Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

La bella nerudeana

(Historia para un cambio)

[Cuento - Texto completo.]

Manuel Rueda

A LAS 8: era hermosa y deseable.

Distraído en medio de la animación de la fiesta, no me había dado cuenta de su llegada. Por ello tuvo algo de providencial el momento en que, volviéndome, la vi reclinada en el balcón, rodeada por un halo de nostalgia, frente a un horizonte impenetrable en el que a ratos solo se adivinaba el parpadeo de una estrella.

No sé por qué, de pronto me asaltó un torbellino de emociones confusas. Era algo más que una atracción física. Un aura de aventura la envolvía, cierta ensoñación en la manera de estar allí, despreocupada y como olvidada de sí misma.

Desde donde yo estaba sentía su cuerpo estremecerse bajo la túnica de terciopelo color violeta. Me acerqué muy despacio para no turbar su aislamiento pero, advertida de mi presencia por no sé qué sentido misterioso, volvió el rostro y dirigiéndose a mí, como si se tratara de un camarada con el cual hasta hace poco hubiera estado conversando, me dijo:

—¿Le gusta a usted la poesía de Neruda?

Turbado, no supe de inmediato qué responder. Busqué ansiosamente una respuesta adecuada y solo atiné con la única salida honesta que encontraba a mano.

—¿Neruda? Conozco muy poco de él.

Debí haber dicho una monstruosidad porque súbitamente se le endureció el rostro, que hasta ese momento era todo placidez y me dirigió una mirada tal de extrañeza y desprecio que me sentí enrojecer.

Observé que sus manos golpeaban con impaciencia el borde de la balaustrada y no salí de mi sorpresa cuando irguiéndose en toda su majestad me volvió la espalda, con lo que dio por terminadas sus relaciones conmigo. A poco la vi confundirse con un grupo de invitados que rodeándola parecían debatir con ella problemas del más alto interés que un mortal como yo no podía aspirar a compartir.

Quedé abrumado por la humillación y la impotencia. Reaccioné, sin embargo, al cabo de un momento. ¡Le exigiría una explicación por su conducta! Pero ya la había perdido de vista. No se encontraba entre los grupos que a un lado y otro del salón conversaban sobre temas selectos, como ser Lucca Pacioli y la divina proporción, grupo compuesto casi en su totalidad por los teóricos de la crítica o por aquellos pintores para quienes hablar de Picasso o de las últimas acuarelas de Foujita constituía un lugar común propio de ineptos. El rincón en penumbra donde se refugiaban los lingüistas era rico en susurros ahogados: el nombre de Saussure se repetía allí una y otra vez, silbido de serpiente en medio de exclamaciones rituales y fonéticos ahogos. Los más osados se entregaban al amor sobre una plataforma bañada en luz rojiza. Los que pasaban contemplaban rostros exangües y zonas erógenas cubiertas por un cintilar de reflejos que provenían de globos multicolores suspendidos en los laterales, tal como una proyección cinematográfica cuya banda sonora emitía alusiones al templo de Visnú y a las profecías de MacLuhan.

En ninguno de estos grupos estaba ella. El amigo que me había traído a la fiesta, que había osado introducirme en semejante templo de la inteligencia, se encontraría de seguro en rincones de iniciados, atendiendo sus propios negocios existenciales. Maldije el momento en que acepté su invitación y de buena gana hubiera abandonado el lugar de no ser por el episodio del balcón. Cuanto más pensaba en él, más sentía crecer en mí una ira sorda que, de alguna manera, parecía tenerme atado a aquel lugar.

Recorrí laberintos de habitaciones donde se exhalaban humos dulzones de cigarrillos que circulaban de mano en mano, con cuidadosa unción, o donde se bebía o simplemente se bailaba al compás de saxofones roncos. En ninguna parte había rastros de la mujer. ¿Se habría marchado? ¿Era real o solo un ser imaginado por mí? Regresé al salón desalentado y sin alicientes. Pero entonces, súbitamente, como si nunca se hubiera movido de aquel sitio, la vi conversando con alguien en el bar, mientras llevaba a sus labios una centelleante copa de vino rojo.

Sentí agitarse mi respiración, pero esperé el momento oportuno. Al poco rato quedó sola y desde mi puesto de observación pude notar que aparecía de nuevo en su rostro aquella expresión distante muy parecida al hastío o al ensueño —no podría definirla con certeza— que tal vez la contemplación del cielo nocturno le había provocado.

Retardé lo más que pude el momento de acercármele. Después de buscarlo tanto, ahora temía el encuentro. Al fin me decidí. Pero para sorpresa mía no salió de mis labios reproche alguno, sino un breve discurso a manera de súplica.

