Casa digital del escritor Luis López Nieves


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La cuestión palpitante


Emilia Pardo Bazán

– I –
Hablemos del escándalo

Es cosa de todos sabida que, en el año de 1882, naturalismo y realismo son a la literatura lo que a la política el partido formado por el Duque de la Torre: se ofrecen como última novedad, y, por añadidura, novedad escandalosa. Hasta los oídos del más profano en letras comienzan a familiarizarse con los dos ismos.

Dada la olímpica indiferencia con que suele el público mirar las cuestiones literarias, algo desusado y anormal habrá en ésta cuando así logra irritar la curiosidad de unos, vencer la apatía de otros, y que todo el mundo se imagine llamado a opinar de ella y resolverla.

Este movimiento no sería malo, al contrario, si naciese de aquel ardiente amor al arte que dicen inflamaba a los ciudadanos de las repúblicas griegas; pero aquí reconoce distinto origen, y desatiende la cuestión literaria para atender a otras diferentes aunque afines. Muy análogo es lo que ocurre ahora con el naturalismo y el realismo a lo que sucedió con los dramas del Sr. Echegaray. Si teníamos o no un grande y verdadero poeta dramático; si sus ficciones eran bellas; si procedía de nuestra escuela romántica o había que considerar en él un atrevido novador, de todo esto se le importó algo a media docena de literatos y críticos; lo que es al público le tuvo sin cuidado; discutió, principalmente, si Echegaray era moral o inmoral, si las señoritas podían o no asistir a la representación de Mar sin orillas, y si el autor figuraba en las filas democráticas y había hablado in illo tempore de cierta trenza… El resultado fue el que tenía que ser: extraviarse lastimosamente la opinión, por tal manera, que harán falta bastantes años y la lenta acción de juiciosa crítica para que se descubra el verdadero rostro literario de Echegaray, y en vez del dramaturgo subversivo y demoledor, se vea al reaccionario que retrocede, no sólo al romanticismo, sino al teatro antiguo de Calderón y Lope.

Otro tanto acaecerá con el naturalismo y el realismo: a fuerza de encarecer su grosería, de asustarse de su licencia, de juzgarlo por dos o tres páginas, o si se quiere por dos o tres libros, el público se quedará en ayunas, sin conocer el carácter de estas manifestaciones literarias, después de tanto como se habla de ellas a troche y moche.

Fácil es probar la verdad de cuanto indico. ¿Qué lector de periódicos habrá que no tropiece con artículos rebosando indignación, donde se pone a naturalistas y realistas como hoja de perejil, anatematizándolos en nombre de las potestades del cielo y de la tierra? Y esto no sólo en los diarios conservadores y graves, sino en el papel más radical y ensalzao, que diría un personaje de Pereda. Publicaciones hay que después de burlarse, tal vez, de los dogmas de la Iglesia, y de atacar sañudamente a clases e instituciones, se revuelven muy enojadas contra el naturalismo, que en su entender tiene la culpa de todos los males que afligen a la sociedad. Aquí que no peco, dicen para su sayo. Hubo un tiempo en que la acusación de desmoralizarnos pesó sobre la lotería y los toros: el naturalismo va a heredar los crímenes de estas dos diversiones genuinamente nacionales.

En confirmación de mi aserto aduciré un hecho. El Sr. Moret y Prendergast asistió este verano a los Juegos florales de Pontevedra, haciendo gran propaganda democrático-monárquica: pero también lució su elocuencia en la velada literaria, donde, dejando a un lado las lides del Parlamento y las tempestades de la política, lanzó un indignado apóstrofe a Zola y felicitó a los poetas y literatos gallegos que concurrieron al certamen, por no haber seguido las huellas del autor de los Rougon Macquart.

Francamente, confieso que si me hubiese pasado toda la mañana en querer adivinar lo que diría por la noche el Sr. Moret, así se me pudo ocurrir que la tomase con Zola, como con Juliano el Apóstata o el moro Muza. Cualquiera de estos dos personajes hace en nuestra poesía tantos estragos como el pontífice del naturalismo francés: a poeta alguno, que yo sepa, se le pasa por las mientes imitarlo, ni en Pontevedra, ni en otra ciudad de España. Si el Sr. Moret recomendase a los poetas originalidad e independencia respecto de Bécquer, de Espronceda, de Campoamor o Núñez de Arce…, entonces no digo… Lo que es Zola bien inocente está de los delitos poéticos que se cometen en nuestra patria. Y en la prosa misma nos dañan bastante más, hoy por hoy, otros modelos.

El proceder del Sr. Moret me recuerda el caso de aquel padre predicador que en un pueblo se desataba condenando las peinetas, los descotes bajos y otras modas nuevas y peregrinas de Francia, que nadie conocía ni usaba entre las mujeres que componían su auditorio. Oíanle éstas y se daban al codo murmurando bajito: «¡Hola, se usan descotes! ¡Hola, conque se llevan peinetas!».

El lado cómico que para mí presenta el apóstrofe del Sr. Moret, es dar señal indudable de la confusión de géneros que hoy reina en la oratoria. Poca gente asiste a los sermones en la iglesia; pero, en cambio, casi no hay apertura de Sociedad, discurso de Academia, ni arenga política que no tienda a moralizar a los oyentes. Al Sr. Moret le sirvió Zola para mezclar en su discurso lo grave con lo ameno, lo útil con lo dulce; sólo que erró en el ejemplo.

Si entre los hombres políticos no está en olor de santidad el naturalismo, tampoco entre los literatos de España goza de la mejor reputación. Pueden atestiguarlo las frases pronunciadas por mi inspirado amigo el señor Balaguer al resumir los debates de la sección de literatura del Ateneo. Un insigne novelista, de los que más prefiere y ama el público español, me declaraba últimamente no haber leído a Zola, Daudet ni ninguno de los escritores naturalistas franceses, si bien le llegaba su mal olor. Pues bien: con todo el respeto que se merece el elegante narrador y cuantos piensen como él reuniendo iguales méritos, protesto y digo que no es lícito juzgar y condenar de oídas y de prisa, y sentenciar a la hoguera encendida por el ama de Don Quijote a una época literaria, a una generación entera de escritores dotados de cualidades muy diversas, y que si pueden convenir en dos o tres principios fundamentales, y ser, digámoslo así, frutos de un mismo otoño, se diferencian entre sí como la uva de la manzana y ésta de la granada y del níspero. ¿No fuera mejor, antes de quemar el ya ingente montón de libros naturalistas, proceder a un donoso escrutinio como aquel de marras?

Ni es sólo en España donde la literatura naturalista y realista está fuera de la ley. Citaré para demostrarlo un detalle que me concierne; y perdone el lector si saco a colación mi nombre, di necessitá, como dijo el divino poeta. En la Revue Britannique del 8 de Agosto de 1882 vio la luz un artículo titulado Littérature Espagnole Critique. Un diplomate romancier: Juan Valera. (Largo es el título; pero responda de ello su autor, que firma Desconocid). Ahora pues, este Mr. Desconocid, tras de hablar un buen rato de las novelas del Sr. Valera, va y se enfada y dice: «J’apprends qu’une femme, dans Un voyage de fiancés (Viaje de novios), essaye d’acclimater en Espagne le roman naturaliste. Le naturalisme consiste probablement en ce que […]». No reproduzco el resto del párrafo, porque el censor idealista añade a renglón seguido cosas nada ideales; paso por alto lo de traducir viaje de novios «Voyage de fiancés», como si fuesen los futuros y no los esposos quienes viajan juntos mano a mano -cosa no vista hasta la fecha- porque también traduce «Pasarse de listo» por «Trop d’imagination»); y voy solamente a la ira y desdén que el crítico traspirenaico manifiesta cuando averigua que existe en España une femme que osa tratar de aclimatar la novela naturalista! Parece al pronto que todo crítico formal, al tener noticia del atentado, desearía procurarse el cuerpo del delito para ver con sus propios ojos hasta dónde llega la iniquidad del autor; y si esto hiciese Mr. Desconocid, lograría dos ventajas: primera, convencerse de que casi estoy tan inocente de la tentativa de aclimatación consabida, como Zola de la perversión de nuestros poetas; segunda, evitar la garrafalada de traducir viaje de novios por «Voyage de fiancés», y todas las ingeniosas frases que le inspiró esta versión libérrima. Pero Mr. Desconocid echó por el atajo, diciendo lo que quiso sin molestarse en leer la obra, sistema cómodo y por muchos empleado.

He de confesar que, viéndome acusada nada menos que en dos lenguas (la Revue Britannique se publica, si no me engaño, en París y Londres simultáneamente) de los susodichos ensayos de aclimatación, creció mi deseo de escribir algo acerca de la palpitante cuestión literaria: naturalismo y realismo. Cualquiera que sea el fallo que las generaciones presentes y futuras pronuncien acerca de las nuevas formas del arte, su estudio solicita la mente con el poderoso atractivo de lo que vive, de lo que alienta; de lo actual, en suma. Podrá la hora que corre ser o no ser la más bella del día; podrá no brindarnos calor solar ni amorosa luz de luna; pero al fin es la hora en que vivimos.

Aún suponiendo que naturalismo y realismo fuesen un error literario, un síntoma de decadencia, como el culteranismo, v. gr., todavía su conocimiento, su análisis, importaría grandemente a la literatura. ¿No investiga con afán el teólogo la historia de las herejías? ¿No se complace el médico en diagnosticar una enfermedad extraña? Para el botánico hay sin duda algunas plantas lindas y útiles y otras feas y nocivas, pero todas forman parte del plan divino y tienen su belleza peculiar en cuanto dan elocuente testimonio de la fuerza creadora. Al literato no le es lícito escandalizarse nimiamente de un género nuevo, porque los períodos literarios nacen unos de otros, se suceden con orden, y se encadenan con precisión en cierto modo matemática: no basta el capricho de un escritor, ni de muchos, para innovar formas artísticas; han de venir preparadas, han de deducirse de las anteriores. Razón por la cual es pueril imputar al arte la perversión de las costumbres, cuando con mayor motivo pueden achacarse a la sociedad los extravíos del arte.

Todas estas consideraciones, y la convicción de que el asunto es nuevo en España, me inducen a emborronar una serie de artículos donde procure tratarlo y esclarecerlo lo mejor que sepa, en estilo mondo y llano, sin enfadosas citas de autoridades ni filosofías hondas. Quizás esta misma ligereza de mi trabajo lo haga soportable al público: el corcho sobrenada, mientras se sumerge el bronce. Si no salgo airosa de mi empresa, otro lo cantará con mejor plectro.

Obedece al mismo propósito de vulgarización literaria la inserción de estos someros estudios en un periódico diario. Si a tanto honor los hiciese acreedores la aprobación del lector discreto, no faltará un in 8.º donde empapelarlos; entretanto, corran y dilátense llevados por las alas potentes y veloces de la prensa, de la cual todo el mundo murmura, y a la cual todo el mundo se acoge cuando le importa… Y aquí me ocurre una aclaración. El pasado año se discutió en el Ateneo el tema de estos artículos, a saber: el naturalismo. La costumbre -con otra causa más poderosa no atino ahora, tal vez por la premura con que escribo- veda a las damas la asistencia a aquel centro intelectual; de suerte que, aun cuando me hallase en la corte de las Españas, no podría apreciar si se ventiló en él con equidad y profundidad la cuestión. Así es que al asegurar que el asunto es nuevo, aludo en particular a los dominios de la palabra escrita, donde definitivamente se resuelven los problemas literarios.

Sentado todo lo anterior, hablemos del escándalo. Cada profesión tiene su heroísmo propio: el anatómico es valiente cuando diseca un cadáver y se expone a picarse con el bisturí y quedar inficionado del carbunclo, o cosa parecida; el aeronauta, cuando corta las cuerdas del globo; el escritor ha menester resolución para contrarrestar poco o mucho la opinión general; así es que probablemente, al emprender este trabajo, añado algunos renglones honrosos a mi modesta hoja de servicios.

Tal vez alguien vuelva a hablar de aclimataciones y otras niñerías, afirmando que quise abogar por una literatura inmunda, vitanda y reprobable. A bien que la verdad se hace lugar tarde o temprano, y el que desapasionada y pacientemente lea lo que sigue, no verá panegíricos ni alegatos, sino la apreciación imparcial de la fase literaria más reciente y característica. Y, por otra parte, como las ideas se difunden hoy con tal rapidez, es posible que en breve lo que ahora parece novedad sea conocido hasta de los estudiantes de primer año de retórica. Para entonces tendrá el naturalismo en España panegiristas y sectarios verdaderos, y a los meros expositores nos reintegrarán en nuestro puesto neutral.

– II –
Entramos en materia

Empezaré diciendo lo que en mi opinión debe entenderse por naturalismo y realismo, y si son una misma cosa o cosas distintas.

Por supuesto que el Diccionario de la Lengua castellana (que tiene el don de omitir las palabras más usuales y corrientes del lenguaje intelectual, y traer en cambio otras como of, chincate, songuita, etc., que sólo habiendo nacido hace seis siglos, o en Filipinas, o en Cuba, tendríamos ocasión de emplear), carece de los vocablos naturalismo y realismo. Lo cual no me sorprendería si éstos fuesen nuevos; pero no lo son, aunque lo es, en cierto modo, su acepción literaria presente. En filosofía, ambos términos se emplean desde tiempo inmemorial: ¿quién no ha oído decir el naturalismo de Lucrecio, el realismo de Aristóteles? En cuanto al sentido más reciente de la palabra naturalismo, Zola declara que ya se lo da Montaigne, escritor moralista que murió a fines del siglo XVI.

Entre las cien mil voces añadidas al Diccionario por una Sociedad de Literatos (París, Garnier, 1882), encuéntrase la palabra naturalismo, pero únicamente en su acepción filosófica: ni por asociarse se acuerdan más de la literatura los literatos susodichos. Así es que para fijar el sentido de las voces naturalismo y realismo, acudiremos al de natural y real. Según el Diccionario, natural es «lo que pertenece a la naturaleza»; real «lo que tiene existencia verdadera y efectiva».

Y es muy cierto que el naturalismo riguroso, en literatura y en filosofía, lo refiere todo a la naturaleza: para él no hay más causa de los actos humanos que la acción de las fuerzas naturales del organismo y el medio ambiente. Su fondo es determinista, como veremos.

Por determinismo entendían los escolásticos el sistema de los que aseguraban que Dios movía o inclinaba irresistiblemente la voluntad del hombre a aquella parte que convenía a sus designios. Hoy determinismo significa la misma dependencia de la voluntad, sólo que quien la inclina y subyuga no es Dios, sino la materia y sus fuerzas y energías. De un fatalismo providencialista, hemos pasado a otro materialista. Y pido perdón al lector si voy a detenerme algo en el asunto; poquísimas veces ocurrirá que aquí se hable de filosofía, y nunca profundizaremos tanto que se nos levante jaqueca; pero dos o tres nocioncillas son indispensables para entender en qué consiste la diferencia del naturalismo y el realismo.

Filósofos y teólogos discurrieron, en todo tiempo, sobre la difícil cuestión de la libertad humana. ¿Nuestra voluntad es libre? ¿Podemos obrar como debemos? Es más: ¿podemos querer obrar como debemos? La antigüedad pagana se inclinó generalmente a la solución fatalista. Sus dramas nos ofrecen el reflejo de esta creencia: los Atridas, al cometer crímenes espantosos, obedecen a los dioses; penetrado de una idea fatalista, el filósofo estoico Epicteto decía a Dios: «llévame adonde te plazca»; y el historiador Veleyo Patérculo escribía que Catón «no hizo el bien por dar ejemplo, sino porque le era imposible, dentro de su condición, obrar de otro modo». Más adelante, la teología cristiana, a su vez, discutió el tema del albedrío, en el cual se encerraba el gravísimo problema del destino final del hombre; porque, según acertadamente observaba San Clemente de Alejandría ni elogios, ni honores, ni suplicios tendrían justo fundamento, si el alma no gozase de libertad al desear y al abstenerse, y si el vicio fuese involuntario. El mérito singular de la teología católica consiste en romper las cadenas del antiguo fatalismo, sin negar la parte importantísima que toma en nuestros actos la necesidad. En efecto, reconociendo el libre arbitrio absoluto, como lo hacía el hereje Pelagio resultaba que el hombre podría, entregado a sus fuerzas solas y sin ayuda de la gracia, salvarse y ser perfecto, mientras que, anulando la libertad, como el otro heresiarca Lutero, el ente más malvado e inicuo sería también perfecto e impecable, puesto que no estaba en su mano proceder de distinto modo.

