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La esposa del coronel

[Cuento - Texto completo.]

W. Somerset Maugham

Todo lo que aquí escribo sucedió tres años antes de empezar la guerra.

Los Peregrine estaban desayunando. Se hallaban solos y la mesa era larga, pero aun así, cada uno se sentaba a un extremo de ella. En las paredes campeaban los antepasados de Jorge Peregrine, retratados por los pintores de moda en sus tiempos.

El mayordomo trajo el correo de la mañana. Había varias cartas de negocios para el coronel, así como el Times, y un paquete dirigido a su esposa Evie. Jorge abrió las cartas y después, desplegando el Times, comenzó a leerlo. El matrimonio acabó de desayunar. Ambos se levantaron. El coronel notó que su mujer no había deshecho el paquete.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Unos libros.

—¿Abro el envoltorio?

—Si quieres…

El coronel aborrecía andar desempaquetando cosas. Deshizo el bulto con alguna dificultad.

—¡Si son todos iguales! —exclamó—. ¿Para qué diablos quieres seis ejemplares del mismo libro?

Abrió uno de ellos.

—Es de versos: “Aunque se desmoronen las Pirámides”.

La autora era E. C. Hamilton, es decir, Eva Catalina Hamilton. El nombre de la mujer del coronel. Este miró a Evie con risueña sorpresa.

—¿Es posible que hayas escrito un libro? ¡Qué inteligente eres!

—No te avisé porque no creí que te interesara. ¿Quieres un ejemplar?

—No me atrae la poesía, pero te lo agradezco. Lo llevaré a mi despacho para leerlo. Claro que esta mañana tengo mucho que hacer.

Recogió el diario, las cartas y el libro y salió. Su despacho era grande y contenía un amplio pupitre, varios sillones y algunos trofeos de caza en las paredes. En los anaqueles había libros de consulta, obras sobre agricultura, jardinería, pesca y caza, y otras acerca de la última guerra, en la que Jorge había ganado una Cruz del Mérito Militar y una condecoración por Servicios Distinguidos. Antes de su matrimonio había servido en la Guardia Galesa. Al acabar la guerra pidió el retiro y empezó la vida de un caballero rural en la espaciosa casa, sita a veinte millas de Sheffield, que construyera uno de sus antepasados bajo el reinado de Jorge II. Peregrine poseía una finca de mil quinientos acres, que dirigía cotí habilidad, y además era juez de paz y cumplía sus deberes a conciencia. Durante la temporada salía de caza dos veces semanales. Era una buena escopeta, un notable jugador de golf y no mal tenista, aunque ya pasaba de los cincuenta. Se describía a sí mismo, y no impropiamente, como un deportista completo.

Aunque últimamente venía engordando, seguía siendo una figura apuesta. Era alto, con un cabello rizado y gris, que empezaba a clarear por la coronilla. Tenía los ojos francos y azules, las facciones bien formadas y el color encendido. Presidía varias sociedades locales y, como convenía a su clase, pertenecía al Partido Conservador. Consideraba un deber atender al bienestar de los que trabajaban en sus fincas y le agradaba que Evie visitara a los enfermos y socorriese a los pobres. Había construido un hospital para el pueblo y pagaba de su bolsillo los gastos de una enfermera. De los beneficiarios de su liberalidad solo pedía una cosa: que votaran en las elecciones por su candidato. Era campechano, afable con sus inferiores, considerado con sus arrendatarios y estimado por la gente distinguida del contorno. Habríale complacido —y le hubiera causado a la par cierto embarazo— oírse calificar como un buen hombre. Eso aspiraba a ser, y no deseaba mayor elogio.

Por desgracia, no había tenido hijos habría sido un padre excelente, tan estricto como bondadoso, y hubiera educado debidamente a sus retoños, enviándolos a Eton y enseñándoles a cazar, pescar y cabalgar. Pero no tenía más herederos que el hijo de un hermano muerto en un accidente de automóvil. El sobrino no era mal mozo, pero no se parecía en nada a la familia. Y, por inverosímil que ello fuera, su madre cometía la sandez de enviarle a una escuela coeducacional. Esto causaba gran decepción al coronel.

