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La eterna provincia

[Cuento - Texto completo.]

Tommaso Landolfi

1

Yo tengo una pierna de madera (bueno, no precisamente de madera; es una pierna americana que nadie se imaginaría y apenas cojeo, pero da lo mismo). Razón por la cual odio a las mujeres. Me parece que el motivo es bastante claro de por sí, pero puedo añadir ad abundantiam que las mujeres no me han ahorrado las ocasiones de odiarlas. Y como hoy me hallo en esta disposición, es decir, recordando viejas historias, me cuesta poco ser más preciso.

Aquella primera muchacha, por ejemplo, la primera de todas. Era bellísima. Tenía una gran melena de cabellos corvinos, una carita afilada, grandes ojos pensativos, pero, qué casualidad, ella también tenía no sé qué mal en una pierna (nunca supe exactamente qué: una pierna grande y pesada que incluso arrastraba). Sería difícil decir, cuando no demasiado fácil, por qué me enamoré precisamente de ella. Tal vez, precisamente, porque era inválida y yo entonces era un adolescente tierno y romántico o, tal vez, porque inconscientemente esperaba de ella mayor comprensión. En cambio…

Tenía un padre con cara de pocos amigos, pero pronto conseguí encontrar una casa encima de la suya, de modo que nos comunicábamos fácilmente con cantos (estudiaba canto) y con cartitas intercambiadas por las escaleras. ¡Ah, aquel primer encuentro en una capillita en las afueras de la ciudad según la costumbre de los poetas antiguos y de sus bellas! La encontré rezando de rodillas en la actitud que mejor se adecuaba a su belleza y, al mismo tiempo, que mejor ocultaba su deformidad, actitud asumida, por otra parte, espontáneamente, sin sombra de cálculo. Y, a pesar de todo, a aquel encuentro le siguieron otros. Ella se atrevió incluso a recibirme en su casa en ausencia de su padre… ¡Qué cosa era la vida en aquellos días para nosotros, para mí, embriagadora y leve a la vez, como algunos vinos, con el aire de primavera! Nosotros éramos nuevos y pulcros, con nuestro bagaje de esperanzas intacto, etcétera… ¿Nosotros o yo solo? ¿O, tal vez, ni siquiera yo? No sé. Por casualidad encontré un escrito mío sumamente poético de aquellos días; en él se canta el silencio nocturno (de mi cuartito de pupilo) al que se atribuye el poder de “tejer” sobre mi cabeza una cúpula sombría y vertiginosa, pero evidentemente de naturaleza benigna y protectora, la cual se derrumbaría con aciaga contrariedad por mi parte al elevarse la “voz” (de ella, claro, que desde el otro piso me declaraba su amor cantando). ¿Qué era eso? ¿Una premonición, y válida, para toda mi vida? Pero me estoy extendiendo demasiado.

Bueno, resumiendo: ella tenía una pierna de esa hechura; sin embargo, pretendía que su hombre tuviera las dos suyas en buen estado. Y posiblemente con toda razón, porque ella, liberalmente, buscaba en mí un hombre sin más, mientras que yo, tal vez (como ya he dicho), buscaba en ella, precisamente, una muchacha coja. De todos modos, y dejando a un lado las sutilezas, apenas comprobó mi invalidez al crecer nuestra intimidad, cambió de sonido. Empezó a acusarme en sus cartitas de poco ardor y, con un curioso rebote de sentimientos, de no saber amar también su “piernecita enferma”, hasta que un buen día me soltó bruscamente que lo sentía mucho y que se había hecho ilusiones, debía confesarlo, pero, en cambio, se sentía siempre a Fulano aquí delante —e hizo, lo recuerdo bien, un amplio gesto impúdico que la rozó desde el pubis hasta los labios—. Fulano era otro estudiante, de filosofía, con el que tiempo antes había tenido una relación sin consecuencias.

Mi caída de las nubes, mis desesperaciones, mis propósitos de reconquistarla a toda costa: así de ingenuo era yo. Al final, al mostrarse ella inconmovible, no encontré nada mejor que despertar a Fulano una noche por teléfono y obligarlo a bajar a la ciudad desde su casa de la colina. Debía hablarle, dije, de algo secreto e importantísimo. Apenas nos conocíamos de vista y no me pareció un genio. Sin embargo, no se sorprendió demasiado cuando supo el objeto de la entrevista solicitada y pronto comprendió qué esperaba yo, locamente, de él. ¡Qué demonios! Creo que se puede pedir ayuda a un rival desenamorado (en seguida lo confesó) que posea las llaves del corazón amado. En su opinión, ¿en qué debería yo apoyarme para reconquistar a aquella mujer? ¿Cuáles eran, en general, su diagnóstico y su pronóstico?, etcétera. Una ridícula extravagancia mía, por supuesto, digna de un siglo pasado, como “sentarse al hogar del enemigo”. Algo entre desesperado y arrogante y hasta caballeresco, a mi manera.

¡Cuántos bonitos discursos me echó! Tal vez se divertía con ello y no excluyo que yo también me divirtiera. Bonitos discursos y nada más, ni siquiera hay que decirlo. ¡Como si uno que tiene una pata de palo pudiera no tenerla más, de golpe! La muchacha se mantuvo firme y le era fácil evitarme. En cuanto a mí… todo pasa. Más tarde encontró un marido bien plantado. Ahora es abuela.

“La verdad es que eso no tiene nada que ver”, dijo un poeta, o sea, toda esta historieta, si no es para añadir que como aquella muchacha luego hubo otras muchas, quiero decir que se comportaron de la misma manera.

En conclusión, apunten el dato sin pensar demasiado en ello: que tengo una pierna de madera y que odio a las mujeres.

 

2

 

¡Por cuántas habitaciones de hotel ha pasado mi vida! Por ellas arrastré mi soledad, mi hastío, mi infelicidad. Trabajar o hacer algo no es para mí. Por suerte soy rico. Ahora bien, en una de esas habitaciones fue donde tuve la gran idea.