Supo la teología mantenerse a igual distancia de ambos extremos; y San Agustín acertó a realizar la conciliación del albedrío y la gracia, con aquella profundidad y tino propios de su entendimiento de águila. Para esta conciliación hay un dogma católico que alumbra el problema con clara luz: el del pecado original. Sólo la caída de una naturaleza originariamente pura y libre puede dar la clave de esta mezcla de nobles aspiraciones y bajos instintos, de necesidades intelectuales y apetitos sensuales, de este combate que todos los moralistas, todos los psicólogos, todos los artistas se han complacido en sorprender, analizar y retratar.

Tiene la explicación agustiniana la ventaja inapreciable de estar de acuerdo con lo que nos enseñan la experiencia y sentido íntimo. Todos sabemos que cuando en el pleno goce de nuestras facultades nos resolvemos a una acción, aceptamos su responsabilidad: es más: aun bajo el influjo de pasiones fuertes, ira, celos, amor, la voluntad puede acudir en nuestro auxilio; ¡quién habrá que, haciéndose violencia, no la haya llamado a veces, y -si merece el nombre de racional- no la haya visto obedecer al llamamiento! Pero tampoco ignora nadie que no siempre sucede así, y que hay ocasiones en que, como dice San Agustín, «por la resistencia habitual de la carne… el hombre ve lo que debe hacer, y lo desea sin poder cumplirlo». Si en principio se admite la libertad, hay que suponerla relativa, e incesantemente contrastada y limitada por todos los obstáculos que en el mundo encuentra. Jamás negó la sabia teología católica semejantes obstáculos, ni desconoció la mutua influencia del cuerpo y del alma, ni consideró al hombre espíritu puro, ajeno y superior a su carne mortal; y los psicólogos y los artistas aprendieron de la teología aquella sutil y honda distinción entre el sentir y el consentir, que da asunto a tanto dramático conflicto inmortalizado por el arte.

¡Qué horizontes tan vastos abre a la literatura esta concepción mixta de la voluntad humana!

Cualquiera pensará que nos hemos ido a mil leguas de Zola y del naturalismo; pues no es así; ya estamos de vuelta. El fatalismo vulgar, el determinismo providencialista de Epicteto y Lutero, los trasladó Zola a la región literaria, vistiéndoles ropaje científico moderno.

Mostraremos cómo.

Si al hablar de la teoría naturalista la personifico en Zola, no es porque sea el único a practicarla, sino porque la ha formulado clara y explícitamente en siete tomos de estudios crítico-literarios, sobre todo en el que lleva por título La Novela Experimental. Declara allí que el método del novelista moderno ha de ser el mismo que prescribe Claudio Bernard al médico en su Introducción al Estudio de la Medicina Experimental; y afirma que en todo y por todo se refiere a las doctrinas del gran fisiólogo, limitándose a escribir novelista donde él puso médico. Fundado en estos cimientos, dice que así en los seres orgánicos como en los inorgánicos hay un determinismo absoluto en las condiciones de existencia de los fenómenos. «La ciencia, añade, prueba que las condiciones de existencia de todo fenómeno son las mismas en los cuerpos vivos que en los inertes, por donde la fisiología adquiere igual certidumbre que la química y la física. Pero hay más todavía: cuando se demuestre que el cuerpo del hombre es una máquina, cuyas piezas, andando el tiempo, monte y desmonte el experimentador a su arbitrio, será forzoso pasar a sus actos pasionales e intelectuales, y entonces penetraremos en los dominios que hasta hoy señorearon la poesía y las letras. Tenemos química y física experimentales; en pos viene la fisiología, y después la novela experimental también. Todo se enlaza: hubo que partir del determinismo de los cuerpos inorgánicos para llegar al de los vivos; y puesto que sabios como Claudio Bernard demuestran ahora que al cuerpo humano lo rigen leyes fijas, podemos vaticinar, sin que quepa error, la hora en que serán formuladas a su vez las leyes del pensamiento y de las pasiones. Igual determinismo debe regir la piedra del camino que el cerebro humano. Hasta aquí el texto, que no peca de obscuro, y ahorra el trabajo de citar otros.

Tocamos con la mano el vicio capital de la estética naturalista. Someter el pensamiento y la pasión a las mismas leyes que determinan la caída de la piedra; considerar exclusivamente las influencias físico-químicas, prescindiendo hasta de la espontaneidad individual, es lo que se propone el naturalismo y lo que Zola llama en otro pasaje de sus obras «mostrar y poner de realce la bestia humana». Por lógica consecuencia, el naturalismo se obliga a no respirar sino del lado de la materia, a explicar el drama de la vida humana por medio del instinto ciego y la concupiscencia desenfrenada. Se ve forzado el escritor rigurosamente partidario del método proclamado por Zola, a verificar una especie de selección entre los motivos que pueden determinar la voluntad humana, eligiendo siempre los externos y tangibles y desatendiendo los morales, íntimos y delicados: lo cual, sobre mutilar la realidad, es artificioso y a veces raya en afectación, cuando, por ejemplo, la heroína de Una Página de Amor manifiesta los grados de su enamoramiento por los de temperatura que alcanza la planta de sus pies.

Y no obstante, ¿cómo dudar que si la psicología, lo mismo que toda ciencia, tiene sus leyes ineludibles y su proceso causal y lógico no posee la exactitud demostrable que encontramos, por ejemplo, en la física? En física el efecto corresponde estrictamente a la causa: poseyendo el dato anterior tenemos el posterior; mientras en los dominios del espíritu no existe ecuación entre la intensidad de la causa y del efecto, y el observador y el científico tienen que confesar, como lo confiesa Delboeuf (testigo de cuenta, autor de La Psicología Considerada como Ciencia Natural) «que lo psíquico es irreductible a lo físico».

En esta materia le ha sucedido a Zola una cosa que suele ocurrir a los científicos de afición: tomó las hipótesis por leyes, y sobre el frágil cimiento de dos o tres hechos aislados erigió un enorme edificio. Tal vez imaginó que hasta Claudio Bernard nadie había formulado las admirables reglas del método experimental, tan fecundas en resultados para las ciencias de la naturaleza. Hace rato que nuestro siglo aplica esas reglas, madres de sus adelantos. Zola quiere sujetar a ellas el arte, y el arte se resiste, como se resistiría el alado corcel Pegaso a tirar de una carreta; y bien sabe Dios que esta comparación no es en mi ánimo irrespetuosa para los hombres de ciencia; sólo quiero decir que su objeto y caminos son distintos de los del artista.

Y aquí conviene notar el segundo error de la estética naturalista, error curioso que en mi concepto debe atribuirse también a la ciencia mal digerida de Zola. Después de predecir el día en que, habiendo realizado los novelistas presentes y futuros gran cantidad de experiencias, ayuden a descubrir las leyes del pensamiento y la pasión, anuncia los brillantes destinos de la novela experimental, llamada a regular la marcha de la sociedad, a ilustrar al criminalista, al sociólogo, al moralista, al gobernante… Dice Aristófanes en sus Ranas: «He aquí los servicios que en todo tiempo prestaron los poetas ilustres: Orfeo enseñó los sacros misterios y el horror al homicidio; Museo, los remedios contra enfermedades y los oráculos; Hesíodo, la agricultura, el tiempo de la siembra y recolección; y al divino Homero ¿de dónde le vino tanto honor y gloria, sino de haber enseñado cosas útiles, como el arte de las batallas, el valor militar, la profesión de las armas?…». Ha llovido desde Aristófanes acá. Hoy pensamos que la gloria y el honor del divino Homero consisten en haber sido un excelso poeta: el arte de las batallas es bien diferente ahora de lo que era en los días de Agamenón y Aquiles, y la belleza de la poesía homérica permanece siempre nueva e inmutable.

El artista de raza (y no quiero negar que lo sea Zola, sino observar que sus pruritos científicos le extravían en este caso) nota en sí algo que se subleva ante la idea utilitaria que constituye el segundo error estético de la escuela naturalista. Este error lo ha combatido más que nadie el mismo Zola, en un libro titulado Mis Odios (anterior a La Novela Experimental), refutando la obra póstuma de Proudhon, Del Principio del Arte y de su Función Social. Es de ver a Zola indignado porque Proudhon intenta convertir a los artistas en una especie de cofradía de menestrales que se consagra al perfeccionamiento de la humanidad, y leer cómo protesta en nombre de la independencia sublime del arte, diciendo con donaire que el objeto del escritor socialista es sin duda comerse las rosas en ensalada. No hay artista que se avenga a confundir así los dominios del arte y de la ciencia: si el arte moderno exige reflexión, madurez y cultura, el arte de todas las edades reclama principalmente la personalidad artística, lo que Zola, con frase vaga en demasía, llama el temperamento. Quien careciere de esa quisicosa, no pise los umbrales del templo de la belleza, porque será expulsado.

Puede y debe el arte apoyarse en las ciencias auxiliares; un escultor tiene que saber muy bien anatomía, para aspirar a hacer algo más que modelos anatómicos. Aquel sentimiento inefable que en nosotros produce la belleza, sea él lo que fuere y consista en lo que consista, es patrimonio exclusivo del arte. Yerra el naturalismo en este fin útil y secundario a que trata de enderezar las fuerzas artísticas de nuestro siglo, y este error y el sentido determinista y fatalista de su programa, son los límites que él mismo se impone, son las ligaduras que una fórmula más amplia ha de romper.

– III –
Seguimos filosofando

Tal cual la expone Zola, adolece la estética naturalista de los defectos que ya conocemos. Algunos de sus principios son de grandes resultados para el arte; pero existe en el naturalismo, considerado como cuerpo de doctrina, una limitación, un carácter cerrado y exclusivo que no acierto a explicar sino diciendo que se parece a las habitaciones bajas de techo y muy chicas, en las cuales la respiración se dificulta. Para no ahogarse hay que abrir la ventana: dejemos circular el aire y entrar la luz del cielo.

Si es real cuanto tiene existencia verdadera y efectiva, el realismo en el arte nos ofrece una teoría más ancha, completa y perfecta que el naturalismo. Comprende y abarca lo natural y lo espiritual, el cuerpo y el alma, y concilia y reduce a unidad la oposición del naturalismo y del idealismo racional. En el realismo cabe todo, menos las exageraciones y desvaríos de dos escuelas extremas, y por precisa consecuencia, exclusivistas.

Un hecho solo basta a probar la verdad de esto que afirmo. Por culpa de su estrecha tesis naturalista, Zola se ve obligado a desdeñar y negar el valor de la poesía lírica. Pues bien; para la estética realista vale tanto el poeta lírico más subjetivo e interior como el novelista más objetivo. Uno y otro dan forma artística a elementos reales. ¿Qué importa que esos elementos los tomen de dentro o de fuera, de la contemplación de su propia alma o de la del mundo? Siempre que una realidad -sea del orden espiritual o del material- sirva de base al arte, basta para legitimarlo.

Citemos cualquier poeta lírico, el menos exterior, lord Byron o Enrique Heine. Sus poesías son una parte de ellos mismos: esas quejas y tristezas y amarguras, ese escepticismo desconsolador, lo tuvieron en el alma antes de convertirlo en lindos versos: no hay duda que es un elemento real, tan real, o más, si se quiere, que lo que un novelista pueda averiguar y describir de las acciones y pensamientos del prójimo: ¿quién refiere bien una enfermedad sino el enfermo? Y aun por eso resultan insoportables los imitadores en frío de estos poetas tristes; son como el que remedase quejidos de dolor, no doliéndole nada.

El gran poeta Leopardi es un caso de los más característicos de lo que puede llamarse realidad poética interior. Las penas de su edad viril, la condición de su familia, la dureza de la suerte, sus estudios de humanidades y hasta los miedos que pasó de niño en una habitación obscura, todo está en sus poesías, como indeleble sello personal, de tal modo que, si suponemos a Leopardi viviendo en diferentes condiciones de las que vivió, ya no se concibe la mayor parte de sus versos. Y digo yo: ¿no es justísimo que quepa en la ancha esfera de la realidad una obra de arte donde el autor pone la médula de sus huesos y la sangre de su corazón, por decirlo así? Aun suponiendo, y es mucho suponer, que el poeta lírico no expresase sino sus propios e individuales sentimientos, y que éstos pareciesen extraños, ¿no es la excepción, el caso nuevo y la enfermedad desconocida lo que más importa a la curiosidad científica del médico observador?

Pero si todas las obras de arte que se fundan en la realidad caben dentro de la estética realista, algunas hay que cumplen por completo su programa, y son aquellas donde tan perfectamente se equilibran la razón y la imaginación, que atraviesan las edades viviendo vida inmortal. Las obras maestras universalmente reconocidas como tales, tienen todas carácter anchamente realista: así los poemas de Homero y Dante, los dramas de Shakespeare, el Quijote y el Fausto. La Biblia, considerada literariamente, dejando aparte su autoridad sagrada, es la epopeya más realista que se conoce.

A fin de esclarecer esta teoría, diré algo del idealismo, para que no pesen sobre el naturalismo todas las censuras y se vea que tan malo es caerse hacia el Norte como hacia el Sur. Y ante todo conviene saber que el idealismo está muy en olor de santidad, goza de excelente reputación y se cometen infinitos crímenes literarios al amparo de su nombre: es la teoría simpática por excelencia, la que invocan poetas de caramelo y escritores amerengados; el que se ajusta a sus cánones pasa por persona de delicado gusto y alta moralidad; por todo lo cual debe tratársele con respeto y no tomar la exposición de sus doctrinas de ningún zascandil. Busquémosla, pues, en Hegel y sus discípulos, donde larga y hondamente se contiene.

Entre naturalistas e idealistas hay el mismo antagonismo que entre Lutero y Pelagio. Si Zola niega en redondo el libre arbitrio, Hegel lo extiende tanto, que todo está en él y sale de él. Para Zola, el universo físico hace, condiciona, dirige y señorea el pensamiento y voluntad del hombre; para Hegel y sus discípulos ese universo no existe sino mediante la idea. ¿Qué digo ese universo? Dios mismo sólo es en cuanto es idea; y el que se asuste de este concepto será, según el hegeliano Vera, un impío o un insensato (a escoger). ¿Y qué se entiende por idea? La idea, en las doctrinas de Hegel, es principio de la naturaleza y de todos los seres en general, y la palabra Dios no significa sino la idea absoluta o el absoluto pensamiento. Consecuencias estéticas del sistema hegeliano. En opinión de Hegel, la esfera del arte es «una región superior, más pura y verdadera que lo real, donde todas las oposiciones de lo finito y de lo infinito desaparecen; donde la libertad, desplegándose sin límites ni obstáculos, alcanza su objeto supremo» Con este aleteo vertiginoso ya parece que nos hemos apartado de la tierra y que nos hallamos en las nubes, dentro de un globo aerostático. Espacios a la derecha, espacios a la izquierda, y en parte alguna suelo donde sentar los pies. Y es lo peor del caso que semejante concepción trascendental del arte la presenta Hegel con tal profundidad dialéctica, que seduce. Lo cierto es que con esa libertad pelagiana que se despliega sin límites ni obstáculos, y con ese universo construido de dentro a fuera, cada artista puede dar por ley del arte su ideal propio, y decir, parodiando a Luis XIV: «La estética soy yo». «El arte -enseña Hegel- restituye a aquello que en realidad está manchado por la mezcla de lo accidental y exterior, la armonía del objeto con su verdadera idea, rechazando todo cuanto no corresponda con ella en la representación; y mediante esta purificación produce lo ideal, mejorando la naturaleza, como suele decirse del pintor retratista». Ya tiene el arte carta blanca para enmendarle la plana a la naturaleza y forjar «el objeto», según le venga en talante a «la verdadera idea».

Pongamos ejemplos de estas correcciones a la naturaleza, tomándolos de algún escritor idealista. Gilliatt, el héroe de Los Trabajadores del Mar de Víctor Hugo, es en realidad un hombre rudo, que casualmente se prenda de una muchacha y se ofrece a desempeñar un trabajo hercúleo para obtener su mano. Nada más natural y humano, en cierto modo, que este asunto. Pero, por medio del procedimiento de Hegel, el hombre se va agigantando, convirtiéndose en un titán; sostiene lucha colosal con los elementos desencadenados, con los monstruos marinos, venciéndolos, por supuesto; por si no basta, concluye siendo mártir sublime, y el autor decreta su apoteosis.

