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La estirpe de McCoy

[Cuento - Texto completo.]

Jack London

Como el casco metálico del Pyrenées estaba muy hundido en el agua, a causa de su carga de trigo, el barco se debatía torpemente, por lo cual, al hombre que llegaba en una canoa indígena, le resultó fácil subir a bordo. Al ver la cubierta pareciole escrutar una neblina apenas perceptible. Parecía una ilusión, una película que, de pronto, se hubiera cernido sobre sus ojos. Experimentó el deseo de quitársela con la mano, mas, al tiempo, se dijo que estaba haciéndose viejo y que era llegado el momento de encargarse unos lentes en San Francisco.

Cuando saltó por la borda, echó una mirada a los mástiles y a las bombas, que permanecían en absoluta inactividad. Parecía que nada pasaba en el buque, y ello fue motivo de que se preguntase por qué estaba izada la bandera de peligro. Deseando que de nada grave se tratara, pensó y temió por sus felices isleños. A lo mejor al barco le faltaban provisiones y agua. Estrechó la mano del capitán, hombre de rostro enjuto y de ojos abatidos, incapaces de disimular la preocupación que lo embargaba, fuese la preocupación que fuera, y de inmediato advirtió el recién llegado un débil, indefinible olor. Como a pan tostado. Pero distinto.

Curiosamente, miró a su alrededor. Allí, a una distancia aproximada de veinte pies, un marinero calafateaba la cubierta. Y vio, mientras contemplaba al hombre, que, de sus manos, una espiral de vapor subía, se retorcía, y, al poco, se esfumaba. Ya estaba en cubierta. Sus pies, descalzos, notaron un calor que de inmediato penetró por las durezas que le recubrían las plantas. Entonces supo cuál era el peligro de aquel buque. Miró hacia los tripulantes de rostros consumidos, que le contemplaban con gran ansiedad, y a los cuales, la mirada de sus apacibles ojos pardos llevó una paz propia de bendiciones, tranquilizándolos, contagiándoles su propia serenidad.

—¿Cuánto hace del incendio, capitán? —preguntó con voz tan dulce que parecía el arrullo de una paloma.

Aquel manto de paz y de serenidad pareció arropar también al capitán. Mas de inmediato, al recordar lo sucedido, y lo que sucedía, experimentó un gran resentimiento. ¿ Qué derecho tenía aquel hombre, aquel vagabundo de las playas, vestido con pantalones deshilachados y con una camisa de algodón, qué derecho tenía a recomendar paz para él y para su agotado espíritu? No razonó. Fue, el del capitán, un proceso emocional inconsciente, que le llevó a contestar así:

—Hace quince días —dijo con acritud—. Usted, ¿quién es?

—Me llamo McCoy —respondió el interpelado, en forma que rezumaba lástima y ternura.

—He querido preguntar si es usted el práctico.

McCoy dirigió su bendita mirada al hombre de gran estatura, de robustas espaldas, y de rostro desencajado, sin afeitar, que había ido a reunirse con el capitán.

—Aquí —respondió— cualquiera de nosotros conoce estas aguas palmo a palmo.

El marino, sin embargo, mostró impaciencia.

—Necesito hablar con alguien que posea autoridad, y necesito hacerlo pronto.

—Pues también en eso puedo servirle.

¡Tanta paz mientras bajo sus pies el barco era como un horno flotante!

Nervioso, el capitán levantó las cejas, y mostró su impaciencia cerrando los puños, como si fuera a golpearlos contra alguien.

—¿Pero quién demonios es usted? —inquirió furiosamente.

—Soy el magistrado jefe —respondió el hombre sin alterarse, increíblemente amable, con gran mesura.

El hombre de gran estatura y de robustas espaldas soltó una carcajada descomunal, divertida por una parte, mas, y por encima de todo, histérica. El y el capitán miraban a McCoy con sorpresa e incredulidad. Parecía mentira que hombre tan miserable se mostrara tan digno. Su camisa de algodón, por estar desabrochada, descubría un torso velludo; no llevaba camiseta. Un sombrero de paja, muy viejo, no tapaba su canoso y revuelto pelo. Tenía, además, una barba que le caíahasta el pecho. A la vista de su indumentaria, podría decirse que era un hombre capaz de vestirse por completo en cualquier almacén, con solo un par de chelines.

—¿Es acaso pariente de McCoy, el del Bounty? —preguntó el capitán.

—Era mi bisabuelo.

El marino cambió de actitud.

—Me llamo Davenport, y éste es mi primer oficial, Mr. Konig.

Estrecharon sus manos.

—Y, ahora, vayamos directamente al asunto que nos ocupa —se expresaba el capitán, por la magnitud de sus problemas, muy de prisa—. Hace dos semanas que ocurrió el incendio, y el buque corre peligro de estallar en el momento más insospechado. Por eso he venido a Pitcairn, con la idea de encallarlo, o hundirlo, y poder salvar el casco.

—Pues entonces se ha equivocado usted, capitán —dijo McCoy—. Hubiera hecho mejor yendo a Mangareva. Allí hay una playa muy bonita, con una laguna que parece un estanque.

—Bien, pero estamos aquí, ¿no le parece? —dijo el primer oficial—. No hay que darle más vueltas al asunto. Aquí estamos y algo debemos hacer.

McCoy, amablemente, asintió.

—Pero es que aquí no hay playas, ni fondeaderos. Nada pueden hacer en este lugar.

—¡Vaya! —exclamó el oficial—. ¡Vaya! —repitió en tono más alto, una vez el capitán le hubo hecho señas a fin de que se mostrara educadamente—. No me venga con historias. ¿Es que sus botes, sus goletas, o lo que sean, no atracan en parte alguna? Respóndame.

McCoy esbozó una sonrisa preñada de la misma amabilidad que tenían sus palabras. Parecía una caricia, un abrazo que envolviera al cansado oficial, cual si quisiera llevarlo al sereno regazo de su alma.

—Nosotros no tenemos goletas, ni nada que se les parezca —dijo—. Llevamos nuestras canoas a lo alto de los acantilados.

—Eso no me lo creo, a menos que lo vea con mis ojos —replicó el marino—. Dígame, ¿cómo van a las otras islas?

—No vamos a otras islas. Yo, alguna que otra vez, y porque soy el gobernador, tengo que hacerlo. De joven, me ausentaba frecuentemente, a bordo de goletas mercantes, o a bordo, casi siempre, del bergantín de los misioneros. Pero ahora dependemos solo de los barcos que aciertan a pasar por estas aguas.

Alguna que otra vez han pasado por aquí hasta cinco en un mismo año. Sin embargo, otras veces, y en igual período de tiempo, no hemos visto uno solo. Son ustedes nuestros primeros visitantes en siete meses.

—¿Acaso va a decirme…? —empezó a expresarse el oficial, pero le interrumpió Davenport.

—Bien, no perdamos más el tiempo. Diga qué podemos hacer, Mr. McCoy.

El viejo isleño, volviendo sus ojos pardos y dulces como los de una mujer, hacia la costa, hizo que el oficial y su capitán siguieran su mirada, primero, para luego depositarla en la exhausta tripulación, que aguardaba la adopción de resoluciones.

McCoy procedió con pausa. Meditaba en calma, con la mente inmaculada del que nunca ha sido maltratado por la vida.

—Ahora, el viento es flojo —dijo al fin—. Hay, además, una fuerte corriente a sotavento.

—Por eso vinimos a barlovento —le interrumpió el capitán, aprovechando para dar muestras de su profesionalidad.

—Sí, por eso vinieron a barlovento —siguió McCoy—. Bueno, pues ahora no se puede ir contra corriente. Si lo hacen, no encontrarían playa. Perderían el buque.

El capitán y el piloto, cuando el viejo hizo una pausa, se miraron presos de la angustia.

—Pero les diré qué pueden hacer. El viento será más fuerte alrededor de la medianoche. ¿Ven esas nubes, a lo lejos? Desde allí, desde el Sudeste, soplará la brisa con mucha fuerza. Hay trescientas millas hasta Mangareva. Deben dirigirse allí, pues encontrarán un magnífico lecho para su barco.

El oficial movió la cabeza, dubitativamente.

—Venga a mi camarote, que allí echaremos una ojeada a la carta de navegación —dijo Davenport.