Su mujer, Evie, era toda una señora, poseía algún dinero propio, administraba la casa muy bien, jugaba decorosamente al tenis y sabía atender con gentileza a los invitados. La gente del pueblo la adoraba. En tiempos había sido monina, con piel de un tono crema, fino cabello y esbelta figura, pero ahora andaba en los cuarenta y cinco y tenía el cutis reseco, el cabello mate, y una figura flaca como una espina. Siempre iba limpia y dignamente vestida, mas no se preocupaba de su apariencia, no se arreglaba la cara y ni siquiera usaba lápiz de labios. Cuando se vestía para una reunión cabía juzgarla diciendo que debía haber sido atractiva, pero ya no llamaba la atención en nada. Claro que era de gran vitalidad y resultaba lamentable que no hubiese dado herederos a un hombre que los anhelaba. Sin duda, Jorge había estado enamorado de ella cuando le propuso casarse, o al menos tan suficientemente enamorado como lo necesita un hombre deseoso de contraer matrimonio y estabilizarse. Mas, con el tiempo, había descubierto que los dos no tenían nada en común. Evie no gustaba de la caza y le aburría la pesca. Tendieron, pues, a vivir cada uno su existencia propia. Desde luego, ella nunca le molestó ni produjo escándalos. Evie parecía dar por hecho que Jorge debía subsistir a su modo. Si él iba a Londres, ella no insistía en acompañarle. El coronel trataba allí a una muchacha. O, mejor dicho, no una muchacha propiamente hablando, ya que no contaba menos de treinta y cinco años. Pero era rubia y llamativa y él no tenía más que telefonearle para quedar de acuerdo en ir a comer o al cinema. Un hombre sano y normal necesita, naturalmente, ciertas diversiones. Y Jorge solía pensar que, de no haber sido Evie tan buena mujer, hubiese sido mejor esposa. Tal pensamiento, con todo, no era grato, y el coronel solía eliminarlo de su mente.

Jorge Peregrine concluyó de leer el Times y, como hombre considerado que era, tocó el timbre y encargó al mayordomo que llevase el periódico a Evie. Eran las diez y media y a las once tenía una cita con uno de sus colonos. Así, pues, le sobraba media hora.

“Demos un vistazo al libro de Evie”, se dijo.

Lo cogió, sonriendo. Evie guardaba en su habitación muchos libros graves, que no le interesaban al coronel un ardite. Pero, pues le gustaban a ella, nada quería objetar. Advirtió que el volumen que sostenía en la mano no pasaba de noventa páginas y lo celebró. Compartió el criterio de Poe respecto a que los poemas deben ser breves. Y al volver las páginas notó que muchos de los trabajos de Evie estaban escritos en verso irregular y sin consonantes. Esto no le agradó. Recordaba haber aprendido, de niño, un poema que empezaba: “Estaba el mozo en el ardiente puente…”. En Eton había tenido que aprender también la mitad de otra composición cuyo verso inicial rezaba: “La ruina te amenaza, rey implacable”. El rey era Enrique V. Miró, consternado, las páginas de Evie y murmuró:

—A esto yo no lo llamo poesía.

Pero todos los trabajos no eran iguales. Los había de ocho o diez sílabas, y aun más largos. Algunos rimaban y estaban medidos. Varias páginas presentaban el título “Sonetos”, y Jorge, contando los versos, halló catorce en cada uno. Los leyó, pero no entendió bien su significado. Y repitió, para sí: “La ruina te amenaza, rey implacable”.

—¡Pobre Evie! —suspiró.

Entró en aquel momento el campesino a quien esperaba. Le saludó y los dos se aplicaron a sus asuntos.

—He leído tu libro, Evie —dijo el coronel, mientras comían—. Es muy bonito. ¿Te ha costado mucho la impresión?

—No. Lo envié a un editor y tuve la suerte de que me lo tomara.

—No creo que la poesía dé mucho dinero —dijo él, en tono afectuoso.

—Lo mismo pienso. ¿Qué quería Bannock de ti?

Bannock era el labriego que había visitado a Jorge por la mañana.

—Pedirme que le anticipe dinero para comprar un toro de casta. Como es un buen hombre, casi estoy por acceder.