Sin salir de esta misma novela, Los Trabajadores del Mar, aún encontramos otro personaje más conforme que Gilliatt con las leyes de la estética idealista: el pulpo. Pulpos sin enmienda los vemos a cada paso en nuestra costa cantábrica; cuando aplican sus ventosas a la pierna de un bañista o de un marinero, basta por lo regular una sacudida ligera para soltarse; por acá, el inofensivo cefalópodo se come cocido, y es manjar sabroso, aunque algo coriáceo. Pero éstos son los pulpos tal cual Dios los crió, la apariencia sensible del pulpo, que diría un hegeliano; lo real del pulpo, o sea su idea, es lo que Víctor Hugo aprovechó para dramatizar la acción de Los Trabajadores. Allí el pulpo ideal, o la idea que se oculta bajo la forma del pulpo, crece, no sólo física, sino moralmente, hasta medir tamaño desmesurado: el pulpo es la sombra, el pulpo es el abismo, el pulpo es Lucifer. Así se corrige a la naturaleza.

Un héroe idealista de muy diversa condición que Gilliatt es el Rafael de Lamartine. Éste no representa la fuerza y la abnegación, no es el león-cordero, sino la poesía, la melancolía, el amor insondable e infinito, el estado de ensueño perpetuo. Complácese el autor en describir la lindeza de Rafael, muy semejante a la del de Urbino, y además le atribuye las cualidades siguientes: «Si Rafael fuese pintor -dice- pintaría la Virgen de Foligno; si manejase el cincel, esculpiría la Psiquis de Canova; si fuese poeta hubiera escrito los apóstrofes de Job a Jehová, las estancias de la Herminia del Tasso, la conversación de Romeo y Julieta a la luz de la luna, de Shakespeare, el retrato de Hydea, de lord Byron…». Ustedes creerán que Rafael se conforma con pintar lo mismo que su homónimo, esculpir como Canova y poetizar como Job, el Tasso, Shakespeare y Byron en una pieza. ¡Quiá! El autor añade que, puesto en tales y cuáles circunstancias, Rafael hubiese tendido a todas las cimas, como César, hablado como Demóstenes y muerto como Catón. Así se compone un héroe idealista de la especie sentimental. ¡Cuán preferible es retratar un ser humano, de carne y hueso, a fantasear maniquíes!

Los hombres de extraordinario talento suelen poseer la virtud de la lanza de Aquiles para curar las heridas que abren. En la Poética de Hegel doy con un párrafo que es el mejor programa de la novela realista. «Por lo que hace a la representación, la novela propiamente dicha exige también, como la epopeya, la pintura de un mundo entero y el cuadro de la vida, cuyos numerosos materiales y variado fondo se encierren en el círculo de la acción particular que es centro del conjunto. En cuanto a las condiciones especiales de concepción y ejecución, hay que otorgar al poeta ancho campo, tanto más libre, cuanto menos puede, en este caso, eliminar de sus descripciones la prosa de la vida real, sin que por eso él haya de mostrarse vulgar ni prosaico». Si se tiene en cuenta la época en que Hegel escribió esto, cuando la novela analítica era la excepción, es más de admirar la exactitud de la apreciación independiente del sistema general hegeliano, como lo es también en cierto modo lo que dice acerca del fin y propósito del arte. En este terreno lleva inmensa ventaja a Zola: para Hegel, el arte es objeto propio de sí mismo, y referirlo a otra cosa, a la moral, por ejemplo, es desviarlo de su camino verdadero.

«El objeto del arte -declara el filósofo de Stuttgart- es manifestar la verdad bajo formas sensibles, y cualquiera otro que se proponga, como la instrucción, la purificación, el perfeccionamiento moral, la fortuna, la gloria, no conviene al arte considerado en sí». El error que aquí nos sale al paso es que Hegel, al decir verdad, sobreentiende idea, pero al menos no saca a la belleza de su terreno propio; no confunde, como Zola, los fines del arte y de las ciencias morales y políticas.

El idealismo está representado en literatura por la escuela romántica, que Hegel consideraba la más perfecta, y en la cual cifraba el progreso artístico. Esta escuela, que tanto brilló en nuestro siglo, fue al principio piedra de escándalo, como lo es el naturalismo ahora. Sus instructivas vicisitudes merecen capítulo aparte.

– IV –
Historia de un motín

Allá por los años de 1829, el conde Alfredo de Vigny, escritor delicado cuya aspiración era encerrarse en una torre de marfil para evitar el contacto del vulgo, dio al Teatro Francés la traducción y arreglo del Otelo de Shakespeare. Esta tragedia y las mejores del gran dramático inglés se conocían en Francia ya, merced a las adaptaciones de Ducis, que en 1792 había aderezado el Otelo al gusto de la época, con dos desenlaces distintos, uno el de Shakespeare, y otro «para uso de las almas sensibles». No juzgó el conde de Vigny necesarias tales precauciones, aunque sí atenuó en muchos pasajes la crudeza shakesperiana; gracias a lo cual el público se mostró resignado durante los primeros actos, y hasta aplaudió de tiempo en tiempo. Pero al llegar a la escena en que el moro, frenético de celos, pide a Desdémona el pañuelo bordado que le entregara en prenda de amor, la palabra pañuelo (mouchoir), traducción literal de la inglesa handkerchief produjo en el auditorio una explosión de risas, silbidos, pateos y chicheos. Esperaban los espectadores algún circunloquio, alguna perífrasis alambicada, como cándido cendal o cosa por el estilo, que no ofendiese sus cultas orejas; y al ver que el autor se tomaba la libertad de decir pañuelo a secas, armaron tal escándalo, que el teatro se caía.

Formaba parte Alfredo de Vigny de una escuela literaria entonces naciente, que venía a innovar y a transformar por completo la literatura. Dominaba el clasicismo a la sazón, no sólo en las esferas oficiales, sino en el gusto y opinión general, como lo demuestra la anécdota del pañuelo. ¡Tan mínima licencia causar tan terrible espanto! Es que lo que hoy nos parece leve, a la sazón era gravísimo. Las letras, a fuerza de inspirarse en los modelos clásicos, de sujetarse servilmente a las reglas de los preceptistas, y de pretender majestad, prosopopeya y elegancia, habían llegado a tal extremo de decadencia, que se juzgaba delito la naturalidad, y sacrilegio llamar a las cosas por su nombre, y las nueve décimas partes de las palabras francesas se hallaban proscritas a pretexto de no profanar la nobleza del estilo. Por eso el gran poeta que capitaneó la renovación literaria, Víctor Hugo, dijo en las Contemplaciones. «¡No haya desde hoy más vocablos patricios ni plebeyos! Suscitando una tempestad en el fondo de mi tintero, mezclé la negra multitud de las palabras con el blanco enjambre de las ideas, y exclamé: ¡De hoy más no existirá palabra en que no pueda posarse la idea bañada de éter!».

Una literatura que, como el clasicismo de principios del siglo, mermaba el lenguaje, apagaba la inspiración y se condenaba a imitar por sistema, había de ser forzosamente incolora, artificiosa y pobre; y los románticos, que venían a abrir nuevas fuentes, a poner en cultura terrenos vírgenes, llegaban tan a tiempo como apetecida lluvia sobre la tierra desecada. Aunque al pronto el público se alborotase y protestase, tenía que acabar por abrirle los brazos. Es curioso que las acusaciones dirigidas al romanticismo incipiente se parezcan como un huevo a otro a las que hoy se lanzan contra el realismo. Leer la crítica del romanticismo hecha por un clásico, es leer la del realismo por un idealista. Según los clásicos, la escuela romántica buscaba adrede lo feo, sustituía lo patético con lo repugnante, la pasión con el instinto; registraba los pudrideros, sacaba a luz las llagas y úlceras más asquerosas, corrompía el idioma y empleaba términos bajos y viles. ¿No diría cualquiera que el objeto de esta censura es L’Assommoir?

Sin arredrarse, proseguían los románticos su formidable motín. En Inglaterra, Coleridge, Carlos Lamb, Southey, Wordsworth, Walter Scott, rompían con la tradición, desdeñaban la cultura clásica y preferían a La Eneida una balada antigua, y a Roma la Edad Media. En Italia, la renovación dramática procedía del romanticismo, por medio de Manzoni. Alemania, verdadera cuna de la literatura romántica, la poseía ya riquísima y triunfante. España, harta de poetas sutiles y académicos, también se abrió gustosísima al cartaginés, que traía las manos llenas de tesoros. Pero en ninguna parte fue el romanticismo tan fértil, militante y brioso como en Francia. Sólo por aquel brillante y deslumbrador período literario merecen nuestros vecinos la legítima influencia, que no es posible disputarles, y que ejercen en la literatura de Europa».

¡Magnífica expansión, rico florecimiento del ingenio humano! Sólo puede compararse a otra gran época intelectual: la de esplendor de la filosofía escolástica. Y tiene de notable haber sido mucho más corta: nacido el romanticismo después que el siglo XIX, un gran crítico, Sainte-Beuve, habló de él en 1848 como de cosa cerrada y concluida, declarando que el mundo pertenecía ya a otras ideas, otros sentimientos, otras generaciones. Fue un relámpago de poesía, de belleza y de encendida claridad, al cual se le puede aplicar la estrofa de Núñez de Arce:

¡Qué espontáneo y feliz renacimiento!
¡Qué pléyade de artistas y escritores!
En la luz, en las ondas, en el viento
Hallaba inspiración el pensamiento,
Gloria el soldado y el pintor colores.

Un individuo de la falange francesa, Dovalle, muerto en desafío a la edad de veintidós años, aconsejaba así al poeta romántico: «Ardiendo en amor y penetrado de armonías, deja brotar tus inflamados versos, y fogoso y libre pide a tu genio cantos nuevos e independientes. Si el cielo te disputa la sagrada chispa, vuela atrevido a robársela. ¡Vuela, mancebo! Sí, acuérdate de Ícaro: ¡él cayó, pero logró ver el cielo!».

Aunque del movimiento romántico francés descartemos a algunos de sus representantes que, como Alfredo de Musset y Balzac, no le pertenecen del todo y corresponden en rigor a distinta escuela, le queda una cantidad tal de nombres célebres, que bastan a enriquecer, no algunos lustros, sino un par de siglos. Chateaubriand -hoy desdeñado más de lo justo-; el suave y melodioso Lamartine; Jorge Sand; Teófilo Gautier, tan perfecto en la forma; Víctor Hugo, coloso que aún se mantiene de pie; Agustín Thierry, primer historiador artista, son suficientes para ello, sin contar los muchos autores, quizá secundarios, pero de indisputable valía, que dan señal evidente de la fecundidad de una época y pulularon en el romanticismo francés; Vigny, Mérimée, Gerardo de Nerval, Nodier, Dumas, y, en fin, una bandada de dulces y valientes poetisas, de poetas y narradores originales que fuera prolijo citar. Teatro, poesía, novela, historia, todo se vio instaurado, regenerado y engrandecido por la escuela romántica.

Nosotros, los del lado acá del Pirineo, satélites -mal que nos pese- de Francia, recordamos también la época romántica como fecha gloriosa, experimentamos todavía su influencia y tardaremos bastante en eximirnos de ella. Diónos el romanticismo a Zorrilla, que fue como el ruiseñor de nuestra aurora al par que el lucero melancólico de nuestro ocaso: místicos arpegios, notas de guzla, serenatas árabes, medrosas leyendas cristianas, la poesía del pasado, la riqueza de las formas nuevas, todo lo expresó el poeta castellano con tan inagotable vena, con tan sonora versificación, con tan deleitable y nunca escuchada música, que aun hoy… ¡que lo tenemos tan lejos ya!, parece que su dulzura nos suena dentro, en el alma. A su lado, Espronceda alza la byroniana frente; y el soldado poeta, García Gutiérrez, coge tempranos laureles que sólo le disputa Hartzenbusch, el Duque de Rivas satisface la exigencia histórico-pintoresca en sus romances, y Larra, más romántico en su vida que en sus obras, con agudo humorismo, con zumbona ironía, indica la transición del período romántico al realista. Mucho antes de que empezase a verificarse, aunque determinada por la francesa, nuestra revolución literaria tuvo carácter propio: nada nos faltó: andando el tiempo, si no poseímos un Heine y un Alfredo de Musset, nos nacieron Campoamor y Bécquer.

Mas el teatro del combate decisivo, importa repetirlo, fue Francia. Allí hubo ataque impetuoso por parte de los disidentes, y tenaz resistencia por la de los conservadores. Baour-Lormian, en una comedia titulada El Clásico y el Romántico, establecía la sinonimia de clásico y hombre de bien, de romántico y pillo: y siguiendo sus huellas, siete literatos clásicos netos elevaron a Carlos X una exposición donde le rogaban que toda pieza contaminada de romanticismo fuese excluida del Teatro Francés, a lo cual el Rey contestó, con muy buen acuerdo, que en materia de poesía dramática él no tenía más autoridad que la de espectador, ni más puesto que el asiento que ocupaba.

A su vez los románticos provocaban la lucha, retaban al enemigo, y se mostraban díscolos y sediciosos hasta lo sumo. Reíanse a mandíbula batiente de las tres unidades de Aristóteles; mandaban a paseo los preceptos de Horacio y Boileau (sin ver que muchos de ellos son verdades evidentes dictadas por inflexible lógica, y que el preceptista no pudo inventar, como ningún matemático inventa los axiomas fundamentales, primeros principios de la ciencia), y se divertían en chasquear a los críticos que les eran adversos, como ingeniosamente lo hizo Carlos Nodier. Este docto filólogo y elegante narrador publicó una obra titulada Smarra, y los críticos, tomándola por engendro romántico, la censuraron acerbamente. ¡Cuál no sería su sorpresa al enterarse de que Smarra se componía de pasajes traducidos de Homero, Virgilio, Estacio, Teócrito, Catulo, Luciano, Dante, Shakespeare y Milton!

Hasta en los pormenores de indumentaria querían los románticos manifestar independencia y originalidad, sin cuidarse de evitar la extravagancia. Son proverbiales y características las melenas de entonces, y famoso el traje con que Teófilo Gautier asistió al memorable estreno del Hernani de Víctor Hugo. Componíase el traje en cuestión de chaleco de raso cereza, muy ajustado, a manera de coleto, pantalón verde pálido con franja negra, frac negro con solapas de terciopelo, sobretodo gris forrado de raso verde, y a la garganta una cinta de moiré, sin asomos de tirilla ni cuello blanco. Semejante atavío, escogido adrede para escandalizar a los pacíficos ciudadanos y a los clásicos asombradizos, produjo casi tanto efecto como el drama.

No se limitaba el romanticismo a la literatura: trascendía a las costumbres. Es una de sus señas particulares haber puesto en moda ciertos detalles, ciertas fisonomías, las damiselas pálidas y con tirabuzones, los héroes desesperados y en último grado de tisis, la orgía y el cementerio. Varió totalmente el concepto que se tenía de literato: éste era por lo general, en otros tiempos, persona inofensiva, apacible, de retirado y estudioso vivir: desde el advenimiento del romanticismo se convirtió en calavera misántropo, al cual las musas atormentaban en vez de consolarle, y que ni andaba, ni comía, ni se conducía en nada como el resto del género humano, encontrándose siempre cercado de aventuras, pasiones y disgustos profundísimos y misteriosos. Y que no todo era ficticio en el tipo romántico, lo prueba la azarosa vida de Byron, el precoz hastío de Alfredo Musset, la demencia y el suicidio de Gerardo de Nerval, las singulares vicisitudes de Jorge Sand, las volcánicas pasiones y trágico fin de Larra, los desahogos y vehemencias de Espronceda. No hay vino que no se suba a la cabeza si se bebe con exceso, y la ambrosía romántica fue sobrado embriagadora para que no se trastornasen los que la gustaban en la copa divina del arte.

¡Tiempos heroicos de la literatura moderna! Sólo la ciega intolerancia podrá desconocer su valor y considerarlos únicamente como preparación para la edad realista que empieza. Y no obstante, al llamar a la vida artística lo feo y lo bello indistintamente, al otorgar carta de naturaleza en los dominios de la poesía a todas las palabras, el romanticismo sirvió la causa de la realidad. En vano protestó Víctor Hugo declarando que vallas infranqueables separan a la realidad según el arte, de la realidad según la naturaleza. No impedirá esta restricción calculada que el realismo contemporáneo, y aun el propio naturalismo, se funden y apoyen en principios proclamados por la escuela romántica.

