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La ciudad personal

[Cuento - Texto completo.]

Dino Buzzati

Les envío noticias de esta ciudad que ninguno de ustedes conoce, aunque nunca son suficientes. Seguramente cada uno de ustedes conozca o frecuente otras ciudades distintas de la suya. Sin embargo, nadie más que yo podrá vivir jamás en esta de la que hablo. De ahí precisamente el único pero indiscutible interés de la información que yo les transmito: para que esta ciudad exista y poder dar noticias exactas de ella, solo estoy yo. Y nadie podrá decir honestamente: ¿a mí qué me importa? Porque basta que algo exista, por muy pequeño que sea, para que el mundo se vea obligado a tenerlo en cuenta. Imagínense una ciudad entera, grande, enorme, con barrios viejos y nuevos, laberintos interminables de calles, monumentos y ruinas que se pierden en la noche de los tiempos, catedrales con filigranas, parques (al atardecer las montañas que la rodean extienden sus sombras sobre las plazas donde juegan los niños), una ciudad donde cada piedra, cada ventana, cada tienda significan un recuerdo, un sentimiento, un momento decisivo de toda una vida…

Todo consiste, se entiende, en la forma de describirlas. Porque ciudades como la mía hay miles, cientos de miles en el mundo; y a menudo, debo admitirlo, en estos centros urbanos vive una sola persona, como en mi caso. Pero en general es como si estas ciudades no existieran. ¿Cuántos saben darnos noticias satisfactorias sobre ellas? Pocos. La mayoría no sospechan siquiera la importancia de comunicarlas, o bien mandan largas cartas llenas de adjetivos, pero, por lo general, cuando acabamos de leerlas, sabemos de ellas lo mismo que antes.

Yo en cambio sí sé hacerlo. Espero que sabrán perdonarme si esta aserción les llega a parecer una jactancia un poco ridícula. Es cierto que son pocas veces, poquísimas, pero de vez en cuando consigo, con grandes esfuerzos, lo confieso, transmitir una idea, aunque sea vaga e incierta, de la ciudad en la que me ha tocado en suerte vivir. De vez en cuando, entre los numerosos mensajes que envío y que ni siquiera son leídos hasta el final, hay alguno que surte efecto. Prueba de ello es que, a veces, movidos por la curiosidad, llegan a las puertas de la ciudad pequeños grupos de turistas que vienen a pedirme que les haga de guía y les dé todas las explicaciones pertinentes.

Pero ¡qué pocas veces se les contenta realmente! Ellos hablan en un idioma y yo en otro. Acabamos entendiéndonos a través de gestos y sonrisas. Además, yo no puedo conducirlos de ningún modo a los barrios más céntricos e interesantes de la ciudad. Ni siquiera yo mismo tengo el valor de explorar esos meandros llenos de palacios, casas y tugurios, donde no se sabe si los que se alojan son ángeles o demonios.

Ésa es la razón de que por lo general lleve a estos amables visitantes a ver lugares más clásicos, el ayuntamiento, la catedral, el Museo Croppi (se llama así), etcétera, que, a decir verdad, no tienen nada de especial. De ahí su desilusión..

 

 

En estos voluntariosos grupos no falta casi nunca un burócrata, un hombre de orden, superintendente, inspector, ecónomo, comisario, o, como mínimo, vicecomisario. El cual no deja nunca de preguntarme, por ejemplo:

—Señor, ¿podría darme alguna noticia acerca de la red de alcantarillado?

—¿Por qué? —pregunto embarazado—. ¿Se nota algún mal olor?

—No, en absoluto. Es solo porque este tipo de temas me interesan.

Y yo:

—Comprendo. Sin embargo, temo no poder satisfacerle. Supongo que existe un sistema de alcantarillado, pero nunca me he preocupado de estudiarlo.

El señor vicecomisario mueve gravemente la cabeza:

—Mal, muy mal —murmura con superioridad—, habría que profundizar en estas cosas… Y dígame: ¿el suministro del gas a cuánto asciende per cápita anualmente?

—No existe ningún suministro —contesto yo a tontas y a locas desacreditándome definitivamente a sus ojos.

—¿Cómo es eso?

—No existe ningún suministro, no hay gas. Aquí no se utiliza.

—¡Ah! —comenta él, gélido, y renuncia a hacer otras preguntas.

