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La baronesa

[Cuento - Texto completo.]

Guy de Maupassant

Podrás ver antigüedades interesantes -me dijo mi amigo Boisrené-, ven conmigo.

Me llevó, pues, al primer piso de una hermosa casa, en una gran calle de París. Nos recibió un hombre de excelente porte, de modales perfectos, que nos paseó de estancia en estancia enseñándonos objetos raros cuyo precio decía con negligencia. Las grandes sumas, diez, veinte, treinta, cincuenta mil francos salían de sus labios con tanta gracia y facilidad que no cabía duda de que la caja fuerte de aquel comerciante, hombre de mundo, encerraba millones.

Yo lo conocía de nombre desde hacía tiempo. Muy hábil, muy flexible, muy inteligente, servía de intermediario para toda clase de transacciones. Relacionado con todos los coleccionistas más ricos de París, e incluso de Europa y América, conocedor de sus gustos, de sus preferencias del momento, los avisaba con un billete o un despacho, si vivían en una ciudad lejana, en cuanto sabía de un objeto en venta que pudiera convenirles.

Hombres de la mejor sociedad habían recurrido a él en trances apurados, bien para conseguir dinero para el juego, bien para pagar una deuda, bien para vender un cuadro, una joya de familia, un tapiz e incluso un caballo o una finca en los días de crisis aguda. Decían que jamás negaba sus servicios cuando preveía una posibilidad de ganancia.

Boisrené parecía íntimo de aquel curioso comerciante. Habían debido de tratar juntos más de un negocio. Yo miraba al hombre con mucho interés. Era alto, delgado, calvo, elegantísimo. Su voz suave, insinuante, tenía un encanto particular, un encanto tentador que daba a las cosas un valor especial. Cuando tenía un objeto en sus dedos, le daba vueltas y más vueltas, lo miraba con tanta maña, agilidad, elegancia y simpatía que el bibelot parecía al punto embellecido, transformado por su tacto y su mirada. Y de inmediato se le valoraba mucho más que antes de haber pasado de la vitrina a sus manos.

-¿Y su Cristo -dijo Boisrené-, ese hermoso Cristo renacentista que me enseñó el año pasado?

El hombre sonrió, y contestó:

-Se ha vendido, y de una forma muy rara. Se trata de una historia parisiense, faltaría más. ¿Quiere que se la cuente?

-Claro que sí.

-¿Conoce usted a la baronesa de Samoris?

-Sí y no. La he visto una vez, ¡pero sé quién es!

-Lo sabe… ¿del todo?

-Sí.

-Quiere decírmelo, para que vea si no se equivoca usted.

-De muy buena gana. La señora Samoris es una mujer de mundo que tiene una hija sin que jamás se haya conocido a su marido. En cualquier caso, sí no ha tenido marido, tiene amantes de forma discreta, pues la reciben en cierta sociedad tolerante o ciega. Frecuenta la iglesia, recibe los sacramentos con unción, de forma que eso se sepa, y no se compromete jamás. Espera que su hija haga una buena boda. ¿Es eso?

-Sí, pero completaré sus informes: es una mantenida que se hace respetar por sus amantes más que si no se acostara con ellos. Y eso es un raro mérito, pues, de esta forma, se consigue de un hombre lo que se quiera. Aquel que ha elegido, sin que él lo sospeche, la corteja mucho tiempo, la desea con temor, la solícita con pudor, la obtiene con asombro y la posee con consideración. No se da cuenta de que la paga, pues ella se desenvuelve con un gran tacto; y mantiene sus relaciones en tal tono de reserva, de dignidad, de conveniencia, que al salir de su cama él abofetearía al hombre capaz de desconfiar de la virtud de su amante. Y lo haría con la mejor fe del mundo.

“He prestado algunos servicios a esa señora, en varias ocasiones. Y no tiene secretos para mí. Ahora bien, en los primeros días de enero vino a verme para pedirme prestados treinta mil francos. No se los di, por supuesto; pero, como deseaba servirle, le rogué que me expusiera muy detalladamente su situación con el fin de ver lo que podría hacer por ella.

“Me dijo las cosas con tales precauciones de lenguaje que no me habría contado más delicadamente la primera comunión de su hijita. Comprendí al final que los tiempos eran duros y que se hallaba sin un céntimo. La crisis comercial, las inquietudes políticas que el actual Gobierno parece mantener a propósito, los rumores de guerra, la penuria general han hecho que el dinero escasee, incluso en manos de los enamorados. Y además aquella honrada mujer no podía entregarse al primero que llegase.

