Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

La calleja de la Señora Lucrecia

[Cuento - Texto completo.]

Próspero Mérimée

Tenía veintitrés años cuando visité Roma. Mi padre me entregó una docena de cartas de recomendación de las que solo una, que no tenía menos de cuatro páginas, estaba sellada. Llevaba como dirección: “A la marquesa Aldobrandi.”

—Ya me escribirás —me dijo mi padre— si la marquesa sigue aún bella.

Desde mi infancia, yo había visto en su despacho, sobre la chimenea, el retrato en miniatura de una mujer muy hermosa, con el pelo empolvado, coronada de hiedra y con una piel de tigre sobre un hombro. Al fondo se leía: Roma, 18… El atuendo me parecía singular, y más de una vez había preguntado quién era esa dama. Me contestaban: “Es una bacante”; pero esa respuesta no me satisfacía; incluso llegué a sospechar algún secreto; pues, ante esta pregunta tan simple, mi madre apretaba los labios, y mi padre se ponía serio.

Esta vez, al darme la carta sellada, miró de reojo al retrato; yo hice lo mismo involuntariamente, y se me ocurrió la idea de que la bacante empolvada podía ser la marquesa Aldobrandi. Como empezaba ya a comprender las cosas de este mundo, saqué todo tipo de conclusiones de las caras de mi madre y de la mirada de mi padre.

Cuando llegué a Roma, la primera carta que llevé fue la de la marquesa. Vivía en un hermoso palacio cerca de la plaza de San Marcos.

Entregué la carta y una tarjeta mía a un criado con librea amarilla que me introdujo en un amplio salón, sombrío y triste, bastante mal amueblado. Pero en todos los salones de Roma hay cuadros de maestros de la pintura. Este salón contenía un número considerable, muchos de los cuales eran notables.

Vi en primer lugar un retrato de mujer que me pareció un Leonardo da Vinci. Por la riqueza del marco, por el caballete de palisandro sobre el que estaba colocado, no se podía dudar de que era la joya de la colección. Como la marquesa no llegaba, tuve tiempo de examinarlo. Incluso lo llevé junto a una ventana con el fin de verlo con una luz más adecuada. Era, evidentemente, un retrato y no una cabeza inventada, pues este tipo de fisonomías no se inventan: era una mujer bella, con los labios algo gruesos, las cejas casi juntas y la mirada altanera y acariciadora a la vez. Al fondo, se veía un escudo dominado por una corona ducal. Pero lo que más me impactó fue la vestimenta, salvo el polvo de la cabeza, era la misma que la de la bacante de mi padre. Tenía aún el retrato en la mano, cuando entró la marquesa.

—¡Exactamente igual que su padre! —exclamó acercándose a mí—. ¡Ah! ¡los franceses! ¡los franceses! No ha hecho sino llegar y ya se ha adueñado de la señora Lucrecia.

Me apresuré a pedirle excusas por mi indiscreción, y me lancé a hacer mil elogios de la obra de Leonardo que había tenido la temeridad de desplazar.

—Es efectivamente un Leonardo —dijo la marquesa— y es el retrato de la demasiado famosa Lucrecia Borgia. De entre todos mis cuadros, éste es el que más admiraba su padre… Pero, ¡Dios mío! ¡qué parecido! creo estar viendo a su padre. ¿Cómo se encuentra? ¿Qué hace? ¿No vendrá algún día a visitarnos a Roma?

Aunque la marquesa no llevaba ni polvo ni piel de tigre, desde la primera ojeada, por la fuerza de mi genio, reconocí en ella a la bacante de mi padre. Unos veinticinco años no habían podido hacer desaparecer por completo las huellas de una gran belleza. Solo su expresión, como su atuendo, había cambiado. Estaba completamente vestida de negro, y su triple papada, su sonrisa grave, su expresión solenne y radiante, me advertían de que se había convertido en devota.

Me recibió, por otra parte, con gran afecto. En tres palabras me ofreció su casa, su bolsa, sus amigos, entre los cuales me nombró a numerosos cardenales.

—Considéreme —dijo— como a su madre…

Y bajó los ojos modestamente.

—Su padre me encarga que vele por usted y le dé consejos.

Y, para demostrarme que no creía que su misión fuera una sinecura, comenzó inmediatamente a ponerme en guardia contra los peligros que Roma podía ofrecer a un joven de mi edad, y me exhortó vehementemente a evitarlos. Debía rehuir las malas compañías, sobre todo la de los artistas; no relacionarme sino con las personas que ella me indicara. En resumen, me echó un sermón en tres partes. Le respondí respetuosamente y con la debida hipocresía.

Cuando me levantaba para marcharme:

—Lamento —me dijo— que mi hijo el marqués esté en este momento en nuestras tierras de Romaña, pero quiero presentarle a mi segundo hijo, don Octavio, que pronto será monseñor. Espero que le guste y que lleguen a ser buenos amigos como deben ser…

Y añadió apresuradamente:

—Pues son más o menos de la misma edad y es un chico dulce y serio como usted.

Inmediatamente mandó a buscar a don Octavio. Vi a un joven alto, pálido, de aspecto melancólico, siempre con los ojos bajos, y algo gazmoño. Sin darle tiempo de hablar, la marquesa me hizo en su nombre todos los ofrecimientos de servicios amables. Él confirmaba, con grandes reverencias, todas las frases de su madre, y acordamos que, al día siguiente, iría a recogerme para pasearnos por la ciudad y me llevaría a comer en familia al palacio Aldobrandi.

Apenas había dado una veintena de pasos en la calle cuando alguien gritó detrás de mí con voz imperiosa:

—¿Dónde va usted solo a estas horas, don Octavio?

Me volví, y vi a un cura grueso que me miraba de pies a cabeza desencajando los ojos.

—Yo no soy don Octavio —le dije.

El cura, saludándome con una gran reverencia, se confundía presentandome excusas, y un momento después lo vi entrar en el palacio Aldobrandi. Continué mi camino solo mediocremente halagado por haber sido confundido con un monseñor en ciernes.