—¿Le sería a usted posible darme a conocer esa gran poesía de Neruda? De entrada, le pido perdón por mi ignorancia. He reconocido, de golpe, una de mis peores fallas. Inícieme usted, por favor, en esas alturas de la emoción poética y le quedaré reconocido para siempre.

Una especie de alegría salvaje pareció embargarla y tomándome del brazo se dispuso a ser generosa.

—Convenido. Le perdono. Y para que vea lo bien dispuesta que me encuentro, le concedo esta pieza.

Y pasando ambos brazos alrededor de mi cuello quedó ceñida a mí. Perdida toda noción de realidad, bailaba sin oír música alguna, en un espacio silencioso donde solo su cuerpo, en lentas contracciones sobre el mío, daba las órdenes, me organizaba los pasos en un ritmo agudo y persistente que al fin reconocí como el de mi sangre. Cuando recuperé el control de mis emociones quedé conmovido por el abandono con que reposaba su cabeza en mi hombro. A ratos y a impulsos de la música que por fin escuchaba —un piano desvaído que impregnaba la penumbra como una llovizna— yo veía sus senos pequeños, perfilados a través de la tela, y los sentía palpitantes y agresivos. Balanceándonos en medio del salón lleno de humo estuvimos un tiempo que no me atrevo a precisar pero que —después lo supe al mirar en mi reloj pulsera, un cronómetro de esfera lumínica— no había rebasado la duración estándard de un disco de 45 revoluciones.

Debo decir que tales experiencias eran nuevas para mí. Como ingeniero de caminos, con diez años de brillante rutina profesional, mis inquietudes no sobrepasan en mucho a las de un oficinista meritorio. Si bien poseo cierta sensibilidad para apreciar el arte, mi vida transcurre más apegada al nivel y a la escuadra, a las excursiones en jeep montaña adentro, para reconocimiento de terrenos, que a los sobresaltos del espíritu. Mis apetitos, por ende, son normales: amo a las mujeres de carne y hueso y dejo las diosas a los elegidos. Pero no sé cómo, de pronto, ella se convertía en la meta de unas aspiraciones nuevas, nacidas al calor de estímulos bienhechores o perversos. No lo sé, la moral nada tenía que ver con ello. Alrededor mío veía seres sin raíces, empeñados en una búsqueda desenfrenada y ayudándose mutuamente en la empresa. Después, ni siquiera se detenían para observar el resultado de sus esfuerzos en común. La clave, pensé, es entregarse a lo imprevisto. Y ese descubrimiento provocaba en mí confianza, alentándome a las mayores osadías.

Tenerla a ella entre mis brazos, su melena oscura acariciándome la mejilla, aspirar la frescura que subía de sus repliegues más profundos, representaba un comienzo por demás brillante si se toma en cuenta la pobreza de mis hábitos. Su figura, acompasada y melodiosa, se convertía en centro de todos mis deseos, de ayer y mañana. A su lado las demás mujeres me parecían tontas y chillonas, estaban hechas de materia tosca, mientras que ella flotaba, refulgía, poblando la atmósfera con el rumor de otros mundos.

Desde hacía rato murmuraba algo en mis oídos. Eran palabras dulces, acariciantes, un acelerado latir de metáforas que se atropellaban unas a otras, cada vez más ligeras. Canciones fugaces que hablaban del otoño, de mariposas de oro que aleteaban y desaparecían en la frente de un sol convaleciente. Lagos y volcanes divisados a través de brumosas ventanillas de trenes en marcha, sonidos y paisajes claramente percibidos en la sucesión de notas de aquel piano que nos mantenía juntos y acezantes.

Lo comprendí después: ¡mi aprendizaje había comenzado! Con una lengua húmeda que yo sentía golpear contra mi oreja con inefable intermitencia, ella recitaba para mí, para mí solo y abrazándome con fuerza, los primeros poemas de Neruda.

A LAS 10: era aún más hermosa y deseable. Razón por la cual le propuse que abandonáramos la fiesta para buscar ambiente más de acuerdo a sus propósitos. Estábamos entonces a la altura del Poema 20 y sentía que aquellos versos demandaban un mayor recogimiento.

Así se lo hice saber. La observación pareció conmoverla, sobre todo por provenir de un profano como yo, y la estimulé a emprender los mayores sacrificios en aras de su apostolado. Por ello, accedió sin mayores objeciones a mi petición.

Con disimulo ganamos la puerta, no sin que yo echara un último vistazo a los que dejaba atrás, con la esperanza de hacer alguna señal de despedida a mi amigo. Lo divisé de espaldas, atareado con un ser difuso y andrógino de larga cabellera rubia y pestañas parpadeantes que lo arrastraba hacia el anonimato de otras habitaciones.

