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La aventura del soldado pálido

[Cuento - Texto completo.]

Arthur Conan Doyle

Las ideas de mi amigo Watson, aunque escasas, son muy pertinaces. Durante mucho tiempo, me ha estado importunando con que escribiese alguna de mis vivencias. Es posible que yo haya provocado en gran medida este acoso, puesto que con frecuencia le había señalado lo superficiales que eran sus relatos y le había acusado de condescender con el gusto popular en lugar de ceñirse a los hechos y los números. «¡Pues pruebe usted, Holmes!», me replicaba, y me veo obligado a admitir que, ya con la pluma en la mano, empiezo a darme cuenta de que el asunto debe ser presentado de tal manera que pueda interesar al lector. El siguiente caso difícilmente puede defraudarlo, dado que se encuentra entre los sucesos más extraños de mi colección, aunque resulta que Watson no lo había registrado en la suya. Y, hablando de mi viejo amigo y biógrafo, aprovecharé esta oportunidad para comentar que, si cargo con un compañero en mis diversas y pequeñas averiguaciones, no se debe a algo sentimental o caprichoso, sino a que Watson tiene ciertas características notables por sí mismo a las que les ha dedicado poca atención por humildad debido a su desproporcionada estima por mis logros. Un socio que se anticipa a tus conclusiones y línea de actuación es siempre peligroso, pero uno a quien cada novedad le parece una continua sorpresa y para quien el futuro le parece siempre un libro cerrado, es, ciertamente, un compañero ideal.

Descubro en mi agenda que, en enero de 1903, justo después de la guerra de los Bóers, recibí la visita del señor James M. Dodd, un británico grande, joven, bronceado, decente. Por aquel entonces, el buen Watson me había abandonado por una esposa, el único acto egoísta del que tengo memoria a lo largo de nuestra relación. Me encontraba solo.

Tengo costumbre de sentarme de espaldas a la ventana y situar a mis visitas en el asiento de enfrente, donde la luz incide directamente en ellas. El señor James M. Dodd parecía no saber por dónde empezar la entrevista. No me esforcé en ayudarlo, pues su silencio me daba más tiempo para observar a mi visitante. Había descubierto que resultaba aconsejable impresionar a los clientes con cierta sensación de poder, conque le comenté alguna de mis conclusiones.

—Procedente de Sudáfrica, por lo que veo.

—Sí, señor —respondió algo sorprendido.

—Voluntarios de caballería imperial, me imagino.

—Ni más ni menos.

—Cuerpo de Middlesex, indudablemente.

—Así es. Señor Holmes, es usted un hacha.

Me sonreí ante la perplejidad de su expresión.

—Cuando un caballero de aspecto viril entra en mi casa con un bronceado en el rostro como nunca se ve bajo el sol inglés, y con el pañuelo en la manga en lugar de en su bolsillo, no es difícil adivinar su procedencia. Lleva una barba recortada, lo que indica que no forma parte de los regulares. Tiene trazas de jinete. En cuanto a lo de Middlesex, su tarjeta ya me había indicado que es usted corredor de bolsa en Throgmorton Street. ¿En qué otro regimiento hubiese podido servir?

—Tiene una vista excepcional.

—No es mejor que la suya, pero la he ejercitado para prestar atención en lo que veo. Pero, señor Dodd, esta mañana no se ha pasado a verme para conversar sobre la ciencia de la observación. ¿Qué le ha sucedido en Tuxbury Old Park?

—Pero ¡señor Holmes!

—Señor mío, no hay misterio alguno. Su carta tenía ese encabezamiento y, dado que ha concertado esta cita en términos tan apremiantes, estaba claro que le ha ocurrido algo repentino y trascendental.

—Sí, es cierto. Pero escribí la carta por la tarde y han pasado muchas cosas desde entonces. Si el coronel Emsworth no me hubiera echado a patadas…

—¡Le echó a patadas!

—Bueno, algo parecido. Es un hueso, el tal coronel Emsworth. El mayor ordenancista del ejército en su momento, y era un momento en el que también se hablaba de manera bastante grosera. No se lo habría pasado al coronel si no hubiese sido por Godfrey.

Encendí mi pipa y me recliné en mi asiento.

—Tal vez no le importe explicarme de quién está hablando.

Mi cliente sonrió traviesamente.

—Me había acostumbrado a dar por hecho que lo sabía todo sin que se lo dijeran —respondió—. Pero le contaré los hechos y Dios quiera que sea capaz de decirme lo que significan. Me he pasado la noche en vela rompiéndome la cabeza y cuanto más lo pienso más increíble se vuelve todo.

»Cuando me alisté, en enero de 1901 —hace exactamente dos años—, el joven Godfrey Emsworth se encontraba ya en el mismo escuadrón. Era el único hijo del coronel Emsworth —el Emsworth con una Cruz Victoria por la guerra de Crimea—, y era combativo por naturaleza, así que no es de extrañar que se ofreciera voluntario. No había mejor chaval en todo el regimiento. Entablamos amistad, la clase de amistad que solo se puede tener cuando uno vive la misma vida y comparte las mismas alegrías y penas. Era mi compañero y eso significa mucho en el ejército. Estuvimos a las duras y a las maduras juntos durante un año de violentos combates. Y, entonces, le acertaron con un rifle de caza en la batalla de Diamond Hill, a las afueras de Petroria. Recibí una carta suya desde el hospital de Ciudad del Cabo y otra de Southampton. Desde entonces, ni una línea, señor Holmes, desde hace seis meses o más, y era mi mejor amigo.

»Bueno, pues, cuando terminó la guerra, y volvimos todos a casa, le escribí a su padre y le pregunté dónde estaba Godfrey. No hubo respuesta. Esperé un poco y le volví a escribir. Esta vez obtuve respuesta, una breve y cortante. Godfrey había emprendido un viaje alrededor del mundo, y no era probable que volviera antes de un año. Eso era todo.