La atmósfera, en el camarote, resultóle a McCoy asfixiante, envenenada. Ciertos gases, que al filtrarse atacaron sus ojos, le irritaron la mirada. El suelo, candente, casi insoportable, recogía la pisada de sus pies descalzos. El sudor empapaba su cuerpo. Con harta aprensión, miró cuanto le rodeaba. Sentíase desconcertado en el camarote, y le sorprendió que aquello no resultara envuelto por las llamas de inmediato. Parecíale estar en las entrañas de un gigantesco horno, en dondela temperatura podía subir y consumirlo, como si de un hierbajo se tratara.

Cuando levantó un pie, para aliviarlo frotándolo en la pernera de su pantalón, el oficial lanzó una brutal, salvaje carcajada.

—Estamos en la antesala del infierno —dijo—, pues el infierno queda justo bajo nosotros.

—¡Sí que hace calor! —apreció McCoy casi sin quererlo, a la vez que enjugaba el sudor de su rostro con un pañuelo..

—Aquí está Mangareva —dijo el capitán, inclinándose sobre la mesa a fin de señalar un punto negro sobre la blanca superficie de la carta de navegación—. Pero aquí, en la misma ruta, aparece otra isla. ¿Por qué no podemos ir a ella?

McCoy, sin consultar el mapa, contestó:

—Esa isla se llama Crescent y es inhabitable. Se alza no más de dos o tres pies sobre el nivel del mar. Tiene una laguna, pero sin bocana. Mangareva es el único lugar a propósito para lo que ustedes quieren hacer.

—Pues entonces, vayamos a Mangare—va —decidió Davenport, imponiéndose a los gruñidos del piloto—. Reúna a la tripulación, Mr. Konig.

Los marineros, en un intento vano por desempeñarse con rapidez, cruzaron obedientemente la cubierta, a pesar de lo mucho que ello les costaba. La fatiga se advertía en cada uno de sus pasos y ademanes. El cocinero salió de sus dominios para escuchar lo que iba a decirse, y estaba acompañado por el grumete.

En cuanto el capitán expuso sus intenciones de poner rumbo a Mangareva, se dejó sentir un alarido ensordecedor. Por sobre el fondo de los gritos, se imponían exclamaciones de furia, maldiciones y blasfemias. Una voz, dura y penetrante, de claro acento cockney [nombre que se da a los habitantes de los barrios bajos de Londres], se impuso:

—¡Oh, Dios! ¡Después de quince días en este infierno, pretenden que zarpemos otra vez en una caldera flotante!

Davenport no lograba hacerse con el mando; pero la presencia de McCoy, poco a poco, pareció calmar a la tripulación, y las voces, y las maldiciones y blasfemias, acabaron por apagarse, hasta que la tripulación toda, salvo algunos rostros que miraban an—

La voz suave de McCoy, entonces, se dejó oír:

—Capitán, creo haber oído decir a varios de sus hombres que están hambrientos.

—Sí —respondió el marino—. Todos tenemos hambre. Solo he comido una galleta y una cucharada de salmón en los dos últimos días. No ha quedado más remedio que racionar los alimentos. Mire, cuando nos dimos cuenta del incendio, cerramos las escotillas para que no se extendiera. Pero en el pañol apenas quedaban provisiones. Fue demasiado tarde, y no nos atrevimos a ir a la bodega. ¿Hambrientos, dice usted? Yo tengo tanta hambre como los demás.

De nuevo se dirigió el capitán a sus hombres, y otra vez se dejó sentir el tumulto de roncas voces, gritadas por rostros de expresión bestial. El segundo y el tercer oficial se habían unido a su capitán, guardándole las espaldas. No descubrieron lo que pensaban. Parecían abatidos, ante aquel motín de la tripulación. El primer oficial, ante una pregunta muda del capitán, se encogió de hombros, demostrando la impotencia que embargábalos.

—Comprenda —dijo el marino a McCoy— que no es fácil hacer que los hombres renuncien a la seguridad de la tierra para adentrarse en el mar, a bordo de un barco incendiado. Para ellos ha sido un ataúd durante dos semanas. Están extenuados, hartos, hambrientos. Iremos, pues, a Pitcairn.

Pero el viento era leve, tenía el Pyrenées malos fondos, y no podía navegar en la dura corriente del Oeste. Pasadas dos horas, había perdido tres millas. Los marineros trabajaban arduamente, como si quisieran que, por la vehemencia que imprimían a sus actos, su barco fuera capaz de vencer a la marea. El Pyrenées, sin embargo, lenta pero firmemente, se replegaba hacia el Oeste.

Davenport paseaba sin tregua, deteniéndose de vez en cuando para proceder al examen de las débiles y flotantes columnas de humo, y para localizar el sitio de cubierta del cual procedía el humo. El carpintero no hacía sino calafatear.

—Y bien, ¿qué le parece? —preguntó el capitán a McCoy, quien, muy interesado, contemplaba al carpintero como lo haría un niño.

El isleño se volvió hacia la isla, cuyos contornos parecían perderse en el horizonte.

—Creo que la única solución es ir a Mangareva. Con el viento que se avecina, podrán arribar mañana al anochecer.

—¿Y qué pasará si el fuego estalla? Puede suceder en cualquier momento.

—Tenga listos los botes, pues si el barco estallara definitivamente, la misma corriente les llevaría a la isla.

Davenport discutió unos instantes, y luego, al fin, hizo la pregunta que McCoy no deseaba se le hiciera, aunque sabía iba a producirse.

—No tengo cartas de navegación de Mangareva, y en la general no es más que un punto negro. ¿Quiere servirme de práctico, a fin de que encontremos la bocana?

McCoy no se alteró.

—Sí, capitán —dijo como si el otro le hubiera invitado a comer—. Le acompañaré.

De nuevo fue reunida la tripulación, y Davenport habló a sus hombres:

—Ya veis que al intentar la maniobra no hemos hecho más que perder el tiempo y la distancia. El buque se encuentra en el medio de una corriente de dos nudos. Este caballero que nos acompaña, el honorable McCoy, magistrado jefe y gobernador de la isla de Pitcairn, nos acompañará a Mangareva. Así pues, no estamos en situación desesperada, pues de lo contrario no se ofrecería a servirnos de práctico. Y si él embarca por propia voluntad, incluso aceptando un riesgo, ¿no vamos a ser capaces de imitarle nosotros? ¿Estáis dispuestos a ir a Mangareva?

Esta vez no hubo tumulto. McCoy, con su presencia y seguridad, con su calma, llevó la paz a los marineros, los cuales, y en voz baja, se limitaron a intercambiar palabras. Hubo presiones. Por fin se pusieron de acuerdo, y empujaron al frente al cockney, que había sido nombrado portavoz. Aquel digno marinero tenía plena conciencia de su heroísmo y del heroísmo de sus compañeros, cosa por la que, con ojos brillantes, exclamó:

—¡Por Dios que si él es capaz de hacerlo, también nosotros lo somos!

Un murmullo de aprobación salió del resto de los tripulantes, los cuales pusieron manos a la obra.

—Aguarde, capitán —dijo McCoy, cuando el marinero se disponía a dar las órdenes oportunas a su primer oficial—. Antes de que partamos debo ir a tierra.

Mr. Konig, al oír aquello, quedóse de piedra y contemplando al viejo isleño como si éste se hubiera vuelto loco.

—¡A tierra! —dijo Davenport, extrañado—. ¿Para qué? En la canoa, además, tardará unas tres horas.

McCoy, midiendo la distancia que lo separaba de la costa, asintió.

—Sí, son las seis, y no seré capaz de llegar hasta las nueve. Y será imposible reunir a mi gente antes de las diez. Esta noche, conforme refresque la atmósfera, deben empezar a trabajar, de manera que puedan recogerme mañana de madrugada.

—Sea usted razonable y haga uso de su sentido común —dijo el capitán, a punto de bramar—; ¿a santo de qué ha de reunir a su gente? ¿No ha visto cómo arde el barco bajo nuestros pies?

McCoy parecía tranquilo, como la mar en verano, y ni siquiera la indignación de los otros lo alteraba.

—Sí, capitán ——dijo con su voz suave, invariable—. Me doy cuenta de que el barco está ardiendo, y es por eso, precisamente, por lo que he decidido acompañarles a Mangareva. Pero debo pedir permiso para hacerlo. Es nuestra costumbre. El gobernador no debe abandonar la isla, pues cuando lo hace abandona a su pueblo y no vela por sus intereses. El pueblo, naturalmente, debe decidir si puede o no ausentarse su gobernador; pero estoy seguro de que me concederán el permiso.

