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La fuerza de la sangre

[Cuento - Texto completo.]

Miguel de Cervantes Saavedra

Una noche de las calurosas del verano, volvían de recrearse del río en Toledo un anciano hidalgo con su mujer, un niño pequeño, una hija de edad de diez y seis años y una criada. La noche era clara; la hora, las once; el camino, solo, y el paso, tardo, por no pagar con cansancio la pensión que traen consigo las holguras que en el río o en la vega se toman en Toledo.

Con la seguridad que promete la mucha justicia y bien inclinada gente de aquella ciudad, venía el buen hidalgo con su honrada familia, lejos de pensar en desastre que sucederles pudiese. Pero, como las más de las desdichas que vienen no se piensan, contra todo su pensamiento, les sucedió una que les turbó la holgura y les dio que llorar muchos años.

Hasta veinte y dos tendría un caballero de aquella ciudad a quien la riqueza, la sangre ilustre, la inclinación torcida, la libertad demasiada y las compañías libres, le hacían hacer cosas y tener atrevimientos que desdecían de su calidad y le daban renombre de atrevido. Este caballero, pues (que por ahora, por buenos respectos, encubriendo su nombre, le llamaremos con el de Rodolfo), con otros cuatro amigos suyos, todos mozos, todos alegres y todos insolentes, bajaba por la misma cuesta que el hidalgo subía.

Encontráronse los dos escuadrones: el de las ovejas con el de los lobos; y, con deshonesta desenvoltura, Rodolfo y sus camaradas, cubiertos los rostros, miraron los de la madre, y de la hija y de la criada. Alborotóse el viejo y reprochóles y afeóles su atrevimiento. Ellos le respondieron con muecas y burla, y, sin desmandarse a más, pasaron adelante. Pero la mucha hermosura del rostro que había visto Rodolfo, que era el de Leocadia, que así quieren que se llamase la hija del hidalgo, comenzó de tal manera a imprimírsele en la memoria, que le llevó tras sí la voluntad y despertó en él un deseo de gozarla a pesar de todos los inconvenientes que sucederle pudiesen. Y en un instante comunicó su pensamiento con sus camaradas, y en otro instante se resolvieron de volver y robarla, por dar gusto a Rodolfo; que siempre los ricos que dan en liberales hallan quien canonice sus desafueros y califique por buenos sus malos gustos. Y así, el nacer el mal propósito, el comunicarle y el aprobarle y el determinarse de robar a Leocadia y el robarla, casi todo fue en un punto.

Pusiéronse los pañizuelos en los rostros, y, desenvainadas las espadas, volvieron, y a pocos pasos alcanzaron a los que no habían acabado de dar gracias a Dios, que de las manos de aquellos atrevidos les había librado.

Arremetió Rodolfo con Leocadia, y, cogiéndola en brazos, dio a huir con ella, la cual no tuvo fuerzas para defenderse, y el sobresalto le quitó la voz para quejarse, y aun la luz de los ojos, pues, desmayada y sin sentido, ni vio quién la llevaba, ni adónde la llevaban. Dio voces su padre, gritó su madre, lloró su hermanico, arañóse la criada; pero ni las voces fueron oídas, ni los gritos escuchados, ni movió a compasión el llanto, ni los araños fueron de provecho alguno, porque todo lo cubría la soledad del lugar y el callado silencio de la noche, y las crueles entrañas de los malhechores.

Finalmente, alegres se fueron los unos y tristes se quedaron los otros. Rodolfo llegó a su casa sin impedimento alguno, y los padres de Leocadia llegaron a la suya lastimados, afligidos y desesperados: ciegos, sin los ojos de su hija, que eran la lumbre de los suyos; solos, porque Leocadia era su dulce y agradable compañía; confusos, sin saber si sería bien dar noticia de su desgracia a la justicia, temerosos no fuesen ellos el principal instrumento de publicar su deshonra. Veíanse necesitados de favor, como hidalgos pobres. No sabían de quién quejarse, sino de su corta ventura. Rodolfo, en tanto, sagaz y astuto, tenía ya en su casa y en su aposento a Leocadia; a la cual, puesto que sintió que iba desmayada cuando la llevaba, la había cubierto los ojos con un pañuelo, porque no viese las calles por donde la llevaba, ni la casa ni el aposento donde estaba; en el cual, sin ser visto de nadie, a causa que él tenía un cuarto aparte en la casa de su padre, que aún vivía, y tenía de su estancia la llave y las de todo el cuarto (inadvertencia de padres que quieren tener sus hijos recogidos), antes que de su desmayo volviese Leocadia, había cumplido su deseo Rodolfo; que los ímpetus no castos de la mocedad pocas veces o ninguna reparan en comodidades y requisitos que más los inciten y levanten. Ciego de la luz del entendimiento, a escuras robó la mejor prenda de Leocadia; y, como los pecados de la sensualidad por la mayor parte no tiran más allá la barra del término del cumplimiento dellos, quisiera luego Rodolfo que de allí se desapareciera Leocadia, y le vino a la imaginación de ponella en la calle, así desmayada como estaba. Y, yéndolo a poner en obra, sintió que volvía en sí, diciendo:

-¿Adónde estoy, desdichada? ¿Qué escuridad es ésta, qué tinieblas me rodean? ¿Estoy en el limbo de mi inocencia o en el infierno de mis culpas? ¡Jesús!, ¿quién me toca? ¿Yo en cama, yo lastimada? ¿Escúchasme, madre y señora mía? ¿Óyesme, querido padre? ¡Ay sin ventura de mí!, que bien advierto que mis padres no me escuchan y que mis enemigos me tocan; venturosa sería yo si esta escuridad durase para siempre, sin que mis ojos volviesen a ver la luz del mundo, y que este lugar donde ahora estoy, cualquiera que él se fuese, sirviese de sepultura a mi honra, pues es mejor la deshonra que se ignora que la honra que está puesta en opinión de las gentes. Ya me acuerdo (¡que nunca yo me acordara!) que ha poco que venía en la compañía de mis padres; ya me acuerdo que me saltearon, ya me imagino y veo que no es bien que me vean las gentes. ¡Oh tú, cualquiera que seas, que aquí estás comigo (y en esto tenía asido de las manos a Rodolfo), si es que tu alma admite género de ruego alguno, te ruego que, ya que has triunfado de mi fama, triunfes también de mi vida! ¡Quítamela al momento, que no es bien que la tenga la que no tiene honra! ¡Mira que el rigor de la crueldad que has usado conmigo en ofenderme se templará con la piedad que usarás en matarme; y así, en un mismo punto, vendrás a ser cruel y piadoso!

Confuso dejaron las razones de Leocadia a Rodolfo; y, como mozo poco experimentado, ni sabía qué decir ni qué hacer, cuyo silencio admiraba más a Leocadia, la cual con las manos procuraba desengañarse si era fantasma o sombra la que con ella estaba. Pero, como tocaba cuerpo y se le acordaba de la fuerza que se le había hecho, viniendo con sus padres, caía en la verdad del cuento de su desgracia. Y con este pensamiento tornó a añudar las razones que los muchos sollozos y suspiros habían interrumpido, diciendo:

-Atrevido mancebo, que de poca edad hacen tus hechos que te juzgue, yo te perdono la ofensa que me has hecho con sólo que me prometas y jures que, como la has cubierto con esta escuridad, la cubrirás con perpetuo silencio sin decirla a nadie. Poca recompensa te pido de tan grande agravio, pero para mí será la mayor que yo sabré pedirte ni tú querrás darme. Advierte en que yo nunca he visto tu rostro, ni quiero vértele; porque, ya que se me acuerde de mi ofensa, no quiero acordarme de mi ofensor ni guardar en la memoria la imagen del autor de mi daño. Entre mí y el cielo pasarán mis quejas, sin querer que las oiga el mundo, el cual no juzga por los sucesos las cosas, sino conforme a él se le asienta en la estimación. No sé cómo te digo estas verdades, que se suelen fundar en la experiencia de muchos casos y en el discurso de muchos años, no llegando los míos a diez y siete; por do me doy a entender que el dolor de una misma manera ata y desata la lengua del afligido: unas veces exagerando su mal, para que se le crean, otras veces no diciéndole, porque no se le remedien. De cualquiera manera, que yo calle o hable, creo que he de moverte a que me creas o que me remedies, pues el no creerme será ignorancia, y el [no] remediarme, imposible de tener algún alivio. No quiero desesperarme, porque te costará poco el dármele; y es éste: mira, no aguardes ni confíes que el discurso del tiempo temple la justa saña que contra ti tengo, ni quieras amontonar los agravios: mientras menos me gozares, y habiéndome ya gozado, menos se encenderán tus malos deseos. Haz cuenta que me ofendiste por accidente, sin dar lugar a ningún buen discurso; yo la haré de que no nací en el mundo, o que si nací, fue para ser desdichada. Ponme luego en la calle, o a lo menos junto a la iglesia mayor, porque desde allí bien sabré volverme a mi casa; pero también has de jurar de no seguirme, ni saberla, ni preguntarme el nombre de mis padres, ni el mío, ni de mis parientes, que, a ser tan ricos como nobles, no fueran en mí tan desdichados. Respóndeme a esto; y si temes que te pueda conocer en la habla, hágote saber que, fuera de mi padre y de mi confesor, no he hablado con hombre alguno en mi vida, y a pocos he oído hablar con tanta comunicación que pueda distinguirles por el sonido de la habla.

La respuesta que dio Rodolfo a las discretas razones de la lastimada Leocadia no fue otra que abrazarla, dando muestras que quería volver a confirmar en él su gusto y en ella su deshonra. Lo cual visto por Leocadia, con más fuerzas de las que su tierna edad prometían, se defendió con los pies, con las manos, con los dientes y con la lengua, diciéndole:

-Haz cuenta, traidor y desalmado hombre, quienquiera que seas, que los despojos que de mí has llevado son los que podiste tomar de un tronco o de una coluna sin sentido, cuyo vencimiento y triunfo ha de redundar en tu infamia y menosprecio. Pero el que ahora pretendes no le has de alcanzar sino con mi muerte. Desmayada me pisaste y aniquilaste; mas, ahora que tengo bríos, antes podrás matarme que vencerme: que si ahora, despierta, sin resistencia concediese con tu abominable gusto, podrías imaginar que mi desmayo fue fingido cuando te atreviste a destruirme.