A poco mi bella amiga y yo bajábamos las escaleras en puntillas y tomados de la mano, como dos prófugos.

El viento de la noche gira en el cielo y canta —anunció, mientras íbamos por calles en donde la realidad tenía su propio viento y lo enroscaba en árboles verídicos, un poco desnudos por las primeras heladas del invierno.

Hicimos a pie el camino que conduce a mi departamento. En tanto que yo le acomodaba el chal sobre los hombros y hacíamos alto en una bodega para comprar vino y comestibles, ella se las compuso para hacerme oír, de trecho en trecho, La canción desesperada, que no disfruté del todo, excepto aquel pasaje que habla de los muelles al crepúsculo, no precisamente por la mención del crepúsculo, sino por el interés que representaban para mí los muelles, materia en la que era experto. Y no sé por qué imagino el muelle aquel corroído por el embate de la marea y a punto de venirse abajo con la muchacha de la boina gris y el corazón en calma. Bueno, sé que enredo las imágenes, cambiándolas de lugar, lo que no me perdonarán los conocedores como ella que tienen catalogados los personajes de Neruda de acuerdo a paisajes y metáforas. Sé que saco conclusiones indignas de momentos tan intensos. Pero debo ser perdonado a causa de que mientras oía tales maravillas debí escoger los artículos adecuados en la bodega: dos libras de un espléndido embutido italiano, un buen trozo de Gorgonzola y una docena de panecillos de nata, entre otras mercancías menores.

Trataba, eso sí, de hacerle sentir el agrado que su recitación me procuraba, extremando mis exclamaciones y gestos admirativos a cada frase y poniendo en evidencia la vulgaridad de lo que hacía cuando miraba la balanza para que no me robaran ni una onza de aquellas exquisiteces, o cuando revisaba la marca de las botellas que debía elegir.

Se habían despertado en mí argucias de enamorado, procurando que ella se sintiera complacida. Fue así como pude salir triunfante en mis profanas negociaciones de comprador, contando el dinero que se me devolvía y agradeciendo con palabras adecuadas a la obsequiosidad del bodeguero.

Cuando abrí la puerta de mi departamento y la vi posar una mirada indiferente sobre mi pobre mobiliario, no sé por qué sentí vergüenza, aunque supe al mismo tiempo que algo quedaba irremediablemente comprometido entre nosotros, más allá de la vergüenza y el pudor.

La verdad fue que no se dio tiempo para aprobar o desaprobar detalle alguno de mi casa. Era cierto que la vulgaridad de algunos objetos se me hacía desesperante, pero al lado de ellos yo me jactaba de mis mapas antiguos, bien visibles en la pared del frente, enmarcados con buen gusto (el precio pagado por ellos era suficiente garantía de su valor y calidad) así como de mi colección de pequeños relojes de mesa, un hobby costoso, desarrollado por un afán de precisión y puntualidad que siempre me aqueja y que yo achaco a cierta aridez profesional y a mi manía de hombre soltero (un fugaz matrimonio desgraciado no alteraba las cosas) que se jacta de llevar bien al día sus haberes.

A nada se dignó dirigir su interés. Quedó en medio de la pieza y mientras yo realizaba en la cocina los preparativos de rigor, propios de un buen anfitrión, desempacando mis compras y descorchando las botellas, se mantuvo inmóvil, silenciosa, como si estuviera concentrando fuerzas para emprender nuevas acometidas.

Llegado este momento debo decir que yo también trazaba mis planes de abordaje. Me encontraba preparando la bandeja de los bocadillos cuando comprendí que debía proceder con toda calma si deseaba tener éxito en mi empeño de conquistarla. Ella debía ser desarmada, sorprendida, por una voluntad superior a la suya. Como inicio, era el único plan que me parecía digno de llevar adelante. Así que procedí con tacto y disciplina, armándome de reflexión, a pesar de lo que me aconsejaban mis deseos.

La sabía sola en medio de la sala. Atisbando a través de la puerta la contemplé a mi gusto: párpados fuertemente apretados —como para que no se le escaparan por ellos los pensamientos— con la cabellera oscura lamida alrededor del rostro y un pie hacia adelante petrificado en un paso de danza. A sus pies, se ovillaba el chal que había dejado caer con displicencia.

Su obstinación y su belleza eran iguales: se gestaban en su inmovilidad, pero uno sabía de inmediato lo que sobrevendría. Imagen de una fuerza secreta que esperaba un desquite. ¿Pero cuál? ¿Hacia dónde iba a empujarme? ¿Hacia qué desatinos? ¿O la vería caer de pronto en mis brazos, implorando mis besos, riéndose de sus afanes literarios? Desconfiando de soluciones tan simples, me reuní de nuevo a ella, armado de la bandeja bien provista, una botella de vino debidamente descorchada y las indispensables copas.

