Casa digital del escritor Luis López Nieves


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La familia Ratón

[Cuento largo - Texto completo.]

Julio Verne

Capítulo I

Había una vez una familia de ratas, compuesta por el padre Ratón, la madre Ratona, su hija Ratina y su primo Raté; sus criados eran el cocinero Rata y la buena Ratana. Ahora bien, queridos niños, les acaecieron tan extraordinarias aventuras a estos estimables roedores, que no puedo resistir al deseo de contároslas.

Pasaba esto en el tiempo de las hadas y de los encantadores, y así mismo en el tiempo en que las bestias hablaban. De esa época es, sin duda, de la que data la frase «decir bestialidades». Y, sin embargo, esas bestias no han dicho ni dicen más bestialidades que las que dicen y han dicho los hombres de hoy y los hombres de antaño. Escuchad, pues, queridos niños, voy a empezar.

Capítulo II

En una de las más hermosas ciudades de aquel tiempo y en la más hermosa casa de la ciudad residía un hada buena que se llamaba Firmenta. Hacía todo el bien que un hada puede hacer, y se la amaba mucho. Según parece, en aquella época todos los seres vivos estaban sometidos a las leyes de la metempsicosis. No os asustéis de esta palabreja, que no significa otra cosa sino que había una escala en la creación cuyos escalones debía franquear cada uno de los seres para poder llegar hasta el último, y tomar puesto en las filas de la Humanidad. Así que, de esta suerte, se nacía molusco, se convertía uno en pez, en pájaro luego, en cuadrúpedo después y, por fin, en hombre o mujer. Como veis, era preciso ascender del estado más rudimentario al estado más perfecto. Con todo, podía suceder que se volviese a bajar la escala, merced a la maligna influencia de algún encantador, y, en tal caso, ¡qué triste existencia! ¡Figuraos: haber sido hombre y convertirse luego en ostra! Por fortuna, esto ya no se ve en nuestros días, físicamente al menos.

Sabed también que esas diversas metamorfosis se operaban por el intermedio de un genio. Los genios buenos hacían subir y los genios malos hacían bajar, y, si estos últimos abusaban de su poder, el Creador podía privarles de él por algún tiempo.

Innecesario es decir que el hada Firmenta era un genio bueno, y que nadie había tenido jamás que quejarse de ella.

Ahora bien, una mañana se encontraba el hada en el comedor de su palacio, una habitación adornada con tapices magníficos y hermosísimas flores. Los rayos del sol se deslizaban a través de la ventana, salpicando acá y allá de puntos luminosos las porcelanas y la vajilla de plata colocadas sobre la mesa. La sirvienta acababa de anunciar a su ama que el almuerzo estaba servido; un suculento y buen almuerzo, un almuerzo como las hadas pueden hacer sin ser tachadas de glotonería. Mas apenas acababa de tomar asiento el hada, cuando llamaron a la puerta de su palacio.

La criada fue a abrir; un instante después, anunciaba al hada Firmenta que un hermoso joven deseaba hablarle.

—Hazle entrar —dijo Firmenta.

Hermoso era, en efecto, de estatura algo más que mediana, con cara de bueno y valeroso, y de unos veintidós años. Vestido con gran sencillez, sabía presentarse con soltura y gracia. El hada, a primera vista, formó una opinión favorable acerca de él. Creyó que, como tantos otros a quienes ella había distinguido con sus favores, el joven iba a pedirle algún servicio, y sentíase dispuesta a prestárselo.

—¿Qué desea usted de mí, apreciable joven? —preguntó con su más amable tono de voz.

—Hada bondadosa —respondió el joven—, soy muy desgraciado y no tengo esperanza más que en vos.

Y al ver que vacilaba.

—Explíquese —dijo Firmenta— ¿Cuál es su nombre?

—Me llamo Ratín. No soy rico, y, sin embargo, no es la fortuna lo que vengo a pediros. Lo que pido es la felicidad.

—¿Cree, pues, usted que puede ir la una sin la otra? —replicó el hada sonriendo.

—Lo creo.

—Y tiene razón. Continúe usted, joven.

—Hace algún tiempo —prosiguió—, antes de ser hombre yo era ratón, y, como tal, fui muy bien acogido por una excelente familia, con la que contaba unirme por los más tiernos lazos. Había conquistado las simpatías del padre, que es un ratón muy sensato. Tal vez la madre no me miraba con tan buenos ojos, por no ser rico. Pero su hija Ratina ¡me miraba con tanta ternura…! Iba yo, por fin, a ser aceptado, cuando una horrenda desdicha vino a desvanecer mis esperanzas.

—¿Qué fue lo que ocurrió? —preguntó el hada con el más vivo y afectuoso interés.

—Pues, en primer lugar, que yo me convertí en hombre, en tanto que Ratina continuaba siendo rata.

—Bueno, pues aguarde usted a que su última transformación haya hecho de ella una muchacha…

—¡Indudablemente, hada buena! Pero, por desgracia, Ratina había sido vista por un señor poderoso que, acostumbrado a satisfacer todos sus caprichos, no puede soportar la menor resistencia; todo debe plegarse ante sus deseos.

—¿Y quién es ese señor? —preguntó el hada.

—El príncipe Kissador. Propuso a mi querida Ratina llevársela a su palacio, donde sería la más feliz de las ratas. Ella se negó aun cuando su madre Ratona se mostró muy complacida. El príncipe intentó entonces comprarla por un precio muy elevado pero el padre, Ratón, sabiendo cuánto me amaba su hija y que yo moriría de pena si se nos separaba al uno de la otra, no quiso escuchar las proposiciones del príncipe. Renuncio a describiros el furor de éste. Al ver a Ratina tan hermosa en su ser de rata, se decía que sería más hermosa aún al convertirse en muchacha. ¡Sí, hada buena, más hermosa aún…! ¡Y se casaría con ella…! ¡Todo lo cual estaba muy bien pensado para él, pero muy mal para nosotros…!

—Sí —respondió el hada—, pero una vez que el príncipe fue desdeñado, ¿qué tiene usted que temer ya?

—Todo —repuso Ratín— porque para conseguir ver realizados sus propósitos se ha dirigido a Gardafur…

—¿A ese encantador, a ese genio malo que sólo se complace en hacer el mal, y con quien yo estoy siempre en guerra?

—¡Al mismo, hada buena!

—¿A ese Gardafur, cuyo temible poder no se aplica sino a rebajar de escala a los seres que se elevan poco a poco a los grados más altos?

—¡Eso es!

—Por fortuna, Gardafur, a consecuencia de haber abusado de su poder, acaba de ser privado de él por algún tiempo.

—Eso es verdad —repuso tristemente Ratín—; pero en el momento en que el príncipe recurrió a él, lo poseía aún por entero. Así es que, estimulado por una parte por las seductoras promesas de ese señor, y asustado por otra ante sus amenazas, prometió vengarle de los desdenes de la familia Ratón.

—¿Y lo hizo…?

—¡Lo hizo, hada buena!

—¿De qué manera?

—Metamorfoseó a aquellas pobres ratas, cambiándolas en ostras. Y ahora vegetan las infelices en el banco de Samobrives, donde esos moluscos —de excelente calidad, cumplo un deber al afirmarlo— valen a tres pesetas la docena, lo que es muy natural, toda vez que la familia Ratón se encuentra entre ellos. ¡Ved ahora, hada buena, toda la extensión de mi infortunio!

Firmenta escuchaba con lástima y benevolencia el relato del joven Ratín. Siempre, por lo demás, había experimentado compasión por los dolores humanos, y sobre todo por los amores contrariados.

—¿Qué puedo hacer en su obsequio? —preguntó al fin.

—¡Hada bondadosa —dijo Ratín—, ya que mi Ratina está pegada al banco de Samobrives, hacedme ostra a mí también para que pueda tener el consuelo de vivir cerca de ella!

Esto fue dicho con un tono tan triste, que el hada Firmenta se sintió sumamente conmovida, y tomó entre las suyas la mano del joven.

—Ratín —le dijo—, aun cuando accediera a darle gusto, no me sería posible hacerlo. Sabe usted que me está prohibido hacer descender a los seres vivientes. No obstante, si no puedo reducir a usted al estado de molusco, lo que sería un estado muy humilde, puedo hacer subir a Ratina de grado…

—¡Oh, hacedlo, hada buena, hacedlo!

—Pero será menester que vuelva a pasar por los grados intermedios, antes de llegar a ser de nuevo la encantadora rata destinada a ser muchacha algún día. ¡Sea usted, pues, paciente, sométase a las leyes de la Naturaleza y tenga así mismo confianza…!

—¿En vos, hada buena…?

—¡En mí, sí! Haré cuanto pueda por ayudarle. No olvidemos, sin embargo, que habremos de sostener violentas luchas. Aun cuando sea, como es, el más necio de los príncipes, tiene usted en el príncipe Kissador un enemigo poderoso. Y si Gardafur llegase a recobrar el poder antes de que usted fuese el esposo de la bella Rutina, me sería muy difícil vencerle, porque habría vuelto a ser igual a mí.

A este punto llegaban en su conversación el hada Firmenta y Ratin, cuando se oyó una tenue vocecita… ¿De dónde salía aquella voz…? Difícil parecía adivinarlo.

—¡Ratín…! ¡Mi pobre Ratín…! ¡Te amo…!

—Es la voz de Ratina —gritó el joven—. ¡Ah, señora hada, tened compasión de ella!

Verdaderamente, parecía que Ratín estaba loco. Corría a través del comedor, miraba debajo de los muebles, abría los armarios y aparadores pensando que Rutina podía hallarse escondida en alguno de ellos.