Pese a las advertencias de la marquesa, o tal vez a causa de ellas, no tuve nada más urgente que hacer que descubrir el domicilio de un pintor que conocía, y pasé una hora con él en su taller hablando de los medios de diversión, lícitos o no, que Roma podría proporcionarme. Le hablé de los Aldobrandi.

La marquesa, me dijo, después de haber sido muy casquivana, se había lanzado a la más alta devoción después de reconocer que la edad de las conquistas había pasado para ella. Su primogénito era un bruto que empleaba el tiempo cazando e ingresando en caja el dinero que le aportaban los cultivadores de sus vastas propiedades. Estaban embruteciendo a su segundo hijo, don Octavio, que querían convertir, en su día, en cardenal. En espera de ello, lo habían puesto en manos de los jesuítas. No salía nunca solo. Le estaba prohibido mirar a una mujer o dar un paso sin llevar tras los talones a un cura que lo había educado para el servicio de Dios y que, después de haber sido el último amico de la marquesa, dirigía ahora su casa con una autoridad casi despótica. Ése era el personal de la familia a la que había sido recomendado tan particularmente.

Al día siguiente, don Octavio, seguido del padre Negroni, el mismo que la víspera me había tomado por su pupilo, vino a buscarme en coche y a ofrecerme sus servicios como cicerone.

El primer monumento en el que nos detuvimos era una iglesia. Siguiendo el ejemplo del cura, don Octavio se arrodilló, se dio golpes de pecho e hizo innumerables veces la señal de la cruz. Cuando se levantó, me enseñó los frescos y las estatuas, y me habló como un hombre de sentido común y de buen gusto. Esto me sorprendió gratamente. Empezamos a hablar y su conversación me agradó. Durante algún rato, estuvimos hablando en italiano. De pronto, me dijo en francés:

—Mi preceptor no entiende ni una palabra de su idioma. Hablemos en francés, así estaremos más libres.

Se habría dicho que el cambio de idioma había transformado al joven. Nada en sus frases olía ahora a cura. Me parecía estar oyendo a uno de nuestros liberales de provincias. Observé que lo recitaba todo con el mismo tono de voz monótono, y que, con frecuencia, esa entonación contrastaba con la viveza de sus expresiones. Era una costumbre adoptada aparentemente para despistar a Negroni, quien, de vez en cuando, hacía que le explicara lo que estábamos comentando. Por supuesto, nuestras traducciones eran de lo más libre.

Vimos pasar a un joven con medias de color violeta.

—He ahí —me dijo don Octavio— a nuestros patricios de hoy. Infame indumentaria. ¡Que será la mía dentro de unos meses! ¡Qué felicidad, —añadió tras un momento de silencio—, qué felicidad poder vivir en un país como el suyo! ¡Si yo fuera francés, tal vez algún día llegara a diputado!” Esta noble ambición me hizo reír, y como nuestro cura se percató de ello, me vi obligado a explicarle que hablábamos del error de un arqueólogo que tomaba por antigua una estatua de Bernini.

Volvimos para almorzar en el palacio Aldobrandi. Casi inmediatamente después del café, la marquesa me pidió perdón por su hijo, que, obligado por ciertas devociones piadosas, debía retirarse a sus aposentos. Me quedé a solas con ella y con el padre Negroni que, recostado en un gran sillón, dormía el sueño de los justos.

Mientras tanto, la marquesa me interrogaba minuciosamente acerca de mi padre, de París, de mi vida pasada, de mis proyectos para el porvenir. Me pareció amable y buena, aunque un poco curiosa y, sobre todo, demasiado preocupada por mi salvación. Además hablaba admirablemente el italiano, y tomé con ella una buena lección de pronunciación que me prometí repetir.

Volví frecuentemente a visitarla. Casi todas las mañanas, iba a contemplar las antigüedades con su hijo y con el sempiterno Negroni, y por la tarde, cenaba con ellos en el palacio Aldobrandi. La marquesa no recibía a muchas personas y casi únicamente a eclesiásticos.

Una vez, no obstante, me presentó a una dama alemana, recién convertida, íntima amiga suya. Era la señora de Strahlenheim, una mujer muy hermosa, instalada en Roma desde hacía mucho tiempo. Mientras estas señoras hablaban de un famoso predicador, estaba mirando a la luz de una lámpara el retrato de Lucrecia, cuando se me ocurrió decir:

—¡Qué ojos! ¡se diría que van a moverse los párpados!

Ante esta hipérbole algo pretenciosa que aventuré para dármelas de experto ante la señora de Strahlenheim, ésta se estremeció de espanto, y ocultó su rostro en el pañuelo.

—¿Qué le ocurre, querida? —dijo la marquesa.

—¡Ah! nada, pero lo que este señor acaba de decir!…

La acribillaron a preguntas, y una vez que nos hubo dicho que mi expresión le recordaba una historia horrible, fue obligada a contarla. Hela aquí, en pocas palabras: La señora de Strahlenheim tenía una cuñada llamada Guillermina, prometida con un joven de Westfalia, Julio de Katzenellenbogen, voluntario en la división del general Kleist. Siento mucho tener que repetir tantos nombres extraños, pero las historias maravillosas no le ocurren sino a personas cuyos nombres son difíciles de pronunciar. Julio era un chico encantador repleto de patriotismo y de metafísica. Al marcharse al ejército le había dado su retrato a Guillermina, y Guillermina le había dado el suyo que él llevaba siempre sobre el corazón. Esto es habitual en Alemania.

El 13 de septiembre de 1813, Guillermina estaba en Cassel hacia las cinco de la tarde, en un salón, ocupada en tricotar junto a su madre y su cuñada. Mientras trabajaba, miraba el retrato de su prometido, situado sobre una mesita de labor frente a ella. De pronto, dio un terrible grito, se llevó la mano al corazón y se desmayó. Tuvieron todos los problemas del mundo para hacerle recuperar el conocimiento, y cuando pudo hablar dijo: “Julio ha muerto, han matado a Julio.”