Notando que Evie no hablaba de su libro, el coronel se alegró de cambiar de plática. Le complacía que ella hubiera tenido su nombre de soltera, porque Jorge, orgulloso de su insólito apellido, no hubiera mirado con satisfacción que cualquier critiquillo lo pusiese como no digan dueñas.

En las semanas siguientes no aludió al libro ni Evie tampoco. Dijérase que se trataba de un lance desagradable, que los dos eludían mencionar. Pero luego sucedió una cosa extraña. Estando un día comiendo en Londres con su amiga Dafne, ésta le dijo:

—¿Es tu mujer la autora de un libro del que todos hablan?

—¿Qué diablos estás diciendo?

—Yo conozco a un crítico. La otra noche comí con él, y vi que llevaba un libro. “¿Lo has traído para mí?”, le interrogué. “No te gustaría. Es de versos, y acabo de repasarlo”, contestó. “No me agradan los versos”, repuse. “Estos son muy fuertes y se están vendiendo como pan bendito. Es una obra muy buena”, me dijo. “¿Y el autor…?”. “Es una mujer apellidada Hamilton. Pero su nombre real, su apellido, quiero decir, es Peregrine”. “¡Qué curioso! Yo conozco a un tal Peregrine”, dije. “¿Un coronel del ejército que vive cerca de Sheffield?”, preguntó mi amigo.

—¡Preferiría que no hablases de mí con tus conocidos! —apuntó, molesto, Jorge.

—¿Por quién me tomas? Afirmé que no eras el mismo. Y mi amigo añadió: “Dicen que es un coronel típico, muy obtuso de mollera”.

Jorge, que sabía encajar una broma, contestó:

—Pues no dicen más que la verdad. Pero comprenderás que, si mi mujer escribiese un libro, yo sería el primero en saberlo.

La cuestión no interesaba a Dafne, que la olvidó en cuanto Peregrine habló de otro asunto. Y él procuró olvidarla también. El crítico amigo de Dafne debía de ser un mentecato. ¿Qué habría pensado Dafne si supiera que aquellos versos tan “fuertes” consistían en absurdidades sin rima ni metro?

Como era miembro de varios círculos, comió al día siguiente en uno de la calle de St. James. Pensaba volver a Sheffield en un tren de la tarde. Y mientras, sentado en un cómodo sillón, bebía una copa de jerez antes de entrar en el comedor, un antiguo amigo le saludó.

—¿Qué hay, muchacho? ¡Estarás encantado de ser marido de una celebridad!

Jorge creyó notar una expresión irónica en los ojos del hombre.

—No sé de qué hablas.

—¡Vamos, Jorge! Todos sabemos que E. C. Hamilton es tu mujer. No es corriente que un libro de versos tenga tanto éxito. Mira: Enrique Dashwood va a comer conmigo, y sé que tiene interés en conocerte.

—¿Quién diablos es ese tipo y por qué hemos de conocernos?

—Ya sé que vives en el campo. Enrique es el mejor de nuestros críticos. ¿No te ha enseñado Evie la crónica que ha dedicado a su libro?

Antes de que Jorge respondiera, su amigo llamó a un sujeto alto, barbudo, encorvado, con ancha frente y larga nariz. El tipo exacto de hombre hacia quien Jorge hubiese sentido antipatía a primera vista. Se hicieron las presentaciones. Dashwood se sentó.

—Si estuviera su esposa en Londres, me gustaría hablarle —dijo.

—Prefiere vivir en el campo —repuso Jorge, frío.

—Me ha complacido mucho la carta en que agradece mi crítica. Por lo general, los críticos no recibimos más que injurias. Pero he elogiado el libro de su señora porque es lozano y original y muy moderno sin ser oscuro. Su mujer maneja los versos libres tan bien como los clásicos.

Y añadió, creyendo obligada la crítica en un crítico:

—A veces se nota que le falta un poco de oído, mas igual sucede con Emilia Dickinson. Algunos de sus retazos líricos son dignos de Landor.

Todo esto era incomprensible para Peregrine, que ya juzgaba a Dashwood un pedante. Pero, como hombre cortés, el coronel respondió adecuadamente y su interlocutor prosiguió:

—Lo más notable del libro es la pasión que late en todos sus versos. Muchos poetas jóvenes son fríos, anémicos, obtusamente intelectuales. Aquí, en cambio, se halla la pasión al desnudo, y hay una emoción que raya en trágica por lo sincera. Con razón dijo Heine que el poeta convierte sus penas en poemas; leyendo las desgarradoras páginas de su esposa, he pensado a veces en Safo.

