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La aventura de Shoscombe Old Place

[Cuento - Texto completo.]

Arthur Conan Doyle

Sherlock Holmes se había pasado un largo rato inclinado sobre un microscopio de baja potencia. Entonces, se irguió y me miró buscándome con una expresión triunfal.

—Es pegamento, Watson —dijo—. Pegamento, sin lugar a dudas. ¡Eche un vistazo a esos objetos dispersos que se ven aquí!

Me agaché hacia la lente y la enfoqué para poder verlo.

—Esos pelos son hilos de una chaqueta de mezclilla. Los cuerpos grises irregulares son polvo. Hay escamas epiteliales a la izquierda. Esos grumos marrones del centro son, indiscutiblemente, pegamento.

—Bueno —dije riéndome—, estoy dispuesto a dar por buena su palabra. ¿Hay algo que dependa de esto?

—Es una demostración muy elegante —respondió—. Se acordará de que, en el caso de Saint Pancras, se encontró una gorra junto al policía fallecido. El hombre al que acusaron niega que fuese suya. Pero trabaja haciendo marcos de cuadros y suele utilizar pegamento.

—¿Es uno de sus casos?

—No. Mi amigo, Merivale, de Scotland Yard, me pidió que estudiara el caso. Desde que descubrí a ese falsificador de monedas por las limaduras de cinc y cobre de las costuras de los puños de su camisa, se han empezado a dar cuenta de la importancia del microscopio. —Miró impaciente su reloj—. Tenía cita con un cliente nuevo, pero llega tarde. Por cierto, Watson, ¿sabe un poco de carreras?

—Más me valdría. Me gasto en ellas casi la mitad de mi pensión por heridas de guerra.

—Entonces me servirá como Breve guía del Hipódromo. ¿Qué sabe de sir Robert Norberton? ¿Le dice algo ese nombre?

—Ya lo creo que sí. Vive en Shoscombe Old Place, y conozco bien ese sitio, porque una vez instalé allí mis cuarteles de verano. Norberton estuvo a punto de caer dentro de su jurisdicción.

—¿Y eso por qué?

—En aquella época, golpeó con una fusta a Sam Brewer, el célebre prestamista de Curzon Street, en Newmarket Heath. No lo mató por muy poco.

—Ah, ¡pues parece un hombre interesante! ¿Se suele comportar así muy a menudo?

—Bueno, tiene fama de ser un tipo peligroso. Debe de ser el jinete más temerario de Inglaterra. Fue segundo en el Grand National hace pocos años. Es uno de esos hombres que no ha caído en la generación correcta. Habría sido un dandi durante la Regencia: boxeador, deportista, insensato en las apuestas, amante de bellas damas, y, según dicen todos, con tantas deudas que ya no puede dar marcha atrás.

—¡Genial, Watson! Todo un retrato. Tengo la sensación de que ya conozco a ese hombre. Y ahora, ¿puede comentarme algo de Shoscombe Old Place?

—Solo que se encuentra en el centro de las tierras de Shoscombe Park y que hallará allí la célebre cuadra de Shoscombe y sus picaderos.

—Y el picador principal —añadió Holmes— es John Mason. No le sorprenda que lo sepa, Watson, esta carta que estoy desdoblando me la ha enviado él. Pero cuénteme algo más de Shoscombe. Parece que me he topado con todo un filón.

—Tenemos a los spaniel de Shoscombe —le dije—. Se habla de ellos en cada exhibición canina. La raza más selecta de Inglaterra. Son el mayor orgullo de la señora de Shoscombe Old Place.

—Que será la esposa de sir Robert Norberton.

—Sir Robert Norberton nunca se ha casado. Y mejor será, supongo, si se para uno a pensar en sus circunstancias. Vive con su hermana viuda, lady Beatrice Falder.

—Dirá que ella vive con él.

—No, no. El lugar era propiedad de su difunto esposo, sir James. Norberton no tiene ningún derecho sobre él en absoluto. No es más que un usufructo de por vida que heredará el hermano de su marido. Hasta entonces, ella recibe una renta todos los años.

—Y el hermano Robert se gasta dichas rentas, me imagino.

—Pues más o menos es eso lo que pasa. Ese tipo es un demonio y debe ponerle las cosas difíciles a su hermana. Aunque he oído que ella le tiene auténtica veneración. Pero ¿pasa algo en Shoscombe?

—Ah, eso es precisamente lo que quiero saber. Y aquí tenemos ya, espero, al hombre que puede decírnoslo.

Se abrió la puerta y el recadero hizo pasar a un hombre alto, recién afeitado, con el gesto estricto y severo que solo puede observarse en las personas que tienen que controlar a caballos o a mozos. El señor John Mason tenía bajo su autoridad a muchos de ambas clases y parecía estar capacitado para ello. Hizo una inclinación a modo de saludo con frialdad y aplomo y se sentó en el sillón que le indicó Holmes con la mano.

—¿Ha recibido mi nota, señor Holmes?