Afirmó, y el horror pintado en todas sus facciones probaba suficientemente su convicción, que había visto el retrato cerrar los ojos, y que en el mismo instante había sentido un dolor atroz, como si un hierro candente le atravesara el corazón.

Todos se esforzaron inútilmente en demostrarle que su visión no tenía nada de real y que no debía concederle ninguna importancia. La pobre chica estaba inconsolable; pasó la noche llorando, y al día siguiente quiso vestirse de luto, como segura de la desgracia que le había sido revelada.

Dos días después, se recibió la noticia de la sangrienta batalla de Leipzig. Julio escribía a su prometida una carta fechada el día 13 a las tres de la tarde. Solo había sido herido, se había distinguido, y acababa de entrar en Leipzig, donde pensaba pasar la noche en el cuartel general, por tanto, alejado de cualquier peligro. Esta carta tan tranquilizadora no pudo calmar a Guillermina, que, observando que estaba fechada a las tres, seguía creyendo que su novio había muerto a las cinco.

La infortunada no se equivocaba. Pronto se supo que Julio, encargado de llevar una orden, había salido de Leipzig a las cuatro y media, y que a tres cuartos de legua de la ciudad, al otro lado del Elster, un rezagado del ejército enemigo, emboscado en una cuneta, lo había matado de un disparo. La bala, que le perforó el corazón, había roto el retrato de Guillermina.

—¿Y qué fue de esa pobre joven? —pregunté a la señora de Strahlenheim.

—¡Oh! estuvo muy enferma. Ahora está casada con el consejero de justicia de Werner, y si va usted a Dessau, le enseñará el retrato de Julio.

—Todo eso sucede por la intromisión del diablo, dijo el cura que solo había dormido a medias durante la historia de la señora de Strahlenheim. El que hacía hablar a los oráculos de los paganos, bien puede hacer moverse los ojos de un retrato cuando le parece bien. No hace aún veinte años, que en Tivoli, un inglés fue estrangulado por una estatua.

—¡Por una estatua! —exclamé— ¿y cómo fue eso?

—Era un milord que había realizado excavaciones en Tivoli. Había encontrado una estatua de emperatriz, Agripina, Mesalina…, no importa. Ocurrió que la mandó llevar a su casa y que, a fuerza de mirarla y admirarla, se volvió loco por ella. Todos esos señores protestantes lo están ya a medias. La llamaba su esposa, su miladi y la besaba aunque era de mármol. Decía que la estatua se animaba cada noche para él. Tanto, que una mañana encontraron al milord rígido, muerto en su cama. ¿Y bien? ¿podrán ustedes creerlo? Hubo otro inglés que compró la estatua. Yo, en su lugar, la habría transformado en cal.

Una vez que se inicia el capítulo de aventuras sobrenaturales, ya no se para. Cada uno tenía una historia que contar. Yo también participé en ese concierto de relatos espantosos, de manera que, en el momento de separarnos, todos estábamos algo emocionados e imbuidos de respeto por el poder del diablo.

Volví a pie a mi alojamiento, y para ir a dar a la calle del Corso, cogí una callejuela tortuosa por la que no había pasado aún. Estaba desierta. Solo se veían largas tapias de jardín y algunas casas miserables de las que ninguna estaba iluminada. Acababa de sonar medianoche, cuando escuché, por encima de mi cabeza, un ruidito, un psss y al mismo tiempo una rosa cayó a mis pies. Levanté los ojos, y pese a la oscuridad, vi a una mujer vestida de blanco, en una ventana, con el brazo extendido hacia mí. Nosotros los franceses somos muy presuntuosos en país extraño, y nuestros padres, vencedores de Europa, nos acunaron con halagadoras tradiciones sobre el orgullo nacional. Creía cándidamente en la inflamabilidad de las mujeres alemanas, españolas e italianas solo con ver a un francés. En resumen, en esa época, era aún muy de mi país, y además, ¿la rosa no hablaba suficientemente claro?

—Señora — le dije en voz baja, recogiendo la rosa— ha dejado usted caer su ramillete…

Pero la mujer había desaparecido ya, y la ventana se había cerrado sin producir el menor ruido. Hice lo que cualquier otro habría hecho en mi lugar. Busqué la puerta más cercana; estaba a dos pasos de la ventana; la encontré y esperé a que vinieran a abrirme. Pasaron cinco minutos en un profundo silencio. Entonces tosí, luego arañé suavemente; pero la puerta no se abrió. La examiné con más atención esperando encontrar una llave o un pestillo; pero, ante mi gran sorpresa, solo encontré un candado.

—El celoso no ha regresado, pues —me dije.

Recogí una piedrecilla y la tiré a la ventana. Golpeó un postigo de madera y volvió a caer a mis pies.

—¡Demonios! —pensé— ¿las damas romanas se imaginan que uno lleva escalas en el bolsillo? No me habían hablado de esta costumbre.

Esperé aún bastantes minutos, inútilmente. Solo me pareció una o dos veces ver temblar ligeramente el postigo, como si, desde el interior, hubieran querido retirarlo para ver lo que sucedía en la calle. Al cabo de un cuarto de hora, mi paciencia llegó a su límite, encendí un cigarro, y proseguí mi camino, no sin antes haber examinado bien la situación de la casa del candado.

Al día siguiente, reflexionando acerca de esta aventura, llegué a las conclusiones siguientes: una joven romana, probablemente de una gran belleza, me habría visto durante mis paseos por la ciudad, y se habría enamorado de mis reducidos encantos. Si solo me había declarado su pasión por medio del regalo de una flor misteriosa, es porque un honesto pudor la había retenido, o bien porque había sido molestada por la presencia de alguna dueña, quizá por un maldito tutor como el Bartolo de Rosina. Decidí entonces emprender un asedio en regla a la casa habitada por esta princesa.

Con ese hermoso objetivo, salí de mi alojamiento después de haberle dado a mis cabellos un cepillado conquistador. Me había puesto la levita nueva y los guantes amarillos. Con ese atuendo, con el sombrero inclinado hacia una oreja, y la rosa marchita en el ojal, me dirigí hacia la calle de la que aún ignoraba el nombre, pero que no me costó mucho descubrir. Un letrero colocado por encima de una madona, me indicó que se llamaba La calleja de la señora Lucrecia.

