Sentado en una piedra del camino, y como presa de pesar tremendo, una tarde cantaba un peregrino una canción que me quedó doliendo.
Una canción que el alma me penetra como un escalofrío, una balada rebosante de hiel: triste es su letra, pero es mucho más triste su tonada. El sol iba a morir. Un rojo lampo de su luz, como un luengo hilo de seda, se enredaba en los árboles del campo y sangraba en la frente de Aeda. Lleguéme al trovador desconocido, y emocionado preguntéle: ¿en dónde aprendiste ese canto tan sentido que a mi clamor parece que responde? y él contestóme con acento blando, con un acento musical: Os digo que lo aprendí no sé dónde ni cuándo porque, a decir verdad, nació conmigo. Ese canto en mi ruta es mi alegría: refresca mi fatiga y mi quebranto; cuando a hablar comencé… ya lo sabía, y desde entonces sin cesar lo canto. De mi orquesta interior él es un eco que hago sonar en la tardina calma, y que al salir por el oscuro hueco de mi boca glacial, me alivia el alma. Con él recorro el mundo paso a paso, y siempre en los parajes campesinos, me gusta, cuando el sol baja a su ocaso, cantarlo en la quietud de los caminos. ¿Quién eres?, pregunté. Y él dijo: -El viejo camarada mejor del Desengaño, nunca a los hombres de acercarme dejo, y aunque ellos no me ven… los acompaño. Yo soy el acicate, soy el grito que se escapa del labio moribundo, el ay! que repercute en lo infinito, el verdadero emperador del mundo. Yo elevo los espíritus, yo arranco del humano fangal los corazones, y purifico en el incienso blanco que arde en mi pecho, todas las pasiones.
Gloria soy de los mártires; sus nombres viven por mí; yo pongo los cilicios, yo atormento la carne de los hombres soy el padre de todos los suplicios. Yo doy alas al genio, fuerza al justo, esperanzas a todos los anhelos; por mí, solo por mí, subió el Augusto Redentor desde el Gólgota a los cielos.- El rapsoda calló. Yo lo miraba. Entre una nube de melancolía; su corazón como bullente lava a través de su pecho se encendía. Su frente era muy blanca, su mejilla honda, muy honda, sus cabellos canos; de ébano y oro -excelsa maravilla- columpiaba una cítara en sus manos. Como dos claros pozos de tranquilas aguas en cuencos de marmórea roca, se remansaba el llanto en sus pupilas sobre el rictus amargo de su boca. Aquel hombre… ¿quién era? ¿Acaso un loco? -¿Te llamas?, pregunté, y el peregrino: -Soy el dolor-, me dijo, y poco a poco se alejó en las revueltas del camino. Marchó de cara al moribundo día, hacia el lejano resplandor postrero, y a manera de sol que se moría, su planta iba sangrando en el sendero. Abrió la noche su portal; los astros comenzaron a hervir y un gran lucero lloró su luz sobre los tibios rastros del muerto sol y del senil viajero. Pronto la luna apareció, serena, sobre un picacho de la curva andina, y una lechuza desgranó su pena desde el roto esqueleto de una encina. ¡Allí quedéme estático y suspenso, sin saber de mí nada; al otro día pensé en el peregrino, y en él pienso a través de los años todavía!
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