—¿Seguro?

—Por supuesto.

—Y si sabe que van a concederle autorización para acompañarnos, ¿por qué malgasta el tiempo pidiéndoles que lo hagan? Piense que perdemos toda la noche.

—Es nuestra costumbre —respondió el isleño, imperturbable—. Como soy el gobernador, además, debo dar ciertas instrucciones antes de ausentarme.

—Pero si no hay más de veinticuatro horas desde aquí a Mangareva —dijo el capitán—. Supongamos que, para regresar desde sotavento, hubiera seis veces más. Estaría aquí a fines de semana.

McCoy volvió a mostrar su amable sonrisa.

Pocos barcos tocan en Pitcairn, y, si lo hacen, son de San Francisco o del otro lado del Cabo de Hornos. Podré considerarme afortunado si logro estar de vuelta en seis meses. Quizá pase fuera de mi isla un año entero, y a lo mejor me veo obligado a ir hasta San Francisco para encontrar un buque que me traiga de vuelta. En una ocasión, mi padre dejó la isla durante tres meses,’ y hubieron de transcurrir dos años para que pudiera regresar. Además, no van ustedes bien provistos de víveres. Si se ven obligados a embarcar en los botes, porque empeore el tiempo, pueden pasar varios días antes de que lleguen a tierra. A la mañana traeré dos canoas llenas de provisiones, y en especial de plátanos secos. A medida que aumente el viento, aproxímense a la costa, que cuanto más cerca se hallen más provisiones les podré traer. Me despido.

Tendió la mano, y el capitán, que se la estrechó, dudó en soltársela. Se aferraba a ella como un marinero a punto de ahogarse a una boya.

—¿Cómo puedo estar seguro de que va a regresar por la mañana? —preguntó.

—¡Sí! —apoyó a su capitán el primer oficial—. ¿Cómo podemos saber que no escapa para salvarse?

McCoy no contestó. Les miraba amablemente, con mucha bondad, y ellos, a la postre, parecieron sentir la fortaleza de espíritu del isleño.

El capitán soltó su mano y el isleño, con una mirada que abarcó por igual a la tripulación toda, saltó por la borda y se puso en la canoa.

Cuando aumentó el viento, el Pyrenées, pese a sus fondos, conquistó a la corriente media docena de millas. Al amanecer, a solo tres millas de la costa, Davenport divisó dos canoas que salían a su encuentro. McCoy de nuevo subió a bordo. Tras él, varios fardos llenos de plátanos secos, que iban envueltos en grandes hojas igualmente secas.

—Ahora, capitán, en marcha. Por su propia vida.

Unos minutos más tarde, mientras el marino calculaba la velocidad de su barco, McCoy señaló:

—No soy navegante. Es preciso que lleve su barco hasta Mangareva, y, en cuanto alcancemos la isla, le conduciré al interior. —¿Cuántos nudos cree que hace?

—Once —respondió Davenport, echando una ojeada al agua que se deslizaba bajo el casco.

—Once. Bien. Si mantiene esa velocidad, divisaremos Mangareva entre las ocho o las nueve de la mañana. Podrá, así, alcanzar la playa a las diez o a las once, y entonces habrán acabado sus preocupaciones.

Tal era la capacidad de persuasión de McCoy, que al capitán le pareció llegado ya aquel momento. Habían sido dos semanas, las suyas, de gobierno de un buque incendiado, y eso le parecía excesivo.

Un viento más fuerte le golpeó en la nuca, y silbó en sus orejas. Calculó su fuerza y miró a su alrededor.

—Este viento nos va a ser de mucha ayuda —dijo—. Ahora estamos casi en los doce nudos, y si logramos mantenerlos, desde luego que acortaremos el viaje.

Avanzó el Pyrenées durante todo el día con su carga de fuego, por el mar espumeante. Cuando se hizo la noche, se tendieron los sobrejuanetes y la embarcación adentróse en las sombras, dejando tras de sí una estela de grandes olas. El viento favorable era lo deseado, y contribuyó, además, a que el ánimo de todos se elevara. En la segunda guardia algún tripulante iniciaba un canto, y al sonar las ocho campanadas cantaban todos.

Davenport hizo que se extendieran mantas sobre la cabina.

—Casi no recuerdo lo que es dormir —confesó a McCoy—. Estoy exhausto; pero, si lo cree necesario, no dude en despertarme.

A las tres de la madrugada, una ligera sacudida en el brazo despertó al capitán, y se incorporó de inmediato para desperezarse levantando los brazos a un cielo que comenzaba a clarear, todavía embotado por el sueño. El viento, contra las cuerdas, entornaba su canto, y la mar, embravecida, zarandeaba al Pyrenées. El buque inclinábase a un costado, y después al otro, rebasando, las más de las veces, la línea de flotación. McCoy gritaba algo que no entendía el capitán. Extendió la mano, para sujetar al otro por el hombro, y lo atrajo hacia sí, a fin de que estuviera más cerca de su oído.

—Son las tres —señaló McCoy, cuya voz, aun siendo amable, parecía extraña, como estrangulada—. Hemos hecho doscientas cincuenta millas, la isla de Crescent queda a treinta frente a nosotros, en alguna parte. No hay faro. Si continuamos avanzando, embarrancaremos y perderemos el barco y la vida.

—¿Le parece que vayamos al pairo? —Sí, hasta el alba. No nos retrasaremos más de cuatro horas.

Así, pues, el Pyrenées, con su carga de llamas, se puso al pairo bordeando los colmillos del vendaval y plantándole cara al mar bravío. No era sino un cascarón lleno de fuego, al cual, como podían, aferrábanse en su interior los marineros ayudándolo en’ su lucha.

—Es una galerna extraña —dijo McCoy al capitán, junto a la cabina—. No debía haberse levantado en esta época del año. Es muy raro. El viento, aunque hayan cesado los alisios, sopla en su misma dirección. Tendió la mano hacia la oscuridad, como si sus ojos pudieran penetrarla a pesar de las millas. Sopla hacia el Oeste. Algo grave ocurre allí; quizás se esté gestando un huracán. Menos mal que nos encontramos en el otro extremo. Lo de ahora es muy débil, no puede durar, seguro.

Cuando se hizo la luz del día, el viento se redujo a lo habitual. Pero entonces apareció un peligro nuevo: la bruma. La mar estaba cubierta por la niebla, o, mejor dicho, por una espesa neblina que impedía toda visibilidad. Sin embargo, el sol, que la atravesaba, la llenaba de brillos y resplandores.

Más humo que en otras ocasiones emanaba de la cubierta del barco. El júbilo de oficiales y tripulación habíase ido. A babor, se sintieron los gemidos del grumete. Aquel era su primer viaje y el miedo a la muerte había hecho presa en él. El capitán, como un poseso, iba de un lado a otro, y nerviosamente mordisqueaba su bigote a la vez que no paraba de maldecir en voz baja, incapaz de tomar una decisión.

—¿Qué le parece a usted? —preguntó, deteniéndose junto a McCoy, que se preparaba un desayuno a base de plátanos secos y de una jarrita de agua.

El viejo isleño, apurando el contenido de la jarrita, miró en torno suyo. Tenía en los ojos el brillo de una afable sonrisa cuando dijo:

—Bien, capitán; igual nos da avanzar que arder. La cubierta no aguantará mucho más. Hoy está más caliente y me resulta incómodo andar descalzo; ¿puede dejarme unos zapatos?

Nuevos golpes de la mar se abatieron contra el Pyrenées. El barco, después de ser zarandeado, volvía a su primitivo estar. Dijo el primer oficial que le gustaría meter esa cantidad de agua en el sollado, sí no tuviera que abrir las compuertas para ello. McCoy se asomó a la cabina y contempló el rumbo que había tomado.

—Manténgala firme, capitán —recomendó—. Se desvió al ponerse al pairo.

—Le he dado un grado —dijo el marino—. ¿No es suficiente?

—Yo recomendaría darle dos, capitán. El vendaval ha acelerado la corriente más de lo que podíamos imaginar.

Davenport se avino a concederle uno y medio, y luego, en la cofa, con el isleño y con el primer oficial, trató de divisar tierra. El Pyrenées, a toda velocidad, iba a diez nudos. A popa, la mar se perdía entre la bruma, que no se disipaba, y a las diez eran ya muchos los nervios del capitán Davenport. Los hombres se encontraban en sus puestos, listos para lanzarse como diablos a la tarea de poner el buque contra el viento, a la menor indicación que para ello recibieran desde tierra. Pero la tierra que se divisara, un arrecife batido por las olas, se hallaría peligrosamente cerca de ellos cuando fueran capaces de descubrirla en medio de tanta niebla.