Ese nombre me sorprendió. Inmediatamente recordé el retrato de Leonardo da Vinci, y las historias de presentimientos y diablurías que se habían contado la víspera en casa de la marquesa. Luego pensé que había amores predestinados por el cielo. ¿Por qué mi dama no podía llamarse Lucrecia? ¿Por qué no podía parecerse a la Lucrecia de la galería Aldobrandi?

Era de día, me encontraba a dos pasos de una persona encantadora y ningún pensamiento siniestro participaba en la emoción que sentía.

Estaba ante la casa. Tenía el número 13. Mal augurio… ¡Ah! no se correspondía con la idea que me había forjado de ella al verla de noche. No era un palacio, ni mucho menos.

Veía un cercado de tapias ennegrecidas por el tiempo y cubiertas de musgo, por encima de las cuales sobresalían las ramas de algunos árboles frutales mal descocados. En un ángulo del cercado se levantaba un edificio de un solo piso, con dos ventanas a la calle, ambas cerradas por viejas contraventanas provistas, al exterior, de numerosas barras de hierro. La puerta era baja, dominada por un escudo borrado, cerrada, como la víspera, por un grueso candado atado a una cadena. Sobre la puerta podía leerse escrito con tiza: “Se vende o se alquila.” Sin embargo, no me había equivocado. A ese lado de la calle, las casas eran escasas como para que cualquier confusión fuera imposible. Era el mismo candado, y, lo que es más, dos pétalos de rosa en el suelo, cerca de la puerta, indicaban el lugar preciso donde había recibido la declaración por signos de mi bien amada, y probaban que no barrían la parte delantera de la casa.

Me dirigí a algunas pobres personas de la vecindad para saber dónde vivía el guarda de esta misteriosa vivienda.

—Aquí no es —me respondían bruscamente.

Parecía que mi pregunta desagradaba a quienes interrogaba y eso excitaba aún más mi curiosidad. Yendo de puerta en puerta, terminé por entrar en una especie de sótano oscuro, donde había una mujer vieja que parecía sospechosa de brujería, pues tenía un gato negro, y cocía no sé qué en un caldero.

—¿Quiere usted ver la casa de la señora Lucrecia? —me dijo— yo tengo la llave.

—Pues bien, enséñemela.

—¿Es que quiere usted alquilarla? —preguntó sonriendo con expresión de duda.

—Sí, si me conviene.

—No le convendrá. Pero vamos a ver ¿me dará usted un pablo se si la enseño?

—Desde luego.

Con esta seguridad, se levantó ágilmente de su taburete, descolgó de la pared una llave completamente oxidada y me condujo ante el número 13.

—¿Por qué —le dije— llaman a esta casa, la casa de Lucrecia?

Entonces, la vieja dijo con tono burlón:

—¿Por qué le llaman a usted extranjero? ¿No será porque lo es?

—Bueno, pero ¿quién era esa señora Lucrecia? ¿Era una dama de Roma?

—¡Cómo! ¿viene usted a Roma y no ha oído hablar de la señora Lucrecia? Cuando entremos le contaré su historia. Pero ¡he aquí otra diabluría! No sé qué le pasa a esta llave. No gira. Pruebe usted mismo.

Efectivamente, el candado y la llave no se habían visto desde hacía mucho tiempo. Pese a ello, con tres tacos y otros tantos chirridos de dientes, logré hacer girar la llave, pero desgarré mis guantes amarillos y me disloqué la palma de la mano. Entramos en un pasillo oscuro que daba acceso a numerosas habitaciones en la planta baja.

Los techos, curiosamente artesonados, estaban cubiertos de telarañas bajo las cuales se distinguía apenas algunos restos de dorado. Por el olor a moho que exhalaban todas las habitaciones, era evidente que no habían sido ocupadas desde hacía mucho tiempo. No se veía en ellas ni un solo mueble. Algunos jirones de cuero antiguo colgaban a lo largo de las paredes cubiertas de salitre. Por las esculturas talladas en algunas consolas y por la forma de las chimeneas concluí que la casa databa del siglo XV, y es probable que en otros tiempos hubiera estado decorada con alguna elegancia. Las ventanas, con pequeños cristales, la mayoría de los cuales estaban rotos, daban al jardín, donde vi un rosal florecido, junto a algunos árboles frutales y gran cantidad de brócoli.

Tras haber recorrido todas las habitaciones de la planta baja, subí al primer piso donde había visto a mi desconocida. La vieja intentó retenerme abajo diciéndome que arriba no había nada que ver y que la escalera se encontraba en mal estado. Al verme obstinado, me siguió, pero con una clara expresión de repugnancia. Las habitaciones de esta planta se parecían mucho a las otras, solo que tenían menos humedad; el suelo y las ventanas se encontraban también en mejor estado. En la última habitación en la que entré, había un ancho sillón de cuero negro, que, cosa extraña, no estaba cubierto de polvo. Me senté en él, y como me encontraba cómodo para escuchar una historia, le rogué a la vieja que me contara la de la señora Lucrecia; pero, antes, para refrescarle la memoria, le regalé unos cuantos pablos. Tosió, se sonó la nariz y comenzó de esta manera:

“En tiempos de los paganos, cuando Alejandro era emperador, había una joven bella como el día, que se llamaba señora Lucrecia. Mire, ¡ahí está!…”

Me volví inmediamente. La vieja me mostraba una consola esculpida que sostenía la viga maestra de la sala. Era una sirena ejecutada bastante burdamente.

“A la dama —continuó la vieja— le gustaba divertirse. Y como su padre habría podido encontrar en ello ocasión de censurarla, ella se hizo construir esta casa en la que nos encontramos. Todas las noches bajaba del Quirinal y venía aquí a divertirse. Se asomaba a esta ventana, y cuando pasaba por la calle un apuesto caballero como usted, señor, lo llamaba. Pero como los hombres son habladores, al menos algunos, podrían haberla perjudicado si hablaban. Por lo que ella ponía orden. Cuando ella se había despedido de su galán, sus matones armados lo esperaban en la escalera por la que hemos subido. Lo mataban y lo enterraban en esos cuadrados de brócoli.