Puse en marcha el tocadiscos y una música suave de violines circuló por la casa aconsejando mal mis sentidos. En mis ojos debió descubrir alguna llama demoníaca, puesta en evidencia por el vibrato de las cuerdas, porque con un gesto muy señorial me hizo llegar una orden: ¡había que detener aquella música! No hubo remedio: fue complacida en el acto. Entonces procedimos al primer brindis.

Ella lo realizaba todo deliberadamente. Miraba la copa como a una extraña joya y la ponía al trasluz para beber, con el líquido, el haz de reflejos purpurinos. Sonreía y quedaba seria, sin transición alguna, procediendo como una sonámbula a la que dieran órdenes en sueños. De repente, vino a sentarse a mi lado y cogiendo mis manos me miró con expresión lastimera.

—¡Oh pobre chiquillo! —murmuró, lo que no me envaneció a pesar de mis 30 años cumplidos—. ¡Pobre chiquillo mío! —repitió, y el posesivo en sus labios sonaba a comienzo feliz. Pero lo que siguió después no hizo más que desalentarme.

—No conoces nada de la vida y sin embargo pretendes hacerme el amor. Para poseerme tienes que llegar hasta las últimas consecuencias de lo que Neruda escribió. Solo a través de sus poemas me amarás como se debe. El mundo y yo somos una sola cosa, un solo signo, un verbo que debe ser agotado hasta el final. Sumérgete conmigo en el desastre… Conoce la muerte… Vuélvete pequeño, pequeñito, entre mis manos…

Y me enrosqué como un feto en su regazo. Y llovieron meses de oscuridad sobre mí. Palabras duras y obscenas caían sobre mi refugio entibiado por sus carnes magníficas, por sus interiores de madre cósmica donde yo apenas era un latido dentro de una piedra. Las metáforas me daban sangre, los gerundios caían sobre mí como dones celestes. Materias terribles me moldeaban: abruptas cordilleras, fuegos volcánicos, pétalos ensangrentados… Estábamos en un invierno donde todos los borrachos cantaban. A veces crecía una ola en alta mar y minúsculos seres se trepaban a ella, caían, desaparecían en una profundidad azul y roja. Yo era un niño perdido en un mundo cruel donde las dentaduras volaban y los notarios eran asesinados con lirios y las casas estaban solas para que yo gritara en ellas todo el miedo que tenía, el de haber nacido venciendo la sombra peluda de un sexo grande como el mundo.

Me estremecí, de pronto. No era un niño, sino un hombre achicado por una voz, lleno de las visiones de una voz que ocupaba todos los huecos de la casa procurando centros de resonancia. Ellas, mujer y voz, flotaban en un ámbito unánime que me llenaba de extrañeza. Apenas si reconocía las paredes que ahora se ahuecaban para recibir oleajes marinos en un reflujo de sangre negra y vómitos. La sacerdotisa ensalmaba las mesas para que en ellas florecieran vasos, ceniceros, cucharas, tenedores con ojos ensartados en la punta, y de mi pobre colección de relojes solo quedaban las cuerdas enroscadas como nervios de criaturas recién inmoladas. Ella ocupaba las penumbras más espesas de otras habitaciones que yo no había tenido tiempo de mostrarle, para lograr efectos sorprendentes de acústica. Era la suya una voz lúgubre que parecía provenir de los desfiladeros andinos, o de un océano en el que se acabaran de hundir los continentes todos. Ahora la veía tambalearse en los umbrales de esas habitaciones, corroída por su propia elocuencia, venir a mí con un rostro que no era el suyo sino el de un horrible mascarón de proa, y recobrarse al punto, astuta, suavizarse para ganar de nuevo mi confianza, hablándome de palomas, de racimos de uvas, acariciados o recién comidos, y de cuerpos que se abrían, trémulos, en dos mitades, para dar entrada a mis ímpetus de varón.

Detrás de las paredes de mi apartamento cruzaban meteoros que encendían las ventanas con un resplandor de cataclismo. Estábamos en las alturas de un estilo poético que tenía poder activo sobre la realidad, que se ensañaba con ella, destruyéndola y recreándola sin cesar a niveles inimaginados. El mundo era una exuberante retórica en marcha. Yo cerraba los ojos casi como queriendo cerrar con ellos mis oídos. Pero había que oír hasta la consumación de los siglos, oír, oír siempre, oírla sin ojos y oírla también sin voz, cuando callaba y emergía como un islote de carne difusa del mar de sombras que a veces la encerraba.