—Sí, pero no me explicaba nada en ella.

—Era un asunto demasiado delicado para contarle los detalles por carta. Y demasiado complicado. Solo podía hacerlo cara a cara.

—Bueno, estamos a su disposición.

—En primer lugar, señor Holmes, creo que mi jefe, sir Robert, se ha vuelto loco.

Holmes levantó las cejas.

—Esto es Baker Street, para consultas médicas tiene que ir a Harley Street —le dijo—. Pero ¿por qué lo dice?

—Bueno, señor Holmes, cuando un hombre hace algo raro, o un par de cosas raras, es posible que tenga alguna razón, pero, cuando todo lo que hace es raro, entonces uno se empieza a extrañar. Creo que el Príncipe de Shoscombe y el derbi le han vuelto la cabeza del revés.

—¿Se trata de un potro de los que adiestra?

—El mejor de Inglaterra, señor Holmes. Si alguien lo sabe, soy yo. Ahora bien, seré franco con ustedes, porque sé que son unos caballeros y que no saldrá de esta habitación. Sir Robert tiene que ganar este derbi. Está con el agua al cuello y es su última oportunidad. Ha invertido en ese caballo todo lo que ha podido conseguir o pedir prestado, ¡y con muy buenas apuestas! Ahora están a cuarenta a uno, pero, cuando empezó a apostar, iban casi cien a uno.

—Pero ¿cómo puede ser eso si el caballo es tan bueno?

—Nadie sabe lo bueno que es. Sir Robert ha sido demasiado listo para los ojeadores de los pronósticos. Sacaba al hermanastro del Príncipe en las presentaciones. No hay manera de distinguirlos. Pero, cuando se ponen al galope, le saca dos leguas de distancia. No piensa en otra cosa que en el caballo y la carrera. Le va la vida en ello. Guarda las distancias con los usureros hasta entonces. Si el Príncipe fracasa, está acabado.

—Parece una apuesta bastante desesperada, pero ¿a qué viene lo de la locura?

—Bueno, en primer lugar, no tiene más que mirarlo. No creo que duerma por las noches. Baja a las caballerizas a todas horas. Tiene mirada de loco. Todo esto le ha desquiciado. ¡Y luego tenemos su comportamiento con lady Beatrice!

—¡Ah! ¿A qué se refiere?

—Siempre han sido inseparables. Ambos tenían los mismos gustos y a ella le gustaban los caballos tanto como a él. Iba todos los días a la misma hora en su coche a verlos, pero, sobre todo, estaba loca por el Príncipe. Este levantaba las orejas cuando oía las ruedas en la grava y salía al trote cada mañana hacia el coche para tomarse su terrón de azúcar. Pero ahora, todo eso se ha acabado.

—¿Por qué?

—Pues parece que ha perdido todo el interés que tenía por los caballos. Hace hoy una semana que pasa siempre de largo con su coche al lado de las caballerizas sin ni siquiera dar los buenos días.

—¿Cree que han tenido alguna pelea?

—Y una pelea de las violentas, de las de ir a hacer daño. ¿Por qué si no regalaría él la mascota de su hermana, el spaniel al que quería como a un hijo? Se lo dio hace pocos días al viejo Barnes, el que regenta el Green Dragon, que está a unos cinco kilómetros de allí, en Crendall.

—Desde luego, eso sí parece raro.

—Con el corazón tan débil y la hidropesía, uno, por supuesto, no se podía esperar que lo acompañara por ahí, pero él se pasaba dos horas todas las tardes en la habitación de la hermana. Y más le valía tratarla bien, porque había sido una amiga de las que no hay. Pero todo eso se ha acabado también. Ya nunca va a verla y ella se lo ha tomado a pecho. Está alicaída y malhumorada y bebe, señor Holmes, bebe como una descosida.

—¿Bebía antes de ese distanciamiento?

—Bueno, se tomaba una copita, pero ahora no es raro que se tome toda una botella en una noche. Eso es lo que me ha dicho Stephens, el mayordomo. Todo parece distinto, señor Holmes, y hay algo que me huele mal en todo esto. Porque, vamos a ver, ¿a qué baja el señor a la cripta de la antigua iglesia por las noches? ¿Y quién es el hombre con el que se reúne allí?

Holmes se frotó las manos.

—Siga, señor Mason, que esto se pone cada vez más interesante.

—Fue el mayordomo quien lo vio ir allí. A las doce de la noche y a todo llover. Así que, a la noche siguiente, me quedé levantado en la casa y, en efecto, el señor se volvió a ir. Le seguimos Stephens y yo, pero con muchos nervios, porque, si nos llega a ver, habría sido un desastre. Cuando se altera, se lía a dar unos terribles puñetazos y ya no respeta a nadie. Así que no nos atrevimos a acercarnos demasiado, pero distinguimos perfectamente adónde se dirigía. Bajaba a la cripta embrujada y había un hombre esperándolo allí.

—¿Cómo que a la cripta embrujada?