Ese tejemaneje duró algún tiempo. Pero he aquí que una noche su hermano, que se llamaba Sixto Tarquino, pasó bajo la ventana. Ella no lo reconoció. Lo llamó. Subió. Por la noche todos los gatos son pardos. Hizo con éste como con todos los demás. Pero él olvidó un pañuelo en el que figuraba su nombre.

Tan pronto como ella se percató de la maldad que habían hecho, se desesperó. Deshizo rápidamente su jarretera y se colgó de esa viga. ¡Y bien! ¡he ahí un ejemplo para la juventud!”

Mientras la vieja confundía todas las épocas, mezclando los Tarquinos con los Borgia, yo tenía los ojos clavados en el suelo. Acababa de descubrir en él algunos pétalos de rosa aún frescos, que me daban mucho que pensar.

—¿Quién cuida ese jardín? —pregunté a la vieja.

—Mi hijo, señor, el jardinero del señor Vanozzi, el dueño del jardín de al lado. El señor Vanozzi está siempre en la marisma; viene poco a Roma. Por eso el jardín no está muy cuidado. Mi hijo está con él. Y temo que no vendrán por ahora, añadió suspirando.

—¿Está pues muy ocupado con el señor Vanozzi?

—¡Ah! es un mal hombre que le manda demasiadas cosas…¡Temo que se exponga a algunos disgustos, y con él a mi pobre hijo!

Dio un paso hacia la puerta como para interrumpir la conversación.

—Entonces ¿no vive nadie aquí? —continué deteniéndola.

—Absolutamente nadie.

—¿Y por qué no?

Se encogió de hombros.

—¡Oiga, —le dije enseñándole una piastra— dígame la verdad! Hay una mujer que viene aquí.

—¡Una mujer, divino Jesús!

—Sí, la vi anoche. Y le hablé.

—¡Virgen santa! —exclamó la vieja precipitándose hacia la escalera—. ¿Era pues la señora Lucrecia? ¡Salgamos de aquí! ¡salgamos, mi buen señor! Me habían dicho que volvía por la noche, pero no he querido decírselo a usted para no perjudicar al propietario, porque creía que tenía usted ganas de alquilarla.

Me fue imposible retenerla. Tenía prisa por abandonar esa casa; prisa, según decía, por ir a llevar una vela a la iglesia más próxima.

Yo también salí y la dejé marcharse, perdiendo la esperanza de saber algo más.

Como pueden suponer, no conté esta historia en el palacio Aldobrandi: la marquesa era demasiado mojigata, don Octavio demasiado exclusivamente ocupado de política como para dar un buen consejo en asuntos de amoríos: pero fui a buscar a mi pintor que lo conoce todo en Roma, desde el cedro hasta el hisopo, y le pregunté qué pensaba de este asunto.

—Pienso —me dijo— que ha visto usted el espectro de la difunta Lucrecia Borgia ¡Qué peligro ha corrido! ¡Si era peligrosa en vida, imagine un poco lo que debe ser, ahora que está muerta! Esto me hace temblar.

—Bromas aparte, ¿qué puede ser eso?

—Es decir, que el señor es ateo y filósofo y no cree en las cosas más respetables. Muy bien; entonces ¿qué dice usted de esta otra hipótesis? Supongamos que la vieja presta la casa a mujeres capaces de llamar a los hombres que pasan por la calle. Se han visto viejas lo suficientemente depravadas como para ejercer ese oficio.

—Y de maravilla, —dije—; pero entonces, yo tengo pues aspecto de santo, para que la vieja no me haya hecho ofertas de servicio. Eso me ofende. Y además, querido, recuerde el mobiliario de la casa. Habría que estar endemoniado para contentarse con él.

—Entonces, es un espíritu, sin lugar a dudas. ¡Espere pues! hay una última hipótesis. Usted se ha confundido de casa. ¡Pardiez! ahora caigo: cerca de un jardín, una pequeña puerta baja… ¡Ah! es mi buena amiga Rosina. No hace dieciocho meses aún era el adorno de esa calle. Es verdad que ahora está tuerta, pero eso es un detalle menor… Todavía tiene un hermoso perfil.

Esas explicaciones no me satisficieron en absoluto. Cuando cayó la noche, pasé lentamente por delante de la casa de Lucrecia. No vi nada. Volví a pasar. Tampoco nada. Tres o cuatro noches seguidas, estuve de plantón bajo las ventanas al regresar del palacio Aldobrandi: siempre sin éxito. Empezaba a olvidarme de la misteriosa ocupante de la casa número 13, cuando, al pasar hacia la medianoche por la calleja, oí claramente una risita de mujer detrás de la contraventana, donde la donante de flores se me había aparecido. Oí dos veces esa risita, y no pude impedir sentir cierto terror, cuando, simultáneamente, vi desembocar por el otro extremo de la calle, una banda de penitentes encapuchados, con cirios en la mano, que llevaban un muerto a enterrar. Cuando pasaron, me puse de centinela bajo la ventana, pero entonces ya no oí nada. Lancé quijarros, incluso llamé más o menos claramente, pero no apareció nadie, y un chaparrón que se produjo me obligó a marcharme.

Me avergüenza confesar todas las veces que me detuve ante la maldita casa sin poder llegar a resolver el enigma que me atormentaba. Solo una vez pasé por la calleja de la señora Lucrecia con don Octavio y su inseparable cura.

—He aquí la casa de Lucrecia —dije.

Le vi cambiar de color.

—Sí, —respondió— según una tradición popular muy dudosa, Lucrecia Borgia tuvo aquí una casita. ¡Si estos muros pudiesen hablar, cuántos horrores revelarían! Sin embargo, amigo mío, cuando comparo aquellos tiempos con los nuestros siento añoranza. En tiempos de Alejandro VI aún había romanos. Ahora ya no. César Borgia era un monstruo, pero también un gran hombre. Quería expulsar a los bárbaros de Italia y, tal vez, si su padre hubiera vivido, habría llevado a cabo esa hazaña. ¡Ah! ¡que el cielo nos conceda un tirano como Borgia y nos libre de estos déspotas humanos que nos embrutecen!