»Yo no me había quedado conforme, señor Holmes. Todo aquello me parecía tremendamente extraño. Era buen chaval y no habría roto así con un amigo. No era propio de él. Además, resultaba que sabía que era heredero de una buena fortuna y, también, que su padre y él no siempre hacían muy buenas migas. El viejo a veces se ponía violento y Godfrey tenía demasiado carácter para aguantarlo. No, no me había quedado conforme, y decidí que llegaría hasta el fondo del asunto. Sin embargo, se daba la circunstancia de que tenía un montón de problemas propios que necesitaba resolver tras dos años de ausencia, así que no ha sido sino hasta esta semana cuando he podido retomar el caso de Godfrey. Y ahora que lo he hecho, tengo la intención de dejarlo todo hasta que se esclarezca.

El señor James M. Dodd me parecía la clase de persona a quien sería mejor tener como amigo que como enemigo. Sus ojos azules tenían una mirada severa y su mandíbula cuadrada se había tensado al hablar.

—Bueno, ¿y qué hizo?

—Mi primer movimiento fue ir a su casa, a Tuxbury Old Park, cerca de Bedford, y ver por mí mismo qué terreno pisaba. Así pues, le escribí a la madre —ya había sabido bastante del gruñón del padre—, y ataqué de frente y con franqueza: Godfrey era mi camarada, y me habría gustado mucho poder contarle sobre nuestras experiencias juntos, iba a estar cerca de allí, había algún impedimento para que la visitara, etc. En respuesta, recibí una carta suya bastante amable y me ofreció pasar la noche en su casa. Eso fue lo que me llevó allí el lunes.

»Tuxbury Old Hall es inaccesible, está a ocho kilómetros de ninguna parte. No había coches en la estación, así que tuve que ir andando, cargado con mi maleta, y era casi de noche cuando llegué. Es una casa grande y abigarrada que se yergue en medio de un extenso jardín. Criticaría de ella que es una mezcla de toda clase de épocas y estilos, empezando por un entramado isabelino en la base y terminando con un pórtico victoriano. Dentro todo eran boiseries y tapices y retratos medio borrados: una casa de sombras y misterio. Había un mayordomo, el viejo Ralph, que parecía tener la misma edad que la casa, y estaba su mujer, que parecía más vieja incluso. Había sido el ama de cría de Godfrey y le había oído decir de ella que solo quería más a su madre que a ella, así que la miré con buenos ojos a pesar de su extraña apariencia. La madre también me pareció simpática, una mujer entrañable como una ratoncita blanca. El único que se me atravesó fue el mismo coronel.

»Enseguida tuvimos una pequeña bronca y habría echado a andar de vuelta a la estación si no me hubiese dado la sensación de que le habría seguido el juego al hacerlo. Me condujeron directamente a su despacho, y allí estaba, un hombre gigantesco y encorvado de piel ennegrecida y una barba rala y gris que se sentaba tras su escritorio revuelto. Una nariz de venas rojas sobresalía como el pico de un buitre y dos ojos grises y fieros me miraban bajo sus cejas enmarañadas. Ahora era capaz de entender por qué Godfrey raras veces hablaba de su padre.

»—Y bien, señor mío —me dijo en tono áspero—. Me gustaría conocer los auténticos motivos de esta visita.

»Le contesté que ya los había explicado en mi carta a su esposa.

»—Sí, sí, decía que había conocido a Godfrey en África. Pero, claro, solo tenemos su palabra de ello.

»—Tengo en mi bolsillo las cartas que me mandó.

»—Permítame verlas si es tan amable.

»Ojeó las dos que le había tendido y luego me las devolvió.

»—Bueno, y entonces ¿qué quiere? —me preguntó.

»—Aprecio mucho a su hijo Godfrey, caballero. Tenemos muchos vínculos y recuerdos en común. ¿No es natural que me sorprendiera su repentino silencio y que deseara saber lo que ha sido de él?

»—Si no recuerdo mal, señor mío, ya le había escrito y le había contado lo que había sido de él. Está haciendo un viaje alrededor del mundo. Se encontraba débil de salud tras sus vivencias en África, y tanto su madre como yo éramos de la opinión de que necesitaba un cambio y absoluto reposo. Sea tan amable de transmitirle esa aclaración a cualquier otro amigo que pueda estar interesado en el asunto.

»—Por supuesto —le respondí—. Pero tal vez tenga la bondad de darme el nombre del vapor y la compañía con la que navega, junto con la fecha de partida. No me cabe duda de que podría hacerle llegar una carta si lo supiese.

»Mi petición pareció confundir e irritar a mi anfitrión a partes iguales. Sus grandes cejas ensombrecieron sus ojos, y tamborileó con los dedos en la mesa con impaciencia. Alzó su mirada hacia mí con el gesto de alguien que ha visto hacer a su contrincante de ajedrez un peligroso movimiento y ha decidido cómo responder a este.

»—Mucha gente, señor Dodd —me dijo—, se ofendería con su infernal tenacidad y pensaría que esa insistencia ha alcanzado el punto de ser una terrible impertinencia.

»—Debe atribuirla, caballero, a mi sincero afecto por su hijo.

»—Precisamente. Ya he hecho todas las concesiones posibles con relación a ese punto. Debo pedirle, sin embargo, que se abstenga de seguir con sus pesquisas. Todas las familias tienen sus secretos y motivos que no siempre se les pueden aclarar a los extraños por muy buenas intenciones que tengan. Mi mujer está deseosa de oír algo sobre el pasado de Godfrey que esté dispuesto a contarle, pero le rogaría que deje su presente y su futuro tranquilos. Pesquisas así no le serán a nadie de provecho, señor mío, y nos pone a nosotros en una posición delicada y difícil.