El hada le detuvo con un gesto.

Y entonces, queridos niños, se produjo una cosa muy singular. Sobre la mesa y alineadas en una fuente de plata había una media docena de ostras, que procedían precisamente del banco de Samobrives. En el centro aparecía la más hermosa, con su concha muy reluciente y bien orlada. Y he aquí que aumenta de volumen, se alarga, se ensancha, se desarrolla, y acaba por abrir sus dos valvas. De ellas se separa una adorable figurita, de cabellos rubios como las doradas espigas, dos ojos, los más tiernos y acariciadores del mundo, una naricilla recta y una boca encantadora, que repite:

—¡Ratín! ¡Mi querido Ratín…!

—¡Es ella! —exclamó el joven.

Era Ratina, en efecto. Tenía razón en reconocerla como tal, porque es menester que os diga, queridos niños, que en aquel venturoso tiempo de magia los seres tenían ya semblante humano, aun antes de pertenecer a la humanidad.

¡Y cuán linda era Ratina sobre el nácar de su concha! ¡Diríase que era una alhaja encerrada en su estuche!

Y ella se expresaba así:

—¡Ratín! ¡Mi querido Ratín! He oído todo lo que acabas de decir a la señora hada, y la señora hada se ha dignado prometer reparar el mal que ha causado ese malvado Gardafur. ¡Oh, no me abandones, porque si me cambió en ostra fue para que no pudiese huir! ¡Entonces el príncipe Kissador vendrá a separarme del banco al que está adherida mi familia; me llevará consigo y me pondrá en su vivero, aguardará a que me haya convertido en muchacha y estaré para siempre pérdida para mi pobre y querido Ratín!

Hablaba con voz tan triste, que el joven, profundamente conmovido, apenas podía responder.

—¡Oh, Ratina mía! —murmuraba.

Y en un impulso de ternura, extendía la mano hacia el pobrecito molusco, cuando el hada le contuvo. Tras haber cogido delicadamente una magnífica perla que se había formado en el fondo de la valva, le dijo:

—Toma esta perla.

—¿Esta perla, hada buena?

—Sí, vale una fortuna, podrá servirte más adelante. Ahora vamos a llevar a Ratina al banco de Samobrives, y ya allí la haré subir un escalón…

—Que no sea sólo a mí, hada buena —dijo Rutina con voz suplicante—. ¡Pensad en mi buen padre Ratón, en mi buena madre Ratona y en mi primo Raté! ¡Pensad en nuestros fieles servidores Rata y Ratana…!

Pero en tanto que hablaba de esta manera, las dos valvas de su concha se cerraron poco a poco y adquirieron sus dimensiones ordinarias.

—¡Ratina! —exclamó el joven.

—¡Cójala! —ordenó el hada.

Obedeció presuroso Ratín y llevó la concha a sus labios. ¿Por ventura no encerraba ella todo lo que él quería más en el mundo?

Capítulo III

La marea está bajando. La resaca bate suavemente el pie del banco de Samobrives. Entre los peñascos hay pequeños charcos de agua. Hay que avanzar con cuidado cubiertos y procurando no dar un resbalón en las rocas de algas, porque la caída sería peligrosa.

¡Qué enorme cantidad de moluscos de todas las especies hay en aquel banco! Pero lo que más abunda son las ostras; las hay allí a millares.

Una media docena de las más hermosas se esconden bajo las plantas marinas. Me equivoco, no hay más que cinco. ¡El sitio de la sexta se halla desocupado!

He aquí ahora que estas ostras se abren a los rayos de sol, a fin de respirar la fresca brisa del mar. Al propio tiempo, se escapa de ellas una especie de cántico quejumbroso y lastimero, como una lamentación de Semana Santa.

Las valvas de aquellos moluscos han ido abriéndose paulatinamente. Por entre sus franjas transparentes se dibujan algunas figuras fáciles de reconocer; una de ellas es la de Ratón, el padre, un filósofo, un sabio que se resigna a aceptar la vida bajo todas sus formas y vicisitudes.

—Es indudable —piensa— que después de haber sido ratón, convertirse en molusco no deja de ser triste y molesto. ¡Pero es menester resignarse y tomar las cosas como vengan!

En la segunda ostra gesticula un rostro contrariado, cuyos ojos lanzan chispas. En vano es que se esfuerce por salir fuera de la concha; es la señora Ratona, y dice:

—¡Hallarme encerrada en esta cárcel de nácar, yo que ocupaba el primer rango en nuestra ciudad de Ratópolis…! ¡Yo que, una vez llegada a la fase humana, habría conseguido ser una gran señora, princesa tal vez…! ¡Ah, el miserable Gardafur!

En la tercera ostra se muestra la cara atontolinada del primo Raté, un perfecto badulaque, bastante poltrón, que enderezaba las orejas al menor ruido, como una liebre. Debo deciros que, como es natural en su calidad de primo, hacía la corte a la primita, pero Ratina, según sabemos, amaba a otro, y a este otro le detestaba cordialmente Raté.

—¡Ay, ay! —decía—. ¡Qué destino! Al menos, cuando yo era ratón podía correr, salvarme, evitar los gatos y las ratoneras. Mas aquí, basta que me cojan con una docena de mis semejantes, y el cuchillo grosero de una cocinera me abrirá brutalmente e iré a figurar sobre la mesa de un ricacho y devorado… ¡vivo aún, tal vez!

En la cuarta ostra encontrábase el cocinero Rata, un verdadero maestro del arte culinario, muy orgulloso de sus talentos, muy vanidoso de su saber.

—¡Ese maldito Gardafur! —gritaba—. ¡Si alguna vez le tengo al alcance de mi mano, no se me escapará sin que le retuerza el pescuezo! ¡Yo, Rata, que hacía cosas tan excelentes como la fama pregona bien alto, verme emparedado entre dos conchas! Y mi mujer Ratana…

—Aquí estoy —dijo una voz que salía de la quinta ostra—. ¡No te apesadumbres ni te enojes, mi pobre Rata! Si bien es verdad que no me es dado acercarme a ti, no por eso dejo de estar a tu lado, y cuando tú subas la escala, la subiremos juntos…

¡La buena Ratana! Una excelente criatura, tan sencilla, tan modesta, tan amante de su marido, y, al igual que éste, muy devota de sus amos.

Luego, la triste letanía adquirió tonos lúgubres. Algunos centenares de ostras que aguardaban también su liberación se unieron a aquel concierto de lamentaciones. Aquello partía el corazón. ¡Y qué recrudecimiento de dolor para Ratón, el padre, y para la señora Ratona, si hubiera tenido noticia de que su hija no estaba ya con ellos!

De súbito, se hizo un gran silencio; todo el mundo enmudeció y las conchas se cerraron.

Gardafur acababa de llegar a la playa, cubierto con su largo ropón de encantador, tocada su cabeza con el tradicional gorro, y la fisonomía huraña. Junto a él se advertía al príncipe Kissador, vestido con ricos trajes. Difícilmente podréis imaginaron hasta qué extremo se hallaba este señor infatuado de su persona, y cómo se componía y acicalaba para hacer resaltar sus gracias.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—En el banco de Samobrives, príncipe —respondió obsequiosamente Gardafur.

—¿Y esa familia Ratón…?

—¡Continúa en el sitio en que la incrusté para daros gusto!

—¡Ah, Gardafur! ¡Esa linda Ratina me tiene embrujado…! ¡Es preciso que sea mía…! Te pago para que me sirvas, y si no lo consigues, ¡ten cuidado…!

—¡Príncipe —respondió Gardafur—, si bien pude transformar a toda esa familia de ratas en moluscos, antes de habérseme retirado el poder, no me es posible ahora hacer de ellos seres humanos, bien lo sabéis!

—Sí, Gardafur, y eso es lo que me llena de rabia…

Ambos personajes llegaron al banco en el momento en que dos personas aparecían al otro lado; eran el hada Firmenta y el joven Ratín, oprimiendo éste contra su pecho la doble concha que encerraba a su bien amada.

De pronto descubrieron al príncipe y a Gardafur.

—Gardafur —dijo el hada—, ¿qué vienes a hacer aquí? ¿Preparas alguna otra maquinación criminal?

—Hada Firmenta —dijo el príncipe Kissador—, tú sabes que estoy loco por esa gentil Ratina, muy poco prudente y avisada para rechazar a un señor de mi rango y condición, y que aguardo con gran impaciencia la hora en que tú la conviertas en muchacha…

—Cuando lo haga —respondió el hada—, será para que pertenezca a aquel a quien ella prefiere y ame.

—¡Ese impertinente —replicó el Príncipe—, ese Ratín, a quien Gardafur convertirá sin gran trabajo en asno cuando yo le haya alargado un poco las orejas!

Ante aquel insulto, el joven no pudo contenerse y quiso lanzarse contra el príncipe y castigar su insolencia, pero el hada, cogiéndole de la mano:

—Modera tus arrebatos y calma tu cólera —le dijo—; no es aún tiempo de vengarte, y los insultos del príncipe se volverán algún día contra él. Haz lo que tienes que hacer y partamos.

Obedeció Ratín, y después de estrecharla por última vez contra sus labios, fue a depositar la ostra en medio de su familia.

Casi en seguida la marea comenzó a cubrir el banco de Samobrives, el agua invadió las últimas puntas y todo desapareció en el horizonte, hasta alta mar, cuyo contorno se confundía con el del cielo.

Capítulo IV

A la derecha, sin embargo, algunos peñascos han quedado al descubierto. No puede cubrirlos la marea ni aun en los momentos en que la tempestad lanza sus olas contra la costa.