—Bueno, señor Holmes, hay una vieja capilla en ruinas en Shoscombe. Es tan antigua que nadie ha logrado ponerle fecha. Y debajo se encuentra la cripta, que entre nosotros tiene mala reputación. Es un lugar oscuro, húmedo y solitario por el día, pero, por la noche, pocos hay en ese condado que se atrevan a acercarse. Pero el señor no tiene miedo. En la vida le ha tenido miedo a nada. Pero ¿a qué se dedica allí por las noches?

—¡Espere, espere! —le interrumpió Holmes—. Dice que hay otro hombre allí. Debe de ser alguno de sus mozos de cuadra, ¡o alguien de la casa! Desde luego, no tiene más que mirar bien y preguntarle, ¿no le parece?

—No es nadie que conozca.

—¿Cómo está tan seguro?

—Porque lo he visto, señor Holmes. Fue la segunda noche. Sir Robert se dio la vuelta y pasó junto a nosotros, junto a Stephens y junto a mí, que estábamos temblando en unos arbustos como dos conejitos porque había algo de luz de luna esa noche. Pero podíamos oír al otro yendo y viniendo por detrás de nosotros. A ese no le teníamos miedo, así que nos pusimos en pie cuando sir Robert se hubo ido y fingimos que no hacíamos más que dar un paseo a la luz de la luna. Así llegamos directamente hasta él, de forma inocente y casual, con toda tranquilidad. «Oiga, amigo, ¿quién es usted?», le dije. Supongo que no nos había oído llegar, así que nos miró por encima del hombro con cara de haber visto al diablo saliendo del infierno. Dejó escapar un grito y se largó tan rápido como pudo adentrándose en la oscuridad. ¡Lo que pudo correr! Eso se lo reconozco. En un minuto ya no podíamos verlo ni oírlo, y nunca averiguamos ni qué ni quién era.

—Pero ¿lo vieron claramente con la luz de la luna?

—Sí, juraría que tenía la cara amarilla… un tipo infame, diría yo. ¿Qué podría tener en común con sir Robert?

Holmes se quedó pensando un buen rato.

—¿Quién hace compañía a lady Beatrice Falder? —preguntó por fin.

—Tiene una doncella, Carrie Evans. Ha estado con ella los últimos cinco años.

—Y es una persona leal, no cabe duda.

El señor Mason se revolvió apurado en su asiento.

—Bastante leal —respondió por fin—. Pero no sabría a quién.

—¡Ajá! —dijo Holmes.

—No puedo ir por ahí contando chismes.

—Lo entiendo perfectamente, señor Mason. La situación está bastante clara, desde luego. Gracias a la descripción que me ha hecho el doctor Watson de sir Robert, puedo imaginarme que no hay mujer que esté a salvo de él. ¿No le parece que la pelea entre los hermanos puede deberse a ella?

—Bueno, el escándalo resultaba bastante evidente desde hacía mucho tiempo.

—Pero es posible que ella no se hubiese dado cuenta antes. Supongamos que lo descubrió de repente. Quiso echar a la mujer. Su hermano no lo permite. La enferma, con su débil corazón y su dificultad para moverse, no tenía manera de imponer su voluntad. La odiada doncella sigue atada a ella. La señora se niega a hablar, está de mal humor, le da a la bebida. Furioso, sir Robert le quita el spaniel. ¿No le parece que tiene todo el sentido?

—Bueno, es posible… hasta donde lo tiene.

—¡Exacto! Hasta donde lo tiene. ¿Qué relación habría entre todo esto y las visitas nocturnas a la vieja cripta? No tienen lugar en nuestra historia.

—No, señor Holmes, y otra cosa más que no tendría lugar. ¿Para qué querría sir Robert desenterrar un cadáver?

Holmes se enderezó de repente.

—No lo descubrimos hasta ayer mismo… después de que le escribiera a usted. Ayer, sir Robert se había venido a Londres, así que Stephens y yo bajamos a la cripta. Todo parecía estar como siempre, señor Holmes, salvo que había restos de un cuerpo humano en un rincón.

—Me imagino que informaron a la policía.

Nuestro visitante sonrió forzadamente.

—Pues, señor Holmes, creo que sería improbable que a ellos les interesara. No eran más que la cabeza y los huesos de una momia. Es posible que tuvieran mil años. Pero no estaban allí antes, eso se lo juro si quiere y también Stephens. Los tenían escondidos en el rincón, tapados con una tabla, pero ese rincón había estado siempre vacío hasta entonces.

—¿Qué hicieron con los restos?

—Pues nada, los dejamos allí mismo.

—Era lo más conveniente. Dice que ayer sir Robert salió. ¿Ha regresado?

—Nos dijo que volvería hoy.

—¿Cuándo regaló sir Robert el perro de su hermana?