Peregrine se levantó.

—Es usted muy amable, y mi esposa se sentirá encantada del éxito de su tomito. Pero me permitirán que les deje. He de coger un tren pronto y quiero comer un bocado.

Y, camino del comedor, pensaba: “¡Condenado imbécil!”.

Llegó a casa poco antes de cenar y halló que Evie se había llevado del despacho su libro. Jorge había pensado examinar un trabajo del que tanto se hablaba, pero no lo halló. “¡Necia!”, se dijo. ¿Estaría molesta? ¿No le había él asegurado que encontraba bien la obra? No podía elogiarla más. Pero daba lo mismo. Encendió su pipa y leyó “Field” hasta que se sintió soñoliento. Y una semana después fue a pasar el día en Sheffield. Mientras almorzaba en su círculo, se le acercó el duque de Haverel, máximo magnate del local. Jorge le conocía muy poco, y le sorprendió que el duque se aproximara a su mesa.

—Lamentamos mucho que su esposa no pueda pasar con nosotros el fin de semana —dijo Haverel con cordialidad—. Irá mucha gente agradable.

Jorge, asombrado, comprendió que los Haverel les habían enviado una invitación que Evie debió declinar sin anunciárselo. Pero, reaccionando, afirmó que también él lo lamentaba.

—Esperemos tener más suerte la próxima vez —declaró afablemente el duque, apartándose.

Peregrine, muy enojado, dijo a su mujer, al volver a casa:

—¿Por qué diablos nos han invitado los Haverel, y por qué infiernos has rehusado la invitación? No nos habían invitado nunca y su coto es el mejor del país.

—No se me ocurrió. Creí que te aburrirías.

—Podías, al menos, haberme preguntado si quería ir o no.

—Lo siento.

Él, mirándola, notó algo raro en su expresión.

—Presumo que nos invitaron a los dos, ¿eh?

Evie se ruborizó.

—Realmente, solo a mí.

—Pues eso es una condenada grosería.

—Creerían que no te hubiera agradado la gente que iba a reunirse allí. La duquesa gusta de tratar con escritores y gentes de esa clase, ¿sabes? Está en su casa el critico Dashwood, que al parecer desea conocerme.

—Pues hiciste bien en rehusar, Evie.

—Es lo menos que podía hacer —sonrió ella—. Pero —y vaciló— mis editores, Jorge, quieren obsequiarme con una comida a fines de mes y desean que asistas tú.

—No es cosa que me agrade. Te acompañaré a Londres y comeré con cualquiera.

“Con Dafne”, pensaba.

—Sí, seguramente será una pesadez. Claro que insisten tanto… Y, al día siguiente de la comida, un editor americano que se lleva el libro para publicarlo en su país, me obsequia con un cocktail en el Claridge. Me gustaría que asistieses.

—No me halaga mucho la perspectiva, pero, si quieres…

—Te lo agradeceré.

En la reunión, Peregrine se sintió desconcertado. Había mucha gente. Aunque algunos no tenían mal aspecto y aunque varias de las mujeres parecían irreprochables, la mayoría de los hombres resultaban odiosos. Presentaron a Peregrine como “el esposo de E. C. Hamilton”. Los hombres no dijeron nada; las mujeres, sí.

—Debe estar usted orgulloso de su esposa. El libro es maravilloso. Yo lo leí de un tirón. Y al final, volví a empezarlo. Es impresionante.

El editor inglés declaró:

—Hace veinte años que no obtenía un triunfo igual un libro de versos. ¡Qué éxito de crítica ha alcanzado!

El editor americano añadió:

—Es brutal. Ya verán lo que se vende en América.

El americano había enviado a Evie un gran mazo de orquídeas, lo que Jorge consideró ridículo. De todos modos, la gente lisonjeaba mucho a Evie y ella correspondía con sonrisas y frases de agradecimiento. Aun cuando algo sonrojada, se la notaba tranquila.