»Me topé así con un callejón sin salida, señor Holmes. No conseguí nada después de aquello. Solo podía fingir que aceptaba la situación y prometerme a mí mismo que nunca descansaría hasta que hubiese esclarecido la suerte de mi amigo. Fue una tarde tediosa. Cenamos en silencio, los tres juntos, en un comedor sombrío, desvaído y antiguo. La dama me estuvo interrogando ilusionada acerca de su hijo, pero el anciano parecía malhumorado y deprimido. Yo estaba tan aburrido por todo aquello que me inventé una excusa en cuanto fue razonable y me retiré a mi dormitorio. Era una habitación amplia y desnuda de la planta de abajo, tan sombría como el resto de la casa, pero, después de un año durmiendo en la pradera sudafricana, señor Holmes, uno no se pone quisquilloso con dónde duerme. Descorrí las cortinas y miré al jardín, y me di cuenta de que hacía buena noche y una media luna brillaba en el cielo. Entonces me senté junto al fuego con la lámpara encima de una mesa a mi lado y traté de distraerme con una novela. Sin embargo, me interrumpió Ralph, el viejo mayordomo, que entró con una nueva provisión de carbón.

»—Pensé que podría quedarse corto durante la noche, señor. Hace mucho frío y estas habitaciones no son cálidas.

»Vaciló antes de marcharse de mi habitación y, cuando levanté la mirada, lo tenía enfrente con una mirada afligida en su rostro arrugado.

»—Le ruego que me disculpe, caballero, pero no he podido evitar oír lo que ha dicho del joven amo Godfrey durante la cena. Ya sabe, caballero, que lo crió mi esposa, así que para mí es como un hijo adoptivo. Como es natural, nos interesa saber de él. ¿Y dice usted que se comportó con honor, caballero?

»—No hubo hombre más valiente en el regimiento. Una vez me rescató de entre los rifles de los bóers y, si no hubiera sido por él, no estaría aquí.

»El viejo mayordomo se frotó las enjutas manos.

»—Sí, caballero, sí, así se porta el amo Godfrey adondequiera que vaya. Siempre fue muy audaz. No hay árbol en el jardín, caballero, en el que no haya trepado. Nada podría haberlo parado. Era un buen chico, y, ay, caballero, era un buen hombre.

»Yo me levanté de un salto.

»—¡Un momento! —exclamé—. Dice que lo era. Habla de él como si estuviera muerto. ¿Por qué se andan con tanto misterio? ¿Qué ha pasado con Godfrey Emsworth?

»Agarré al anciano por el hombro, pero retrocedió.

»—No sé a qué se refiere, caballero. Pregúntele al señor acerca del amo Godfrey. Él sabe lo que sucede. No es asunto mío.

»Iba a salir de la habitación, pero lo retuve por el brazo.

»—Escuche —le dije—. Va a responderme a una pregunta antes de marcharse así tenga que retenerlo aquí toda la noche. ¿Está muerto Godfrey?

»No podía mirarme a los ojos. Era como un hombre hipnotizado. Le costó que saliera la respuesta de sus labios. Y fue una terrible e inesperada.

»—¡Ojalá lo estuviera! —exclamó y, zafándose de mí, salió precipitadamente de la habitación.

»Como comprenderá, señor Holmes, volví a sentarme no muy alegre. Me parecía que las palabras del anciano solo conducían a una interpretación posible. A todas luces, mi pobre amigo se había visto involucrado en alguna actividad criminal o, al menos, poco honrosa que afectaba al honor de la familia. Ese viejo tan estricto había enviado a su hijo fuera y lo había apartado del resto del mundo para que no saliera a la luz ningún escándalo. Godfrey era un tipo impetuoso. Se dejaba influenciar fácilmente por la gente de su entorno. Sin duda había caído en malas manos y le habían llevado a la ruina. Era un asunto lamentable, si realmente había sucedido de esa manera, pero aun así era mi deber dar con él y comprobar si podía ayudarlo. Estaba cavilando angustiado en este asunto cuando levanté la mirada y allí estaba Godfrey Emsworth de pie enfrente de mí.

Mi cliente hizo una pausa como si se encontrase bajo una intensa emoción.

—Le ruego que continúe —le dije—. Su problema presenta aspectos muy poco habituales.

—Estaba al otro lado de la ventana, señor Holmes, con el rostro apretado contra el cristal. Como le he dicho, yo había estado mirando por la ventana. Cuando lo hice, había dejado las cortinas medio descorridas. En esa abertura estaba enmarcada su figura. La ventana llegaba hasta el suelo y podía verlo de los pies a la cabeza, pero fue su rostro lo que se adueñó de mi mirada. Estaba mortalmente pálido… nunca he visto a un hombre tan pálido. Me imagino que los fantasmas tendrán ese aspecto. Pero sus ojos se encontraron con los míos y eran los ojos de un hombre con vida. Dio un respingo cuando vio que me había quedado mirándolo y se desvaneció en la oscuridad.

»Había algo estremecedor en él, señor Holmes. No era solamente ese rostro fantasmal y tembloroso que brillaba tan blanco como un queso en la oscuridad. Era algo más sutil: algo huidizo, algo furtivo, algo culpable, algo tremendamente impropio del muchacho franco y varonil que había conocido. Me dejó dentro una sensación de horror.

»Pero, cuando un hombre ha estado sirviendo con el amigo bóer como rival, controla sus nervios y actúa deprisa. Apenas había desaparecido Godfrey cuando yo ya estaba en la ventana. Tenía un cierre complicado y tardé un poco antes de poder levantarlo. Entonces, salí a toda prisa y bajé corriendo por el sendero del jardín en la dirección en la que pensaba que podía haber ido.

