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La aventura de los seis Napoleones

[Cuento - Texto completo.]

Arthur Conan Doyle

No era algo excepcional que el señor Lestrade, de Scotland Yard, se pasase a vernos por la tarde, y sus visitas eran bien recibidas por Sherlock Holmes, ya que le permitían mantenerse al corriente de todo lo que sucedía en la central de la policía. A cambio de las noticias que Lestrade le llevaba, Holmes se mostraba siempre dispuesto a escuchar con atención los detalles de algún caso del que se estuviese encargando, y, de vez en cuando, podía, sin intervenir activamente, darle alguna pista o sugerencia que extrajese de entre sus vastos conocimientos y experiencias.

Esa tarde en concreto, Lestrade había estado hablando del tiempo y de la prensa. Luego se quedó en silencio, dando caladas a su cigarro concentrado. Holmes lo miró fijamente.

—¿Se trae algo especial entre manos? —preguntó.

—Oh, no, señor Holmes, nada que se salga demasiado de lo común.

—Entonces, hábleme de ello.

Lestrade se rió.

—Bueno, señor Holmes, es inútil negarle que le estoy dando vueltas a algo. Sin embargo, es un asunto tan ridículo que dudaba si molestarle con eso. Por otra parte, aunque sea banal, es, sin duda alguna, extraño, y sé que le gusta todo lo que se salga de lo común. Pero, a mi entender, entra más en el campo del doctor Watson que en el nuestro.

—¿El de la enfermedad? —dije.

—El de la locura, en todo caso. ¡Y una locura bien extraña! ¿A que ni se le hubiese pasado por la cabeza que haya alguien vivo todavía hoy que odie tanto a Napoleón I como para romper cualquier imagen suya que tenga delante de los ojos?

Holmes se arrellanó en su sillón.

—No es asunto de mi competencia —dijo.

—Exacto. Eso es lo que yo decía. Pero, por otra parte, cuando un hombre allana una casa con el fin de romper imágenes que no son de su propiedad, el asunto sale del ámbito del médico para pasar al del policía.

Holmes se enderezó en su asiento.

—¡Allanamiento! Eso es más interesante. Hábleme de los detalles.

Lestrade sacó su libreta oficial y repasó sus páginas para recordarlos.

—El primer caso denunciado sucedió hace cuatro días —dijo—. Pasó en la tienda de Morse Hudson, que tiene un local en Kennington Road en el que se venden cuadros y esculturas. El ayudante había ido al almacén un momento cuando oyó un ruido estrepitoso, y, al entrar corriendo allí, se encontró hecho trizas un busto de escayola de Napoleón que estaba con varias obras más sobre el mostrador. Se precipitó a la calle, pero, aunque varios transeúntes afirmaron haber visto a un hombre saliendo de la tienda a la carrera, ni pudo ver a nadie ni tuvo manera de identificar al granuja. Parecía haber sido uno de esos actos absurdos de gamberrismo que ocurren de vez en cuando, y se denunció al agente de ronda como tal. La pieza de escayola no valía más que unos chelines y todo el asunto resultaba demasiado pueril como para dedicarle una investigación a aquello.

»Sin embargo, el segundo caso fue más grave y también más peculiar. Ocurrió ayer por la noche.

»En Kennington Road, y a apenas cien yardas de la tienda de Morse Hudson, vive un médico de familia famoso, el doctor Barnicot, que tiene una de las clientelas más extensas al sur del Támesis. Su residencia y principal consultorio está en Kennington Road, pero tiene una consulta y dispensario auxiliar en Lower Brixton Road, a dos millas de allí. El tal doctor Barnicot es un admirador entusiasta de Napoleón y su casa está llena de libros, cuadros y reliquias del emperador francés. Hace poco, le compró a Morse Hudson dos réplicas de escayola de la célebre cabeza de Napoleón realizada por el escultor francés Devine. Una de ellas se hallaba en el vestíbulo de su casa en Kennington Road, y la otra, en la repisa de la chimenea de la consulta de Lower Brixton. Pues bien, cuando el doctor Barnicot llegó allí esta mañana, se quedó estupefacto al descubrir que habían allanado su casa durante la noche, pero que no le habían quitado nada salvo la cabeza de escayola del vestíbulo. La habían llevado afuera y la habían estrellado violentamente contra la tapia del jardín, al pie de la cual se encontraron sus añicos».

Holmes se frotó las manos.

—Desde luego, esto es muy original —dijo.

—Pensé que le gustaría. Pero todavía no he llegado al final. El doctor Barnicot tenía que estar en el dispensario a las doce de la mañana, y puede imaginarse su sorpresa cuando, al llegar allí, descubrió que habían abierto la ventana durante la noche, y que los fragmentos rotos de su segundo busto estaban esparcidos por la habitación. Lo habían hecho pedazos donde estaba. En ninguno de los dos casos había indicios que pudieran darnos una pista relacionada con el criminal o lunático que le había hecho esa jugarreta. Ahora, señor Holmes, tiene todos los hechos.

—Son peculiares, por no decir grotescos —dijo Holmes—. ¿Puedo preguntarle si los dos bustos hechos pedazos en las dependencias del doctor Barnicot eran réplicas exactas de la que destruyeron en la tienda de Morse Hudson?

—Extraídas del mismo molde.

—Tal hecho contradice la teoría de que el tipo que los rompe se mueve por un odio a Napoleón en general. Teniendo en cuenta los varios cientos de estatuas del gran emperador que deben de existir en Londres, es demasiado suponer que sea una coincidencia el que un iconoclasta sin criterio comenzara por casualidad por tres ejemplares del mismo busto.

—Bueno, yo pensé lo mismo que usted —dijo Lestrade—. Por otra parte, el tal Morse Hudson es el proveedor de los bustos en esa parte de Londres, y los tres son los únicos que había tenido en su tienda durante años. Así que, aunque, como usted dice, haya varios cientos de estatuas en Londres, es muy probable que esas tres fuesen las únicas en ese distrito. Por lo tanto, un fanático del barrio hubiese empezado por ellos. ¿Qué le parece a usted, Watson?