“Se comporta como una señora —reflexionó Jorge—, lo que no puede decirse de todas las mujeres”.

Y bebió muchas copas. Pero parecíale advertir que algunas personas le miraban en cierta forma que no alcanzaba a concretar. Pasando ante dos mujeres sentadas en un sofá, tuvo la sensación de que hablaban de él y callaban al verle acercarse. Desde luego, rieron reprimidamente cuando se alejó. Celebró no poco que la reunión concluyera.

En el taxi, camino del hotel, Evie dijo:

—Has estado muy correcto, querido. Todas las muchachas te han considerado muy guapo.

—¿Muchachas? —repuso él con acritud—. ¡Vejanconas!

—¿Te has aburrido?

—Mucho.

Ella le oprimió la mano.

—¿Te es igual que nos vayamos en el tren de la tarde? Tengo algunas cosas que hacer…

—¿Ir de compras?

—Sí; he de adquirir un par de cosillas. Pero, además, voy a fotografiarme. Aunque no me agrada la idea, dicen que es preciso para la propaganda en América.

Peregrine no dijo nada, mas pensó que el público americano quedaría sorprendido viendo el aspecto vulgar y escuálido de la poetisa. Tenía la creencia de que a los americanos les gustan las cosas deslumbrantes.

A la Mañana siguiente, cuando Evie salió, Jorge subió a la biblioteca de su círculo. Examinó el Times Literary Supplement, el New Statesman y el Spectator, Halló críticas del libro de Evie y, aunque las leyó por encima, pareciéronle muy favorables. Luego se encaminó a la librería de Piccadilly donde a veces compraba obras. Había resuelto leer detenidamente aquel condenado trabajo y no quería preguntar a su mujer qué había hecho con el ejemplar que le quitaba. En el escaparate vio enseguida “Aunque se desmorecen las Pirámides”. ¡Qué necedad de título! Entró y un joven preguntóle qué deseaba.

—Estaba examinando las últimas novedades.

Le turbaba pedir el libro de Evie. Prefería buscarlo entre los demás y luego solicitarlo al dependiente. Mas, no hallando la obra, interrogó al joven, con naturalidad:

—¿No tiene “Aunque se desmoronen las Pirámides”?

—Ha llegado esta mañana la nueva edición.

Y el hombre —un sujeto bajo, grueso, con espesas gafas y descuidado cabello rojizo— trajo el ejemplar. Jorge, alto, erguido y marcial, parecía una torre junto al librero.

—¿De modo que es una nueva edición? —inquirió.

—Sí, señor. Se vende tan bien como una novela. Peregrine vaciló un momento.

—¿Cómo se explica ese éxito? Siempre he oído decir que los versos no se venden.

—Es bueno, ¿sabe? Yo lo he leído —dijo el hombre, con el tono de un tipo de baja extracción, pero algo ilustrado—. Es lo que me gusta. Una cosa sexual, trágica a la vez…

Jorge calló. Estaba llegando a la conclusión de que el joven era un impertinente. Nadie le había dicho en qué consistía el libro, ni lo había sacado en limpio de las revistas de Prensa. El joven siguió:

—A mi juicio, esto es una cosa inspirada par la experiencia personal, como “El muchacho de Shropshire”, de Housman. No creo que la autora vuelva a escribir nada.

—¿Cuánto vale el libro? —preguntó Jorge, ansioso de atajar tales comentarios—. No lo envuelva. Me lo echaré al bolsillo.

Hacía una fría mañana de noviembre y Jorge se había puesto un recio gabán.

En la estación compró el diario de la noche. Luego, el coronel y Evie se instalaron cómodamente en los opuestos rincones de un vagón de primera clase. A las cinco fueron a tomar el té al coche restaurante y charlaron. Al llegar, el coche les esperaba. Se bañaron, se vistieron, cenaron, y Evie, pretextando cansancio, se retiró, no sin besar a Jorge en la frente, como tenía por costumbre. Él se dirigió al zaguán, sacó del abrigo el libro de Evie, pasó al despicho y empezó a leer. La impresión que recibió fue poco clara porque nunca leía los versos con facilidad. Inició una segunda lectura y, no siendo ningún sandio, pronto comprendió de lo que se trataba. Parte de los poemas estaban en metro libre y parte en verso clásico, pero todos contenían caros episodios de una sola historia y comprensibles para cualquiera. Se trataba del relato de una aventura de amor entre una mujer casada y madura y un jovenzuelo. Jorge siguió los lances del amorío, con tanta facilidad como si estuviese sumando cifras.

