La bruja
[Cuento - Texto completo.]
Anton ChejovCaía la noche. El sacristán Saveli Guikin estaba en su casa, tumbado en una cama inmensa, pero no dormía, aunque tenía la costumbre de quedarse dormido al mismo tiempo que los gallos. Sus cabellos rojizos y ásperos asomaban por un lado de la manta mugrienta, compuesta de abigarrados pedazos de percal; por el otro sobresalían unos pies enormes, que llevaban mucho tiempo sin lavar. Escuchaba… Su cabaña estaba ubicada en el recinto de la iglesia y su única ventana daba al campo, donde se libraba una auténtica batalla. Costaba trabajo entender quién borraba a su enemigo de la faz de la tierra, a quién trataba de aniquilar la naturaleza, pero, a juzgar por el estruendo incesante y siniestro que levantaba, alguien lo estaba pasando bastante mal. Una fuerza vencedora se arrastraba por los campos, asolaba el bosque y el tejado de la iglesia, tamborileando con furor en la ventana y arrasando todo a su paso, mientras un elemento vencido aullaba y gemía… Ese llanto lastimero se oía ora detrás de la ventana, ora sobre el tejado, ora en la estufa. No resonaba en él una petición de ayuda, sino la angustia, la conciencia de que ya era demasiado tarde, de que no había salvación posible. Los montones de nieve se habían cubierto de una delgada corteza de hielo; en ellos y en los árboles temblaban las lágrimas, por los caminos y senderos se esparcía un líquido negro, compuesto de barro y nieve derretida. En definitiva, en la tierra había empezado el deshielo, pero el cielo, a través de la oscura noche, no lo veía y desperdigaba con todas sus fuerzas copos de nieve fresca sobre la tierra tibia. El viento vagaba como un hombre borracho… No daba tiempo a que la nieve se posara en el suelo y la hacía girar en las tinieblas a su antojo.
Guikin prestaba oídos a esa música y fruncía el ceño. Sabía, o al menos adivinaba, cuál era el motivo de ese alboroto y a quién se debía.
—Lo sé —farfullaba, amenazando a alguien con el dedo por debajo de la manta—. ¡Lo sé todo!
Su mujer Raisa Nilovna estaba sentada en un taburete, junto a la ventana. La pequeña lámpara de hojalata, colocada sobre otro taburete, parecía intimidada y poco segura de sus fuerzas, y derramaba una luz tenue y vacilante sobre sus anchos hombros, sobre las bellas y apetitosas formas de su cuerpo, sobre su gruesa trenza que llegaba hasta el suelo. Estaba cosiendo sacos de basta estopa. Sus manos se movían deprisa, pero todo su cuerpo, la expresión de sus ojos, las cejas, los gruesos labios y el blanco cuello, ocupados en ese trabajo mecánico y monótono, estaban rígidos y parecían dormir. Solo de vez en cuando levantaba la cabeza para que su cuello fatigado reposara, dirigía una mirada furtiva a la ventana, detrás de la cual se enfurecía el temporal, y de nuevo se encorvaba sobre la estopa. Su hermoso rostro de nariz respingona y hoyuelos en las mejillas no exteriorizaba nada, ni deseos ni pesares ni alegrías y se mostraba igual de inexpresivo que una amena fuente sin chorro de agua.
Pero he aquí que termina un saco, lo arroja a un lado y, estirándose con placer, detiene su mirada opaca e inmóvil en la ventana… En los cristales, recorridos por algunas lágrimas, blanquean efímeros copos. La nieve cae sobre el cristal, contempla a la mujer y se funde…
—¡Ven a la cama! —rezonga el sacristán.
La mujer guarda silencio. Pero de pronto sus pestañas se agitan y la atención brilla en sus ojos. Saveli, que no deja de observar la expresión de su rostro desde debajo de la manta, saca la cabeza y pregunta:
—¿Qué?
—Nada… Parece que se acerca un coche… —responde ella con voz queda.
El sacristán se quita de encima la manta con las manos y los pies, se pone de rodillas en la cama y dirige una mirada estúpida a su mujer. La indecisa luz de la lámpara ilumina su cara peluda y picada de viruelas y resbala por su cabellera desgreñada e hirsuta.
—¿No lo oyes? —pregunta su mujer.