—No hay límites para las posibilidades de la monomanía —respondí—. Tenemos la condición que los psicólogos franceses modernos han bautizado como la idée fixe, que puede ser trivial en sí misma y estar asociada a una cordura total en todos los demás aspectos. Un hombre que haya leído extensamente acerca de Napoleón, o que tal vez haya heredado algún agravio familiar de la Gran Guerra, es muy posible que concibiera una idée fixe semejante, y bajo su influencia ser capaz de cualquier atrocidad estrafalaria.

—Eso no me vale, mi querido Watson —dijo Holmes negando con la cabeza—, porque ninguna idée fixe del mundo le hubiese permitido a su interesante monomaniaco descubrir dónde se encontraban esos bustos.

—Bueno, ¿y cómo lo explica usted?

—No es mi intención hacerlo. Solo quería advertirles de que hay un cierto método en el extravagante proceder del caballero. Por ejemplo, en el vestíbulo del doctor Barnicot, donde un ruido posiblemente hubiese despertado a la familia, se sacó el busto afuera antes de romperlo, mientras que en el dispensario, donde había menos riesgo de alarma, lo hicieron pedazos en el sitio. El asunto parece trivial hasta lo ridículo; sin embargo, no me aventuraría a decir que nada es banal cuando pienso que algunos de mis casos más clásicos han tenido inicios de lo menos prometedores. Recordará, Watson, cómo el terrible suceso de la familia Abernetty llamó mi atención por lo profundo que se había hundido el perejil en la mantequilla durante un día de calor. No puedo permitirme, por lo tanto, sonreírme ante sus tres bustos rotos, Lestrade, y le estaré muy agradecido si me informa de cualquier cambio en esta cadena de acontecimientos tan peculiar.

 

El cambio que había pedido mi amigo llegó de una manera más rápida e infinitamente más trágica de lo que hubiese podido imaginar. Me estaba vistiendo todavía en mi dormitorio a la mañana siguiente cuando oí que llamaban a la puerta y entraba Holmes con un telegrama en la mano. Lo leyó en alto:

 

Venga de inmediato a Pitt Street 131, Kensington.

Lestrade

 

—¿Para qué será? —pregunté.

—No lo sé…, quizá no sea nada. Pero sospecho que es la continuación de la historia de las esculturas. En ese caso, nuestro amigo, el iconoclasta, ha comenzado sus actividades en otro barrio de Londres. Hay café encima de la mesa, Watson, y tengo un coche en la puerta.

En media hora habíamos llegado a Pitt Street, un pequeño remanso de paz justo al lado de una de las arterias más animadas de la vida londinense. El número 131 era una de las viviendas de una hilera de casas todas de fachada plana, respetables y muy poco románticas. Al acercarnos, nos encontramos la verja de enfrente de la casa deformada por una multitud curiosa. Holmes silbó.

—¡Santo Dios! Como poco ha habido un intento de asesinato. Solo eso haría detener a un mensajero de Londres. Se trata de un acto violento como indican los hombros caídos y el cuello estirado de ese tipo. ¿Qué es esto, Watson? Los escalones de arriba fregados y los otros secos. Bastantes huellas, en cualquier caso. Vaya, vaya, ahí está Lestrade en la ventana de la fachada, y pronto lo sabremos todo sobre esto.

El oficial nos recibió con el rostro muy serio y nos condujo al salón, en donde un anciano sumamente desaliñado y alterado, vestido con una bata de franela, iba de un lado a otro de la habitación. Nos lo presentaron como el dueño de la casa: el señor Horace Harker, del Sindicato Central de Prensa.

—Otra vez el caso del busto de Napoleón —dijo Lestrade—. Parecía interesado ayer noche en ello, señor Holmes, así que pensé que tal vez le alegrara estar presente ahora que el asunto ha dado un giro mucho más grave.

—¿Qué clase de giro?

—Asesinato. Señor Harker, ¿les contaría a estos caballeros qué sucedió exactamente?

El hombre de la bata se volvió hacia nosotros con expresión de gran tristeza.

—Qué cosa tan extraña —dijo— que me haya pasado toda la vida recogiendo las noticias de otros, y ahora que me ha pasado a mí una noticia real me siento tan confuso y desconcertado que no puedo hilvanar dos palabras seguidas. Si hubiese venido aquí como periodista, me hubiese entrevistado a mí mismo y tenido dos columnas para cada periódico de la tarde. En mi estado actual, estoy revelándole una valiosa información una y otra vez a una sarta de personas diferentes, y no puedo utilizarla para mí. A pesar de todo, he oído hablar de usted, señor Sherlock Holmes, y, con que encontrara una explicación para este asunto tan raro, me compensaría la molestia de contarle la historia.

Holmes se sentó y escuchó.

—Todo parece estar relacionado con ese busto de Napoleón que compré para esta misma habitación hace más o menos cuatro meses. Me lo vendieron barato en Harding Brothers, a dos portales de la estación de High Street. Una buena parte de mi trabajo periodístico lo hago de noche, y a menudo me quedo escribiendo hasta la mañana temprano. Eso es lo que hice hoy. Estaba sentando en mi estudio, que está en el piso de arriba en la parte trasera de la casa, a las tres de la madrugada, cuando me pareció oír ruidos en el piso de abajo. Me puse a escuchar, pero no se repitieron, y llegué a la conclusión de que procedían del exterior. Entonces, de repente, aproximadamente cinco minutos más tarde, se oyó un chillido más que horrible…, el ruido más espantoso, señor Holmes, que haya oído nunca. Resonará en mis oídos mientras viva. Me quedé sentado, helado de terror durante unos minutos. Luego cogí el atizador y fui abajo. Cuando entré en esta habitación, me encontré la ventana abierta de par en par, y me di cuenta enseguida de que el busto había desaparecido de la repisa de la chimenea. Por qué un ladrón se llevaría tal cosa supera mi entendimiento, porque no era más que una réplica de escayola y no tenía valor real alguno.

»Puede ver usted mismo que cualquiera que saliera por esa ventana abierta podía alcanzar el umbral de la puerta principal dando una zancada larga. Eso era claramente lo que el ladrón había hecho, así que me di la vuelta para abrir la puerta. Al salir a la oscuridad, estuve a punto de caerme encima de un hombre muerto que yacía allí. Volví corriendo por una luz, y allí estaba el pobre hombre: un buen tajo en la garganta y todo el suelo bañado en sangre. Yacía de espaldas, con las rodillas dobladas, y la boca espantosamente abierta. Esa imagen me perseguirá noche y día. Solo me dio tiempo a soplar en mi silbato de la policía y luego me debí de desmayar, porque no recuerdo nada más hasta que vi al policía inclinado sobre mí en el vestíbulo».