La obra, escrita en primera persona, empezaba con la sorpresa de la mujer cuando, ya rebasada la juventud, descubría que un muchacho la adoraba. Vacilaba en creerlo, pensaba que él estaba equivocado y al fin se aterrorizaba advirtiendo que ella misma compartía su amor. Reconocía el absurdo de que una mujer de edad cediese a un muchacho, pero, con todo, llegaba el momento de que él le declarase su amor y ella, sin querer, afirmaba que lo correspondía. Él le propuso huir juntos, mas la protagonista no podía abandonar a su marido. ¿Qué vida, por ende, esperaba a una pareja formada por una mujer ya declinante y un hombre tan joven? Él, impetuoso en su amor, insistía y al fin ella, espantada y deseosa, se le entregaba. Siguió a esto un período de extática dicha. El rutinario mundo de todos los días irradiaba gloria. Cantos de amor brotaban de la pluma de la autora. La mujer idolatraba al joven cuerpo estatuario y viril. Jorge se ruborizó leyendo las descripciones de su mujer.

“Con razón había dicho Dafne que los versos “eran muy fuertes”… Y muy asquerosos”.

Seguían melancólicos pasajes cuando el amante, como no podía menos de ocurrir, había de separarse de ella. Y a la postre la poetisa estallaba en un grito aseverativo de que la felicidad pasada justificaba sobradamente la tristeza presente. ¡Cómo pintaba los efímeros momentos de amor que habían compartido!

Había creído la protagonista que la cuestión duraría solo unas pocas semanas, pero uno de los poemas refería que, milagrosamente, habían transcurrido tres años de amor. Él seguía instándola a que huyesen a Túnez, a una isla griega, o a Italia, para estar siempre juntos. Más ella le aconsejaba dejar correr las cosas. Acaso se debiera a lo precario de su ventura, a la necesidad de andar siempre ocultándose, el que su amor durase tanto. Y al fin el joven murió. Jorge no pudo descubrir cómo, ni cuándo. Seguían largos clamores de desgarradora desesperación, que para colmo, la infeliz tenía que ocultar. Había de parecer animada, presidir comidas, hacer visitas, conducirse como de costumbre, y ello mientras la luz de su vida se había extinguido y la congoja la abrumaba. Las cuatro últimas estrofas declaraban que la autora, tristemente resignada a su suerte, daba gracias a los poderes invisibles por haberle concedido durante cuatro años la única dicha a que el ser humano puede aspirar en la tierra.

A las tres de la madrugada, Jorge dejó el libro. En cada verso le había parecido oír la voz de Evie repitiendo frases y hablando de cosas que eran tan familiares para él como para ella.

Sin duda, Evie decía con toda claridad su propia historia. Había tenido un amante, que ya no existía. Y Jorge no sentía tanta ira, abatimiento u horror como asombro ante el hecho de que Evie pudiese haber tenido un amante. Escuchar el relato de semejante pasión le parecía tan inverosímil como que la trucha disecada que guardaba en su despacho hubiese, de pronto, movido la cola. Ahora era comprensible la expresión irónica de las gentes con quienes había hablado en el círculo, ahora resultaba indudable que Dafne, al hablarle de la obra, se había burlado de él, y ahora hallaba explicación a la risa que oyera a las dos mujeres el día del cocktail.

Sudoroso y enfurecido, corrió hacia el cuarto de Evie, resuelto a despertarla y exigirle una explicación. Pero en la puerta se detuvo. ¿Qué pruebas poseía? Un libro. Y un libro que él mismo había calificado de bonito ante Evie. Reconocer ahora que no lo había leído, era quedar en ridículo.

“Tengo que vigilarla”, se dijo.

Acordó acostarse y meditar el asunto dos o tres días. Pasó un rato sin dormir.

“¡Que esto le haya ocurrido a Evie!”, pensaba.