Allí fueron a refugiarse el príncipe y el encantador. Cuando el banco se quedase seco irían a buscar la preciosa ostra que encierra a Ratina y se la llevarían consigo. En el fondo, el príncipe estaba furioso; por poderosos que fueran los príncipes, y aun los mismos reyes, nada podían hacer en aquel tiempo contra las hadas, y todavía sucedería lo mismo si ahora volviésemos a aquella dichosa época.

He aquí, en efecto, lo que Firmenta dijo al joven:

—Ahora que la mar está alta, Ratón y los suyos van a subir un escalón hacia la Humanidad. Voy a hacerlos peces, y bajo esta forma nada tendrán ya que temer de sus enemigos.

—Pero ¿y si los pescan…? —hizo observar Ratín.

—No te preocupes, yo velaré por ellos.

Por desgracia, Gardafur había oído al hada e imaginado en seguida un plan; seguido del príncipe se dirigió hacia tierra firme.

Entonces, el hada extendió su varita hacia el banco de Samobrives, oculto bajo las aguas. Las ostras de la familia Ratón se entreabren y de ellas salen peces bulliciosos, muy alegres por aquella nueva transformación.

Ratón, el padre, un bravo y digno rodaballo, con tubérculos sobre su flanco amarillento, y que si no hubiese tenido semblante humano os habría mirado con sus dos grandes ojos, colocados en el lado izquierdo.

La señora Ratona, una araña con el fuerte aguijón de su opérculo y las espinas punzantes de su primera dorsal, muy bella, por lo demás, con sus colores tornasolados.

La señorita Ratina, una linda y elegante dorada, araña de China, casi diáfana y muy atrayente con su ropaje, mezcla de negro, de rojo y de azul.

Rata, un mal encarado lucio, de cuerpo alargado, boca hendida hasta los ojos, dientes acerados, el semblante furioso como un tiburón en miniatura y de una sorprendente voracidad.

Ratana, una gorda trucha salmonada, con sus manchas rojizas, el semblante furioso como un tiburón en miniatura y que no habría dejado de hacer muy buen papel sobre la mesa de un gastrónomo.

Finalmente, el primo Raté, una pescadilla con el dorso de un gris verdoso. Pero he aquí que, por un extraño capricho de la Naturaleza, ¡no era pez más que a medias! Sí, la extremidad de su cuerpo, en vez de terminar con una cola, ésta estaba encerrada todavía entre dos conchas de ostra. ¿No es esto el colmo de lo ridículo? ¡Pobre primo!

Y entonces, pescadilla, trucha, lucio, dorada y rodaballo, alineados bajo las transparentes y límpidas aguas al pie de la roca en que Firmenta agitaba su varita, parecían decir:

—¡Gracias, hada buena, gracias!

Capítulo V

En aquel momento, una masa oscura comienza a destacarse sobre la superficie del mar. Es una chalupa con su gran palo de mesana y su foque al viento, y que se acerca a la bahía impulsada por una fresca brisa. El príncipe y el encantador están a bordo, y a ellos debe vender la tripulación toda su pesca.

La red ha sido arrojada al mar; en aquella amplia bolsa que se pasea por el fondo arenoso se cogen, a centenares, toda clase de peces, moluscos y crustáceos, Ratón y los suyos se agitan bulliciosamente bajo las aguas. cangrejos, camarones, bogavantes, gallos, rayas, lenguados, barbadas, angelotes, arañas, doradas, rodaballos, lubinas, rubios, mújoles, salmonetes y muchos más.

¡Qué riesgo tan grande amenaza a la familia Ratón, entregada a la pena de vivir en su prisión de concha! Si por desgracia la red la recoge, ¡ya no podrá escapar! Entonces, el rodaballo, la araña, el lucio, la trucha, la pescadilla, cogidas por la mano fuerte del marinero, serán amontonados con los demás para ser expedidos a alguna gran capital y expuestos, palpitantes aún, sobre el mármol de los revendedores, en tanto que la dorada, cogida por el príncipe, estará perdida para siempre para su amado Ratín!

Mas he aquí que el tiempo cambia. El mar empieza a agitarse, silba el viento, la tormenta estalla con furia; es la tempestad que avanza.

El barco es horriblemente sacudido por el oleaje; no hay tiempo de recoger la red, que se rompe, y, a pesar de los esfuerzos del timonel, el barco es arrojado sobre la costa, estrellándose contra los arrecifes. Apenas si el príncipe Kissador y Gardafur pueden escapar al naufragio gracias a la abnegación de los pescadores.

Es el hada buena, queridos niños, la que ha hecho desencadenar aquella tempestad para salvar a la familia Ratón. Ella continúa allí, acompañada del hermoso joven, y con su varita mágica en la mano.

Entonces, Ratón y los suyos se agitan bulliciosamente bajo las aguas, que se han calmado. El rodaballo se vuelve y se revuelve. Su hembra nada coquetonamente. El lucio abre y cierra sus vigorosas mandíbulas, en las que se pierden algunos pececillos. La trucha hace monadas, y la pescadilla, a quien estorban las conchas, se mueve torpemente. En cuanto a la linda dorada, parece aguardar a que Ratín se precipite a las aguas para reunirse con ella y recomenzar el idilio… Él quisiera hacerlo, sí, pero el hada le detiene.

—No —dice—, ¡no antes de que Ratina haya recobrado la forma bajo la que acertó a agradarte por primera vez!

Capítulo VI

Es una hermosa ciudad, la ciudad de Ratópolis. Está situada en un reino, cuyo nombre he olvidado, que no está ni en Europa, ni en Asia, ni en África, ni en Oceanía, ni en América, si bien se encuentra en alguna parte.

En todo caso, el paisaje que rodea a Ratópolis se parece mucho al paisaje holandés. Es fresco, verde, limpio, con nítidos arroyuelos, jardines sombreados por hermosos árboles y grandes praderas donde pacen los más felices rebaños del mundo.

Como todas las ciudades, Ratópolis tiene calles, plazas y bulevares; pero esos bulevares, esas plazas, esas calles están bordeados de quesos magníficos, a guisa de casas: Gruyére, Roquefort, Holanda, Chester de veinte especies. En el interior se han abierto pisos, apartamentos, habitaciones. Allí es donde vive, en república, una numerosa población de ratas, sabia, modesta y previsora.

Serían las siete de la tarde de un domingo. En familia, ratas y ratones se paseaban tomando el fresco. Después de haber trabajado con ardor durante toda la semana, renovando las provisiones de la casa, reposaban el séptimo día.

Ahora bien, el príncipe Kissador se hallaba a la sazón en Ratópolis, acompañado de su inseparable Gardafur. Habiendo sabido que los miembros de la familia Ratón, después de haber sido peces durante algún tiempo, habían vuelto a ser ratones, se ocupaban en prepararles secretas emboscadas.

—Cuando pienso —repetía el príncipe— que a esa maldita hada es a quien deben otra vez su nueva transformación…

—¡Pues bien, tanto mejor! —respondía Gardafur—; ahora será más fácil cogerlos. Siendo peces podían escaparse con suma facilidad, en tanto que ahora son ratas o ratones, y sabremos perfectamente apoderarnos de ellos, y una vez en nuestro poder —añadió el encantador—, la bella Ratina acabará por enloquecer por vuestra señoría.

Ante aquel discurso, el fatuo se engañaba, se pavonaba, lanzando miradas a las lindas ratas que estaban paseando.

—Gardafur —dijo—. ¿está todo dispuesto?

—Todo, príncipe, y Ratina no podrá escapar de la trampa que le he tendido.

Y Gardafur mostraba un elegante lecho de follaje, preparado en un rincón de la plaza.

—Ese lindo retiro oculta una trampa —dijo—, y yo os prometo que la bella estará hoy mismo en el palacio de vuestra señoría, en el que no podrá resistirse a las gracias de vuestro espritu y a las seducciones de vuestra persona.

¡Y el imbécil se regodeaba ante aquellas groseras adulaciones del encantador!

—Hela ahí —dijo Gardafur—; venid, príncipe, no es conveniente que nos vea.

Uno seguido del otro se perdieron en la calle más próxima.

Era Ratina, en efecto, pero acompañada de Ratín. ¡Qué encantadora estaba con su lindo y su gracioso porte de rata! El joven le decía:

—¡Ah, querida Ratina, qué pena que no seas aun una señorita…! Si para casarme en seguida hubiera podido convertirme en ratón, no habría vacilado un instante, ¡pero eso es imposible!

—Pues bien, mi querido Ratín, hay que aguardar…

—¡Aguardar…! ¡Siempre aguardar!

—¿Qué importa, toda vez que sabes que te amo y que jamás seré de otro? Por lo demás, el hada buena nos protege y nada tenemos que temer ya del malvado Gardafur ni del príncipe Kissador…

—¡Ese impertinente —exclamó Ratín—, ese necio, a quien he de aplicar un correctivo…!

—¡No, Ratín mío, no, no le busques pendencia! Tiene guardias que le defenderían… ¡Ten paciencia, ya que es preciso, y confianza, ya que yo te amo!

Mientras Ratina decía con tanta gentileza estas cosas, el joven la estrechaba contra su corazón y besaba sus patitas.

Y como se sintiese un poco cansada de su paseo:

—Ratín —le dijo—, he aquí el retiro en el que tengo costumbre de descansar. Ve a casa a prevenir a mi padre y a mi madre, y diles que me encontrarán aquí para ir a la fiesta.

Es una hermosa ciudad, la ciudad de Ratópolis.

Y Ratina se deslizó en aquel agradable retiro.

