La flor de la salud
[Cuento - Texto completo.]
Emilia Pardo BazánNo lo dude usted -declaró el médico, afirmándose las gafas con el pulgar y el anular de la abierta mano izquierda-. He realizado una curación sobrenatural, milagrosa, digna de la piscina de Lourdes. He salvado a un hombre que se moría por instantes, sin recetas, ni píldoras, ni directorio, ni método… sin más que ofrecerle una dosis del licor verde que llaman esperanza… y proponerle un acertijo…
-¿Higiénico?
-¡Botánico!
-¿Y quién era el enfermo?
-El desahuciado, dirá usted; Norberto Quiñones.
-¡Norberto Quiñones! Ahora sí que admiro su habilidad, doctor, y le tengo, más que por médico, por taumaturgo. Ese muchacho, que había nacido robusto y fuerte, al llegar a la juventud se encenagó en vicios y se precipitó a mil enormes disparates, apuestas locas y brutales regodeos: tal se puso, que la última vez que le vi en sociedad no le conocía: creí que me hablaba un espectro, un alma del otro mundo.
-El mismo efecto me produjo a mí -repuso el doctor-. Difícilmente se hallará demacración semejante ni ruina fisiológica más total. Ya sabe usted que Norberto, rico y refinado, vivía en un piso coquetón, muy acolchadito y lleno de baratijas; su cama, que era de esas antiguas, salomónicas y con bronces, la revestían paños bordados del Renacimiento, plata y raso carmesí. Pues le juro a usted que en la tal cama, sobre el fondo rojo del brocado, Norberto era la propia imagen de la muerte: un difunto amarillo, con tez de cera y ojos de cristal. Para acentuar el contraste, a su cabecera estaba la vida, representada por una mujer mórbida, ojinegra, de cutis de raso moreno, de boca de granada partida, de lozanísima frescura y alarmante languidez mimosa: la enfermera que manda el diablo a sus favoritos para que les disponga según conviene el cuerpo y el alma.
Norberto me alargó la mano, un manojo de huesos cubiertos por una piel pegajosa que ardía y trasudaba, y mirándome con ansia infinita, me dijo cavernosamente:
-No me deje usted morir así, doctor. Tengo veintiséis años, y me da frío la idea de invernar en el cementerio. Es imposible que haya usted agotado todos los recursos de la ciencia.
¡El ruego me conmovió, y eso que la práctica nos endurece tanto! Tuve una inspiración; sentí un chispazo parecido al que debe de percibir el creador, el artista…, y con los ojos hice seña de que la individua estorbaba.
-Vete, chiquilla -ordenó, sin más explicaciones, Norberto.
Y nos quedamos solos.
Le apreté la mano con energía, y sacando el pomo del consabido licor verde, lo derramé en sus labios a oleadas.
-Ánimo -le dije-. Usted va a sanar pronto. Volverá usted a tener vigor en los músculos, hierro en la sangre, oxígeno en el pulmón; las funciones de su organismo serán otra vez normales, plácidas y oportunas: el ritmo de la salud hará precipitarse el torrente vital, rápido y gozoso, de las arterias al corazón, y subiéndolo luego al cerebro despejado, engendrará en él las claras representaciones del presente y los dorados sueños del porvenir… Estoy seguro de lo que prometo; seguro, ¿lo oye?: usted sanará. No debo ocultarle a usted que la ciencia, lo que se dice la ciencia, ya no me ofrece recurso alguno nuevo ni útil. Humanamente hablando, no tiene usted cura; pero donde acaba la naturaleza principia lo sobrenatural y portentoso, que no es sino lo desconocido o inclasificado… La casualidad me permite ofrecer a usted el misterioso remedio que le devolverá instantáneamente todo cuanto perdió.
Cualquiera pensaría que al hablarle así a Norberto iba a mirarme con honda desconfianza, sospechando una piadosa engañifa. ¡Ah, y qué poco conocería quien tal imaginase la condición de nuestro espíritu, en cuyos ocultos repliegues late permanente la credulidad, dispuesta a adoptar forma superior y llamarse fe! Los ojos de Norberto se animaban; un tinte rosado se difundía por sus pómulos. Ansioso, incorporado casi, se cogía a mi levita, interrogándome con su actitud.
-Hay -le dije- una flor que devuelve instantáneamente la salud al que tiene la fortuna de descubrirla y cortarla por su propia mano. Esta condición precisa, y el no saberse dónde ni cuándo se produce la tal flor, son causa de que por ahora se hayan aprovechado de ella poquísimos enfermos. Digo que no se sabe dónde ni cuándo se produce, porque si bien suele encontrarse en las más altas montañas, también afirman que brota en la orilla del mar, a poca profundidad, entre las peñas; pero a veces, en leguas y leguas de costa o de monte, no aparece ni rastro de la flor. En cambio, tiene la ventaja de que no puede confundirse con ninguna otra: ¡imagínese usted la alegría del que la ve! Es del tamaño de una avellana: su forma imita bastante bien la de un corazón; su color, encarnado vivísimo; el olor, a almendra. No la equivoca usted, no. Pero si va usted acompañado; si es otro el que la coge…, entonces, amiguito, haga usted cuenta que perdió malamente el tiempo.