– V –
Estado de la atmósfera

Lo que se ve claramente al estudiar el romanticismo y fijar en él una mirada desapasionada, es que tenía razón Sainte-Beuve; que su vida fue tan corta como intensa y brillante, y que desde mediados del siglo ha muerto, dejando numerosa descendencia. Porque la clausura del período romántico no se debió a que aquel clasicismo rancio y anémico de otros días resucitase para imperar de nuevo; ni semejantes restauraciones caben en los dominios de la inteligencia, ni el entendimiento humano es ningún costal que se vacíe cuando está muy lleno, quedando encima lo de abajo, como suele decirse de las modas. Acertaba Madama Staël al declarar que ni el arte ni la naturaleza reinciden con precisión matemática; sólo vuelve y es restaurado lo que sobrevive a la crítica y cuela al través de su fino tamiz; así del clasicismo renacen hoy cosas realmente buenas y bellas que en él hubo, o que por lo menos, si no son buenas y bellas, están en armonía con las exigencias de la época presente y del actual espíritu literario. Lo propio sucede al romanticismo: de él sobrevive cuanto sobrevivir merece, mientras sus exageraciones, extravíos y delirios pasaron como torrente de lava, abrasando el suelo y dejando en pos inútil escoria. Una literatura nueva, que ni es clásica ni romántica, pero que se origina de ambas escuelas y propende a equilibrarlas en justa proporción, va dominando y apoderándose de la segunda mitad del siglo XIX. Su fórmula no se reduce a un eclecticismo dedicado a encolar cabezas románticas sobre troncos clásicos, ni a un sincretismo que mezcle, a guisa de legumbres en menestra, los elementos de ambas doctrinas rivales. Es producto natural, como el hijo en quien se unen substancialmente la sangre paterna y la materna, dando por fruto un individuo dotado de espontaneidad y vida propia.

Me parece ocioso insistir en demostrar lo que no puede ni discutirse, a saber, que existen formas literarias recientes, y que las antiguas decaen y se extinguen poco a poco. Sería estudio curioso el de la disminución gradual de la influencia romántica, no sólo en las letras, sino en las costumbres. Sin rasgar el velo que cubre la vida privada, considero fácil poner de relieve el notable cambio que han sufrido los hábitos literarios y el estado de ánimo de los escritores. Desde hace algunos años calmóse la efervescencia de los cerebros, atenuóse aquella irritabilidad enfermiza, o subjetivismo, que tanto atormentaba a Byron y Espronceda, y entramos en un período de mayor serenidad y sosiego. Nuestros grandes autores y poetas contemporáneos viven como el resto de los mortales; sus pasiones -si es que las experimentan- laten escondidas en el fondo de su alma, y no se desbordan en sus libros ni en sus versos; el suicidio perdió prestigio a sus ojos, y no lo buscan ni en el exceso de desordenados placeres ni en ningún pomo de veneno o arma mortífera. En vestir, en habla y conducta, son idénticos a cualquiera, y el que por la calle se tropiece con Núñez de Arce o Campoamor sin conocerlos, dirá que ha visto dos caballeros bien portados, el uno de pelo blanco, el otro algo descolorido, que no tienen nada de particular. Todo París conoce la existencia burguesa y metódica de Zola, encariñadísimo con su familia; y si no fuera que siempre comete indiscreción quien descubre intimidades del hogar, por inocentes que sean, yo añadiría en este respecto, al nombre del novelista francés, algunos muy ilustres en España.

Lo cual no quiere decir que se haya concluido la vaga tristeza, la contemplación melancólica, el soñar cosas diferentes de las que nos ofrece la realidad tangible, el descontento y sed del alma y otras enfermedades que sólo aquejan a espíritus altos y poderosos, o tiernos y delicados. ¡Ah, no por cierto! Esa poesía interior no se agotó: lo proscrito es su manifestación inoportuna, afectada y sistemática. Los soñadores proceden hoy como aquellos frailecitos humildes y santas monjas que, al desempeñar los menesteres de la cocina o barrer el claustro, sabían muy bien traer el pensamiento embebecido en Dios, sin que por fuera pareciese sino que atendían enteramente al puchero y a la escoba. No es nuestra edad tan positiva como aseguran gentes que la miran por alto, ni hay siglo en que la condición humana se mude del todo y el hombre encierre bajo doble llave algunas de sus facultades, usando sólo de las que le place dejar fuera. La diferencia consiste en que el romanticismo tuvo ritos, a los cuales, en el año de 1882, nadie se sujetaría sin que le retozase la risa en el cuerpo. Si en el estreno del drama más discutido de Echegaray se presentase alguien con el estrafalario atavío de Teófilo Gautier en Hernani, puede que lo mandasen a Leganés.

Ahora bien: si el romanticismo ha muerto y el clasicismo no ha resucitado, será que la literatura contemporánea encontró otros moldes, como suele decirse, que le vienen más cabales o más anchos. Tengo por difícil juzgar ahora estos moldes: indudablemente es temprano: no somos aún la posteridad, y quizá no acertaríamos a manifestarnos imparciales y sagaces. Sólo es lícito indicar que una tendencia general, la realista, se impone a las letras, aquí contrastada por lo que aún subsiste del espíritu romántico, allá acentuada por el naturalismo, que es su nota más aguda, pero en todas partes vigorosa y dominante ya, como lo prueba el examen de la producción literaria en Europa.

De la generación romántica francesa sólo queda en pie Víctor Hugo materialmente, porque vive; moralmente hace tiempo que no se cuenta con él; sus últimas obras no se pueden leer con gusto, ni casi con paciencia, y los autores franceses cuya celebridad atraviesa el Pirineo y los Alpes esparciéndose por todo el mundo civilizado, son realistas y naturalistas. Inglaterra ha visto caer uno a uno los colosos de su período romántico, Byron, Southey, Walter Scott, y venir a reemplazarlos una falange de realistas de talento singular: Dickens, que se paseaba por las calles de Londres días enteros anotando en su cartera lo que oía, lo que veía, las menudencias y trivialidades de la vida cotidiana; Thackeray, que continuó las vigorosas pinturas de Fielding; y por último, como corona de este renacimiento del genio nacional, Tennyson, el poeta del home, el cantor de los sentimientos naturales y apacibles, de la familia, de la vida doméstica y del paisaje tranquilo. España… ¿Quién duda que también España propende, si no tan resueltamente como Inglaterra, por lo menos con fuerza bastante, a recobrar en literatura su carácter castizo y propio, más realista que otra cosa? Se han establecido de algún tiempo acá corrientes de purismo y arcaísmo, que si no se desbordan, serán muy útiles y nos pondrán en relación y contacto con nuestros clásicos, para que no perdamos el gusto y sabor de Cervantes, Hurtado y Santa Teresa. No sólo los escritores primorosos y un tanto amanerados, como Valera, sino los que escriben libremente, ex toto corde, como Galdós, desempolvan, limpian de orín y dan curso a frases añejas, pero adecuadas, significativas y hermosas. Y no es únicamente la forma, el estilo, lo que va haciéndose cada vez más nacional en los escritores de nota; es el fondo y la índole de sus producciones. Galdós con los admirables Episodios y las Novelas Contemporáneas, Valera con sus elegantes novelas andaluzas, Pereda con sus frescas narraciones montañesas, llevan a cabo una restauración, retratan nuestra vida histórica, psicológica, regional; escriben el poema de la moderna España. Hasta Alarcón, el novelista que más conserva las tradiciones románticas, luce entre sus obras un precioso capricho de Goya, un cuento español por los cuatro costados, El Sombrero de Tres Picos. La patria va reconciliándose consigo misma por medio de las letras.

En resumen, la literatura de la segunda mitad del siglo XIX, fértil, variada y compleja, presenta rasgos característicos: reflexiva, nutrida de hechos, positiva y científica, basada en la observación del individuo y de la sociedad, profesa a la vez el culto de la forma artística, y lo practica, no con la serena sencillez clásica, sino con riqueza y complicación. Si es realista y naturalista, es también refinada; y como a su perspicacia analítica no se esconde ningún detalle, los traslada prolijamente, y pule y cincela el estilo.

Nótase en ella cierto renacimiento de las nacionalidades, que mueve a cada pueblo a convertir la mirada a lo pasado, a estudiar sus propios excelsos escritores, y a buscar en ellos aquel perfume peculiar o inexplicable que es a las letras de un país lo que a ese mismo país su cielo, su clima, su territorio. Al par se observa el fenómeno de la imitación literaria, la influencia recíproca de las naciones, fenómeno ni nuevo ni sorprendente, por más que alardeando de patriotismo lo condenen algunos con severidad irreflexiva.

La imitación entre naciones no es caso extraordinario, ni tan humillante para la nación imitadora como suele decirse. Prescindamos de los latinos, que calcaron a los griegos; nosotros hemos imitado a los poetas italianos; Francia a su vez imitó nuestro teatro, nuestra novela: uno de sus autores más célebres, admirado por Walter Scott, Lesage, escribió el Gil Blas, El Bachiller de Salamanca, y El Diablo Cojuelo, pisando las huellas de nuestros escritores del género picaresco; en el período romántico, Alemania brindó inspiración a los franceses, que a su vez influyeron notablemente en Heine; y esto fue de modo que si cada nación hubiese de restituir lo que le prestaron las demás, todas quedarían, si no arruinadas, empobrecidas cuando menos. A propósito de imitación decía Alfredo de Musset con su donaire acostumbrado: «Acúsanme de que tomé a Byron por modelo. ¿Pues no saben que Byron imitaba a Pulci? Si leen a los italianos, verán cómo los desvalijó. Nada pertenece a nadie, todo pertenece a todos; y es preciso ser ignorante como un maestro de escuela para forjarse la ilusión de que decimos una sola palabra que nadie haya dicho. Hasta el plantar coles es imitar a alguien».

La evolución (no me satisface la palabra, pero no tengo a mano otra mejor) que se verifica en la literatura actual y va dejando atrás al clasicismo y al romanticismo, transforma todos los géneros. La poesía se modifica y admite la realidad vulgar como elemento de belleza: fácil es probarlo con sólo nombrar a Campoamor. La historia se apoya cada vez más en la ciencia y en el conocimiento analítico de las sociedades. La crítica dejó de ser magisterio y pontificado, convirtiéndose en estudio y observación incesante. El teatro mismo, último refugio de lo convencional artístico, entreabre sus puertas, si no a la verdad, por lo menos a la verosimilitud invocada a gritos por el público, que si acepta y aplaude bufonadas, magias, pantomimas y hasta fantoches como mero pasatiempo o diversión de los sentidos, en cuanto entiende que una obra escénica aspira a penetrar en el terreno del sentimiento y de la inteligencia, ya no le da tan fácilmente pasaporte. Pero donde más victoriosa se entroniza la realidad, donde está como en su casa, es en la novela, género predilecto de nuestro siglo, que va sobreponiéndose a los restantes, adoptando todas las formas, plegándose a todas las necesidades intelectuales, justificando su título de moderna epopeya. Ya es hora de concretarnos a la novela, puesto que en su campo es donde se produce el movimiento realista y naturalista con actividad extraordinaria.

– VI –
Genealogía

La forma primaria de la novela es el cuento, no escrito, sino oral, embeleso del pueblo y de la niñez. Cuando al amor de la lumbre, durante las largas veladas de invierno, o hilando su rueca al lado de la cuna, las tradicionales abuela y nodriza refieren en incorrecto y sencillo lenguaje medrosas leyendas o morales apólogos, son… ¡quién lo diría! predecesoras de Balzac, Zola y Galdós.

Pocos pueblos del mundo carecen de estas ficciones. La India fue riquísimo venero de ellas, y las comunicó a las comarcas occidentales, donde por ventura las encuentra algún sabio filólogo y se admira de que un pastor le refiera la fábula sánscrita que leyó el día antes en la colección de Pilpay. Árabes, persas, pieles-rojas, negros, salvajes de Australia, las razas más inferiores e incivilizadas poseen sus cuentos. ¡Cosa rara!: el pueblo escaso de semejante género de literatura es el que nos impuso y dio todos los restantes, a saber, Grecia. Se cree que Esopo hubo de ser esclavo en algún país oriental para traer al suyo los primeros apólogos y fábulas. De novela, ni señales en las épocas gloriosas de la antigüedad clásica. Hasta cuatro siglos antes de nuestra era, cuando tenían ya los griegos sus admirables epopeyas, teatro, poesía lírica, filosofía e historia, no aparece la primer ficción novelesca, la Ciropedia de Jenofonte narración moral y política que no carece de analogía con el Telémaco; el período ático -así se llama todo el tiempo en que florecieron las letras helenas- no presenta otro novelista ni otra novela, pues no se sabe que Jenofonte reincidiese. Los chinos, que en todo madrugan, poseyeron novelas desde tiempos remotos; pero como la cultura occidental arranca de Grecia, si quisiésemos rendir homenaje a nuestro primer novelista, tendríamos que celebrar el milenario, o cosa así, de Jenofonte.

Durante el período de decadencia literaria que comenzó en Alejandría, sale a luz en el siglo de Augusto una linda novela pastoral, las Eubeanas, de Dión Crisóstomo. ¡No parece sino que la fantasía novelesca estaba aguardando, para manifestarse libremente, la venida del Cristianismo! Y muy a sus anchas debió de volar desde entonces, y mucho abundarían las ficciones descabelladas y las fábulas milesias, cuando en el siglo II Luciano de Samosata escritor escéptico y agudísimo, como quien dice, el Voltaire del paganismo, creyó necesario atacarlas en la misma guisa que Cervantes atacó después los libros de caballería, parodiándolas en dos novelas satíricas, la Historia Verdadera y el Asno.

En efecto, la literatura de aquellos primeros siglos del Cristianismo, si cuenta con alguna buena novela, como Las Babilonias de Jámblico, está plagada de patrañas, milagrerías e invenciones fantásticas, de biografías e historias sin pies ni cabeza, de cuentos referentes a Homero, Virgilio y otros poetas y héroes, de Evangelios, leyendas y actas apócrifas, algunas de muy galana invención; por donde se ve que el linaje de las novelas, con no ser tan antiguo como el de otros géneros, puede preciarse de ilustre, ya que un parentesco de afinidad le une a la literatura sagrada. La era de la novela griega concluye con Dafnis y Cloe, Amores de Teagenes y Clariclea, las narraciones de Aquiles Tacio, las Efesianas de Jenofonte de Efeso, las Cartas de Aristenetes: género especial de novela erótica donde el paganismo moribundo se complacía en adornar con prolijas guirnaldas y festones el altar arruinado del amor clásico.

Sobreviene la Edad Media: cambian personajes, asuntos y escritores; la novela es poema épico, canción de gesta o fabliau; sus protagonistas, Jasón, Edipo, los Doce Pares, el Rey Artús, Flora y Blancaflor, Lanzarote, Parcival, Guarino, Tristán e Iseo; los argumentos, la conquista del Santo Grial, la guerra de Troya, la de Tebas; los autores, troveros o clérigos. Muy rudimentariamente, ya se contenían allí los libros de caballerías y la novela histórica, así como las crónicas de los Santos y leyendas doradas encerraban el germen de la novela psicológica, de menos acción y movimiento, pero más delicada y sentida. Francia e Inglaterra se llevaron la palma en este género de historias romancescas, de paladines, aventuras, hazañas y maravillas: bien nos desquitamos nosotros en el siglo XVI.

Semejante a los jardines encantados que por arte de magia hacía florecer en lo más crudo del invierno algún alquimista, abriéronse de pronto en nuestra patria los cálices, pintados de gules, sinople y azul, de la literatura andantesca. No habían penetrado en España las crónicas y proezas de los héroes carlovingios, los amoríos de Lanzarotes y Tristanes ni los embustes de Merlín, pero en cambio moraba ya entre nosotros, amén del brioso Campeador real, el Cid ideal, el caballero perfecto, puro y heroico hasta la santidad; el muy fermoso y nunca bien ponderado Amadís de Gaula, patriarca de la Orden de Caballería, tipo tan caro a nuestra imaginación meridional e hidalga, que ya a principios del siglo XV, los perros favoritos de los magnates castellanos se llamaban Amadís, como ahora se llamarían Bismarck o Garibaldi. ¿Nació el padre Amadís en Portugal o en Castilla? Decídanlo los eruditos: lo cierto es que calentó su cabeza el sol ibérico, el sol que derretía los sesos de Alonso Quijano errante por las abrasadoras llanuras manchegas, y que su interminable posteridad, como retoños de oliva, brotó en el campo de las letras españolas. ¡Oh y cuán fecundo himeneo fue aquel del firme y casto Amadís con la incomparable señora Oriana!