—Bien, ¿y quién era el hombre asesinado? —preguntó Holmes.

—No hay nada que lo identifique —respondió Lestrade—. Ya verá el cuerpo en el depósito, pero no hemos sacado nada en claro hasta ahora. Es un hombre alto, moreno, muy fornido, de no más de treinta años. Está pobremente vestido, pero, pese a ello, no parece un obrero. Encontramos una navaja de mango de asta tirada en el charco de sangre que había a su lado. Si fue el arma con el que se cometió el crimen o si pertenecía al difunto, eso no lo sé. No hay nombres en su ropa ni nada en los bolsillos, excepto una manzana, un poco de cuerda, un mapa de Londres de un chelín y una fotografía. Aquí la tiene.

Era una instantánea tomada con una cámara pequeña. Mostraba a un hombre despierto de rasgos simiescos marcados con cejas espesas, y una singular protuberancia en la parte inferior de la cara como el hocico de un babuino.

—¿Y qué ha sucedido con el busto? —preguntó Holmes después de un estudio minucioso del retrato.

—Nos estaban informando sobre él justo antes de que llegaran ustedes. Lo han encontrado en el jardín delantero de una casa vacía en Campden House Road. Estaba roto en pedazos. Iba a ir ahora para verlo. ¿Vienen?

—Por supuesto. Solo tengo que echar un vistazo —examinó la alfombra y la ventana—. O el tipo tenía unas piernas muy largas, o era un hombre muy ágil —dijo—. Con el foso que da al sótano debajo, no es una hazaña nada desdeñable alcanzar el alféizar y abrir la ventana. Salir es, en comparación, sencillo. ¿Va a venir con nosotros a ver los restos de su busto, señor Harker?

El abatido periodista se había sentado a un escritorio.

—Tengo que intentar sacar algo en claro de todo esto —dijo—, aunque no me cabe duda de que las primeras ediciones de los periódicos vespertinos habrán salido ya con todos los detalles. ¡Menuda suerte tengo! ¿Se acuerdan de cuando se hundió la tribuna de Doncaster? Pues bien, yo era el único periodista en la tribuna, y mi periódico fue el único que no informó de ello, porque estaba demasiado alterado como para escribirlo. Y ahora voy a llegar demasiado tarde con un asesinato cometido en el umbral de mi propia casa.

Cuando estábamos dejando la habitación, oímos cómo su pluma corría de manera estridente sobre el folio.

El lugar donde se encontraron los fragmentos del busto estaba solo a unos cientos de yardas de allí. Por primera vez nuestras miradas recorrieron esa efigie del gran emperador que parecía despertar un odio tan destructivo y desesperado en la mente del desconocido. Se encontraba desperdigado en trozos menudos sobre la hierba. Holmes recogió varios de ellos y los examinó cuidadosamente. Yo estaba convencido, por el ensimismamiento de su rostro y la resolución de sus movimientos, de que, por fin, tenía una pista.

—¿Y bien? —preguntó Lestrade.

Holmes se encogió de hombros.

—Todavía nos queda un largo camino por recorrer —respondió—. Sin embargo…, sin embargo…, bueno, tenemos algunos hechos sugerentes a partir de los que podemos actuar. Poseer este busto trivial es más valioso a ojos de este extraño criminal que una vida humana. Ese es el primer punto. Luego tenemos el peculiar hecho de que no lo rompió en la casa ni justo en el exterior de la casa, si romperlo es su único propósito.

—Andaba nervioso y con prisas por el encuentro con ese otro tipo. Apenas sabía lo que estaba haciendo.

—Bueno, eso es bastante probable. Pero me gustaría llamar su atención muy en particular sobre la posición de esta casa con respecto al jardín en el que se destruyó el busto.

Lestrade miró a su alrededor.

—Era una casa deshabitada, y por eso sabía que no lo molestarían en el jardín.

—Sí, pero hay otra casa deshabitada más allá calle arriba por la que debió pasar antes de llegar a esta. ¿Por qué no lo rompió allí, dado que es evidente que cada yarda más que lo transportaba hacía que aumentara el riesgo de toparse con alguien?

—Me rindo.

Holmes señaló con el dedo la farola que había sobre nuestras cabezas.

—Aquí podía ver lo que hacía y allí no. Esa fue la razón.

—¡Cielo santo, pues es verdad! —dijo el detective—. Ahora que lo pienso, rompió uno de los bustos del doctor Barnicot no lejos de una lámpara roja. Y bien, señor Holmes, ¿qué debemos hacer a partir de ese hecho?

—Recordarlo…, tenerlo archivado. Tal vez suceda algo más adelante que tenga relación con él. ¿Qué medidas propone que adoptemos ahora, Lestrade?

—La manera más práctica de solucionarlo, a mi entender, es identificar al difunto. No debería costarnos. Cuando hayamos descubierto quién es y quiénes son sus socios, deberíamos tener un buen punto de partida para enterarnos de qué estaba haciendo en Pitt Street la pasada noche, y quién era la persona que se encontró con él y lo mató en el umbral del señor Horace Harker. ¿No cree?

—Sin duda, no obstante, no es exactamente la manera en que abordaría el caso.

—¿Y qué haría usted entonces?

—¡Ah, no debe dejar que le influya de ninguna manera! Le sugiero que continúe con su línea de investigación y yo con la mía. Podemos cotejar notas más tarde, y unas complementarán a las otras.

—Muy bien —dijo Lestrade.

—Si regresa a Pitt Street, es posible que vea al señor Horace Harker. Cuéntele de mi parte que he llegado a una conclusión, y que definitivamente un lunático peligroso y homicida con delirios napoleónicos estuvo en su casa esta noche. Será útil para su artículo.

Lestrade se lo quedó mirando.

—¿No creerá eso de verdad?

Holmes sonrió.