De pronto se hizo un ruido seco, como el chasquido de un resorte que funciona…

El follaje ocultaba una pérfida ratonera, y Ratina, que no podía abrigar la menor desconfianza, acababa de tocar el resorte. Bruscamente había caído una verja de hierro, tapando la abertura, y Ratina quedó prisionera.

Ratín lanzó un grito de cólera, al que respondió el grito de desesperación de Ratina y el grito de triunfo de Gardafur, que corrió hacia allí con el príncipe Kissador.

En vano el joven se aferró a la verja, haciendo esfuerzos titánicos para romper los barrotes, en vano quiso lanzarse sobre el príncipe.

Lo mejor era correr en busca de socorro para librar a la desventurada Ratina, y esto fue lo que hizo Ratín, corriendo por la Calle Mayor de Ratópolis.

Mientras, Ratina era sacada de la ratonera y el príncipe Kissador le decía lo más galantemente del mundo:

—¡Ya te tengo, pequeña, y ahora ya no te escaparás más!

Capítulo VII

Era una de las más elegantes moradas de Ratópolis —un magnífico queso de Holanda— la casa donde habitaba la familia Ratón. El salón, el comedor, las alcobas, todas las piezas necesarias para el servicio estaban distribuidas con gusto y confort. Y era que Ratón y los suyos se contaban entre los notables de la ciudad y gozaban de la estimación universal.

Aquel retorno a su antigua situación no había infatuado a aquel digno filósofo. Lo que siempre había sido no podía dejar de serlo, modesto en sus ambiciones, un verdadero sabio, del que La Fontaine habría hecho el presidente de su consejo de ratas. A todo el mundo le había ido siempre bien siguiendo sus consejos y advertencias. Lo malo era que se había vuelto gotoso, y tenía que andar con una muleta cuando la gota no le retenía en su amplio sillón. Atribuíala él a la humedad que había cogido en el banco de Samobrives, donde había estado vegetando durante varios meses. A pesar de haber ido a tomar las aguas mejor reputadas, nada había conseguido, sino volver más gotoso que antes de ir. Era esto tanto más lamentable para él cuanto que —fenómeno extraño, en verdad— aquella gota le hacía impropio para toda metamorfosis ulterior. La metempsicosis, en efecto, no podía ejercerse sobre los individuos atacados de esta enfermedad de los ricos. Ratón, por consiguiente, permanecería ratón en tanto estuviera gotoso.

Pero Ratona no sabía de filosofías. Ved qué horrible situación la suya cuando, promovida a dama, y hasta a gran dama, tuviese por marido a un simple ratón, y, lo que todavía es peor, a un ratón gotoso. ¡Aquello sería para morirse de vergüenza! Por eso se encontraba más arisca e irritable que nunca, tratando mal a su esposo, gruñendo a sus criados a causa de órdenes mal ejecutadas, porque habían sido mal dadas, haciendo desagradable la vida a todos los de su casa.

—Preciso será que os curéis, señor, y yo sabré obligaros a ello —decía.

—No deseo ni pido otra cosa, querida mía —respondía Ratón—, pero temo que no sea posible, y habré de resignarme a continuar siendo ratón…

—¡Ratón…! ¡Yo la mujer de un ratón! ¡Vaya una cosa divertida…! Henos aquí, por otra parte, con que nuestra hija está enamorada de un muchacho que no tiene una perra chica… ¡Qué vergüenza! Suponed que llego a ser un día princesa, Ratina será también princesa…

—Entonces yo seré príncipe —replicó Ratón, no sin su miguita de malicia.

—¡Vos…! ¡Vos príncipe con cola y con patas! ¡Estáis loco, señor mío!

Así era como se pasaba los días la señora Ratona. Con mucha frecuencia también, intentaba desahogar su mal humor sobre el primo Raté. Verdad es que el pobre primo no dejaba de prestarse a las burlas. Tampoco aquella vez había sido completa la metamorfosis. No era ratón más que a medias; ratón por delante, pero pez por detrás, con una cola de pescadilla que le hacía enteramente grotesco.

En semejantes condiciones, ¡vaya usted a tratar de agradar y conmover el corazoncito de la bella Ratina o hasta el de las demás lindas ratitas de Ratópolis!

—¿Pero qué le he hecho yo a la Naturaleza para que me trate así? —exclamaba—. ¿Qué le he hecho?

—¿Quieres esconder esa indecente cola? —decía la señora Ratona.

—¡No puedo, tía mía!

—¡Pues bien, córtatela, imbécil, córtatela!

Y el cocinero Rata se ofrecía para proceder a la operación y luego hacer de aquella cola de pescadilla un plato magnífico. ¡Qué regalo habría sido para un día de fiesta como aquél!

¿Día de fiesta en Ratópolis? ¡Sí, queridos niños! Y la familia Ratón se proponía tomar parte en las diversiones públicas. Para partir, sólo aguardaban el regreso de Ratina.

En aquel momento, una carroza se detuvo a la puerta de la casa; era la del hada Firmenta, con un traje de brocado de oro, que iba a hacer una visita a sus protegidos.

Si tomaba a risa con frecuencia las absurdas ambiciones de Ratona, las jactancias ridículas de Rata, las simplezas y necedades de Ratana y las lamentaciones del primo Raté, tenía gran consideración hacia el buen sentido de Ratón, adoraba a la encantadora Ratina, y se consagraba a procurar un feliz desenlace a su matrimonio. En su presencia, no se atrevía la señora Ratona a reprochar al novio de su hija el no ser príncipe.

Se hizo una excelente acogida al hada, no escatimándole las acciones de gracias por todo lo que hasta entonces había hecho, y lo que había de hacer en lo sucesivo.

—Porque necesitamos mucho de vos, señora hada —dijo— Ratona—. ¿Cuándo seré yo dama?

—Paciencia, paciencia —respondió Firmenta—; hay que dejar obrar a la Naturaleza, y eso exige cierto tiempo.

—Pero ¿por qué quiere la Naturaleza que yo siga teniendo cola de pescadilla, después de haberme convertido en ratón? —exclamó el primo, haciendo una mueca y suspirando—. Señora hada, ¿no podría desembarazarme de ella…?

—¡Ay, no! —respondió Firmenta—. Verdaderamente, no tiene suerte. Es probable que sea el nombre de Raté la causa de ello. ¡Esperemos, sin embargo, que no conservará usted nada de ratón cuando llegue a convertirse en pájaro!

—¡Oh —exclamó la señora Ratona—, yo quisiera ser entonces una reina de palomar!

—¡Y yo una gorda y hermosa pava trufada! —dijo cándidamente la buena Ratana.

—¡Y yo un gallo con recios espolones! —añadió, por su parte, Rata.

—Vosotros seréis lo que seréis —repuso el padre Ratón—; por lo que a mí hace, soy ratón y continuaré siéndolo, merced a mi gota, y después de todo más vale ser ratón que perder las plumas, como muchos pájaros que yo conozco.

En aquel momento se abrió la puerta y apareció el joven Ratín, pálido, desolado. En muy pocas palabras contó la historia de la ratonera, y de qué modo había caído Ratina en la trampa de Gardafur.

—¡Ah —dijo el hada—, conque sí, eh! ¿Quieres luchar todavía conmigo, maldito encantador…? ¡Sea, nos veremos los dos!

Capítulo VIII

Sí, queridos niños, toda Ratópolis está de fiesta, y esa fiesta os hubiera divertido extraordinariamente si vuestros padres hubieran podido conduciros a ella. ¡Juzgad de ello! Por doquier amplias guirnaldas con transparentes de mil colores, arcos de follaje sobre las empavesadas calles, casas con colgaduras y tapices, fuegos artificiales cruzándose por los aires, bandas de música por todas partes y, os suplico que me creáis, los ratones se mostraban como los mejores orfeonistas del mundo. Tienen vocecillas suaves, suaves, voces de flauta de un encanto inexplicable, y ¡qué admirablemente interpretan las obras de sus compositores: los Rassini, los Ragner, los Rassenet y tantos otros maestros!

Pero lo que habría excitado vuestra admiración hubiera sido un cortejo de todas las ratas y ratones del universo y de todos aquellos que, sin ser ratas, han merecido ese nombre significativo.

Allí se ven ratas que semejan a Harpagón, llevando bajo la pata su precioso cofrecito de avaro; ratones peludos, viejos veteranos a quienes la guerra ha hecho héroes, prestos siempre a estrangular al género humano por conquistar un galón más; ratones con trompa, con una verdadera cola sobre la nariz, como la que fabrican los cómicos zuavos africanos; ratones de iglesia, humildes y modestos; ratones de bodega, habituados a meter su hocico en la mercancía por cuenta de los gobiernos; y, sobre todo, cantidades fabulosas de esas gentiles ratitas de la danza, que ejecutan los pasos de un baile de ópera.

En medio de este concurso de gente avanzaba la familia Ratón, conducida por el hada. Pero no veía nada de aquel brillante espectáculo. No pensaba más que en la pobre Ratina, arrebatada del amor de sus padres y del cariño de su novio.

Pronto llegaron a la Plaza Mayor. La ratonera continuaba en el mismo sitio, pero Ratina ya no estaba allí.

—¡Devolvedme a mi hija! —clamaba la señora Ratona, cuya única ambición se reducía entonces a encontrar y recobrar a su hija y daba realmente compasión oírla.

En vano intentaba el hada disimular su cólera contra Gardafur; se transparentaba en sus ojos, que habían perdido su dulzura habitual.

Un gran ruido se alzó entonces al fondo de la plaza. Era un cortejo de Príncipes, de Duques, de Marqueses y, en fin, de los más brillantes señores, con trajes magníficos y precedidos de guardias completamente armados.