Un mundo, un mundo imaginario, poético, dorado, misterioso y extranatural como el que vio el caballero de la Triste Figura en el fondo de la cueva de Montesinos, se alza en pos del hijo del Rey Perión de Gaula. Lisuartes, Floriseles y Esferamundis; caballeros del Febo, de la Ardiente Espada de la Selva; hermosísimas doncellas, feridas de punta de amores; dueñas rencorosas o doloridas; reinas y emperatrices de regiones extrañas, de ínsulas remotas, de comarcas antípodas, adonde algún alígero dragón transportaba en un decir Jesús al andante; enanos, jayanes, moros y magos, endriagos y vestiglos, sabios con barbas que les besaban los pies, y princesas encantadas con pelo que les cubría el cuerpo todo; castillos, simas, opulentos camarines, lagos de pez que encerraban ciudades de oro y esmeraldas; cuanto brotó la fantasía de Ariosto, cuanto en melodiosas octavas cantó Torcuato Tasso, lo narraron en prosa castellana, rica, ampulosa, conceptuosa, henchida de retruécanos y tiquis miquis amatorios, García Ordóñez de Montalvo, Feliciano de Silva, Toribio Fernández, Pelayo de Ribera, Luis Hurtado y otros mil noveladores de la falange cuya lectura secó el cerebro de Don Quijote y cuyo estilo parecía de perlas al buen hidalgo. «¡Oh, que quiero -dice una heroína andantesca, la reina Sidonia- dar fin a mis razones por la sinrazón que hago de quejarme de aquel que no la guarda en sus leyes!»

Apresúrate, llega ya, manco glorioso, que haces gran falta en el siglo: ase la péñola y descabézame luego al punto ese ejército de gigantes, que al tocarles tú se volverán inofensivos cueros de vino tinto: hendiráslos de una sola cuchillada, y perdiendo su savia embriagadora, se quedarán aplastados y hueros. ¡Ven, Miguel de Cervantes Saavedra, a concluir con una ralea de escritores disparatados, a abatir un ideal quimérico, a entronizar la realidad, a concebir la mejor novela del mundo!

Notemos aquí un pormenor muy importante. Si bien la novela caballeresca prendió, arraigó y fructificó tan lozana y copiosamente en nuestro suelo, ello es que nos vino de fuera. Amadís, en su origen, es una leyenda del ciclo bretón, importada a España por algún fugitivo trovador provenzal. Tirante el blanco, otro libro primitivo andantesco, fue trasladado del inglés al portugués y al lemosín. Las aventuras de los andantes caballeros ocurren en Bretaña, en Gales, en Francia. Aunque diestramente adaptadas sus historias a nuestra habla, y leídas con deleite y hasta con entusiasta furor no pierden jamás un dejo extranjerizo que repugna al paladar nacional. Venga un Cervantes; que escriba en forma de novela una historia llena de verdad y de ingenio, protesta del ingenio patrio contra el falso idealismo y los enrevesados discursos que nos pronuncian héroes nacidos en otros países, y al punto se hará popular su obra, y la celebrarán las damas, y la reirán los pajes, y se leerá en los salones y en las antesalas, y sepultará en el olvido las soñadas aventuras caballerescas: olvido tan rápido y total como ruidosa era su fama y aplauso.

De andar en manos de todo el mundo, pasaron los libros de caballerías a ser objeto de curiosidad. Sus autores eran contemporáneos de Herrera, Mendoza y los Luises. ¿Quién se acuerda hoy de aquellos fecundos novelistas, tan caros a su época? ¿Quién sabe, a no buscarlo exprofeso en un manual de literatura, el nombre del ingenio que compuso, v. gr. Don Cirongilio de Tracia?

No me es posible persuadirme -digan lo que quieran los trascendentalistas- a que Cervantes, cuando escribió el Quijote, no quiso realmente atacar los libros de caballerías, y matar en ellos una literatura exótica que robaba a la castiza todo el favor del público. Y lo creo así, en primer lugar, porque si la literatura caballeresca no hubiese alcanzado desarrollo y preponderancia alarmante, Cervantes, al combatirla, procedería como su héroe, tomando los carneros por ejércitos, y batiéndose con los molinos de viento; y en segundo, porque juzgando analógicamente, comprendo bien que si un realista contemporáneo poseyese el talento asombroso de Cervantes, lo emplease en escribir algo contra el género idealista, sentimental y empalagoso que aún goza hoy del favor del vulgo, como los libros de caballerías, en tiempos de Cervantes. Por lo demás, claro que el Quijote no es mera sátira literaria. ¡Qué ha de ser, si es lo más grande y hermoso que se ha escrito en el género novelesco!

El principal mérito literario de Cervantes -dejando aparte el valor intrínseco del Quijote como obra de arte- consiste en haber reanudado la tradición nacional, haciendo que al concepto del Amadís forastero y tan quimérico como Artús y Roldán reemplace un tipo real como nuestro héroe castellano el Cid Rodrigo Díaz, que con mostrarse siempre valeroso y honrado, y noble y comedido, y cristiano, lo mismo que el solitario de la Peña Pobre, es además un ser de carne y hueso y manifiesta afectos, pasiones y hasta pequeñeces humanas, ni más ni menos que Don Quijote; con ellos me entierren y no con la dilatada estirpe de los Amadises.

No inventó Cervantes la novela realista española porque ésta ya existía y la representaba La Celestina, obra maestra, más novelesca todavía que dramática, si bien escrita en diálogo. Ningún hombre, aunque atesore el genio y la inspiración de Cervantes, inventa un género de buenas a primeras: lo que hace es deducirlo de los antecedentes literarios. Mas no importa: el Quijote y el Amadís dividen en dos hemisferios nuestra literatura novelesca. Al hemisferio del Amadís se pueden relegar todas las obras en que reina la imaginación, y al del Quijote aquellas en que predomina el carácter realista, patente en los monumentos más antiguos de las letras hispanas. En el primero caben, pues, los innumerables libros de caballería, las novelas pastoriles y alegóricas, sin excluir la misma Galatea y el Persiles, de Cervantes; en el segundo las novelas ejemplares y picarescas: el Lazarillo, el Gran Tacaño, Marcos de Obregón, Guzmán de Alfarache; los cuadros llenos de luz y color de la Gitanilla, el humorístico Coloquio de los Perros, el Diablo Cojuelo, de Guevara; el cuento donosísimo de los Tres Maridos Burlados, y… ¿a qué citar? ¿Cuándo acabaríamos de nombrar y encarecer tantas obras maestras de gracia, observación, donosura, ingenio, desenfado, vida, estilo y sentenciosa profundidad moral? Mientras el territorio idealista se pierde, se hunde cada vez más en las nieblas del olvido el realista, embellecido por el tiempo -como sucede a los lienzos de Velázquez y Murillo- basta para hacer que el pasado de nuestra literatura recreativa sea sin par en el orbe.

Esta brevísima excursión por el campo de la novela desde su nacimiento hasta la aurora de los tiempos modernos, en los cuales tanto se enriqueció y tantas metamorfosis sufrió, nos enseña cuán mudable es el gusto y cómo las épocas forman la literatura a su imagen. ¡Qué diferencia, por ejemplo, entre tres obras recreativas: Dafnis y Cloe, Amadís de Gaula y el Gran Tacaño! Me represento a Dafnis y Cloe como un bajo-relieve pagano cincelado, no en puro mármol, sino en alabastro finísimo. Sobre el fondo de una rústica cueva, donde se alza el ara de las ninfas rodeada de flores, retozan el zagal y la zagala adolescentes, y a su lado brinca una cabra y yace caído el zurrón, el cayado, los odres llenos de leche fresca; el diseño es elegante, sin vigor ni severidad, pero no sin cierta gracia y refinada molicie que blandamente recrean la vista. Amadís es un tapiz cuyas figuras se prolongan, más altas del tamaño natural; el paladín, armado de punta en blanco, se despide de la dama cuyos pies encubre el largo brial y cuyas delicadas manos sostienen una flor; entre los colores apagados de la tapicería, resplandecen aquí y allí lizos de oro y plata; en el fondo hay una ciudad de edificios cuadrangulares, simétricos, como las pintan en los códices. Y por último, el Gran Tacaño es a manera de pintura, de la mejor época de la escuela española; Velázquez sin duda fue quien destacó del lienzo la figura pergaminosa y enjuta del Dómine Cabra; sólo Velázquez podría dar semejante claro-obscuro a la sotana vieja, al rostro amarillento, al mueblaje exiguo del avaro. ¡Qué luz! ¡Qué sombras! ¡Qué violentos contrastes! ¡Qué pincel valiente, franco, natural y cómico a un tiempo! Dafnis y Cloe y Amadís no tienen más vida que la del arte; el Gran Tacaño vive en el arte y en la realidad.

– VII –
Prosigue la genealogía

En achaque de novelas hemos madrugado bastante más que los franceses. Hartos estábamos ya de producir historias caballerescas, y florecía en nuestro Parnaso el género picaresco y pastoril, mientras ellos no poseían un mal libro de entretenimiento en prosa, si se exceptúan algunas nouvelles.

Sin embargo, cuando en sus tratados de literatura llegan nuestros vecinos al siglo XVI, no se olvidan jamás de decir que también tuvieron por entonces su Cervantes. Veamos quién fue el tal.

Poseído de la embriaguez de letras humanas que caracterizó al Renacimiento, cierto fraile franciscano, hijo de un ventero turenés, se dio a estudiar el griego, descuidando totalmente los deberes de su regla. Día y noche vivía encerrado en la celda con un compañero, y en vez de maitines, ambos recitaban trozos de Luciano o de Aristófanes. Sorprendidos por el Padre Superior, fuéles impuesta penitencia; y cuéntase -aunque los historiadores no lo dan por cosa averiguada- que desde aquel punto y hora el fraile humanista revolvió el convento con mil travesuras diabólicas, nada decorosas ni limpias, hasta que por fin logró escaparse y abandonar el claustro, yéndose mundo adelante a campar por su respeto. Sucesivamente fue monje benedictino, médico, astrónomo, bibliotecario, secretario de embajada, novelista, y al cabo cura párroco; estudió y practicó todas las ciencias y todos los idiomas; disecó por primera vez en Francia un cadáver; satirizó a los religiosos, a la magistratura, a la Universidad, a los protestantes, a los reyes, a los pontífices, a Roma; y todo sin sufrir graves persecuciones, y muriendo en paz, gracias a lo mucho que lo protegía el Papa Clemente VII, al paso que Calvino le hubiera tostado de bonísima gana, y el poeta Ronsard escribía su epitafio encargando al pasajero que derramase sobre la fosa del fraile exclaustrado sesos, jamones y vino, que le serían más gratos que las frescas azucenas.

Ahora bien: este hombre singular, habiendo publicado obras científicas y visto que nadie las compraba, concibió la idea de inculcar al pueblo los mismos conocimientos; pero en tal forma, que le divirtiesen y los tragase sin sentir, para lo cual compuso una sátira desmesurada, extravagante y bufa, un colosal sainetón, del que «despachó más ejemplares en dos meses que Biblias se vendían en nueve años». Y la ponderación no es corta, porque en aquellos tiempos de protestantismo militante se leía harto la Biblia. El autor compara la burlesca epopeya de Gargantúa y Pantagruel a un hueso que hay que roer para descubrir la substanciosa medula; el hueso es verdad que tiene tuétano suculento, pero también grasa, sangre y piltrafas, que es preciso apartar. Es de los libros más raros y heterogéneos que se conocen: aquí una máxima profunda, allí una grosería indecente; después de un admirable sistema de educación, una aventura estrambótica. Para hacerse cargo de la índole de la fábula, baste decir que cada vez que mama el héroe, el gigante Pantagruel, se chupa la leche de cuatro mil seiscientas vacas.

Poner en parangón a Rabelais con Cervantes, es lo mismo que comparar a Luciano de Samosata con Homero. Indudablemente Rabelais era un sabio, y Cervantes no: he de decirlo aunque me excomulgue algún cervantista. Pero a Rabelais, como a su siglo, la erudición no lo salvó enteramente de la barbarie. Rabelais legó a su patria una obra deforme, y Cervantes una creación acabada y sublime en su género. Nosotros podemos encomiar el habla de Cervantes, y los franceses no propondrán nunca por modelo el lenguaje de Rabelais, a pesar de su riqueza, variedad y carácter pintoresco.

Ni formó Rabelais, como el autor del Quijote, escuela de novelistas, ni Gargantúa y Pantagruel son, en rigor, novelas. Más imitadores tuvo en lo sucesivo una mujer, la Reina Margarita de Navarra. En aquel siglo donde nadie era mojigato sino los protestantes, la erudita Princesa, viajando en litera y mojando la pluma en el tintero que su camarista sostenía en el regazo, borroneó el Heptamerón, serie de cuentos alegres al estilo de los de micer Boccaccio. En este género del cuento breve o nouvelle fue fecundísima Francia; ya desde el siglo XV se conocía una gran colección, las Cien Novelas Nuevas. Solían tales historietas narrarse primero de viva voz, imprimiéndose después si agradaban: superiores al cuento popular, eran inferiores a la novela propiamente dicha. Nosotros carecemos de nouvelles. la novela ejemplar, aunque corta, tiene más alcance que la nouvelle francesa.

Los extremos se tocan: Francia, que descolló en semejantes cuentos ligeros, produjo también los novelones monumentales en varios tomos, que abundaron en el siglo XVII. Era moda, a la sazón, imitar a España; nuestra preponderancia política había impuesto a Europa los trajes, costumbres y literatura castellana. Dícese que Antonio Pérez, famoso valido de Felipe II, fue quien trasplantó a la corte de Francia, donde vivía refugiado, nuestro culteranismo; al par el caballero Marini, aquella peste de las letras italianas, gran corruptor del gusto en su tierra, cruzó los Alpes para inficionar a París. Formóse la sociedad del palacio de Rambouillet, donde se conversaba apretando el ingenio, quintesenciando el estilo, discreteando a porfía, y llovían madrigales, acrósticos y todo género de rimas galantes. A ejemplo del palacio memorable en los anales de la literatura francesa, se crearon otros círculos presididos por las preciosas (que entonces aún no eran ridículas), en los cuales también se alambicaba el lenguaje y los afectos: fruto y espejo de estas asambleas sui generis fueron las novelas interminables de La Calprénede, de Gomberville y de la señorita de Scudéry. Los héroes de ellas, aunque llevaban nombres griegos, turcos y romanos, hablaban y sentían como franceses contemporáneos de las preciosas; Bruto escribía billeticos perfumados a Lucrecia, y Horacio Cocles, prendado de Clelia, contaba al eco sus amorosas cuitas. En Clelia levantó la señorita Scudéry el famoso mapa del país de Terneza, al través del cual serpea el río de la Afición, se extiende el lago de la Indiferencia y descuellan los distritos del Abandono y la Perfidia. Considerando que tales novelas solían constar de ocho o diez volúmenes de a ochocientas páginas, resulta que era preferible engolfarse en los libros de caballerías, aun a riesgo de secarse la mollera como el Ingenioso Hidalgo.

Es verdad que no todas las ficciones novelescas del siglo XVII parecen hoy tan soporíferas: las de Madama de Lafayette se sufren mejor; la Astrea de Urfé es linda pastoral; la Novela cómica, de Scarron, imitada del español, ofrece colorido y animados lances. Nosotros abandonábamos el riquísimo venero abierto por Cervantes, y entretanto los franceses muy a su sabor lo explotaban, sacando de él oro puro. Lesage, quizá el primer novelista de Francia en el siglo XVIII, se labró un manto regio zurciendo retazos de la capa de Espinel, Guevara y Mateo Alemán. Bien quisimos disputar a Francia el Gil Blas, en cuyo rostro y talle leíamos su origen castellano; pero ¿quién nos tiene la culpa de ser tan descuidados y pródigos? Inútilmente alegamos que Gil Blas debió nacer del lado acá del Pirineo: los franceses nos responden que lo que hay de español en G il Blas es lo exterior, la vestidura: el carácter del protagonista, versátil y mediocre, es esencialmente galo. Y en eso, vive Dios que llevan razón. Nuestros héroes son más héroes, nuestros pícaros más pícaros que Gil Blas.