—¿No? Bueno, quizá no. Pero estoy seguro de que le interesará al señor Horace Harker y a los suscriptores del Sindicato Central de Prensa. Ahora, Watson, creo que vamos a descubrir que nos queda un largo día y bastante complicado de trabajo por delante. Le agradecería, Lestrade, si le pareciera conveniente, que nos viésemos en Baker Street esta tarde a las seis. Hasta entonces, me gustaría quedarme con esa fotografía hallada en el bolsillo del difunto. Posiblemente tenga que pedirle que me acompañe y ayude en una pequeña expedición que tendremos que emprender esta noche, si mi razonamiento resultara ser correcto. Hasta entonces, ¡adiós y buena suerte!

Sherlock Holmes y yo caminamos juntos hacia High Street, y allí nos detuvimos en la tienda de Harding Brothers, donde se había adquirido el busto. Un joven dependiente nos informó de que el señor Harding estaría ausente hasta pasado el mediodía, y que él mismo era un recién llegado que no podía proporcionarnos ninguna información. En el rostro de Holmes se traslució su decepción y enfado.

—Bueno, bueno, no podemos esperar salirnos siempre con la nuestra, Watson —dijo por fin—. Debemos volver por la tarde si el señor Harding no está aquí hasta entonces. Estoy, como sin duda ha sospechado, tratando de rastrear esos bustos hasta su origen, con el fin de descubrir si no hay nada singular que pueda ser responsable de su asombroso destino. Encaminémonos a la tienda del señor Morse Hudson, en Kennington Road, y veamos si él puede aclarar el problema.

Una hora de coche nos llevó hasta el establecimiento del marchante de retratos. Era un hombre bajo y rechoncho con la cara roja y un talante irascible.

—Sí, señor. En mi propio mostrador, señor —dijo—. Que paguemos impuestos para no se sabe qué, cuando cualquier sinvergüenza puede entrar y romper las propiedades de uno. Sí, señor, fui yo quien le vendió al doctor Barnicot sus dos esculturas. ¡Una vergüenza, señor mío! Una conspiración nihilista, se lo digo yo. Nadie aparte de un anarquista andaría rompiendo esculturas por ahí. Unos rojos y unos republicanos, eso es lo que son. ¿Quién me proporcionó las esculturas? No veo qué tiene que ver esto con lo que ha ocurrido. Bueno, pues si de verdad quiere saberlo, me las proporcionaron en Gelder & Co., en Church Street, Stepney. Es una casa muy conocida y llevan veinte años en el negocio. ¿Cuántos tenía? Tres: dos y una, tres; dos del doctor Barnicot y una hecha añicos a plena luz del día en mi propio mostrador. ¿Que si conozco al de la fotografía? No, no lo conozco. Espere, sí, sí lo conozco. Vaya, es Beppo. Es un italiano que trabaja a destajo y echaba una mano en la tienda. Sabía esculpir un poco, dorar y enmarcar, y hacía apaños. El tipo me dejó la semana pasada y no he vuelto a saber nada de él desde entonces. No, no sé de dónde venía ni adónde iba. No tuve problemas con él mientras estuvo aquí. Se había ido dos días antes de que hicieran añicos el busto.

—Bueno, eso es todo lo que podíamos esperar obtener, siendo razonables, de Morse Hudson —dijo Holmes cuando salíamos de la tienda—. Tenemos al tal Beppo como denominador común, tanto en Kennington como en Kensington, así que vale la pena un paseo en coche de diez millas. Ahora, Watson, dirijámonos a Gelder & Co., en Stepney, la fuente y origen de los bustos. Me sorprendería que allí no pudiésemos conseguir algo que nos ayude.

Cruzamos rápida y sucesivamente los límites del Londres elegante, el Londres hotelero, el Londres teatral, el Londres literario, el Londres comercial y, por último, el Londres náutico, hasta llegar a una ciudad ribereña de cien mil almas donde las casas de vecindad se sofocan y echan el humo de los marginados de Europa. Aquí, en una amplia avenida, antaño barrio de comerciantes acaudalados de la ciudad, nos encontramos con la fábrica de esculturas que andábamos buscando. Fuera había un patio considerable lleno de enormes piedras sin labrar. Dentro había una gran sala en la que cincuenta obreros estaban esculpiendo o moldeando. El encargado, un alemán rubio y corpulento, nos recibió atentamente, y dio respuestas claras a las preguntas de Holmes. Una consulta a sus libros reveló que se habían sacado cientos de escayolas de la copia de mármol de la cabeza de Napoleón, obra de Devine, pero que las tres que se le habían enviado a Morse Hudson un año, más o menos, antes, eran la mitad de un lote de seis, que las otras tres se habían enviado a Harding Brothers, de Kensington. No había razón alguna por la que esas seis hubieran de ser diferentes de las otras escayolas. No se le ocurría ningún posible motivo por el que nadie deseara destruirlas —de hecho, le hizo gracia la idea—. Su precio al por mayor era de seis chelines, pero el minorista se sacaría doce o más. La réplica se obtenía de dos moldes, uno para cada lado de la cara, y luego esos dos perfiles de yeso blanco se unían para completar el busto. Solían realizar ese trabajo obreros italianos en la sala en la que estábamos. Cuando terminaban los bustos, los ponían encima de una mesa en el pasillo para que se secaran, y luego los almacenaban. Eso era todo lo que podía contarnos.

Pero, al enseñarle la fotografía, esta le produjo un notable efecto al encargado. Se puso rojo de ira, y frunció las cejas sobre sus teutónicos ojos azules.

—¡Qué granuja! —exclamó—. Sí, claro que lo conozco, y muy bien. Esta casa siempre ha sido respetable, y la única vez que hemos tenido aquí a la policía fue a causa de este tipo. Ha pasado más de un año ya. Apuñaló a otro italiano en la calle, y luego se vino a la fábrica con la policía en los talones, y lo atraparon aquí. Se llamaba Beppo… Nunca supe el apellido. Me lo tengo merecido por contratar a un hombre con una cara así. Pero era un buen trabajador, uno de los mejores.

—¿Qué fue de él?

—El hombre sobrevivió y a él le cayó un año. Seguro que está ya fuera, pero no se ha atrevido a asomar la nariz por aquí. Tenemos a un primo suyo trabajando con nosotros. Supongo que podría decirles dónde está.