Finalmente, tan gallarda y porfiadamente se resistió Leocadia, que las fuerzas y los deseos de Rodolfo se enflaquecieron; y, como la insolencia que con Leocadia había usado no tuvo otro principio que de un ímpetu lascivo, del cual nunca nace el verdadero amor, que permanece, en lugar del ímpetu, que se pasa, queda, si no el arrepentimiento, a lo menos una tibia voluntad de segundalle. Frío, pues, y cansado Rodolfo, sin hablar palabra alguna, dejó a Leocadia en su cama y en su casa; y, cerrando el aposento, se fue a buscar a sus camaradas para aconsejarse con ellos de lo que hacer debía.

Sintió Leocadia que quedaba sola y encerrada; y, levantándose del lecho, anduvo todo el aposento, tentando las paredes con las manos, por ver si hallaba puerta por do irse o ventana por do arrojarse. Halló la puerta, pero bien cerrada, y topó una ventana que pudo abrir, por donde entró el resplandor de la luna, tan claro, que pudo distinguir Leocadia las colores de unos damascos que el aposento adornaban. Vio que era dorada la cama, y tan ricamente compuesta que más parecía lecho de príncipe que de algún particular caballero. Contó las sillas y los escritorios; notó la parte donde la puerta estaba, y, aunque vio pendientes de las paredes algunas tablas, no pudo alcanzar a ver las pinturas que contenían. La ventana era grande, guarnecida y guardada de una gruesa reja; la vista caía a un jardín que también se cerraba con paredes altas; dificultades que se opusieron a la intención que de arrojarse a la calle tenía. Todo lo que vio y notó de la capacidad y ricos adornos de aquella estancia le dio a entender que el dueño della debía de ser hombre principal y rico, y no comoquiera, sino aventajadamente. En un escritorio, que estaba junto a la ventana, vio un crucifijo pequeño, todo de plata, el cual tomó y se le puso en la manga de la ropa, no por devoción ni por hurto, sino llevada de un discreto designio suyo. Hecho esto, cerró la ventana como antes estaba y volvióse al lecho, esperando qué fin tendría el mal principio de su suceso.

No habría pasado, a su parecer, media hora, cuando sintió abrir la puerta del aposento y que a ella se llegó una persona; y, sin hablarle palabra, con un pañuelo le vendó los ojos, y tomándola del brazo la sacó fuera de la estancia, y sintió que volvía a cerrar la puerta. Esta persona era Rodolfo, el cual, aunque había ido a buscar a sus camaradas, no quiso hallarlas, pareciéndole que no le estaba bien hacer testigos de lo que con aquella doncella había pasado; antes, se resolvió en decirles que, arrepentido del mal hecho y movido de sus lágrimas, la había dejado en la mitad del camino. Con este acuerdo volvió tan presto a poner a Leocadia junto a la iglesia mayor, como ella se lo había pedido, antes que amaneciese y el día le estorbase de echalla, y le forzase a tenerla en su aposento hasta la noche venidera, en el cual espacio de tiempo ni él quería volver a usar de sus fuerzas ni dar ocasión a ser conocido. Llevóla, pues, hasta la plaza que llaman de Ayuntamiento; y allí, en voz trocada y en lengua medio portuguesa y castellana, le dijo que seguramente podía irse a su casa, porque de nadie sería seguida; y, antes que ella tuviese lugar de quitarse el pañuelo, ya él se había puesto en parte donde no pudiese ser visto.

Quedó sola Leocadia, quitóse la venda, reconoció el lugar donde la dejaron. Miró a todas partes, no vio a persona; pero, sospechosa que desde lejos la siguiesen, a cada paso se detenía, dándolos hacia su casa, que no muy lejos de allí estaba. Y, por desmentir las espías, si acaso la seguían, se entró en una casa que halló abierta, y de allí a poco se fue a la suya, donde halló a sus padres atónitos y sin desnudarse, y aun sin tener pensamiento de tomar descanso alguno.

Cuando la vieron, corrieron a ella con brazos abiertos, y con lágrimas en los ojos la recibieron. Leocadia, llena de sobresalto y alboroto, hizo a sus padres que se tirasen con ella aparte, como lo hicieron; y allí, en breves palabras, les dio cuenta de todo su desastrado suceso, con todas la circunstancias dél y de la ninguna noticia que traía del salteador y robador de su honra. Díjoles lo que había visto en el teatro donde se representó la tragedia de su desventura: la ventana, el jardín, la reja, los escritorios, la cama, los damascos; y a lo último les mostró el crucifijo que había traído, ante cuya imagen se renovaron las lágrimas, se hicieron deprecaciones, se pidieron venganzas y desearon milagrosos castigos. Dijo ansimismo que, aunque ella no deseaba venir en conocimiento de su ofensor, que si a sus padres les parecía ser bien conocelle, que por medio de aquella imagen podrían, haciendo que los sacristanes dijesen en los púlpitos de todas las parroquias de la ciudad, que el que hubiese perdido tal imagen la hallaría en poder del religioso que ellos señalasen; y que ansí, sabiendo el dueño de la imagen, se sabría la casa y aun la persona de su enemigo.