El hotel estaba en una pequeña ciudad de provincias donde uno se ahogaba en el aburrimiento. El calor era casi intolerable y mi habitación estaba incluso infestada de pulgas. Solo Dios sabe por qué me quedaba allí, si no era por el habitual motivo de que no sabía adónde ir y de que en cualquier sitio siempre encontré calor, pulgas o algo equivalente. De todos modos, acostumbraba a pasar casi todo el día, y en particular las larguísimas tardes, echado desnudo en la cama, donde con una serie de trucos conseguía salvarme de los rabiosos bichitos, miraba revistas ilustradas, me esforzaba a veces en leer un libro y las más de las veces contemplaba el techo encalado. Y así, no tardé en notar una telaraña que colgaba de él, a la cual, precisamente, debí la idea en cuestión.

Ni siquiera era una telaraña sino más bien un vestigio de ella; un simple y exigüísimo hilo de unos dos palmos de largo, como se pueden ver en todas partes, pero apuesto a que poca gente ha tenido la oportunidad de observar su comportamiento. Uso a propósito esta palabra pues la mía, al menos, era una cosa viva. Bastaba con nada de aire, normalmente insensible, para hacerla oscilar, retorcerse, rizarse, o que yo soplase débilmente hacia ella o que silbase a flor de labios; pero también bastaba con nada. Es más, diría que nunca estaba quieta. ¡Caray! Hay días de verano en que el aire de una habitación no se mueve en absoluto y, además, yo hacía varios experimentos. Cerraba puerta y ventana, tapaba las fisuras con mantas o ropas, y ella seguía allí temblando y agitándose aunque un poco menos tumultuosamente. En plena noche encendía la luz de repente: seguía temblando. Era un alma en pena, eso es lo que era, o, mejor, un alma a la que alguien infligiera un continuo tormento, y a mí me gustaba imaginar que ese alguien era yo mismo. Poco importaba si era un mísero hilo de telaraña. Por fin me sentía un dominador. Entre nosotros se había establecido una especie de correspondencia. Mis soplos eran un implacable y atroz cuestionario y sus contorsiones eran sus respuestas impotentes, los vanos intentos de alejar la tortura, su error, su imploración no menos vana. Sí, yo tenía sobre ella, por así decir, derecho de vida y de muerte. Podía con un soplo más brutal clavarla en el techo, apagarla para siempre. Si seguía temblando, incluso cuando no soplaba ni un hilo de viento, ¿la causa de ello no era acaso mi propia respiración, que es como decir que sentía la presencia de su verdugo?

Pues bien, de estas fantasías a la idea citada el paso era corto. Idea elemental, por lo demás. Yo debía —y con el instrumento mismo de mi propia humillación— trastornar, herir y humillar en sus sentimientos más tiernos y delicados a una mujer cualquiera para de ese modo vengarme de todas; abrir en su ánimo una llaga, a ser posible, sin curación. Dicho de otro modo, debía hacer que se enamorara locamente de mí y cuando estuviera verdaderamente a punto, desvelarle bruscamente, o sea hacerle ver por sorpresa, mi invalidez. El duro golpe que recibiría, su impotencia para superar con su amor un defecto físico (aunque hoy yo sepa bien que no es solo tal) del amado serían mi victoria.

Se objetará que, sorpresas aparte, las cosas no habían sido muy distintas hasta entonces y que venganzas de ese tipo ya me había tomado, de hecho, más que suficientes. Pero me será fácil replicar que, en primer lugar, no estaba nada seguro de la sinceridad o profundidad de los afectos anteriormente suscitados por mí; es más, tenía todos los motivos para dudarlo ya que, en cualquier caso, en aquellas historias anteriores yo mismo me había comprometido seriamente, mientras que ahora tendría mente y corazón libres y disposición suficiente para disfrutar con el mal ajeno y resuelta frialdad, premisas, por lo demás, indispensables (así me parecía) para llevar a cabo mi propósito: ya que, por último, las cosas son según el espíritu con que se hacen. Resumiendo, hay una grande, una capital diferencia entre sufrir una cosa e imponerla, como entre el hecho y el derecho. Más bien, y de otro modo, podrá parecer extraño que yo basase mi proyecto en algo tan aleatorio. ¿Quién puede estar seguro de ser capaz de enamorar locamente a una mujer? Pero en verdad yo era, y sigo siendo, lo que se dice un hombre mujeriego (de donde mis rencores, más que sus traiciones materiales: las odiaba porque las amaba, no es una novedad). Mi aspecto era agradable, estaba bien formado, salvo la invisible pierna; era inteligente en cierta medida, noble de rasgos y de modales, capaz de sentir o simular afectos delicados, pensativo, melancólico, etcétera. Además, era lo bastante fatuo: uno de ésos al que los amigos (siempre que no le hayan examinado las extremidades inferiores) suelen decir: “¡Ah! Si yo fuera como tú me gustaría ver a todas las mujeres a mis pies y retorciéndose”. Así, pues, por lo que a mí respecta no había duda de que habría sabido ganarme y gradualmente exaltar los sentimientos de una pobre muchacha provinciana.

Por lo cual, acariciada tan buena idea, bien regodeado en ella, engreído de ella, solo me faltaba elegir mi víctima.

 

3

 

Cuando no yacía en el hotel soplando el hilillo, solía entretenerme en el principal café de la ciudad, situado, naturalmente, en la calle principal, y al atardecer pasaba delante de mí toda la juventud del lugar. Había mujeres, guapas y feas, rubias y morenas, humildes y orgullosas, de todas las condiciones y para todos los gustos y yo las iba observando una a una con una especie de secreta voluptuosidad, como un gato que desde lo alto de un fogón observa a un ignaro ratón que cruza la cocina al trote.

La verdad es que en un primer momento pensé no elegir definitivamente y quedarme con una al azar, con lo cual su sacrificio resultaría cumplidamente simbólico. Luego se me ocurrió humillar a todo el sexo en la más soberbia, para mejor ejemplo y a mi mayor delicia. Pero ahora me dejaba más bien llevar de mis propias disposiciones contemplativas o por la natural tendencia de cada uno para demorar sus propios placeres y, como a la espera de una especial inspiración, no decidía nada. Ese humor vago sobrevenido representaba ciertamente un peligro y era consciente de ello, ya que me arriesgaba a interesarme en cierto modo por alguna de aquellas mujeres (a las que ya, en buena parte, reconocía) y a perder la necesaria frialdad; pero daba igual.