A la cabeza del grupo principal se destacaba el príncipe Kissador, distribuyendo sonrisas y saludos protectores a todas aquellas gentecillas que le hacían la corte.

Luego, detrás, en medio de los servidores se arrastraba una pobre y linda rata. Era Ratina, tan vigilada, tan rodeada por todas partes, que no podía pensar en huir. Gardafur marchaba cerca de ella, sin quitarle ojo. ¡Ah, aquella vez la tenía bien segura!

—¡Ratina…! ¡Hija mía…!

—¡Ratina …! ¡Amor mío! —gritaron a un tiempo Ratona y Ratín, que en vano intentaron llegar hasta ella.

Habría que haberse visto la actitud y las fisgas con que el príncipe Kissador saludaba a la familia Ratón, y qué provocativa mirada lanzó Gardafur al hada Firmenta. Aun cuando privado por entonces de su poder de genio, había triunfado tan sólo empleando una sencilla ratonera, y al propio tiempo los señores cumplimentaban al príncipe por su conquista, ¡con cuánta fatuidad recibía el necio aquellos cumplidos!

De pronto el hada extiende el brazo, agita la varita y en el acto se opera una nueva metamorfosis.

Si bien el padre Ratón continúa siendo ratón, he aquí a la señora Ratona cambiada en cotorra, a Rata en pavo real, a Ratana en oca y al primo Raté en garza; pero continuaba su mala suerte, y en vez de una hermosa cola de pájaro, es una delgada cola de ratón lo que se agita bajo su plumaje.

En el mismo momento, una paloma se alza ligeramente del grupo de los señores: ¡es Ratina!

¡Calcúlese la estupefacción del príncipe Kissador y la cólera de Gardafur! Helos allí a todos, cortesanos y criados, persiguiendo a Ratina, que se alejaba batiendo las alas.

La decoración ha cambiado. Ya no es la Plaza Mayor de Ratópolis, sino un paisaje admirable en medio de grandes árboles. Y de todos los confines del horizonte se acercan mil pájaros que acuden a dar la bienvenida a sus nuevos hermanos aéreos.

Entonces, la señora Ratona, altiva y satisfecha de sus encantos y del brillo de su plumaje, comienza a hacer monerías, en tanto que la pobre Ratana, llena de vergüenza, no sabe dónde y cómo ocultar sus patas de oca.

Por su parte, Rata —don Rata, si gustáis— se pavonea, como si hubiese sido pavo real toda su vida, mientras el primo, el pobre primo, murmura en voz baja:

—¡Raté todavía!… ¡Siempre Raté!

Mas he aquí que una paloma atraviesa el espacio lanzando gritos de júbilo, describe elegantes curvas y viene a posarse levemente sobre los hombros del joven.

Es la encantadora Ratina, y puede oírsela murmurar al oído de su novio:

—¡Te amo, Ratín mío, te amo!

Capítulo IX

¿Dónde nos hallamos, queridos niños? Continuamos, en uno de esos países que yo no conozco, y cuyo nombre no podría decir. Pero éste, con sus vastos paisajes y sus árboles de la zona tropical, se asemeja un tanto a la India, y a los hindúes sus habitantes.

Penetremos en esa casa, una especie de posada abierta para todo el que llegue. Allí se encuentra reunida toda la familia Ratón, que, siguiendo los consejos del hada Firmenta, se ha puesto en camino. Lo más seguro, en efecto, era abandonar Ratópolis, con objeto de escapar a la venganza del Príncipe, mientras no fueran lo bastante fuertes para defenderse. Ratona, Ratana, Ratina, Rata y Raté no son todavía más que simples volátiles; cuando se truequen en fieras, ya tendrán buen cuidado de meterse con ellos.

Sí, simples volátiles, entre los cuales Ratana ha sido la menos favorecida; por eso se pasea ella sola por el corral de la posada.

—¡Ay, ay, después de haber sido una trucha elegante —exclama—, una rata que supo agradar, heme aquí convertida en un ganso, un ganso doméstico, uno de esos gansos de corral, al que cualquier cocinero puede rellenar con castañas!

Y suspiraba ante esta idea, añadiendo:

—¿Quién sabe si hasta a mi propio marido se le ocurrirá el pensamiento de hacerlo? ¡Ahora, él me desdeña! ¿Cómo queréis que un pavo tan majestuoso tenga la menor consideración por un ganso tan vulgar? ¡Todavía, si yo fuese pava…! Pero no. ¡Y Rata no me encuentra de su gusto!

Y esto sucedió, en verdad, cuando el vanidoso Rata entró en el corral. Pero, en realidad, ¡qué pavo real tan hermoso! ¿Cómo era posible que aquella admirable ave se rebajase hasta aquel ganso tan torpe y tan feo?

—¡Mi querido Rata! —dijo ella.

—¿Quién se atreve a pronunciar mi nombre? —replicó el pavo real.

—¡Yo!

—¡Un ganso! ¿Quién es este ganso?

—Soy vuestra Ratana.

—¡Uf, qué horror…! ¡Seguid vuestro camino si gustáis!

Verdaderamente, la vanidad hace decir muchas necedades.

Y era que el ejemplo le venía de arriba a aquel orgulloso. ¿Mostraba, por ventura, su ama a Ratona más buen sentido? ¿Acaso no trataba ella tan desdeñosamente a su esposo?

Y, precisamente, hela ahí que hace su entrada acompañada de su marido, de su hija, de Ratín y del primo Raté.

Ratina está encantadora como paloma, con su plumaje de color ceniza con reflejos azulados, el cuello verde dorado y las delicadas manchas blancas de sus alas.

¡Por eso Ratín la devora con los ojos! ¡Y qué melodioso ron—ron deja ella oír revoloteando en torno del hermoso joven!

El padre Ratón, apoyado en su muleta, contemplaba a su hija con admiración. ¡Qué hermosa la encontraba! Pero la verdad es que la señora Ratona se encontraba más bella todavía.

—¡Ah, qué bien había hecho la Naturaleza en metamorfosearla en cotorra! ¡Cómo se engallaba y se ufanaba de sus encantos! Movía y removía su cola hasta el extremo de causar celos al propio don Rata. ¡Si la hubieseis visto cuando se colocaba ante los rayos solares para hacer brillar los maravillosos colores de sus plumas y de su cuello! Era, en realidad, uno de los más admirables ejemplares de las cotorras de Oriente.

—¿Y bien, estás contenta de tu destino, bobona? —le preguntó Ratón.

—¿Qué es eso de bobona? —respondió ella en tono seco—. ¡Os ruego que midáis vuestras expresiones y que no olvidéis la distancia que actualmente nos separa!

—¡Yo…! ¡Tu marido!

—¡Un ratón el marido de una cotorra…! ¡Estáis loco, querido mío!

Y la señora Ratona volvió a engallarse, en tanto que Rata se pavoneaba cerca de ella.

Ratón hizo una leve señal de amistad a su criado, que no había desmerecido a sus ojos, y luego se dijo para sus adentros:

—¡Ah, las mujeres, las mujeres…! ¡Pero seamos filósofos!

Y mientras tenía lugar aquella escena de familia, ¿qué era del primo Raté, con aquel apéndice que no pertenecía a su especie? ¡Después de haber sido ratón con una cola de pescadilla, ser garza con cola de rata! Si aquello continuaba así, a medida que se iba elevando en la escala de los seres, ¡resultaba verdaderamente deplorable! Así es que permanecía en un rincón del corral, apoyado sobre una pata, como lo hacen las garzas cuando piensan hondamente, mostrando la parte delantera de su cuerpo, cuya blancura se realza con pequeñas láminas negras, su plumaje cenizoso, y su copete melancólicamente inclinado hacia atrás.

Se trató entonces de continuar el viaje, a fin de admirar el país en toda su belleza.

Pero ni la señora Ratona ni don Rata se admiraban más que a sí mismos. Ninguno de ellos miraba aquellos incomparables paisajes, prefiriendo las villas y ciudades, con objeto de desplegar en ellos todas sus gracias.

Hallábanse en lo más empeñado de la discusión, cuando un nuevo personaje se presento a la puerta de la posada.

Era uno de esos guías del país, vestido a usanza hindú, y que acudía a ofrecer sus servicios a los viajeros.

—Amigo mío —le díjo Ratón—, ¿hay algo curioso que ver aquí?

—Una maravilla sin igual —respondió el guía—: la gran efigie del desierto.

—¿Del desierto? —dijo desdeñosamente la señora Ratona.

—No hemos venido nosotros aquí para visitar un desierto —añadió don Rata.

—¡Oh! —repondió el guía—. Un desierto que no lo será hoy, porque es la fiesta de la esfinge y vienen a adorarla de todos los puntos del globo.

Esto último era bastante para inducir a nuestros vanidosos volátiles a visitarla. Poco, por lo demás, importaba a Ratina y a su novio el sitio adonde se les condujera, con tal de ir juntos. Por lo que hace al primo Raté y a la buena Ratana, en el fondo de un desierto era precisamente donde hubieran deseado refugiarse.

—En marcha —dijo la señora Ratana.

—En marcha —respondió el guía.

Un instante después todos abandonaron el albergue, sin pensar siquiera en que su guía fuese el encantador Gardafur, imposible de reconocer bajo su disfraz, y que trataba de atraerles a una nueva emboscada.

Capítulo X

¡Qué magnífica esfinge, infinitamente más hermosa que aquellas esfinges de Egipto, aunque tan célebres! Se llamaba ésta la esfinge de Romiradur, y constituía la octava maravilla del mundo.