—Hace hoy una semana precisamente. Una mañana el animal estaba aullando junto a la cabaña del pozo y a sir Robert le dio una de sus rabietas. Lo agarró, y ya creía que iba a matarlo cuando se lo dio a Sandy Bain, el yóquey, y le dijo que le llevara el perro al viejo Barnes, el del Green Dragon, porque no quería volver a verlo en su vida.

Holmes permaneció pensando un rato en silencio. Se había encendido su pipa más vieja y más sucia.

—Todavía no me queda claro qué es lo que quiere que haga yo en todo esto, señor Mason —dijo por fin—. ¿Puede concretar un poco más?

—Puede que esto lo concrete un poco más, señor Holmes —dijo nuestro visitante.

Se sacó un papel del bolsillo y, tras desdoblarlo cuidadosamente, nos mostró un fragmento de hueso chamuscado.

Holmes lo estudió con cierto interés.

—¿De dónde lo ha sacado?

—La caldera de la calefacción central está en el sótano que hay debajo de la habitación de lady Beatrice. Llevaba apagada una temporada, pero sir Robert se quejó de frío y mandó que la volvieran a encender.

»Lo hizo Harvey, uno de mis chicos. Esa misma mañana vino a verme con esto, lo había encontrado al quitar la ceniza. No le gustó la pinta que tenía.

—Ni a mí —dijo Holmes—. ¿Qué le parece, Watson?

Estaba carbonizado, pero no cabía duda alguna sobre su naturaleza anatómica.

—Es el cóndilo superior de un fémur humano —afirmé.

—¡Exactamente! —Holmes se había puesto muy serio—. ¿Cuándo se ocupa ese chico de la caldera?

—La enciende por las tarde y luego se va.

—Es decir, que podría pasarse cualquiera por allí durante la noche.

—Sí, señor.

—¿Se puede entrar por el exterior de la casa?

—Hay una puerta que da afuera. Y otra a una escalera que lleva al pasillo en donde se encuentra la habitación de lady Beatrice.

—Esto se pone peligroso, señor Mason: peligroso y bastante feo. ¿Y dice que sir Robert no estuvo en casa ayer por la noche?

—No, señor.

—Así que, sea quien sea quien haya quemado los huesos, no ha sido él.

—Así es, señor.

—¿Cómo se llamaba la posada de la que nos ha hablado?

—El Green Dragon.

—¿Es buena la pesca en esa parte de Berkshire?

El honrado picador dejó muy claro por el gesto de su rostro que estaba convencido de que acababa de meterse otro lunático en su angustiosa vida.

—Pues, señor Holmes, por lo que sé hay truchas en el río del molino y lucios en el lago de la casa.

—Con eso me vale. Watson y yo somos pescadores célebres… ¿o no lo somos, Watson? En adelante, se podrá poner en contacto con nosotros en el Green Dragon. Llegaríamos esta noche. Ni que decir tiene que no queremos que nos vean juntos, señor Mason, pero nos puede avisar allí y, sin duda, si le necesito, conseguiré encontrarle. Cuando hayamos avanzado un poco más en el asunto, le ofreceré una opinión más fundamentada.

 

Así, una soleada tarde de mayo, Holmes y yo nos vimos solos en nuestro vagón de primera clase en dirección al pequeño apeadero de Shoscombe. En el portaequipajes, sobre nuestras cabezas, había un revoltijo de cañas, carretes y cestas. Y, al alcanzar nuestro destino, un breve paseo en coche nos llevó hasta una taberna chapada a la antigua, donde un anfitrión muy aficionado a la pesca, Josiah Barnes, se entusiasmó con nuestros planes de eliminación de los peces de los alrededores.

—¿Qué nos dice del lago de la mansión, de probar con los lucios? —le comentó Holmes.

El rostro del posadero se ensombreció.

—No se lo aconsejo, señor. Corre el riesgo de acabar dentro del lago antes de empezar.

—¿Y eso por qué?

—Por sir Robert, señor. Está tremendamente suspicaz por los ojeadores. Si se encuentra cerca de sus picaderos a unos extraños como ustedes dos, como hay Dios que se pone a perseguirles. Sir Robert no es de los que se arriesga, sir Robert, no.

—He oído que va a presentar a uno de sus caballos al derbi.

—Sí, y además es un buen potro. Hemos puesto todo nuestro dinero en la carrera y, para colmo, el de sir Robert. Por cierto —se nos quedó mirando con ojos pensativos—, ¿no serán ustedes de los de los pronósticos?

—Claro que no. No somos más que dos londinenses agotados que están desesperados por respirar un poco del aire puro de Berkshire.

—Bueno, pues entonces, están en el lugar adecuado. De eso aquí tenemos un montón. Pero cuidado con lo que les he dicho de sir Robert. Es de los de pegar primero y preguntar después. No se acerquen a sus tierras.

—¡Entendido, señor Barnes! Desde luego que no. Por cierto, un spaniel precioso ese que está sollozando en la entrada.

—¿Verdad que sí? Es un Shoscombe de pura raza. No hay una mejor en toda Inglaterra.