»Era un sendero largo y la luz no era muy buena, pero me pareció que algo se movía delante de mí. Seguí corriendo y lo llamé por su nombre, pero fue en vano. Cuando llegué al final del sendero, este se ramificaba en varios más con diferentes direcciones hacia diversos pabellones. Me quedé allí dudando hasta que oí claramente el sonido de una puerta al cerrarse. No venía de detrás de mí, de la casa, sino de delante, de algún lugar en la oscuridad. Eso me bastó, señor Holmes, para asegurarme de que no había tenido una visión. Godfrey había huido de mí corriendo, y había cerrado una puerta tras de sí. De eso estaba seguro.

»No había nada más que pudiese hacer y pasé una noche agitada dándole vueltas al asunto en mi cabeza y tratando de hallar alguna teoría que tuviera en cuenta todos los hechos. Al día siguiente, me pareció que el coronel estaba de un ánimo bastante más conciliador y, cuando su esposa me comentó que había algunos lugares interesantes en las proximidades, me dio pie a preguntar si les incomodaba mi presencia allí una noche más. El consentimiento, algo a regañadientes, del anciano me daba un día entero para llevar a cabo mis indagaciones. Ya estaba absolutamente convencido de que Godfrey se ocultaba en algún lugar allí cerca, pero dónde y por qué seguía sin estar claro.

»La casa era tan grande y laberíntica que podría haberse ocultado en ella un regimiento y nadie se habría enterado. Si residía allí el secreto, me sería difícil desentrañarlo. Pero la puerta que había oído cerrarse de ninguna manera se encontraba en la casa. Debía aventurarme en el jardín y ver lo que podía encontrar. No tuve ningún problema por el camino, ya que los ancianos estaban todos ocupados en sus asuntos y me habían dejado a mis anchas.

»Había varios pabellones pequeños cercanos a la casa, pero en el linde del jardín se veía un edificio aislado de cierto tamaño, lo bastante amplio para ser la residencia de un jardinero o de un guardabosques. ¿Acaso podía ser ese el lugar de donde me había llegado el sonido de esa puerta que se cerraba? Me acerqué despreocupadamente, como si estuviera paseando sin rumbo por los jardines. Cuando lo hice, un hombre bajo, de aspecto inquieto y con barba, que llevaba un abrigo negro y un bombín —sin ninguna pinta de jardinero—, salió por la puerta. Para mi sorpresa, cerró al hacerlo y se metió la llave en el bolsillo. Entonces, se me quedó mirando con cierto asombro.

»—¿Está usted aquí de visita? —me preguntó.

»Le expliqué quién era y que era amigo de Godfrey.

»—Una lástima que haya salido de viaje, porque le habría gustado mucho verme —proseguí.

»—Así es. Absolutamente —dijo con un aire bastante culpable—. Sin duda repetirá su visita en un momento más propicio.

»Siguió su camino, pero, cuando me di la vuelta, vi que se había quedado vigilándome, mal escondido entre los laureles del extremo del jardín.

»Le eché un buen vistazo a la casita al pasar, pero habían corrido unas cortinas tupidas tras las ventanas, y, hasta donde alcancé a ver, estaba vacía. Podía echar a perder mi propia estrategia e incluso que me expulsaran del lugar si era demasiado temerario, pues era consciente de que todavía me vigilaban. Por lo tanto, regresé dando un paseo a la casa y esperé al anochecer para proseguir con mi investigación. Cuando todo estuvo a oscuras y en silencio, salí a hurtadillas por mi ventana y seguí mi camino tan sigilosamente como pude hacia el misterioso pabellón.

»Como ya le dije, tenía cortinas tupidas, pero ahora me encontraba con que también tenían echadas las contraventanas. Con todo, por una de ellas salía algo de luz, así que centré mi atención en esa ventana. Estaba de suerte, porque no habían corrido del todo la cortina, y había una rendija en la contraventana, así que podía ver dentro de la habitación. Era un sitio bastante acogedor, con una lámpara encendida y un fuego en la chimenea. Enfrente de mí estaba sentado el bajito a quien había visto por la mañana. Estaba fumándose una pipa y leyendo un periódico.

—¿Qué periódico? —le pregunté.

Mi cliente pareció molesto por esa interrupción de su relato.

—¿Qué importa eso? —me replicó.

—Es absolutamente esencial.

—La verdad, no me di cuenta.

—Es posible que se fijase si era un periódico de hojas grandes o de esas más pequeñas que uno asocia con los semanarios.

—Ahora que lo dice, no era grande. Quizá fuese el Spectator. Sin embargo, no estaba muy pendiente de ese tipo de detalles, porque un segundo hombre estaba sentado de espaldas a la ventana, y podía jurar que ese segundo hombre era Godfrey. No pude ver su cara, pero la caída de sus hombros me era familiar. Estaba recostado sobre uno de sus codos con una disposición muy melancólica, y el cuerpo girado hacia el fuego. Estuve dudando acerca de cómo debía actuar hasta que sentí una palmada brusca en el hombro y allí estaba el coronel Emsworth junto a mí.

»—¡Por aquí, caballero! —me dijo en voz baja.

»Caminó en silencio hacia la casa, y lo seguí hasta mi propio dormitorio. Había cogido un horario de trenes en el vestíbulo.

»—Sale uno a Londres a las ocho treinta —me dijo—. Tendrá el coche en la puerta a las ocho.

»Se había puesto lívido de rabia y, desde luego, yo me veía en una posición tan complicada que no pude más que farfullar alguna disculpa incoherente con la que traté de pedir perdón insistiendo en mi inquietud por mi amigo.

»—El asunto está fuera de toda discusión —me interrumpió secamente—. Se ha entrometido de la manera más detestable en la privacidad de nuestra familia. Ha venido aquí como invitado y se ha comportado como un espía. No tengo nada más que decir, caballero, excepto que no deseo volver a verle nunca más.

»En ese momento, perdí la paciencia, señor Holmes, y le hablé un poco exaltado.