También está la señora intelectual, ya entrada en años y ansiosa de hacer alarde de su erudición histórica.

—Perdone, ¿pero la fundación de esta ciudad se remonta a la época del Bajo Imperio?… Interesante ese juego de pilastras… son exactamente iguales que las de los propileos de Trebisonda… Usted lo sabía ¿verdad?

—Bueno… yo… a decir verdad…

De pronto ella vuelve la mirada a un viejo muro con trazas de arcos ya cegados.

—¡Ah! —exclama—. ¡Delicioso! Realmente interesante. Es muy raro encontrar de una forma tan evidente la influencia de los suevos sobre un fondo tan netamente carolingio. Y dígame, señor: ¿a qué año exactamente se remonta este singular monumento?

—Que yo sepa —respondo yo vacilando en mi ignorancia— es un muro antiguo. Existía desde los tiempos de mi abuelo, eso seguro, pero no sabría decirle con exactitud…

Finalmente está la chica sedienta de nuevas experiencias, quizá la más peligrosa de todos. Mira a su alrededor y enseguida divisa las cosas más embarazosas.

—Y esa calle tan pintoresca —pregunta señalando una siniestra hendidura entre casas altísimas, negras de inmundicias, donde anidan sin duda los crímenes más odiosos— ¿dónde conduce? Por favor, señor, lléveme allí, quisiera hacer unas fotos.

Pero yo no puedo llevarla. En el amenazante callejón que desciende con escabrosas escalinatas hacia el río, ni siquiera yo mismo me he adentrado nunca y pienso que nunca lo haré. ¿Por miedo? preguntarán ustedes. Tal vez.

Mientras tanto, me doy cuenta de que el sol, que hasta hace un momento resplandecía tanto que uno casi se asfixiaba de calor, ha desaparecido detrás de las salvajes crestas que, a escasa distancia, dominan la ciudad. Cae la noche, señores míos, con todo lo que de ello se deriva, y séquitos de sombras se alzan del río, donde ya algunas farolas se balancean al viento. Falta poco para que anochezca..

 

 

En ese momento los turistas son presa de una oscura agitación. Miran furtivamente el reloj, confabulan entre ellos: es evidente que tienen prisa por irse. Mi ciudad, por desgracia, no es precisamente alegre cuando descienden las sombras. Y los extraños se sienten a disgusto. Yo mismo pierdo también mi gran seguridad, yo también siento la oscuridad cernirse desde la maraña de los viejos barrios trayendo con ella un amargo peso; yo también desearía irme.

—Es tarde, tenemos que irnos, qué pena —dicen los turistas—. Gracias por todo. Ha sido realmente interesante. —No ven la hora de largarse.

—Perdonen, ¿no podrían llevarme con ustedes?

El vicecomisario finge contar el número de plazas en los vehículos, después, con expresión afligida, dice:

—Lo siento muchísimo, pero, por desgracia, no queda ni un solo sitio en los coches, ya vamos como sardinas en lata. Oh, de verdad que lo siento.

—Esperen un momento, amigos —digo yo, temiendo quedarme solo—. No es fácil, créanme, pasar una noche entera (y qué largas resultan esas noches) sin la menor compañía en medio de una gran ciudad, aunque sea la ciudad de uno mismo, construida con la propia carne y alma, alma y carne.

Oh, esperen, no tengan prisa, de noche aquí las calles son más seguras y el aire es fresco, lleno de aromas. Todavía no les ha dado tiempo a ver nada, tengan paciencia, queridos amigos. Para apreciar debidamente este lugar, para verlo en su máximo esplendor, conviene asistir al crepúsculo. En el crepúsculo, señores, la reverberación de la nube de turno, iluminada tenazmente por el sol, se expande sobre los tejados, las terrazas, las cúpulas, los lucernarios, las agujas de las antiguas basílicas (donde fueron coronados los césares), las cristaleras de las gigantescas fábricas, sobre los pulvinarios, sobre las copas de los robles que dieron sombra a los sueños de Clorinda. En ese momento, humos y remotas voces se elevan desde lo más profundo de las encrucijadas y el sordo estruendo de las maquinarias (mientras la inmóvil luz de la luna hace que el patio de la cárcel parezca un cuento de hadas) forma un coro inmenso y armonioso que se confunde con nuestros sueños, con nuestras esperanzas. ¡Oh, esperen un poco más!