Por lo demás, muy pronto una muchacha llamó mi atención entre todas. Bella y hermosa, de un rubio oscuro, no carente de una cierta elegancia natural y hasta bien vestida, en la medida en que se lo permitía su condición (que debía ser modesta). Pero en ella había algo de desgarbado o desvaído que, por otra parte, me resultaba imposible aislar y que, por lo tanto, irritaba singularmente mis facultades de observación. Tal vez fuera su modo de mover los hombros alternativamente y como estremeciéndose, que por un instante la hacía parecer como sacudida por una ráfaga de viento, o una excesiva longitud de sus piernas, o aquel leve arrastrar los pies, o la prominencia apenas sensible de su vientre, que parecía un incipiente embarazo, que, en todo caso, debía provocar ternura y que, en cambio y por alguna razón, despertaba instintos crueles, o el extravío, a ratos, de su móvil mirada, que podía languidecer y apagarse de improviso, o todo eso a la vez —no sabría decirlo—. Pero más verosímilmente la sensación que comunicaba estaba relacionada con un estado interior suyo, con una desconocida y aflorante pena suya. Una cosa parecía evidente: que aquélla era una víctima nata. Por tanto, fue mi elegida, por mucho que le pudiera costar a mi orgullo, un poco molesto por la facilidad (eso pensaba yo) de tal conquista.

Pero, para ser sinceros, la cuestión era otra. En efecto, la supuesta pena secreta de la muchacha no dejaba de desencadenar mis más impías y siniestras imaginaciones y se resolvía para mí en la promesa de más refinadas voluptuosidades: abrir a la esperanza un corazón que sufre —me decía a mí mismo— y luego volverlo a arrojar a la desesperación es mayor ofensa que herir a otro ignaro de esperanza porque es ignaro de sufrimiento. Ni tampoco puede medir plenamente el abismo en que cae quien no lo haya experimentado con anterioridad. Y, quién sabe, tal vez la pena de ella era o había sido precisamente pena de amor… con otras niñerías.

Todo eso, obsérvese bien, era echar la cuenta sin la huéspeda y respondía, además, a no sé qué imagen convencional de las muchachas provincianas, y solo demuestra en qué gratuitas ideas me estaba meciendo a despecho de mi aparente resolución y qué grande, aunque grotesco, era mi deseo de hacer daño.

 

4

 

Durante el paseo la muchacha iba casi siempre sola. Pocas veces la vi en compañía de mujeres que parecían simples amigas o de un jovenzuelo pálido que podía ser su hermano. Circunstancia, junto con otras mínimas, sin duda favorable a mis designios, pero, tanto da decirlo en seguida, pronto demostró ser insuficiente. Tampoco parecían mejorar la situación las pequeñas complicidades que me había ganado con mi dinero (entre los camareros del café, para entendernos). Al final la empresa se presentaba mucho más ardua de lo que se había imaginado mi descaro. Por lo demás, el principal obstáculo no estaba en las costumbres o en los convencionalismos de aquella asfixiante sociedad. De algún modo, ella misma iba cayendo en mis manos. Ya respondía y correspondía a mis asiduas miradas desde el velador del café pero, en sustancia, no se mostraba dispuesta a conceder mucho más. Mientras que yo, que por mis cómplices ya sabía su nombre, su estado y otras cosas, no conseguía, sin embargo, concebir un modo de acercarme a ella forzando su voluntad, manifiesta pero blandamente adversa. Por ejemplo, una vez intenté seguirla esperando que llegase a lugares o calles tan solitarios que me permitieran hablarle sin escándalo y sin que se molestase. Ella se volvió precipitadamente y desde aquel día solía limitar su paseo a las calles frecuentadas, según veía yo desde mi observatorio (que dominaba la calle y las bocacalles más importantes).

Cierto es que en algunos casos los camareros de café no bastan y que, por otra parte, si hubiera querido estrechar relaciones sólidas en la ciudad y engatusar a la muchacha por medios normales, me lo impediría la evidente necesidad de no mezclar en la historia a gente superflua, sobre todo a papás y a mamás. No obstante, habría podido reconocer en cada obstáculo más bien mi propia insuficiencia o flaqueza, y no he dicho que no lo hiciera, pero mi sentimiento dominante seguía siendo un berrinche de fatuidad ofendida, como si la oposición de la muchacha no fuera, después de todo, natural. Se daba el caso, por último, de que yo pretendía verla correr y echárseme materialmente a los pies, vencida por no sé qué facultades magnéticas o qué particular fuerza en mi mirada que en aquel tiempo me atribuía. Para abreviar, al cabo de unos días, se había apoderado de mí una especie de furor contra mí mismo que venía a significar contra ella, del que, por otra parte, me alegraba, como si fuera una disposición especialmente propicia a mis fines. Si la empresa era, o me parecía, difícil, tanto mejor: renunciar a ella, jamás.

Un día vi que la muchacha, después de pasar delante de mí y de haber intercambiado conmigo las acostumbradas miradas, desaparecía por el final de la calle hacia el campo, o sea hacia el jardín público adyacente al mismo, lugar bastante selvático y habitualmente desierto. Su estado de alarma debía haber cesado desde el momento en que no había vuelto a seguirla. Sin perder tiempo me levanté y la seguí.

La encontré de pie junto a un árbol, un poco inclinada sobre una cadera, y parecía contemplar pensativamente la gran montaña más allá del valle, dorada por el último sol. No se veía a nadie por los alrededores: los vencejos atronaban el aire. Al oírme venir se enderezó y se volvió de prisa para regresar a la ciudad mientras yo marchaba resueltamente hacia ella. Por otra parte, no había sitio para esquivarme porque había ido a un último bastión saliente en forma de proa. El encuentro conmigo era inevitable. Yo estaba exultante y me imaginaba que la tenía en un puño… Pero, llegada a mi altura, en lugar de apartar la cara o bajar los ojos, me miró intensamente volviéndose casi por entero hacia mí, moderando el paso y quizá incluso deteniéndose por un breve instante; resumiendo, en la actitud de quien está a punto de empezar a hablar. Pero esto no es lo bueno; lo bueno es que yo la dejé pasar sin decir ni hacer nada. Un momento después ya estaba lejos, caminando rápida y estremeciéndose de cuando en cuando a su manera. Y yo, que había llegado con el ánimo brutal del conquistador, me quedé atrás mirándola.