Transcurrió una hora más. Los tres vigías, desde las cofas, miraban ansiosamente la blancuzca ‘masa de la neblina.

—¿Y si no damos con Mangareva? —preguntó, de súbito, Davenport.

McCoy, sin ocultar su mirada, respondió suavemente:

—Siga, capitán. No nos queda más remedio. Todas las Puamotus están frente a nosotros. Durante el paso de mil millas atravesaremos zonas de arrecifes y de atolones, lo cual, sin duda, nos llevará a algún sitio.

—Pues adelante.

Descendió el capitán Davenport a cubierta, y, al cabo de unos instantes, dijo:

—Deberíamos haberle dado otro medio grado. Esa maldita corriente juega malas pasadas a los navegantes.

—Los antiguos marinos llamaban a las Puamotus el Archipiélago de los Peligros —señaló McCoy, cuando, a su vez, llegó a cubierta—. La corriente es culpable del nombre.

—En Sidney estuve hablando con otro piloto —dijo Mr. Konig—. Había traficado por las Puamotus, y decía que el seguro no cubre más que un dieciocho por ciento. ¿ Es cierto?

McCoy, asintiendo, sonreía.

—Salvo que no los aseguran —dijo—.Los armadores restan, cada año, el veinte por ciento de sus goletas.

—¡Santo Dios! —exclamó el capitán—. Eso limita la vida de una goleta a solo cinco temporadas. —Movió la cabeza mientras añadía: ¡Son aguas malas, muy malas!

De nuevo, entraron en la cabina, para consultar las cartas de navegación. Mas los gases deletéreos obligáronles a salir entre toses y angustiosos jadeos.

—Aquí tenemos la isla de Morenhout —señaló el capitán sobre la carta que había extendido sobre el techado de la cabina—. No puede hallarse a más de cien millas a sotavento.

—Ciento diez —dijo McCoy dubitativamente—. Podríamos hacerlo, pero no estoy seguro del éxito. Quizá lleguemos a la playa, pero corremos peligro de ir contra los arrecifes. Ese es un pésimo lugar, muy malo.

—Nos arriesgamos a ello —decidió el capitán Davenport, pasando de inmediato a establecer el rumbo.

Durante la tarde plegaron parte del velamen, a fin de no pasar de largo en la noche, y, cuando la, segunda guardia, la tripulación dio rienda suelta a su júbilo. Muy próxima estaba la tierra y sus penas acabarían con la mañana.

El nuevo día fue claro y de sol tropical, cegador. Soplaba el viento del Sudeste, y el Pyrenées se deslizaba sobre las aguas a una velocidad de ocho nudos. El capitán Davenport hizo sus cálculos, dejando un margen para desviaciones ocasionales, y dijo que la isla de Morenhout no podía estar a más de diez millas de distancia. El Pyrenées hizo tal distancia; y otras diez millas más. Pero los vigías del palo mayor no vieron más que la mar desnuda bañada por el sol.

—Os digo que ahí está la tierra —gritó el capitán desde la cubierta.

McCoy, con una sonrisa, quiso calmarlo. Pero el marino miró a su alrededor, fuera de si, enloquecido, y marchó en busca del sextante para hacer una observación cronométrica.

—Sabía que estaba en lo cierto —gritó en cuanto finalizó el cálculo—. Veintiuno, cincuenta y cinco, Sur, uno, treinta y seis, dos, Oeste. Esta es nuestra posición. No estamos más que a ocho millas a barlovento. ¿Qué resultados tiene, Mr. Konig?

El primer oficial, tras consultar sus cálculos, dijo en voz baja:—Veintiuno, cincuenta y cinco, como a usted. Pero la longitud me da uno, treinta y seis, cuarenta y ocho. Eso nos deja muy a sotavento.

Mas decidió el capitán ignorar los resultados que le dio el oficial, con un silencio insultante, que hizo a Mr. Konig apretar los dientes y maldecir por lo bajo.

—Manténgala a lo largo —ordenó Davenport al timonel—. Tres grados… ¡Ahora, firme, así!

De inmediato, volvió a sus cálculos, que revisó totalmente. El sudor le empapaba el rostro. Se mordió el bigote, mordióse los labios, y mordisqueó el lápiz, mientras contemplaba los números cual si fueran fantasmas. Presa de un arrebato estrujó la hoja de papel y la tiró al suelo, para pisotearla furiosamente. Mr. Konig sonrió triunfalmente y se fue, al tiempo que el veterano marino se apoyaba en la cabina, permaneciendo allí por espacio de una media hora, sin decir nada y limitándose a mirar a sotavento con expresión desesperada.

—Mr. McCoy —dijo al fin—. La carta de navegación indica la existencia de un grupo de islas, pero no señala su número, hacia el Norte y el Noroeste, como a unas cuarenta millas. Son las islas Acteón; ¿sabe algo de ellas?

—Son cuatro en total —respondió el interpelado—. La primera, al Sudeste, es la de Matueri, desierta, sin entradas en la laguna. Luego está la de Tenarunga. Allí vivían una docena de personas, pero seguro que se han ido. De todos modos, no hay paso suficiente para un buque; solo para un bote, con una braza de profundidad. Las otras dos son las de Vehauga y Teua—raro. Son muy bajas, y no tienen ni entradas ni habitantes. No podremos encontrar en ellas lecho para el Pyrenées. Lo perderían enteramente.

—¡Fíjense! —gritó el capitán, furioso—. ¡Desierta! ¡Sin entradas! ¿Para qué demonios sirven esas islas? De acuerdo —dijo acto seguido—. La carta señala un sinfín de islas al Noroeste. ¿Qué me dice? ¿Hay alguna en donde pueda fondear mi buque?

McCoy pensó despaciosamente. No le fue necesario consultar la carta de navegación. Tenía en la memoria todas aquellas islas, los arrecifes, bajíos, entradas y distancias. Las conocía como un habitante de la ciudad conoce sus edificios, sus calles, y sus callejuelas.

—Papakena y Vanavana quedan al Oeste, o al Oeste—noroeste, a unas cien millas, o quizá a más distancia —dijo—. Una de ellas está desierta y he oído decir que los habitantes de la otra se fueron a la isla de Cadmus. No obstante, ninguna de sus lagunas tiene entrada. Ahunui se halla a otras cien millas al Noroeste. Tampoco tiene entradas, y, como las otras, está desierta.

—A solo cuarenta millas de esas que usted ha dicho, hay dos islas más —dijo el capitán, levantando la cabeza y retirando los ojos de la carta de navegación.

McCoy asintió. Y dijo:

—Son las islas de Paros y Manuhungi, que no tienen bocanas, y que también están desiertas. Nego—Nego está a cuarenta millas de ellas, desierta y sin entradas. Pero queda la isla de Hao. Es la que más nos conviene. La laguna tiene treinta millas de largo por cinco de ancho. Hay muchos habitantes. Por lo general, tiene agua y cualquier buque puede pasar por la embocadura.

Calló, y contempló con aire dispuesto a Davenport, quien, inclinado sobre la carta, con el compás en la mano, había gruñido.

—¿Es que no hay una sola laguna, con buena entrada, antes de la isla de Hao? —preguntó.

—No, capitán, ésa es la más próxima.

—Bien; pues hay trescientas cuarenta millas hasta allí —señaló el capitán con tono resuelto—. No quiero poner en peligro todas las vidas que van a bordo. Hundiré el Pyrenées en las Acteón. Aunque sea un barco excelente —añadió, apenado, luego de alterar el rumbo, haciendo con ello concesiones a la corriente del Oeste.

Una hora después el cielo se cubrió de nubes. El alisio del Sudeste se mantenía, pero el océano veíase atacado por turbonadas.

—Llegaremos aproximadamente a la una —anunció el capitán, dando muestras de confianza en sus cálculos—. A las dos estaremos en la bocana. McCoy, llévenos a la que tenga más habitantes.

No volvió a brillar el sol, ni divisaron tierra a la una. El capitán Davenport miraba la estela oscilante que a su paso dejaba el Pyrenées.

—¡Dios! —gritó—. ¡Corriente del Este, miren!

