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La burlada Aminta

[Cuento - Texto completo.]

María de Zayas

Fue el capitán don Pedro (cuyo apellido por justos respetos se calla) natural de la ciudad de Vitoria, una de las principales de Vizcaya, por su amenidad, grandeza y nobleza que en sí cría.

Desde sus tiernos años se inclinó a las armas, ejercicio usado entre nobles. Gastó la flor de su mocedad en la guerra, si se puede decir gastar, sirviendo a su rey con tanto valor, por cuyo bien empleado trabajo alcanzó del católico y prudente don Felipe II honrosos cargos en ella, hasta que, pidiendo su noble ejercicio el merecido premio de sus servicios, el cristiano rey don Felipe III honró su persona con un hábito de Santiago y seis mil ducados de renta, librados en la encomienda del mismo hábito.

Casó en Segovia (ilustre ciudad de Castilla, tan adornada de edificios como de grandeza de caballeros, enriquecida de mercaderes que con sus tratos extienden su nombre hasta las más remotas provincias de Italia) con una dama igual en nobleza y bienes de fortuna.

De este matrimonio tuvo un hijo, el cual llegando a los años de discreción, heredando los nobles y alentados respetos y pensamientos de su padre, a imitación suya y codicioso de sus hazañas, quiso mostrar su mocedad en mostrar su valor y granjear alguna de las que a su padre sobraban; y así, con gusto suyo y una bandera, cuyo suplimiento alcanzaron los méritos de su padre, pasó a Italia a servir a su rey en la famosa guerra que tenía con el duque de Saboya.

Tenía el capitán don Pedro un hermano que por ser mayor gozaba el mayorazgo de sus padres, que no era de los peores de su tierra, y por heredera la más bella hija que en toda aquella provincia se hallaba. Era Aminta de catorce años cuando a la puerta de los de su padre llamó la muerte, cruel fiscal de las vidas.

Y sintiendo el cristiano caballero más que la partida de este mundo el dejar su hermosa hija sin más amparo que el del cielo, pues aunque le quedaba bastante hacienda para casar noblemente, viéndola quedar sin madre que la gobernase y enseñase, era para su corazón nuevo tormento, aunque la virtud de su hija le animaba, y viendo que sin remedio se llegaba el fin de su vida, hizo su testamento, y dejando a su hija por dueño de todo, nombró a su hermano por testamentario y cumplidor de su alma, suplicándole por una carta que antes de su muerte escribió, tomase a su cargo el remediar y casar a su sobrina, pidiéndole encarecidamente la emplease en quien la mereciese. Y hecho esto durmió el último sueño, rindiendo el alma a su Criador y el cuerpo a la tierra.

Recibió el capitán la carta de su hermano, solemnizando con lágrimas las ternezas de ella, y pareciéndole que estaría mejor su sobrina en su compañía y en el amparo y crianza de su mujer, se partió para ella, con acuerdo de los dos, de que estaría bien empleada en su hijo, pareciéndole, y era bien, que no podía emplearla mejor.

Llegose el capitán a su tierra, y después de estar en ella algunos días, acomodando y poniendo en orden la hacienda, dejando en su administración un mayordomo fiel que la gobernase, dio la vuelta a Segovia; entró en ella la hermosa Aminta, si bien en el nublado del luto, para ser su sol, su asombro y su admiración, dando a las damas envidia, y a los galanes deseos, con tal extremo, que en pocos días se llenó la ciudad de su fama; no teniéndose por dichoso quien no la había visto; alabando cada uno lo que más en ella estimaba: unos la hermosura, otros la discreción; este la riqueza, y el otro la virtud. Finalmente, de todos era llamada milagro de esta edad, y la octava maravilla de este tiempo.

No faltando luego ojos atrevidos y deseos codiciosos, que aficionados a sus gracias y honestos desenfados, quisiesen por medio del matrimonio ser dueños de tal joya, y algunos o los más, que viendo que su tío cerraba la puerta a todos, con decir que Aminta había de ser mujer de su hijo, pretendiese rendir por amor el honesto pecho de la dama, la cual contenta de que su tío la emplease tan bien, apartaba cuanto podía sus ojos de estas ocasiones, esperando con mucho gusto la venida de su primo y esposo, que ya le había enviado a llamar, pareciéndole que no había otro bien sino su vista; como mujer que no sabía de amor, ni de otra cosa que de la voluntad y gusto de sus tíos.

Mientras el primo venía, pasaba Aminta una vida alegre, libre y regalada; tanto, que gozando al lado de su tía todas las fiestas y holguras de la ciudad, a pocos meses olvidó la pena de la muerte de su padre, siendo su vista, para los miserables que defraudados de gozarla no se hallaban sino cargados de penas y amorosos deseos, un basilisco que mataba sin dar esperanzas de vida; y con saber que esto era sin remedio, no desmayaban, ni volvían atrás de su pretensión.

Las músicas eran continuas, los paseos ordinarios, y los galanes sin cuenta, pareciendo su calle, en siendo de noche, los montes de Arcadia o las selvas de amor. Aquí sonaban suspiros, y acullá instrumentos, sin que jamás Aminta lo escuchase; y si lo oía, era para hacer burla y reírse de todos.

Mas no se fíe nadie de su libertad ni de sus fuerzas, que tal vez amor gusta más de cazar voluntades libres, que gustar los sujetos, y siempre se ve cautivo el libre, enfermo el sano, y vencido el valiente; pues suele amor empezar burlando, y acabar de veras. Duerman los ojos de Aminta libre y descansadamente; que antes de mucho juzgarán a costa de hartas perlas por verdadera mi opinión.

Fue pues el caso que a negocios importantes vino a Segovia un caballero, a quien llamaremos don Jacinto. Era mozo, galán, y más inclinado a gusto que a penitencia, pues no trataba de ella sino de jueves a jueves santo, como hacen los que tienen las ocasiones dentro de su casa: esta tal, por no hacerla sino a su gusto, jamás apartaba de sí la ocasión de él, que era una dama libre y más desenfadada que es menester que sean las mujeres; pues aunque traten de solo su gusto, parece bien que sean honestas.

Traíala don Jacinto con título de hermana, y de esta suerte le acompañaba siempre, dejando por esto de hacer vida con su legítima mujer, que era tan desdichada como hermosa, la cual se había quedado en Madrid.

Dio don Jacinto en ir a oír misa en un monasterio no lejos de la casa de la discreta Aminta, y donde siempre la hermosa dama acudía con su tía; y como la hermosura, las galas y el acompañamiento fuese para mirar, puso en ella don Jacinto los ojos con tan atento afecto que no paró la hermosa vista hasta el alma.

Empezó don Jacinto a sentirse mal de la penetrante herida que le había dado en el corazón la grande belleza de Aminta, y considerando su nobleza, riqueza y honestidad, que de todo se informó, y ser imposibles sus pensamientos, pues el ser quien era Aminta, y el estado de él lo dificultaba todo, le traía fuera de sí, que no parecía hombre con alma, sino cuerpo o fantasma sin ella.

Vínole a poner en tal cuidado su pasión que del poco comer y mal dormir vino a perder la salud, de suerte que cayó en la cama de melancolía, con que negó a Flora la conversación; siendo su vista tan enfadosa a sus ojos que quisiera, por no verla, no tenerlos.

Sentía Flora la repentina mudanza de don Jacinto con mucha pena; si bien por lo que hizo no se puede juzgar fuese verdadera; y como llegase a preguntarle la causa de su pena, y él se la negase, que no quiero sentir que fuese amor, dio en andar a la mira hasta saberlo.

No la fue dificultoso, porque como amor es ciego, él y ellos hacen las cosas de suerte que pocas veces se encubren, y así un día que don Jacinto estaba rendido a sus cuidados, ya que le pareció que Flora estaba fuera, por haberlo dicho ella así, y como él ya no la amaba, no examinaba sus cosas como solía; antes él mismo la pedía que saliese a pasearse y ver la ciudad, deseando la soledad para darse todo a su Aminta.