»—He visto a su hijo ahí dentro y estoy convencido de que, sea cual sea la razón, lo está ocultando de la gente. No tengo ni idea de cuáles son sus motivos para aislarlo de esta manera, pero estoy seguro de que no goza ya de libertad. Le advierto, coronel Emsworth, que, hasta que no tenga la certeza de que mi amigo se halla a salvo y feliz, no cejaré en mis esfuerzos por llegar hasta el fondo del misterio, y que, desde luego, no permitiré que me intimide nada de lo que diga o haga.

»El viejo tenía un aspecto diabólico, y, la verdad, pensaba que estaba a punto de abalanzarse sobre mí. Ya le he dicho que era un viejo gigante sombrío y feroz, y, aunque yo no soy ningún alfeñique, me habría visto en un aprieto para defenderme. Sin embargo, tras una prolongada mirada de rabia, se dio media vuelta y salió de la habitación. Por mi parte, cogí el citado tren por la mañana, con la firme intención de venir directamente a verle a usted y pedirle consejo y ayuda en la cita que le había solicitado por escrito.

Ese era el problema que me expuso mi visita. Presentaba, como el perspicaz lector ya habrá apreciado, pocas dificultades en su resolución, porque había pocas alternativas que llegaran hasta la raíz del problema. A pesar de ello, por elemental que fuese, había novedosos puntos de interés por los que puedo justificar el haberlo incluido en mi historial. En ese momento procedí, utilizando mi conocido método de análisis lógico, a reducir las soluciones posibles.

—¿Cuántos sirvientes había en la casa? —le pregunté.

—Hasta donde yo sé, solo estaban el viejo mayordomo y su mujer. Parecían vivir de una manera muy sencilla.

—Entonces ¿no había ningún sirviente en el pabellón del jardín?

—Ninguno, a menos que el bajito de la barba actuara como tal. Pero parecía una persona con bastante clase.

—Eso me parece muy revelador. ¿Obtuvo algún indicio de que llevaran comida de una casa a otra?

—Pues, ahora que lo menciona, vi al viejo Ralph llevando una cesta por el jardín e iba en dirección a esa casa. En ese momento no se me ocurrió que pudiera ser comida.

—¿Investigó en el lugar?

—Sí, lo hice. Estuve hablando con el jefe de estación y también con el posadero del pueblo. Simplemente les pregunté si sabían algo de mi viejo amigo, Godfrey Emsworth. Tanto uno como otro me aseguraron que se había ido de viaje alrededor del mundo. Había vuelto a casa y luego, casi de inmediato, se había marchado de nuevo. Era evidente que todo el mundo daba por buena la historia.

—¿No dijo nada de sus sospechas?

—Nada.

—Muy inteligente por su parte. Desde luego, hay que indagar en el tema. Volveré con usted a Tuxbury Old Park.

—¿Hoy?

Daba la casualidad de que, en ese momento, estaba aclarando el caso que mi amigo ha bautizado como la aventura del colegio Abbey, en el que el duque de Greyminster estaba profundamente involucrado. Tenía también un encargo del sultán de Turquía que requería actuar de inmediato, pues de lo contrario se podían derivar consecuencias políticas de la mayor gravedad. Por eso, hasta el principio de la siguiente semana, como recoge mi diario, no pude irme para comenzar mi misión en Bedfordshire en compañía del señor James M. Dodd. Al pasar por Eustonn, recogimos a un caballero grave y taciturno que mostraba un aspecto gris y férreo, tal y como lo había acordado con él.

—Le presento a un viejo amigo —le dije a Dodd—. Es posible que su presencia sea absolutamente innecesaria, pero, por otro lado, quizá sea esencial. No es preciso en este mismo momento profundizar en el asunto.

Los relatos de Watson han acostumbrado al lector, sin duda, al hecho de que, mientras un caso sigue en curso, soy parco en palabras y no aireo mis pensamientos. Dodd pareció sorprendido, pero nadie dijo nada más, y seguimos los tres nuestro viaje juntos. En el tren, le hice a Dodd una pregunta que deseaba que oyese nuestro compañero.

—Afirma usted que vio el rostro de su amigo por la ventana con bastante claridad, ¿con tanta claridad para estar seguro de quién era?

—No me cabe ninguna duda, en absoluto. Apretaba la nariz contra el cristal. La luz de la lámpara incidía de lleno en él.

—¿No es posible que fuese alguien que se le pareciese?

—No, no, era él.

—Pero dice que estaba cambiado.

—Solo el color de su piel. Su cara estaba… ¿cómo describírsela? De la misma blancura que el vientre de un pescado. Estaba descolorido.

—¿Estaba igual de pálido por todas partes?

—Creo que no. Lo que vi con más claridad fue su frente, que estaba apretada contra la ventana.

—¿Lo llamó por su nombre?

—Estaba demasiado perplejo y asustado en ese momento. Luego corrí tras él, como ya le he dicho, pero sin ningún resultado.

Prácticamente había resuelto el caso, y solo me faltaba un pequeño detalle para rematarlo. Cuando, después de un trayecto considerable, llegamos a la extraña casa vieja y laberíntica que mi cliente había descrito, Ralph, el anciano mayordomo, fue quien nos abrió la puerta. Había alquilado el coche para el día y le había pedido a mi provecto amigo que se quedara dentro a menos que tuviéramos que enviar por él. Ralph, un viejecillo arrugado, vestía el traje de levita negra y pantalones grisáceos de rigor con una única y curiosa variante. Llevaba guantes marrones de cuero, que, al vernos, se quitó de inmediato, y que luego dejó en la mesa del vestíbulo cuando pasamos por allí. Tengo, como mi amigo Watson quizá haya comentado, unos sentidos anormalmente agudos, y advertí claramente un olor leve aunque penetrante. Parecía tener su origen en la mesa del vestíbulo. Me volví, puse mi sombrero allí, lo derribé, me agaché a recogerlo, y procuré acercar mi nariz a un palmo de los guantes. Sí, no cabía duda de que era de ellos de donde emanaba el peculiar olor alquitranado. Entré en el despacho con el caso resuelto. Pero, ay, ¡que tenga que mostrar mis cartas así cuando estoy contando mi propia historia! Ocultando esos eslabones de la cadena deductiva era como Watson lograba proporcionar sus llamativos finales.