A través del aullido monocorde de la tormenta el hombre distingue un gemido suave y metálico, apenas audible, semejante al zumbido de un mosquito que quiere posarse en una mejilla y se enfada porque se lo impiden.
—Es el coche de postas… —gruñe Saveli, sentándose en cuclillas.
A tres verstas de la iglesia pasaba la gran carretera de postas. Cuando hacía mucho viento y soplaba desde allí, el sacristán y su mujer oían las campanillas.
—¡Señor, tener ganas de viajar con un tiempo semejante! —ex clama la mujer con un suspiro.
—Es un servicio del Estado. Te guste o no, tienes que ponerte en marcha…
El gemido se prolonga en el aire unos momentos y luego se apaga.
—¡Ha pasado! —dice Saveli, tumbándose.
Pero apenas ha tenido tiempo de cubrirse con la manta, cuando llega a sus oídos el claro tintineo de una campanilla. El sacristán mira a su mujer con inquietud, salta de la cama y, contoneándose, se pone a dar vueltas de un lado a otro de la estufa. La campanilla resuena unos instantes y vuelve a enmudecer, como si la cuerda se hubiera roto.
—Ya no se oye nada… —murmura el sacristán, deteniéndose y mirando a su mujer con ojos entornados.
Pero en ese mismo momento el viento golpea la ventana y trae de nuevo ese gemido suave y metálico… Saveli palidece, carraspea y vuelve a golpear el suelo con los pies desnudos.
—¡El coche de postas está girando en redondo! —dice con voz ronca, dirigiendo una mirada maligna a su mujer—. ¿Lo oyes? ¡Está girando en redondo! Lo sé… ¿Es que crees que no me doy cuenta? —farfulla— ¡Sé todo lo que haces!
—¿Qué es lo que sabes? —pregunta en voz baja la mujer, sin apartar los ojos de la ventana.
—¡Sé que todo es obra tuya, diablesa! ¡Obra tuya! Esta tormenta, el coche de postas girando en redondo… ¡Todo eso lo has hecho tú! ¡Tú!
—Ya se ha enfurecido, el muy estúpido… —observa tranquilamente la mujer.
—¡Hace tiempo que me doy cuenta de lo que haces! ¡Cuando me casé, el primer día advertí que tenías sangre de perro!
—¡Uf! —exclama Raisa con sorpresa, encogiéndose de hombros y santiguándose—. ¡Haz la señal de la cruz, idiota!
—Una bruja es una bruja —continúa Saveli con voz sorda y llorosa, sonándose apresuradamente en un faldón de su camisa de noche—. Aunque seas mi mujer y pertenezcas al clero, no dejaré de decir que eres… ¿Acaso no es así? ¡Protégenos, Señor, y ten piedad de nosotros! El año pasado, la víspera de la fiesta del profeta Daniel y los tres adolescentes hubo una tormenta y un artesano entró a calentarse. Luego, el día de san Alejo el río rompió el hielo y vino un agente… Estuvo toda la noche charlando contigo, el maldito, y cuando se marchó por la mañana me di cuenta de que tenía ojeras y las mejillas hundidas. ¿Eh? Y durante las fiestas del Salvador hubo dos tormentas y ambas veces vino un cazador a pasar la noche. ¡Lo vi todo, que el diablo se lo lleve! ¡Todo! ¡Ah, te has puesto más colorada que un cangrejo! ¡Vaya!
—No viste nada…
~¡Ya lo creo que sí! Y este invierno, antes de Navidad, en la fiesta de los Diez Mártires de Creta, cuando la tormenta gemía día y noche… ¿lo recuerdas?, el secretario del mariscal de la nobleza se extravió y vino a parar aquí, el muy perro… ¡Y cómo te encaprichaste de él! ¡Uf, de un secretario! ¡No valía la pena enturbiar el tiempo por él! Un adefesio, un mocoso que no levantaba dos palmos del suelo, con el morro lleno de espinillas y el cuello torcido… ¡Si al menos fuera atractivo, pero…! ¡Uf! ¡Un demonio!
El sacristán tomó aliento, se secó los labios y prestó oídos. La campanilla había enmudecido, pero el viento gemía sobre el tejado y al otro lado de la ventana, en medio de la oscuridad, volvió a oírse un tintineo.