Y bien, ¿por qué no le había hablado? ¿Tal vez porque ella había dado muestras de haber previsto, aunque no del todo, mis intenciones, quitándome con ello literalmente la palabra de la boca? ¿O por mera sorpresa? Durante la noche, claro, pasé revista a numerosas explicaciones, desdeñando (también esto está claro) las más plausibles. Por lo demás, mi curiosidad tenía poco que ver con una investigación de mí mismo. Y la verdad es que el principal efecto del incidente fue un puro y simple recrudecimiento de mi furor. Por un motivo u otro, y me hubiera yo comportado o no como un tonto, ella había sabido, se había atrevido a confundir a este petimetre de ciudad, a este maestro del alma femenina. Tanto mayor debía ser su castigo; o sea debía tratarla como una mujer en particular no menos que como mujer en general. Ni siquiera me di cuenta de lo poco favorable que era tal complicación personalista para mis planes. Del mismo modo, fantaseando acerca de los medios más idóneos para reducir a la obstinada, no me di cuenta de que me preparaba a derribar una puerta abierta, tal vez, desde el principio. Pero yo padecía, como a menudo me ocurre por ociosidad de vida y de pensamiento, de una especie de superentrenamiento (si es que se dice así).

A propósito de estos medios, es inútil seguir el curso tortuoso y en parte contradictorio de mis razonamientos, de los que es suficiente referir su conclusión.

Si no había sido una fantasía mía su intención de hablarme, su dirigirse hacia mí, la muchacha aparecería al día siguiente en el mismo lugar y a la misma hora exacta. Con ello me sosegué momentáneamente. Luego me puse a consolarme un poco con el hilillo pendulón cuyos temblores espasmódicos me elevaron algo en mi propia estimación.

 

5

 

Vino. Con paso inseguro y la cabeza inclinada, y no alzó la vista antes de llegar a mi lado: ojos de un azul oscuro cuya profundidad apenas descubría ahora. Me miró tímidamente sin pronunciar palabra. En silencio le señalé un banco; me siguió dócil. Esperaba. ¿Qué diablos esperaba? Que yo hablase, claro. Pero yo no sabía qué decir, o sea, mi orgullo me vetaba una de las habituales frasecitas de ocasión. ¿Y qué tenía que ver el orgullo con semejante tontita? Ésa era otra cuestión. ¿O acaso precisamente en ello hallaba mi placer, en aquella larga y absurda pausa, en su trémula turbación y, al mismo tiempo, en sentirme ridículo? Y de nuevo me quedé mudo ante ella y con ello se fortificaba mi doble malignidad.

Al final fue ella la que habló.

—Es bonito esto —dijo tímidamente mirando a su alrededor con un breve suspiro.

—¡Bonito! ¿Qué ve de bonito aquí? —prorrumpí desahogando mi rabia. La verdad es que en el punto del jardín en que estábamos solo podíamos ver unos pocos árboles desnudos y una pendiente yerma que acaso fue herbosa antes de la infestación dominical de perros y niños.

—Pues porque está abierto y… libre —replicó turbándose y lanzándome una mirada inquieta.

¡Oh, por fin (me pareció) algo concreto en que trabajar! Ella se sentía esclava en su pequeña ciudad, su alma anhelaba… etcétera: era un buen punto de partida.

—Entonces, pobre alma —declamé afinando mi instrumento de seducción—, ¿es ésta su libertad o tan cruelmente están sofocados los latidos de su corazón que un espacio tan angosto le parece vasto? Sí, angosto, aunque desde aquí se contemplen un gran valle, un río, una montaña lejana. Pero hay horizontes sin límites a nuestros sentidos, a la mente, a todas nuestras potencias. Pero hay una libertad que no es simple refugio del aburrimiento, de la zozobra, de la tiranía de personas o cosas, una libertad que nos mata, que atropella todo lo que queremos así como todo lo que aborrecemos antes de resucitarnos, puros, en otro país, bajo otro cielo, antes de hacerse sangre de nuestras venas, antes de arrebatarnos…

¡Diablos! ¿Adónde iba a arrebatarnos? No podía decir al cielo porque había usado esa palabra un instante antes… Sí, me sentía más que ridículo y tampoco, por lo que yo sabía, estaba seguro de que ella fuera capaz de entender mis bellas frases. Declamaba y me afanaba sin resultado. Pero quizá lo que quería era precisamente aturdiría o, quién sabe, suscitar su admiración. Continué:

—Pero hay espacios…

—En los que el alma puede perderse.

Esta inesperada y serena respuesta suya, nada singular aunque ambigua, tuvo, sin embargo, el poder de llevar a su más alto grado mi triste rabia y aquella especie de excitación sin objeto, ya la juzgase cada vez más superior a la imagen que me había forjado de ella o, mejor, a mis ideas preconcebidas sobre ella, ya me pareciese realmente que encubría una irrevocable repulsa. ¡Santo Dios! ¿De qué modo debo decir que con todos los aires que me daba no entendía nada de mujeres?

—¡Porque es vil o si es vil! —grité con voz chillona—; ¡un alma noble no tiembla y hace frente a su propia destrucción, si es necesario, para liberarse de sus cadenas. Rechaza lo que la mece y la acobarda, y no pacta con la opresión, con la vulgaridad cotidiana, con los vetustos prejuicios, con las represalias morales! ¿Y por qué destrucción? Peligro mortal sí, pero de cuya salvación no hay duda. Quien quiere vivir vive y triunfa sobre todo y perece quien quiere, o quien debe perecer, y está bien que perezca quien no tiene el valor de la pasión… Pero, por favor, ¿es que es vida la suya y la mía? ¿Renunciar a lo que nos sonríe, el temblor ante lo que no es pavoroso sino para el que tiembla por ello, el perenne replegarse del alma sobre sí misma, el apoyar la frente contra los barrotes de la propia prisión, el tedio, el rencor, el ultraje ajeno, la resignada infamia de una culpable languidez, la oscuridad interior? ¡Ah! ¿Dónde están o qué son los imaginados impedimentos, barrotes, montañas que nos cerrarían por todos lados el horizonte y que deberíamos remover a fuerza de brazos, y todo lo demás, sino humos y sombras de nuestra vida, sino nuestra misma vileza…?