—Yo también soy muy aficionado a los perros —dijo Holmes—. Ahora, si no es indiscreción, ¿le puedo preguntar cuánto vale un perro como este?

—Más de lo que podría pagar, señor. Me lo regaló el propio sir Robert. Por eso lo tengo atado. Saldría disparado para la mansión en un santiamén si lo soltara.

—Tenemos ya algunas bazas en la mano, Watson —me dijo Holmes cuando se marchó el propietario—. No es un juego sencillo, pero es posible que se nos despeje el camino en un día o dos. Por cierto, he oído que sir Robert sigue en Londres. Quizá podamos entrar en la tierra consagrada esta noche, sin miedo a que nos agreda. Hay uno o dos detalles que me gustaría confirmar.

—¿Tiene alguna teoría, Holmes?

—Solo esta, Watson: que sucedió algo hace una semana más o menos que alteró profundamente la vida de los habitantes de Shoscombe. ¿Qué fue lo que ocurrió? No podemos más que conjeturarlo a partir de sus efectos. Parecen tener una naturaleza extrañamente heterogénea. Pero eso seguramente nos ayude. Solo con los casos sosos y aburridos hay que perder la esperanza.

»Sopesemos nuestras pruebas. El hermano ya no visita a la hermana adorada y enferma. Regala a su perro favorito. ¡Su perro, Watson! ¿No le sugiere eso nada?

—Nada, aparte de que el hermano le tiene rencor.

—Bueno, puede ser eso. O… bueno, hay una alternativa. Ahora prosigamos con nuestro análisis de la situación desde el momento en que empezó la pelea si es que la hubo. La dama se queda en su habitación, cambia sus costumbres, no la ven a menos que salga en coche con su doncella, se niega a parar en las caballerizas para saludar a su caballo favorito y, por lo que parece, se da a la bebida. Eso abarca todo el caso, ¿no es verdad?

—Salvo el tema de la cripta.

—Eso pertenece a otro hilo del razonamiento. Hay dos y le ruego que no los líe. Hilo A, el que se refiere a lady Beatrice, tiene un algo vagamente siniestro, ¿no le parece?

—A mí es que no se me ocurre nada.

—Bueno, ahora, tiremos del hilo B, el que se refiere a sir Robert. Está como loco por ganar el derbi. Se encuentra en manos de los usureros y puede que, en cualquier momento, le incauten todo y que sus acreedores le quiten sus cuadras. Es un hombre temerario y desesperado. Sus ingresos proceden de su hermana. La doncella de su hermana es su marioneta. Hasta aquí parece que pisamos sobre seguro, ¿o no lo hacemos?

—Pero ¿y la cripta?

—Ah, sí, ¡la cripta! Supongamos, Watson —esto no es más que una conjetura escandalosa, una hipótesis planteada por el puro placer de argumentar—, que sir Robert haya liquidado a su hermana.

—Mi querido Holmes, eso no puede ser.

—Es muy posible, Watson. Sir Robert es un hombre de un respetable linaje. Pero, de vez en cuando, aparece un cuervo carroñero entre las águilas. Discutamos por un momento esta conjetura. No podría huir del país hasta que hubiese cobrado su fortuna, y esa fortuna solo podría cobrarse obteniendo ese inesperado triunfo con el Príncipe de Shoscombe. Por tanto, ha seguido en sus trece. Para ello, habría tenido que deshacerse del cadáver de su víctima y habría tenido también que encontrar una sustituta que representara su papel. Con la doncella como íntima, eso no sería imposible. Habrían llevado el cadáver de la mujer a la cripta, que es un lugar muy poco frecuentado y lo habrían destruido por la noche en secreto en la caldera, de lo que dejaron prueba como ya hemos visto. ¿Qué me dice, Watson?

—Bueno, todo ello es posible, si acepta la atroz conjetura del principio.

—Creo que mañana podemos realizar un pequeño experimento, Watson, con el fin de esclarecer el asunto. Mientras tanto, si pretendemos seguir metidos en el papel, sugiero que invitemos a nuestro anfitrión a un vaso de su vino y que mantengamos alguna conversación profunda sobre carpas y anguilas, que parece ser la forma más directa de ganarnos su afecto. Quizá, al hacerlo, tengamos posibilidad de descubrir algún cotilleo local que nos resulte útil.

 

Por la mañana, Holmes cayó en la cuenta de que habíamos ido sin nuestro cebo de cucharilla para percas, lo que nos eximió de pescar durante todo el día. Hacia las once salimos a pasear y nos dio permiso para que nos acompañara el spaniel melancólico.

—Es aquí —dijo cuando llegamos a una de las dos grandes entradas del bosque, que remataban unos grifos—. La anciana se da un paseo en coche a mediodía, según el señor Barnes, y este debe ir más despacio al abrirse las puertas. Cuando las cruce, y antes de que gane velocidad, quiero que usted, Watson, detenga al cochero para hacerle alguna pregunta. Olvídese de mí. Me quedaré detrás de este acebo para ver qué puedo averiguar.