—No, no —exclamó Holmes—, ni una palabra al primo… Ni una palabra, se lo ruego. Es un asunto muy importante, y cuanto más avanzo en él, más parece crecer en importancia. Cuando ha consultado en su libro de contabilidad la venta de esas réplicas, he reparado en que la fecha era el 3 de junio del pasado año. ¿Podría decirme la fecha en que arrestaron a Beppo?

—Se lo podría decir más o menos gracias a la lista de pagos —respondió el encargado—. Sí —siguió diciendo después de haber pasado unas páginas—, le pagamos por última vez el 20 de mayo.

—Gracias —dijo Holmes—. No creo que tenga necesidad de abusar de su tiempo y paciencia en el futuro.

Con unas últimas palabras de advertencia para que no dijera nada acerca de nuestras pesquisas, pusimos rumbo al oeste otra vez.

No fue sino muy avanzada la tarde cuando pudimos tomar un rápido almuerzo en un restaurante. Un cartel de un puesto de periódicos anunciaba en la entrada: «Atrocidad en Kensington. Asesinato a manos de un loco», y el contenido del periódico indicaba que habían publicado su relación de los hechos después de todo. Ocupaba dos columnas con una interpretación sensacionalista y florida de todo el incidente. Holmes apoyó el rotativo en la vinagrera y lo leyó mientras comíamos. Se rió por lo bajo una o dos veces.

—Esto está pero que muy bien, Watson —dijo—. Escuche: «Es un alivio saber que no hay diferencia de opiniones en este caso, puesto que el señor Lestrade, uno de los más miembros con más experiencia del cuerpo de policía, y el señor Sherlock Holmes, el célebre especialista que lo asesora, han llegado a la conclusión de que la grotesca secuencia de acontecimientos, que han acabado de manera tan trágica, tiene su origen en la locura antes que en el crimen premeditado. Ninguna explicación excepto la aberración mental puede esclarecer todos los hechos».

»La Prensa, Watson, es una institución muy valiosa si se sabe utilizar. Y ahora, si ha terminado ya, volvamos sobre la pista de Kensington y veamos qué tiene que decir sobre el asunto el encargado de Harding Brothers».

El fundador de ese gran emporio resultó ser un tipo bajito, brusco y tajante, muy listo y atildado, con las ideas claras y la lengua suelta.

—Sí, señor, ya he leído la noticia en los periódicos de la tarde. El señor Horace Harker es cliente nuestro. Le proporcionamos el busto hace algunos meses. Pedimos tres bustos de esa clase a Gelder & Co., en Stepney. Los vendimos todos. ¿A quién? Supongo que podría decírselo fácilmente si consulto nuestro libro de ventas. Sí, aquí tenemos los registros. Uno al señor Harker, ve, y otro al señor Josiah Brown, de Laburnum Lodge, Laburnum Vale, Chiswick, y otro al señor Sandeford, de Lower Grove Road, Reading. No, no he visto esta cara que aparece en la fotografía. Costaría olvidarla, ¿no cree usted? Porque pocas veces he visto a alguien más feo. ¿Que si tengo algún italiano en plantilla? Sí, señor, hay varios entre nuestros obreros y limpiadores. No me sorprendería que le hubiesen echado una ojeada al libro de ventas si hubieran querido. No hay ninguna razón en especial para vigilar ese libro. Vaya, vaya, es un asunto muy extraño, y espero que me lo haga saber si saca algo en claro de sus averiguaciones.

Holmes había tomado varias notas durante la declaración del señor Harding, y pude constatar que estaba plenamente satisfecho por el giro que estaban dando los acontecimientos. No hizo ningún comentario, sin embargo, excepto que, aunque nos diéramos prisa, llegaríamos tarde a nuestra cita con Lestrade. Efectivamente, cuando llegamos a Baker Street, el detective estaba ya allí, y nos lo encontramos caminando de un lado a otro con impaciencia febril. La gravedad de su rostro indicaba que ese día no había estado trabajando en vano.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Ha tenido suerte, señor Holmes?

—Hemos tenido un día muy atareado, y no desaprovechado del todo —explicó mi amigo—. Hemos visto a ambos minoristas y también a los fabricantes al por mayor. Ahora puedo trazar el rastro de cada uno de los bustos desde el principio.

—¡Los bustos! —exclamó Lestrade—. Bueno, bueno, usted tiene sus métodos, señor Sherlock Holmes, y no soy quien para decir ni una palabra contra ellos, pero creo que he tenido un día de trabajo más fructífero que el suyo. He identificado al difunto.

—No me diga.

—Y he descubierto el móvil del crimen.

—¡Maravilloso!

—Tenemos un inspector especializado en Saffron Hill y el barrio italiano. Pues bien, el difunto llevaba cierta imagen católica al cuello, y eso, junto con su color de piel, me hizo pensar que era del sur. El inspector Hill lo reconoció en el mismo momento en que le echó un vistazo al cadáver. Se llama Pietro Venucci, de Nápoles, y es uno de los mayores asesinos de Londres. Está relacionado con la mafia, que, como sabe, es una sociedad política secreta que impone sus normas mediante el asesinato. Ya ve cómo empieza a aclararse el asunto. El otro tipo es, probablemente, también italiano y miembro de la mafia. Ha roto las reglas de alguna manera. Ponen a Pietro tras su pista. Probablemente, la fotografía que encontramos en su bolsillo es del hombre en cuestión, para no acuchillar a la persona equivocada. Persigue al tipo, lo ve entrar en la casa, lo espera fuera y, en la refriega, es herido de muerte. ¿Qué le parece, señor Sherlock Holmes?

Holmes aplaudió en señal de aprobación.

—¡Excelente, Lestrade, excelente! —exclamó—. Pero no he conseguido seguir su explicación de la destrucción de los bustos.

—¡Los bustos! ¿Es que no puede quitarse esos bustos de la cabeza? Después de todo, no significan nada; hurto menor, seis meses como mucho. Es el asesinato lo que estamos investigando, y le digo que he reunido en mi mano todos los hilos de la trama.

—¿Y cuál es el siguiente paso?