A esto replicó el padre:

-Bien habías dicho, hija, si la malicia ordinaria no se opusiera a tu discreto discurso, pues está claro que esta imagen hoy, en este día, se ha de echar menos en el aposento que dices, y el dueño della ha de tener por cierto que la persona que con él estuvo se la llevó; y, de llegar a su noticia que la tiene algún religioso, antes ha de servir de conocer quién se la dio al tal que la tiene, que no de declarar el dueño que la perdió, porque puede hacer que venga por ella otro a quien el dueño haya dado las señas. Y, siendo esto ansí, antes quedaremos confusos que informados; puesto que podamos usar del mismo artificio que sospechamos, dándola al religioso por tercera persona. Lo que has de hacer, hija, es guardarla y encomendarte a ella; que, pues ella fue testigo de tu desgracia, permitirá que haya juez que vuelva por tu justicia. Y advierte, hija, que más lastima una onza de deshonra pública que una arroba de infamia secreta. Y, pues puedes vivir honrada con Dios en público, no te pene de estar deshonrada contigo en secreto: la verdadera deshonra está en el pecado, y la verdadera honra en la virtud; con el dicho, con el deseo y con la obra se ofende a Dios; y, pues tú, ni en dicho, ni en pensamiento, ni en hecho le has ofendido, tente por honrada, que yo por tal te tendré, sin que jamás te mire sino como verdadero padre tuyo.

Con estas prudentes razones consoló su padre a Leocadia, y, abrazándola de nuevo su madre, procuró también consolarla. Ella gimió y lloró de nuevo, y se redujo a cubrir la cabeza, como dicen, y a vivir recogidamente debajo del amparo de sus padres, con vestido tan honesto como pobre.

Rodolfo, en tanto, vuelto a su casa, echando menos la imagen del crucifijo, imaginó quién podía haberla llevado; pero no se le dio nada, y, como rico, no hizo cuenta dello, ni sus padres se la pidieron cuando de allí a tres días, que él se partió a Italia, entregó por cuenta a una camarera de su madre todo lo que en el aposento dejaba.

Muchos días había que tenía Rodolfo determinado de pasar a Italia; y su padre, que había estado en ella, se lo persuadía, diciéndole que no eran caballeros los que solamente lo eran en su patria, que era menester serlo también en las ajenas. Por estas y otras razones, se dispuso la voluntad de Rodolfo de cumplir la de su padre, el cual le dio crédito de muchos dineros para Barcelona, Génova, Roma y Nápoles; y él, con dos de sus camaradas, se partió luego, goloso de lo que había oído decir a algunos soldados de la abundancia de las hosterías de Italia y Francia, [y] de la libertad que en los alojamientos tenían los españoles. Sonábale bien aquel Eco li buoni polastri, picioni, presuto e salcicie, con otros nombres deste jaez, de quien los soldados se acuerdan cuando de aquellas partes vienen a éstas y pasan por la estrecheza e incomodidades de las ventas y mesones de España. Finalmente, él se fue con tan poca memoria de lo que con Leocadia le había sucedido, como si nunca hubiera pasado.

Ella, en este entretanto, pasaba la vida en casa de sus padres con el recogimiento posible, sin dejar verse de persona alguna, temerosa que su desgracia se la habían de leer en la frente. Pero a pocos meses vio serle forzoso hacer por fuerza lo que hasta allí de grado hacía. Vio que le convenía vivir retirada y escondida, porque se sintió preñada: suceso por el cual las en algún tanto olvidadas lágrimas volvieron a sus ojos, y los suspiros y lamentos comenzaron de nuevo a herir los vientos, sin ser parte la discreción de su buena madre a consolalla. Voló el tiempo, y llegóse el punto del parto, y con tanto secreto, que aun no se osó fiar de la partera; usurpando este oficio la madre, dio a la luz del mundo un niño de los hermosos que pudieran imaginarse. Con el mismo recato y secreto que había nacido, le llevaron a una aldea, donde se crió cuatro años, al cabo de los cuales, con nombre de sobrino, le trujo su abuela a su casa, donde se criaba, si no muy rica, a lo menos muy virtuosamente.

Era el niño (a quien pusieron nombre Luis, por llamarse así su abuelo), de rostro hermoso, de condición mansa, de ingenio agudo, y, en todas las acciones que en aquella edad tierna podía hacer, daba señales de ser de algún noble padre engendrado; y de tal manera su gracia, belleza y discreción enamoraron a sus abuelos, que vinieron a tener por dicha la desdicha de su hija por haberles dado tal nieto. Cuando iba por la calle, llovían sobre él millares de bendiciones: unos bendecían su hermosura, otros la madre que lo había parido, éstos el padre que le engendró, aquéllos a quien tan bien criado le criaba. Con este aplauso de los que le conocían y no conocían, llegó el niño a la edad de siete años, en la cual ya sabía leer latín y romance y escribir formada y muy buena letra; porque la intención de sus abuelos era hacerle virtuoso y sabio, ya que no le podían hacer rico; como si la sabiduría y la virtud no fuesen las riquezas sobre quien no tienen jurisdición los ladrones, ni la que llaman Fortuna.

