Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

La cita

[Cuento - Texto completo.]

Iván Turguéniev

Un día, en otoño, una lluvia fina como polvo caía desde por la mañana. A intervalos, débiles rayos de sol atravesaban las nubes, que se deshacían o saltaban las unas sobre las otras, descubriendo entonces: la bóveda azul, tranquila y límpida, formando como un hermoso lago de azur.

Sentado en un cómodo lecho de musgo espeso escuchaba la voz de la selva.

Sobre mi cabeza el follaje estaba casi inmóvil. Y yo percibía, en el roce apenas perceptible de las hojas, el rumor característico de la estación. No era el temblor alegre que producen, en la primavera, las hojitas nuevas; no era tampoco la blanda languidez opulenta del verano, ni los tristes adioses al comenzar el invierno, sino algo como un murmullo en un sueño.

Un viento ligero, a rachas, inclinaba unas contra otras las altas cimas de los árboles. Cuando brillaba el Sol, el interior del bosque, ligeramente velado por los vapores de la humedad, se iluminaba y parecía sonreír. Los troncos esbeltos de los abedules tenían reflejos tornasolados de raso, y las hojas, en el suelo, producían la ilusión de una lluvia de oro.

Algunos helechos, ya cobrizos, tocados por el halo del otoño, se alargaban gráciles, mientras otros pendían, bajo brillantes gotas de lluvia, hacia el musgo y lo acariciaban con la punta de sus finos penachos.

En los momentos de ocultarse el sol, caía el bosque entero en una claridad medio azulada, uniforme, y era como si la vida quisiera apagarse. Solamente los abedules, sobre el fondo verde, se destacaban nítidos como columnas de nieve lisa.

La lluvia entonces recomenzaba, primero por gotas escasas, luego de un modo incesante, dulce, y se oía su murmullo regular y monótono.

Había en algunos abedules muchas hojas verdes todavía, en medio de otras ya pálidas.

Los pájaros callaban. Solo el diminuto paro dejaba oír su grito burlón y alegre, que resonaba vibrando en el gran silencio.

Al venir había atravesado un bosque de álamos. No me gustan estos árboles, con sus troncos claros y el follaje que constantemente se agita, y con sus hojitas que se balancean en las ramas, demasiado largas. Pero confieso que al atardecer, en el estío, cuando el álamo emerge de la espesura y chispea a los rayos del poniente, como si cada hoja fuese una pepita de oro, e inunda su tronco la luz púrpura, es un árbol verdaderamente hermoso.

También es precioso el álamo cuando en los días claros un fuerte viento agita sus hojas en todas direcciones y parecen querer salir volando por los campos.

No me detuve, pues, en el bosque de álamos y preferí descansar bajo un abedul, cuyas ramas bajas me resguardasen de la lluvia.

Después de haber admirado durante un largo rato la naturaleza, silbé a mi perro, y como un verdadero cazador no tardé en dormirme. No sé cuánto tiempo dormí. Al despertarme, estaba el bosque lleno de sol y se veía, entre las ramas apartadas por el viento, el cielo azul. Ni una nube. El buen tiempo. Y yo respiraba esa sana frescura del aire que infunde bienestar y anuncia una hermosa noche.

Me levanté para cazar, cuando vi a una campesinita que aguardaba, quieta, cerca de mí. Estaba sentada, la cabeza gacha y con expresión de inquietud. De su mano distraída se deslizaba un grueso ramo de flores silvestres; lentamente las flores caían sobre su falda a cuadros, cada vez que suspiraba. Doble collar de perlas coloreadas recaía sobre una camisa blanca ceñida bajo la garganta y en las muñecas, formaba finos pliegues alrededor de su cintura. Sus cabellos, de un hermoso rubio ceniza, atados con una cinta roja, circundaban su linda cara, de frente muy blanca. Las largas pestañas de sus ojos entrecerrados ponían una sombra sobre sus mejillas, donde se había quedado una lágrima. El arco de sus cejas era fino. Algo gruesa me pareció la nariz, aunque no por eso perdiese armonía el semblante, que revelaba la tristeza ingenua de la niña que aún no sabe sufrir.