El abate Prévost, novelador incansable que compuso sobre doscientos volúmenes, olvidados hoy, casualmente acertó a escribir uno por el cual figura al lado de Lesage. Manon Lescaut no es más ni menos que la historia sucinta de dos perdidos, uno varón y otro hembra. El héroe, el caballero Desgrieux, un solemne fullero; la heroína, Manon, una cortesana de baja estofa. Y está lo original y pasmoso del libro en que, con tales antecedentes, Manon y Desgrieux cautivan, interesan, hasta arrancar lágrimas. No es que se verifique en los dos personajes alguna de aquellas maravillosas conversiones, o redenciones por el amor, que fingen los escritores contemporáneos, desde Dumas en La Dama de las Camelias hasta Farina en Capelli Biondi: nada de eso. La cortesana muere impenitente. ¿A qué debe, pues, su atractivo singular la historia de Manon? Su autor nos lo revela. «Manon Lescaut -dice- no es sino pintura y sentimiento, pero pintura verdadera y sentimiento natural. En cuanto al estilo, habla en él la naturaleza misma». La impresión que causa el breve libro de Prévost es la que produce un suceso cierto, el análisis de una pasión hecho por el paciente. Un hombre penetra en la iglesia; arrodíllase al pie de un confesonario, y refiere su vida sin omitir circunstancia, sin encubrir sus vilezas ni sus culpas, sin velar sus sentimientos ni atenuar sus malas acciones: ese hombre es gran pecador, pero ha amado mucho, ha sido arrastrado a pecar por afectos vehementísimos, y el confesor que le escucha siente deslizarse por sus mejillas una lágrima. Esto acontece al que oye en confesión al caballero Desgrieux.

¡Cuán lejos está Rousseau de poseer la naturalidad del abate Prévost! Rousseau es idealista y moralista: predicar, enseñar, reformar el universo, tal es su propósito. Sus novelas rebosan doctrinas, reflexiones y declamaciones: virtud, sensibilidad, amistad y ternura andan en ellas como por su casa. El Emilio, en especial, puede considerarse tipo de la novela docente: el arte, el interés de la ficción, la pintura de las pasiones, todo es allí secundario: el caso es demostrar cuanto se propuso el autor que el libro demostrase. Penetrado de las excelencias y ventajas del estado salvaje y primitivo, Rousseau defendió su tesis hasta el extremo, decía con gracia Voltaire, de infundir ganas de andar a cuatro pies, y solicitó que la igualdad se aplicase tan sin límites, que se casase el hijo del rey con la hija del verdugo. ¡Pícara idea y cuántos estragos hizo en la novela andando el tiempo! Lo noto de paso, y continúo.

Por supuesto que la moral de Rousseau era peregrina: su héroe Saint-Preux, adorando la virtud, seducía a la doncella que sus padres le fiaban para educarla. No obstante, todo lo que se diga de la popularidad y éxito de las novelas de Rousseau es poco. Rousseau ejerció sobre su época el decisivo influjo que alcanzan los escritores si aciertan a erigirse en moralistas. Las mujeres lo idolatraron; las madres lactaron a sus hijos para obedecerle; pulularon las Julias y los Emilios; ciertas comarcas del Norte quisieron tomarle por legislador; la Convención puso en práctica sus teorías, y el torrente de la revolución corrió por el cauce de sus ideas. No ventilemos aquí si todo esto fue vera gloria: lo evidente es que no fue gloria literaria. Como novelista, vale más el abate Prévost.

El mérito literario que no puede negarse a Rousseau, es el de introducir melodías nuevas en el idioma francés, desecado por la pluma corrosiva y aguda de Voltaire. Rousseau supo ver el paisaje y la naturaleza y describirla en páginas elocuentes y hermosas: Pablo y Virginia son la segunda parte de la Eloísa; Bernardino de Saint-Pierre aplicó a un tiempo los procedimientos artísticos y las teorías anti-sociales de su modelo Rousseau, cuando buscó para teatro de su poema un país virgen, un mundo medio salvaje y desierto, y para héroes dos seres jóvenes y candorosos, no inficionados por la civilización y que mueren a su contacto, como la tropical sensitiva languidece al tocarla la mano del hombre.

Mejor que Rousseau narraba Voltaire. Sus cuentos en prosa son la misma sobriedad, la misma claridad, la misma perfección; no es posible indicar en ellos ni leves errores gramaticales; allí resalta el respeto más profundo, la más completa intuición de eso que se llama genio de un idioma. Pero también se advierte aquella pobreza de fantasía, aquella carencia de sentimiento, aquella luz sin calor y aquel corazoncillo seco y encogido, arrugado como nuez añeja, eterna inferioridad del autor de Cándido. Voltaire cuenta; no es posible que novele. El novelista necesita más simpatía y alma menos estrecha.

Diderot reúne mejores condiciones de novelista. Voltaire sabe literatura, pero Diderot es artista, artista que pinta con la pluma: en él comienza la serie de los escritores coloristas de Francia; él emplea antes que nadie frases que copian y reproducen la sensación, por donde consumados estilistas contemporáneos le reconocen y nombran maestro. Sus teorías estéticas, nuevas y atrevidas entonces, contenían ya el realismo; en sus novelas late la realidad: lástima grande que, obedeciendo al gusto de la época, las haya sembrado de pasajes licenciosos, enteramente innecesarios. No pueden compararse sus aptitudes con las de ningún escritor de su tiempo; lea el que lo dude El Sobrino de Rameau, tesoro de originalidad; lea la misma Religiosa, descartando las manchas de inverecundia que la afean y el alegato contra los votos perpetuos que el acérrimo libertino no supo omitir, y verá un libro interesantísimo, con delicado interés, sin aventuras ni incidentes extraordinarios, sin galanes ni amoríos de reja, con sólo el combate interior de un espíritu y el vigoroso estudio de un carácter. Diderot escribió La Religiosa fingiendo ser las memorias de una doncella obligada por su familia a entrar monja sin vocación, y que tras de mil luchas se escapa del claustro, y dirigió el manuscrito al Marqués de Croismare, gran filántropo, como si la desdichada le pidiese auxilio. El Marqués, engañado por la admirable naturalidad del relato, se apresuró a mandar dinero y a ofrecer protección a la imaginaria heroína de Diderot.

Con estos novelistas de la Enciclopedia hemos llegado a un punto crítico. La Revolución comienza, y mientras dure su formidable sacudida nadie escribe novelas, pero todo el mundo se halla expuesto a vivirlas muy dramáticas.

– VIII –
Los vencidos

Cuando pasó el Terror, las letras, que habían subido al cadalso con Andrés Chénier, comenzaron a volver en sí, pálidas aún del susto.

Pigault Lebrun fue el Boccaccio de aquella época azarosa, un Boccaccio tan inferior al italiano, como la estopa a la batista. Fiéveé narrador agradable, entretuvo al público con historietas, y Ducray Duminil contó a la juventud patéticos sucesos, novelas donde la virtud perseguida triunfaba siempre en última instancia. De la pluma de Madama de Genlis brotó un chorro continuo, igual y monótono de narraciones con tendencia pedagógico-moral; pero la iluminada y profetisa Madama de Krüdener picó más alto, escribiendo Valeria.

No obstante, la figura principal que domina estas secundarias, entre las cuales tantas son femeninas, es otra mujer de prodigiosa cultura y excelso entendimiento, filósofa, historiadora, talento varonil si los hubo: la Baronesa de Staël.

Antes de componer novelas, la hija de Necker se había ensayado con obras serias y profundas, y su Corina y su Delfina fueron para ella como descanso de graves tareas, o, mejor dicho, como expansiones líricas, válvulas que abrió para desahogar su corazón, cuya viveza de sentimientos no desmentía su sexo. Ella misma fue heroína de sus novelas, y fundó así, rompiendo con la tradición de impersonalidad de los narradores y cuentistas, la novela idealista introspectiva. Delfina y Corina lograron tal aplauso y ganaron tantos lectores, que hasta se cree que Napoleón no se desdeñó de criticar, en su cesáreo estilo, y por medio de un artículo anónimo inserto en el Monitor, las producciones novelescas de su acérrima adversaria.

Al par que trazaba a la novela los rumbos que tantas veces recorrió después, Madama de Staël descubría una mina explotada luego por el romanticismo, dando a conocer en su magnífico libro La Alemania las riquezas de la literatura germánica, romántica ya, y que de tal modo vino a influir en la de los países latinos.

Es de notar que los enciclopedistas, y Voltaire más que ninguno, mientras preparaban la revolución política atacando desaforadamente el antiguo régimen y minándolo por todos lados, se habían mostrado en literatura conservadores y pacatos hasta dejarlo de sobra, respetando supersticiosamente las reglas clásicas; y como si el clasicismo en sus postrimerías quisiese revestirse de nueva juventud y forma encantadora, encarnó en Andrés Chénier, el poeta más griego y más clásico que tuvo nunca Francia, al par que el primer lírico del siglo XVIII. De modo que aun cuando Diderot reclamó la verdad en la escena y en la novela, y Rousseau hizo florecer en su prosa el lirismo romántico, las letras permanecieron estacionarias y clásicas durante la revolución y primeros años del imperio, hasta que vinieron Madama de Staël y Chateaubriand.

Siendo jovencita, Madama de Staël leía asiduamente a Rousseau; el joven emigrado bretón que comparte con ella la soberanía de aquel período, era también discípulo del ginebrino, y discípulo más adicto, porque mientras Madama de Staël se mostró asaz indiferente a la naturaleza, musa del autor de las Confesiones, Chateaubriand se lanzaba a América por anhelo de conocer y cantar un paisaje virgen, y describir con mas poesía que su maestro las magnificencias de bosques, ríos y montañas. Por este mismo propósito, donde el poeta tenía más parte que el novelista, resultó que las novelas de Chateaubriand fueron poemas mejor que otra cosa. Al menos Corina se estudiaba a sí propia y a la sociedad en que vivió; no que René se idealizaba, subiéndose al pedestal de su enfermizo orgullo, perdiéndose en nebulosa melancolía, y aislándose así del resto de los humanos. Sus contemporáneos hicieron de Chateaubriand un semidiós; la generación presente le desdeña con exceso olvidando sus méritos de artista. René no es inferior a Werther, de Goethe, como análisis de una noble enfermedad, la insaciable, vaga e inmensa pasión de ánimo de nuestro siglo. El descrédito cada vez mayor de Chateaubriand no puede achacarse sino a la creciente exigencia de realidad artística.

En efecto, cuantos quisieron buscar la belleza fuera de los caminos de la verdad, comparten la suerte del ilustre autor de los Mártires; la indiferencia general arrincona sus obras, cuando no sus nombres. ¿De qué le sirvió a Lamartine su unción, su dulzura, su instinto de compositor melodista, su fantasía de poeta, tantas y tantas cualidades eminentes? ¿Lee hoy alguien sus novelas? ¿Se embelesa nadie con el platónico panteísta Rafael? ¿Llora nadie las penas y abandono de Graziella? ¿Hay quien pueda llevar en paciencia a Genoveva?

Si las novelas de Víctor Hugo no han perdido tanto como las de Chateaubriand y Lamartine, consiste quizá en que son más objetivas; en los problemas sociales que plantean y resuelven, aunque por modo apocalíptico; en el vivo interés romancesco que saben despertar, y en cierto realismo… ¡perdóneme el gran poeta! de brocha gorda, que a despecho de la estética idealista del autor, asoma aquí y allí en todas ellas. Y digo de brocha gorda, porque nadie ignora que a Víctor Hugo le son más fáciles los toques de efecto que las pinceladas discretas y suaves, por donde su realismo viene a ser un efectismo poderoso, pero no tan hábil que no se le vea la hilaza. En suma, Víctor Hugo toma de la verdad aquello que puede herir la imaginación y avasallarla: verbigracia, el soplo por la nariz con que el presidiario Juan Valjean

apaga la luz en casa de Monseñor Bienvenido. Lo que únicamente tiende a producir impresión de realidad, Víctor Hugo no sabe o no quiere observarlo. En justo castigo de esta culpa, sus novelas van estando, si no tan marchitas como las de Chateaubriand y Lamartine, al menos algo destartaladas. Para que produzcan ilusión, hay que verlas con luz artificial.

Por lo demás, ni Chateaubriand ni Víctor Hugo ni Lamartine hicieron de la novela artículo de consumo general, fabricado al gusto del consumidor. Esta empresa industrial estaba guardada para el irrestañable e impertérrito criollo Dumas, abogado de los folletines, a cuya intercesión se encomiendan aún tantos dañinos escribidores.

¡Peregrina figura literaria la del autor de Monte Cristo! Trabajo le mando a quien se proponga leer sus obras enteras. Si la inmortalidad de cada autor se midiese por la cantidad de tomos que diese a la estampa, Alejandro Dumas, padre, sería el primer escritor de nuestra época. Porque si bien está demostrado que, además de novelista, fue Dumas razón social de una fábrica de novelas conforme a los últimos adelantos, donde muchas, como el blanco y carmín de la doña Elvira del soneto, sólo tenían de suyas el haberle costado su dinero; si es cierto que se patentizó la imposibilidad física de que hubiese escrito cuanto publicaba, y si cuando pleiteó con los directores de La Prensa y de El Constitucional, éstos le probaron que, sin perjuicio de otros encargos, se había comprometido a darles a ellos cada año mayor número de cuartillas de original que puede despachar el escribiente más ligero; si amén de contraer y cubrir todos estos compromisos está averiguado que viajaba, que hacía vida social, frecuentaba los bastidores de los teatros y las redacciones de la prensa, se metía en política y galanteaba, todavía es admirable que haya dado abasto a escribir la prodigiosa cantidad de libros que sin disputa le pertenecen, y a leer y retocar los ajenos cuando salían escudados con su nombre.

Por muchos cirineos que le ayudasen a llevar el peso de la producción, Dumas aparece fecundísimo. Un teatro se fundó sólo para representar sus obras; un periódico para despachar en folletín sus novelas, pues ya no alcanzaban los editores a imprimirlas aparte». En tan inmenso océano de narraciones novelescas como nos dejó, sobreabunda el género pseudo-histórico, especie de resurrección de los libros de caballerías adaptados al gusto moderno. Alejandro Dumas llamaba a la historia clavo donde colgaba sus lienzos, y otras veces aseguraba que a la historia era lícito hacerle violencia, siempre que los bastardos naciesen con vida. Penetrado de tales axiomas, trató a la verdad histórica sin cumplimientos, como todos sabemos. Es cierto que también Chateaubriand había sustituido a la erudición sólida y a la crítica severa su fantasía incomparable; pero ¡de cuán distinto modo! Chateaubriand bordó de oro y perlas la túnica de la historia; Dumas la vistió de máscara.

En medio de todo, hay dotes sorprendentes en Alejandro Dumas. No es grano de anís inventar tanto, producir con tan incansable aliento y mecer y arrullar gratamente -siquiera sea con patrañas inverosímiles- a una generación entera. El don de imaginar, acaso nadie lo ha tenido en tanta cantidad como Alejandro Dumas, si bien otros lo poseyeron de calidad mejor y más exquisita: que en esto de imaginación, como en todo, hay género de primera y de segunda. Y realmente, Alejandro Dumas es el tipo de la literatura secundaria, no del todo ínfima, pero tampoco comparable a la que forjan grandes escritores con los cuales no puede medirse el autor de Los Tres Mosqueteros.

Literariamente, Dumas es mediocre. De ahí proviene su éxito y popularidad. Dumas subió a la altura exacta de la mayor parte de las inteligencias. Si su forma fuese más selecta y elegante, o su personalidad más caracterizada, o sus ideas más originales, ya no estaría al alcance de todo el mundo. Su novela es, pues, la novela por antonomasia; la novela que lee cada quisque cuando se aburre y no sabe cómo matar el tiempo; la novela de las suscripciones; la novela que se presta como un paraguas; la novela que un taller entero de modistas lee por turno; la novela que tiene los cantos grasientos y las hojas sobadas; la novela mal impresa, coleccionada de folletines, con láminas melodramáticas y cursis; y la novela, en suma, más antiliteraria en el fondo, donde el arte importa un bledo y lo que interesa es únicamente saber en qué parará y cómo se las compondrá el autor para salvar a tal personaje o matar a cuál otro.