Cuando don Octavio se lanzaba a las regiones políticas era imposible detenerlo. Estábamos ya en la plaza del Popolo y su panegírico del despotismo ilustrado no había terminado aún. Pero estábamos ya a cien leguas de mi Lucrecia.

Una noche en que había ido bastante tarde a presentar mis respetos a la marquesa, me dijo que su hijo se encontraba indispuesto y me rogó que subiera a su habitación. Me lo encontré acostado en la cama completamente vestido y leyendo un periódico francés que yo le había enviado por la mañana cuidadosamente oculto en un volumen de Padres de la Iglesia. Desde hacía tiempo, la colección de los Santos Padres nos servía para esas comunicaciones que había que ocultar al cura y a la marquesa. Los días en que llegaba correo de Francia, me traían un infolio. Yo devolvía otro en el que deslizaba un periódico, que me prestaban los secretarios de la embajada. Eso les proporcionaba una sublime idea de mi piedad a la marquesa y a su director que, a veces, quería hacerme hablar de teología.

Después de haber charlado un rato con don Octavio, percatándome de que estaba muy inquieto y que ni siquiera la política podía captar su atención, le recomendé que se desvistiera y le dije adiós. Hacía frío y yo no tenía capa. Don Octavio me insistió para que utilizara la suya, la acepté, e hice que me diera una lección del difícil arte de vestirse como un auténtico romano.

Embozado hasta la nariz, salí del palacio Aldobrandi. Apenas había dado unos pasos sobre el acerado de la plaza de San Marcos cuando un hombre del pueblo que yo había observado sentado en un banco a la puerta del palacio, se acercó a mí y me entregó un papel escrito.

—Por el amor de Dios —dijo—, lea esto.

E inmediatamente desapareció a todo correr.

Yo había cogido el papel y buscaba una luz para leerlo. Al resplandor de una lámpara encendida ante una madona, vi que se trataba de una nota escrita en lápiz y, al parecer, por una mano temblorosa. Con gran esfuerzo logré descifrar las palabras siguientes:

 

¡No vengas esta noche, o estamos perdidos! Lo saben todo excepto tu nombre. Nada podrá separarnos.

Tu Lucrecia

 

“¡Lucrecia! —exclamé— ¡otra vez Lucrecia! ¡Qué diablos de mistificación hay en el fondo de todo esto? “No vengas”. Pero, hermosa, ¿qué camino hay que tomar para ir a tu casa?”

Mientras reflexionaba acerca de esta nota, tomé instintivamente el camino de la calleja de la señora Lucrecia, y pronto me encontré frente a la casa número 13. La calle estaba tan desierta como de costumbre, y solo el ruido de mis pasos turbaba el profundo silencio que reinaba en el vecindario. Me detuve y levanté los ojos hacia una ventana bien conocida. Por esta vez, no me equivocaba. La contraventana se estaba abriendo.

Y he aquí la ventana completamente abierta.

Creí ver una forma humana que se destacaba sobre el fondo negro de la habitación.

—Lucrecia, ¿es usted? —dije en voz baja.

No me contestaron, pero escuché un pequeño crujido, cuya causa no comprendí en un primer momento.

—Lucrecia, ¿es usted? —repetí un poco más alto.

En ese mismo instante recibí un golpe terrible en el pecho, se oyó una detonación, y me encontré tumbado en el suelo.

Una voz ronca me gritó:

—¡De parte de la señora Lucrecia!

Y la contraventana se volvió a cerrar sin ruido.

Me levanté enseguida tambaleándome y me palpé, esperando encontrar un gran agujero en mitad del estómago. La capa estaba agujereada, mi traje también, pero la bala se había visto amortiguada por los pliegues del paño, y no sufrí más daño que una fuerte contusión.

Pensé que podía llegar sin tardar un segundo disparo, e inmediatamente me alejé de esta casa inhóspita, rozando los muros de manera que no pudieran apuntarme. Me alejaba lo más rápido que podía, jadeando aún, cuando un hombre que no había visto detrás de mí, me cogió del brazo y me preguntó con interés si estaba herido. Por la voz, reconocí a don Octavio. No era el momento de hacerle preguntas, por muy sorprendido que estuviera de verlo solo y en la calle a estas horas de la noche. En dos palabras, le dije que acababan de dispararme desde tal ventana y que no tenía nada más que una contusión.

—¡Es un error! —exclamó—. Pero oigo que llega gente. ¿Puede usted andar? Estaría perdido si nos encontraran juntos. Sin embargo, no lo abandonaré.

Me tomó del brazo y me llevó rápidamente. Anduvimos, o más bien, corrimos, todo cuanto yo podía; pero pronto me vi obligado a sentarme en un poste para tomar aliento. Afortunadamente, nos encontrábamos en ese momento a poca distancia de una casa en la que se celebraba un baile. Había numerosos coches ante la puerta. Don Octavio fue a buscar uno, me hizo subir en él y me condujo a mi hotel. Después de beber un gran vaso de agua que me repuso totalmente, le conté con detalle todo lo que me había ocurrido ante esa casa fatal, desde el regalo de la rosa hasta el de la bala de plomo.

Él me escuchaba con la cabeza gacha, medio tapada por una de sus manos. Cuando le enseñé la nota que acababa de recibir, la cogió, la leyó con avidez y exclamó de nuevo:

—¡Es un error! ¡Un tremendo error!

—Convendrá, amigo mío —le dije— que es algo muy desagradable para mí y para usted también. Han estado a punto de matarme, y le han hecho diez o doce agujeros a su hermosa capa. ¡Voto a Dios! ¡Qué celosos son sus compatriotas!

Don Octavio me apretaba las manos con expresión desolada y releía la nota sin responderme.

—Trate pues de darme alguna explicación acerca de este asunto —le dije—. Que el diablo me lleve si entiendo algo.