Y creyendo estar solo, tomando un laúd, cantó así:

Del fugitivo Eneas llora Dido
El desprecio cruel de su partida;
De rabia ciega en cólera encendida,
Maltrata el rostro por vengar su olvido.
Llama a su amante sin razón querido
La mano al pomo de una espada asida,
Con que cortando en flor su triste vida,
Ganó el laurel a su lealtad debido.
Elisa bella, aunque tu triste suerte
Te forzó a darte muerte rigurosa,
Yo trocaré mi vida por tu muerte.
Porque si no te amare, es cierta cosa
Que imposible le fuera aborrecerte,
Y pues te amó, ¿qué suerte más dichosa?
Empresa fue famosa,
Con que a la fama tienes envidiosa;
Y pues fuiste querida,
No lamentes el ser aborrecida.
Con tan dulce memoria
No hay pena que no sea mayor gloria.
¡Mas ay de una firmeza,
Pagada con desdén y con tibieza!
Aquesta sí que es pena,
Que la tuya lo fue de gloria llena;
Más triste del que muere,
Aminta ingrata, sin que en mal tan grave
Jamás espere gloria ni se acabe.

—Ya no será posible, amado don Jacinto —salió diciendo Flora, que escondida estaba—, el negarme la causa de tu tristeza, porque ya la has declarado en tus versos; y si he de decir verdad, días ha que la sospecho, por ver en tu boca tantas alabanzas de Aminta, la sobrina del capitán: ni pienses que me pesa que hayas puesto en ella tus pensamientos, porque no puedo tener por agravio querer mujer que me excede en todo; y así en lugar de enojo te tengo lástima, por ver cuán imposibles han de ser tus deseos si no te vales del engaño; porque si yo te quisiera de burlas, diérasme celos con ese amor, nuevamente en ti nacido; pues cuando fuera posible que pudieras gozar de Aminta, no por eso temo yo que me olvides, que antes viéndome desear y procurar tu gusto, me has de querer más.

Yo siempre he tenido por necedad los celos; y así hice juramento, el día que me alisté debajo de la bandera de amor, de aborrecerlos, y no procurar conocer tan mala cosa como dicen que es.

La dificultad que yo hallo en esta pretensión es que Aminta no se ha de rendir si no es por casamiento, que su desdén es risa, pues si llegase a leer el papel y escuchar tus amorosas razones, ¿quién duda que te ha de querer?

No hay para las mujeres lazo como el del casamiento: déjala tú que vea tu gala y ármasele, y verás si caerá; pues aunque por la ciudad se dice que aguarda a un primo suyo para ser su marido, más hará un amante de tus prendas y talle que su primo ausente y con esperanzas.

Viste galas y envíale joyas, que yo por mi parte tenderé mis redes, haré mis tramoyas, y a título de que soy tu hermana, me haré su amiga, y procuraré hablarla siempre que le viere en la iglesia: y si llega a darme oídos, yo la pintaré de suerte tus amorosas pasiones, y con tales colores que, aunque más en los estribos de su honor vaya, no dejará de caer; y amándote, fácil será el gozarla a título de marido, y si pasare más adelante la voluntad, sacarla de casa de su tío, y llevarla donde no se sepa de ella; y si con gozarla se acabare, con irnos a nuestra casa, ni ella sabrá el autor de su daño, ni osará decirlo, por no verse infamada y quizá muerta de su tío. Y el premio de todo esto que por ti hago, no quiero que sea más que el gusto que has de recibir.

Suspenso estaba don Jacinto oyendo el canto de aquella sirena, y así, o que creyese que lo hacía de amor, por no verle padecer, o que quisiese pasar por ello por lograr su deseo, la respuesta que la dio fue enlazarla al cuello los brazos, llamándola consuelo y remedio suyo y restauradora de su vida, y al fin quedaron de concierto de hacer lo que Flora le aconsejaba; empezando don Jacinto su engaño desde aquel mismo día.

Galán como rico y alentado como galán, seguía su pretensión: de día asistía a sus puertas, de noche rondaba su calle: unas veces solo y otras acompañado de Flora, que en hábito de hombre iba cuando había de darle música.

Vivía en una sala baja de la casa de Aminta una mujer entre señora y sierva. Había sido mujer de un mercader, era curiosa y amiga de saber, y no de las que hacen milagros de las cosas que suceden, ni deseaba hacerlos en razón de santidad, si bien los disimulaba con muestras de virtud, tanto que el capitán no extrañaba que entrase en su casa.

Esta, como vio el pájaro nuevo que venía a picar en el cebo de la hermosura de Aminta, una noche que le vio cerca de la puerta, se llegó a él y le preguntó qué buscaba, sabiendo como era público en toda la ciudad que aquella dama era prenda de un primo suyo que estaba en Milán, y le aguardaban por puntos para ser su esposo.

No quiso más don Jacinto que esta ocasión, y asiéndola por el copete, la contó sus amores conforme al engaño que tenían él y Flora concertado; diola a entender que tenía cuatro mil ducados de renta, prometiéndole cosas imposibles, diciéndola que no quería que hiciese por él otra cosa más que llevarle un papel; y diciendo y haciendo le puso en las manos un bolsillo con cincuenta escudos, con cuyo milagroso encanto se enterneció doña Elena (que es este el nombre de esta señora) más de lo que fuera justo, y así le dijo que fuese a escribir y diese la vuelta con el papel, que ella se lo llevaría a Aminta y cobraría la respuesta.

Volvió don Jacinto a su casa, y contando a Flora su ventura, escribió un papel: y volviendo con él donde le estaba aguardando doña Elena, se le dio, y con él una sortija de un diamante extremado.

—Este —dijo— darás a la hermosa Aminta por prenda y señal de mi amor.

Prometió doña Elena hacerlo, y que otro día le daría la respuesta.

Él se fue y ella se subió al cuarto de Aminta, la cual de noche de ordinario estaba escribiendo a su primo y esposo; y llegándose a ella le puso el papel y sortija en la mano diciendo:

—Léeme, hermosa Aminta, por tu vida este papel, que es de un amante, que, como si yo fuera hermosa, me pretende, y me lo envió con esta joya.

Bien pensó Aminta que el papel y sortija sería de alguno de los muchos que la pretendían; mas llevada de una curiosidad, por no pecar de melindrosa o bien porque su suerte empezaba a perseguirla, solemnizando con risa las palabras de doña Elena, leyó lo que se sigue:

«Cuando la voluntad pelea, el temor se rinde, y por esta causa sin temer de enojarte, y forzado de ella, hermoso dueño mío, me atrevo a decirte mi amor; que cuando diga que nació, no desde que vi tu belleza, sino desde que nací, pues me dicta el corazón que te había de criar el cielo para ser su señora, no diré mentira: bien sé el imposible que intento, pues aguardas para esposo tu venturoso primo, mas por lo menos no quiero morir sin que sepas que eres la causa. Si no eres tan cruel como el mundo dice, sírvete, mientras viene el dichoso que te ha de merecer, de darme la vida, aunque no sea con más que tu vista; y esa sortija no recibas por prenda mía, sino por retrato tuyo.»

—¿Quién es, amiga —replicó Aminta—, el enfermo tan peligroso que pide remedio tan aprisa?

—Quien te merece —respondió doña Elena— mejor que el que aguardas para esposo, por noble, galán, rico y muy discreto; pues aunque tu primo es tu sangre, don Jacinto lo es de lo mejor de España.

¡Ah codicia y bolsillo de escudos, qué presto calificas en la opinión de esta mujer la que apenas se había visto!

—No sé, bellísima Aminta, cómo eres tan ingrata —prosiguió la engañosa mensajera— a lo que es tan favorable; mírate bien en ello y conocerás tu engaño: y di, ¿qué diré a don Jacinto?

—Si no basta decir que me le diste —respondió Aminta algo tierna—, dile que le leí, que no me parece, amiga mía, que le he hecho poca merced.

Y diciendo esto, puso el anillo en el dedo.