—¡Y ahora otra vez lo mismo! —continuó Saveli—. ¡El coche de postas no gira en redondo por casualidad! ¡Escúpeme en la cara si el coche de postas no te busca! ¡Ah, el diablo es un buen ayudante, conoce bien su oficio! Le hará dar algunas vueltas y acabará trayéndolo aquí. ¡Lo sé! ¡Lo veo! ¡No me engañas, charlatana del diablo, tentadora de paganos! Cuando empezó la tormenta, comprendí en seguida lo que tramabas.
—¡Eres idiota! —dijo ella con una sonrisa—. Entonces, según tu estúpido razonamiento, ¿yo soy la causante de la tormenta?
—Hum… ¡Has sonreído! Ya seas tú o no, lo que es indudable es que, cuando tu sangre entra en ebullición, hace mal tiempo, y en cuanto eso sucede, aparece por aquí algún chiflado. ¡Siempre pasa lo mismo! ¡Por tanto, debes de ser tú!
El sacristán, tratando de resultar más convincente, se llevó un dedo a la frente, cerró el ojo izquierdo y añadió con voz cantarina:
—¡Ah, locura! ¡Ah, maldición de Judas! Si fueras una criatura humana de verdad y no una bruja, lo entenderías: ¿y si en lugar de un artesano, un cazador o un secretario se tratara del diablo transfigurado? ¿Eh? ¡Deberías pensarlo!
—¡Qué tonto eres, Saveli! —exclamó la mujer con un suspiro, mirando a su marido con pesar—. Cuando mi padre vivía aquí, gente de toda condición —de las aldeas, de los caseríos, de las granjas armenias— acudía para que le curara las fiebres. Venían todos los días y nadie los trataba de diablos. Pero basta que una vez al año, un día de mal tiempo, alguien entre a calentarse para que te parezca un prodigio, estúpido, y te figures toda clase de cosas.
La lógica de la mujer hizo vacilar a Saveli, que separó los pies descalzos, agachó la cabeza y se quedó pensativo. Aún no estaba firmemente convencido de sus conjeturas y el tono sincero e indiferente de su mujer había desbaratado su argumentación; sin embargo, al cabo de unos minutos de reflexión, sacudió la cabeza y dijo:
—Sí, pero los que solicitan pasar la noche no son nunca viejos ni patizambos, sino jóvenes… ¿Por qué? Además, si se limitaran a calentarse… pero también tientan al demonio. ¡No, no hay sobre la faz de la tierra criaturas más astutas que las mujeres! Lo que es cerebro, Señor, tenéis menos un mosquito, ¡pero qué malicia tan diabólica! ¡Ah, sálvanos, Reina de los Cielos! ¡Ya vuelve a sonar la campanilla del coche de postas! ¡En cuanto empezó la tormenta, me di cuenta de lo que tramabas! ¡Todo se debe a tus sortilegios, araña del demonio!
—¿Por qué te metes conmigo, maldito? —dijo la mujer, fuera de sus casillas—, ¿Por qué me atormentas, canalla?
—Solo te digo que si esta noche, Dios no lo quiera, sucede que… ¿Lo has oído? Si pasa algo, mañana, en cuanto amanezca, iré a Diádkovo en busca del padre Nikodim y se lo explicaré todo. «Así es, padre Nikodim —le diré—, haga el favor de perdonarme, pero es una bruja». «¿Por qué?». «Hum… ¿quiere saber por qué? Pues verá… Por esto y por esto». ¡Y ya verás entonces, mujer del demonio! ¡No solo serás castigada en el Juicio Final, sino también en la tierra! ¡No en vano en el misal hay oraciones que conciernen a vuestro hermano!
De pronto se oyó un golpe en la ventana, tan fuerte e inesperado que Saveli palideció y las rodillas se le doblaron de miedo. La mujer pegó un brinco y también perdió el color.
—¡Por amor de Dios, dejen que entremos a calentamos un poco! —dijo una profunda y temblorosa voz de bajo—. ¿Hay alguien ahí? ¡Por favor! ¡Nos hemos extraviado!
—¿Y quiénes son ustedes? —preguntó la mujer, sin atreverse a levantar los ojos hasta la ventana.
—¡El correo! —respondió otra voz.