Comprendí que esperaba a alguien. Una hoja que cayera, el más ligero ruido en el bosque, la hacían estremecerse y levantar los ojos de gacela, claros y tímidos.

Atendía hacia el lugar de donde venía el rumor, suspiraba y luego su cabeza recaía como agobiada. Distraídamente jugaba con las flores esparcidas en su falda. En ciertos momentos vi sus párpados hinchados y temblarle los labios. Algunas lágrimas rodaron como perlas sobre las flores. Pasó media hora y seguía esperando, atenta siempre a los ruidos. Hubo un ligero crujido de ramas que la sobresaltó. Distintamente se advirtió un ruido cada vez más cercano. Alguien venía con rapidez. Se incorporó, ansiosa, algo confusa, temiendo alguna decepción. Pero bien pronto brilló en su mirada el júbilo. Vi entonces, entre las ramas, a un joven que se adelantaba a grandes pasos.

La niña se sonrojó, sus labios sonrieron, después se puso pálida. Tanta era su turbación, que no pudo levantarse y esperó a que el hombre se detuviese junto a ella. Lo miró de una manera amorosa y tierna, casi suplicante.

Desde mi buen escondite miré al hombre, que no me gustó. Por su traje de uniforme era algún camarero de rico señor. Vestía un gabán color bronce, cerrado hasta el mentón, llevaba una corbata ostentosa y estaba tocado con un casquete de terciopelo guarnecido de oro y encajado hasta las cejas. El cuello de su camisa se recortaba sobre sus mejillas y alcanzaba la altura de sus orejas. Sus mangas, demasiado largas, dejaban pasar las puntas de sus dedos, cortos y colorados, adornados de anillos vulgares. Tenía ese aire impertinente y contento que impone a las mujeres y fastidia a los hombres. Procuraba tomar una expresión desdeñosa y aburrida, y guiñaba sin cesar los ojos, ojos tan pequeños que era preciso buscárselos en la cara. Hacía mohínes, fingía bostezar, se pasaba los dedos entre los cabellos rojizos, feos pero bien peinados, e intentaba en vano retorcer algunos pelos que le crecían sobre el labio superior.

Así se comportó en cuanto vio a la jovencita. Pero desde ese momento caminó con lentitud hacia ella. Y al llegar a su lado se detuvo, se alzó de hombros, metió las manos en los bolsillos y, después de mirar a la pobre niña como por caridad, se sentó al lado suyo con aire de resignación.

Luego, cruzando sus largas piernas y mirando a uno y otro lado, preguntó:

—¿Hace mucho tiempo que me esperas?

—Sí, Víctor Alejandrovich.

Se quitó el casquete, jugó de nuevo con sus cabellos, volvió a cubrirse y, mirando a derecha e izquierda, como persona importante, continuó:

—Se me había olvidado. Además llovía. (Aquí bostezó.) ¡También, tenemos tanto que hacer! No sé cómo dar abasto. El amo se fastidia. Y a propósito: nos vamos mañana.

—¿Tan pronto? —preguntó la pobre niña. Y miró al joven con desolación.

—Sí —repuso con indiferencia. Y notando el dolor de ella—: Sabes que detesto ver llorar. Te lo ruego, Akulina, cálmate. De lo contrario, me voy en el acto.

—No lloraré más —dijo ella enjugándose la cara mojada por el llanto. Y, esforzándose, prosiguió—: Así, pues, mañana partes. ¿Y cuándo volveremos a vernos? ¡Dios sabe cuándo!

—No te preocupes. Volveremos a vernos un día. Si no es el año que viene será más adelante. El joven señor quiere ocupar cargos en San Petersburgo. Tal vez viajemos.

—Usted me olvidará pronto, Víctor Alejandrovich.

—No, ¿por qué habría de olvidarte? Pero debes ser razonable; escucha a tu padre, y no te hagas la tonta. No te olvidaré, no.

