he podido oírlo todo, y sé que se han enterado de la verdad. Lo confieso todo. Fui yo quien mató al joven. Pero, tiene razón, usted, el que decía que había sido un accidente. Ni siquiera sabía que era un abrecartas lo que tenía en mi mano, porque, en mi desesperación, cogí lo primero que había en la mesa y lo golpeé para que me dejara ir. Esa es la verdad.

—Señora —dijo Holmes—, estoy seguro de que es verdad. Me temo que no está en su mejor momento.

De repente, tenía un color espantoso, más pálido aún bajo las oscuras manchas de polvo que había en su rostro. Se sentó a un lado de la cama; luego, prosiguió:

—Estaré poco tiempo aquí —dijo—, pero quisiera que supiesen toda la verdad. Soy la esposa de este hombre. No es inglés. Es ruso. Su nombre no se lo voy a decir.

Por primera vez, el anciano se conmovió.

—¡Dios te bendiga, Anna! —exclamó—. ¡Dios te bendiga!

Ella lanzó una mirada de profundísimo desdén en dirección al anciano y le dijo:

—¿Por qué te aferrarás con tanta fuerza a esa vida miserable tuya? Le hace daño a muchos y ningún bien a nadie…, ni siquiera a ti mismo. Sin embargo, no es cosa mía hacer que se rompa el frágil hilo de tu vida antes de lo designado por Dios. Ya tengo bastante sobre mi alma desde que crucé el umbral de esta casa maldita. Pero debo hablar o será demasiado tarde.

»Les he dicho, caballeros, que soy la esposa de este hombre. Él tenía cincuenta y yo era una insensata chica de veinte años cuando nos casamos. Fue en una ciudad de Rusia, en una universidad…, no daré el nombre del lugar».

—¡Dios te bendiga, Anna! —murmuró el anciano de nuevo.

—Éramos reformistas…, revolucionarios…, nihilistas, ya saben. Él y yo y muchos más. Entonces, vino una época de altercados, mataron a un oficial de policía, arrestaron a muchos, carecían de pruebas, y, con el fin de salvar su propia vida y ganar una gran recompensa, mi marido traicionó a su propia esposa y a sus compañeros. Sí, nos arrestaron a todos por su confesión. A algunos de nosotros nos mandaron a la horca y a otros a Siberia. Yo estaba entre estos últimos, pero mi condena no era de por vida. Mi marido vino a Inglaterra con sus ganancias ilícitas y ha vivido con discreción desde entonces, porque sabía que, si la Hermandad se enteraba de donde estaba, no pasaría una semana antes de que se hiciera justicia.

El anciano alargó una mano temblorosa y cogió un cigarrillo.

—Estoy en tus manos, Anna —dijo—. Siempre has sido buena conmigo.

—Todavía no les he contado el colmo de su vileza —dijo ella—. Entre nuestros camaradas de la Hermandad, había uno que era mi amigo del alma. Era noble, desinteresado, cariñoso —todo lo que mi marido no era—. Odiaba la violencia. Todos éramos culpables —si hay culpa en ello—, pero él no. Escribió una y otra vez para disuadirnos de seguir por un camino así. Esas cartas lo hubiesen salvado. Al igual que mi diario, en el que día a día había registrado mis sentimientos hacia él y el punto de vista que cada uno de nosotros habíamos adoptado. Mi marido encontró y guardó ambas cosas: diario y cartas. Los escondió y juró todo lo jurable en contra de la vida del joven. En eso fracasó, pero enviaron a Alexis preso a Siberia, donde ahora, en este mismo momento, trabaja en una mina de sal. Piensa en ello, tú, desgraciado, tú, desgraciado…, ahora, ahora, en este mismo momento, Alexis, un hombre cuyo nombre no te mereces ni pronunciar, trabaja y vive como un esclavo, y, a pesar de todo, tengo tu vida en mis manos y te dejo marchar.

—Siempre has sido una mujer muy noble, Anna —dijo el anciano, dando una calada a su cigarrillo.

Ella se había levantado, pero se dejó caer de nuevo con un breve grito de dolor.

—Debo terminar —dijo—. Cuando acabó mi condena, decidí obtener el diario y las cartas que le proporcionarían la libertad a mi amigo si se los enviaba al gobierno ruso. Sabía que mi marido había venido a Inglaterra. Tras meses de búsqueda, descubrí dónde estaba. Sabía que todavía tenía el diario, porque, cuando estaba en Siberia, una vez recibí una carta suya en la que me reprochaba y copiaba algunos pasajes de sus páginas. Pero estaba segura de que, con ese carácter vengativo que tiene, nunca me lo daría por voluntad propia. Debía obtenerlo por mí misma. Con este fin contraté a un detective de una empresa privada que entró en la casa de mi marido como secretario —fue tu segundo secretario, Sergius, el que te dejó con tantas prisas—. Descubrió que esos papeles estaban guardados en el armario e hizo un molde de la llave. No iría más lejos. Me facilitó un plano de la casa y me dijo que por la mañana el despacho estaba siempre vacío porque el secretario trabajaba aquí. Así que, por último, me armé de todo el valor posible y vine a conseguir los papeles por mí misma. Y lo logré, pero ¡a qué precio!