Quién sabe cuánto tiempo habría podido seguir así. Y, mientras tanto, pensaba: hay algo de sincero y de auténtico en estas vagas y risibles vociferaciones mías, pero la muy necia no entenderá nada. Sentada a mi lado, ella seguía escuchando con la cabeza inclinada, mirándome las rodillas. En efecto, me interrumpió bruscamente:

—¿Qué quiere de mí?

Pregunta estúpidamente burguesa, me pareció, pero que, sin embargo, me pilló por sorpresa.

—¿Yo… yo? Más bien qué quiere usted de mí, porque usted… sus cabellos, sus ojos, su melancolía y su misma presencia en esta ciudad…

—Déjelo —dijo, comprendiendo que mis tétricos balbuceos ocultaban una intención galante—. Además, no es a usted a quien se lo pregunto sino a mí misma, de la misma manera que, tal vez, sus palabras no se dirigían solo a mí… Mire, usted habla de vileza. ¿Pero es vileza temblar por lo mismo que hace vivir el alma, intentar salvar su vida secreta, sus ilusiones, no sé? ¿Preguntarse si de verdad se puede romper la propia cadena sin echarse al pie otra más pesada, si incluso el romperla no es en sí una nueva cadena? ¿Preguntarse si lo que se anhela, lo que venga después será mejor que lo que fue antes, es más, lo mejor y lo más noble y lo más justo? ¿Dudar en ceder la parte más celosa de sí a cambio de una ignota compensación o a cambio de nada; cederla, tal vez, al desgarramiento, al ludibrio? No se trata de hacer frente a la destrucción de la propia alma o esto solo es un modo de hablar. ¡Si el alma muriese! Pero en realidad no muere nunca y siempre arrastra el peso de nuestros castillos de naipes derrumbados, los restos inertes de nuestros sueños, de nuestras esperanzas, la ruina y la podredumbre de nuestros sentimientos ultrajados, despreciados. Nada puede matarla realmente, nada. Exponerla a nuevas desilusiones, a nuevos golpes, no significa otra cosa, si dan en el blanco, que añadirle un nuevo e inútil peso, a veces casi intolerable, que envilecerla un poco más, pues ni siquiera la desventura la fortifica, solo la envilece. ¿Cómo, pues, despreciar a quien tiembla, a quien quiere ver claro en ese poco de su propio destino del que es o cree ser árbitro y que intenta ahorrarse una derrota sin gloria? Esto no es campo libre, no es lid generosa en la que el justo precio de la derrota es la muerte. Aquí la muerte no se opone a la vida, vida, además, apenas esperada y soñada que hay que merecer y rescatar aún después de la victoria, sino una larga sordidez, una infinita ignominia. ¿Cómo, de nuevo, despreciar a quien no quisiera combatir con armas tan desiguales? Noble o vil, siempre tendría buenos motivos para vacilar, porque esas cosas son menos que la muerte y, sin embargo, son peores que ella. Y por esto también… después de todo, en lo que nos acuna y nos mantiene alejados de una lucha que ni siquiera promete la muerte se podría suponer que contiene una virtud protectora de la parte mejor, precisamente, y más preciosa de nosotros mismos… Pero usted dice: no es dudosa la victoria, no es dudosa la… felicidad. ¡Ah! Para creerlo habría sido necesario no haber lanzado nunca al viento…

Se calló de golpe, como asombrada de haber hablado tanto y con tanta grandilocuencia (de la cual, en todo caso, yo mismo le había servido de ejemplo). Además, había podido notar su marcado acento local.

Se había hecho de noche. Sus ojos se habían oscurecido con el aire y, al mismo tiempo, ardían fijos en la oscuridad. Jadeaba ligeramente, semejante más a un niño que regresa de una carrera que a quien sufre de verdad.

 

6

 

Pero cuanto en mí había de triste todavía reclamaba su parte. Bien: ¿Por qué habría debido sufrir aquella tontita o por qué, en tal caso, no lo decía claramente? ¿A qué se referían exactamente sus conceptuosas sutilezas? Sus palabras no eran menos vagas y gratuitas que las mías (me parecía). ¿O es que acaso quería darme una lección? Sin embargo, mi réplica (dejando aparte el mayor absurdo, es decir, el hecho mismo de que sintiera la necesidad de replicarle) no podía ser más que desmayada y casual, como cuando en un altercado una mujer irascible se empeña en rebatir una sola, y la menos relevante, de las palabras lanzadas al viento.

—Mire —dije a sabiendas—, usted habla de ignota compensación o de ninguna pero, ¿acaso no es ésa la suerte suprema de un alma, el abandonarse sin compensación o con la única y máxima compensación del propio abandono? Al alma no le corresponde el deseo, sino solo la esperanza de una compensación diversa.

Me creía un tentador muy hábil. Sacudió la cabeza con una sonrisa forzada.

—Pero no. ¿Cómo puede decirlo? —murmuró débilmente—. El alma sola no es nada, quiero decir cuando está sola y solitaria. ¿Cómo podría compensarla suficientemente su propio abandono? Tanto valdría afirmar que la conciencia del bien cumplido es suficiente compensación para el bueno. Semejante compensación solo es una defensa, un repliegue, aunque solemnemente sancionado por nuestra moral. No, el alma necesita alimento, y su abandono, por nada o por nadie acogido, no la alimenta, la devora. El alma sola ni siquiera crea amor, verdadero amor. No languidece ni se consume de amor, sino por falta de amor. Diga más bien que el abandono es su desdichada pasión, su vicio secreto al que, a pesar de todo, no puede renunciar.