Y estirándose, bostezó.

—Acuérdese usted de mí. Víctor Alejandrovich —repitió con súplica—. Acuérdese usted de que lo amé siempre, que me he dado enteramente a usted y que lo quiero sin otra idea que el amor. ¿Escuchar a mi padre? ¿Cómo quiere usted que obedezca?

—Sin embargo, no es tan difícil —replicó Víctor, con voz que parecía salirle del vientre, porque estaba tumbado de espaldas y tenía la cabeza apoyada sobre las manos cruzadas.

—Usted sabe que sí, Víctor Alejandrovich.

Al decir esto. Akulina sollozó. Después de un silencio él prosiguió:

—Tú eres, caramba, una muchacha inteligente. No te comprendo. Dices cosas que no tienen sentido. Te aconsejo para bien tuyo, y me respondes como una campesina. Lo que ocurre es que careces de instrucción. Por eso debes oírme a mí, que soy instruido, cuando te aconsejo.

—Eso me espanta, Víctor Alejandrovich.

—¡Qué locura! No hay motivo de espanto, querida. Pero ¿qué tienes en la falda? ¿Flores?

Ella le tendió un manojo de sus flores:

—Son para usted.

Alejandrovich tomó las flores, las olió, las apretó entre sus gruesos dedos levantando los ojos al cielo con expresión de dignidad.

Akulina, en ese momento, le miró con ojos llenos de conmovedora ternura y devoción.

No se animaba a llorar por miedo de disgustar a este hombre en la ocasión de admirarlo por última vez. Mientras tanto él, echado con la tranquilidad de un dios, se dejaba querer con paciente condescendencia. Observé en su fisonomía la satisfacción del amor propio. Me pareció hasta el último extremo despreciable. Hablaba Akulina desde el fondo de su corazón.

A él se le cayeron las flores. Buscó en el bolsillo de su gabán un monóculo y probó, sin conseguirlo, y haciendo visajes, acomodarle a su ojo derecho.

—¿Qué es eso? —preguntó Akulina sorprendida.

—Un monóculo.

—¿Para qué sirve?

—Para ver mejor.

—Préstemelo usted, a ver si veo.

Al joven le pareció contrariar este deseo. Pero le dio el monóculo:

—Cuidado con romperlo.

—No soy tan torpe.

Probó a mirar, e ingenuamente:

—No veo nada.

—Pues cierra el ojo.

Ella cerró el ojo con el cual quería mirar. Alejandrovich, bruscamente, antes de que pudiese ensayar de nuevo, le quitó el monóculo

—¡Ese ojo no, el otro! ¡Tonta!

Akulina se sonrojó, una sonrisa vagó en sus labios. Y volviendo algo la cabeza:

—Estas cosas no son para nosotros.

—De veras.

Y limpiando el monóculo volvió a guardarlo.

Ella suspiró:

—¡Qué tristeza cuando usted ya no esté aquí!

—Sí, al principio.

Y con aire protector le dio algunas palmaditas en la espalda. Ella le tomó la mano y se la besó. Víctor continuó:

—Al principio, es verdad, sufrirás mucho, porque eres una buena chica, pero ¿qué puedo hacer? Considera que mi señor y yo no podemos quedarnos siempre aquí. Viene el invierno y tú sabes cómo se pone entonces triste la campaña. Otra cosa es en San Petersburgo. No puedes imaginarte, ni en sueños, las maravillas que allí nos aguardan. Una sociedad escogida, la instrucción, el mundo, las calles, los palacios suntuosos.

La joven escuchaba anhelante, entreabierta la boca, como le ocurre a un niño a quien leen un cuento de hadas.

—Pero ¿a qué hablarte de todo esto, puesto que no puedes comprenderme?

— ¡Oh, sí!, lo comprendo a usted, Víctor Alejandrovich.

—¡Ja, ja, miren eso!

Akulina se puso seria. Y bajando la vista:

—Antes usted era más cariñoso y no me hablaba con tanta dureza.