Mr. Konig pareció no convencido de lo anunciado. McCoy no se pronunció, pero dijo que no había razón alguna para que en las Puamotus no hubiese corrientes del Este. Más tarde, una turbonada aplacó los vientos dejando el buque a merced de las olas.

—¿Dónde está la sonda de profundidad? ¡Vamos, lanzadla al agua!

—El capitán Davenport la sostuvo, comprobando que se desviaba hacia el Nordeste.

—¡Fíjense! ¡Véanlo ustedes mismos!

McCoy y el primer oficial le obedecieron, y comprobaron que la sonda se estremecía y vibraba violentamente en la corriente.

—Unos cuatro nudos —dijo Mr. Konig.

—Corriente del Este, en vez del Oeste —dijo el capitán, contemplando a McCoy como si lo acusara de tanta desdicha.

Por eso en estas aguas el seguro no cubre más que un dieciocho por ciento, capitán —dijo, alegremente, McCoy—. Las corrientes son imprevisibles, pues varían constantemente. En el yate Casco viajaba un hombre que se dedicaba a escribir libros, aunque no me acuerdo de su nombre. Bien. Pasó a más de treinta millas de Tajaroa, llegando, en su lugar, a Tikei, a causa de los cambios en la corriente. Ahora vamos cara al viento y convendría que corrigiese el rumbo unos cuatro grados.

—¿Cuánto me ha desviado esa corriente? —preguntó, furioso, el capitán—. ¿Y cómo sé yo cuándo debo enderezar?

—No lo sé, capitán —dijo, amablemente, McCoy.

Volvió el viento, y el Pyrenées, con la cubierta humeante y lanzando reflejos bajo la luz de un brillo grisáceo, se dirigió a sotavento. Se rehizo, al fin, bandeándose a babor y a estribor, en busca de las islas Acteón, que el vigía no pudo descubrir.

El capitán se encontraba fuera de sí. Su indignación tomó la forma de un hosco silencio, y, durante toda la tarde, no hizo más que pasear por cubierta o apoyarse en los obenques. Cuando se hizo la noche, sin consultar a McCoy, varió el rumbo enfilando hacia el Noroeste. Mr. Konig, quien subrepticiamente, había consultado la carta de navegación, y McCoy, que lo había hecho con toda franqueza, sabían bien que se dirigían a la isla de Hao. A medianoche, cesaron las turbonadas y brillaron en el cielo las estrellas. El capitán Davenport se animó ante la promesa de un día despejado.

—Por la mañana tomaré la altura del sol —dijo a McCoy—. Pero he de comprobar la latitud, y eso me va a romper la cabeza. Será preciso utilizar, pues, el método de Summer, ¿lo conoce?

Y procedió a explicarlo detalladamente.

El día, en efecto, fue despejado, claro; el alisio soplaba firmemente desde el Este, y el Pyrenées, con la misma firmeza, mantenía los nueve nudos.

Tanto el capitán como el primer oficial, calcularon la posición por el método de Summer, coincidiendo en los resultados, y, al mediodía, volvieron a coincidir, comprobando los cálculos de la mañana merced a los de la noche.

—Otras veinticuatro horas y estaremos allí —le aseguró Davenport a McCoy—. Es un milagro que la cubierta se mantenga, pero no creo que pueda hacerlo por más tiempo. Cada día se filtra más humo. La cubierta es excelente, recién calafateada en San Francisco. El fuego nos cogió de imprevisto y nos vimos obligados a cerrar las escotillas. ¡Mire!

Interrumpió el discurso para contemplar, con la boca abierta, una espiral de humo que danzaba, retorciéndose, bajo la protección de la mesana, a unos veinte pies de la cubierta.

—¿Cómo ha llegado hasta ahí? —preguntó, indignado.

Por debajo no había rastros de humo. Al. ascender de la cubierta, al amparo del viento por el mástil, no había alcanzado forma y visibilidad a aquella altura. Luego, se apartó del palo mesana, y, durante un instante, se mantuvo sobre el capitán, como un amenazador espectro. Al siguiente, se lo llevó el viento y la boca del capitán Davenport cerró—se de nuevo.

—Como le iba diciendo, el fuego nos pilló de sorpresa y tuvimos que cerrar las escotillas. La cubierta estaba bien dispuesta, pero pasaba el humo igual que a través de un colador. Desde entonces, no hemos hecho más que calafatearla. Abajo debe haber una gran presión, pues de lo contrario no se explica que se filtre de ese modo.

A la tarde, el cielo se encapotó de nuevo, con lluvia y viento que iba del Sudeste al Nordeste. A medianoche, el Pyrenées fue alcanzado por una turbonada del Sudoeste, desde cuyo punto siguió soplando sin interrupción.

—No llegaremos a Hao hasta las diez de la noche, o a las once —se quejó el capitán a primeras horas de la mañana, cuando la débil promesa del sol desapareció ante las amenazadoras nubes que venían del Este. Acto continuo, preguntó con acritud: ¿Qué hacen las corrientes?

Los vigías de los mástiles no gritaban ¡tierra!, y el día pasó entre calmas empapadas en lluvia y golpes violentos de aire. A la noche, el mar se embraveció por el Oeste. El barómetro descendió a veintinueve, cincuenta. Las aguas, aunque no soplaba el viento, seguían encrespadas. Pronto, el Pyrenées se balanceó penosamente entre las enormes olas, que llegaban en desfile interminable desde la oscuridad. Plegaron velas tan de prisa como les fue posible a las dos guardias, y, cuando la exhausta tripulación hubo concluido, se escucharon, desde las sombras, quejas y protestas en tono amenazador y bestial. Poco después, se pidió a uno de los grupos que realizara una maniobra, y los hombres mostraron indignación y poca voluntad. Cada movimiento suponía una protesta y un desafío. La atmósfera era tan húmeda y pegajosa como la pez, y, a causa de la ausencia de viento, parecían todos jadear por falta de oxígeno. El sudor empapaba los semblantes y los brazos desnudos, y el capitán Davenport, que tenía el rostro más desencajado que de costumbre, y la mirada inquieta, se sentía oprimido por una premonición de catástrofe inmediata.

—Vamos hacia el Oeste —dijo McCoy tratando de impartir ánimo—. Así, en el peor de los casos, solo bordearemos el huracán.

Davenport, sin embargo, no quería que lo animasen. A la luz de la linterna dio lectura a un capítulo de su Epítome, en el que se hablaba de la estrategia a poner en práctica cuando surge la tormenta. El silencio fue roto por el llanto del grumete, que llegó desde algún punto del buque.

—¡Silencio! —le gritó el capitán, con tanta fuerza que hizo sobresaltarse a cuantos iban a bordo. El culpable de su cólera se dio tal susto, que trocó los sollozos por gritos de espanto.

—Mr. Konig —dijo el capitán con voz temblorosa por la ira—,tiene la bondad de hacer que calle ese sinvergüenza, metiéndole, aunque sea, una escoba en la boca?

Pero fue McCoy quien intervino, y, al poco, el muchacho, tranquilo ya, se durmió.

Poco antes de que amaneciera, la primera brizna de aire llegó desde el Sudeste, convirtiéndose pronto en una fuerte brisa. Todos los tripulantes se reunieron en cubierta, a la espera de lo que podía venir.

—Ahora vamos bien, capitán —dijo McCoy, situándose junto al marino—. El huracán se encuentra en el Oeste y nosotros pasamos al Sur. Esta brisa no es más que la resaca. Pero no aumentará. Ya puede desplegar las velas otra vez.

—Y eso, ¿de qué me sirve? ¿Hacia dónde me debo dirigir? Este es el segundo día que pasamos sin divisar tierra, cuando deberíamos haber visto ya la isla de Hao ayer a la mañana. Dígame, ¿por dónde queda? ¿Al Norte, al Sur, al Este, o a dónde diablos? Si me lo dice despliego las velas al momento.

—Yo no soy marino, capitán —señaló McCoy con su amabilidad de siempre.

—Y yo creía serlo —contestó el capitán— antes de venir a las Puamotus.

A las doce se escuchó la voz del vigía: —¡Arrecifes a la vista!