—¡Tus diabluras han dado sus frutos! —dijo Saveli con un gesto de la mano—. ¡Ya están ahí! Tenía yo razón… Bueno, ten cuidado.
El sacristán dio dos saltos delante de la cama, se tumbó sobre el edredón y, resoplando con enfado, se volvió de cara a la pared. No tardó en sentir un soplo de aire frío en la espalda. La puerta chirrió y en el umbral apareció un hombre alto cubierto de nieve de los pies a la cabeza. Tras él surgió otro, igual de blanco…
—¿Metemos los sacos? —dijo el segundo, con voz ronca.
—¡No vamos a dejarlos ahí!
Tras pronunciar esas palabras, el primero se puso a desanudarse el capuchón, pero, antes de terminar, se lo arrancó junto con la gorra y lanzó ambas prendas con irritación sobre la estufa. Luego se quitó el abrigo, lo arrojó al mismo lugar y, sin saludar, se puso a dar vueltas por la habitación.
Era un correo joven y rubio, con la levita del uniforme raída y unas botas gastadas y cubiertas de barro. Una vez que ese ejercicio le hizo entrar en calor, se sentó junto a la mesa, extendió los sucios pies hacia los sacos y apoyó la cabeza en el puño. En su rostro pálido, con manchas rojas, se veían aún las huellas del sufrimiento y el miedo que acababa de pasar. Los rasgos crispados por la irritación, las marcas frescas de sufrimientos físicos y morales recientes y la nieve fundida en las cejas, el bigote y la perilla le conferían cierto atractivo.
—¡Una vida de perros! —masculló, paseando la mirada por las paredes, como si no acabara de creer que estaba a cubierto—. ¡Casi no salimos de ésta! De no ser por vuestra estufa, no sé lo que habría pasado… ¡El diablo sabe cuándo acabará todo esto! ¿Es que no terminará nunca esta vida de perros? ¿Dónde estamos? —preguntó, bajando la voz y levantando los ojos hasta la mujer.
—En la colina de Gulaiov, en la hacienda del general Kalinovski —respondió ésta, estremeciéndose y ruborizándose.
—¿Has oído, Stepán? —dijo el correo, volviéndose hacia el ??chero, que se había quedado atascado en la puerta por culpa de la gran saca de cuero que llevaba a la espalda—. ¡Hemos ido a parar a la colina de Gulaiov!
—Sí… ¡Es un buen trecho!
Tras pronunciar esas palabras en forma de suspiro ronco y entrecortado, el cochero salió y, al cabo de unos instantes, volvió a entrar con otra saca algo más pequeña; luego volvió a salir y esta vez trajo el sable del correo, de ancho tahalí, semejante a la gran espada plana que aparece en las xilografías de Judit junto al lecho de Holofernes. Una vez colocadas las sacas a lo largo de la pared, se retiró al zaguán, se sentó allí y encendió su pipa.
—Después del viaje, tal vez le apetezca un té —dijo la mujer.
—¡Nada de té! —respondió el correo, frunciendo el ceño—. Hay que calentarse lo antes posible y partir, de otro modo perderemos el tren. Nos quedaremos unos diez minutos y nos iremos. Lo único que le pido es que tenga la amabilidad de mostrarnos el camino.
—¡Este tiempo es un castigo del Señor! —suspiró la mujer.
—Sí… ¿Y quiénes son ustedes?
—¿Nosotros? Vivimos aquí, cuidamos de la iglesia… Pertenecemos al clero… ¡Mi marido está ahí tumbado! ¡Saveli, levántate y ven a saludar! Antes esto era una parroquia, pero hace año y medio la suprimieron. Naturalmente, cuando los señores vivían aquí, había más gente y merecía la pena mantenerla; pero ahora, sin señores y con la aldea más cercana, Márkovka, a cinco verstas, juzgue usted mismo de qué vamos a vivir. Saveli está sin empleo y… sustituye al guardián. Se encarga de vigilar la iglesia…
También se enteró el correo de que, si Saveli fuera a ver al general y le pidiera una carta para el arzobispo, le darían un buen destino; pero no lo hacía porque era perezoso y le daba miedo la gente.
—En cualquier caso pertenecemos al clero… —añadió la mujer.
—¿Y de qué viven? —preguntó el correo.