—Pues uno muy sencillo. Iré con Hill al barrio italiano, encontraré al tipo de la fotografía que tenemos y lo arrestaremos acusado de asesinato. ¿Vendrá con nosotros?

—Creo que no. Supongo que podemos alcanzar nuestro objetivo de una manera más sencilla. No puedo decirlo a ciencia cierta, porque todo depende…, bueno, depende de un factor que está completamente fuera de nuestro control. De hecho, las apuestas están exactamente en dos contra uno. Pero tengo una gran esperanza en que, si viene con nosotros esta noche, le podré ayudar a atraparlo.

—¿En el barrio italiano?

—No, supongo que lo encontraremos en Chiswick con mayor probabilidad. Si viene conmigo a Chiswick esta noche, Lestrade, le prometo ir al barrio italiano con usted mañana, y que no se perderá nada al retrasarlo. Y ahora, creo que nos vendrán bien a todos unas horas de sueño, porque no tengo intención de salir antes de las once de la noche y es improbable que estemos de vuelta antes del amanecer. Cenará con nosotros, Lestrade, y luego le invitamos al sofá hasta que sea la hora de irnos. Entretanto, Watson, me gustaría que llamara pidiendo un mensajero, porque tengo que enviar una carta urgente y es importante que salga enseguida.

Holmes se pasó la tarde hurgando en los archivos de los periódicos viejos que atestaban uno de nuestros trasteros. Cuando por fin bajó, había un brillo de victoria en sus ojos, pero no nos dijo nada a ninguno de los dos acerca del resultado de sus pesquisas. Por mi parte, había seguido paso a paso la estrategia con la que había trazado los diferentes rastros de este complicado caso y, aunque todavía no lograba ver la meta que íbamos a alcanzar, comprendí claramente que Holmes esperaba que ese grotesco criminal tratara de hacerse con los dos bustos que quedaban, uno de los cuales, recordaba yo, estaba en Chiswick. Sin duda, el propósito de nuestro viaje era sorprenderlo en pleno acto, y no podía por menos que admirar la astucia con que mi amigo había introducido una pista falsa en el periódico de la tarde con el fin de que el tipo tuviera la idea de que podía continuar con su plan impunemente. No me sorprendió cuando Holmes me sugirió que llevara mi revólver conmigo. Él, por su parte, había cogido una pesada fusta que era su arma favorita.

A las once nos esperaba un coche en la puerta, y nos condujo a un lugar al otro lado de Hammersmith Bridge. Ahí se le mandó al cochero que esperara. Un breve paseo nos llevó a una calle apartada con agradables casas a los lados, todas con jardín propio. A la luz de una farola leímos «Laburnum Villa» en una de las jambas de la entrada. Era evidente que sus habitantes se habían ido ya a dormir porque toda la casa estaba a oscuras, excepto por un montante de abanico encima de la puerta del vestíbulo, que proyectaba un único círculo difuso en el camino del jardín. La valla de madera que separaba los jardines de la calle arrojaba una densa sombra por la parte de dentro, y ahí fue donde nos agazapamos.

—Me temo que tenemos una larga espera por delante —susurró Holmes—. Podemos dar gracias de que no esté lloviendo. Creo que no deberíamos arriesgarnos ni a fumar para pasar el rato. Pero, a pesar de todo, hay dos posibilidades contra una de vernos recompensados por nuestras molestias.

Resultó, sin embargo, que nuestra guarda no fue tan larga como nos había hecho temer Holmes, y que acabó de una manera muy repentina y peculiar. En un momento, sin el más mínimo ruido que nos avisara de su llegada, se abrió la puerta de entrada, y una figura ágil y oscura, tan rápida y ligera como un simio, subió corriendo por el camino del jardín. La vimos pasar fugazmente por la luz procedente del montante y desaparecer en la densa sombra de la casa. Se produjo una larga pausa, durante la cual contuvimos el aliento, y luego llegó a nuestros oídos un chirrido muy leve. Había abierto la ventana. Cesó el ruido y se hizo de nuevo un largo silencio. El tipo se había introducido en la casa. Vimos el destello repentino de una linterna sorda dentro de la habitación. Era evidente que no estaba allí lo que buscaba, porque vimos de nuevo el destello a través de otra persiana, y luego de otra más.

—Pongámonos junto a la ventana abierta. Le echaremos el guante cuando salga escalando por ella —susurró Lestrade.

Pero antes de que pudiéramos movernos, el tipo surgió de la casa. Cuando pasaba por el círculo de luz vacilante, vimos que transportaba consigo algo blanco bajo el brazo. Miró a hurtadillas a su alrededor. Lo tranquilizó el silencio de la calle desierta. Dándonos la espalda, depositó en el suelo su carga, y un momento después se oía el ruido de un golpe seco, seguido del estrépito de algo que se rompe. Aquel hombre estaba tan absorto en lo que estaba haciendo que ni siquiera oyó nuestros pasos al acercarnos por el césped. Saltando como un tigre, Holmes lo tiró al suelo boca abajo, y, un momento después, Lestrade y yo lo agarrábamos cada uno de una muñeca y cerrábamos las esposas en torno a ellas. Cuando le dimos la vuelta, vi una cara desagradable y cetrina, que temblaba de ira mientras nos miraba fijamente, y reconocí en el hombre al que teníamos sujeto al de la fotografía.

Pero no era a nuestro prisionero a lo que prestaba atención Holmes. Acuclillado en el umbral, se dedicaba a examinar con mucho detenimiento eso que el hombre había extraído de la casa. Era un busto de Napoleón como el que habíamos visto esa misma mañana y estaba roto en pedazos similares. Con cuidado, Holmes llevaba cada trozo separadamente a la luz, pero no se diferenciaban en ningún aspecto de cualquier otro añico de yeso. Acababa de completar su examen cuando se encendieron las luces del vestíbulo, se abrió la puerta, y el propietario de la casa, un hombre alegre y voluminoso en mangas de camisa, hizo su aparición.

—El señor Josiah Brown, supongo —dijo Holmes.

—Sí, señor, y usted, sin duda, es el señor Sherlock Holmes. Me llegó la nota que me envió por mensajero urgente e hice exactamente lo que me dijo. Cerramos todas las puertas por dentro y esperamos a que pasara todo. Bueno, pues me alegro mucho de verle y de que hayan cogido al granuja. Espero, caballeros, que entren y tomen algún tentempié.