El Pyrenées logró eludirlos, arriando una vela tras otra. Surcaba las aguas, enfrentándose a una corriente que amenazaba con arrojarlo sobre las rocas. Tanto los oficiales como los tripulantes, trabajaban desesperadamente, incluidos el cocinero, el grumete, el capitán, y McCoy. Pasaron muy cerca. Se trataba de unos arrecifes bajos, un lugar de mucho peligro, en el que rompían las olas sin pausa, y en el que ni los hombres podían vivir ni posarse las aves. El Pyrenées se internó unas cien yardas entre ellos antes de que el viento la sacara al mar libre, y, entonces, la esforzada tripulación, concluido su trabajo, estalló en una lluvia de denuestos que tenían a McCoy por objetivo. El hombre había subido a bordo a proponerles el viaje a Mangareva, con lo que les alejó de la seguridad que ofrecía la isla de Pitcairn, para llevarlos a una muerte que parecía segura en aquellas aguas oceánicas.

El alma serena de McCoy, empero, no se alteró. Sonrió con sencillez y benevolencia, con lo cual su innata bondad caló en las negras consciencias de aquellos hombres, haciendo que se avergonzaran de su proceder, y, por ello, procediendo a cortar el fluir de aquellas sus maldiciones que aún resonaban en sus gargantas.

—¡Son malas aguas, muy malas! —decía el capitán, a medida que el barco se alejaba del peligro.

Mas de inmediato interrumpió sus palabras para darse a la contemplación de los

arrecifes, que debían haber estado a popa, pero que, sin embargo, se encontraban a babor y parecían tomar posiciones a barlovento.

Tomó asiento, ocultando la cara entre sus manos. El primer oficial, también McCoy, y el resto de la tripulación, vieron lo que él viera. Al sur de los arrecifes, una corriente en dirección Este, les había empujado hacia ellos; al norte, pues, otra corriente, en dirección contraria, acababa de apoderarse del barco, arrastrándolo lejos.

—Sabía algo de las Puamotus —murmuró el capitán Davenport, levantando al cielo su pálido rostro—. El capitán Moyendale me explicó que había perdido aquí su buque, y yo me reí a sus espaldas. ¡Dios debe perdonar tal burla! ¿Qué arrecife es ése? —se interrumpió, para dirigirse a McCoy.

—No lo sé, capitán.

—¿Y eso?

—Pues porque nunca antes lo había visto, y nunca antes me habían hablado de ello. Me consta que no lo registran, tampoco, las cartas de navegación. Estas aguas no han sido debidamente exploradas.

—Entonces, ¿quiere decir que no sabe dónde nos encontramos?

—Sé tanto como usted —respondió McCoy tranquilamente.

A eso de las cuatro de la tarde divisaron unos cocoteros que parecían emerger del agua. Un poco más tarde, las tierras bajas de un atolón sobresalían del mar.

—Ahora sí que sé en dónde nos encontramos, capitán —dijo McCoy retirando de sus ojos los prismáticos—. Esa es la isla de la Resolución, que está a cuarenta millas de Hao. Tenemos el viento en los dientes.

—Pues condúzcanos a la playa. ¿Por dónde se entra a la bocana?

—Por allí no pasa más que una canoa. Pero, ahora que conocemos nuestra posición, podemos dirigirnos a Barclay de Tolley. Solo queda a ciento veinte millas, rumbo Nornoroeste. Con ese viento, llegaremos a las nueve de la mañana.

Davenport consultó la carta de navegación, mientras dudaba de lo que debía hacerse.

—Si la hundimos aquí —advirtió McCoy— tenemos que dirigirnos a Barclay de Tolley en bote.

El capitán dio las órdenes oportunas, y, otra vez, el Pyrenées inició una nueva travesía en aquellas malas aguas.

A media tarde, había desesperación y conatos de motín en la humeante cubierta. Las corrientes eran más violentas, el viento mucho más flojo, y el barco se desviaba hacia el Oeste. El vigía distinguió Barclay de Tolley hacia el Oriente, y durante varias horas estuvo el barco tratando, en vano, de tocar las costas. Como un espejismo, los cocoteros se mantuvieron en el horizonte, solo visibles desde lo alto del palo mayor. A los de la cubierta, se les ocultaba la curvatura del mundo.

Nuevamente, el capitán consultó sus cartas, y consultó, también, a McCoy. Makemo se encontraba a setenta y cinco millas al Sudoeste. Tenía una laguna de treinta de largo, con excelente bocana. Cuando el capitán dio las órdenes, la tripulación se negó a seguirlas. Declararon que ya habían soportado bastante fuego bajo las plantas de los pies. Allí cerca había tierra. No importaba que el buque no la alcanzara, pues ellos podrían hacerlo a bordo de los botes. Que ardiese el Pyrenées. Sus vidas les importaban mucho más. Sirvieron lealmente al barco; y ahora, era su intención la de servirse a sí mismos.

Se abalanzaron sobre los botes, apartando de su camino al segundo y al tercer oficial, y disponiéndose a arriar las pequeñas embarcaciones. El capitán y Mr. Konig, pistola en mano, se acercaban para sofocar el motín, cuando McCoy, encaramado en el techado de la cabina, comenzó a hablar.

Se dirigió a los marineros, y, nada más sonar su voz, todos se fueron deteniendo para escucharle. Les transmitió su gran serenidad y su inmensa paz de espíritu. Su voz tranquila, inalterable, y sus sencillos pensamientos, envolvieron a los hombres corno si de una mágica corriente se tratara, llegando a calmarlos incluso a pesar de ellos mismos. Había cosas que, olvidadas desde tiempo inmemorial, volvían entonces a su mente, así como viejas canciones de cuna que solían recordar, al fin de la jornada, mientras interiormente evocaban la protección de los brazos maternos. Ya no había más peligros, ni problemas. Ni angustias sobre la faz de la tierra. Todo era tal y como debía ser, y de ello fue consecuencia lógica que volvieran la espalda a la tierra divisada, para adentrarse, de nuevo, en el océano, con un incendio bajo las plantas de sus pies.

McCoy les habló de manera sencilla, pero lo que les dijo fue lo de menos. Fue su personalidad cuanto habló elocuentemente. Fue una especie de halo mágico, como una especie de alquimia, como una suerte de ocultismo anímico. Algo sutil, profundo. Una emanación desconocida y seductora del espíritu. Humilde, y, a la par, terriblemente imperiosa. Fue como una luz en las criptas más oscuras de sus almas. Algo que les impelía a la mansedumbre con mayor fuerza que las pistolas sostenidas por las manos del capitán y de los oficiales.

Los hombres quedaron avergonzados en sus puestos y, quienes habían comenzado a soltar los cabos, los ataron otra vez. Luego uno, y después otro, y acto continuo los demás, se desperdigaron un tanto contritos.

El semblante de McCoy resplandecía de júbilo casi propio de un niño, al bajarse del techo de la cabina. Se habían acabado los problemas. En verdad, ni siquiera fue preciso aplacarlos. No hubo el menor problema, ya que los problemas no tenían cabida en su personal existencia.

—Usted les ha debido hipnotizar —dijo Mr. Konig, sonriente y en baja voz.

—Son buenos muchachos —respondió el isleño—. Poseen buen corazón. Lo han pasado francamente mal y han trabajado muy duro, pero continuarán siendo fieles hasta el fin.

Mr. Konig no tuvo ocasión de contestarle. Estaba dando órdenes, que los marineros se aprestaban a cumplir, mientras el Pyrenées se apartaba lentamente de la zona de mayor influencia del viento, para enfilar la proa en dirección a Makemo.

El viento era muy ligero, y, tras el ocaso, cesó casi por completo. Hacía un calor insoportable, y los hombres intentaban, sin conseguirlo, echar un sueño. No podían tenderse en la cubierta, que estaba caldeada en exceso y por entre cuyas maderas se iban filtrando los vapores venenosos que se extendían a lo largo del buque, cual espíritus malignos, introduciéndose en las narices y en las gargantas de los desprevenidos, y provocando accesos de estornudos y de tos. Las estrellas parpadeaban perezosamente en el firmamento, y la luna llena, que se alzaba por el Este, bañaba con su luz las vagas espirales de humo entremezclándose, y danzarinas, para ir deslizándose sobre la cubierta, sobre la borda, y en torno a los mástiles y a las cuerdas.

—Dígame —dijo el capitán, restregándose los ojos—. ¿Qué le sucedió a la gente del Bounty una vez llegaron a Pitcairn? Los relatos que he leído sobre eso, indican que incendiaron el buque y que no se les descubrió hasta muchos años después. ¿Qué fue lo que les ocurrió mientras tanto? Siempre sentí gran curiosidad. Todos ellos tenían, prácticamente, la soga al cuello. Les acompañaban los indígenas. Y, luego, había mujeres. Aquello tenía que provocar incomodidades y líos desde el principio.