Trémula, iracunda, amorosa, gerundiando en el ando y el llorando, cielisubiendo, diosa decrépita, celadora de hospicios, casamentera a sueldo de viudos impotentes, caupolicana de ano sinfónico cantando en arpas y en vihuelas homéricas gestas de caciques y guerrilleros expatriados. Todas las profesiones, oficios, temperamentos, actitudes, roles, credos, ideologías, fueron dichos y tenidos por el solo acto de fe de su enunciado: enfermo y enfermero, juez y acusado, carcelero y prisionero, víctima y victimario, pasando sin aparente transición de unos a otros, de actriz a espectadora de sus propias habilidades histriónicas, siendo en la simultaneidad de sus avatares agua, roca, metal, madera, fuego, ave, pez. A su empuje los vocabularios se extenuaban, el idioma goloso y apopléjico se tendía a morir y renacía de inmediato, reinventado, mientras los jerarcas aplaudían y las masas aplaudían y los salvajes aplaudían en medio de la rechifla de los eruditos y yo también hubiera aplaudido de no ser por la náusea que de súbito me acometía.

Como espectador había llegado al extremo de lo soportable. Mi casa era ahora un gran escenario donde ella desplegaba sus recursos dramáticos a niveles de tragedia griega. Detrás de su voz sibilas y arúspices denostaban, Casandra se disponía a fulminarme, Edipo interrogaba, Antígona exigía, un desfile de espectros avanzaba, una sucesión de máscaras caía de su rostro transformándolo de trágico en irónico, de sereno en desesperado, y ella crecía, crecía, o bien se hacía pequeña como un pájaro, como el canto de un pájaro encima de unas ruinas. Estábamos en el centro inmutable y único del planeta.

Tal vez peco de prolijo, pero solo atino a dar escasa idea de los milagros que ella puso a vivir ante mis ojos. Me encontraba bajo los efectos de un hechizo y a pesar de mis esfuerzos para sobreponerme, para no dejarme ir en la corriente de una voz que todo lo arrasaba a su paso, me sentí transportado a mundos inexistentes, obligado a vivir experiencias turbadoras.

Escojo de entre todas la que me parece más fácil de explicar. La veo de pie, hierática a la entrada de un bosque. Detrás suyo hay una cueva de la que sale profusión de sonidos: llantos, súplicas, imprecaciones, que parecen tirar de ella hacia abajo, hacia un abismo más negro que la noche. Más allá, entre los árboles oscurecidos, se oyen sedas rasgadas de murciélagos en vuelo y un millón de ojos se mueven inquiriendo un peligro que no puede precisarse. De súbito un caballo avanza con un carabinero encima que dispara su arma contra ella y le da justo en el pecho allí donde mi corazón polvoriento golpea. El poncho del carabinero se abre como un ala gigantesca y sube hasta la cima de los árboles y ya sobre el caballo solo hay un esqueleto, su mirada vacía que no sabe mirar nada. Me estremezco. Entonces todo se vuelve confusión y el cielo se llena de objetos extraños, incandescentes. Un paraguas abierto vuela dando vueltas en torno a un violín que toca sin arco, sin mano, sin violín. Un barco cruza entre nubes rojinegras llevando ensartado en el mástil un maniquí que sangra copiosamente, pero el maniquí gira como una veleta y se suelta de la punta acerada que lo agarra (¿tal vez un pararrayos?) y cae, cae sobre el planeta, sobre la ciudad, sobre la casa, cae sobre el sofá y es ella otra vez, intacta, ella hermosa y abierta de cuyas entrañas empieza a salir un agua verde, un río de melaza ciclónica que avanza por el piso arrasando, quemándome los pies. Sé que es verde porque lo dice ella (¿daltonismo quizás?) sé que me quema no porque sienta que me quema sino porque lo quiere ella, con tal fuerza que ya no tengo más remedio que decir que sí, verdor quemante a cuya proximidad aúllo hasta que veo las quemaduras supurar en carne viva.

Grito sin poder evitarlo. No sé dónde estoy, qué me ha pasado. Y poco a poco vuelve la sensatez a mi cerebro y la veo tranquila, envejecida, al lado de mis mapas antiguos, como un continente perdido que volviera al encuentro de la realidad.