Él se encogió de hombros.

—Al menos, dígame qué debo hacer —le dije—. ¿A quién debo dirigirme, en su ciudad santa, para hacerle justicia a ese señor que tira a cubierto sobre los transeúntes sin preguntarle siquiera cómo se llaman? Le aseguro que estaría encantado de que lo ahorcaran.

—¡Guárdese mucho de hacerlo! —exclamó—. No conoce usted este país. No diga una palabra a nadie de lo que le ha ocurrido. Se expondría mucho.

—¿Cómo que me expondría? ¡Pardiez! Pretendo obtener una satisfacción. Si hubiera ofendido al bergante, no diría yo. Pero, por haber recogido una rosa,… en conciencia, creo que no me merecía una bala.

—Déjeme hacer a mí —dijo don Octavio—. Tal vez logre aclarar este misterio. Pero se lo pido como un favor, como una gran prueba de amistad hacia mí, no hable de esto con nadie en el mundo. ¿Me lo promete?

Tenía una expresión tan triste al suplicarme, que no tuve valor para resistir y le prometí todo lo que quiso. Me dio las gracias efusivamente, y después de haberme aplicado él mismo una compresa de agua de Colonia en el pecho, me dio la mano y se despidió.

—A propósito —le pregunté en el momento en que abría la puerta para marcharse—, explíqueme pues, ¿cómo es que se encontraba usted allí, justo a punto para venir en mi ayuda?

—Oí el disparo —contestó algo confuso—, y salí inmediatamente, temiendo que le hubiera ocurrido alguna desgracia.

Me dejó precipitadamente pero no sin haberme recomendado una vez más guardar silencio.

Por la mañana, un cirujano, sin duda enviado por don Octavio, vino a visitarme. Me prescribió una cataplasma, pero no me hizo ninguna pregunta acerca de la causa que había mezclado violetas con los lirios de mi seno. En Roma son discretos, y yo quise adaptarme a las costumbres del país.

Pasaron algunos días sin que pudiera hablar libremente con don Octavio. Él estaba preocupado, más sombrío que de costumbre, y además, me pareció que intentaba evitar mis preguntas. Durante los escasos momentos que pasé con él, no dijo ni una palabra sobre los extraños huéspedes de la calleja de la señora Lucrecia. La época fijada para la ceremonia de su ordenación se acercaba, y atribuí su melancolía a la repugnancia que sentía por una profesión que le obligaban a abrazar.

Yo, por mi parte, me preparaba para abandonar Roma e ir a Florencia. Cuando anuncié mi partida a la marquesa Aldobrandi, don Octavio me pidió, no sé con qué pretexto, que subiera a su habitación. Allí, cogiéndome las dos manos, dijo:

—Mi querido amigo, si no me concede la gracia que voy a pedirle, me saltaré la tapa de los sesos, pues no tengo otro medio para salir del problema. Estoy completamente decidido a no ponerme la maldita sotana que quieren hacerme llevar. Quiero huir de este país. Y lo que tengo que pedirle es que me lleve con usted. Usted me hará pasar por su criado. Bastará con añadir una palabra a su pasaporte para facilitar mi huída.

Intenté en un primer momento disuadirlo de su proyecto hablándole de la pena que iba a causarle a su madre, pero como le encontraba inamovible en su decisión, terminé por prometerle que le llevaría conmigo, y arreglaría mi pasaporte convenientemente.

—Eso no es todo —dijo—. Mi marcha depende aún del éxito de una empresa en la que estoy comprometido. Usted quiere marcharse pasado mañana. Pasado mañana habré terminado quizá, y entonces, seré todo suyo.

—¿Sería usted lo bastante loco —le pregunté no sin inquietud— como para haberse metido en alguna conspiración?

—No, —contestó—; se trata de asuntos menos graves que el destino de mi patria, pero lo suficientemente graves, sin embargo, como para que mi vida y mi felicidad dependan del éxito de esta empresa. No puedo decirle más por el momento. Dentro de dos días lo sabrá usted todo.

Empezaba ya a acostumbrarme al misterio y me resigné. Convinimos que saldríamos a las tres de la madrugada y que no nos detendríamos hasta llegar a territorio toscano.

Persuadido de que era inútil acostarme debiendo marcharme tan temprano, empleé la última velada que debía pasar en Roma, haciendo visitas a todas las casas en las que había sido recibido. Fui a despedirme de la marquesa, y a darle la mano a su hijo oficialmente y para guardar las apariencias. Sentí que su mano temblaba en la mía. Me dijo muy bajo:

—En este instante, mi vida se juega a cara o cruz. Al regresar a su hotel encontrará usted una carta mía. Si a las tres en punto no estoy con usted, no me espere.

La alteración de sus facciones me impresionó, pero la atribuí a una emoción muy natural por su parte, en el momento en el que, tal vez para siempre, iba a separarse de su familia. Hacia la una más o menos, regresaba a mi alojamiento. Quise pasar una vez más por la calleja de la señora Lucrecia. Algo blanco colgaba de la ventana donde yo había visto dos apariciones distintas. Me acerqué con precaución. Era una cuerda de nudos. ¿Era una invitación para ir a despedirme de la signora? Tenía todo el aspecto de serlo, y la tentación era grande. Pero no cedí a ella, recordando la promesa que le había hecho a don Octavio, y también, hay que decirlo, la desagradable recepción que, unos días antes, me había proporcionado una temeridad mucho menor.

Continué mi camino, pero con lentitud, desolado por desperdiciar la última ocasión de penetrar en los misterios de la casa número 13. A cada paso que daba, volvía la cabeza, esperando ver alguna forma humana subir, subir o bajar por la cuerda. No había nadie. Llegué por fin al extremo de la calleja. Iba a entrar en el Corso.

—Adiós, señora Lucrecia —dije levantándome el sombrero y dirigiéndome a la casa que aún se veía—. Busque, por favor, a otro que acuda a vengarla del celoso que la tiene encerrada.

