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La cena de Cristo

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Había un hombre lleno de fe, que creía a pies juntillas cuanto nos enseñan la religión y la moral, y, sin embargo, tenía horas de desaliento y sequedad de alma, porque le parecía que el cielo dista mucho de la tierra, y que nuestros suspiros, nuestras efusiones de amor, nuestras quejas, tardan siglos en llegar hasta el Dios que invocamos, el Dios distante, inaccesible en las lumínicas alturas de la gloria. No dudaba de la realidad divina, pero la creía muy alta y había llegado a ser en él idea fija la de ponerse en relación directa con el que todo lo puede y lo consuela todo.

Persuadido de que el claustro está bastantes peldaños más cerca del cielo que de la sociedad, Eudoro -así se llamaba el creyente- entró de novicio en los Carmelitas. Espantó a sus hermanos el fervor de su vida monástica, y cuenta que en el convento estaban acostumbrados a ver austeridades y adivinar rigores que la humildad encubría. Los de Eudoro, sin embargo, pasaban de la raya y llegaban a asombrar a los viejos, curtidos por una vida entera de maceraciones, verdaderos veteranos de la penitencia. Eudoro ascendía por la áspera cuesta de la mortificación, creyendo que así se aproximaba a la gloria, y no tanto por merecerla después de su muerte, como por sentirla en vida, por cerciorarse de su realidad. Juzgo evidente que el demonio del escepticismo era quien a la sordina inspiraba tales anhelos, porque si Eudoro estuviese completamente seguro de que al morir el cielo se abre al que lo gana, no experimentaría tan ardiente afán de percibirlo, de acortar distancias, y, por decirlo así, de tocarlo con sus manos y verlo con sus ojos. Fuese lo que fuese, Eudoro practicó terribles asperezas consigo mismo; descalzo, debilitado por el ayuno, acardenalado por las disciplinas, de rodillas en la celda, cuyas desnudas paredes aparecían salpicadas de sangre, se pasó las noches enteras velando y pidiendo a Dios, entre lágrimas y sollozos, que se dignase aproximarse a su siervo. Fue inútil: solo el triste aullido del viento en los árboles del huerto conventual respondió a sus llamamientos desesperados. Entonces salió del convento sin profesar, y los frailes viejos, edificados antes, hicieron la cruz sobre el pecho, con rostro grave y labios contraídos.

Eudoro se retiró a su casa, y descorazonado, imaginando que ya nunca se aproximaría al cielo, se dedicó a una vida activa, laborista y modesta, emprendiendo algunos negocios de los cuales se prometía lucro. El socio que admitió gozaba fama de probo; sin embargo, lo cierto es que engañó a Eudoro malamente, despojándole de su capital y haciéndole pasar ante el mundo por tramposo y estafador. Esto último fue lo que más dolió a Eudoro, porque estimaba su honra y sufría vergüenza horrible al verse infamado y notar que se apartaban de él las gentes con desprecio. En su espíritu germinó un odio tenaz contra el calumniador, y la sed de venganza le amargó la boca.

Una noche, pasando por cierta calle desierta, Eudoro vio a un hombre que se defendía de tres que ya le tenían acorralado e iban a darle muerte. El farol contra el cual se apoyaba le alumbraba el rostro de lleno y Eudoro reconoció a su enemigo. Tuvo un instante de fluctuación; quiso alejarse…, y de pronto volvió; iba armado; cargando con denuedo a los asesinos, los obligó a emprender precipitada fuga. Antes que el socorrido le diese las gracias, Eudoro se alejó también.

Casi llegaba a la puerta de su casa, cuando he aquí que le sale al camino un mendigo, descalzo, harapiento, encorvado, pidiéndole en voz lastimera, no dinero, sino algo de comer. «Me caigo de necesidad», gemía el pordiosero, y Eudoro, tomándole de la mano: «Vente conmigo -le dijo benignamente-. Partiremos la cena… y dormirás al abrigo del temporal y de la lluvia.»

Subieron la escalera uno tras otro: Eudoro encendió luz y pasó a la cocina a calentar el caldo de la víspera y la humilde pitanza; al entrar en el comedor, llevando la tartera olorosa, pudo ver la cara del pobre, que le esperaba sentado a la mesa ya, y notó con sorpresa que ni era viejo, ni feo, ni tenía enmarañado el pelo, ni sucias las manos, según suelen los mendigos; en cuanto a edad, representaba unos treinta años a lo sumo, y su rostro oval y su cabellera rubia, partida y flotante en bucles, eran de admirable belleza.

Sonreía dulcemente, y Eudoro le sirvió con reverencia, no atreviéndose a sentarse hasta que se lo ordenó el pobre. Comieron en silencio; pero Eudoro experimentaba un bienestar inexplicable, y parecíale tan suave el yugo de la vida y tan ligera la carga de todos sus dolores pasados, que su corazón, inundado de gozo, se quería derramar en un llanto más refrigerante que el rocío de la mañana.

Así que hubo saciado el hambre, el mendigo, tomando el pan que estaba sobre la mesa, lo partió y ofreció la mitad a Eudoro. Y al ejecutar tan sencilla acción, Eudoro advirtió una imperceptible claridad que, naciendo en las sienes, rodeaba toda la cabeza del mendigo y jugaba en sus cabellos, como el sol juega en el irisado plumaje de un pájaro.

Eudoro se levantó con ímpetu irresistible, y postrándose rostro contra el suelo, vino a besar y a empapar de lágrimas los pies del mendigo, conociendo que era Cristo, Hijo de Dios, y que, en aquella noche venturosa, por fin se había aproximado el cielo a la tierra.

Cristo le miraba amorosamente, fijando en él los grandes y meditabundos ojos. Y como Eudoro se confundiese en protestas de humildad, preguntando por qué se había dignado el Señor visitar aquella casa, respondió lentamente:

-Yo vago siempre por las calles. Cada noche quiero cenar con el que durante el día haya vuelto bien por mal y perdonado de todo corazón a su enemigo. ¡Por eso me acuesto sin cenar tantas noches!



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