La familia Ratón acababa de llegar al lindero de una vasta llanura, rodeada de espesos bosques dominados en las lejanías por una cadena de montañas cubiertas de nieves perpetuas.

Imaginaos en el centro de aquella llanura un animal tallado en mármol: está acostado sobre la hierba, la cara levantada, las patas delanteras cruzadas una sobre otra y el cuerpo alargado como una colina; mide, por lo menos, quinientos pies de largo por cien de ancho, y su cabeza se eleva ochenta pies por encima del suelo.

Aquella esfinge posee el aspecto indescifrable que distingue y caracteriza a sus congéneres. Jamás ha revelado el secreto que guarda desde hace miles y miles de siglos, y, sin embargo, su vasto cerebro se halla abierto para todo el que quiera visitarlo. Se penetra en él por una puerta que hay entre las patas; escaleras interiores dan acceso a sus ojos, a sus orejas, a su nariz, a su boca y hasta a aquel bosque de cabellos que eriza su cráneo.

Por añadidura, y para que podáis daros perfecta cuenta de la enormidad de ese monstruo, sabed que diez personas se encontrarían muy a gusto en la órbita de sus ojos, treinta en el pabellón de sus orejas, cuarenta entre los cartílagos de su nariz, sesenta en su boca, donde se podría dar un baile, y un centenar en su cabellera, espesa e inextricable como un bosque de América. Así es que de todas partes se acude, no a consultarla, porque no quiere responder, sino a visitarla como se hace con la estatua de San Carlos en una de las islas del lago Mayor.

Habrá de permitírseme, queridos niños, no insistir más en la descripción de esta maravilla, que honra al genio del hombre. Ni las pirámides de Egipto, ni los jardines colgantes de Babilonia, ni el Coloso de Rodas, ni el faro de Alejandría, ni la torre Eiffel pueden resistir la comparación con ella. Cuando los geógrafos hayan logrado ponerse de acuerdo acerca del país en que se encuentra la gran esfinge de Romiradur, cuento con que iréis a visitarla durante vuestras vacaciones.

Pero Gardafur la conocía y él era quien guiaba a la familia Ratón. Al decirles que había gran concurso de gente, les había engañado de un modo infame. ¡He ahí una cosa que iba a producir honda contrariedad al pavo y a la cotorra! De la magnífica esfinge no se preocupaban para nada.

Como sin duda imagináis, habíase concertado su plan entre el encantador y el príncipe Kissador. El príncipe se encontraba cerca, en la linde de un bosque próximo, con un centenar de sus guardias. Tan pronto como la familia Ratón hubiera penetrado en la esfinge, se la pescaría como en una ratonera. Si cien hombres no conseguían apoderarse de cinco aves, de un ratón y de un joven, enamorado, sería indudable que se encontraban protegidos por un poder sobrenatural.

Durante la espera, el príncipe iba y venía dando muestras de la más viva impaciencia. ¡Haber sido vencído en sus tentativas contra la familia y contra la hermosa Ratina! ¡Ay de la familia si Gardafur recobrase su poder! Pero el encantador se encontraría reducido aun a la impotencia durante algunas semanas.

En fin, por aquella vez habían sido también tomadas todas las medidas, que muy probablemente ni Ratina ni los suyos podrían escapar a las asechanza y maquinaciones de su tenaz perseguidor.

En aquel momento apareció Gardafur a la cabeza de la pequeña caravana, y el príncipe, rodeado de sus guardias, estaba dispuesto a intervenir.

Capítulo XI

El padre Ratón avanzaba a buen paso, a pesar de la gota. La paloma, describiendo grandes círculos en el espacio, iba de vez en cuando a posarse sobre los hombros de Ratín. La cotorra, volando de árbol en árbol, se elevaba tratando de descubrir la prometida muchedumbre. El pavo real tenía la cola cuidadosamente replegada, para que no se desgarrara con las zarzas del camino, en tanto que Ratana se balanceaba sobre sus anchas patas. Tras ellos, la garza, alicaída, batía rabiosamente el aire con su cola de ratón; había intentado metérsela en el bolsillo, quiero decir debajo del ala, pero había tenido que renunciar a ello, porque el ala era demasiado corta.

Llegaron, por fin, los viajeros al pie de la esfinge; jamás habían visto nada tan hermoso ni tan grandioso.

—¿Dónde está ese gran concurso de gente del que nos habló?

—Tan pronto como hayan llegado ustedes a la cabeza del monstruo —respondió el trapacero encantador—, dominarán a la muchedumbre y serán vistos de muchas leguas a la redonda.

—¡Pues bien, entremos!

—Entremos.

Penetraron todos en el interior sin abrigar la menor desconfianza; ni siquiera advirtieron que el guía se había quedado fuera, después de haber cerrado tras ellos la puerta abierta entre las patas del gigantesco animal.

En el interior había alguna claridad, que se filtraba por las aberturas del rostro, a lo largo de las escaleras interiores. Pasados algunos instantes, pudo verse a Ratón paseándose por los labios de la esfinge, a la señora Ratona revoloteando sobre la punta de la nariz, y don Rata en la extremidad del cráneo.

Ratina y el joven Ratín estaban colocados en el pabellón de la oreja derecha, diciéndose mil ternezas.

En el ojo derecho se mantenía Ratana, cuyo modesto plumaje no podía verse; y en el ojo izquierdo, el primo Raté disimulaba lo mejor que podía su lamentable cola.

Desde todos aquellos puntos de la cara, la familia Ratón se encontraba admirablemente dispuesta para contemplar el espléndido panorama que se desarrollaba hasta los límites extremos del horizonte.

El tiempo era magnífico; ni una sola nube en el cielo, ni el más leve vapor sobre la superficie del suelo.

De pronto, una masa animada se dibuja hacia el bosque… Se adelanta… Se acerca… ¿Es acaso la muchedumbre de adoradores de la esfinge de Romiradur?

¡No! Son gentes armadas de picas, de sables, de arcos, de ballestas, avanzando en pelotón cerrado; no pueden abrigar sino perversos designios.

En efecto, el príncipe Kissador va a la cabeza, seguido del encantador, que ha dejado sus vestidos de guía; la familia Ratón se considera perdida, a menos que aquellos de sus miembros que poseen alas no vuelen a través del espacio.

—¡Huye, mi querida Ratina! —le dice su novio— ¡Huye!… ¡Déjame a mí en las manos de estos miserables!

—¡Abandonarte…! ¡Jamás! —responde Ratina.

Esto, por lo demás, habría sido muy imprudente; una flecha hubiera podido herir a la paloma, así como a la cotorra, al pavo real, al ganso y a la garza. Era preferible ocultarse en las profundidades de la esfinge. Tal vez consiguiesen escapar al llegar la noche, salvándose por alguna salida secreta, y sin nada que temer de las armas del príncipe.

¡Ah, cuán deplorable era que el hada Firmenta no hubiera acompañado a sus protegidos en el curso de aquel viaje!

El joven, sin embargo, había tenido una idea, y muy sencilla, como todas las ideas buenas: atrancar la puerta y acumular obstáculos en el interior, y esto fue lo que se hizo sin perder tiempo.

El príncipe Kissador, Gardafur y los guardias se habían detenido a algunos pasos de la esfinge, intimando la rendición a los prisioneros.

Un «no» bien acentuado, que salió de los labios del monstruo, fue la única respuesta que obtuvieron.

Entonces, los guardias se precipitaron contra la puerta, acometiéndola con enormes cantos de roca, siendo evidente que no tardaría en ceder.

Mas he aquí que un leve vapor envuelve el cabello de la esfinge, y, destacándose de sus últimas volutas, el hada Firmenta aparece en pie sobre la cabeza de la esfinge de Romiradur.

Ante aquella milagrosa aparición, los guardias retroceden, pero Gardafur consigue volverlos a poner al asalto, y los goznes de la puerta comienzan a ceder ante sus golpes.

En aquel momento, el hada inclina hacia el suelo la varita, que tiembla en su mano.

¡Qué inesperada irrupción se produjo a través de la deshecha puerta!

Un tigre hembra, una pantera y un oso se precipitan sobre los guardias. El tigre es Ratona, con su leonada piel; el oso es Rata, con el pelo erizado y las fauces abiertas; la pantera es Ratana, que da unos saltos terribles. Esta última metamorfosis ha cambiado a los tres volátiles en bestias feroces.

Al mismo tiempo, Ratina se ha transformado en una cierva elegante, y el primo Raté ha tomado la forma de un asno, que rebuzna con una voz tremenda. Pero —¡lo que es la mala suerte!— ha conservado su cola de garza, y una cola de pájaro es lo que cuelga a la extremidad de su grupa. Decididamente, es imposible evitar su destino.

A la vista de aquellas tres formidables fieras, los guardias no vacilaron un instante, se desbandaron como si tuvieran fuego bajo sus talones. Nada habría podido detenerlos, tanto más cuanto que el príncipe Kissador y Gardafur les dieron el ejemplo; no les convenía, al parecer, ser devorados vivos.

Pero si bien el príncipe y el encantador pudieron ganar el bosque, algunos de sus guardias fueron menos afortunados. El tigre, el oso y la pantera habían llegado a cortarles la retirada, y aquellos pobres diablos no pensaron más que en buscar refugio dentro de la esfinge, y pronto pudo vérseles ir y venir por su ancha boca.

Fue aquélla una mala idea, sí, una mala idea, y cuando ellos lo reconocieron era ya demasiado tarde.

En efecto, el hada Firmenta extiende de nuevo su varita y rugidos espantosos se propagan, como los truenos, a través del espacio.