La espera no fue muy larga. Un cuarto de hora después, veíamos una calesa abierta, grande y amarilla, que bajaba por el largo camino a la casa con dos caballos de tiro rucios, magníficos, de gran alzada. Holmes se agachó detrás de su arbusto con el perro. Yo me quedé despreocupadamente en la calzada haciendo balancear un bastón. Salió un guarda y abrió las puertas de golpe.

El carruaje iba ahora al paso y yo pude echar un buen vistazo a los ocupantes. Se sentaba a la izquierda una joven muy colorada con el cabello rubio y mirada de descaro. Y a su derecha había una anciana de espalda encorvada y un montón de chales por el rostro y los hombros que proclamaban que era la enferma. Cuando los caballos alcanzaron la carretera, levanté la mano con un gesto autoritario y, al detenerlos el cochero, le pregunté si sir Robert se hallaba en Shoscombe Place.

En ese mismo momento, Holmes salió del arbusto y soltó al spaniel. Con un ladrido de alegría, se lanzó hacia el carruaje y subió el estribo de un salto. Entonces, el saludo entusiasta se volvió furioso en un momento y mordió la falda negra que había allí.

—¡Siga! ¡Siga! —se oyó chillar a una voz ronca.

El cochero azotó a los caballos con la fusta y nos quedamos en medio de la carretera.

—Bueno, Watson, pues ya está —dijo Holmes mientras abrochaba la correa alrededor del cuello del alterado spaniel—. Creía que era su ama y se ha topado con un extraño. Los perros no se confunden.

—¡Pero si era la voz de un hombre! —exclamé.

—¡Exacto! Hemos añadido otra baza a nuestra mano, Watson, pero, de todas maneras, hay que jugarla con cuidado.

Al parecer, mi compañero no tenía más planes para ese día y hasta utilizamos nuestro equipo de pesca en el río del molino, de lo que resultó que tuvimos un plato de trucha para la cena. No fue ya hasta después de esa comida cuando Holmes dio signos de volver a entrar en acción. De nuevo nos vimos en la misma carretera de por la mañana, la que nos condujo a las puertas del bosque. Allí nos esperaba una alta figura morena, que no era otro que nuestro conocido de Londres, el señor John Mason, el picador.

—Buenas noches, caballeros —dijo—. Tengo su nota, señor Holmes. Sir Robert no ha regresado todavía, pero he oído que se le espera esta noche.

—¿A cuánto está esa cripta de la casa? —preguntó Holmes.

—Habrá unos quinientos metros.

—Entonces, creo que podemos olvidarnos de él por completo.

—Yo no puedo permitírmelo, señor Holmes. En cuanto llegue, querrá verme para oír las últimas novedades del Príncipe de Shoscombe.

—Lo entiendo. En ese caso, debemos trabajar sin usted, señor Mason. Puede guiarnos hasta la cripta y luego marcharse.

Era una noche cerrada, sin luna, pero Mason nos condujo por los prados hasta que enfrente de nosotros apareció una mole oscura que resultó ser la antigua capilla. Entramos por el agujero que fue en tiempos el pórtico y, nuestro guía, que se movía torpemente por entre los montones de escombros, se dirigió a tientas hacia un rincón del edificio. En él había una escalera empinada que bajaba a la cripta. Encendió una cerilla para iluminar aquel melancólico lugar. Era sombrío y nauseabundo, con unos muros antiguos y en ruinas, de piedra tosca, y montones de sepulcros, algunos de plomo y otros de piedra, que llegaban por una pared hasta el techo, una bóveda de arista que desaparecía, por encima de nuestras cabezas, en las sombras. Holmes había encendido su linterna, que abría un pequeño túnel de alegre luz amarilla en el deprimente escenario. El haz se reflejaba en las placas funerarias, muchas de las cuales se hallaban adornadas con el grifo y la corona de marqués de esa vetusta familia que portaba sus emblemas hasta las puertas de la muerte.

—Nos habló de ciertos huesos, señor Mason. ¿Podría indicárnoslos antes de irse?

—Están aquí, en este rincón.

El picador cruzó el lugar en dos zancadas y entonces, cuando enfocamos nuestra luz hacia allí, se quedó mudo de asombro.

—Ya no están —dijo.

—Me lo imaginaba —añadió Holmes riéndose entre dientes—. Me figuro que todavía sería posible encontrar sus cenizas en ese horno donde se consumió una parte.

—Pero ¿y por qué demonios iba a querer nadie quemar los huesos de un hombre que lleva muerto mil años? —preguntó John Mason.

—Para eso estamos aquí, para averiguarlo —le contestó Holmes—. Puede que tardemos mucho en hacerlo, y no hace falta que le retengamos aquí. Sospecho que habremos dado con la solución antes de que se haga de día.