Bien quisiera doña Elena hallar luego a don Jacinto para darle las buenas nuevas y pedirle albricias; mas como no aguardaba tan buen despacho, quiso saberlo más tarde, y así se había recogido en su posada.

¿Quién podrá decir los varios pensamientos de Aminta, las veces que leyó el papel, y la suerte con que amor hizo suerte en su libre y descuidado corazón? Pues aunque sabía que había de ser mujer de su primo, hasta aquel punto aún no había tenido lugar en él; y así, deseando el día, pasó la noche más inquieta que fuera justo.

Apenas la luz dio señal de su venida, cuando se vistió, y quizá se adornó con más gala y puntualidad que otras veces, deseando ver la causa de su desasosiego, y pues le desea ver, no está lejos de amar; mas ¡qué mucho, si dio oídos a las asechanzas que amor le puso en las palabras de doña Elena! Oyó Aminta, y dio lugar a ello su cruel condición, y luego cayó en el lazo.

Era día de fiesta y al tiempo de salir de su casa con su tía y criadas a misa, halló en el portal a doña Elena hablando con don Jacinto, con cuya vista, que luego de las acciones de los dos conoció el sujeto, si ya su alma no se lo había dicho, y si alguna parte le había dejado libre a las razones del papel, lo entregó todo a su talle con señales ciertas de rendimiento; porque aunque don Jacinto tenía treinta años, era tan galán y tan despejado, que mirado sin el afecto de su estado, rendía con su gracia cuanto miraba; el cual como discreto, conociendo en el rostro de la dama señales ciertas de amor, se empezó a prometer dichosas esperanzas, porque desde el lugar en que la vio hasta el en que estaba el coche, mudó mil colores, y puso sus ojos en dos mil ocasiones de atrevidos; y más cuando oyó decir a doña Elena:

—Vaya vuesa merced con Dios, señor don Jacinto, que la labor está en estado, que no tardará mucho en acabarse.

Aquí fue cuando la hermosa Aminta tropezó y vino a dar con el cuerpo casi a los pies de su amante, que ya se había despedido de la discreta tercera de sus amores, e iba a darlos a entender a la causa de ellos de todas las maneras que supiese; y como fuese fuerza usar en esta ocasión de la debida cortesía, fue a dar la mano a la muy discreta Aminta diciendo así:

—Paso de esposo, si amor y fortuna están de mi parte.

A quien respondió la dama dándole la suya sin guante, mejor que con palabras, con enseñarle en ella el rico diamante, que bastó para que el galán quedase, sobre contento, pagado.

Agradeció su tía el favor que don Jacinto había hecho a su sobrina, el cual, por recibirle más cumplido, quitando el estribo del coche, dio lugar a que se pusiese el sol entre nubes de seda.

Fuese al punto a contar a Flora sus venturas y decirle cómo Aminta quedaba en la iglesia. Tomó Flora su manto y en compañía de su hermano se fue a la misma iglesia donde estaba Aminta, y sentándose junto a ella, dijo a don Jacinto que la acompañaba:

—Aguarda, hermano, no pasemos de aquí, que ya sabes que tengo el gusto más de galán que de dama, y donde las veo, y más tan bellas como esta hermosa señora, se me van los ojos tras ellas.

No será maravilla que Aminta dé las gracias a Flora en albricias de saber que es hermana de don Jacinto, pues desde que le vio entrar en la iglesia con ella, estaba casi difunta, acabando casi los celos de romper la herida y abrir la puerta del amor, y así la respondió:

—Donde hay tanta hermosura (que es cierto que más puede dar envidia que tenerla) no sé para qué buscáis otra, pues tomando un espejo en las manos, mirándoos en él, satisfaréis vuestros deseos, porque más merecéis que os enamoren, que no que enamoréis; mas por lo menos me pienso estimar desde hoy en adelante en más que hasta aquí, y enriquecerme con la merced que me hacéis, pues de amores tan castos no podrá dejar de sacarse el mismo fruto; y así os suplico me digáis qué es lo que en mí más os agrada y enamora, para que yo lo tenga en más y me precie de ello.

—Toda vos —replicó Flora— porque sois tal que pienso no me engaño en creer por muy cierto que sois la bella y discreta Aminta, cuya gallardía y hermosura es basilisco de toda esta ciudad.

—Aminta soy —replicó la dama—; en lo demás vos, señora, podréis juzgar la poca razón que tienen en darme este nombre.

Diestramente iba la cauta Flora poniendo lazos a la inocente Aminta para traerla a suma perdición, y así de lance en lance le dio a entender todo lo que quiso, diciendo como don Jacinto su hermano había venido desde Valladolid, donde tenía su casa y hacienda, solo a ver si era verdadera la fama que de su hermosura volaba por todas partes, con deseo de hacerla su dueño si fuese tal como se decía, y que como se había informado del intento de su tío, no se había atrevido a tratar nada.

Engrandeciole su amor, su sangre, su renta, y las premisas ciertas que tenía de un hábito para cuando se casase; que asimismo ella le había pedido le trajese consigo para que si acaso no tuviese efecto su solicitud, pudiese con más seguridad tratar con ella estas cosas. Finalmente, Flora pintó a su amante tan enamorado, tan rico y noble, diciéndole por remate que pensaba que si su hermano no la alcanzaba por mujer, sería su vida muy corta.

Disimuló Flora su mentira con tantas muestras de verdad que no fue mucho en Aminta lo creyese, y más como ya amor la tenía rendida. Feneció Flora la plática con suplicarle tuviese compasión de su hermano, pues estaba en tiempo de poder hacerlo, y que no aguardase a que, venido su primo, todo tuviese desdichado fin.

—¡Ay amiga! —dijo Aminta—, ¿cómo puede ya dejar de tenerle, supuesto que aunque yo quiera remediar a tu hermano y hacerme a mí dichosa, casándome con él, mi tío, que ya me tiene para su hijo, no lo ha de consentir? Pues negar yo que desde que anoche me dieron un papel de tu hermano no di con mi honesto pensamiento en tierra, será negar al amor su fortaleza y la obediencia que le he prometido, tanto, que ya si algunos deseos tenía de la vista de mi primo, se han trocado en desear su muerte, o que su ausencia dure hasta que llegue mi remedio o el fin de mi vida: ya tengo lástima de los que me han querido desdeñados, solo de mí no la tengo, pues estoy dispuesta a no mirar honra ni opinión, tal efecto ha hecho en mí la vista de tu hermano. Y pues me he llegado a declarar, dime tú qué haré, pues no amarle es imposible, y remediarle también, que si atrevida no miro lo que pierdo, cuerda temo lo que ha de suceder.

No quiso Flora más que esto, y así respondió:

—Cuando por ser mujer de mi hermano lo dejes de ser de tu primo, no pierdes nada, antes ganas marido que le iguala en nobleza y hacienda. Y si bien tu tío al principio se mostrare enojado, después viendo lo que ganas ha de hacer paces contigo, y para amansar a tu primo, ya que yo no te iguale en hermosura, suplirá esta falta veinte mil ducados que tengo de dote, y el ser tu cuñada. Y cuando suceda tan mal que nada de esto baste, déjales tu hacienda, que mi hermano con sola tu persona se contenta. Y pues dices que no se podrá acabar nada con tu tío, buen remedio: doña Elena, que es la que te dio el papel, es buena amiga, en su casa podrás hablar a mi hermano, pues no se recela de ella, y así se concertará el casarte; y después de iros ante el vicario, te vendrás a mi casa, donde cuando lo sepa tu tío, ya estarás en poder de tu marido, y viendo que es tal como es, será fuerza que se tenga por contento y a ti por venturosa.

Estaba ya Aminta tan ciega, que concedía con todo, y más como temía la venida de su primo, que le aguardaba por puntos. Y así dijo a Flora que a la tarde viniese ella y su hermano al aposento de doña Elena, donde mientras su tío estaba en visita, hablarían más despacio.

Y despidiéndose con señales de eterna amistad, Aminta y su compañía se volvió a su casa, donde aunque su tío la había visto hablar con Flora, no sospechó cosa, conociendo su recato.