Se reunieron a la hora del desayuno. Evie se mostraba, como siempre, plácida, recatada y negligente cual una mujer madura que ya no se Cuida de su apariencia. Jorge tuvo la impresión de no haberla mirado durante años seguidos. Evie conservaba su serenidad usual. Sus ojos, dé un pálido azul, brillaban límpidos. Ningún signo de culpa oscurecía su frente clara. Hizo los comentarios menudos que solía hacer.

—Es agradable volver a casa después de esos dos días en Londres.

¡Incomprensible!

A los tres días Jorge visitó a Enrique Blane, su abogado y antiguo amigo. Vivía no lejos de Peregrine y con frecuencia cada uno cazaba en el coto del otro. Dos días de la semana Blane vivía como un hidalgo rural, mientras pasaba los otros cinco leguleyamente atareado en Sheffield.

Era alto y robusto, campechano, risueño y jovial. Parecía fundamentalmente un señor campesino y solo incidentalmente un abogado. Pero era sagaz y experto.

—¿Qué te trae por acá, Jorge? —exclamó cuando el coronel entró en su despacho—. ¿Te has divertido en Londres? Yo voy a llevar allí a mi mujer unos días la semana próxima. ¿Y Evie?

—Por ella vengo. ¿Has leído su libro?

Su sensibilidad se había agudizado en aquellos días, y notó sin dificultad que el abogado parecía abroquelarse tras cierto aire de reserva.

—Sí. Un gran éxito, ¿eh? ¡Mira que dedicarse Evie a la poesía! ¡Es maravilloso!

Jorge perdió la paciencia.

—Ese libro me deja en ridículo.

—¿Por qué, Jorge? ¿Qué mal hay en que Evie escriba? Debías enorgullecerte.

—Déjate de bobadas. Bien sabes que es su propia historia. Y los demás lo saben también. Probablemente yo soy el único que no conoce quién fue su amante.

—¿Y la imaginación, amigo? ¿Qué pruebas tienes de que todo eso no es una fantasía?

—Oye, Enrique, somos amigos de siempre. Seme franco, mírame a la cara y dime si te parece posible inventar tal cosa.

Blane se movió con desasosiego. ¡Qué preocupado estaba el pobre Jorge!

—No me preguntes eso. Pregúntaselo a ella.

—No —repuso Jorge, tras un angustioso silencio—, porque no me diría la verdad.

Hubo una pausa violenta.

—¿Quién era el sujeto?

Blane le contempló con fijeza.

—No lo sé, ni te lo diría si lo supiera.

—¡Grandísimo puerco! ¿No ves la posición en que estoy? ¿Crees agradable hallarse en tan completo ridículo?

Él abogado, encendiendo un cigarro, fumó en silencio.

—No sé en qué puedo servirte.

—Tú debes conocer algún policía particular. Encárgale de averiguar esto.

—No e6tá bien seguir a la mujer propia con policías privados, y, aun suponiendo que Evie tuviera alguna aventura, ello debió suceder hace años y no se hallarán indicios. Parece que los dos encubrieron muy bien la cosa.

—No importa. Da el encargo a un policía. Quiero saber la verdad.

—No, Jorge. Si quieres hacerlo, hazlo por tu cuenta. Y, aunque tuvieses pruebas, ¿ibas a divorciarte de tu mujer por una infidelidad cometida hace diez años?

—Pues he de averiguarlo todo.

—Bien sabes que Evie entonces te abandonará. ¿Estás dispuesto a consentirlo?

Jorge le miró con inquietud.

—No sé. Siempre la he creído muy buena conmigo. Rige muy bien la casa, nunca tenemos dificultades con la servidumbre, cuida el jardín y trata con gentileza a todos. Pero he de pensar en mi dignidad. ¿Cómo voy a convivir con una mujer que me fue tan enormemente infiel?

—¿Le has sido tú siempre fiel?

—Sí, o poco menos. Llevamos casi veinticuatro años casados y Evie nunca ha servido para ciertas cosas.

El abogado arqueó las cejas, pero Jorge, absorto en la plática, no lo notó.

—De vez en cuando me divierto con una muchacha. Eso para los hombres constituye una necesidad. En cambio, las mujeres son diferentes.

Blane sonrió.

—Eso es lo que decimos los hombres.