Sucedió, pues, que un día que el niño fue con un recaudo de su abuela a una parienta suya, acertó a pasar por una calle donde había carrera de caballeros. Púsose a mirar, y, por mejorarse de puesto, pasó de una parte a otra, a tiempo que no pudo huir de ser atropellado de un caballo, a cuyo dueño no fue posible detenerle en la furia de su carrera. Pasó por encima dél, y dejóle como muerto, tendido en el suelo, derramando mucha sangre de la cabeza. Apenas esto hubo sucedido, cuando un caballero anciano que estaba mirando la carrera, con no vista ligereza se arrojó de su caballo y fue donde estaba el niño; y, quitándole de los brazos de uno que ya le tenía, le puso en los suyos, y, sin tener cuenta con sus canas ni con su autoridad, que era mucha, a paso largo se fue a su casa, ordenando a sus criados que le dejasen y fuesen a buscar un cirujano que al niño curase. Muchos caballeros le siguieron, lastimados de la desgracia de tan hermoso niño, porque luego salió la voz que el atropellado era Luisico, el sobrino del tal caballero, nombrando a su abuelo. Esta voz corrió de boca en boca hasta que llegó a los oídos de sus abuelos y de su encubierta madre; los cuales, certificados bien del caso, como desatinados y locos, salieron a buscar a su querido; y por ser tan conocido y tan principal el caballero que le había llevado, muchos de los que encontraron les dijeron su casa, a la cual llegaron a tiempo que ya estaba el niño en poder del cirujano.

El caballero y su mujer, dueños de la casa, pidieron a los que pensaron ser sus padres que no llorasen ni alzasen la voz a quejarse, porque no le sería al niño de ningún provecho. El cirujano, que era famoso, habiéndole curado con grandísimo tiento y maestría, dijo que no era tan mortal la herida como él al principio había temido. En la mitad de la cura volvió Luis a su acuerdo, que hasta allí había estado sin él, y alegróse en ver a sus tíos, los cuales le preguntaron llorando que cómo se sentía. Respondió que bueno, sino que le dolía mucho el cuerpo y la cabeza. Mandó el médico que no hablasen con él, sino que le dejasen reposar. Hízose ansí, y su abuelo comenzó a agradecer al señor de la casa la gran caridad que con su sobrino había usado. A lo cual respondió el caballero que no tenía qué agradecelle, porque le hacía saber que, cuando vio al niño caído y atropellado, le pareció que había visto el rostro de un hijo suyo, a quien él quería tiernamente, y que esto le movió a tomarle en sus brazos y traerle a su casa, donde estaría todo el tiempo que la cura durase, con el regalo que fuese posible y necesario. Su mujer, que era una noble señora, dijo lo mismo y hizo aun más encarecidas promesas.

Admirados quedaron de tanta cristiandad los abuelos, pero la madre quedó más admirada; porque, habiendo con las nuevas del cirujano sosegádose algún tanto su alborotado espíritu, miró atentamente el aposento donde su hijo estaba, y claramente, por muchas señales, conoció que aquella era la estancia donde se había dado fin a su honra y principio a su desventura; y, aunque no estaba adornada de los damascos que entonces tenía, conoció la disposición della, vio la ventana de la reja que caía al jardín; y, por estar cerrada a causa del herido, preguntó si aquella ventana respondía a algún jardín, y fuele respondido que sí; pero lo que más conoció fue que aquélla era la misma cama que tenía por tumba de su sepultura; y más, que el propio escritorio, sobre el cual estaba la imagen que había traído, se estaba en el mismo lugar.

Finalmente, sacaron a luz la verdad de todas sus sospechas los escalones, que ella había contado cuando la sacaron del aposento tapados los ojos (digo los escalones que había desde allí a la calle, que con advertencia discreta contó). Y, cuando volvió a su casa, dejando a su hijo, los volvió a contar y halló cabal el número. Y, confiriendo unas señales con otras, de todo punto certificó por verdadera su imaginación, de la cual dio por estenso cuenta a su madre, que, como discreta, se informó si el caballero donde su nieto estaba había tenido o tenía algún hijo. Y halló que el que llamamos Rodolfo lo era, y que estaba en Italia; y, tanteando el tiempo que le dijeron que había faltado de España, vio que eran los mismos siete años que el nieto tenía.

Dio aviso de todo esto a su marido, y entre los dos y su hija acordaron de esperar lo que Dios hacía del herido, el cual dentro de quince días estuvo fuera de peligro y a los treinta se levantó; en todo el cual tiempo fue visitado de la madre y de la abuela, y regalado de los dueños de la casa como si fuera su mismo hijo. Y algunas veces, hablando con Leocadia doña Estefanía, que así se llamaba la mujer del caballero, le decía que aquel niño parecía tanto a un hijo suyo que estaba en Italia, que ninguna vez le miraba que no le pareciese ver a su hijo delante. Destas razones tomó ocasión de decirle una vez, que se halló sola con ella, las que con acuerdo de sus padres había determinado de decille, que fueron éstas o otras semejantes:

-El día, señora, que mis padres oyeron decir que su sobrino estaba tan malparado, creyeron y pensaron que se les había cerrado el cielo y caído todo el mundo a cuestas. Imaginaron que ya les faltaba la lumbre de sus ojos y el báculo de su vejez, faltándoles este sobrino, a quien ellos quieren con amor de tal manera, que con muchas ventajas excede al que suelen tener otros padres a sus hijos. Mas, como decirse suele, que cuando Dios da la llaga da la medicina, la halló el niño en esta casa, y yo en ella el acuerdo de unas memorias que no las podré olvidar mientras la vida me durare. Yo, señora, soy noble porque mis padres lo son y lo han sido todos mis antepasados, que, con una medianía de los bienes de fortuna, han sustentado su honra felizmente dondequiera que han vivido.