Contó Flora a don Jacinto el concierto, si bien de industria le dio algunos picones, alcanzando por las nuevas mil tiernos y amorosos favores; y después de comer se vinieron juntos a la casa de doña Elena, que ya estaba avisada de Aminta de lo sucedido; la cual amaba tan de veras a don Jacinto que ya no miraba sino verse esposa suya, y entre el sí y el no la traían inquieta varios pensamientos del suceso; si bien guardó el secreto en sí misma, sin querer dar parte a ninguna criada, pareciéndole (como es así) que no hay quien descubra los secretos sino ellas; pues cuando más se les encarga el callar, lo publican más.

Pues como vio la mal aconsejada señora a su tía divertida con algunas señoras amigas, y que su tío estaba fuera, fingiendo forzosa ocasión, se entró en otra sala, y de allí, avisando a las criadas que si la llamasen estaba en casa de doña Elena, se fue a buscar los autores de sus desdichas.

Recibiéronse con los brazos Aminta y Flora, dando a don Jacinto justa envidia: el cual después de declararse con razones bien entendidas, ofreciose con promesas, acreditándose con lágrimas, y acrecentando el amor de Aminta con amorosas caricias, le dio la mano de esposo, con cuya seguridad gozó algunos regalados y honestos favores, cogiendo flores y claveles del jardín jamás tocado de persona nacida, que estaba reservado a su ausente primo.

Solemnizaban la fiesta Flora y doña Elena con mil donaires, viendo a don Jacinto tan atrevido como Aminta vergonzosa. Y quedó concertado que otro día, mientras sus tíos dormían la siesta, don Jacinto traería allí una silla donde Aminta iría a casa del vicario, encubriendo su nombre porque no pudiese dar luego cuenta del suceso, y de allí a su posada, donde estaría encubierta hasta que se fuesen a su tierra, desde donde avisarían de todo a su tío; encargando a doña Elena el secreto, a lo cual ella se ofreció de buena voluntad, por el temor que tenía al capitán: del cual pasado el tiempo del enojo sería más fácil alcanzar perdón.

Y así, despidiéndose con mil abrazos, ella se subió a su cuarto, y don Jacinto y Flora se volvieron a su casa muy contentos y satisfechos de lo bien que habían negociado.

¡Oh engañada Aminta!, precipitada en un mal tan grande, sin mirar los grandes inconvenientes que atropellas y en el peligro que te pones, caro te costará tu atrevimiento. ¡Oh engañoso don Jacinto, causa irremediable de la destrucción de esta dama! ¡Oh falsa Flora, en quien el cielo quiso criar la cifra de los engaños! Castigo vendrá sobre ti: de tu amante eres tercera, ¿habrá quien dé crédito a tal maldad? Sí, porque siendo una mujer mala, lleva ventaja a todos los hombres.

Amaneció otro día, que debió de ser martes, si es cierto que tiene algún azar: ya Aminta con el sol estaba vestida, porque el suceso de sus cosas no la daba reposo, habiendo soñado mil impedimentos y disgustos en ellas. Vestida en fin, aquí cayendo y acullá tropezando, y oyendo algunas palabras, pronósticos todos de sus desdichas, aunque ciega y sorda, sujeta a su amor, y embebida toda en sus pensamientos, tomó todas cuantas joyas tenía, púsolas en un lienzo y metiéndolas en la manga, y el manto en la otra, comió con sus tíos inquietamente, y apenas los vio rendidos al primer sueño, cuando se bajó al portal, donde se puso el manto y se metió en la silla que estaba prevenida, encomendando de nuevo a doña Elena el secreto.

Lleváronla en casa del vicario, porque los mozos de la silla, que eran criados de don Jacinto, estaban bien avisados de lo que habían de hacer, y hallando allí a su amante, que por no ser conocido en la ciudad, y ser cada día frecuentada de pasajeros y mercaderes, podía salir y entrar por donde quería, llegaron a la presencia del vicario, encubriéndose Aminta por no ser conocida: donde al tomarles las manos, un rico anillo de una esmeralda que la dama traía en el dedo se partió por medio, dando el pedazo que saltó en el rostro a don Jacinto; el cual aunque vio a su dama turbada, no haciendo caso de agüeros, se volvió con ella a su posada.

Recibió Flora a su cuñada (que así la llamaremos) con los brazos. Y para que don Jacinto, gozando, se arrepintiese, y Aminta acabase de encadenarse en su desdicha, después de una muy bien ordenada cena, los llevó a su cama, donde los dejó, y se retiró a otro aposento en la misma posada, aguardando por premio de estos engaños quedarse con su amante, dejando a Aminta con su deshonor y desventura.

Dejémoslos a todos pasar esta noche, a los unos traidores, y a la otra inocente, y a cada uno amenazando su castigo, estando el cielo por fiscal de todo: y vamos a la casa de Aminta, donde a este tiempo todo era confusión, todo llantos, todo amenazas, y todo sin provecho.

Los extremos que su tío hacía eran de hombre sin juicio. En fin, enterándose de que no parecía, ni nadie la había visto, empezó a hacer algunas diligencias ocultas, por no manifestar su deshonra, mas todo era excusado; porque como solo doña Elena lo sabía, y ella callaba, no se podía dar alcance a nada.

Al fin, los llantos de su tía y las voces de sus criadas publicaron el suceso por la ciudad, tanto que fue necesario que la justicia hiciese algunas diligencias sin fruto; pues aunque el vicario dijo que a las dos de la tarde había desposado una señora y un caballero, y como no supo decir quién fuese, aunque sospechó que fuese Aminta, no sirvió de más que de dar un pregón para que supiesen todos lo que no sabían.

Llegaron otro día estas nuevas a los oídos de don Jacinto, que aplacado el fuego de su apetito pudo considerar su peligro y el mal que había hecho, y temiendo que doña Elena, si le apretasen algo, diría el suceso y su posada, y que se había de ver en peligro su vida y su opinión, la noche siguiente llamó a una reja baja que de su aposento salía a la calle, y estando hablando con ella y contándole lo que pasaba, le apuntó al corazón con un pistolete, con que, sin poder llamar a Dios ni manifestar sus pecados, rindió el alma y llevó el merecido premio de lo que había hecho.

Y como dicen que un yerro sigue a otro, y un mal a otro mal, como el de don Jacinto era tan grande, temeroso del suceso y pareciéndole que si buscaban las posadas, que sería mal caso hallar en la suya a la triste Aminta, teniendo por cierto que la muerte de doña Elena daría motivo a la justicia para hacer esta diligencia, aconsejándose con los temores de Aminta, que estaba con ellos casi muerta, y con las astucias de Flora, y principalmente con su arrepentimiento, salió por acuerdo que mientras don Jacinto negociaba la partida, llevase a Aminta en casa de una principal señora conocida de don Jacinto, que vivía a las postreras casas de la ciudad, dándole a entender a la triste señora, que si fuese hallada, estaría mejor allí, y que entonces se publicaría su casamiento, y que si no la buscasen, él tendría lugar de enviar por un coche a Valladolid para irse, y que una vez allá todo se haría como ellos quisiesen.

Concedió Aminta con todo, y don Jacinto, llevando adelante su engaño, se fue en casa de una señora deuda suya, que era viuda y no tenía sino solo un hijo para heredero de su hacienda. Llamábase el mancebo don Martín, y era de los más gallardos de su tiempo.

Díjole don Jacinto a la señora que mientras él iba a un negocio importante a Valladolid, el cual acabado pensaba dar la vuelta a su tierra, se sirviese de que se quedase en su compañía una dama, merecedora de todo el favor que le hiciese.

Doña Luisa, que este era el nombre de esta señora, como conocía las mocedades de don Jacinto desde que vivía en su tierra, creyendo fuese dama suya, deseosa de darle gusto concedió con el de don Jacinto, y así esta noche la trajo a su casa a Aminta, tan confusa y triste, como él alegre de verse fuera de aquella carga; trayendo la dama, demás de sus joyas, otras que su traidor esposo le había dado: el cual como volvió a su posada, sin aguardar más sucesos que los pasados, con la traidora dama se partió a su tierra, sin más cuidado que el de llegar a ella.