No afirmo que Norberto creyese a pies juntillas lo que yo iba encajándole con imperturbable seriedad y calor persuasivo. Si he de ser franco, supongo que dudó, y hasta me tuvo a ratos por un patrañero, un visionario o un socarrón malicioso. Sin embargo, yo sabía que no habían de caer en saco roto mis palabras, porque a la larga siempre admitimos lo que nos consuela, y más en la suprema hora en que nos invade la desesperación y quisiéramos agarrarnos aunque fuese a un hilito de araña muy sutil. La expresión del rostro de Norberto cambió dos o tres veces; le vi pasar del escepticismo a la confianza loca, y, por último, tomándome la mano entre las suyas febriles, exclamó trémulo de afán:
-¿Puede usted jurarme que no se está burlando de un moribundo?
No sé si usted conoce mi modo de pensar en esto del juramento. Le atribuyo escasísimo valor; es una fórmula caballeresca, romántica e idealista, que entraña la afirmación de la inmutabilidad de nuestros sentimientos y convicciones -de que se derivan nuestros actos-, siendo así que la idea y la acción nacen de circunstancias actuales, vivas y urgentes. No dando valor al juramento, ni moral tampoco se lo da al perjurio. Juré en falso, pues, con absoluta frescura, calma y convencimiento de hacer bien; y juré en falso, invocando el nombre de Dios, en la seguridad de que Dios, que es benigno, también quería que el milagro se hiciese…
Y empezó a hacerse desde aquel mismo punto. Norberto, electrizado con la certeza de poder vivir, se irguió, se echó de la cama, sin ayuda de nadie fue hasta la puerta, llamó a su ayuda de cámara y le ordenó preparar inmediatamente maletas y mantas de camino…
-Solito, ¿eh? -le repetí-. ¡No olvidarse!
¡Solito! Ya lo creo que se fue solito Norberto. Desde su partida, todas las mañanas me desperté con miedo de recibir la esquela orlada de luto. Pasó, sin embargo, año y medio; encontré a los amigos del enfermo; averigüé que nada se sabía de su paradero, pero que vivía. Y al cabo de dieciocho meses, una tarde que me disponía a salir y ya tenía enganchado el coche para la visita diaria, entró como un huracán un fornido mozo, de traje gris, de hongo avellana, de oscura barba, de rostro atezado, que me estrujó con ímpetu entre los brazos musculosos y recios.
-¡Soy yo! -repetía con voz sonora y alegre-. ¡Norberto! ¿No me conoce usted? No me extraña; debo de estar algo variado… ¿Qué le parezco? ¡Cuánto se ha reído usted de mí! Y lo peor es que ha hecho muy bien, muy bien. Si no es por usted, no encuentro la flor de la salud. ¿La ve usted? Aquí la traigo.
Abrió un estuche de cuero de Rusia y vi brillar sobre raso blanco un alfiler de corbata de un solo rubí, cercado de brillantes, en forma de corazón, que me entregó entre empujones amistosos y carcajadas.
-La he buscado primero a orillas del mar. Todos los días registraba las peñas. Al principio me cansaba tanto, que me daban síncopes largos en que pensé quedarme. Pero me sostenía la ilusión de descubrir la flor. El aire del mar y el perseverante ejercicio me prestaron alguna fuerza. Ya no me arrastraba: andaba despacio. Registré bien la costa, peñón por peñón: la flor no la vi. Entonces me interné en un valle muy rústico y retirado. Me pasaba todo el día agachadito, busca que te buscarás. Vivía entre aldeanos. Comía pan moreno y bebía leche. A cada paso me encontraba mejor… ¡Usted adivina lo demás! De allí subí a las montañas nevadas y fieras, que en otro tiempo me parecían horribles… Trepé a los picachos, recorría los desfiladeros, evité los aludes, cacé, tuve frío, dormí a dos mil metros sobre el nivel del mar… Y un día, embriagado por el ambiente purísimo, sintiendo carnes de acero bajo mil piel de bronce, recuerdo que caí de rodillas en una meseta, y creí ver entre el musgo nuevo, húmedo y escarchado por el deshielo, la roja flor.
-¡Pues ahora que se ha cogido la flor -advertí al mozo-, a cuidarla! ¡Que no se seque!
Norberto volvió la cara… Al anochecer del día siguiente le vi por casualidad, de lejos; acompañaba a una mujer, y me pareció que se escurría entre callejuelas, para no tropezarme. Entonces -me había dejado sus señas- le escribí este lacónico billetito:
«El santo doctor*** no repite los milagros.»