Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

«La exangüe»

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Alquiló el cuarto tercero de mi casa, desocupado hacía tiempo -nos dijo el eminente doctor Sánchez del Abrojo-, una señora que me llamó la atención al encontrarla casualmente en la escalera. Nada tenía, a primera vista, de particular; ni era guapa ni fea, ni vieja ni joven; vestía de riguroso luto y pasaba como una sombra, tímida y muda, acongojada por el sobrealiento de la subida. Lo que en ella me extrañó fue la palidez cadavérica de su rostro. Para formarse idea de un color semejante, hay que recordar las historias de vampiros que cuentan Edgardo Poe y otros escritores de la época romántica y servirse de frases que pertenecen al lenguaje poético; hay que hablar de palidez sepulcral; solo la muerte da un tono así a una faz humana.

El manto negro encuadraba y realzaba aquel rostro de cera, y en él observé una expresión peculiarísima, mezcla de dolor y de satisfacción, de calma y de sufrimiento. Mi costumbre de ver enfermos me hizo comprender que allí no existía sólo un estado físico delatado por el calor; reconocí las huellas de algún sacudimiento moral formidable, los estragos de una catástrofe ignorada, y penetrado de simpatía y respeto, saludé a mi vecina siempre que nos cruzábamos en la meseta, y le cedí el pasamanos con especial deferencia y apresuramiento cortés.

Transcurrió una quincena sin que la viese, hasta que un día la criada de la pálida bajó a rogarme que visitase a su señora, encarnada y enferma. Subí al tercero y encontré una vivienda pobre, limpia, glacial. Sin necesidad de tomar el pulso, reconocí en mi nueva cliente los síntomas de la anemia profunda, cuando ya ataca los tejidos y produce desórdenes graves. Las piernas hinchadas, la extremada languidez, el no poder alzar los párpados, eran señales de que faltaba el jugo vital, licor precioso que reparte por todo el organismo energía y fuerza.

-Cada quisque -prosiguió el médico, después de ligera pausa- tiene sus caprichos y sus goces. Otros coleccionan dijes, baratijas, cuadros, muebles, que avalora su belleza o su rareza; yo (no por caridad ni por filantropía; por «tema», por mi carácter tozudo) colecciono vidas; junto resurrecciones… Es para mí deleite refinado arrancar a la nada su presa… Me complazco en saber que gracias a mí andan por la calle más de un centenar de personas que ya tenían ganado el puesto en la sacramental. Ver a la pálida, y prometerme enriquecer con ella mi colección, fue todo uno. Déjense ustedes -añadió, atajando nuestras manifestaciones- de elogios que no merezco… Créanme. ¡Si me conoceré yo! Los que nacen para tenorios se desviven por «una más» en la lista. ¿Se figuran ustedes que en el fondo hay gran diferencia? No tengo veta de tenorio, pero soy otro como él, que reúne y archiva en la memoria emociones de un género dado. ¿Amor a la Humanidad? ¡Quia! Odio al sepulturero, ¡que no es lo mismo!…

Explicada así, comprenderán que no hay que alabarme tampoco por lo que hice para ampliar y reforzar mi catálogo.

La anemia se cura, más que con medicinas, con alimentos y reconstituyentes. La señora no podía costear ciertos manjares: sustancia de carne, verbigracia; como yo deseaba hacerla revivir, puse los medios, y la cosa marchó bien. Todavía está descolorida; no creo que llegue nunca a preciarse de frescachona; pero ya no sugiere ideas de vampirismo… Y no vendría a cuento que yo hablase de esta curación, menos difícil que otras, si no me hubiese proporcionado ocasión de saber la historia de la tremenda palidez. Fue necesario, para que me la refiriese, todo el agradecimiento que la pobrecilla me cobró, no sé por qué, acompañándolo de una veneración y una confianza sin límites.