Repitió él aquella palabra “antes”, con un gesto de mal humor. Ambos callaron, hasta que él, apoyándose en el codo, declaró:

—Ahora debo irme.

—¡Todavía no! —le rogó Akulina—. Quédese un rato más.

—¿Para qué?

—¡Un momento más!

Volvió él a tenderse en el suelo y se puso a silbar. Akulina no dejaba de contemplarlo; su seno se agitaba, le temblaron los labios, sus mejillas se colorearon y palidecieron en seguida. De pronto le salió un grito:

— Víctor Alejandrovich! ¡Usted hace mal! Ante Dios lo digo, ¡usted hace mal!

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó él.

—¡Ah, sí! ¡Está mal! Usted no me dice ni siquiera una palabra amistosa antes de abandonarme durante mucho tiempo, de abandonarme a mi triste suerte. ¡A mí, pobrecita!

—¿Y qué debo decirte?

—Lo sabe usted mejor que yo, pero usted no quiere decirlo. Yo no merezco que me traten así.

—Eres una muchacha rara.

—Ni siquiera una palabra…

—¡En fin, estás divagando!

Se levantó impaciente. Ella lo retuvo, tomándole por las manos y a punto de llorar.

—No estoy enojado. Pero te repito que nada puedo hacer. No pretenderás que me case contigo. ¿Qué quieres, pues?

Y se inclinó hacia ella para escuchar su respuesta.

—No pido nada. Pero usted hubiera podido despedirse de otro modo y decirme alguna palabra afable…

No pudo continuar, balbuceaba; tendió sus manos temblando y vencida por la emoción rompió en sollozos. Muy tranquilo, el hermoso Víctor murmuró

—¡Bueno, ya empezamos!

Akulina seguía llorando.

—No, nada quiero. Pero ¿qué vendré a ser en casa de mis padres? Me despreciarán y me obligarán a casarme con un hombre a quien yo no querré.

—Sigue, sigue, no te canses —dijo él en tono de burla.

Ni siquiera me dice una palabra buena. Nada, nada. Si me dijera al menos: Akulina, ya…

La pobre criatura, dominada por la pena, cayó hacia adelante, mientras los sollozos convulsivos la sacudían por completo. Se abandonó a la desesperación.

Alejandrovich la miró durante algunos momentos, después se alzó de hombros y se fue a grandes zancadas.

Aliviada algo, Akulina se levantó. Al verse sola se puso en pie y vio a Víctor que huía. Quiso correr tras él, pero sus piernas flaquearon y cayó de rodillas juntando las manos.

Fue más poderosa que mi voluntad la simpatía que me inspiraba esta pobre niña. Salí de mi escondite para prestarle ayuda. Pero apenas me vio le volvieron las fuerzas. Lanzó un grito y escapó entre los árboles.

Cuando hubo desaparecido fui a recoger las flores caídas de su falda y seguí el camino a la llanura. El sol se ponía, su claridad iba cediendo. Pronto el crepúsculo tendería sus velos a mi alrededor. Soplaba un ligero viento que hacía zumbar los barbechos agostados y arrastraba las hojas secas que cubrían el camino y la orilla del bosque. Los grandes árboles gemían dulcemente. Al extremo de las ramas, en los setos y sobre las más finas ramas deshojadas se tendían esos blancos hilos de tela de araña que en el otoño vuelan y relucen como luciérnagas.

Me invadió una gran tristeza, y me detuve. La vegetación estaba húmeda, fresca. Pero aquella última sonrisa de la naturaleza me hacía presentir los horrores próximos del invierno. Un cuervo voló por encima de mi cabeza, muy alto. Entró en el bosque con graznidos lúgubres y repetidos. Oí el rumor de un carro que rodaba vacío hacia una barraca solitaria.

Llegué, por fin, a mi casa y descansé con placer. Pero veía los grandes ojos tristes de Akulina. Su recuerdo no se ha borrado de mi espíritu como se han secado sus flores, que conservaré siempre.

FIN


Relatos de un cazador, 1852


Más Cuentos de Iván Turguéniev