El coronel Emsworth no estaba en su estudio, pero vino bastante pronto al recibir el mensaje de Ralph. Oímos sus pasos rápidos y pesados por el pasillo. La puerta se abrió de golpe y se precipitó adentro con una barba hirsuta y el gesto torcido: un viejo horrible como nunca haya visto. Llevaba nuestras tarjetas en la mano y las rompió y pisoteó los pedazos.

—¿No le he advertido ya, maldito metomentodo, de que se marchara de mi propiedad? Nunca se atreva a asomar su condenada cara por aquí otra vez. Si vuelve a entrar sin mi permiso, estaré en mi derecho de recurrir a la violencia. ¡Le dispararé, señor mío! ¡Por Dios que lo haré! En cuanto a usted, caballero —dijo volviéndose hacia mí—, esa advertencia le incluye a usted también. Estoy familiarizado con su innoble profesión, pero deberá irse a aplicar sus célebres habilidades a otro sitio. Aquí no hay lugar para ellas.

—No puedo marcharme de aquí —afirmó mi cliente con firmeza— hasta que oiga de los propios labios de Godfrey que no lo tienen recluido.

Nuestro involuntario anfitrión tocó la campanilla.

—Ralph —dijo—, baje a llamar por teléfono a la policía del condado y pídale al inspector que nos envíe dos agentes. Dígale que hay ladrones en la casa.

—Un momento —intervine—. Tiene que ser consciente, señor Dodd, de que el coronel Emsworth está en su derecho y que no tenemos ninguna autoridad en su casa. Por otra parte, él debería admitir que sus actos están movidos únicamente por la preocupación por su hijo. Me atrevería a decir que, si se me permitiesen cinco minutos de conversación con el coronel Emsworth, seguramente podría hacerle cambiar de opinión sobre el asunto.

—A mí no se me hace cambiar de opinión fácilmente —replicó el viejo soldado—. Ralph, haga lo que le he dicho. ¿A qué demonios está esperando? ¡Llame a la policía!

—Nada de eso —dije, poniendo la espalda contra la puerta—. La más mínima intervención de la policía causaría justamente la catástrofe que tanto se teme. —Cogí mi libreta y garabateé una palabra en una hoja suelta—. Eso —dije mientras se la tendía al coronel Emsworth— es lo que nos ha traído aquí.

Se quedó mirando lo escrito con un rostro del que había desaparecido toda expresión excepto la sorpresa.

—¿Cómo lo sabe? —dijo sin aliento mientras se desplomaba en su silla.

—Mi negocio consiste en saber cosas. Es mi oficio.

Se quedó sumido en sus pensamientos; con la enjuta mano tiraba de su barba rala. Entonces hizo un gesto de resignación.

—Bien, si desean ver a Godfrey, lo verán. No es lo que quería, pero no me ha dejado más remedio. Ralph, dígales al señor Godfrey y al señor Kent que, en cinco minutos, nos reuniremos con ellos.

Transcurrido el tiempo, bajamos por el sendero del jardín y nos vimos enfrente de la casa misteriosa del final de este. Un hombre bajo y con barba estaba de pie en la puerta con una mirada de notable asombro en su rostro.

—Esto es muy repentino, coronel Emsworth —dijo—. Trastocará todos nuestros planes.

—No puedo evitarlo, señor Kent. No tenemos más remedio. ¿Puede recibirnos Godfrey?

—Sí, está esperando dentro.

Se volvió y nos condujo a una sala de estar amueblada con sencillez. Había un hombre de pie de espaldas al fuego y, al verlo, mi cliente se abalanzó hacia él con una mano tendida.

—Pero, bueno, Godfrey, viejo amigo, ¡esta sí que es buena!

Pero el otro hizo un gesto para que retrocediera.

—No me toques, Jimmie. Mantén la distancia. Sí, ¡ya puedes mirarme a gusto! Ya no me parezco mucho al elegante soldado de primera Emsworth, del escuadrón B, ¿verdad?

Desde luego su aspecto era extraordinario. Se podía ver que había sido un hombre guapo de verdad, de facciones marcadas y tostadas por el sol africano, pero estaba cubierto de manchas por la tez oscura, extrañas manchas blanquecinas que habían decolorado su piel.

—Esa es la razón por la que no atiendo a las visitas —dijo—. Tú no me preocupas, Jimmie, pero habría prescindido gustosamente de tu amigo. Supongo que hay una buena razón para ello, pero me has dejado en una posición incómoda.

—Quería asegurarme de que estabas bien, Godfrey. Te vi esa noche cuando miraste por mi ventana y no podía dejar pasar el asunto hasta que aclarase las cosas.

—El viejo Ralph me dijo que estabas aquí y no pude evitar ir a verte un momento. Esperaba que no me hubieses visto y tuve que correr de vuelta a mi madriguera cuando oí que subías la ventana.

—Pero, en nombre del cielo, ¿cuál es el problema?

—Bueno, no es una historia muy larga —dijo, encendiéndose un cigarrillo—. ¿Te acuerdas del combate de esa mañana en Buffelsspruit, en las afueras de Petroria, en la línea oriental de trenes? ¿Te enteraste de que me habían disparado?

—Sí, me enteré, pero nunca me dieron los detalles.