Admirada y suspensa estaba doña Estefanía, escuchando las razones de Leocadia, y no podía creer, aunque lo veía, que tanta discreción pudiese encerrarse en tan pocos años, puesto que, a su parecer, la juzgaba por de veinte, poco más a menos. Y, sin decirle ni replicarle palabra, esperó todas las que quiso decirle, que fueron aquellas que bastaron para contarle la travesura de su hijo, la deshonra suya, el robo, el cubrirle los ojos, el traerla a aquel aposento, las señales en que había conocido ser aquel mismo que sospechaba. Para cuya confirmación sacó del pecho la imagen del crucifijo que había llevado, a quien dijo:

-Tú, Señor, que fuiste testigo de la fuerza que se me hizo, sé juez de la enmienda que se me debe hacer. De encima de aquel escritorio te llevé con propósito de acordarte siempre mi agravio, no para pedirte venganza dél, que no la pretendo, sino para rogarte me dieses algún consuelo con que llevar en paciencia mi desgracia.

»Este niño, señora, con quien habéis mostrado el estremo de vuestra caridad, es vuestro verdadero nieto. Permisión fue del cielo el haberle atropellado, para que, trayéndole a vuestra casa, hallase yo en ella, como espero que he de hallar, si no el remedio que mejor convenga, y cuando no con mi desventura, a lo menos el medio con que pueda sobrellevalla.

Diciendo esto, abrazada con el crucifijo, cayó desmayada en los brazos de Estefanía, la cual, en fin, como mujer y noble, en quien la compasión y misericordia suele ser tan natural como la crueldad en el hombre, apenas vio el desmayo de Leocadia, cuando juntó su rostro con el suyo, derramando sobre él tantas lágrimas que no fue menester esparcirle otra agua encima para que Leocadia en sí volviese.

Estando las dos desta manera, acertó a entrar el caballero marido de Estefanía, que traía a Luisico de la mano; y, viendo el llanto de Estefanía y el desmayo de Leocadia, preguntó a gran priesa le dijesen la causa de do procedía. El niño abrazaba a su madre por su prima y a su abuela por su bienhechora, y asimismo preguntaba por qué lloraban.

-Grandes cosas, señor, hay que deciros -respondió Estefanía a su marido-, cuyo remate se acabará con deciros que hagáis cuenta que esta desmayada es hija vuestra y este niño vuestro nieto. Esta verdad que os digo me ha dicho esta niña, y la ha confirmado y confirma el rostro deste niño, en el cual entrambos habemos visto el de nuestro hijo.

-Si más no os declaráis, señora, yo no os entiendo -replicó el caballero.

En esto volvió en sí Leocadia, y, abrazada del crucifijo, parecía estar convertida en un mar de llanto. Todo lo cual tenía puesto en gran confusión al caballero, de la cual salió contándole su mujer todo aquello que Leocadia le había contado; y él lo creyó, por divina permisión del cielo, como si con muchos y verdaderos testigos se lo hubieran probado. Consoló y abrazó a Leocadia, besó a su nieto, y aquel mismo día despacharon un correo a Nápoles, avisando a su hijo se viniese luego, porque le tenían concertado casamiento con una mujer hermosa sobremanera y tal cual para él convenía. No consintieron que Leocadia ni su hijo volviesen más a la casa de sus padres, los cuales, contentísimos del buen suceso de su hija, daban sin cesar infinitas gracias a Dios por ello.

Llegó el correo a Nápoles, y Rodolfo, con la golosina de gozar tan hermosa mujer como su padre le significaba, de allí a dos días que recibió la carta, ofreciéndosele ocasión de cuatro galeras que estaban a punto de venir a España, se embarcó en ellas con sus dos camaradas, que aún no le habían dejado, y con próspero suceso en doce días llegó a Barcelona, y de allí, por la posta, en otros siete se puso en Toledo y entró en casa de su padre, tan galán y tan bizarro, que los estremos de la gala y de la bizarría estaban en él todos juntos.