La esfinge acaba de convertirse en león.

¡Y qué león! Su melena se eriza, sus ojos lanzan rayos, sus mandíbulas se abren, se cierran y comienzan su obra de masticación… Un instante después, los guardias del príncipe Kissador han sido triturados por los dientes del formidable animal.

Entonces el hada Firmenta salta ligeramente sobre el suelo. A sus pies van a tenderse el tigre, el oso y la pantera, como lo hacen los animales feroces con sus domadores.

De esta época data la conversión de la esfinge de Romiradur en león.

Capítulo XII

Ha transcurrido algún tiempo; la familia Ratón ha conquistado definitivamente la forma humana, excepción hecha del padre, que siempre tan filósofo como gotoso, ha continuado siendo ratón. Otros, en su caso, habrían estado desesperados, se habrían quejado de la injusticia de la suerte y hubieran maldecido la existencia. Él se contentaba con sonreír, «dichoso —decía—, por no tener que cambiar sus costumbres».

Como quiera que fuese, a pesar de ser ratón, era un señor rico. Como su mujer no habría consentido en habitar el viejo queso de Ratópolis, ocupa un palacio suntuoso en una gran ciudad, capital de un país desconocido todavía, sin estar por eso más orgulloso. El orgullo y la altivez, o, más bien, la vanidad, la deja toda a la señora Ratona, convertida en duquesa. Hay que verla paseándose por sus habitaciones, ¡cuyos espejos acabará por gastar a fuerza de mirarse en ellos!

Aquel día, sin embargo, el duque Ratón se ha alisado el pelo con el mayor cuidado, y emplea en su tocado todo el tiempo que debe emplear un ratón que se estime. En cuanto a la duquesa, se halla adornada con sus mejores galas: tejido rameado, donde se mezclan el terciopelo de buena calidad, el crespón de China, el surá, la felpa, el satén, el brocado y el moaré; blusa a lo Enrique II; cela bordada con azabache, zafiros, perlas de varias anas de largo, reemplazando las diversas colas que ella había llevado antes de ser mujer; diamantes que sueltan destellos deslumbrantes; encajes que la hábil arácnida no habría podido hacer ni más finos ni más ricos; sombrero Rembrandt, sobre el que se escalona un parterre de flores; en fin, todo lo que está a la última moda.

Pero me preguntaréis: ¿por qué ese lujo…? He aquí por qué:

Hoy es el día en que debe celebrarse el matrimonio de la encantadora Ratina con el príncipe Ratín.

—¡Cómo! ¿Ratín príncipe…?

—Sí, queridos niños, Ratín se ha convertido en príncipe para complacer a su suegra.

—Pero ¿cómo ha podido ser eso?

—Muy sencillamente, comprando un principado.

—Bueno, pero los principados, por mucho que vayan de baja, deben costar bastante caros.

—Indudablemente; por eso Ratín consagró a su adquisición una buena parte del valor de la perla, porque no os habréis olvidado de la famosa perla encontrada en la ostra de Ratina, y que valía muchos millones.

Es rico, por consiguiente. Pero no vayáis a creer que la riqueza haya modificado sus gustos ni los de su prometida, que al casarse con él va a convertirse en princesa. ¡No! Aun cuando su madre sea duquesa, ella continúa siendo la jovencita modesta que vosotros conocéis, y el príncipe Ratín está más enamorado de ella que nunca. ¡Está tan hermosa con su traje blanco y sus guirnaldas de flores de azahar!

Inútil será decir que el hada Firmenta no ha dejado de acudir a la boda, de la que no deja de corresponderle una buena parte.

Es, pues, un día de fiesta para toda la familia. Así es que don Rata está magnífico; en su calidad de ex cocinero, ha llegado a ser un hombre político.

Ratana ya no es una oca, con gran satisfacción por su parte; es una señora de compañía. Su esposo ha sabido hacerse perdonar sus maneras desdeñosas de otros tiempos; su esposa ha vuelto a conquistarle por completo, y hasta el bueno de Rata llega a mostrarse un tanto celoso de los señores que mariposean en torno de su mujer.

Por lo que hace al primo Raté…, pero pronto va a aparecer y podréis contemplarle a vuestra satisfacción.

Los invitados se hallan reunidos en el salón grande, lleno de luces, embalsamado con el perfume de las flores, adornado con los más ricos muebles y espléndido, en suma, de elegancia y conforte.

De los alrededores han llegado muchas personas para asistir al matrimonio del príncipe Ratín. Los grandes señores, las grandes damas han querido asistir al cortejo de aquella encantadora pareja. Un mayordomo anuncia que todo está dispuesto para la ceremonia. Se forma entonces el cortejo más maravilloso que se puede ver, y que se dirige hacia la capilla, en tanto que se deja oír una armoniosa música.

Más de una huya fue precisa para el desfile de todos aquellos personajes. Al fin, en uno de los últimos grupos, apareció el primo Raté.

Un lindo joven, a fe mía; un verdadero figurín: manto de corte, sombrero adornado de una magnífica pluma con la que barre el suelo a cada saludo.

El primo es marqués y no hace mal papel en la familia. Tiene muy buen aspecto y sabe presentarse con distinción y gracia, así es que no le faltan los cumplidos y los halagos, que él recibe con cierta modestia. Puede observarse, sin embargo, que su fisonomía tiene cierto tinte de tristeza, y su actitud es algo embarazosa; baja los ojos y aparta las miradas, evitando las de cuantos se le acercan. ¿Por qué esta reserva…? ¿No es acaso, en la actualidad, tan hombre como cualquier duque u príncipe de la corte?

Helo aquí que se adelanta a ocupar el puesto que le corresponde en el cortejo, avanzando con paso acompasado, con paso de ceremonia, y llega al ángulo del salón, se vuelve… ¡Horror!

Por entre los pliegues de su uniforme, bajo su manto de corte, sale una cola, una cola de asno… En vano trata de disimular aquel vergonzoso resto de la forma precedente. ¡Está escrito que no se desembarazará de ello!

¡He aquí lo que son las cosas, queridos niños!; cuando uno empieza la vida mal, es sumamente difícil volver al buen camino. El primo es hombre y lo será para lo sucesivo; pero como ya ha llegado al grado más elevado de la escala, no puede contar con una nueva metempsicosis que le libre de aquella cola; habrá de conservarla hasta su último suspiro…

¡Pobre primo Raté!

Capítulo XIII

De esta suerte se celebró la boda del príncipe Ratín y de la princesa Ratina, con una extrema magnificencia digna de aquel hermoso joven y de aquella linda muchacha, nacidos el uno para el otro.

Al regreso de la capilla, el cortejo desfiló en el mismo orden y con la misma corrección y nobleza de actitudes, como, según parece, sólo se encuentra en las clases elevadas.

Si se objeta que todos aquellos señores no eran, sin embargo, más que advenedizos al fin y al cabo, que en virtud de las leyes de la metempsicosis habían ido pasando por muy humildes fases, que fueron moluscos sin alma, peces sin inteligencia, volátiles sin seso, cuadrúpedos sin raciocinio, responderemos que nadie podría creer semejante cosa al observar su corrección y elegancia. Las buenas maneras, por otra parte, se aprenden como se aprende la Historia o la Geografía. Pensando, no obstante, en lo que pudo ser en el pasado, el hombre haría perfectamente en mostrarse más modesto y la Humanidad ganaría bastante con ello.

Tras la ceremonia del matrimonio hubo una comida espléndida en la gran sala del palacio. Decir que se comió ambrosía preparada por los primeros cocineros del siglo y que se bebió néctar procedente de las mejores bodegas del Olimpo no sería decir demasiado.

La fiesta, en fin, terminó con un baile, en el que lindas bayaderas y graciosas almeas, vestidas con sus trajes orientales, causaron la admiración y el encanto de la augusta asamblea.

El príncipe Ratín, como era natural, había abierto el baile con la princesa Ratina en una contradanza en la que la duquesa Ratona figuraba del brazo de un príncipe de sangre real, don Rata en compañía de una embajadora y Ratana conducida por el propio sobrino de un Gran Elector.

En cuanto al primo Raté, tardó mucho tiempo en exhibir su persona. Por mucho que le costase permanecer apartado, no se atrevía a invitar a las encantadoras mujeres que pululaban por la sala. Decidióse, al fin, por sacar a bailar a una deliciosa condesa de notable distinción… Aquella amable dama aceptó…, un poco ligeramente tal vez, y he allí a la pareja lanzada en el torbellino de un vals de Gung’l.

¡Ah, qué efecto…! En vano había querido el primo Raté recoger bajo el brazo su rabo de asno, lo mismo que las valsadoras hacen con su cola. Aquel rabo, arrastrado por el movimiento centrífugo hubo de escapársele. Y entonces hele allí que se extiende como un plumero, que azota a los grupos de bailarines, que se enrosca en sus piernas, que produce las caídas más comprometedoras, y es causa, en fin, de la propia caída del marqués Raté y de la deliciosa condesa, su compañera.

Hubo que sacarla de allí, medio desvanecida de vergüenza, en tanto que el primo corría a esconderse con toda la velocidad de sus piernas.

Aquel burlesco episodio dio fin a la fiesta, y todo el mundo se retiró en el momento en el que se anunciaba el comienzo de una magnífica sesión de fuegos artificiales.

Capítulo XIV

La habitación del príncipe Ratín y de la princesa Ratina es, seguramente, una de las más hermosas del palacio. ¿No la considera por ventura el príncipe como el estuche de la inapreciable joya que ahora posee…? A ella es adonde van a ser conducidos con gran pompa los recién casados.