—Tres de nosotros nos quedamos aislados de los demás. Era una región muy abrupta, puede que te acuerdes. Éramos Simpson —el tipo al que llamábamos Calvorota Simpson—, Anderson y yo. Estábamos quitando de en medio al hermano bóer, pero estaba escondido y nos rodearon a tres de nosotros. Mataron a los otros dos. Una bala de rifle me atravesó el hombro. No obstante, me aferré a mi caballo y galopé durante varios kilómetros antes de que me desmayara y me cayera rodando de la silla de montar.

»Cuando volví en mí, anochecía, y me puse en pie, aunque me sentía muy débil y enfermo. Para mi sorpresa, había una casa cerca de allí, una casa bastante grande con una escalera ancha en la entrada y muchas ventanas. Hacía un frío mortal. Te acordarás de esa especie de frío que solía arreciar por las noches, el que te dejaba paralizado, ese frío letal y atenazador, que era todo lo contrario a una helada saludable de las que te despejan. Pues bien, estaba helado hasta los huesos, y mi única esperanza parecía encontrarse en llegar hasta esa casa. Fui tambaleándome a pie y me arrastré hacia allí, apenas consciente de lo que hacía. Tengo un vago recuerdo de subir los escalones lentamente, de entrar por una puerta abierta de par en par, de pasar a una sala amplia que albergaba varias camas, y de dejarme caer con un suspiro de satisfacción en una de ellas. Estaba sin hacer, pero no me molestó en absoluto. Me eché las sábanas por encima temblando y al instante estaba profundamente dormido.

»Era por la mañana cuando me desperté y me pareció que, en lugar de haber llegado a un remanso de tranquilidad, había aparecido en alguna pesadilla extraordinaria. El sol africano lo inundaba todo a través de las grandes ventanas sin cortinas y cada detalle del enorme dormitorio común, desnudo y encalado, se distinguía con claridad y nitidez. Enfrente de mí había de pie un hombre bajo, casi un enano, con una cabeza enorme y abultada, que estaba farfullando frenéticamente en holandés, agitando dos manos horribles que apuntaban hacia mí como dos esponjas marrones. Detrás de él, había un grupo de personas a las que se notaba que les divertía mucho la situación, pero un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando los miré con atención. Ninguna de ellas era un ser humano normal. Todos estaban retorcidos o tumefactos o desfigurados de alguna extraña forma. Oír la risa de esas raras aberraciones resultaba espeluznante.

»Parecía que ninguno de ellos sabía hablar inglés, pero había que aclarar la situación, porque la criatura de cabeza grande estaba poniéndose terriblemente furiosa y, mientras profería unos alaridos propios de una fiera salvaje, me había cogido con sus manos deformes y me sacó a rastras de la cama, sin miramiento alguno ante la sangre que seguía manando de mi herida abierta. El pequeño monstruo era fuerte como un toro, y no sé qué hubiese hecho de mí de no ser por un anciano que estaba claramente al mando y al que había atraído la algarabía de la sala. Dijo unas pocas palabras imperiosas en holandés y mi acosador se echó atrás acobardado. Luego, se volvió hacia mí y se me quedó mirando absolutamente perplejo.

»—¿Cómo demonios ha llegado aquí? —me preguntó estupefacto—. ¡Espere un momento! Ya veo que está exhausto y que necesita que le curen ese hombro herido que tiene. Soy médico; enseguida le atiendo. Pero ¡hombre! Aquí se encuentra usted en mayor peligro que en el campo de batalla. Está en un lazareto y ha dormido en la cama de un leproso.

»¿Hace falta que te cuente más, Jimmie? Por lo visto, al ver la batalla que se avecinaba, habían evacuado a todas esas pobres criaturas el día anterior. Luego, cuando avanzaron los británicos, estos los habían traído de regreso con el director médico, quien me aseguró que, aunque se creía inmune a la enfermedad, nunca se habría atrevido a hacer lo que yo había hecho. Me condujo a una habitación particular, me trató amablemente, y en una semana más o menos me trasladaron al hospital general de Pretoria.

»Así que ahí lo tienes. Esa es mi tragedia. Me aferraba a la esperanza, y no fue sino, al llegar a casa, cuando las marcas espantosas que ves en mi cara me convencieron de que no me había librado. ¿Qué iba a hacer? Estaba en esta casa apartada. Teníamos dos sirvientes en quienes podíamos confiar plenamente. Había un pabellón donde podía vivir. El señor Kent, que es médico, estaba dispuesto a quedarse conmigo en secreto. Parecía bastante sencillo bajo esas premisas. La alternativa era terrible: el aislamiento de por vida entre extraños sin ninguna esperanza de poder salir. Pero era necesario guardar un absoluto secreto, o incluso aquí, en esta zona tranquila del campo, se habría producido un clamor y me habrían arrastrado a mi horrible destino. Hasta tú, Jimmie, hasta tú debías permanecer en la ignorancia. No consigo imaginar por qué se ha ablandado mi padre.

El coronel Emsworth me señaló.

—Este caballero no me ha dejado más remedio. —Desdobló el trozo de papel en el que había escrito la palabra «lepra»—. Me pareció que si sabía tanto era más seguro que lo supiera todo.

—Y así es —dije—. ¿Quién sabe? Quizá saquen algo bueno de ello. He creído entender que solo el señor Kent ha visto al paciente. ¿Puedo preguntarle, caballero, si es usted una autoridad en este tipo de dolencias que, hasta donde alcanzo, tienen un origen tropical o subtropical?

—Poseo los conocimientos corrientes para alguien versado en medicina —comentó con cierta frialdad.

—No me cabe duda, señor mío, de que es usted sobradamente competente, pero estoy seguro de que estará de acuerdo conmigo en que en un caso así resulta valiosa una segunda opinión. La han soslayado, me imagino, por miedo a que les presionaran a aislar al paciente.

—Así es —dijo el coronel Emsworth.