¡Ah, esto era demasiado! ¡Hasta la moral e incluso el verbo “sancionar” sacaba a colación la tonta provinciana! Estaba claro que quería apabullarme sin saber que los intelectuales de ciudad llevamos en el bolsillo de la chaqueta la moral y todo lo demás. Ahora me iba a oír. Pero continuó con un leve gesto de la mano:

—Ya ve que a veces intento razonar, pero sé muy bien lo falaz que es la razón, incluso cuando se niega a sí misma. Todo eso no importa. En cambio, quería decirle… ¿Qué hace usted aquí, en esta ciudad? ¿Por qué lo veo todos los días en el café, qué me anuncian sus miradas? De sus palabras de esta tarde he entendido poco, salvo que, de algún modo, me está atormentando, acosando. Pero sé —añadió decidida y casi dura—, que se prepara a partir, que lo hará pronto, prontísimo. ¿Tal vez mañana?

Esto sí que me apabullaba, ese inesperado cambio en la conversación, para el que en mi jactanciosa insipidez no estaba totalmente preparado. Ni siquiera una frase galante hallé como respuesta. La verdad es que no me habría escuchado.

—Temo —continuó— acostumbrarme a usted… haberme ya acostumbrado. Así, pues, ¿qué hace aquí? ¿Está aquí por negocios, por estudios o por qué? ¿Y está permitido venir así a un lugar tranquilo sin estar invitado y permanecer en él a placer? Ciertamente esta ciudad ya no es la misma desde que está usted. No sé si es mejor o peor que antes y no me importa nada saberlo, pero estas viejas casas se han vuelto luminosas, radiantes, y hay un aire ligero y leve… como en los sueños. Y yo no camino, yo vuelo flotando y respiro todo el cielo de una bocanada. Y también tiemblo, tiemblo, sea noble o vil, y me cierro como un libro y veo una amenaza en cada cosa, y las fachadas de las casas batidas por el sol me parecen lívidas, como en la inminencia de un huracán. No sé si debo bendecir o maldecir a la suerte, así que al final la bendigo…

Aquel flujo de palabras conmovidas y lo que con tanto retraso comprendía dieron la última sacudida a mis sentimientos o, al menos, los desviaron momentáneamente. De improviso se me saltaron las lágrimas.

—Mi vida —balbuceé sin ningún propósito—, mi vida es una cosa fatigosa, y yo… —los sollozos subían a mi garganta.

Se volvió y acercó su rostro al mío, como escrutándome. En su mirada no había solicitud ni compasión sino una especie de desconocida dicha. Yo estaba allí enternecido, tragándome mis lágrimas. Finalmente, me ofreció francamente sus labios:

—¡Ah! No entiendes nada —dijo a continuación.

 

7

 

Así acabó, gloriosamente, aquel primer coloquio hecho de abstracciones y de ampulosas declamaciones, de cambios, de ir a tientas y, sobre todo, de irrelevancias. Dejándome a un lado a mí, que habría debido ser el motor inmóvil de cada cosa, ¿qué imagen me había dado ella de sí misma? Sin duda, de aquel pretencioso embrollo ella había sabido, en última instancia, sacar un provecho. Pero, volviendo al principio, ¿quién era aquella muchacha y qué buscaba realmente? ¡Dios mío! De nada servía saber quién era: era ninguna, era todas y, al mismo tiempo, era ella misma; era una mujer. Ya, pero se trataba precisamente de ella misma: ¿Quién era ella misma?

O sea, y hablando claramente, ¿por qué me había enamorado de ella? Pregunta sin respuesta, por definición y, además, no había ocurrido durante nuestra conversación. Fuera como fuese, este hecho, que ya no podía no reconocer, contaba menos que nada (ahí es a donde quería ir a parar). Me había enamorado de ella, pero no por eso dejaba de odiarla, es más, la odiaba un poco más: porque era mujer, a fin de cuentas, porque era aquella mujer en particular, porque me había enamorado de ella y porque me había enamorado de ella a despecho de todos mis propósitos. Pero no, aún falta algo en la cuenta; la odiaba de modo especial e inmediato por haber sido en su presencia víctima de mi debilidad. ¡Ah! ¿Qué suponía que significaba mi llanto, ella, que había disfrutado locamente con él, o se hacía ilusiones de que bastaba no haberme pagado con vulgar conmiseración? En cambio, mi perversa voluntad no cedía en sus propios designios, al contrario, se exaltaba con ellos. ¿La amaba? Pero era un don inesperado de la suerte, la ni siquiera soñada y suprema coronación de mi proyecto y, en cierto modo, de toda mi vida. De un golpe me vengaría de ellas, de ella y de mí mismo.

El resto es fácil de imaginar. Es decir, logré fácilmente que, poco a poco, nuestra relación fuera más íntima y carnal, pero sin sobrepasar un determinado límite, en el que, por otra parte, mis intentos concordaban con su resistencia. En efecto, mi proyecto implicaba que la fatal revelación de mi desgracia (a la que, recuérdese, se confiaba la misión de impresionar hasta la muerte a la víctima) tuviera lugar de forma solemne y en el curso de una auténtica cita en un buen lugar cerrado; algo, en suma, como un “desabotonamiento” de feliz memoria. Cita para la cual, es cierto, me fue muy difícil convencer a la muchacha.

Pero lo conseguí con el tiempo; al no poder, por obvias razones, recibirla en el hotel, tuve que alquilar a propósito una casa, amueblarla lo mejor que supe como un nido de amor y, mientras tanto, justificar con algún pretexto mi larga estancia en la ciudad. La biblioteca municipal conservaba unos manuscritos de un célebre y difunto poeta local y en la espera me puse a estudiarlos en serio.

Por fin, todo estuvo listo y el gran día quedó fijado. Al abandonar el hotel dejé pegado al techo con un potente soplo mi hilo de telaraña pendulante después de haberle infligido un último y frenético remolino.

 

8

 

Fue puntual. Temblorosa y un poco amarga, pero ya decidida a todo y, a fin de cuentas, feliz (como era de rigor). Su inquietud era, evidentemente, una reacción obligada. Nunca supe si ya tenía experiencia en aquellos lances.