Cuando John Mason se hubo marchado, Holmes se puso a la tarea inspeccionando minuciosamente las tumbas, empezando por una muy antigua del centro, que parecía sajona, y siguiendo por una larga fila de Hugos y Odos normandos, hasta llegar al sir William y el Denis Falder del siglo XVIII. A Holmes le llevó una hora o más llegar a un sepulcro de plomo que había de pie al final, en la entrada de la bóveda. Se oyó un breve grito de satisfacción y deduje por sus movimientos apresurados y decididos que había logrado su propósito. Estuvo examinando ansiosamente con su lupa los bordes de la pesada tapa. Entonces, se sacó del bolsillo una palanqueta corta, una para abrir cajas, que hincó en una rendija y con la que luego levantó apoyándose en ella toda la cubierta, que parecía estar fija por un par de grapas nada más. Al ceder, se oyó un crujido estridente, pero, apenas le había saltado los goznes y revelado en parte su contenido, cuando tuvimos una interrupción inesperada.

Había alguien caminando en la capilla que teníamos encima. Era el paso firme y ligero de alguien que venía por un motivo concreto y que conocía bien el terreno por donde andaba. Entró una luz bajando por la escalera y, al momento, el hombre que la llevaba consigo apareció enmarcado por la arcada gótica. Resultaba terrible, era una figura de enorme estatura y expresión fiera. Tenía en la mano un farol de establo que iluminaba un rostro de facciones duras, bigotes desmedidos y ojos coléricos que miraban a su alrededor furiosos hacia cada recoveco de la cripta, hasta que se quedaron clavados con una mirada asesina en mi compañero y en mí.

—¿Quién diablos son ustedes? —vociferó—. ¿Y qué están haciendo en mi propiedad?

Entonces, como Holmes no le respondió, dio un par de pasos hacia delante y levantó un pesado bastón que traía.

—¿Es que no me oyen? —gritó—. ¿Quiénes son? ¿Qué están haciendo aquí?

Blandió el garrote en el aire.

Pero en lugar de echarse a temblar, Holmes avanzó decididamente hacia él.

—Yo también tengo una pregunta que hacerle, sir Robert —dijo en su tono más severo—. ¿Quién es esta persona? Y ¿qué es lo que hace aquí?

Se volvió y arrancó la tapa del ataúd que tenía detrás. A la luz del farol, observé el cadáver envuelto en sábanas de la cabeza a los pies. Asomaban unas facciones de bruja, todo nariz y barbilla, y unos ojos vidriosos y oscuros mirándonos desde un rostro descolorido que se deshacía.

El baronet retrocedió titubeando con un grito y se apoyó en un sarcófago de piedra.

—¿Cómo han logrado enterarse? —exclamó primero—. ¿Con qué derecho se meten en esto? —dijo luego, recobrando ligeramente su agresividad.

—Me llamo Sherlock Holmes —dijo mi compañero—. Es posible que mi nombre le resulte familiar. En cualquier caso, tengo el mismo derecho que cualquier otro buen ciudadano a preservar la ley. Me parece que va a tener que dar muchas explicaciones.

Por un instante, sir Robert lo fulminó con la mirada, pero el tono sereno y el comportamiento frío y desenvuelto de Holmes tuvieron efecto.

—Por Dios, señor Holmes, no ha pasado nada —dijo—. Las apariencias están en mi contra, lo reconozco, pero no podía actuar de otra manera.

—Me encantaría creerlo, pero me temo que tendrá que explicárselo a la policía.

Sir Robert se encogió de hombros.

—Bueno, que sea lo que tenga que ser. Vayamos a la casa y podrán juzgar ustedes mismos cómo está el asunto.

 

Un cuarto de hora después, nos encontrábamos en lo que supuse que era la sala de armas de la vieja mansión, dadas las hileras de cañones bruñidos tras las vitrinas de cristal. Tenía un cómodo mobiliario y sir Robert nos dejó allí unos instantes. Cuando regresó, traía a dos acompañantes. Uno era la joven rubicunda que habíamos visto en el carruaje; el otro, un hombre bajito y con cara de rata y gestos huidizos que resultaban desagradables. Ambos daban la impresión de un absoluto desconcierto, lo que indicaba que el baronet todavía no había tenido tiempo de explicarles el giro que habían adoptado los acontecimientos.

—Estos son —dijo sir Robert señalándoles con la mano— el señor y la señora Norlett. La señora Norlett, de soltera Evans, ha sido durante unos años la doncella de confianza de mi hermana. Les he traído aquí porque creo que la mejor forma de salir de esta es explicarles la situación sin tapujos y estas son las dos únicas personas de este mundo que pueden corroborar lo que digo.

—¿Es necesario hacer esto, sir Robert? ¿Se ha parado a pensar en las consecuencias? —exclamó la mujer.

—En lo que a mí se refiere, niego toda responsabilidad en el asunto —intervino su marido.

Sir Robert lo miró con desdén.

—Yo asumiré toda la responsabilidad —dijo—. Y ahora, señor Holmes, le expondré con franqueza los hechos.