—Había previsto esta situación —le expliqué—, de ahí que haya traído conmigo a un amigo en cuya discreción se puede confiar absolutamente. Una vez tuve oportunidad de trabajar para él y está dispuesto a dar su consejo como amigo antes que como especialista. Se llama sir James Saunders.

No se habría reflejado más sorpresa y alegría en el rostro de un principiante de las que transmitía el rostro del señor Kent ante la posibilidad de tratar con lord Roberts.

—Será todo un orgullo —murmuró.

—Entonces, le pediré a sir James que se pase por aquí. Ahora mismo se encuentra en el carruaje que espera en la entrada. Entretanto, coronel Emsworth, quizá podamos reunirnos en su estudio, donde les podré ofrecer las explicaciones necesarias.

Y aquí es donde echo en falta a mi Watson. Mediante agudas preguntas y exclamaciones de asombro, lograba encumbrar mi sencillo arte, que no es otra cosa que un sentido común metódico, hasta convertirlo en un prodigio. Al contar mi propia historia, no cuento con ese auxilio. A pesar de todo, ofreceré mi razonamiento de la misma manera en que se lo brindé a mi reducido público, que incluía a la madre de Godfrey, en el despacho del coronel Emsworth.

—Ese razonamiento —dije— parte del supuesto de que, cuando se ha eliminado todo lo que resulta imposible, entonces, quede lo que quede, aunque sea improbable, debe ser verdad. Cabe la posibilidad también de que existan varias explicaciones, en tal caso se someten a un examen tras otro hasta que una u otra obtiene una cantidad convincente de pruebas a su favor. Aplicaremos ahora este principio a este caso concreto. Tal y como se me expuso la primera vez, había tres explicaciones posibles para la reclusión de este caballero en un pabellón de la mansión paterna. Teníamos la explicación de que se ocultaba por un crimen, o de que estaba loco y deseaban evitarle un manicomio, o de que había alguna enfermedad que motivaba su aislamiento. No lograba imaginar otras soluciones satisfactorias. Estas eran, por tanto, las que había que cribar y comparar entre sí.

»La solución del crimen no resistía el análisis. No se había informado de ningún crimen en esa región. Estaba seguro de ello. Si se hubiese tratado de algún crimen por descubrir, entonces a la familia le habría interesado a todas luces desembarazarse del delincuente y enviarlo al extranjero en lugar de ocultarlo en casa. No lograba encontrar una explicación para comportarse de esa manera.

»La locura era más verosímil. La presencia de la segunda persona en el pabellón sugería la figura de un celador. El hecho de que hubiese cerrado la puerta cuando salía reforzaba la suposición y hacía pensar en un encierro. Por otra parte, era posible que este encierro no fuese estricto pues el joven no habría podido escabullirse e ir a ver un momento a su amigo. Recordará, señor Dodd, que estuve sondeándole sobre algunos puntos, al preguntarle, por ejemplo, acerca del periódico que estaba leyendo el señor Kent. Si hubiesen sido el Lancet o el British Medical Journal, me habrían servido de ayuda. Sin embargo, no es ilegal encerrar a un lunático en una propiedad privada siempre que haya una persona cualificada que la atienda y que las autoridades hayan sido debidamente avisadas. ¿Por qué, entonces, todo este desesperado afán de secretismo? De nuevo, no daba con una teoría que encajase con los hechos.

»Quedaba la tercera posibilidad, en la que, por extraña e improbable que fuese, todo parecía encajar. La lepra no es algo infrecuente en Sudáfrica. Por alguna casualidad extraordinaria este joven podía haberla contraído. Habría dejado a su gente en una situación terrible, puesto que habrían deseado salvarlo del aislamiento. Sería necesario un gran secretismo para evitar que se propagara el rumor y la consiguiente intervención de las autoridades. Se podría encontrar a un médico de confianza, siempre que se le pagase generosamente, para que se hiciera cargo del paciente. No había razón por la cual dejasen en libertad a este último después de anochecer. La decoloración de su piel es un resultado común de la enfermedad. Tenía un caso bien fundamentado, tan bien fundamentado que estaba decidido a actuar como si ya lo hubiese probado. Cuando, al llegar aquí, reparé en que Ralph, que era quien le llevaba el alimento, llevaba enfundados unos guantes impregnados en desinfectantes, se despejaron mis últimas dudas. Bastaba una palabra para demostrarle, señor, que se había descubierto su secreto, y, si la escribía en vez de decirla, era para probarle que podía confiar en mi discreción.

Estaba ultimando este pequeño análisis del caso cuando de pronto se abrió la puerta y se invitó a pasar a la figura adusta del gran dermatólogo. Pero, por una vez, sus rasgos de esfinge no estaban en tensión y se percibía cordialidad en sus ojos. Se acercó con paso resuelto al coronel Emsworth y le estrechó la mano.

—Con frecuencia mi sino es dar malas noticias y, raras veces, buenas —dijo—, así que me alegra mucho hacerlo cuando tengo ocasión. No es lepra.

—¿Cómo?

—Un caso muy evidente de pseudolepra o ictiosis, una afección descamativa de la piel, desagradable, terca, pero con posibilidad de ser curada, y, desde luego, en absoluto contagiosa. Sí, señor Holmes, la coincidencia es sorprendente. Pero ¿es una coincidencia? ¿No habrá fuerzas sutiles en juego de las que poco sabemos? ¿Estamos seguros de que la aprensión que, sin duda, sentía este joven desde su exposición al contagio no puede causar un efecto físico que simule lo que teme? En cualquier caso, va en ello mi reputación profesional… Pero ¡si se ha desmayado la señora! Creo que el señor Kent haría mejor en estar con ella hasta que se recupere de esta feliz conmoción.

*FIN*


“The Adventure of the Blanched Soldier”,
The Strand Magazine, 1926


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