Alegráronse sus padres con la salud y bienvenida de su hijo. Suspendióse Leocadia, que de parte escondida le miraba, por no salir de la traza y orden que doña Estefanía le había dado. Las camaradas de Rodolfo quisieran irse a sus casas luego, pero no lo consintió Estefanía por haberlos menester para su designio. Estaba cerca la noche cuando Rodolfo llegó, y, en tanto que se aderezaba la cena, Estefanía llamó aparte las camaradas de su hijo, creyendo, sin duda alguna, que ellos debían de ser los dos de los tres que Leocadia había dicho que iban con Rodolfo la noche que la robaron, y con grandes ruegos les pidió le dijesen si se acordaban que su hijo había robado a una mujer tal noche, tanto años había; porque el saber la verdad desto importaba la honra y el sosiego de todos sus parientes. Y con tales y tantos encarecimientos se lo supo rogar, y de tal manera les asegurar que de descubrir este robo no les podía suceder daño alguno, que ellos tuvieron por bien de confesar ser verdad que una noche de verano, yendo ellos dos y otro amigo con Rodolfo, robaron en la misma que ella señalaba a una muchacha, y que Rodolfo se había venido con ella, mientras ellos detenían a la gente de su familia, que con voces la querían defender, y que otro día les había dicho Rodolfo que la había llevado a su casa; y sólo esto era lo que podían responder a lo que les preguntaban.

La confesión destos dos fue echar la llave a todas las dudas que en tal caso le podían ofrecer; y así, determinó de llevar al cabo su buen pensamiento, que fue éste: poco antes que se sentasen a cenar, se entró en un aposento a solas su madre con Rodolfo, y, poniéndole un retrato en las manos, le dijo:

-Yo quiero, Rodolfo hijo, darte una gustosa cena con mostrarte a tu esposa: éste es su verdadero retrato, pero quiérote advertir que lo que le falta de belleza le sobra de virtud; es noble y discreta y medianamente rica, y, pues tu padre y yo te la hemos escogido, asegúrate que es la que te conviene.

Atentamente miró Rodolfo el retrato, y dijo:

-Si los pintores, que ordinariamente suelen ser pródigos de la hermosura con los rostros que retratan, lo han sido también con éste, sin duda creo que el original debe de ser la misma fealdad. A la fe, señora y madre mía, justo es y bueno que los hijos obedezcan a sus padres en cuanto les mandaren; pero también es conveniente, y mejor, que los padres den a sus hijos el estado de que más gustaren. Y, pues el del matrimonio es nudo que no le desata sino la muerte, bien será que sus lazos sean iguales y de unos mismos hilos fabricados. La virtud, la nobleza, la discreción y los bienes de la fortuna bien pueden alegrar el entendimiento de aquel a quien le cupieron en suerte con su esposa; pero que la fealdad della alegre los ojos del esposo, paréceme imposible. Mozo soy, pero bien se me entiende que se compadece con el sacramento del matrimonio el justo y debido deleite que los casados gozan, y que si él falta, cojea el matrimonio y desdice de su segunda intención. Pues pensar que un rostro feo, que se ha de tener a todas horas delante de los ojos, en la sala, en la mesa y en la cama, pueda deleitar, otra vez digo que lo tengo por casi imposible. Por vida de vuesa merced, madre mía, que me dé compañera que me entretenga y no enfade; porque, sin torcer a una o a otra parte, igualmente y por camino derecho llevemos ambos a dos el yugo donde el cielo nos pusiere. Si esta señora es noble, discreta y rica, como vuesa merced dice, no le faltará esposo que sea de diferente humor que el mío: unos hay que buscan nobleza, otros discreción, otros dineros y otros hermosura; y yo soy destos últimos. Porque la nobleza, gracias al cielo y a mis pasados y a mis padres, que me la dejaron por herencia; discreción, como una mujer no sea necia, tonta o boba, bástale que ni por aguda despunte ni por boba no aproveche; de las riquezas, también las de mis padres me hacen no estar temeroso de venir a ser pobre. La hermosura busco, la belleza quiero, no con otra dote que con la de la honestidad y buenas costumbres; que si esto trae mi esposa, yo serviré a Dios con gusto y daré buena vejez a mis padres.

Contentísima quedó su madre de las razones de Rodolfo, por haber conocido por ellas que iba saliendo bien con su designio. Respondióle que ella procuraría casarle conforme su deseo, que no tuviese pena alguna, que era fácil deshacerse los conciertos que de casarle con aquella señora estaban hechos. Agradecióselo Rodolfo, y, por ser llegada la hora de cenar, se fueron a la mesa. Y, habiéndose ya sentado a ella el padre y la madre, Rodolfo y sus dos camaradas, dijo doña Estefanía al descuido:

-¡Pecadora de mí, y qué bien que trato a mi huéspeda! Andad vos -dijo a un criado-, decid a la señora doña Leocadia que, sin entrar en cuentas con su mucha honestidad, nos venga a honrar esta mesa, que los que a ella están todos son mis hijos y sus servidores.

Todo esto era traza suya, y de todo lo que había de hacer estaba avisada y advertida Leocadia. Poco tardó en salir Leocadia y dar de sí la improvisa y más hermosa muestra que pudo dar jamás compuesta y natural hermosura.

Venía vestida, por ser invierno, de una saya entera de terciopelo negro, llovida de botones de oro y perlas, cintura y collar de diamantes. Sus mismos cabellos, que eran luengos y no demasiadamente rubios, le servían de adorno y tocas, cuya invención de lazos y rizos y vislumbres de diamantes que con ellas se entretejían, turbaban la luz de los ojos que los miraban. Era Leocadia de gentil disposición y brío; traía de la mano a su hijo, y delante della venían dos doncellas, alumbrándola con dos velas de cera en dos candeleros de plata.

