Bajaron los asirios como al redil el lobo: brillaban sus cohortes con el oro y la púrpura; sus lanzas fulguraban como en el mar luceros, como en tu onda azul, Galilea escondida.
Tal las ramas del bosque en el estío verde, la hueste y sus banderas traspasó en el ocaso: tal las ramas del bosque cuando sopla el otoño, yacía marchitada la hueste, al otro día.
Pues voló entre las ráfagas el Ángel de la Muerte y tocó con su aliento, pasando, al enemigo: los ojos del durmiente fríos, yertos, quedaron, palpitó el corazón, quedó inmóvil ya siempre.
Y allí estaba el corcel, la nariz muy abierta, mas ya no respiraba con su aliento de orgullo: al jadear, su espuma quedó en el césped, blanca, fría como las gotas de las olas bravías.
Y allí estaba el jinete, contorsionado y pálido, con rocío en la frente y herrumbre en la armadura, y las tiendas calladas y solas las banderas, levantadas las lanzas y el clarín silencioso.
Y las viudas de Asur con gran voz se lamentan y el templo de Baal ve quebrarse sus ídolos, y el poder del Gentil, que no abatió la espada, al mirarle el Señor se fundió como nieve.
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