—Evie es la mujer más remilgada y de quien menos podía esperarse semejante extravío. ¿Por qué habrá escrito esa condenada obra?

—Porque la aventura debió de ser —muy impresionante y a Evie debe aliviarla el desahogar su pecho.

—¿Por qué no usó un seudónimo?

—Usó su nombre de soltera. Le parecería bastante, como lo hubiera sido de no tener el libro tanto éxito.

Jorge y el abogado se sentaban frente a frente, separados por la mesa. Jorge, con la barbilla en el codo, frunció el ceño.

—Es indignante no conocer quién era el individuo. Por lo que sé, lo mismo pudo ser un caballero que un labrador o que el pasante de un abogado.

Blane no sonrió.

—Conociendo a Evie —dijo, tolerante—, es de suponer que eligiera bien. De todos modos, no se trató de un pasante de mi bufete.

—¡No sabes lo que esto me disgusta! —suspiró el coronel—. Yo creí que ella me apreciaba. Pero, si no me odiase, no hubiera escrito semejante cosa.

—No la creo capaz de odiar.

—¿Acaso piensas que me quiere?

—No.

—¿Pues qué siente por mí?

Blane, recostado en su sillón giratorio, miró a Jorge.

—Supongo que indiferencia.

El coronel se estremeció y se puso encarnado.

—Al fin y al cabo, tú no la amas, ¿verdad?

Peregrine no respondió directamente.

—Me ha disgustado mucho no tener hijos. Pero siempre se lo he ocultado. He sido bueno con ella. Dentro de los límites razonables, he procurado cumplir mis obligaciones.

El abogado, pasándose la ancha mano sobre la boca, ocultó una sonrisa.

—Sí, ha sido terrible esto para mí —siguió Jorge—. Bien sabe Dios que Evie no era una pollita hace diez años y que no tenía nada de atractivo. ¿Qué harías tú en mi lugar?

—Nada.

Jorge, irguiéndose, dirigió a Blane la severa mirada que, sin duda, le caracterizaba al inspeccionar su regimiento.

—Una cosa así me convertirá en el hazmerreír de todos. Nunca podré volver a llevar la cabeza alta.

—¡Bah! —protestó el abogado. Y agregó, afable—: Escucha, el otro ha muerto y todo sucedió hace mucho. Olvídalo. Habla a la gente del libro de Evie y exprésate como si estuvieses orgulloso de ella y le consagrases una confianza ilimitada. El mundo va de prisa, la gente tiene poca memoria y pronto lo olvidará todo.

—Yo, no.

—Los dos sois personas maduras. Probablemente Evie significa mucho para ti; mucho más de lo que tú crees. La echarías mucho de menos. Aunque no olvides la cosa, todo se arreglará, siempre que te metas en la mollera la idea de que en Evie hay algo más de lo que has visto tú.

—¡Maldita sea! ¡Ni que yo fuera el culpable!

—No, ni estoy seguro de que Evie lo sea tampoco. No creo que se propusiera enamorarse de ese muchacho. En los versos del final se recibe la impresión de que, aunque su muerte la trastornó, en cierto modo celebró ese desenlace. Constantemente había comprendido la fragilidad del lazo que los unía. Él murió en pleno amor, ignorando que el amor rara vez dura. Solo conoció el aspecto feliz y bello de la pasión. Y, en su disgusto, ella halló consuelo pensando que al mozo se le habían evitado desengaños.

—Te comprendo, aunque me parezca algo raro todo eso.

Y Jorge miró, abatido, al tintero de la mesa. Calló. Blane le contemplaba con ojos compasivos.

—¿Has pensado —preguntó con suavidad— en el valor que ha tenido que desplegar Evie para ocultar su pena?

—Estoy deshecho —suspiró Peregrine—. Pero tienes razón. Lo hecho, hecho está. Sería absurdo revolverlo.

—¿Entonces…?

—Seguiré tu consejo. No haré nada. Me tendré por un maldito imbécil y nada más. Realmente no sabría vivir sin Evie. Pero hay una cosa que no comprenderé jamás: ¿qué pudo ver aquel tipo en mi mujer?

*FIN*


“The Colonel’s Lady”,
Good Housekeeping, 1946


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