Pero es hora de dar cuenta de la mudanza que minuto a minuto se operaba en ella. En la tregua que los textos le acordaban, que sus salmodias permitían, mientras trataba de humanizarse tendiendo a mí sus manos temblorosas que sostenían la copa recién colmada, yo observaba la transformación. Porque había algo en sus manos que ahora me era desconocido, la textura ligeramente muerta de la piel, hecha de venas que de pronto abultaban más de lo necesario en el dorso y algo así como pequeños nudos que deformaban las coyunturas gruesas y entumecidas. Lo achaqué a efectos de la luz, pero al darse vuelta para tomar un bocadillo de la bandeja la imprecación se agudizó al notar que un velo de fealdad ascendía hasta los brazos que descubrieron, donde había antes redondeces y mórbidas ondulaciones satinadas, una manera de acuoso desplazamiento solo visible en la delgadez de una línea que todavía era oprimida en la intimidad de las axilas. Algo tan pequeño y revelador me ponía sobre aviso. Comencé a escrutarla detenidamente. En efecto, su rostro no era el mismo de antes. Su naricilla respingada (detalle hasta ahora inadvertido) me hacía un mohín desagradable. Puedo decir que hasta su cuerpo habíase vuelto rudo, casi masculino.

El descubrimiento me dejó paralizado. Como consecuencia de una voz a ratos grave, demasiado profunda para su garganta delicada, arribaron a la luz zonas paralelas de piel endurecida con tercas ramificaciones de nervios. Comprendí entonces que ese cuerpo encubría un secreto, una identidad dual y misteriosa, que así como la llevaba a encarnarlo todo en modulación y timbre de la voz y de amplios trazos del gesto, así mismo la dejaba expuesta en un vaivén que la llevaba del uno al otro sexo. Hombre y mujer turnábanse en loca sucesión de imposiciones y ternuras o simplemente coexistían. Exigencia despiadada y súplica se atropellaban en un solo recipiente humano. Su cuerpo era sacudido por la palabra que, impositiva y neutra, se valía de él como de un instrumento. Y ella-él o él-ella se estremecían bajo mis ojos en cópula hermafrodita, llenando el cuarto de criaturas oscuras, de potencias aéreas o reptantes, prontas a sus tareas de súcubos. Lo mismo hembra abierta que macho fecundante, el suyo era un rito autosuficiente del que yo, a quien se suponía dirigido, era erradicado. Hoy me he tendido junto a una joven pura como la orilla de un océano blanco, cantaba, y yo comprendía que esa joven era ella misma, blanca y tendida junto al varón declamatorio que, ella otra vez, la penetraba. Te entraré con pulgadas de epidermis llorando, y su rostro se contraía como un alud de carne disparada al infinito.

Tan tremendas faenas no podían dejarla incólume. Su cuerpo se degradaba a ojos vistas. Bajaba un peldaño en la vejez, rondando con malicia sus propias tareas, tal vez para dejarlas a cubierto de mis indagaciones. Su deterioro era algo íntimo, maligno, pero sonreía y el resplandor perverso de un diente orificado la ponía de golpe al descubierto. Era cuando quedaba a mis expensas buscando un gesto de comprensión que yo me apresuraba a darle. Entonces la tomaba entre mis brazos apretándola fuertemente, casi como imponiéndole un refugio en ellos, hasta que la oía llorar despacio contra mi pecho.

Pero eran debilidades fugaces. A poco, recobrada y con gran suavidad, me echaba en cara mi incomprensión.

—Me amas y desatiendes mis propósitos más urgentes. Demuestras indiferencia e insensibilidad social ante el mensaje que estoy tratando de revelarte. Nos encontramos en el centro de la Historia. Si debemos amarnos es necesario hacerlo en el vórtice mismo de la especie humana, y no lo haremos como nosotros, sino como todos los hombres, en medio de invasiones, hambres, injusticias, revoluciones, muertes…

Su elocuencia me sobrecogía. La poesía, vista desde ángulos tan terribles, me asustaba. Le dije como Bécquer (uno de los pocos poetas de quienes sabía algunos fragmentos) que poesía era ella, que sus senos me enloquecían, que su vientre me enloquecía (pensé en sus degradaciones físicas, en las marcas que el exceso de oratoria había dejado sobre su piel, y seguí enloqueciendo por ella) que no teníamos tiempo que perder si queríamos experimentar juntos placeres que ningún poeta había cantado todavía.

Como se verá, a estas alturas yo me sentía inspirado a mi manera y la poesía me brotaba de manera espontánea. Pero ella tenía razones de peso para no hacer caso de mis razonamientos. Culminaría aquella etapa de su viacrucis con una escena digna de su arte. La vi retroceder, alejarse de mí para ganar una distancia que me diera la perspectiva justa de su próxima grandeza y con un solo movimiento circular de su mano desató la túnica de terciopelo color violeta que la envolvía como un crepúsculo inventado. A poco quedó desnuda, incólume entre un paroxismo de ropas amontonadas y produjo su último gran canto. Levantando los brazos al cielo había dado comienzo a las largas tiradas que componen la Alturas de Macchu Picchu.

