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La bienaventuranza de don Quijote

[Cuento - Texto completo.]

Miguel de Unamuno

«Hallose el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu; quiero decir que murió». Así nos lo cuenta Miguel de Cervantes Saavedra al fin del libro. Dio don Quijote su espíritu a la eternidad, y a la vez al mundo, al morirse. Y su espíritu vive y revive.

No bien muerto don Quijote, sintió como si se despeñara, empozara y hundiera en un nuevo abismo como el de la cueva de Montesinos y aunque curado de su locura por la muerte figurósele que volvía a una de sus caballerescas aventuras. Y se dijo: «¿Me habré de verdad curado?». Sentíase bajar en las tinieblas y bajaba y más bajaba. Y así como al bajar a la cueva de Montesinos se había dormido, pareciole que se dormía de nuevo, pero con un sueño dulcísimo. Algo así como el sueño en que vivió en el seno de su santa madre -¡la madre de don Quijote!- antes de salir a la luz del mundo.

La oscuridad era espesísima y olía a tierra mojada; a tierra mojada en lágrimas y en sangre. El pobre caballero iba haciendo examen de conciencia. Y de lo que más se dolía era de aquellas pobres ovejas que alanceó tomándolas por ejército de bravos enemigos.

De pronto sintió que la sima en que iba cayendo, la sima de la muerte, empezaba a iluminarse pero con una luz que no hacía sombras. Era una luz difusa que parecía brotar de todas partes y como si su manantial estuviese en donde quiera y en redondo. Era como si todas las cosas se hiciesen luminosas y como si las entrañas mismas de la tierra se convirtiesen en luz. O era como si la luz viniese de un cielo cuajado de estrellas. Y era una luz humana a la vez que divina; era una luz de divina humanidad.

Hundió el caballero su mirada en aquella dulcísima lumbre derretida, que no hacía sombras, y descubrió una figura que le llenó de luminosa gravedad el corazón. Queríasele éste saltar del pecho, al que se llevó las dos enjutas manos. Era que veía a Jesús, el Cristo, el Redentor. Y le veía con manto de púrpura, corona de espinas y cetro de caña, como cuando Pilato, el gran burlón, le expuso a la turba diciendo: «¡He aquí el hombre!». Se le apareció Jesucristo, el Supremo Juez, como cuando fue ludibrio de las gentes. Y el caballero, que como buen cristiano viejo y a la española creía a pies juntillas que el Cristo es Dios y había oído aquello de que quien a Dios ve se muere, se dijo: «Pues que veo a mi Dios, verdaderamente me he muerto». Y al saberse ya muerto, del todo muerto perdió todo el temor y miró cara a cara, ojos a ojos, a Jesús. Y apenas vio sino una sonrisa melancólica, una sonrisa que era como la de un cielo cuajado de estrellas, y unos ojos celestes y una mirada como la del cielo. Y el caballero se sentía llevar, como volando a ras del cielo, hacia el Redentor.

Cuando estuvo cerca, el Cristo dejó caer el manto de púrpura y el cetro de caña y abrió los brazos como los tiene abiertos en la cruz. Y el caballero abrió también sus brazos, como en crucifixión. Y se acercaron más. Y oyó don Quijote como un susurro, brisa de eternidad, que le sonaba no en los oídos sino en el corazón y decía: «Ven a mi pecho». Y cayó en brazos del Redentor que iba a juzgarle.

Los brazos del Cristo ceñían a don Quijote por la cintura y los de éste ceñían el cuello de Jesús. Las dos manos enjutas, sarmentosas, del caballero, se cruzaban en la espalda del Redentor. Y don Quijote apoyó su cabeza sobre el hombro izquierdo, el del lado del corazón, del Cristo y rompió a llorar. Lloraba, lloraba, lloraba. Sus grises cabellos enmarañados, se enredaban en las espinas de la corona que ceñía la melena del Nazareno. Y lloraba, lloraba, lloraba. Sus lágrimas resbalaban por el hombro de Jesús. Y mezclábanse a lágrimas del Redentor mismo. Las lágrimas del loco de España mezclábanse a las del que fue tenido por loco en su familia (S. Marcos, III, 21). Y los dos locos lloraban. Pasó sobre el alma del caballero toda la pesadumbrosa visión de la pasión de su locura, y recordó, sobre todo, aquel momento en que a la vista de unas imágenes de talla pensó abandonar su vida de aventuras y dedicarse a ganar el cielo. Pero, ¿no le ganó acaso con sus locuras? Y pensando en su vida pública lloraba el caballero. Y lloraba el Redentor.

Sintió de pronto don Quijote que uno de los brazos del Cristo se desprendía del abrazo de su cintura y se alzaba y le sintió posarse sobre su cabeza rendida. Y de aquella mano dulcísima, atravesada por el agujero de un clavo, sintió como si brotara luz y como si aquella luz le penetrase en los sesos a quien habían dejado secos los libros de caballerías. Se le llenó de luz el cerebro al caballero. Y vio toda su vida bañada en luz. Y al Cristo sobre una colina, al pie de un olivo, bañado en luz del alba de un día de primavera, y oyó -era como si cantase el cielo- estas palabras: «¡Bienaventurados los locos porque ellos se hartarán de razón!».

Y el caballero se sintió en la gloria eterna.

*FIN*


Caras y Caretas, Buenos Aires, 8-VII-1922


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