—Sí, hubo muchos líos —dijo McCoy—. Se trataba de hombres con mal corazón, que se peleaban por las mujeres. Uno de los amotinados, Williams, perdió a su esposa. Todas las mujeres eran tahitianas. La de Williams cayó por los acantilados mientras buscaba aves marinas. Entonces, el viudo le robó la mujer a uno de los nativos. Los compañeros de éste, indignados, dieron muerte a los amotinados. Los supervivientes, así las cosas, mataron a casi todos los nativos, y las mujeres les ayudaron a hacerlo. Luego los nativos que quedaron, acabaron matándose entre sí. Fueron asesinatos en cadena. Eran hombres muy malos.

A Timiti lo mataron otros dos nativos, mientras le peinaban como prueba de amistad. Los hombres blancos se lo habían ordenado. Después, los blancos les mataron. La esposa de Tullaloo le asesinó en una cueva porque quería un hombre blanco. Eran todos perversos. Dios les había ocultado su rostro. Al cabo de dos años, habían sido asesinados todos los nativos, y solo quedaban cuatro blancos. Eran Young, John Adams, McCoy, mi bisabuelo, y Quintal. Este último era también muy malo. Una vez le arrancó la oreja a su mujer de un mordisco, porque no le había llevado pescado suficiente.

—¡Ya lo creo que era mala gente! —comentó Mr. Konig.

—Sí, desde luego, muy mala gente —dijo McCoy, y siguió hablando, con gran severidad, acerca de la violencia y de la lujuria de su antepasado—. Mi bisabuelo escapó del asesinato solo para morir por cuenta propia. Hizo un alambique, en el que destilaba alcohol de las raíces de una planta. Quintal era su compañero, y siempre andaban emborrachándose. Al fin, a mi bisabuelo le dio un ataque de delirium tremens, y, atándose una piedra al cuello, se arrojó a la mar. La mujer de Quintal, aquella que había perdido su oreja, se mató, también, al despeñarse por los acantilados. Entonces, Quintal se fue a ver a Adams y le pidió su esposa, e hizo lo mismo con Young. Adams y Young tenían mucho miedo a Quintal. Sabían que podría matarlos. Por eso, se adelantaron, asesinándole a golpes de hacha. Entonces, murió Young. Y, así, acabaron los líos.

—Es lógico —señaló el capitán Davenport—. Ya no había nadie a quien matar.

—Es que Dios les había ocultado su rostro —dijo McCoy.

Cuando amaneció, no soplaba más que una leve brisa procedente del Este, y el capitán, ante la imposibilidad de dirigirse al Sur, paseaba inquieto por cubierta. Le tenía miedo a esa corriente del Oeste, pues podría impedirle llegar a varios refugios. La calma continuó durante el día entero, mientras los tripulantes, limitados a una mínima ración de plátano seco, gruñían y protestaban nuevamente. La debilidad les atenazaba, y también padecían dolor de estómago por culpa de la dieta. Durante todo el día, la corriente impulsó al Pyrenées hacia el Oeste, ya que no soplaba viento para vencerla. A mitad de la primera guardia, se divisaron cocoteros en el Sur, cuyas copas destacaban sobre el agua, señalando la presencia de un bajo atolón.

—Es la isla de Taenga —dijo McCoy—. Si esta noche no sopla la brisa, pasaremos de largo ante Makemo.

—¿Qué ha ocurrido con el alisio del Sudeste? —preguntó el capitán—. ¿Por qué no sopla? ¿Qué es lo que pasa?

—Es por la evaporación de las grandes lagunas; hay muchas —dijo McCoy—. La evaporación altera todo el sistema de los vientos, obligándoles a retirarse y formando tormentas en el Sudoeste. Estamos en el Archipiélago de los Peligros, capitán.

Davenport se volvió hacia el piloto, abriendo la boca a punto de soltar una maldición, pero se contuvo. La presencia de McCoy impedía la blasfemia que se le encendía en la mente y que le bailoteaba en la garganta. La influencia del isleño iba en aumento día a día. El capitán Davenport era un autócrata de la mar, que no temía a nadie, y que jamás se mordía la lengua. Pero se sabía incapaz, ya, de blasfemar ante McCoy, aquel isleño viejo, de dulce mirada y de suave voz. Al comprenderlo, el marino se horrorizó. Aquel hombre era tan solo un brote de la estirpe de McCoy, del McCoy de la Bounty, el amotinado que escapó de la soga inglesa, el McCoy que fue fuerza del mal en los primeros tiempos de sangre, de lujuria y de muerte, en la isla de Pitcairn.

El Capitán Davenport no era hombre religioso, pero, por un instante, experimentó el loco impulso de arrojarse a los pies del hombre, para confesarle no sabía a ciencia cierta qué cosas. Era, la suya, una emoción que brotaba de su interior, fuertemente. Era más que un pensamiento en concreto. Y adquiría consciencia de su pequeñez e insignificancia ante aquel isleño que era tan simple como un niño y tan dulce como una mujer.

Pero no podía humillarse ante sus hombres y ante sus oficiales. Sin embargo, aún le dominaba la indignación que le impelía a maldecir. De súbito, golpeó la pared de la cabina con el puño cerrado, y proclamando:

—Escuche, amigo mío, no van a vencerme. Las Puamotus me han burlado y puesto en evidencia. Mas no me rindo. Llevaré este barco desde las Puamotus hasta China, si es preciso, para encontrar allí un fondeadero. Si los demás desertan, seguiré a bordo. Quiero darle una lección a las Puamotus. No podrán conmigo. Este buque es bueno, y seguiré en él mientras se mantenga una sola tabla. ¿Me oye?

—Y yo seguiré a su lado, capitán —dijo McCoy.

En la noche soplaron del sur leves brisas, y el angustiado capitán, con su cargamento de llamas fue comprobando y midiendo su desviación hacia el Oeste, aislándose, en ocasiones, para maldecir donde McCoy no pudiese escucharlo.

La luz del nuevo día mostró más palmeras que sobresalían del agua, hacia el Sur.

—Es el extremo, a barlovento, de Makemo —dijo McCoy—. Katiu queda a pocas

millas, al Oeste. Vamos allá.

Pero la corriente, que circulaba entre las dos islas, les llevó hacia el Noroeste, y, a la una del mediodía, vieron cómo las palmeras de Katiu se elevaban sobre el mar, para hundirse al poco en las aguas.

Poco después, cuando el capitán acababa de descubrir una nueva corriente que había hecho presa en el Pyrenées, el vigía anunció más cocoteros al Noroeste.

—Es Fakarava —dijo McCoy—. No llegaremos sin viento favorable. La corriente nos empuja hacia el Sudoeste, pero debemos andar con mucho cuidado. A pocas millas, hay otra que va hacia el Norte, y luego gira hacia el Noroeste. Nos apartará de Fakarava y es ahí donde el buque puede encontrar un buen lecho.

—Por mucho que nos arrastren —declaró el capitán, acalorado—, en algún lugar acabaremos por encontrar un lecho.

Sin embargo, la situación del Pyrenées era lamentable. La cubierta estaba tan caliente, que parecía que el aumento de unos pocos grados más la haría saltar envuelta en llamas. En muchos sitios, ni siquiera la gruesa suela de los zapatos protegía a los hombres, los cuales se veían obligados a caminar de puntillas para evitar molestias en las plantas de sus pies. El humo era más denso. Los marineros tenían irritados los ojos, y tosían de continuo, como si aquélla fuera una tripulación reclutada entre un montón de tuberculosos. Por la tarde, se prepararon los botes, y se les equipó convenientemente. Subieron a ellos los últimos fardos llenos de plátanos secos, junto con el instrumental náutico. El capitán Davenport incluso hizo trasladar el sextante al mayor, temiendo que la cubierta saltase en cualquier momento.

Durante la noche entera, pesó sobre ellos el miedo. Y a las primeras luces del día, con ojos hundidos y semblantes desencajados, se miraron los hombres entre sí, sorprendidos de que el buque siguiera aún entero, y ellos con vida.

El capitán Davenport, moviéndose con rapidez, y, a veces, aunque perdiendo en ello su dignidad proverbial, caminando sobre las punteras de sus zapatos, inspeccionó la cubierta.

—Es cuestión de horas, en el mejor de los casos.