Sin embargo, Lestrade estaba deseoso de llevar a su hombre a un lugar seguro, así que, en pocos minutos, hicimos llamar a nuestro coche e íbamos los cuatro de camino a Londres. Nuestro preso no diría ni una palabra, pero nos miraba desde la sombra de su pelo enmarañado, y una de las veces en que mi mano parecía a su alcance trató de mordérmela como un lobo hambriento. Permanecimos durante el suficiente tiempo en la comisaría como para enterarnos de que, tras registrar sus ropas, solo se le habían encontrado unos pocos chelines y una gran navaja, cuyo mango tenía abundantes rastros de sangre reciente.

—Eso está muy bien —dijo Lestrade cuando nos íbamos—. Hill conoce a toda esta gente, y nos dirá su nombre. Ya verá cómo mi teoría de la mafia resulta correcta. Pero esté seguro de que le estoy sumamente agradecido, señor Holmes, por la manera tan competente en que ha dado con él. Todavía no lo comprendo bien del todo.

—Me temo que se ha hecho demasiado tarde para andarse con explicaciones —dijo Holmes—. Además, quedan por rematar uno o dos detalles, y este es uno de esos casos que más vale pulir hasta el final. Si se pasa otra vez mañana por mi estudio a las seis, creo que seré capaz de mostrarle cómo ni siquiera ahora ha captado todo el significado de este asunto, que presenta algunas facetas que lo convierten en un caso completamente original en la historia del crimen. Si alguna vez le consiento escribir de nuevo la crónica de mis pequeños problemas, Watson, vaticino que animará sus páginas con un relato de la peculiar aventura de los bustos napoleónicos.

 

Cuando nos volvimos a encontrar a la tarde siguiente, Lestrade traía consigo mucha información relativa a nuestro prisionero. Su nombre, por lo visto, era Beppo, de apellido desconocido. Era un maleante muy conocido en la colonia italiana. Hacía tiempo había sido un escultor habilidoso y se ganaba la vida honestamente, pero algo lo había llevado por el mal camino y ya había estado dos veces en prisión: una por hurto y otra, como nosotros ya sabíamos, por apuñalar a un compatriota. Hablaba inglés a la perfección. Los motivos por los que destrozaba los bustos seguían siendo desconocidos, y se negaba a responder a cualquier pregunta sobre el tema, pero la policía había descubierto que era muy posible que hubiese hecho esos mismos bustos con sus propias manos, dado que lo habían contratado para esa clase de trabajo en la empresa Gelder & Co. Toda esta información, mucha de la cual ya conocíamos, Holmes la escuchó educada y atentamente, pero yo, que lo conocía tan bien, podía ver con claridad que tenía la cabeza en otro lado, y percibí una mezcla de expectación e inquietud tras la máscara que solía adoptar. Por fin, dio un respingo en su asiento y le brillaron los ojos. Había sonado el timbre. Un minuto después se oyeron pasos subiendo la escalera, e hizo pasar a un hombre mayor, con el rostro enrojecido y patillas entrecanas. En su mano derecha llevaba una bolsa de viaje pasada de moda que depositó encima de la mesa.

—¿Está aquí el señor Sherlock Holmes?

Mi amigo inclinó la cabeza y sonrió.

—El señor Sandeford, de Reading, supongo —dijo.

—Sí, señor, me temo que llego un poco tarde, pero los trenes son una nulidad. Me escribió acerca de un busto que me pertenece.

—Exactamente.

—Tengo su carta aquí. Decía: «Desearía tener una copia del Napoleón de Devine, y estoy dispuesto a pagarle diez libras puesto que uno de ellos le pertenece». ¿No es así?

—Cierto.

—Me sorprendió mucho su carta, porque no podía ni imaginarme cómo sabía que era propietario de una cosa así.

—Claro que se sorprendió, pero la explicación es muy sencilla. El señor Harding, de Harding Brothers, nos dijo que le había vendido su última copia, y me dio su dirección.

—Ah, es eso, ¿no? ¿Le contó lo que había pagado por él?

—No, no me lo contó.

—Bueno, aunque no sea rico, soy un hombre honrado. Solo le di quince chelines por el busto, y creo que debería saberlo antes de que le acepte las diez libras.

—Desde luego, sus escrúpulos le honran, señor Sandeford. Pero he mencionado ese precio, así que pienso atenerme a él.

—Bueno, es muy generoso por su parte, señor Holmes. He traído el busto conmigo, como me pidió que hiciera. ¡Aquí lo tiene!

Abrió su bolsa y vimos, por fin, sobre nuestra mesa un ejemplar intacto de ese busto que ya habíamos visto más de una vez en pedazos.

Holmes sacó un papel de su bolsillo y dejó un cheque de diez libras sobre la mesa.

—Haga el favor de firmar ese papel, señor Sandeford, en presencia de estos testigos. Únicamente dice que me traspasa todo posible derecho que haya tenido sobre el busto. Soy un hombre meticuloso, como ve, y nunca se sabe qué giro pueden dar los acontecimientos en el futuro. Gracias, señor Sandeford; aquí está su dinero, le deseo que pase muy buena tarde.

Cuando nuestro visitante había desaparecido, los movimientos de Sherlock Holmes llamaron nuestra atención. Empezó sacando un mantel blanco limpio de un cajón y lo extendió encima de la mesa. Entonces colocó su busto recién adquirido en el centro del mantel. Por último, cogió su fusta y le dio un golpe seco a Napoleón en la coronilla. La figura se rompió en pedazos, y Holmes se abalanzó ávidamente hacia los añicos que quedaban. Un momento después, con un gran grito de triunfo, alzó uno de los trozos, en el que había incrustado un objeto redondo y oscuro como una ciruela en un pudin.

—¡Caballeros! —exclamó—, déjenme presentarles la célebre perla negra de los Borgia.