»Acababa de coger los papeles y estaba ya cerrando el armario cuando el joven me agarró. Lo había visto ya esa mañana. Se había cruzado conmigo en la carretera y le había pedido que me dijera dónde vivía el profesor Coram, porque no sabía que era empleado suyo».

—¡Eso es! ¡Eso es! —dijo Holmes—. El secretario volvió y le habló a su jefe de la mujer con la que se había cruzado. Entonces, con su último aliento, trató de enviarle un mensaje: que ha sido ella…, la mujer de la que acababan de estar hablando.

—Debe dejarme continuar —dijo ella, con un tono imperativo y el rostro contraído por el dolor—. Cuando cayó, salí precipitadamente de la habitación, elegí la puerta errónea y me vi en la habitación de mi marido. Me dijo que me entregaría. Le hice ver que, si lo hacía, su vida estaría en mis manos. Que si él me entregaba a la policía, yo podía entregarle a la Hermandad. No lo decía porque quisiera vivir, sino porque deseaba cumplir con mi objetivo. Él sabía que haría lo que le estaba diciendo…, que su destino estaba ligado al mío. Por esa razón, y por ninguna otra, me protegió. Me metió en ese escondrijo oscuro, un vestigio de otra época, que solo conocía él. Comió en su propia habitación, y así pudo darme parte de su comida. Acordamos que, cuando la policía se hubiese marchado de la casa, me escabulliría por la noche y no volvería nunca más. Pero, de alguna manera, usted ha descubierto nuestros planes —sacó de la pechera del vestido un paquete pequeño—. Estas son mis últimas palabras —dijo—, aquí está el paquete que salvará a Alexis. Se lo confío a su honor y a su amor por la justicia. ¡Cójalo! Entréguelo en la embajada rusa. Ahora, he cumplido con mi deber y…

—¡Deténganla! —gritó Holmes, que había saltado al otro lado de la habitación y le había arrancado de la mano un pequeño frasco.

—¡Demasiado tarde! —dijo, arrellanándose en la cama—. ¡Demasiado tarde! Me he tomado el veneno antes de salir de mi escondrijo. ¡Todo me da vueltas! ¡Me voy! Se lo encomiendo, señor, recuerde el paquete.

 

—Un caso sencillo, y, a pesar de ello, en muchos sentidos, muy instructivo —señaló Holmes, cuando viajábamos de vuelta a la ciudad—. Desde el principio, todo giraba en torno a los quevedos. Pero, si no hubiera sido por la casualidad de que el joven agonizante le arrebatara las gafas, no estoy seguro de que hubiésemos podido dar con nuestra solución alguna vez. Tenía claro por la graduación de las gafas que la portadora debía de ser muy corta de vista y encontrarse indefensa cuando carecía de ellas. Cuando me pidió que creyera que había caminado por una estrecha franja de césped sin dar ni un solo paso en falso, subrayé, como quizá recuerde, que era una hazaña digna de mención. Para mí mismo llegué a la conclusión de que era una hazaña imposible, excepto en el improbable caso de que tuviera un segundo par de gafas. Me vi obligado, por tanto, a considerar seriamente la hipótesis de que se había quedado dentro de la casa. Al advertir la semejanza entre los dos pasillos, me quedó claro que era posible que ella se hubiese equivocado entre ambos con mucha facilidad, y que, en ese caso, era evidente que había tenido que entrar en la habitación del profesor. Por tanto, estaba completamente alerta a cualquier cosa que corroborara esa suposición, y examiné la habitación minuciosamente en busca de algo con forma de escondite. La alfombra parecía de una pieza y sujeta con firmeza al suelo, así que descarté la idea de una trampilla. Era muy probable que hubiese un recoveco detrás de los libros. Como saben, tales artimañas eran frecuentes en las estanterías antiguas. Reparé en que los libros estaban amontonados en el suelo y en otros lugares, pero que se había dejado despejada una estantería. Luego, esa podía ser la puerta. No lograba ver marcas para guiarme, pero la alfombra era de un color parduzco, que se prestaba muy bien a ser examinada. Por tanto, me fumé un gran número de aquellos excelentes cigarrillos, y dejé caer la ceniza por toda la zona que había delante de la estantería sospechosa. Fue un truco sencillo, pero sumamente efectivo. Entonces, bajamos y confirmé, en su presencia, Watson, sin que se diera cuenta del sentido de mis comentarios, que el consumo de comida por parte del profesor Coram había aumentado…, tal y como uno esperaría cuando se está surtiendo de ella a una segunda persona. Así que subimos otra vez a la habitación, cuando, al tirar la caja de cigarrillos, obtuve una excelente vista del suelo y pude ver con bastante claridad, por las huellas sobre la ceniza de cigarrillo, que la prisionera había salido en nuestra ausencia de su refugio. Bueno, Hopkins, ya estamos en Charing Cross, y le doy mi enhorabuena por haber llevado a buen término su caso. Irá a la jefatura de policía, sin duda. Creo, Watson, que usted y yo vamos a dar un paseo en coche juntos hasta la embajada rusa.

*FIN*


“The Adventure of the Golden Pince-Nez”,
The Strand Magazine, 1904


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