Era mi enferma una señorita bien nacida, y se había quedado sin padres, ni más amparo en el mundo que el de un hermano menor, empleado, por influencia de un pariente poderoso, en nuestras oficinas de ultramar. El sueldo módico sostenía mal a los dos hermanos; sospecho que ella trabajaba para fuera; con todo eso, pasaban suma estrechez. Nació de aquí el deseo de un traslado a Filipinas, la hermana siguió al único ser a quien amaba, y se establecieron en uno de esos poblados de barracas de bambú, perdidos en el océano de verdor del hermoso archipiélago que ya no nos pertenece.

Abreviando detalles de los años que allí residieron en paz, diré que la sublevación al pronto no les asustó; creían inofensivos a aquellos adormilados y obedientes indígenas, y les parecía seguro reducirlos, con solo alzar la voz en lengua castellana, a la sumisión y al inveterado respeto. Disipóse su error al cercar el poblado hordas diabólicamente feroces, que lanzaban gritos horrendos y esgrimían el bolo y el campilán. Defendióse con valor de guerrillero el fraile párroco, refugiado en la iglesia, realizando proezas que no pasarán a la Historia; ayudóle como pudo el empleado; cedieron al número; quedó el fraile acuchillado allí mismo; al empleado le cogieron vivo, y a su hermana la llevaron arrastra a una choza donde el vencedor, un cabecilla tagalo (poco importa su nombre), tenía su cuartel general. La española se arrojó a sus pies llorando, implorando el perdón del hermano con acentos desgarradores. La cara amarillenta del cabecilla no se alteró: expresaba la frialdad inerte de la raza, y se creería que era de madera de boj, a no brillar en ella la chispa de los oblicuos ojuelos de azabache. En el semblante impasible leyó la señorita, enloquecida de horror, la sentencia del hermano adorado, y besando los pies del cabecilla, le ofreció «su sangre por la de él». «Se admite -contestó de pronto el amarillo-. La sangre de él no correrá. Que sangren a ésta.»

La sangría, estremece decirlo, duró… una semana. Cada mañanita, en una escudilla de coco, recogían la sangre de la desdichada, que caía después al suelo en mortal desmayo. Desde el quinto día, la debilidad le produjo una especie de delirio; creíase a bordo del barco que la conducía a España, libre y feliz, al lado de su hermano; escuchaba el ruido del mar batiendo los costados del buque, y notaba (efectos del vértigo) el ir y venir de las olas, el balance y cuchareo de la embarcación, el soplo del viento, la humareda que la chimenea lanzaba. Tan pronto su alucinación le mostraba una bandada de tiburones, como un asalto de piraguas llenas de indígenas; ya exhalaba chillidos porque ardía el barco, ya oía silbar las balas de los cañones y veía que el gran trasatlántico, partido en dos, hundíase en el abismo. Al amanecer del octavo día (último de su suplicio, según la habían anunciado), cuando ya la vena del brazo, exhausta, sólo gota a gota soltaba su jugo, y el corazón desfallecía próximo al colapso mortal, en un momento lúcido, o acaso de fiebre, se le apareció España, sus costas, su tierra amada, clemente; y creyendo besarla, pegó la boca al suelo de la cabaña, donde yacía sobre petates viejos, medio desnuda, agonizando, devorada por sed horrible, clamor de secas venas sin jugo.

La misma tarde cerró sobre el poblado una columna de Infantería española e indígena, poniendo en fuga a los insurrectos y libertando a los prisioneros y heridos. Atendieron a la infeliz, reanimándola un poco a fuerza de cuidados. Lo primero que pidió la exangüe fue a su hermano; quisieron ocultarle la verdad; pero la adivinó: el castila colgaba de un árbol corpulento… El cabecilla había cumplido su palabra no sacándole gota de sangre de las venas…

Entre los que escuchaban a Sánchez del Abrojo siempre contábase el pintor modernista Blanco Espino, a caza de asuntos simbólicos… Batió palmas con entusiasmo.

-Voy a hacer un estudio de la cabeza de esa señora. La rodeo de claveles rojos y amarillos, le doy un fondo de incendio…, escribo debajo La Exangüe y así salimos de la sempiterna matrona con el inevitable león, que representa a España.



Más Cuentos de Emilia Pardo Bazán