Pero, para ser sincero, lo que acabo de decir es completamente falso: cuando la noche cae, no es nada recomendable encontrarse solo en medio de estas espantosas casas de vecindad. Cuando, pese a la vivida luz de las farolas, oscurece, salen por las puertas gentes con las que es mejor no toparse: personajes lejanos, amigos queridos con los que uno vivía desde el amanecer hasta la puesta de sol y de los que conocía los más mínimos pensamientos, chiquillas apenas púberes que acudían radiantes a reunirse con nosotros. ¿Pero qué tienen? ¿Por qué no saludan? ¿Por qué no me echan los brazos al cuello? ¿Por qué pasan a mi lado con una imperceptible sonrisa? ¿Están ofendidas? ¿Por qué? ¿Han olvidado todo?

No. Simplemente son los años. Simplemente ya no son los mismos. Con el tiempo —¡oh cuánto!— también ellos, sin sospecharlo, se han transformado incluso en lo más profundo de sus entrañas, en lo más recóndito de los lóbulos de su cerebro. Desde entonces solo ha quedado de ellos un simulacro, su nombre y su apellido, eso es todo. Pasan a mi lado silenciosos como fantasmas. “Hola, Antonio, hola, Rita, hola, Guidobaldo, ¿cómo estáis?”, les digo. No oyen, ni siquiera vuelven la cara, y el sonido de sus pasos se aleja.

 

 

—Un momento más, se lo ruego, amigos, egregios señores, ilustrísimos, excelencias… ¿Por qué se van tan rápido? Todavía no han visto nada. Dentro de poco se encenderán las luces y las calles se asemejarán a ciertas páginas de novelas cuyo título no recuerdo. Todos los días, a las nueve en punto de la noche, en los jardines del Almirantazgo canta un ruiseñor. Mujeres pálidas y bellísimas vendrán a acodarse en las barandillas del río mientras esperan: probablemente a ustedes. En el palacio del siglo XVII, a la luz de los candelabros, el príncipe dará una fiesta en su honor, ¿no oyen las primeras notas de los violines?

Pero no es verdad. En la inmensa ciudad que ninguno de ustedes conoce ni jamás conocerá, en la ciudad hecha de mi misma vida (jardines palacios adioses gasolineras hospitales primaveras cuarteles pórticos Navidades estaciones de tren estatuas amores), ¡Dios mío, qué solo estoy! Unos pasos resuenan misteriosos de una casa a otra repitiendo: ¿Qué haces? ¿Qué quieres? ¿No te das cuenta de que todo es inútil?

Se han ido. Los resplandores de los faros han desaparecido en la noche en dirección al desierto. ¿Ya no hay nadie? Pobre de mí, las únicas apariencias humanas que se pasean —me imagino que lo habrán comprobado— no son más que fantasmas y, allí abajo, en los meandros de los barrios bajos, se acumulan montañas de espantosas tinieblas. En lo alto de alguna torre, un reloj da las once de la noche.

No, gracias a Dios no estoy completamente solo. Hay una criatura que me busca. Una criatura de carne y hueso. Desde el fondo de la avenida 18 de Mayo, bajo los rayos verduscos de los faroles, troc troc, avanza hacia mí.

Un perro. Tiene el pelo largo. Es negro. Su aspecto es dócil y preocupado. Se parece extrañamente a Espartaco, el perro de aguas que yo tenía hace quince años. La misma silueta, los mismos andares, la misma expresión resignada.

¿Que se parece? ¡Y tanto que se parece! ¡Es él, Espartaco! Símbolo viviente de una época que ahora me parece feliz.

Viene a mi encuentro, me observa con esa profunda y pesada mirada que tienen los perros, llena de angustia y de reproches. Dentro de poco, me apuesto lo que sea, me saltará encima con gemidos de alegría.

Sin embargo, cuando está a solo dos metros de mí y extiendo la mano para acariciarlo, él se escabulle, ajeno, y se aleja.

—¡Espartaco! —grito—. ¡Espartaco!

Pero el perro no responde, no se detiene, ni siquiera vuelve la cabeza.

Lo veo empequeñecerse, ovejita negra, detrás y fuera de los sucesivos halos de las farolas.

—¡Espartaco! —vuelvo a llamar.

Nada. Troc troc. Ahora ya no se le ve.

*FIN*


“La città personale”,
Sessanta racconti, 1958


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