—Junto a la iglesia hay un prado y un huerto, aunque ninguno de los dos produce mucho… —suspiró la mujer—. El padre Nikodim, de Diádkino, a quien se le antoja todo lo que ve, viene a decir misa en las dos fiestas de san Nicolás, la de verano y la de invierno, y se queda con casi todo. ¡No hay nadie que nos defienda!
—¡Mientes! —exclamó con voz ronca Saveli— El padre Nikodim es un hombre santo, la antorcha de la Iglesia, y no se queda con nada a lo que no tenga derecho.
—¡Vaya genio tiene tu marido! —dijo el correo con una sonrisa—, ¿Hace mucho que estás casada?
—El Domingo del Perdón hará cuatro años. Mi padre era sacristán aquí; cuando le llegó la hora de morir, fue al consistorio y, para que yo conservara la plaza, pidió que enviaran un sacristán soltero con vistas a un matrimonio. Así fue como me casé.
—¡Ya veo! ¡De modo que mataste dos pájaros de un tiro! —dijo el correo, mirando la espalda de Saveli—. Conseguiste la plaza y ganaste una mujer.
Saveli sacudió los pies con impaciencia y se acercó más a la pared. El correo se levantó de la mesa, se estiró y se sentó en una de las sacas. Después de meditar durante unos instantes, aplastó la saca, cambió el sable de lugar y se tumbó con una pierna colgando.
—Una vida de perros… —farfulló, poniendo las manos en la nuca y cerrando los ojos—. Ni siquiera a un bandido tártaro le deseo una vida semejante.
Pronto reinó el silencio. Solo se oían los resoplidos de Saveli y la respiración regular y lenta del correo, que se había quedado traspuesto y cada vez que expulsaba el aire dejaba escapar un «j-j-j-j» grave y prolongado. A veces de su garganta salía una especie de chirrido de polea mal engrasada y la pierna, sacudida por un temblor, levantaba un susurro del saco.
Saveli se dio la vuelta bajo la manta y, lentamente, echó un vistazo a su alrededor. Su mujer estaba sentada en el taburete y, con las mejillas apoyadas en las palmas de las manos, contemplaba el rostro del correo. Tenía la mirada fija, como las personas aturdidas o asustadas.
—¿Qué estás mirando? —susurró Saveli con enfado.
—¿Y a ti qué te importa? ¡Sigue tumbado! —respondió la mujer, sin apartar la vista de la rubia cabellera.
Saveli expulsó con furia todo el aire del pecho y, con un movimiento brusco, se giró hacia la pared. Al cabo de unos tres minutos volvió a revolverse inquieto, se puso de rodillas en la cama y, con las dos manos apoyadas en la almohada, miró de reojo a su mujer, que seguía en la misma posición, contemplando al recién llegado. Sus mejillas habían palidecido y en su mirada ardía un fuego extraño. El sacristán carraspeó, se deslizó hasta el suelo sobre el vientre y, acercándose al correo, le cubrió la cara con un pañuelo.
—¿Por qué haces eso? —preguntó la mujer.
—Para que la luz no le haga daño en los ojos.
—¡No tienes más que apagar!
Saveli miró a su mujer con desconfianza y tendió los labios hacia la lámpara, pero al punto se arrepintió y sacudió las manos.
—¿No será una treta del diablo? —exclamó—, ¿Eh? ¿Acaso hay una criatura más astuta que la mujer?
—¡Ah, demonio con sotana! —silbó la mujer, frunciendo el ceño con desprecio—. ¡Espera un poco!
Y, tras acomodarse mejor, volvió a clavar la mirada en el correo.
Poco le importaba que tuviera el rostro cubierto. No le interesaba tanto la cara como el aspecto general, la novedad de ese hombre. Tenía el pecho ancho y poderoso, las manos hermosas y finas, y sus piernas musculosas y firmes eran bastante más atractivas y masculinas que las dos zancas de Saveli. No había comparación posible.
—Aunque sea un demonio con sotana —comentó Saveli, al cabo de un rato—, no pueden dormir aquí… No… Son empleados del Estado y en consecuencia, si los retenemos, los responsables seremos nosotros. Cuando se lleva la correspondencia, no hay tiempo para dormir… ¡Eh, tú! —gritó Saveli en el zaguán—. Cochero… ¿cómo te llamas? ¿Necesitáis que os guíe? ¡Levántate, no se puede dormir cuando se transporta el correo! —a continuación, fuera de sus casillas, se acercó al correo de un salto y le tiró de la manga—. ¡Eh, excelencia! Si tiene que irse, váyase, y si no… No es momento de dormir.