Quedó Aminta en casa de doña Luisa con nombre de doña Vitoria, porque el suyo era muy conocido en Segovia, y pudo muy bien disimularse por cuanto doña Luisa había poco que vivía en ella, y hasta aquel punto no habían llegado a sus oídos los sucesos de Aminta, aunque eran públicos en la ciudad, y como su hijo no estaba en ella, que había cuatro días que había ido a caza, no sabía ninguna cosa.

Vino don Martín de su caza, y como luego que llegó se pusiese de rúa y se saliese por la ciudad, supo lo que su madre y los de su casa ignoraban; y así dando la vuelta a ella, sentado a la mesa para cenar, mandó doña Luisa llamar a su huéspeda, que vista por don Martín quedó fuera de sí, pareciéndole tener delante de sus ojos algún ángel.

Cenaron, y don Martín, tan fuera de sí cuanto Aminta descuidada de su nuevo pensamiento y aun de su desdicha, sobre cena contó a su madre lo que había hallado nuevo en la ciudad: y dijo como de casa del capitán don Pedro había faltado el día antes una sobrina suya que había de ser mujer de su hijo, que estaba en Milán, y como dicen ser la más hermosa de toda Castilla y que no se podía saber qué causa o qué motivo la había obligado a tal: porque en cuanto al casamiento, lo llevaba con gusto, y en el recogimiento y cordura era tan virtuosa y discreta como hermosa, y que se había dado un pregón que, pena de la vida, ninguno la encubriese.

Y lo que más espanta (añadió) es que esta mañana amaneció muerta de un pistolete por el corazón cierta doña Elena, que vivía en una sala baja de su casa. Prendieron al capitán y a sus criados, y uno dijo que por una ventana que salía a la calle la había visto esa misma noche hablar con un hombre.

Este, y otro dicho que dice una criada, que su señora Aminta (que así se llama la dama que falta) bajaba muchas veces a su casa, recatándose de que no se supiese, ha dado que sospechar que por la causa de la dicha Aminta la habían muerto, por lo cual se ha quedado preso el capitán y su familia.

Temblando estaba Aminta de oír tales nuevas cuando don Martín preguntó, dejando la plática empezada, de dónde había venido tan linda huéspeda, que a sus ojos creía que del cielo.

—Don Jacinto —replicó doña Luisa— la trajo mientras va a Valladolid a un negocio, el cual acabado volverá por ella para llevarla a su tierra.

—¿Es acaso esta señora su mujer? —preguntó don Martín.

—No lo quiera Dios —respondió doña Luisa—, que por lo que veo en ella me pesara que estuviera tan mal empleada.

—¿Cómo mujer? —dijo Aminta con turbada voz—, ¿es casado, señora mía, don Jacinto, o pretendió serlo?

—¿Qué don Jacinto? —dijo doña Luisa—; el que aquí te trajo, niña, no se llama de este nombre, porque el mismo suyo es don Francisco, y es casado en Madrid.

—¿Sabeislo bien, señora mía? —dijo Aminta.

—Y cómo que lo sé —replicó doña Luisa—, cinco años ha que estando yo en su misma tierra, donde viví desde que me casé, le vi casar con una dama natural de Madrid, de quien se enamoró viéndola en la boda de una prima suya, a cuya fiesta vino con sus padres; si bien dentro de un año no hizo vida con ella. Conocí sus padres y parientes, y sé que es tan rico como vicioso.

—¿No tiene una hermana —tornó a replicar la confusa y engañada dama— que se dice Flora?

—¡Ay amiga —dijo doña Luisa—, y qué engañada vives! Esta mujer ha mucho que es amiga suya y es la que le incita a mil maldades, que si no tuviera los brazos que en la corte tiene de algunos deudos suyos, le hubieran ya quitado la vida por el mal ejemplo que da y ha dado con la publicidad de sus apetitos; vicio en los nobles más mirado que en los demás. Y por tu vida, hermosa doña Vitoria, que me declares estos enigmas, que no son sin causa estas lágrimas que te están haciendo fuerza por salir; y advierte que si te ha dicho que no es casado, miente, que su mujer se llama doña María y por no poder sufrir sus demasías se volvió a casa de sus padres.

—No son mis males —respondió Aminta— de los que se pueden contar sin mucho escándalo: dame ahora licencia para recogerme, que a su tiempo sabrás los mayores engaños y traiciones que de Sinón cuentan las historias.

Era prudente doña Luisa y así no quiso importunarla, casi adivinando lo que podía ser aunque no quién era. Levantose y tomándola por la mano la llevó a su cámara que era una hermosa cuadra, cuyas ventanas con hermosos balcones caían a un jardín junto a otra semejante en que dormía su hijo, con una puerta que se mandaba a ella, si bien cerrada por quitar la ocasión.

Quedó don Martín tan confuso con su madre y tan enamorado de su huéspeda que parecía ya imposible vivir sin ella; y como la vio ir llorosa y por las palabras que le había oído sospechase alguna gran maravilla, sabiendo dónde estaba aposentada doña Vitoria, entró en su aposento, y viendo cerrada la puerta que caía al de la dama, conoció la causa de la prevención de su madre.

Salió fuera, y entre otras llaves que estaban sobre un escritorio tomó la de aquella puerta y se tornó a recoger, dando muestras de acostarse; mas no lo hizo así, antes se puso por el pequeño lugar de la llave a oír lo que decía. Doña Luisa, dejando a Aminta después de haberla dicho algunos consuelos, tan ciegos como su confusión, se fue a su cama.

Quedó la triste Aminta en su aposento tan llena de lágrimas y congojas como ignorante de que nadie la oyese, y así en voz ni baja ni alta empezó a dar lugar a sus quejas, al modo de cuando a una fuente le estorban, poniendo la mano para que no vierta sus pedazos de cristal, que en quitándola sale con más abundancia; así las palabras detenidas en la garganta de Aminta, viéndose a solas, empezaron a dar clara señal de sus pasiones.

—¡Ay! —decía, arrancando las hebras de sus hermosos cabellos y sacando con las perlas de sus dientes pedazos de la nieve de sus manos, a vueltas de arroyos de fino rosicler— Aminta, ¡y qué desdicha ha sido la tuya! Ya puedes ser fábula del mundo y ejemplo de mujeres, y aun escarmiento suyo, si fuesen cuerdas, y no necias como yo he sido. ¡Ay desventurada de mí, y cómo por ser fácil he sido causa de tantos escándalos y desdichas! ¡Ay!, ¿quién me vio tres días ha con honra, gusto y riqueza, adorada de mis tíos, y respetada de toda la ciudad, y me veo hoy ser fábula y asombro de ella? ¡Ay, querido tío, y qué satisfacción podré dar de las penas y deshonras que por mí pasas! ¡Y qué será de ti cuando sepas por entero mi desdicha! ¡Ay, doña Elena, inventora de mis trabajos, castigue el cielo en tu alma, como lo hizo en tu cuerpo, mi perdición! ¡Ay, Flora cruel, más traidora y engañosa que la pasada, por quien en Roma tienen en tan poco las de tu nombre! ¡Ay, don Jacinto, y cómo tuviste corazón para burlar una mujer de mi estado, sin mirar que has de ser causa, no solo de mi muerte, mas de la tuya, pues en sabiendo mi tío lo que has hecho, si su muerte no le ataja, ha de procurar la tuya, y cuando él falte, queda en el mundo mi primo, que en fin ha de tomar por su cuenta mi agravio, no solo como deudo mas también como esposo! Mas ¿cómo podré yo tener paciencia ni aguardar a tal, teniendo manos y valor con que quitarme la vida?