Hoy, al ver la enorme biblioteca dumasiana, no sabe uno qué admirar más, si su tamaño o su poca consistencia. El abate Prévost, de sus doscientos volúmenes, logró salvar uno que le inmortaliza: diez o doce años después del fallecimiento de Dumas, dudamos si alguna de sus obras pasará a las futuras edades.

Bien arrumbado se va quedando asimismo el rival de Dumas, el poco menos fecundo e inventivo Eugenio Sue. En éste había la cuerda socialista, populachera y humanitaria, que tocada diestramente, gana triunfos tan brillantes como efímeros. Sin embargo, Sue tuvo más de artista que Dumas; dio mayor relieve a sus creaciones. Su fantasía rica e intensa, evocaba con fuerza superior. Pero si en alguien alcanzó esta facultad aquel grado de pujanza que todo lo poetiza y transforma, y sin reemplazar a la verdad, compensa su falta, fue en Jorge Sand.

Jorge Sand es el escultor inspirado de la novela idealista; Alejandro Dumas, y Sue mismo, a su lado, no pasan de alfareros. Gran productor como sus rivales, recibió del cielo, por añadidura, dones literarios, merced a los cuales fue el único competidor digno de Balzac, como Madama de Staël lo había sido de Chateaubriand. Su ingenio era de aquellos que hacen escuela y marcan huella resplandeciente y profunda. En el día podemos juzgar con serenidad al ilustre andrógino, porque aun cuando somos casi coetáneos suyos, no hemos alcanzado el período militante de sus obras. Nuestros padres conocieron a Jorge Sand en la época de sus aventuras y vida bohemia, y se escandalizaron con la propaganda anticonyugal y antisocial de sus primeros libros. Hoy, en el vasto conjunto de los escritos de Jorge Sand, esos libros, forma primaria de su talento dúctil y variable, son un pormenor, digno sí de tomarse en cuenta, pero que no empece al mérito de los restantes: tanto más, cuanto que el gusto ha cambiado, y actualmente se cree que la obra mejor de la autora de Mauprat son sus novelas campestres, Geórgicas modernas, dignas de compararse con las del poeta mantuano. ¿Qué importan las teorías filosóficas tan extravagantes como inconsistentes de Jorge Sand? Latouche dijo de ella descortésmente que era un eco que reforzaba la voz, y a fe que no se engañó en lo que respecta a pensamiento, porque Jorge Sand dogmatizaba siempre por cuenta ajena. Pero el escritor insigne no le debe nada a nadie. Hoy sus filosofías son tan peligrosas para la sociedad y la familia como una linterna mágica o un kaleidoscopio. Valentina, Lelia, Indiana, no nos persuaden a cosa alguna; su propósito docente o disolvente resulta inofensivo. Lo que permanece inalterable es el nítido y majestuoso estilo, la fantasía lozana del autor.

En toda la literatura idealista que revisamos impera la imaginación, de más o menos quilates, más o menos selecta; pero siempre como facultad soberana. Podemos decir que ella es la característica del periodo literario que empieza con el siglo y dura hasta su mitad. También indudable aparece la decadencia del género. No hablemos de Alejandro Dumas y Eugenio Sue: consideremos sólo a Jorge Sand, que vale más que ellos. Lo que sucede con Jorge Sand es prueba palmaria de que la literatura de imaginación es ya cadáver. La célebre novelista, de edad muy avanzada, falleció hace pocos años, como si dijéramos ayer, en 1876, en su tranquilo retiro de Nohant, y hasta los últimos días de su existencia escribió y publicó novelas, donde no se advertía inferioridad o descenso en la composición ni en el estilo, antes descollaba como siempre la maestría propia del gran prosista. Pues esas novelas, insertas en la Revista de Ambos Mundos, pasaban inadvertidas; nadie reparaba en ellas; para la generación actual, Jorge Sand había muerto mucho antes de bajar al sepulcro. ¿Y por qué? Tan sólo porque estaba fuera del movimiento literario actual; porque cultivaba la literatura de imaginación, que tuvo su época y hoy no cabe. No es que la gente dejase de pronunciar con admiración el nombre de Jorge Sand; es que consideraba sus escritos como se consideran los de un clásico, de un autor que fue hijo de otras edades y no vive en la presente.

– IX –
Los vencedores

Conocidos ya los padres de la Iglesia idealista, ahora nos toca trabar amistad con los jefes de la escuela contraria.

Diderot es su patriarca; él comunicó antes que nadie a la empobrecida lengua del siglo XVIII colorido y vibración; él abogó, como sabemos, por la verdad en el arte. Descendiente en línea recta de Diderot, fue Enrique María Beyle, Stendhal.

Antes de escribir novelas, Stendhal manejó la crítica y narró sus impresiones de viaje: pero en ningún género de los diversos que cultivó aspiraba a la gloria de las letras. No hay cosa menos parecida a un escritor de oficio que Stendhal: hombre de activa existencia, de varia fortuna, pintor, militar, empleado, comerciante, auditor del Consejo de Estado, diplomático, quizá debió a su misma diversidad de profesiones la acuidad de observación y el conocimiento de la vida que distingue a los viajeros literarios, como Cervantes y Lesage, investigadores curiosos que prefieren a los polvorientos libros de las bibliotecas la gran biblia de la sociedad. Stendhal emborronó papel sin premeditación; no usó de pseudónimos por coquetería, sino por mejor ocultarse; no se creyó llamado a regenerar cosa alguna, ni a transformar el siglo con sus escritos; trabajó como aficionado, y cierto día se quedó estupefacto viendo un artículo encomiástico que Balzac le dedicaba. «He repasado el artículo -son sus propias palabras- pereciéndome de risa. A cada elogio subido de punto, pensé en el gesto que pondrían mis amigos si tal leyesen». Sencillo en la forma, aunque muy refinado y sutil en el fondo, empleaba el sobrio lenguaje de los enciclopedistas, con mayor descuido e incorrección de la que ellos se permitieron; y aunque tocado de romanticismo en sus primeros años, jamás admitió las galas y adornos de la prosa romántica; antes para manifestar su desdén por el estilo florido, afirmaba que al sentarse al escritorio tenía muy buen cuidado de echarse al coleto una página del Código.

Por culpa de esta originalidad misma, Stendhal consiguió en vida pocos lectores y menos partidarios: el fulgor de las estrellas románticas llenaba entonces el firmamento. Hasta dos lustros después de la muerte de Stendhal, ocurrida en 1842, no empezaron a llamar la atención sus obras, que no llegan a docena y media, fundándose en sólo dos novelas su fama de escritor realista. La Cartuja de Parma describe una corte pequeña, un ducado italiano, donde se tejen maquiavélicas intrigas y el amor y la ambición hacen diabluras: tempestad en el lago de Como. Rojo y Negro estudia aquella primera época de la Restauración francesa, en que sucedió al poder militar de Napoleón -ídolo de Stendhal- la influencia religioso-aristocrática. Acerca del mérito de estos dos libros se han pronunciado juicios muy diversos. Sainte-Beuve, declarando que no son novelas vulgares y que sugieren ideas y abren caminos, las califica sin embargo de detestables, fallo harto radical para un crítico tan ecléctico. Taine las admira hasta el punto de llamar a Stendhal gran ideólogo y primer psicólogo de su siglo. Balzac se declara incapaz de escribir cosa tan bella como La Cartuja de Parma. A Caro le irritan de tal suerte ésta y las demás obras de Stendhal, que llega a injuriar al autor; y Zola, reconociendo en él al sucesor de Diderot y poniéndolo en las nubes, niega la completa realidad de sus personajes, que no son, en concepto de Zola, hombres de carne y hueso, sino complicados mecanismoscerebrales, que funcionan aparte, independientes de los demás órganos.

Hay algo de verdad en tan opuestos pareceres. Si se atiende al procedimiento artístico, Sainte-Beuve está en lo cierto. Las novelas de Stendhal no carecen de ninguna imperfección. Escritas con poca gramática -como demostró Clemencín que está el Quijote-, su estilo es no sólo descarnado, sino escabroso. Fáltales unidad, coherencia, interés sostenido gradualmente; en suma, las cualidades que suelen elogiarse en una obra literaria. De La Cartuja de Parma podrían suprimirse las dos terceras partes de los personajes y la mitad de los acontecimientos sin grave inconveniente: en Rojo y Negro sería muy oportuno que la novela concluyese en el primer tomo: también podría acabar a la mitad del segundo. Respecto a elegancia, proporción y destreza en componer, está muy por cima de Stendhal su discípulo Merimée.

Zola tampoco yerra cuando asegura que los héroes de Stendhal raciocinan demasiado. Sí; a veces sobra allí raciocinio. El protagonista de Rojo y Negro, Julián Sorel, al regresar de un desafío, donde le han metido una bala en un brazo, viene raciocinando muy reposadamente acerca del trato de las gentes de alto coturno, de si su conversación es amena o enfadosa, y otras menudencias por el estilo: y no lo hace en voz alta ni con ánimo de mostrarse sereno, que entonces sería natural, sino para su capote. Otro cualquiera pensaría en la herida, por poco que le doliese. Sin embargo Zola, al reconocer estos lunares, conviene con Taine, declarando que Stendhal es profundo psicólogo. Lo que le falta por confesar al jefe del naturalismo francés es que el valor de los aciertos de Stendhal consiste precisamente en el terreno sobre que recaen. Stendhal analiza y diseca el alma humana, y aunque a Zola no le cuadre, el que acierta en ese género de estudio se coloca muy alto. Es como el disector que trabaja en las partes más delicadas e íntimas del organismo, necesarias para la vida; o como el cirujano que opera sobre tejidos recónditos, llenos de venas, arterias y nervios.

Copista de la naturaleza exterior, a cuyo influjo atribuye las determinaciones del albedrío, Zola pospone sistemáticamente ese orden de verdades que no están a flor de realidad, sino incrustadas, digámoslo así, en las entrañas de lo real, y por lo mismo sólo pueden ser descubiertas por ojos perspicaces y escalpelos finísimos. No es que Zola no sea psicólogo; pero lo es a lo Condillac, negando la espontaneidad psíquica: por eso el método interiorista de Stendhal no acaba de satisfacerle. Y es el caso que Stendhal no tiene otros títulos a la gloria que ya va dorando su sepulcro, sino esa lucidez de psicólogo realista que nos presenta un alma desnuda, cautivándonos con el espectáculo de la rica y variada vida espiritual, espectáculo tanto o más interesante, diga Zola lo que quiera, que el de los mercados en el Vientre de París… y cuenta que este vasto bodegón de Zola es admirable. En resumen, Stendhal borra sus muchos e innegables defectos con el subido valor filosófico de sus bellezas, viniendo a ser sus obras como joya de ricos diamantes engarzados y montados sin esmero alguno.

Extraños azares los de la gloria literaria. Stendhal, con el corto patrimonio de dos novelas, logra hoy ver unido su nombre, en concepto de iniciador del arte realista y naturalista, al de Balzac, que fue un titán, un cíclope, forjador incansable de libros. Y cuenta que si Stendhal era indiferente a la celebridad, Balzac aspiraba a ella con todas las fuerzas de su alma. La obtuvo particularmente fuera de su país, en Italia, en Suecia, en Rusia; mas no tanta que no compitiesen ventajosamente con él adversarios como Dumas y Sue, disputándole la honra y el provecho». Mientras Dumas podía derrochar en locuras caudales ganados con su péñola de novelista, Balzac luchaba cuerpo a cuerpo con la miseria, sin obtener jamás un mediano estado de fortuna. Para mayor dolor, la crítica le atacaba encarnizadamente.

No encierra la vida de Balzac aventuras novelescas; su historia se reduce a trabajar y más trabajar para satisfacer a sus acreedores y crearse una renta desahogada; escribió sin descanso, sin término, pasando las noches de claro en claro, produciendo a veces una novela en diez horas, y todo en balde, sin lograr verse libre de sus urgentes y angustiosas obligaciones ni disponer de un ochavo. Dicen con razón cuantos hoy escriben acerca de Balzac, que en ese modo de vivir suyo se contiene la explicación y clave de sus obras.

Propúsose Balzac realizar completo y enciclopédico estudio de las costumbres y sociedad moderna mirada por todos sus aspectos; y declarándose doctor en ciencias sociales, quiso crear la Comedia Humana, resumen típico de nuestra edad, como el poema de Dante lo fue de la Edad Media. Cada novela, un canto. En tan vasta epopeya, todas las clases tuvieron representación y todas las modificaciones políticas su pintura adecuada. Balzac retrató de cuerpo entero al imperio, a la restauración, a la monarquía de Julio; copió del natural, con fidelidad admirable, las fisonomías de la nobleza legitimista, chapada a la antigua, desde los heroicos chuanes del Este hasta los jactanciosos hidalgüelos del Mediodía; las de la mesocracia orleanista; las de los soldados del imperio, del clero, de los paisanos; de los diferentes tipos de la bohemia literaria, de los periodistas, y, para decirlo de una vez, lo copió todo, conforme a su gigantesco plan, con atlético vigor y esfuerzo hercúleo. Zola, que sabe hablar de Balzac elocuentemente, compara la Comedia Humana a un monumento construido con materiales distintos: aquí mármol y alabastro, allí ladrillo, yeso y arena, todo entreverado y confundido por la mano presurosa de un albañil que a trechos era insigne artista. El edificio, combatido de la intemperie, a partes se desmorona, viniéndose al suelo los materiales viles, mientras las columnatas de granito y jaspe se sostienen erguidas y hermosas. No cabe comparación más exacta.

De todo hay en el colosal monumento erigido por Balzac; hasta las mismas columnatas de mármol que Zola admira, con ser de preciosa traza y calidad inestimable, están levantadas aprisa, por brazos febriles. ¿Cómo no? Atendido el modo de componer de Balzac, así tuvo que suceder. Cuando se encerraba en su habitación con una resma de papel delante, sabía que dentro de quince días, de una semana, o quizá menos, le reclamaría el editor la resma manuscrita, y el acreedor se presentaría a recoger el precio quitándoselo de las manos. Considérese el estado moral de Balzac al escribir, y compárese, por ejemplo, al de su sucesor Flaubert, que para componer una novela en un tomo consultaba quinientos, hacía seis de extractos, y tardaba ocho años a veces. Balzac hilvanó en veinte días César Baratte, una de sus mejores obras, un pórtico de mármol. Sus cuartillas, ininteligibles, losanjeadas de borrones, cruzadas, tachadas, caóticas, las traducían a duras penas en la imprenta. ¡Y Flaubert copiaba diez o doce veces una página para perfeccionarla! De juro Balzac no se tomó nunca la molestia de copiar; mandaba el original a las prensas, y en pruebas corregía, variaba párrafos enteros. No le era lícito pararse en menudencias.

¡Qué mucho que sus creaciones sean desiguales! Aunque descontemos aquellas obras de la juventud que más parecen de la senectud, y en las cuales se muestra tan inferior, en la misma Comedia Humana se hallan libros de valor tan diverso como Eugenia Grandet y Ferragus, La Prima Bette y los Esplendores y Miserias de las Cortesanas. No sólo es patente la diferencia entre novela y novela, sino entre las partes de una misma. De tantas obras magistrales, apenas hay una perfecta, que pueda proponerse como modelo digno de imitación; y, sin embargo, en casi todas se contienen bellezas extraordinarias.

Así como no era posible que, dada su especial manera de crear, se consagrase Balzac a purificar y dirigir su copiosa vena y a procurar la perfección, tampoco lo era que procediese como los realistas contemporáneos, tomando todos y cada uno de los elementos de sus obras de la observación de la realidad. No le hubiera alcanzado para eso sólo entera la vida. Dijo acertadamente de él Philarete Chasles que, más que observador, era vidente. Trabajaba al vuelo sirviéndose de la verdad adivinada y deducida, combinándola en sus escritos a la mayor dosis posible, pero no empleándola pura. Si la inspiración traía de la mano a la verdad, mejor que mejor; si no, no era cosa de suspender el comenzado trabajo, ni de renunciar al socorro de la fantasía para entretenerse en verificar datos. En Balzac, sobre la observación está la inspiración de lo real. Su espíritu concentraba en un foco rayos de luz dispersos, sin tomarse el trabajo de contarlos ni de averiguar su procedencia. La intuición desempeña en sus obras papel importantísimo. ¿Dónde había cursado Balzac ciencias sociales? ¿Dónde ganó el birrete de doctor? ¿Cuándo aprendió fisiología, medicina, química, jurisprudencia, historia, heráldica, teología, todas las cosas que supo como cabalmente debe saberlas un artista, sin erudición ni errores? Se ignora.