A LAS 12:

Águila sideral, viña de bruma.
Bastión perdido, cimitarra ciega.
Cinturón estrellado, pan solemne.
Escala torrencial, párpado inmenso.
Túnica triangular, polen de piedra.
Lámpara de granito, pan de piedra.
Serpiente mineral, rosa de piedra.
………………………………
………………………………

A LAS 2: sus encantos habían declinado ostensiblemente. Nos encontrábamos sobre la cama, ambos inmóviles y desnudos, como estatuas yacentes en un sepulcro antiguo. Yo miraba el techo donde el tiempo se desplazaba con lentitud, haciendo aparecer desconchaduras en el estuco, manchas de humedad que iban cambiando de posición y de tamaño sin que llegara a advertirse movimiento alguno.

El tiempo que la deterioraba apenas si movía las agujas del reloj. A causa de esa inmovilidad yo no percibía su transcurso. Horas que bien podían ser días, meses, años, de acuerdo a los cambios que se producían en ella. ¿Cuánto hacía que estábamos juntos? Pensé en una vida, en su ir y venir por las cosas, en largas despedidas y encuentros, en agotadoras noches de amor y paseos al aire libre con treguas para que la palabra nos penetrara y transformara. Yo iría aprendiendo su cuerpo sílaba a sílaba, retrayendo la hora en la fisura del minuto, expandiendo el minuto hasta agigantarlo en siglos de convivencia. Pero cualquier operación del pensamiento me significaba una pesadumbre. Recordar me producía cansancio, de manera que no sabía con exactitud el momento de su vida que estas 2 de la madrugada materializaba junto a mí, bajo el círculo de la lámpara dónde yacíamos en una existencia prestada.

Entonces tuve la tentación de volverme a contemplarla, una vez más, y solo vi un montón de sombras, una ausencia de donde emanaba una voz, una voz larga, única, incansable, de donde surgían lentamente, con el ritmo de lo inexorable, las obras completas de Neruda.

Quise remecerla, hacerla reaccionar, pero temí tocar en ese falso reposo de su cuerpo reverberante de luces enmohecidas. Como de vez en cuando se detenía para respirar con mayor fuerza un aire que iba siéndole trabajoso, yo aprovechaba para introducir algunas preguntas. El resultado era impredecible y pronto se convirtió en un juego para mí. Las respuestas que obtenía venían a ser como números de una ruleta: las movía el azar. Si yo le preguntaba algo muy personal relacionado con su vida, sacaba de sus reservas la frase que parecía considerar más enjundiosa y exacta, pero que resultaba extravagante, mecánica, anacrónica. En una palabra, un juego lleno de comicidad que hube de encontrar pronto fastidioso.

Yo:   —Dime de dónde vienes.
Ella: —Si me preguntas dónde he estado debo decir: Sucede.
Yo:   —¿Quién eres?
Ella: —He aquí violetas y golondrinas.
Yo:   —Cuéntame algo tuyo.
Ella: —Hay tantas muertes y tantos malecones que el sol rojo partía
y tantas cabezas que golpean los buques
y tantas manos que han encerrado besos
y tantas cosas que quiero olvidar.

Yo:   —¿Qué deseas?
Ella: —Color azul de ala de pájaro de olvido.
Yo:   —¿Cómo te llamas?
Ella: —Ventosa del Río, Alta de Tormes
Minglanilla, Navamorcuerde,
Navalmorales, Jorquera.

Yo pensaba que ella quería hacer coincidir los momentos de su vida con una obra escrita de antemano por alguien muy alejado de sus experiencias. Se esforzaba tanto que di como posible que ella estuviera diciendo auténticos poemas de Neruda que Neruda no hubiera tenido tiempo de escribir. Porque el repertorio parecía sospechosamente inagotable.

Fuera de estas intromisiones mías, la noche avanzaba sin más obstáculos que metáforas, elipsis, enunciaciones, retruécanos. Hasta que el teléfono se dejó oír y yo alargué la mano para levantar el auricular. Era el amigo que me había llevado a la fiesta. Me preguntaba qué había hecho, lo que parecía importarle un bledo, porque sin esperar respuesta me anunció que había encontrado, al fin, el amor de su vida.

—Es una criatura excepcional —puntualizó.

Y la puso al teléfono para que yo compartiera parte de su éxtasis. Retratada por la voz, la criatura tomó la apariencia del andrógino con que lo había visto desaparecer en el interior de un aposento oscuro. Pensé que mis deducciones me llevaban demasiado lejos, pero mi amigo volvió a agredirme con su entusiasmo.