Estaban dando las dos cuando entré en mi hotel. El coche estaba en el patio completamente cargado. Uno de los camareros del hotel me entregó una carta. Era la de don Octavio, y como me pareció larga, pensé que era mejor leerla en mi habitación, y le pedí al camarero que me alumbrara para subir.

—Señor, —me dijo— el criado que usted me había anunciado, el que debe viajar con el señor…

—Y bien, ¿ha venido?

—No, señor…

—Está en la posta; vendrá con los caballos.

—Señor, hace un momento vino una dama que quería hablar con el criado del señor. Quiso subir a su habitación de usted y me cargó que le dijera al criado del señor, tan pronto como éste llegara, que la señora Lucrecia estaba en su habitación.

—¿En mi habitación? —exclamé agarrándome con fuerza a la barandilla de la escalera.

—Sí, señor. Parece que ella también va a viajar, pues me ha dado un paquete pequeño; lo he puesto en la baca del coche.

El corazón me latía con fuerza. No sé qué mezcla de terror supersticioso y de curiosidad se había adueñado de mí. Subí la escalera peldaño a peldaño. Cuando llegó al primer piso (yo me alojaba en el segundo), el camarero que iba delante de mí, dio un traspiés y la vela que llevaba en la mano se le cayó y se apagó. Me pidió un millón de excusas y bajó para volver a encenderla. Mientras tanto yo seguía subiendo.

Tenía ya la mano sobre la llave de mi habitación. Dudaba. ¿Qué nueva visión iba a ofrecerse a mis ojos? Más de una vez, en la oscuridad, se me había venido a la memoria la historia de la novicia sangrante. ¿Estaba yo, como don Alonso, poseído por el demonio? Me pareció que el camarero tardaba una eternidad.

Abrí la puerta: ¡gracias al cielo! había luz en mi dormitorio. Crucé rápidamente el saloncito que lo precedía. Una ojeada me bastó para darme cuenta de que no había nadie en mi dormitorio. Pero, al instante, oí detrás de mí unos pasos ligeros y el roce de un vestido. Creo que mis cabellos se erizaron en mi cabeza. Me volví bruscamente. Una mujer vestida de blanco, con la cabeza cubierta por una mantilla negra, avanzaba hacia mí con los brazos extendidos:

—¡Por fin llegas, mi bien amado! —exclamó agarrando mi mano.

La suya estaba fría como el hielo, y sus facciones tenían la palidez de la muerte. Yo retrocedí hasta la pared. “¡Virgen santa, si no es él…! ¡Ah! señor, ¿es usted el amigo de don Octavio?”

Ese nombre lo aclaró todo. La joven, pese a su palidez, no tenía en absoluto aspecto de fantasma. Bajaba los ojos, lo que no hacen nunca los aparecidos, y mantenía las dos manos cruzadas a la altura de la cintura, actitud modesta que me hizo creer que mi amigo don Octavio no era tan gran político como yo me había figurado. En resumen, ya era hora de raptar a Lucrecia y, desgraciadamente, el papel de confidente era el único que se me reservó en esta aventura. Un momento después llegó don Octavio disfrazado. Llegaron los caballos y partimos. Lucrecia no tenía pasaporte, pero una mujer, y una mujer bonita, no inspira sospechas. Un gendarme se hizo, no obstante, el difícil. Yo le dije que era un valiente que, seguramente había servido a las órdenes del gran Napoleón. Él lo confirmó. Le regalé un retrato de este gran hombre, en oro, y le dije que tenía por costumbre viajar con una amiga para hacerme compañía; y, dado que cambiaba de amiga muy frecuentemente, me parecía inútil hacerles figurar en mi pasaporte.

—Ésta, —añadí— la conduzco hasta la próxima ciudad. Me han dicho que allí encontraré otras tan valiosas como ella.

—Cometería un error si la cambiara —me dijo el gendarme cerrando respetuosamente la portezuela.

Si hay que decirlo todo, señora, ese traidor de don Octavio había conocido a esta amable persona, hermana de un tal Vanozzi, rico agricultor, tildado de un poco liberal y de muy contrabandista. Don Octavio sabía bien que aunque su familia no le hubiera destinado a la Iglesia, jamás habría consentido en permitir que se casara con una chica de condición muy por debajo de la suya.

El amor es inventivo. El alumno del padre Negroni logró establecer una correspondencia secreta con su bien amada. Todas las noches, se escapaba del palacio Aldobrandi, y como habría sido poco seguro escalar a la casa de los Vanozzi, los dos enamorados se daban cita en la de la señora Lucrecia, cuya mala reputación los protegía. Una puertecilla, oculta por una higuera, comunicaba los dos jardines. Jóvenes y enamorados, Lucrecia y Octavio, no se quejaban de la insuficiencia del mobiliario, que se limitaba, creo haberlo dicho ya, a un viejo sillón de cuero.

Una noche, mientras esperaba a don Octavio, Lucrecia me confundió con él, y me hizo el regalo del que ya hablé en su momento. Es cierto que había algún parecido de estatura y de planta entre don Octavio y yo, y que algunos deslenguados, que habían conocido a mi padre en Roma, pretendían que había razones para ese parecido. Sucedió que el maldito hermano descubrió el asunto; pero sus amenazas no pudieron obligar a Lucrecia a revelar el nombre del seductor. Ya se sabe cuál fue su venganza, y cómo yo estuve a punto de pagar por todos. Es inútil decirle cómo tomaron las de Villadiego los dos enamorados, cada uno por su lado.

Conclusión. Llegamos los tres a Florencia. Don Octavio se casó con Lucrecia y salió inmediatamente con ella hacia París. Mi padre le hizo el mismo recibimiento que yo había tenido por parte de la marquesa. Se encargó de negociar la reconciliación, y la logró no sin esfuerzo. El marqués Aldobrandi contrajo muy oportunamente el paludismo, del que falleció. Octavio heredó el título y la fortuna, y yo soy el padrino de su primer hijo.

*FIN*


“Il Vicolo di Madama Lucrezia”,
Dernières Nouvelles
, 1873


Más Cuentos de Próspero Mérimée