Lestrade y yo nos quedamos en silencio por un momento, y entonces, en un arrebato espontáneo, rompimos ambos a aplaudir como ante la crisis bien resuelta de una obra de teatro. Las mejillas pálidas de Holmes se sonrojaron de repente, y se inclinó hacia nosotros como el experto dramaturgo que recibe un homenaje de su auditorio. Era en tales momentos en los que, por un instante, dejaba de ser una máquina de razonar, y lo traicionaba su humana afición por la admiración y el aplauso. La misma naturaleza extraordinariamente altiva y reservada que rehuía de la celebridad pública era capaz de emocionarse profundamente ante el asombro y elogio de un amigo.

—Pues sí, caballeros —dijo—, esta es la perla más famosa que existe hoy en el mundo, y gracias a mi buena suerte, mediante una serie de razonamientos inductivos, he seguido su pista desde la habitación del príncipe de Colonna, en el hotel Dacre, en donde se perdió, hasta el interior del último de los seis bustos de Napoleón que fueron manufacturados por Gelder & Co., en Stepney. Recordará, Lestrade, el revuelo que causó la desaparición de esta valiosa joya y los esfuerzos en vano de la policía de Londres por recuperarla. A mí mismo se me consultó sobre el caso, pero fui incapaz de esclarecerlo. La sospecha recaía en la doncella de la princesa, que era italiana, y que se probó que tenía un hermano en Londres, pero no logramos encontrar ninguna relación entre ellos. El nombre de la doncella era Lucretia Venucci, y a mí no me cabe duda de que el tal Pietro que asesinaron hace dos noches era el hermano. Estuve buscando las fechas en los archivos antiguos de los periódicos y descubrí que la desaparición de la perla sucedió exactamente dos días antes del arresto de Beppo por cierto crimen violento, un hecho que tuvo lugar en la fábrica de Gelder & Co., en el mismo momento en que se estaban haciendo nuestros bustos. Ahora pueden ver claramente la secuencia de los acontecimientos, aunque la ven, por supuesto, en el orden inverso al que se presentaron ante mí. Beppo tenía la perla en su poder. Tal vez se la había robado a Pietro, tal vez había sido cómplice de Pietro, tal vez había sido el intermediario entre Pietro y su hermana. Para nosotros no tiene importancia cuál es la solución correcta.

»Lo principal es que tenía la perla y, en ese momento, cuando la llevaba consigo, estaba siendo perseguido por la policía. Se dirigió a la fábrica en la que trabajaba, consciente de que no tenía más que unos minutos para ocultar este trofeo de enorme valor, pues, de lo contrario, la encontrarían cuando lo registraran. Había seis réplicas de escayola de Napoleón secándose en el pasillo. Una de ellas todavía estaba blanda. En un instante, Beppo, un obrero habilidoso, hizo un pequeño agujero en el yeso húmedo, metió en él la perla y con unos pocos retoques tapó la abertura de nuevo. Era un escondite digno de admiración. Nadie hubiese podido encontrarla. Pero Beppo fue condenado a un año de cárcel, y, entretanto, sus seis bustos se dispersaron por Londres. No podía saber cuál contenía su tesoro. Solo rompiéndolos podía verlo. Ni siquiera agitándolos le dirían nada, porque, como el yeso estaba húmedo, era probable que la perla se hubiera adherido a él —como de hecho ocurrió—. Beppo no perdió la esperanza, y llevó a cabo su búsqueda con ingenio y perseverancia considerables. Mediante un primo que trabaja con Gelder se enteró de los minoristas que habían comprado los bustos. Se las arregló para conseguir un empleo con Morse Hudson y, de esa manera, localizó a tres de ellos. La perla no estaba en ninguno de ellos. Luego con la ayuda de cierto trabajador italiano, logró enterarse de dónde habían ido a parar los otros tres bustos. El primero estaba en casa de Harker. Allí lo siguió su cómplice, que lo hacía responsable de la pérdida de la perla, y en la refriega que siguió a su encuentro, Beppo lo apuñaló».

—Si era su cómplice, ¿para qué llevaría su fotografía? —pregunté.

—Como medio para seguir su pista si deseaba preguntar por él a un tercero. Ese es el motivo más obvio. Pues bien, después del asesinato, consideré que Beppo, probablemente, aceleraría sus siguientes pasos en lugar de diferirlos. Tendría miedo de que la policía hubiese desentrañado su secreto, así que se apresuró antes de que le llevaran ventaja. Por supuesto, no podía afirmar que no había encontrado la perla en el busto de Harker. Ni siquiera había concluido a ciencia cierta que se trataba de la perla, pero me parecía evidente que estaba buscando algo, puesto que cargaba con el busto dejando atrás otras casas con el fin de romperlo en el jardín que tenía una farola iluminándolo. Dado que el busto de Harker era uno de los tres que quedaban, las posibilidades eran exactamente las que les dije, dos contra una a que la perla estuviera en él. Quedaban dos bustos, y era obvio que iría por el de Londres en primer lugar. Advertí a los habitantes de la casa, a fin de evitar una segunda tragedia, y fuimos allí para obtener un resultado excelente. Para entonces, por supuesto, tenía claro que estábamos tras la pista de la perla de los Borgia. El nombre del hombre asesinado relacionaba un hecho con otro. Solo quedaba un único busto —el de Reading— y la perla debía estar allí. Se lo he comprado en presencia suya al propietario… y aquí lo tienen.

Nos quedamos en silencio durante un momento.

—Vaya —dijo Lestrade—, le he visto encargarse de un buen número de casos, señor Holmes, pero no sé si alguna vez he presenciado uno mejor resuelto que este. En Scotland Yard no estamos celosos de usted. No, señor, sino orgullosos, y, si viene mañana hasta allí, no habrá hombre, del inspector más veterano al agente más novato, al que no le alegrará estrecharle la mano.

—¡Gracias! —dijo Holmes—. ¡Gracias!

Y cuando se dio la vuelta me pareció que estaba más cerca que nunca de sucumbir a las reacciones humanas más emocionales de lo que nunca lo había visto. Un momento después, volvía a ser el pensador frío y práctico de siempre.

—Guarde la perla en la caja fuerte, Watson —dijo—, y saque los documentos del caso de la falsificación de Conk-Singleton. Adiós, Lestrade. Si se le cruza algún problemilla en su camino, estaré encantado, en la medida de mis posibilidades, de darle uno o dos consejos relativos a su solución.

*FIN*


“The Adventure of the Six Napoleons”,
Collier’s, 1904


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