Llovía y anochecía. Permanecimos en silencio, apretados, mirando el campo empapado; luego echamos las cortinas de falso damasco y encendimos las luces, que yo había procurado que fueran muy fuertes. Siguieron los habituales preliminares en los que me cuidé muy mucho de no perder la cabeza, ya que —ya lo he dicho— de forma solemne y de modo bien evidente debía tener lugar la famosa revelación o desabotonamiento, y no durante una confusa reyerta amorosa. Empezamos, pues, a desnudarnos cada uno por nuestra cuenta a tres pasos de distancia, siempre en silencio. Yo era presa de sentimientos extravagantes y mal definibles, casi dolorosos por su agudeza y por su conflicto y que en cierto modo acababan por ser uno solo, protervo y desesperado al mismo tiempo. Tenía que ver con ello, sin duda, la febril exaltación del que ha llegado al momento decisivo, al acontecimiento largo tiempo preparado y del que se espera la mayor, la más atroz satisfacción de su vida. Pero también una vergüenza, primero física, de mi propio cuerpo, pues la amaba. Y, además, una vergüenza por lo que me disponía a hacer, por el mismo motivo y no solo por eso. Y, como si no bastase, una especie de cansancio o desolación inesperados que me hacían parecer inútiles o, mejor, lamentables, todos mis golpes de escena y todos mis afanes en general, mis dramas, mis comedias, con aquella lluvia, en aquel crepúsculo… Pero mi voluntad no se doblegaba porque también la odiaba. Y ahora, cruelmente, la observaba mientras se quitaba la ropa, tímida, por la cabeza.

—Apaga la luz —dijo sin mirarme.

¡Ah, eso sí que no! ¿Adónde irían a parar mis efectos y mis auténticos deleites? Moví la cabeza enérgicamente intentando asumir una expresión inflamada para que mi negativa le pareciera fruto de exigente pasión. No me miraba directamente pero comprendió igual. Hizo un pequeño gesto apesadumbrado o, tal vez, de amenaza en broma y siguió desnudándose sin hacer comentarios, solo volviéndose hacia otra parte. A lo mejor se sintió halagada por mi impúdico ardor. Un instante después sus largos hombros deslumbrantes salieron de las espumas de la lencería: estaba desnuda. Yo también había seguido desnudándome aunque más lentamente. Por último yo también me quedé desnudo con mi pierna brillante.

Era el momento, pero parecía estar atareada en algo y seguramente meditaba en deslizarse entre las sábanas sin volverse. En cambio, era necesario que lo hiciera, que se pusiera frente a mí. La llamé tiernamente por su nombre. Volvió la cabeza y el busto solamente cubriéndose el pecho con el brazo y me miró fijo tímidamente con ligera expresión interrogativa. Como yo no decía nada, se volvió de nuevo hacia su lado reclinando la cabeza.

¡Pero cómo! ¿Así, sin más? Estaba perplejo, estaba trastornado. ¿Era posible que con aquella luz tan viva, aunque no hubiera bajado la vista, no hubiese visto mi pierna que atraía la mirada con su brillo? Sin embargo, no había certeza de nada y, de todos modos, no podía evitarme, no podía defraudarme en… en todo. Volví a llamarla.

—¿Y bien? —respondió sumisamente sin volverse.

—Vamos. ¿No lo comprendes? —exclamé ocultando mal mi impaciencia, mi excitación—. Vuélvete, vuélvete. Quiero verte, admirarte, quiero…

Uno de sus hombros se movió apenas, nerviosamente, con un pequeño sobresalto. Pero se volvió del todo mirándome, esta vez, gravemente, derecho a los ojos sin preocuparse por taparse. La verdad es que era muy bella, solo un poco estrecha de hombros. Parecía esperar. Parecía todo menos una mujer que se ofrece a la vista de su amante.

—¡Maldita estúpida! —grité sin preocuparme de dominar mi furor—. ¿Pero no ves, no ves? ¡Ah! ¿Por qué te comportas así? —seguí insensatamente—. ¿Por qué quieres humillarme, quitarme lo poco que aún me queda, mi último bien, por torpe y atroz que sea?

—¿Qué dices? —profirió firmemente sin bajar todavía los ojos (que se habían vuelto brillantes como de rabia reprimida o de desafío) y sin parpadear, sosteniendo mi mirada rabiosa.

—¿Qué qué digo? ¿No lo ves? ¿Es que no lo ves?

—¿El qué?

—¡Ah! ¡Esto, esto! —y me golpeaba frenéticamente la pierna, que emitía un sonido sordo, sumamente ridículo en mi desnudez, en mi desventura.

Cuando Dios quiso dirigió fugazmente la mirada a la pierna y luego siguió mirándome fijo a la cara sin decir palabra y sin traicionar ninguna emoción. Jadeante, yo la miraba. Transcurrieron largos instantes de casi intolerable silencio. ¿Qué significa esto?, me preguntaba con la cabeza en un torbellino. ¿Es una perfecta simuladora o qué demonios es? ¿Y por qué iba a simular o a disimular? ¿Tal vez por maldad, por haber descubierto mi plan y para provocar su fracaso? ¿Pero cómo habría podido descubrirlo no sabiendo nada de mí, o sea de mi pierna? ¿O si no, qué pensar? Por fin dijo en voz baja.

—¿Y qué pasa?

—¿Que qué pasa? ¿Me preguntas que qué pasa? ¿Cómo puedes preguntarlo? ¿Puedes mirarme y mirar esto sin sentirte destrozada y rota por dentro, sin estarlo, por Dios, sin que un grito de agonía suba desde tus entrañas? Tienes el aire de no haber visto nada. ¿Pero es que esto no es nada? ¿Cómo puede no ser nada para ti o para cualquier otro? ¿Es que eres insensible o es que alguna intención diabólica se oculta bajo tu indiferencia? ¿Me odias o… o qué? No hay otra explicación. Pero a lo mejor todavía no has visto bien, no has comprendido, no te has dado cuenta… ¡Mira, mira! ¿La ves? ¡Mírala! ¿Y tú sabes lo que esto significa para mí, para ti, para nuestro amor, si es tal, para todo? ¿Y cómo es que no caes herida, herida en el corazón, en el alma, en la esperanza? ¿Por qué no caes para siempre, para no levantarte más? ¿Cómo es que en este momento no reniegas de la vida misma, de la providencia y del cielo?

—Calla. ¿Por qué quieres hacerte daño? —me interrumpió tranquilamente. Me tomó de la mano, me atrajo, así, desnudos como estábamos, hacia el lecho y me obligó a sentarme a su lado.