Mas, antes de que los nuevos esposos hubieran sido introducidos, dos personas pudieron penetrar en la habitación.

Ahora bien, esas dos personas, vosotros ya lo habéis adivinado de seguro, son el príncipe Kissador y el encantador Gardafur.

He aquí las frases que entre ellos se han cruzado:

—¡Ya sabes lo que me has prometido, Gardafur!

—Sí, príncipe, y esta vez nada habrá que me impida el raptar a Ratina para vuestra Alteza.

—¡Y cuando sea princesa de Kissador, no tendrá por qué lamentarlo!

—Ésa es mi opinión —respondió aquel adulador de Gardafur.

—¿Estás seguro de conseguir nuestros propósitos? —preguntó el príncipe con cierto temor, no del todo injustificado, en vista de los anteriores fracasos.

—Vos podréis juzgar —respondió Gardafur sacando el reloj—: dentro de tres minutos habrá transcurrido el tiempo durante el que he sido privado de mi poder de encantador; dentro de esos tres minutos mi varita habrá vuelto a ser tan poderosa como la del hada Firmenta. Si Firmenta ha podido elevar a los miembros de la familia Ratón hasta el rango de seres humanos, yo, por mi parte, puedo hacerles volver a bajar al rango de los más vulgares animales.

—Bien, Gardafur; pero quiero que Ratín y Ratina no permanezcan a solas en esta habitación ni un solo instante…

—¡No permanecerán, si es que yo he recobrado mi poder antes de que lleguen!

—¿Cuánto tiempo falta aún?

—¡Dos minutos…!

—Helos aquí.

—Voy a esconderme en este gabinete —dijo Gardafur—, y apareceré en cuanto sea necesario. Vos, príncipe, retiraos; pero permaneced tras esa puerta, y no la abráis hasta el momento en que yo exclame: « ¡A ti, Ratín! »

—Convenido, y, sobre todo, no perdones a mi rival.

—Quedaréis satisfecho.

Véase qué peligro amenaza aún a aquella honrada familia, tan probada ya, ignorante como se halla de que tan cerca tiene al príncipe y al encantador.

Capítulo XV

Los recién casados acaban de ser conducidos a su habitación con gran pompa: el duque y la duquesa Ratón les acompañan con el hada Firmenta, que no ha querido abandonar a la joven pareja, cuyos amores ha protegido. Nada tienen que temer del príncipe Kissador ni del encantador Gardafur, que jamás han sido vistos en el país, y, sin embargo, el hada experimenta cierta inquietud, como un presentimiento secreto. Ella sabe que Gardafur se encuentra a punto de recobrar su poder de encantador, y esto no deja de intranquilizarla y preocuparla.

No hay que decir que Ratana está allí ofreciendo sus servicios a su joven ama, así mismo don Rata, que no quería separarse de su mujer, y el primo Raté, por fin, si bien en aquel momento la vista de la que ama debe destrozarle el corazón.

El hada Firmenta, que continúa llena de ansiedad, se apresura a mirar si el encantador Gardafur se oculta por algún sitio, tras una cortina, bajo cualquier mueble… Mira…, escudriña… ¡Nadie!

En vista de ello, al considerar que el príncipe Ratín y la princesa Ratina van a quedarse en aquella habitación y que están solos, comienza a cobrar confianza.

De pronto se abre una puerta lateral, muy bruscamente, en el momento en que el hada decía a la joven pareja:

—¡Sed felices!

—¡Todavía no! —gritó una voz terrible.

Gardafur acaba de aparecer agitando en su mano la varita mágica. ¡Firmenta ya nada puede hacer por aquella desventurada familia!

Todos han quedado mudos de estupor; inmóviles en el primer instante, retroceden en seguida en grupo, tratando de parapetarse tras el hada.

—¡Hada bondadosa…! ¿Nos abandonáis quizá…? ¡Protegednos!

—¡Firmenta —respondió Gardafur—, has agotado tu poder para salvarlos, y yo ahora he recobrado todo el mío para perderlos! ¡Tu varita no puede en la actualidad hacer nada por ellos, mientras que la mía…!

Y diciendo esto; Gardafur la agitaba, describiendo círculos mágicos y haciéndola silbar en el aire, como si estuviera dotada de una vida sobrenatural.

Ratón y los suyos comprendieron que el hada se hallaba desarmada, ya que no podía librarles mediante una metamorfosis superior.

—¡Hada Firmenta —volvió a gritar Gardafur—, tú hiciste hombres, pues ahora voy a hacer yo bestias!

—¡Piedad, piedad! —murmuraba Ratina, tendiendo sus manos hacia el encantador.

—¡No hay piedad! —respondió Gardafur—. El primero que sea tocado por mi varita quedará cambiado en mono.

Dicho esto, Gardafur marchó sobre el infortunado grupo, que se dispersó al verle acercarse.

¡Si los hubierais visto correr a través de la habitación, de la que no podían escapar, por hallarse cerradas las puertas, arrastrando consigo Ratín a Ratina, tratando de librarla del contacto de la varita mágica, poniéndose él delante, sin pensar en el peligro que él mismo corría…!

Él mismo, sí, pues el encantador acababa de exclamar:

—¡En cuanto a ti, hermoso joven, pronto te mirará Ratina con asco!

A estas palabras, Ratina cayó desvanecida en brazos de su madre, y Ratín avanzaba hacia la puerta principal, mientras Gardafur, precipitándose sobre él,

—¡A ti, Ratín! —gritaba.

En aquel preciso instante, se abre la puerta principal…, aparece el príncipe, y él es quien recibe el golpe destinado a Ratín…

El príncipe Kissador ha sido tocado por la varita… ¡Ya no es otra cosa que un horrible chimpancé!

¡A qué furor se entrega entonces! ¡Él, tan orgulloso de su belleza, tan lleno de altivez y jactancia, trocado ahora en mono, de faz repulsiva, largas orejas, hocico prominente, brazos que le llegan hasta las rodillas, una nariz aplastada, una piel amarillenta cuyos pelos se erizan…!

Un espejo se encuentra allí sobre una de las paredes, de la cámara… ¡Se mira…! Lanza un grito terrible… Salta sobre Gardafur, estupefacto de su torpeza…, le coge por el pescuezo y le estrangula con su robusta mano de chimpancé.

Entonces se abre el suelo, como es de rigor en todas las brujerías, un leve vapor se escapa de él y el malvado Gardafur desaparece en medio de un torbellino de llamas.

En seguida el príncipe Kissador se precipita sobre una ventana, la abre de un golpe, la franquea de un salto y corre a unirse a sus semejantes en el bosque próximo. ¡El príncipe Kissador ya no es otra cosa que un horrible chimpancé!

Capítulo XVI

Y entonces, a nadie sorprenderé yo diciendo que todo aquello acabó en una apoteosis, para la completa satisfacción de la vista, del oído y hasta del gusto y del olfato. El ojo admira los más bellos paisajes del mundo bajo un cielo de Oriente; el oído se llena de armonías paradisíacas; la nariz aspira perfumes embriagadores, destilados por millares de flores; y los labios se perfuman con un aire cargado del sabor de los frutos más delicados.

En fin, toda la venturosa familia se encuentra en éxtasis, hasta el punto de que Ratón, el mismo padre Ratón, ha dejado de sentir su gota. ¡Está curado y envía noramala su vieja muleta!

—¡Hombre! —grita la duquesa Ratona—. ¿No estáis ya gotoso, querido mío?

—Así parece —dijo Ratón—, y heme aquí sin muletas.

—¡Padre mío! —exclama alegremente Ratina.

—¡Ah, señor Ratón! —añaden Rata y Ratana.

En seguida se adelanta el hada Firmenta, diciendo:

—En efecto, Ratón, ahora sólo de usted depende el ser hombre, y si quiere, yo puedo…

—¿Hombre, señora hada…?

—Sí —replica la señora Ratona—, sí, hombre y duque, como yo soy mujer y duquesa…

—A fe mía —responde nuestro filósofo—, ratón soy y ratón me quedaré; esto es preferible, a mi juicio, y como decía, o lo dirá el poeta Menandro: «Perro, caballo, buey, asno, todo es preferible a ser hombre, mal que os pese…»

Capítulo XVII

He aquí, queridos niños, el desenlace de este cuento. La familia Ratón ya nada tiene que temer para lo sucesivo ni de Gardafur, estrangulado por el príncipe Kissador, ni del príncipe Kissador.

Se deduce, pues, de aquí que van a ser muy felices y a gozar, como suele decirse, de una felicidad sin nubes.

Por lo demás, el hada Firmenta siente por ellos verdadero afecto, y no habrá de escatimarles sus beneficios.

Tan sólo el primo Raté tiene cierto derecho a quejarse, toda vez que no ha llegado a una metamorfosis completa. No puede, en manera alguna, resignarse, y aquel rabo de asno causa su desesperación. En vano trata de disimularlo. ¡Siempre se le descubre!

Por lo que hace al sensato Ratón, será ratón toda su vida, a despecho de la duquesa Ratona, que le reprocha sin cesar su descortés negativa a elevarse hasta el rango de los humanos. Y cuando la enojada gran dama le abruma demasiado con sus recriminaciones, se contenta con replicarla, aplicándole la frase del fabulista:

—¡Ah, mujeres, mujeres, hermosas cabezas a veces, pero seso…, ni chispa!

Por lo que hace al príncipe Ratín y a la princesa Ratina, fueron muy felices y tuvieron muchos hijos.

Así es como acaban ordinariamente los cuentos de hadas, y yo me atengo a esta manera de terminar, que es la buena.

*FIN*


“Aventures de la famille Raton”, 1891


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