El correo se sobresaltó, se sentó, recorrió la cabaña con una turbia mirada y volvió a tumbarse.
—¿Cuándo piensa marcharse? —dijo Saveli, recalcando las sílabas, sin dejar de tirarle de la manga—. La correspondencia tiene que llegar a tiempo, ¿lo oye? Yo les guiaré.
El correo abrió los ojos. Envuelto en el cálido ambiente de la pieza y sumergido en la dulzura del primer sueño, aún no despierto del todo, vio como en una especie de niebla el cuello blanco y la mirada fija y lánguida de la mujer, cerró los ojos y sonrió, como si todo eso formara parte de un sueño.
—¿Adónde van a ir con un tiempo semejante? —oyó la delicada voz de la mujer— ¡Déjalos que duerman tranquilos!
—¿Y la correspondencia? —se sobresaltó Saveli— ¿Quién va a llevarla? ¿La llevarás tú? ¿Tú?
El correo volvió a abrir los ojos, contempló los cambiantes hoyuelos en el rostro de la mujer, se acordó de dónde estaba y entendió las palabras de Saveli. La idea de que había que partir en medio de las frías tinieblas le puso la came de gallina e hizo que todo su cuerpo se encogiera.
—Habría podido dormir cinco minutos más… —dijo bostezando—. De todos modos vamos a retrasamos…
—¡Puede que todavía lleguemos a tiempo! —dijo una voz en el zaguán—. Con un poco de suerte, el tren también vendrá con retraso.
El correo se levantó y, desperezándose con placer, empezó a ponerse el abrigo.
Saveli, al ver que los huéspedes se disponían a partir, hasta relinchó de satisfacción.
—¡Échame una mano! —le gritó el cochero, levantando una talega.
El sacristán se acercó a él y le ayudó a sacar al patio las sacas. El correo se puso a deshacer el nudo de su capuchón. La mujer le miraba a los ojos, como tratando de leer en su corazón.
—Debería tomar una taza de té… —dijo.
—No me importaría… pero ya están listos —comentó él—. De todos modos vamos a llegar con retraso.
—¡Quédese! —susurró ella, bajando los ojos y cogiéndole de la manga.
El correo terminó de deshacer el nudo y, presa de la indecisión, puso la capucha sobre el brazo. La proximidad de esa mujer le acaloraba.
—Qué cuello… tienes…
Y se lo acarició con dos dedos. Viendo que no le oponía resistencia, le acarició el cuello, los hombros…
—Ah, eres…
—Debería quedarse… y tomar una taza de té.
—¿Dónde la pones, demonio con sotana? —se oyó en el patio la voz del cochero—. Colócala de través.
—Debería quedarse… ¡Hace un tiempo de perros!
Y el correo, que aún no se había despertado del todo y no había tenido tiempo de desembarazarse de los encantos del lánguido sueño juvenil, sintió un deseo repentino de olvidarse de las sacas, del tren correo… de todo lo que había en el mundo. Asustado, como si se dispusiera a salir corriendo o a ocultarse, echó una ojeada a la puerta, cogió a la mujer por el talle y, ya se inclinaba sobre la lámpara para apagarla, cuando en el zaguán se oyó un ruido de pasos y en el umbral apareció el cochero… Por encima de su hombro se distinguía la figura de Saveli. El correo apartó rápidamente las manos y se quedó parado, como sumido en honda meditación.
—¡Todo está listo! —dijo el cochero.
El correo permaneció inmóvil unos instantes, volvió bruscamente la cabeza, como para despertarse de una vez por todas, y siguió al cochero. La mujer se quedó sola.
—¡Vamos, sube y muéstranos el camino! —dijo una voz.
Se oyó el perezoso tintineo de una campanilla y a continuación de una segunda; luego esos sonidos argentinos se fueron alejando de la cabaña en forma de suave y prolongado cascabeleo.