Y diciendo esto, sacó un cuchillo de su estuche para abrir con él las venas de sus brazos, pareciéndole que hasta la mañana habría tiempo para desangrarse y acabar; mas don Martín, que viéndola con tal determinación, admirado de lo que veía, si bien no apercibía bien sus razones, había puesto la llave en la cerradura, y temeroso de algún mal suceso, abrió apriesa la puerta y salió apresuradamente: con cuyo ruido la hermosa Aminta recibió tal turbación que junto con sus pesares se dejó caer de un profundo desmayo, dando a don Martín lugar para que, tomándola en sus brazos, gozase el favor que si estuviera con su sentido fuera muy dificultoso, respecto de su honesto recato, el cual no pudiera ser vencido si no es con el engaño que se ha visto.

Enternecido don Martín con su sol eclipsado en sus brazos, contemplaba las pasiones que la veía padecer, la hermosura, los pocos años, que siendo todo tan igual a su amor le daban ocasión a mil amorosos atrevimientos: componíale el revuelto cabello, enjugábale las lágrimas y recibía a vueltas de penosos suspiros regalados favores, cogiendo claveles de aquel jardín de hermosura.

Tornó desde a poco en sí Aminta, y viéndose en los brazos de don Martín, con un honesto desenfado se cobró a sí misma de poder del amante, y no sé si tan libre como antes; porque la ocasión, la gala y la fuerza de sus agravios la iban trocando el amor de don Jacinto en cruel venganza: viéndose allá burlada y aquí rogada; que no hay tal cebo para cazar a una mujer como el amor del presente cuando se ve despreciada del ausente. Y así, con muestras de algún enojo, le dijo:

—¿A qué venís, don Martín? ¿Por ventura paréceos que ha menester una desdichada más testigo de su muerte que su desventura? Volveos a vuestro aposento, pues con la muerte de solo una mujer se restauran las honras de tantos hombres.

—No lo permita Dios, amado dueño mío —replicó don Martín—, si no es que yo os acompañe en tal ocasión: yo desde que os vi os adoré; y si no queréis que sea yo el que lo pague todo, pues tengo vida, que es vuestra, y esta daga que ejecutará vuestro deseo, merezca yo que me recibáis por vuestro esclavo; con lo cual quedaré más contento que si fuera señor de todo lo que alcanzó Alejandro.

—No me conocéis —dijo Aminta—, pues me decís con tal libertad vuestro deseo, y no penséis que aunque estoy en este lugar dejo de ser lo que soy, y si por los engaños de un traidor os parece que estoy sin honra, lo que a mí me ha sucedido pudiera suceder a la más cuerda y recatada. Mas supuesto que ni vos habéis de ser mi marido ni yo admitiros, solo os suplico que os volváis a vuestra estancia y no me deis ocasión que llame a vuestra madre y a todo el mundo, y publicando a voces mi miseria, me entregue a la espada de los que con mi muerte quedarán satisfechos de la infamia que por mí padecen.

Pareciole a don Martín en la determinación con que Aminta decía esto, que lo iba a hacer, porque la vio acometer a la puerta; y así la detuvo, suplicándola que le escuchase, porque no era justo que creyese que él pretendía ser suyo, menos que siendo su marido, y que si le quería recibir por tal, tendría su suerte por muy dichosa.

Miraba a don Martín la dama con el afecto que le decía estas y otras razones, como era que le dijese cómo y quién la había ofendido. Que si el no tener (como decía) honor, era algún hombre la causa, se declarase y vería cómo la servía: y que hasta que quedase satisfecha no quería que hiciese por él lo que le pedía.

Y casi desesperada de remedio, si bien agradecida de las promesas de su nuevo amante, le respondió:

—Yo soy Aminta, señor don Martín, la misma de quien esta noche dijisteis que era escándalo de esta ciudad. La causa de estar en vuestro poder os quiero contar, y si oída queréis hacer lo que decís, yo estoy puesta a daros gusto.

Contole en breves razones lo que queda escrito, dejando con su historia a don Martín más enamorado que antes, y tan enternecido de ver burlada la ignorancia de Aminta que quisiera a costa de su vida remediarla, con tal que no perdiese él la presa que en su poder tenía: y así dándole de nuevo palabra de vengarle, le dio la mano de esposo, la cual Aminta recibió con gusto por no estar en tiempo de otra cosa.

—No ha de ser así mi venganza —dijo Aminta— porque supuesto que yo he sido la ofendida y no vos, yo sola he de vengarme, pues no quedaré contenta si mis manos no me restauran lo que perdió mi locura. Y así, aunque os doy palabra de esposa, no se ha de conseguir vuestro deseo hasta que yo le quite la vida a este traidor, para lo cual no quiero otra cosa sino que me acompañéis para la seguridad de mi persona, que con vos, y mudando traje (pues el de hombre es más seguro), si me ponéis en su tierra, yo daré traza para engañarle como él me engañó a mí. Y hecho esto nos podremos ir a Madrid, y allí viviremos seguros.

Concedió don Martín con todo, y no es mucho, pues que amaba y aventuraba el gozar tan hermosa dama, tanto que ya disculpaba a don Jacinto.

Al fin con este concierto Aminta, esperando verse presto vengada y don Martín ser su esposo, se despidió de ella, llegando en prendas a sus brazos, dejando ordenado partirse otro día, que venido, se previno don Martín de todo lo necesario para el camino.

Llegó la noche, que al parecer de los nuevos amantes se detenía más de lo justo, y después de recogida la gente, y acostada doña Luisa, don Martín se fue al aposento de Aminta, llevándole un vestido acomodado para lo que había de fingir, y no dejándole de sus hermosos cabellos más de los necesarios, se le puso, quedando tan hermosa, que si alguna parte había dejado libre amor en el alma de don Martín, allí quedó todo rendido.

Y dejando a su madre escrito un papel en que le pedía el secreto de su partida hasta conseguir cierto efecto porque importaba a su vida y a la honra de aquella dama, se pusieron en la calle, y de allí en dos famosas mulas, pareciendo don Martín en su traje el mozo de ellas.

Salieron de Segovia, y otro día al anochecer se hallaron en Madrid, famosa corte del católico rey don Felipe Tercero, y sin querer entrar en ella siguieron sus caminos, que les duró algunos días; tanto era el deseo que Aminta llevaba de su venganza.

Llegaron, como digo, a la ciudad sin nombre, que importa que no le tenga, un sábado en la noche, y tomando posada segura reposaron hasta la mañana, y acordaron entre los dos que don Martín se quedase encubierto en ella, por ser natural de aquella tierra y tenía en ella algunos amigos, si bien no se quiso descubrir a ninguno y que Aminta saliese a entablar su pretensión.

Suplicábale don Martín que le dejase a él la satisfacción de aquel agravio, pues podía fiar de su amor mayores ocasiones sin que se pusiese ella en ningún disgusto; mas no fue posible acabarlo con Aminta, diciendo que si había de ser suya, que la dejase serlo con honra.

—Yo soy —decía Aminta— la que siendo fácil, la perdí, y así he de ser la que con su sangre la he de cobrar: ya sabéis que las mujeres, en aprendiendo una cosa, tarde se arrepienten; pues siendo esto así, como lo es, dejadme que os merezca por mí misma, que si vos por vuestras manos vengáis mi afrenta, poco tendréis que agradecerme.

Tanto le supo decir, y él la escuchaba tan tierno, que hubo de condescender con ella, aunque no sin celos, y así entre burlas y veras le dijo que si lo hacía por ver a don Jacinto.

—El suceso lo dirá —dijo Aminta, y apartándose de él con más cuidado que don Martín quisiera, porque como empezaba a temer, empezaba a penar, se fue a buscar a su enemigo, seguida y celada de su amante, que la amaba más tierno que quisiera.

Llegó Aminta a la iglesia mayor, y como entrase en ella, antes que tuviese lugar de mirarla ni hacer la acostumbrada oración, vio en su fingido don Jacinto y verdadero don Francisco, con otros caballeros: conociole al punto, y es de creer que fue necesario el ánimo que el traje varonil le iba dando para no mostrar su sobresalto y flaqueza.