“Necesitaba un hombre de mundo, de la mejor sociedad, que consolidase su reputación al tiempo que proveyera las necesidades cotidianas. Un vividor, incluso riquísimo, la habría comprometido para siempre, haciendo problemática la boda de su hija. Tampoco podía pensar en las agencias galantes, en los intermediarios deshonrosos que habrían podido, durante algún tiempo, sacarla del aprieto.

“Ahora bien, tenía que sostener el tren de su casa, que continuar recibiendo a todo el mundo para no perder la esperanza de encontrar, entre la multitud de visitantes, el amigo discreto y distinguido que esperaba, que elegiría. Yo le hice observar que mis treinta mil francos tenían pocas posibilidades de volver a mí; porque, cuando se los hubiera comido, tendría que conseguir, de una sola vez, por lo menos sesenta mil para devolverme la mitad. Parecía desolada, al escucharme. Y ya no sabía yo qué inventar cuando cruzó por mi mente una idea, una idea realmente genial. Acababa de comprar ese Cristo renacentista que le enseñé, una pieza admirable, la más hermosa de ese estilo que he visto nunca.

“-Mi querida amiga -le dije-, voy a mandar que lleven a su casa ese marfil. Invente usted una historia ingeniosa, conmovedora, poética, lo que quiera, para explicar su deseo de deshacerse de él. Es, por supuesto, un recuerdo de familia heredado de su padre. Yo le enviaré compradores, y se los llevaré yo mismo. El resto es asunto suyo. La informaré de su posición con un billete, la víspera. Ese Cristo vale cincuenta mil francos; pero lo dejaré en treinta mil. La diferencia será para usted.

“Reflexionó unos instantes con aire profundo y respondió:

“-Si, quizá sea buena idea. Se lo agradezco mucho.

“Al día siguiente, mandé llevar mi Cristo a su casa, y esa misma noche le envié al barón de Saint-Hospital. Durante tres meses le remití clientes, los mejores que tengo, lo más escogido de mis relaciones de negocios. Pero no volví a oír hablar de ella. Ahora bien, habiendo recibido la visita de un extranjero que hablaba muy mal francés, me decidí a presentarlo yo mismo en casa de la Samoris, para ver. Un lacayo vestido de negro nos recibió y nos hizo pasar a un bonito salón, oscuro, amueblado con gusto, donde esperamos unos minutos. Apareció ella, encantadora, me tendió la mano, nos hizo sentar; y cuando le hube explicado el motivo de mi visita, llamó. Reapareció el lacayo.

“-Vea, dijo ella, si la señorita Isabelle puede dejarnos entrar en su capilla.

“La jovencita trajo en persona la respuesta. Tenía quince años, un aire modesto y bondadoso, toda la frescura de su juventud. Quería conducirnos ella misma a la capilla. Era una especie de camarín piadoso donde ardía una lámpara de plata delante del Cristo, mi Cristo, tendido en un lecho de terciopelo negro. La decoración era encantadora y muy hábil. La niña hizo la señal de la cruz, después nos dijo:

“-Miren, caballeros. ¿Verdad que es hermoso?

“Cogí el objeto, lo examiné y declaré que era muy notable. El extranjero también lo consideró, pero parecía mucho más interesado por las dos mujeres que por el Cristo. Olía bien en la casa, olía a incienso, a flores y a perfumes. Uno se encontraba a gusto. Se trataba realmente de una morada confortable que invitaba a quedarse.

“Cuando regresamos al salón, abordé, con reserva y delicadeza, la cuestión del precio. La señora Samonis pidió, bajando los ojos, cincuenta mil francos. Después agregó:

“-Si desea volver a verlo, caballero, nunca salgo antes de las tres; y se me encuentra todos los días.

“En la calle, el extranjero me preguntó detalles sobre la baronesa, a quien había encontrado exquisita. Pero no volví a oír hablar ni de él ni de ella. Transcurrieron tres meses más. Una mañana, hace apenas quince días, ella llegó a mi casa a la hora del almuerzo y, poniéndome una cartera entre las manos, dijo:

“-Querido, es usted un ángel. Ahí tiene cincuenta mil francos; soy yo la que compro el Cristo, y pago veinte mil francos más del precio convenido, a condición de que me siga enviando… nuevos clientes…, pues mi Cristo… está aún en venta…”

FIN


“La baronne”,
Gil Blas, 1887


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