—Soy un hombre feliz. Quiero que lo sepas. No me importan las consecuencias. Por fin he visto claro, Es lo que siempre estuve deseando y no lo sabía.

Y me pidió que lo excusara por haberme abandonado. Me hablaba desde un cafetín de las afueras a donde habían ido, él y un grupo de adoradores del arte, en busca de algún nuevo exceso que los estimulara.

—No sé cómo soportas esa monotonía en que vives. Desde aquí oigo una voz extraña, además de la tuya. ¡Ah pícaro! ¿Será que tú también, como yo, te has decidido…?

Iba a contestarle cuando, tras escuchar la voz del andrógino que lo urgía, oí que colgaba.

Mi compañera, que no había detenido su cantinela durante mi conversación telefónica, se movió ligeramente, tanteando en dirección a mi cuerpo. Sentí la frialdad de sus dedos traspasándome y retrocedí, lo que pareció llenarla de cólera. Acometió de nuevo contra mí y se aferró de mi cintura, susurrándome al oído:

—La hora de nuestro amor se acerca. Has sido paciente y serás recompensado por ello. Repite conmigo: Rosa, rosa pequeña…

Y yo repetía:

—rosa pequeña…
—diminuta y desnuda…
—desnuda…
—parece que en una mano mía…
—mano mía…
—cabes…
—cabes…
—pero de pronto…

Pero de pronto, quise escapar de todo este absurdo. Además de no ser hermosa y de haberse apagado en mí todo deseo por ella, su presencia en mi lecho constituía un error que era necesario reparar. Se había quedado dormida, pero de sus labios brotaban ahora cientos de Odas Elementales. Entonces tomé una decisión. Me incorporé y busqué como un ciego el sitio donde la voz parecía tener su nacimiento. Su garganta era un débil conducto por el que pasaba el crecimiento de un río amenazando con inundarlo todo, mi habitación, el mundo. Yo debía salvarlo y salvarme con él. Tantas palabras hermosas que era necesario destruir si se quería seguir viviendo, si se quería decir y escuchar otras palabras que cupieran con comodidad en la boca de un solo hombre: el de hoy. No un objeto rodeado de palabras, una palabra como un objeto para usar y gastar y defender. Estábamos corrompidos con tanta resonancia. Sentí bajo mis manos el henchido torrente y supe por qué el hombre teme las inundaciones, las alturas, los abismos. Y supe por qué hay que amordazar el odio, controlar el amor, resguardarse del viento. Y creció dentro de mí el miedo a la palabra, a la palabra arrojada, como en un ventisquero, en la fragilidad de una garganta. Y sucedió lo inevitable. Apreté, apreté con fuerza, hasta que no se oyeron palabras ni resuellos.

A LAS 4: Ahora ella está muerta. He abierto las ventanas para que penetre la luz del amanecer. En el horizonte, junto con la claridad, comienzan a despuntar los ruidos. La lejanía se ha hecho para las campanas y los pitos de trenes que se desvanecen en la bruma. Aspiro la realidad poco a poco, siguiendo sus lecciones. La realidad es como el sol: puntual y bienhechora, razón por la cual me preparo a recibirla. Un olor a pan me llega de panaderías remotas. Un ciclista cruza como una exhalación el trozo de calle que tengo a la vista. Luego dos viejos abren una puerta, cuchichean un rato y parten, arrebujados en sus bufandas de lana, a ocupaciones que deben estar relacionadas con lo que pasa en el cielo a esta hora. Me siento confiado, seguro, pero de lo más hondo de la habitación me llega un sonido débil, confuso. Es de nuevo la voz o su eco. Casi como el recuerdo de la voz. Me acerco y compruebo el fenómeno. La mujer está muerta, no cabe duda. No tardo en darme cuenta de lo que sucede. Así como crecen las uñas y el pelo a los cadáveres, este conserva aún un saldo de voz que la muerte desaloja.

Vuelvo a la ventana y veo, allá abajo, en la acera de enfrente, un niño que cuando aparezco se pone un dedo sobre los labios y me ordena silencio. Luego, tras hacerme nuevas señas, sale por la derecha haciendo rebotar en el asfalto húmedo su pelota de goma.

Ahora el resto de voz que queda en la bella nerudeana también se va extinguiendo, como las últimas contracciones mecánicas en el interior de un muñeco roto.

Espero que las Obras Póstumas de Neruda hayan terminado antes de que amanezca por completo.

FIN


Papeles de Sara y otros relatos,
República Dominicana, 1985
Agradecemos a José Alcántara Almánzar su aportación de este texto a la Biblioteca Digital Ciudad Seva.


Más Cuentos de Manuel Rueda