Tomó aliento, y esforzándose lo más que pudo, acercándose a ellos, dio lugar a ser vista, y aunque le dijese don Jacinto si mandaba alguna cosa, casi mudada la color, por darle algún aire de quien era Aminta, con más esfuerzo que el que su flaqueza requería le dijo que si había entre sus mercedes quien necesitase de un criado.

—¿De dónde sois? —replicó don Jacinto.

—De Valladolid —dijo Aminta—. Juguele a mi padre algunos cuartos, y mientras se le pasa el enojo me he puesto en fuga, para que con mi ausencia, en sintiendo mi falta, me perdone y busque.

—Mucho sabéis para ser tan mozo.

—No supe sino muy poco, pues estoy donde veis.

—Paréceme que os he visto —replicó don Jacinto—: o es que os parecéis a una persona que yo quise veinte y cuatro horas.

—Harto cuidado os debe esa persona —dijo Aminta—, y no me espantaría que tuviese deseos de pagaros.

—Eso es quimera, pues cuando yo ignorase quien soy, hay muchos inconvenientes para ello; mas porque tú le pareces tanto, quiero que me sirvas, por verme servir de un retrato de quien yo serví. ¿Cómo te llamas? que pues has de estar conmigo, menester es saber tu nombre.

—Jacinto —replicó Aminta—, y si por ser retrato de esa persona me recibes en tu servicio, tengo que agradecer a naturaleza que me ha hecho a su estampa; porque de mí te digo que desde el punto que te vi te quise bien.

—¿Pasaste por Segovia? —dijo don Jacinto.

—Sí, señor —respondió la dama—, mas no quise detenerme allí, por el grande escándalo que andaba en ella por falta de una dama, que dicen se llamaba Aminta, que piensan se la tragó la tierra, porque no parece muerta ni viva. Una doña Elena, que se creía sabía de ella, amaneció una mañana muerta, y por eso están presos muchos caballeros.

—¿No se sabe —dijo don Jacinto— si la llevó alguno?

—No se sospechaba tal —dijo Aminta—; lo que se piensa es que ella misma huyó por no casarse con un primo suyo, con quien estaban hechos los conciertos.

—Ahora bien, Jacinto, vamos a casa.

—Eso mismo digo yo —respondió Aminta—, vamos donde mandáredes, y en sabiendo la casa, volveré a mi posada por una maleta en que traigo mi limpieza.

¿Quién duda que estaría en esta ocasión Aminta reventando? Mas como no era necia, disimulaba: y así fue con su nuevo amo y antiguo enemigo a su casa, donde le dio por ama y señora a la falsa Flora, diciéndola que la regalase, y al fingido Jacinto que la sirviese con mucho cuidado.

Mirábale Flora y tornábale a mirar, sintiendo cada vez una alteración y desmayo que parecía acabársele la vida, mas no se atrevía a decir lo que sentía, aunque siempre le parecía que veía a la engañada Aminta, no osando en ninguna manera decírselo a su amante, por no traerle a la memoria, viéndole tan olvidado de ella.

Tomó Aminta la posesión en su nueva casa y volvió luego a dar aviso a su amante don Martín de su buena y presta ventura, asegurándole con mil caricias de los celos que tenía de verla en ella, prometiéndole abreviar con sus deseos, y se volvió con sus nuevos amos; a los cuales empezó a servir con tanto agrado, que se tenían por muy contentos de él.

Mostró sus gracias, como era leer, escribir y contar, y otras muchas. Y sobre todo cantar y tañer, tanto, que ni don Jacinto ni Flora sabían estar sin él un punto.

Y así un día que estaban comiendo, por mandado de Flora tomó una guitarra, y cantó así:

Si a tu hermosa Celia adoras,
Y su imagen reverencias,
Sacrificando tu gusto
A su adorada belleza;
Si sus bellísimos ojos,
Como soles los respetas,
Como luceros los miras,
Como cielos los celebras;
Si conoces que su boca
Es caja de hermosas perlas,
Y sus cabellos dorados
Madejas de Arabia bellas;
Si sabes que son sus manos
Blancas y nevadas sierras,
Y de otra divina Venus,
Su gracia talle y presencia:
Si a tu perfecta hermosura,
Y alabada gentileza,
La manzana hermosa ofrecen,
Que a Troya tan caro cuesta;
Y finalmente, si tienes
Alma, sentidos, potencias,
La memoria y voluntad
Presos en sus rubias hebras:
¿Para qué, Jacinto ingrato,
Causa de mi eterna pena,
Con falso y fingido amor
Engañaste mi inocencia?

Suspenso estaba el engañado don Jacinto, no admirando la voz, aunque era muy buena, sino sintiendo las razones del romance, como si viera quejarse a Aminta. Y así le dijo:

—Enternecida está esa dama, amigo Jacinto.

—Tal la trataba yo —replicó Aminta—, pues cuando creyó tener marido, gozó de mi ausencia.

—¿Luego has querido? —dijo don Jacinto.

—¿Tan necio te parezco? —respondió la dama—: pues cree que he sabido querer y aborrecer, y que también sé dar disgustos y fingir cuidados, porque soy más hombre de lo que mis barbas dan muestra; pues aunque Flora mi señora dice que le parezco capón o mujer, algún día he de ser gallo, a pesar del bellaco que me ganó mi caudal y me puso en el estado en que estoy: mas pues gustas de ver quejas de mujer, oye estos madrigales, que se hicieron al mismo sujeto.

Al tiempo que a Diana
Febo sus rayos ofrecer quería,
Y ella hermosa y lozana,
De visitar los indios se venía,
Porque el pastor amado
Fuese en su ausencia consolado;
Matilde diligente
Salió a buscar a su Jacinto ausente.
Con paso apresurado
Las flores del florido prado pisa;
El semblante turbado,
Porque ya el corazón su mal le avisa,
A un valle hermoso llega,
Que un manso y cristalino arroyo riega,
Adonde entretenido
Vio a Jacinto en Isbella divertido.
Detuvo un poco el paso,
Y oyó cómo Jacinto le decía:
Zagala, yo me abraso,
Sosiegue tu favor la pena mía;
Las manos le tomaba
Y con tiernos suspiros la besaba,
E Isbella le decía:
Si te viese Matilde, ¿qué diría?
Deja, Isbella divina,
Esas quimeras, mira mis pasiones,
Que sola tú eres digna
De rendir los soberbios corazones,
Pues si Apolo te viera,
Tras Dafne fugitivo no corriera,
Y a Venus, sacra diosa,
Ganaras la manzana por hermosa.
Tú de Júpiter fueras
La Europa que cual Toro conquistara,
Si en su tiempo nacieras,
En cisne transformado te gozara,
Y como lluvia de oro
Bajara a verte de su eterno coro,
Y cual Calixto tuvieras
Asiento celestial en las esferas.
No gozara de Egina
Como pastor en el ameno prado,
Menos a Proserpina,
Porque de tu belleza enamorado,
Solo en ti se empleara,
Y a todas las del mundo despreciara:
Ni Juno se ofendiera
Aunque gozarte de su esposo viera.
Dijo, y determinado,
Cuando Isbella del todo ya rendida,
A su cuello ha enlazado
Los brazos, y tomando la medida
Con su boca a su boca,
Dejó a Matilde con sus celos loca,
Que de rabia perdida,
Salió cual cierva del venablo herida.
Desleal, atrevido,
Ingrato y falso más que los nacidos,
Yo os quitaré la vida,
Dijo, y con pasos atrevidos
Quiso llegar a ellos,
Huyó Morfeo de sus ojos bellos,
Que cual ríos estaban,
Creyendo ser verdad lo que soñaban.
Que si como dormida,
Despierta este suceso le pasara,
Entre sus tiernas manos los matara,
Que, aunque niño, Cupido
Es (si celos le ayudan) atrevido.

Alabáronle con grandes encarecimientos y mostraron estimar sus donaires con darle don Jacinto un vestido y Flora una sortija, lo que recibió Aminta con muestras de alegría, porque respecto de vengarse, pasaba plaza de bufón, no descuidándose de visitar a don Martín y contarle lo que pasaba, ni él de suplicarla abreviase o que le dejase a él hacerlo, porque no podía sufrir verse encerrado en casa ni a ella en la de un hombre que había sido su primer amor.