»Ha profundizado bastante en mis asuntos o no le habría encontrado donde lo hice, eso resulta obvio. Por tanto, ya sabrá, con toda probabilidad, que estoy preparando a un potro secreto para el derbi y que todo depende de que triunfe. Si gano, todo está resuelto. Si pierdo… bueno, prefiero no pensarlo.

—Entiendo su situación —dijo Holmes.

—Yo dependo de mi hermana, lady Beatrice, en todos los aspectos. Pero es ampliamente conocido que solo tiene en herencia el usufructo vitalicio. En cuanto a mí, me encuentro en manos de los usureros en cuerpo y alma. Siempre he sido consciente de que, si mi hermana muriera, mis acreedores caerían sobre mis bienes como una bandada de buitres. Me arrebatarían todo: mis cuadras, mis caballos, todo. Pues bien, señor Holmes, mi hermana murió hace exactamente una semana.

—¡Y no se lo ha dicho a nadie!

—¿Qué iba a hacer? Me enfrentaba a la ruina absoluta. Si podía aplazarlo todo tres semanas, no pasaría nada. El marido de su doncella, este hombre aquí presente, es actor. Se nos ocurrió, se me ocurrió, que podía reemplazar a mi hermana durante un breve período. No había más que dejarse ver cada día en el carruaje, porque nadie tenía necesidad de entrar en su habitación excepto la doncella. No era difícil de organizar. Mi hermana murió de la hidropesía que durante tanto tiempo la hizo sufrir.

—Eso tendrá que determinarlo el juez de instrucción.

—Su médico certificaría que sus síntomas llevaban meses anunciando ese final.

—Bueno, ¿y qué hizo usted?

—El cuerpo no podía permanecer aquí. La primera noche Norlett y yo lo sacamos a la vieja cabaña del pozo, que ahora no utiliza nadie. Sin embargo, nos siguió el spaniel de mi hermana, que no dejaba de gimotear en la puerta, así que supuse que necesita un lugar más seguro. Me deshice del spaniel y trasladé el cuerpo a la cripta de la iglesia. Sin ninguna falta de respeto ni deshonra, señor Holmes. No siento que le haya faltado a los muertos.

—Me parece a mí que su comportamiento no tiene excusa, sir Robert.

El baronet negó impaciente con la cabeza.

—Es muy fácil soltar un sermón —replicó—. Quizá lo habría visto de otra manera si hubiese estado en mi lugar. Uno no ve cómo se desbaratan todas sus esperanzas y todos sus proyectos en el último momento sin intentar, al menos, esforzarse por solucionarlo. Me pareció a mí que no resultaría un lugar de reposo indigno meterla durante esas semanas en uno de los ataúdes donde yacen los ancestros de su marido y que todavía es suelo consagrado. Abrimos un ataúd sí, quitamos su contenido, y la preparamos como han visto. Los restos anteriores, los que sacamos, no podíamos dejarlos en el suelo de la cripta. Norlett y yo nos los llevamos y él los bajó por la noche y los quemamos en la calefacción central. Esa es mi historia, señor Holmes, aunque se me escapa cómo no me ha dejado más remedio que contársela.

Holmes se quedó un buen rato sumido en sus reflexiones.

—Su relato tiene un fallo, sir Robert —dijo por fin—. Sus apuestas en la carrera, y, por tanto sus esperanzas futuras, habrían seguido en pie aunque sus acreedores le embargasen sus bienes.

—El caballo habría sido parte de los bienes. ¿Qué les importan a ellos mis apuestas? Probablemente no le habrían hecho correr. Mi acreedor principal es, por desgracia, mi peor enemigo, un granuja, Sam Brewer, al que una vez me vi forzado a azotar con la fusta en Newmarket Heath. ¿Cree usted que intentaría salvarme?

—Bueno, sir Robert —dijo Holmes al levantarse—, por supuesto, este asunto hay que comunicárselo a la policía. Mi deber era esclarecer en lo posible los hechos y debo quedarme en ese punto. En lo referente a la ética o decencia de su comportamiento, no me corresponde a mí formular una opinión. Es casi medianoche, Watson, y creo que podemos regresar a nuestra humilde morada.

Ahora es por todos conocido que este peculiar episodio terminó de manera más feliz de lo que se merecían los actos de sir Robert. El Príncipe de Shoscombe ganó finalmente el derbi, el disipado dueño se sacó ocho mil libras con las apuestas y los acreedores le dieron una prórroga hasta que concluyera la carrera, momento en que les pagó la totalidad. A sir Robert le quedó bastante como para volver a disfrutar de una buena posición en la vida. Tanto la policía como el juez de instrucción se mostraron indulgentes con el asunto y, salvo una amable amonestación por el retraso en comunicar el fallecimiento de la dama, el afortunado propietario salió incólume de ese extraño incidente. Ahora lleva una vida que ha dejado atrás sus sombras y todo apunta a que terminará en una venerable senectud.

*FIN*


“The Adventure of Shoscombe Old Place”,
The Strand Magazine, 1927


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