Si a veces la imaginación le arrastra y dibuja perfiles inverosímiles, en cambio cuando encuentra el cabo de la realidad, que es casi siempre, tira de él y no para hasta devanar toda la madeja. La mayor parte de sus caracteres son prodigios de verdad. Lo que queda impreso en la mente, después de leer a Balzac, no es el asunto de esta novela, ni el dramático desenlace de la otra sino -don harto más precioso- la figura, el andar, la voz y el modo de proceder de un personaje que vemos y recordamos como si fuese persona viva y la conociésemos y tratásemos.

Suelen censurar el estilo de Balzac sus jueces. Sainte-Beuve lo califica de «enervado, veteado, rosado, asiático, más descoyuntado y muelle que el cuerpo de un mimo antiguo». Si es cierto que le falta la sobriedad y la armonía, que en Balzac no cupo nunca, en cambio el estilo del autor de Eugenia Grandet posee lo que no se aprende ni se imita: la vida: Sus frases alientan, su colorido brillante y fastuoso las hace semejantes a rico esmalte oriental. Defectos, tiene todos los que faltan a Beyle: lirismo, hinchazón, hojarasca; pero ¡cuántos primores, cuántos lienzos de Tiziano y de Van Dick, qué interiores, qué retratos de mujer, qué paños y carnes tan jugosamente empastados! Walter Scott, al cual Balzac admiraba y respetaba con extremo ha sido más difuso sin ser tan feliz.

– X –
Flaubert

Flaubert se diferencia de Balzac como un hombre de un gigante. El autor de la Comedia Humana hizo épica la realidad; el autor de Madama Bovary nos la presenta cómico-dramática. Hay escritores que ven el mundo como reflejado en un espejo convexo, y, por consiguiente, desfigurado. Balzac lo miró con ojos lenticulares, que sin alterar la forma, aumentaban sus proporciones; Flaubert, en cambio, lo vio sin ilusión óptica; y no digo que lo contempló con ojeada serena, porque me parece que la frase se aviene mal con el pesimismo que de modo indirecto, pero eficaz, predican sus obras.

De Flaubert sí que no hay que preguntar dónde y cuándo aprendió lo mucho que sabía. Hijo de un médico afamado, se familiarizó presto con las ciencias naturales, y aunque la desahogada situación de su familia le permitió no abrazar más carrera que la de las letras, fue estudiante perpetuo y adquirió una cultura algo heterogénea y caprichosa, pero vastísima. Su amigo Máximo du Camp, que en un libro reciente, los Recuerdos literarios, comunica al público tantas y tan interesantes noticias acerca de Flaubert, dice que éste era, por su prodigiosa memoria y lectura inmensa, un diccionario viviente que se podía hojear con gusto y provecho. Mostró siempre Flaubert predilección hacia cierto linaje de estudios que hoy apenas atraen más que a entendimientos refinados y curiosos: la apologética cristiana, la historia de la Iglesia, los Santos Padres, las humanidades. Tan graves ejercicios intelectuales, unidos a su ardentísimo culto de la forma y a su sagacidad de implacable observador, hicieron de él un artista consumado, un clásico moderno.

Flaubert escribió menos libros y pocas más novelas que Stendhal. Su primer obra -aparte de un ensayo titulado Noviembre, que no llegó a hacer gemir las prensas- es La Tentación de San Antonio, especie de auto sacramental semejante al Ashavero de Edgar Quinet. El Santo ve desfilar ante sus deslumbrados ojos todas las seducciones de la carne y del espíritu, todos los lazos que el demonio puede tender a los sentidos, al corazón y a la mente; y pasan turbándole con sus palabras o con su aspecto, desde la Reina de Saba hasta la Esfinge y la Quimera, y desde la diosa Diana hasta los herejes nicolaítas. Cuando Flaubert leyó a sus amigos el manuscrito, prueba evidente de su peregrina erudición, éstos, mirándolo desde el punto de vista literario, emitieron el siguiente dictamen: «Has trazado un ángulo cuyas líneas divergentes se pierden en el espacio; has convertido la gota de agua en torrente, el torrente en río, el río en lago, el lago en océano y el océano en diluvio; te anegas, anegas a tus personajes, anegas el asunto, anegas al lector y se anega la obra». Y viendo que el fallo le consternaba, aconsejáronle que emprendiese otro trabajo, un libro donde pintase la vida real, y donde la misma vulgaridad del asunto le impidiese caer en el abuso del lirismo, defecto heredado de la escuela romántica. Flaubert tomó el consejo y produjo Madama Bovary. Andando el tiempo, solía decir a sus consejeros: «Me habéis operado el cáncer lírico: mucho me dolió pero era hora de extirparlo».

Gran salto hubo de dar Flaubert desde La Tentación hasta Madama Bovary. En La Tentación se revelaban sus variados y selectos conocimientos, su asidua lectura de teólogos, místicos y filósofos: en Madama Bovary cambia la decoración: no estamos en los desiertos de Oriente, sino en Yonville, poblachón atrasado y miserable: no presenciamos la gigantesca lucha del Santo asceta con las potestades del infierno, sino las vicisitudes de la familia de un medicucho de aldea. Todo es vulgar en Madama Bovary: el asunto, el lugar de la escena, los personajes; sólo el talento del autor es extraordinario.

Emma Bovary nació en las últimas filas de la clase media; pero en el elegante colegio donde fue educada, se rozó con señoritas ricas e ilustres, y empezaron a depositarse en ella los gérmenes de la vanidad, concupiscencia y sed de goces, graves enfermedades de nuestro siglo. Poco a poco se van desarrollando estos gérmenes, y depravan el alma de la joven, esposa ya y madre de familia. Sentimentales amoríos, hábitos de lujo incompatibles con su modesta posición de mujer de un médico rural, trampas y desórdenes crecientes, complican de tal modo su situación, que cuando los acreedores la apremian se envenena con arsénico. Éste es el sencillo y terrible drama -tomado de un hecho cierto- que inmortalizó a Flaubert.

El argumento de Madama Bovary -que ha sido tan censurado y ha producido tal escándalo- fue sugerido a Flaubert, según declara Máximo du Camp, por la casualidad que le trajo a la memoria el recuerdo de una mujer desdichada que vivió y murió como su heroína. De la alta trascendencia social de obras como Madama Bovary y de su sentido moral hablaré más adelante, cuando toque la delicada cuestión de la moralidad en el arte literario; ahora me limito a hacer constar que Flaubert aceptó el primer dato que se le ofrecía, y que le sería indiferente aprovecharse de otro cualquiera. Historias como la de Madama Bovary no faltan; pero hasta Flaubert nadie las había referido así. El mismo Balzac, que comprendió bien el poder del dinero en nuestra sociedad, no llegó a manifestar con tanta energía como Flaubert la metalización que sufrimos. Un escritor menos analítico poetizaría a Madama Bovary, haciéndola morir abrumada bajo el peso de sus desengaños amorosos o de sus remordimientos devoradores, y no de sus vulgares deudas. Las páginas en que Madama Bovary, frenética y desalada, implora en vano de sus amantes la suma necesaria para aplacar a sus acreedores, son el estudio más cruel, pero más sincero y magnífico, que se habrá escrito sobre la dureza de los tiempos presentes y el poder del oro.

No es sólo admirable en la obra maestra de Flaubert el vigor y la verdad de los caracteres; hay que considerarla también modelo de perfección literaria. El estilo es como lago transparente en cuyo fondo se ve un lecho de áurea y fina arena, o como lápida de jaspe pulimentado donde no es posible hallar ni leves desigualdades. Jamás decae, jamás se hincha; ni le falta ni le sobra requisito alguno; no hay neologismos, ni arcaísmos, ni giros rebuscados, ni frases galanas y artificiosas; menos aún desaliño, o esa vaguedad en las expresiones que suele llamarse fluidez. Es un estilo cabal, conciso sin pobreza, correcto sin frialdad, intachable sin purismo, irónico y natural a un tiempo, y en suma, trabajado con tal valentía y limpieza, que será clásico en breve, si no lo es ya. Las descripciones en Madama Bovary realizan el ideal del género. No comete Flaubert, aunque describe mucho, el pecado de pintar por pintar; si estudia lo que hoy se llama el medio ambiente, no lo hace por satisfacer un capricho de artista, o por lucirse hablando de cosas que conoce bien, sino porque importa al asunto o a los caracteres: y posee tino tan especial, que sólo describe lo más saliente, lo más típico, y eso en pocas palabras, sin abusar del adjetivo, con dos o tres pinceladas maestras. Así es que en Madama Bovary, a pesar de la escrupulosa conciencia realista del autor, cada cosa está en su lugar, y siempre lo principal es principal, lo accesorio accesorio. La habilidad de Flaubert se patentiza así en lo que dice como en lo que omite: por donde es superior a Balzac, que usa tanto adorno superfluo.

Flaubert desconoció enteramente el valor de Madama Bovary; es más, le irritó su éxito. Le sacaba de quicio el que el público y los críticos la prefiriesen a sus demás obras, y para verle furioso no había sino aconsejarle que escribiese otra cosa por el estilo. «¡Que me dejen en paz con Madama Bovary!», solía exclamar. Durante los últimos años de su vida, quiso retirar de la circulación el libro, no permitiendo nuevas ediciones, y si no lo verificó, fue porque necesitaba dinero. No sólo desdeñaba a Madama Bovary, considerándola inferior, por ejemplo, a La Tentación, sino que declaraba menospreciar el género a que pertenece, o sea el estudio analítico de la realidad en caracteres y costumbres, estimando únicamente el primor del estilo, la belleza de la frase, y asegurando que sólo con ella se ganaba la inmortalidad; que Homero era tan moderno como Balzac, y que él daría a Madama Bovary entera por un párrafo de Chateaubriand o Víctor Hugo. Porque es de advertir que para Flaubert, entusiasta discípulo de la escuela romántica, ferviente admirador de Hugo, Dumas y Chateaubriand, la perfección del estilo no era aquella admirable sobriedad y nitidez que él alcanzaba, sino los oropeles líricos, la prosa poética y florida. Caso de ceguera literaria muy semejante a la que impulsó a Cervantes a preferir entre sus obras el Persiles.

Después de Madama Bovary, Salambona es lo mejor de Flaubert. Con la misma escrupulosidad que estudió las miserias de un lugarcillo en tiempo de Luis Felipe, reconstruyó Flaubert el mundo remoto, la misteriosa civilización púnica. Nos transportó a Cartago entre los contemporáneos de Amílcar, durante la sublevación de las tropas mercenarias que la república africana tenía a sueldo para auxiliarla contra Roma; y la heroína de la novela fue la virgen Salambona sacerdotisa de la Luna. Parece a primera vista que tales elementos compondrán un libro enfadoso, erudito quizá, pero no atractivo; algo semejante a las novelas arqueológicas que escribe el alemán Ebers. Pues nada de eso. Aunque el autor de Salambona nos conduzca a Cartago y a las cordilleras líbicas, al templo de Tanit y al pie del monstruoso ídolo de Moloch Salambona es en su género un estudio tan realista como Madama Bovary.

Prescindamos de la infatigable erudición que desplegó Flaubert para pintar la ciudad africana, de su viaje a las costas cartaginesas, de su esmero en revolver autores griegos y latinos; también lo hace Ebers, y mejor y más sólidamente; pero no por eso son menos soporíferas sus novelas. Lo que importa en obras como Salambona, no es que los pormenores científicos sean incuestionablemente exactos, sino que la reconstrucción de la época, costumbres, personajes, sociedad y naturaleza no parezca artificiosa, y que el autor, permaneciendo sabio se muestre artista; que en todo haya vida y unidad, y que ese mundo exhumado de entre el polvo de los siglos se nos figure real, aunque extraño y distinto del nuestro; que nos produzca la misma impresión de verdad que causa el escrito jeroglífico al descifrarlo un egiptólogo, o el fósil al completarlo un eminente naturalista, y que si no podemos decir con certeza absoluta «así era Cartago», pensemos al menos que Cartago pudo ser así.

Con Salambona se acabaron los triunfos de Flaubert. La Educación sentimental, novela en la cual puso sus cinco sentidos y cifró grandes esperanzas, hizo un fiasco tan completo, que Flaubert, en sus acostumbrados arrebatos de cólera, solía preguntar a sus amigos apretando los puños: «¿Pero me podrán Vds. decir por qué no gustó aquel libraco?». La causa de que el libraco no gustase merece referirse. Según el ya citado Máximo du Camp, en la vida de Flaubert se reconocen dos períodos: durante el primero, los años juveniles, Flaubert era de despejado ingenio y fecunda inventiva; aprendía sin esfuerzo y trabajaba fácilmente; de pronto le hirió una horrible enfermedad, mal misterioso que Paracelso llama el terremoto humano, y no sólo su cuerpo atlético, sino también su inteligencia lozana, quedaron como estremecidos en su misma raíz, doblegados y en cierto modo paralizados. Dos extraños síntomas paralelos se notaron en el enfermo: aborreció el andar, en términos que hasta le hacía daño ver pasearse a los demás, y para el trabajo literario se hizo tan premioso y difícil, que copiaba veinte veces una página, la enmendaba, la cruzaba, la raspaba, y de tal suerte se encarnizaba en la labor, que si un mes lograba producir veinte páginas definitivas, decía hallarse rendido y muerto de cansancio. Después de terminar una cuartilla gimiendo, suspirando y bañado en sudor, levantábase de su escritorio e iba a tumbarse en un sofá, donde se quedaba exánime.

Esta lentitud y enorme esfuerzo que le costaba cada una de sus obras, tardando eternidades en concluirlas (La Tentación la limó, varió y retocó por espacio de veinte años), provenía del afán de conseguir absoluta corrección de estilo y completa exactitud en hechos y observaciones. Hubo momento en que alcanzó ambas cosas sin exagerarlas y sin perjuicio de la creación artística, y fue cuando produjo Salambona y Madama Bovary; pero después rompióse el equilibrio, y empezó a abusar del procedimiento, hasta el extremo de pasarse horas enteras cazando una repetición de vocales o una cacofonía, y meditando en si una coma estaba o no en su sitio, y de leerse treinta volúmenes sobre agricultura para escribir diez líneas con conocimiento de causa». De esta prolijidad resultó el fracaso de la Educación Sentimental, y sobre todo el de Bouvard y Pécuchet, su obra póstuma, donde la novela se convierte en monótona sátira social, pesado catálogo de lugares comunes e ideas corrientes, y donde una misma situación prolongada durante toda la obra y el lenguaje seco y esqueletado a fuerza de querer ser puro y sencillo, cansan al lector más animoso.

Ya se deba a enfermedad o a condición especial de su ingenio, merece notarse la decadencia de Flaubert, porque es caso poco frecuente el que un escritor decaiga y se esterilice por excesivo anhelo de exactitud y perfección, siendo así que la mayor parte, tan pronto cogen buena fama, se echan a dormir. Flaubert, al contrario, llamaba distraerse a escribir cuentos como el Corazón Sencillo, que representa seis meses de asiduo trabajo: a fuerza de afilar la punta del lápiz, Flaubert la quebró.

El fondo de las obras de Flaubert es pesimista, no porque él predique ni esas ni otras doctrinas, pues escritor más impersonal y reservado no se ha visto nunca, sino porque su implacable observación descubre a cada instante la flaqueza y nulidad de los propósitos e intentos humanos: ya nos muestre a Madama Bovary soñando amores poéticos y cayendo en prosaicas torpezas, ya a Salambona expirando horrorizada de su bárbaro triunfo, ya a Bouvard y Pécuchet estudiando ciencias y tragando libros para quedarse más sandios de lo que eran, no tiene Flaubert rincón donde puedan albergarse ilusiones consoladoras. Escarneció sobre todo la sociedad moderna, lo que se suele llamar ilustración, progreso, adelantos, industria y libertades. Éste es un aspecto de Flaubert que no dejaron de imitar Zola y sus secuaces; sólo que Flaubert no obedecía a un sistema; hacíalo por instinto. En el trato con sus amigos, Flaubert se mostraba, al contrario, entusiasta y exaltado, y apasionábase fácilmente.



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