Enojose Aminta de verle tan desconfiado, y así le dijo que si se cansaba se volviese a su casa, pues ni le debía ni la debía; pues el acompañarla acción de caballero había sido, y así le dejó sin querer hacer amistades, de que don Martín quedó apasionadísimo.

Llegó Aminta algo tarde a su casa y halló a sus dueños cenando, que le riñeron la tardanza. A poco rato llegó don Martín a la puerta, haciendo cierta seña que acostumbraba otras noches. Salió Aminta, y después de ruegos y enojos, quedando amigos, se volvió a su posada y ella se entró a reposar.

Un mes estuvo Aminta en casa de su amo, en cuyo tiempo había escrito don Martín a Segovia a un amigo suyo para que le avisase lo que pasaba: el cual le avisó de todo, pues encareciéndole la pena con que su madre estaba le contó cómo el capitán don Pedro salió en fiado de la cárcel, y que entrando en su casa se había caído muerto; y que a los demás presos había sacado de la cárcel don Luis su hijo, que había venido de Italia, el cual andaba haciendo grandes diligencias por saber de su prima y esposa, de la cual no sabían nuevas ningunas.

Doblósele a la hermosa Aminta la pasión y la rabia con las nuevas de la muerte de su tío y venganza que prometía la cólera de su primo don Luis, y más viendo a don Jacinto gozar tan libremente de Flora, el uno y el otro causa de su desdicha. No tenía celos, mas sentía agravios, que quien quiere saber si ha querido, aunque aborrezca, vea lo que ha querido en otros brazos; así viendo la valerosa Aminta que no era tiempo de quejas sino de venganzas, apercibió a su querido amante don Martín para aquella noche, el cual avisado de lo que había de hacer, se puso en espera del suceso.

Aguardó Aminta tiempo y lugar, y viéndolos a todos dormidos, y la ciudad en silencio, entró en la cuadra de sus enemigos, no siendo de nuevo en ella por entrar todas las noches por los vestidos de su amo para limpiarlos; y sacando la daga, se la metió a don Jacinto por el corazón, de suerte que el quejarse y rendir el alma todo fue uno.

Al ruido despertó Flora, y queriendo dar voces, no la dio lugar Aminta, que la hirió por la garganta, diciendo:

—Traidora, Aminta te castiga y venga su deshonra.

Y volviéndola a dar otras tres puñaladas, envió su alma a acompañar la de su amante; y cerrando la puerta a la cuadra, tomó su capa y maleta, y valiéndose de una llave que había mandado hacer, por haber perdido la de la puerta de la calle, de industria, dejándola cerrada, se salió y fue a la posada de don Martín, el cual sabido el suceso y viendo que era forzoso ponerse en camino, tomando sus mulas y ropa, se partieron, caminando con toda prisa hasta el primer lugar donde descansaron, vistiéndose Aminta de dama y don Martín asimismo de caballero.

Sosegaron allí dos días, donde confirmando los dos la palabra que se habían dado, y con ella el amor, no pudo Aminta negarle a don Martín, como a su esposo, ningún favor que le pidiese.

Allí recibió don Martín dos criados y una criada, y tomando el carruaje necesario, se pusieron en camino para Madrid.

Pues como viniese la mañana que se siguió a la triste noche para los desventurados que estaban en el infierno, pues la vida era conforme a la muerte, y la muerte lo fue a la vida, como los demás criados viesen que Jacinto no parecía, ni su amo ni Flora se levantaban, entraron en la cuadra y viendo el desgraciado suceso, dieron gritos, alzando las criadas el alarido; a las cuales se juntaron todos cuantos había en la ciudad y la justicia con ellos, tomando sus confesiones a todos; y no habiendo otro indicio más que la falta de Jacinto, y haber llevado su maleta, los llevaron a todos presos, y visitando las casas de posadas, vinieron a dar en la que habían estado los autores del daño; si bien no sabían dar razón de nombres, ni tierra; ni pudieron saber más de que a las doce habían partido; y como se llamaban hermanos, siempre se encerraban para hablar.

Con estos indicios salieron tras de ellos algunos alguaciles y aun el mismo corregidor, mas aunque encontraron con don Martín y su dama, que iban la vuelta de Madrid, como los vieron ir con tanta autoridad y reposo, y conocieron a don Martín por uno de los nobles de aquella ciudad y sabían que vivía en Segovia, no cayeron en sospecha alguna, y más habiendo entendido de él que iba con aquella señora y que la traía para su esposa de un lugar de allí cerca; antes le contaron lo que buscaban y ellos se hicieron muy maravillados del caso; y no hay que espantar, porque si buscando un mozo de mulas y un pajecillo, hallaron un caballero tan principal y una dama tan hermosa, ¿quién no se diera por vencido?

Comió don Martín y el corregidor, porque aunque en el campo, iban proveídos; y no hallando rastro de lo que buscaban, se volvieron a la ciudad, y ellos siguieron su camino.

Y viendo la justicia la poca culpa de los presos, los soltaron y confiscaron la hacienda, parte para el rey y parte para la viuda, mujer de don Jacinto.

Don Martín y su esposa llegaron a Madrid, tomando casa y aderezos para ella, y sacando licencia del nuncio, se desposaron, corriendo después los términos de las amonestaciones.

Hecho esto, envió don Martín por su madre, la cual con su casa y hacienda se vino a Madrid, contenta de tener tal nuera, que sabiendo quién era, se tenía por dichosa, donde hoy viven, llamándose Aminta doña Vitoria, la más querida y contenta de su esposo don Martín, que solo le falta a esta buena señora tener hijos para del todo ser dichosa.

Su primo vive, y por su respecto no goza doña Vitoria la hacienda que le dejó su padre, aunque es muy gruesa, solo por no darse a conocer a su primo, ni don Martín quiere tratar de eso, por estar el secreto de este caso entre los tres; que si ella misma no lo manifestara, para que con nombres supuestos se escribiera, nadie pudiera dar noticia de ello.

Apenas dio la bella y discreta Matilde fin a su maravilla, dicha con tanto donaire y discreción que a todos los caballeros y damas que la escuchaban tenía elevados y absortos, cuando don Diego, nuevo amante de Lisis, haciendo seña a los músicos y dando aviso a dos criados suyos que eran diestros en danzar, a un mismo tiempo atajaron las alabanzas que para la bella Matilde se prevenían, pareciéndole que habiendo de quedar cortos en ellas, era más acertado pasarlas en silencio; y dándolo así a entender a todos aquellos caballeros y damas, aprobando su parecer, emplearon la vista en las graciosas vueltas y airosas cabriolas que los dos criados de don Diego hacían.

Y después de haber dado fin a la danza, dieron principio a una suntuosísima colación que Lisis tenía prevenida para sus convidados, donde en competencia las ensaladas de los dulces, y los dulces de muchas suertes de frutas, que en la mesa sirvieron, como en tales noches es costumbre, se mostró el buen gusto del dueño; y Lisis dándole a don Juan mil desdeñosas muestras, acompañadas de un gracioso ceño, con que al desaire le miraba; y por el contrario a don Diego mil honestos favores, de que don Juan se abrasaba; porque aunque quería a Lisarda, gustaba de ser querido de Lisis, y así haciendo mil regalos a Lisarda por picar a Lisis, y Lisis a don Diego por desesperar a don Juan, y los demás caballeros y damas, unos a otros, tocaron a maitines en el Carmen, y determinando oírlos con la misa del gallo, para dormir descuidados, avisados para la segunda noche, se despidieron de Lisis y su madre, que no quisieron oírlos; desocuparon la casa, acompañando todos aquellos caballeros a las hermosas damas en esta piadosa ocasión, si bien don Diego, llegándose a Lisis, se le ofreció por esclavo, agradeciendo la dama el favor, con que se dio fin a la fiesta de la primera noche.

*FIN*


Novelas amorosas y ejemplares 1637


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