—No, no —seguía yo, pero casi repentinamente reblandecido—. Y yo… Tú no puedes quitarme este último derecho: el derecho de hacerte sufrir, de sufrir yo mismo más que tú, más que cualquier otro en el mundo…

—¿Es que no tienes ninguna intención de callarte? —dijo. Me atrajo a sí, me hizo apoyar la cabeza en su hombro y empezó a acariciarme suavemente el pelo murmurando—: hace un momento me pareció oír que no hay otra explicación. Sí, la hay y es muy sencilla. Yo te amo. ¿Es que acaso es una novedad?

La miré. Sonreía entre lágrimas. Y una vez más en su presencia, contra su hombro, rompí en llanto. Pero esta vez no me cuidaba de tragarme mis lágrimas ni de reprimir mis sollozos y ya no sentía ni sombra de vergüenza. Balbuceé:

—No, esto no puede acabar así. Tú debes… tú debes al menos decirme…

—Veamos, ¿qué debo decirte? —preguntó jocundamente entre risas y llantos—. Ya me imagino qué. Pues bien, sí, lo sabía.

—¿Qué… qué es lo que sabías?

—Pues esto, ¡qué demonios!

—Tú… tú…

—Las mujeres, señor mío, lo vemos todo. Además, ni siquiera un tipo como tú puede controlarlo todo ni prever cada circunstancia. A veces basta con nada. Supongamos que uno está sentado en el café disfrutando del paseo de las mujeres, y si se tiene una pierna cruzada sobre la otra es fácil que, al final, los pantalones se suban un poco. ¿Y sabes? No hay equivocación posible: es tan brillante. Mira qué brillante y prepotente es. Además, cojeas un poquito, es inútil que te hagas ilusiones. Así que uniendo las dos cosas era fácil. Bueno, ¿por qué me miras así? Además, tampoco es tan terrible. No, no, tranquilízate: me refiero a que yo lo supiera.

 

9

 

Y con esto la breve historia se acabó… ¿Cómo que se acabó?, protestarán ustedes. Pero si aquí falta lo mejor. Falta, si no una moraleja, un desenlace, y si no un desenlace, una conclusión formal. ¡Caramba! Empiezas afirmando que odias a las mujeres porque tienes una pata de palo o algo así y gradualmente resulta que no solo no las odias nada sino que no tienes ninguna razón para odiarlas, al contrario, tienes todas para amarlas. ¿A qué estamos jugando? ¿Solamente echaste mano de un fácil truco narrativo o es que desde el principio te olvidaste de poner los verbos en pretérito? Nos parece demasiado sencillo. ¿O es que acaso, al contarnos este asuntillo tuyo privado, querías demostrar que el amor de esa mujer te ha redimido de tus torpes sentimientos, de tu malevolencia hacia ti mismo a causa de tu desgracia, de tu voluntad de hacer de ella una denuncia contra los demás, y cosas así? Pues dilo, dilo claramente, hombre de Dios, y déjanos el corazón en paz, aunque, para ser sinceros, también esto nos parezca demasiado sencillo. ¿O es que hay algún otro lío entre los pliegues de tus razonamientos no siempre límpidos? Para no alargarnos: es evidente que aún nos debes alguna explicación. Y en primer lugar nos debes informaciones prácticas, una continuación cualquiera: no puedes pretender dejarnos plantados así, con un palmo de narices, en lo mejor de lo que parece una escena de amor…

Cállense ustedes. Me casé con la muchacha, si es eso lo que les interesa. Por lo demás, no se molesten en insistir pues no sabría qué responder. En efecto, a menudo he considerado todo esto, quiero decir la historia en sí y no mi narración, sin conseguir hallarle un sentido claro. Todo ello es incierto y contradictorio, como dicen que es la vida misma (que tan poco conozco). ¿En qué hacer hincapié o en qué punto reconocer el contorno más plausible de todo este asunto? Verdaderamente, lo repito, es una historia que se escapa por aquí y por allá, a despecho de la particular dirección que tomó aparentemente. De nuevo, como la vida, en la que no hay nada que se mantenga firme y en la que todo es azar y en la que todas las cosas parecen estar al margen de sí mismas o vaya usted a saber qué, de modo que cualquier interpretación debería resultar, a la fuerza, provisional y evasiva, o sea negativa más que positiva y no menos casual.

Con esto no quiero decir que no haya nada que añadir; siempre hay algo que añadir si se quiere seguir discutiendo. De todos modos, es aquí donde ella se engañaba: no solo la derrota sino también la victoria (según sus términos) se paga con una larga sordidez; no solo la infelicidad, sino también la felicidad. Yo, por ejemplo, después de casarme con ella, empecé en seguida a preguntarme si el hecho de que ella ya supiera lo de mi pierna no disminuiría por ventura la pureza de su abandono y, en general, de nuestro amor. Entonces sí que de verdad habría sido bello y sublime, pensaba, si ella lo hubiera ignorado y no hubiera tenido tiempo para reflexionar en nada y con la sola fuerza de su afecto… (cuando precisamente en el haber tenido tiempo para reflexionar se puede ver lo bello, lo reconozco). Pensaba, y es sabido cuáles son las consecuencias de tal orden de pensamientos. Lo que ella misma pensara no lo sé, pero lo imagino fácilmente. Por otro lado, apenas es un ejemplo, téngalo en cuenta, y elegido entre los menos infamantes.

Pero, tal vez, no haya sido lo suficientemente claro. En suma, no me pregunten cómo acabó. Todo acaba mal. Incluso cuando la criatura humana se eleva sobre su enferma naturaleza y supera sus instintos, sus locuras, su caducidad y se sublima e instaura un reino de fraternal alegría, de amor, de libertad y parece volver a sus orígenes y desposa una suerte ajena como propia, y con el elegido redimido, ella misma redimida, asciende hacia su verdadera patria, que es patria de almas (montando para la ocasión, lo cual nunca está de más, los pegasos o los jamelgos extenuados de su elocuencia), etcétera, etcétera. Incluso entonces, aunque solo sea porque no hay fuego que no sea de paja, incluso entonces todo acaba mal.

*FIN*


“L’eterna provincia”,
Il Mondo, 1960


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