Cuando se apagaron del todo, la mujer rompió su inmovilidad y se puso a pasear con inquietud de un rincón al otro. Al principio estaba pálida, pero luego se puso muy colorada. En su rostro se imprimió una expresión de odio, su respiración se hizo entrecortada, los ojos resplandecieron con una rabia salvaje y feroz; daba vueltas por la pieza como una bestia enjaulada, y parecía una tigresa a la que se asusta con un hierro candente. Se detuvo durante un minuto y contempló la vivienda. La cama, que ocupaba casi la mitad de la habitación, se extendía a lo largo de toda la pared y se componía de un edredón sucio, unos almohadones duros y grises, una manta y un montón de trapos indistintos. Ese lecho formaba un amasijo informe y desagradable, casi idéntico al que erizaba la cabeza de Saveli cuando a éste se le antojaba untarse los cabellos con pomada. Desde la cama hasta la puerta que daba al frío zaguán se extendía la oscura estufa, coronada de pucheros y rodeada de paños colgados de ganchos. La pieza estaba tan extremadamente sucia, grasienta y negra de hollín como Saveli; en ese decorado se hacía extraño ver el cuello blanco, la piel suave y delicada de una mujer. La esposa del sacristán corrió hacia la cama y extendió las manos como queriendo dispersar, pisotear y reducir a polvo todo aquello, pero en ese momento, como asustada del contacto de tanta suciedad, retrocedió y de nuevo se puso a dar vueltas de un rincón al otro…
Cuando al cabo de un par de horas regresó Saveli, blanco de nieve y extenuado, ella ya se había desvestido y acostado. Tenía los ojos cerrados, pero por las ligeras contracciones que agitaban su rostro el hombre adivinó que no dormía. De camino a casa se había jurado no dirigirle la palabra ni tocarla hasta el día siguiente, pero una vez allí no pudo abstenerse de hurgar en la herida.
—¡No te han valido de nada tus sortilegios: se ha marchado! —exclamó con una maliciosa sonrisa.
La mujer no dijo nada, solo su mentón tembló. Saveli se desvistió sin prisas, pasó por encima del cuerpo de ella y se tumbó de cara a la pared.
—¡Mañana le explicaré al padre Nikodim la clase de esposa que eres! —farfulló, haciéndose un ovillo.
La mujer se volvió bruscamente hacia él y le dirigió una mirada fulminante.
—Vas a tener que contentarte con el puesto —dijo—, pero si quieres una mujer, tendrás que ir a buscarla al bosque. ¿Te imaginas que soy tu esposa? ¡Ya puedes reventar! ¡Buena la he hecho cargando con un gandul y un zoquete como tú, que Dios me perdone!
—Vamos, vamos… ¡Duérmete!
—¡Qué desdichada soy! —dijo ella, estallando en sollozos—. ¡De no haber sido por ti, podría haberme casado con un comerciante o con un noble! ¡Tendría un marido a quien amar! ¡Ojalá te hubiera tragado la nieve y te hubieras helado de frío en la carretera, monstruo!
Pasó largo rato llorando. Al final exhaló un profundo suspiro y se calmó. Al otro lado de la ventana seguía aullando la tormenta. En la estufa, en la chimenea y detrás de cada pared se oía una especie de llanto; Saveli tenía la impresión de oírlo dentro de sí, en sus propios oídos. Esa noche se había convencido definitivamente de que las suposiciones sobre su mujer eran fundadas y ya no albergaba la menor duda de que ésta, con la ayuda del demonio, disponía a su antojo de los vientos y de los coches de postas. No obstante, para colmo de su desdicha, ese aspecto secreto, esa fuerza sobrenatural y salvaje, le daban a la mujer que yacía a su lado un encanto peculiar e inefable, en el que no había reparado antes. Sin darse cuenta, dejándose llevar por su propia estupidez, la había poetizado, y de ese modo la había vuelto más blanca, más tersa, más inaccesible…
—¡Bruja! —dijo con despecho—. ¡Uf, qué repugnante eres!
Sin embargo, una vez que la mujer se calmó y su respiración se hizo más regular, rozó su nuca con los dedos… cogió su gruesa trenza con la mano. Ella no se percató… Él entonces se envalentonó y le acarició el cuello.
—¡Déjame! —gritó ella y le dio un codazo tan violento en el caballete de la nariz que le hizo ver las estrellas.
El dolor desapareció pronto, pero el suplicio continuó.
*FIN*