El vigía anunció tierra. Desde la cubierta, resultaba invisible, y McCoy subió al mástil, mientras Davenport aprovechaba la ocasión para descargarse, merced a las maldiciones, de la amargura que tenía encima. Las blasfemias, empero, dejaron de salir por su boca al ver una línea oscura que, sobre las aguas, divisó al Nordeste. No era una simple brisa, sino un viento, el alisio, a ocho grados de su dirección habitual, pero dispuesto a cumplir con lo que de él se espera.

Mantenga el rumbo, capitán —dijo McCoy al regresar a popa—. Eso es el extremo oriental de Fakarava, y vamos a entrar a toda velocidad, con el viento favorable y con las velas desplegadas.

Una hora después, se distinguía, desde cubierta, la baja línea de la playa y los cocoteros. La sensación de que el final de la resistencia del Pyrenées era inminente, pesaba sobre todos. Davenport hizo que arriasen tres botes, con un marino en cada uno para mantenerlos lejos. El buque fue bordeando la costa, cubierta de espuma, a una distancia de dos cables.

—Listo para virar, capitán —señaló McCoy.

Un minuto después, se abrió la tierra dejando al descubierto un estrecho pasadizo y la laguna a la que conducía, semejante a un espejo, de treinta millas de largo y más de diez de ancho.

—Ahora, capitán.

Por última vez, giró el timón del Pirenées, obedeciendo la rueda, y enfilaron la bocana. Apenas se había realizado la maniobra, sin que nada ocurriese, cuando los tripulantes y los oficiales huyeron hacia popa, aterrorizados. Aunque nada se advertía, todos tuvieron la sensación de que algo iba a suceder. No sabían qué. Pero lo sabían. McCoy se encaminó a popa, para dirigir la entrada del buque, pero el capitán, sujetándolo por el brazo, le detuvo.

—Hágalo desde aquí —le dijo—. La cubierta no es un lugar seguro. ¿Qué ocurre? —preguntó acto continuo—. No nos movemos.

McCoy sonrió.

—Nos enfrentamos a una corriente de siete nudos —dijo—. Es el reflujo que sale de la laguna.

Al cabo de un buen rato, el buque apenas había ganado su propia eslora, pero, al aumentar la fuerza del viento, comenzó a avanzar.

—Más vale que algunos de vosotros subáis a los botes —ordenó el capitán Davenport.

Aún no se había apagado su voz, y los marineros se disponían a obedecer, cuando la parte central de la cubierta saltó hacia las cuerdas y las velas, en medio de una masa de llamas y de humo, quedando por doquier tizones, aunque la gran mayoría de ellos iban al agua.

El viento de través había salvado a los hombres, que se encontraban en popa. Echaron a correr ciegamente a los botes, pero la voz de McCoy les detuvo, con su convincente mensaje de infinita calma y eternidad.

—Sin prisas —decía—. Todo va bien. Que alguien haga el favor de ayudar a ese muchacho.

El timonel había abandonado su puesto, dominado por el pánico, y el capitán tuvo que ocuparlo, a tiempo de evitar que el barco se desviara, chocando con la costa.

—Encárguese usted de los botes —le indicó a Mr. Konig—. Mantenga uno junto al buque. No abandonaré hasta el último momento.

Mr. Konig dudó unos instantes, pero luego, saltando por la borda, bajó a una de las embarcaciones.

—Apártela medio grado, capitán. Davenport se sobresaltó, pues creía haberse quedado solo a bordo.

—De acuerdo, medio grado —dijo.

El centro del Pyrenées era un horno abierto y encendido, del que brotaba una densa columna de humo que se iba elevando hacia los mástiles y que ocultaba totalmente la parte delantera. McCoy, bajo la protección de los cangrejos de popa, seguía en su difícil labor de guiar el buque en aquel intrincado canal. El fuego avanzaba hacia popa desde el lugar de la explosión, y la sábana de lona del palo mayor se elevó, desapareciendo a continuación trocada en una pavesa. Delante, aunque no las podían ver, les constaba que las velas del trinquete seguían tensas.

—Sería terrible que se quemara todo el trapo antes de que llegásemos —dijo, suspirando, el capitán.

—Llegaremos —aseguró McCoy muy confiado—. Nos queda mucho tiempo. Tiene que conseguirlo. Y, una vez dentro, lo vamos a poner cara al viento. Así no nos alcanzará el humo, y evitaremos que el fuego avance.

Una llama ascendió por la vela de mesana, en busca de otras más bajas, y, al faltarle, desapareció. Desde lo alto, un cabo de cuerda, encendido, fue a caer sobre la nuca del capitán Davenport, quien reaccionó con la celeridad de aquel a quien pica una abeja, gracias a lo cual se libró del fuego que empezaba a hincársele en la piel.

—¿Cómo vamos, capitán?

—Noroeste por Oeste.

Manténgalo Oeste Noroeste.

El capitán Davenport movió la rueda para enderezar el buque.

—Oeste por Norte, capitán.

—Oeste por Norte.

—Y, ahora, Oeste.

Poco a poco, grado a grado, a medida que entraban en la laguna, el Pyrennées describió el círculo que lo ponía cara al viento. Grado a grado, con toda la sabiduría de mil lentos años, McCoy cantaba las variantes del rumbo.

—Otro grado, capitán,

—Otro grado.

Davenport giró varias cabillas, recobrando luego una, a modo de comprobación. —Rumbo firme.

—Firme va, directo.

Aunque entonces el viento soplaba desde popa, el calor era tan intenso que Davenport se vio obligado a dirigir breves miradas a la brújula, mientras soltaba una mano del timón para frotarse las mejillas, que le ardían. Crujía la barba de McCoy, al consumirse, y su olor, que llegaba directamente al otro, hacía que éste lo mirase con inesperada solicitud. El capitán se veía obligado a alternar las manos en la rueda del timón, para frotarse el irritado dorso en las perneras de los pantalones. Las velas de mesana se consumieron entre llamas, obligando a los dos hombres a apartarse, mientras se cubrían el rostro.

—Ahora —dijo McCoy dirigiendo sus ojos a las bajas playas—, cuatro grados más y déjela suelta.

En torno a ellos, y sobre ellos, iban cayendo trozos encendidos de lona y de cuerda. El humo alquitranado de un pedazo de cable, caído a los pies del capitán, provocó al marino un fuerte acceso de tos pese a lo cual se mantuvo firme en el timón.

De pronto, el Pyrenées encalló, con la proa alzada, deteniéndose con mucha suavidad. En torno a los dos hombres, cayó una lluvia de partículas de fuego, que el leve golpe arrancara de lugares varios del buque. Con la quilla, rompió la frágil barrera de coral y avanzó para chocar por tercera vez.

—¿Embarrancados? —preguntó McCoy—. ¿Embarrancados? —preguntó de nuevo sin alterarse.

—No obedece —respondió el otro.

—De acuerdo. Se bandea mucho —McCoy miró a uno de los lados—. Arena blanda y fina. No podíamos pedir nada mejor. Es un lecho excelente.

Cuando el Pyrenées apartó la popa del viento, una espesa columna de humo y de llamas vino a envolverles. El capitán Davenport abandonó el timón, con la piel chamuscada y dolorida. Alcanzó el cable que sujetaba el bote a la nave, y se volvió en busca de McCoy, que estaba a su lado, para permitirle descender.

—Usted primero —gritó el capitán, sujetándolo por los hombros, y arrojándolo casi por la borda.

El humo y las llamas eran tan intensos, que de inmediato siguió al isleño, balanceándose ambos en la cuerda y cayendo juntos al bote. El marinero que se encontraba a popa, sin aguardar las órdenes, cortó amarras con. su cuchillo. Los remos, dispuestos desde hacía tiempo, se hundieron en el agua y la embarcación se alejó.

—Un hermoso lecho, capitán —dijo McCoy, mirando hacia atrás.

—Sí, un lecho excelente, con el que hemos dado gracias a usted —respondió Davenport.

Los tres botes se dirigieron hacia la blanca playa de coral pulverizado, más allá de la que, al borde de un bosquecillo de cocoteros, se divisaba media docena de chozas con techo de hojas, y un puñado de nativos harto excitados, los cuales, con ojos sorprendidos, contemplaban el incendio flotante que acababa de llegar hasta las costas de su isla.

Tocaron tierra las embarcaciones, y los tripulantes saltaron sobre la arena blanca.

—Ahora —dijo McCoy— debo volver a Pitcairn.

*FIN*


“The Seed of McCoy”,
The Century Magazine, 1909


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