Levantáronse todos a hacerla reverencia, como si fuera a alguna cosa del cielo que allí milagrosamente se había aparecido. Ninguno de los que allí estaban embebecidos mirándola parece que, de atónitos, no acertaron a decirle palabra. Leocadia, con airosa gracia y discreta crianza, se humilló a todos; y, tomándola de la mano Estefanía la sentó junto a sí, frontero de Rodolfo. Al niño sentaron junto a su abuelo.

Rodolfo, que desde más cerca miraba la incomparable belleza de Leocadia, decía entre sí: ”Si la mitad desta hermosura tuviera la que mi madre me tiene escogida por esposa, tuviérame yo por el más dichoso hombre del mundo. ¡Válame Dios! ¿Qué es esto que veo? ¿Es por ventura algún ángel humano el que estoy mirando?” Y en esto, se le iba entrando por los ojos a tomar posesión de su alma la hermosa imagen de Leocadia, la cual, en tanto que la cena venía, viendo también tan cerca de sí al que ya quería más que a la luz de los ojos, con que alguna vez a hurto le miraba, comenzó a revolver en su imaginación lo que con Rodolfo había pasado. Comenzaron a enflaquecerse en su alma las esperanzas que de ser su esposo su madre le había dado, temiendo que a la cortedad de su ventura habían de corresponder las promesas de su madre. Consideraba cuán cerca estaba de ser dichosa o sin dicha para siempre. Y fue la consideración tan intensa y los pensamientos tan revueltos, que le apretaron el corazón de manera que comenzó a sudar y a perderse de color en un punto, sobreviniéndole un desmayo que le forzó a reclinar la cabeza en los brazos de doña Estefanía, que, como ansí la vio, con turbación la recibió en ellos.

Sobresaltáronse todos, y, dejando la mesa, acudieron a remediarla. Pero el que dio más muestras de sentirlo fue Rodolfo, pues por llegar presto a ella tropezó y cayó dos veces. Ni por desabrocharla ni echarla agua en el rostro volvía en sí; antes, el levantado pecho y el pulso, que no se le hallaban, iban dando precisas señales de su muerte; y las criadas y criados de casa, como menos considerados, dieron voces y la publicaron por muerta. Estas amargas nuevas llegaron a los oídos de los padres de Leocadia, que para más gustosa ocasión los tenía doña Estefanía escondidos. Los cuales, con el cura de la parroquia, que ansimismo con ellos estaba, rompiendo el orden de Estefanía, salieron a la sala.

Llegó el cura presto, por ver si por algunas señales daba indicios de arrepentirse de sus pecados, para absolverla dellos; y donde pensó hallar un desmayado halló dos, porque ya estaba Rodolfo, puesto el rostro sobre el pecho de Leocadia. Diole su madre lugar que a ella llegase, como a cosa que había de ser suya; pero, cuando vio que también estaba sin sentido, estuvo a pique de perder el suyo, y le perdiera si no viera que Rodolfo tornaba en sí, como volvió, corrido de que le hubiesen visto hacer tan estremados estremos.

Pero su madre, casi como adivina de lo que su hijo sentía, le dijo:

-No te corras, hijo, de los estremos que has hecho, sino córrete de los que no hicieres cuando sepas lo que no quiero tenerte más encubierto, puesto que pensaba dejarlo hasta más alegre coyuntura. Has de saber, hijo de mi alma, que esta desmayada que en los brazos tengo es tu verdadera esposa: llamo verdadera porque yo y tu padre te la teníamos escogida, que la del retrato es falsa.

Cuando esto oyó Rodolfo, llevado de su amoroso y encendido deseo, y quitándole el nombre de esposo todos los estorbos que la honestidad y decencia del lugar le podían poner, se abalanzó al rostro de Leocadia, y, juntando su boca con la della, estaba como esperando que se le saliese el alma para darle acogida en la suya. Pero, cuando más las lágrimas de todos por lástima crecían, y por dolor las voces se aumentaban, y los cabellos y barbas de la madre y padre de Leocadia arrancados venían a menos, y los gritos de su hijo penetraban los cielos, volvió en sí Leocadia, y con su vuelta volvió la alegría y el contento que de los pechos de los circunstantes se había ausentado.

Hallóse Leocadia entre los brazos de Rodolfo, y quisiera con honesta fuerza desasirse dellos; pero él le dijo:

-No, señora, no ha de ser ansí. No es bien que punéis por apartaros de los brazos de aquel que os tiene en el alma.

A esta razón acabó de todo en todo de cobrar Leocadia sus sentidos, y acabó doña Estefanía de no llevar más adelante su determinación primera, diciendo al cura que luego luego desposase a su hijo con Leocadia. Él lo hizo ansí, que por haber sucedido este caso en tiempo cuando con sola la voluntad de los contrayentes, sin las diligencias y prevenciones justas y santas que ahora se usan, quedaba hecho el matrimonio, no hubo dificultad que impidiese el desposorio. El cual hecho, déjese a otra pluma y a otro ingenio más delicado que el mío el contar la alegría universal de todos los que en él se hallaron: los abrazos que los padres de Leocadia dieron a Rodolfo, las gracias que dieron al cielo y a sus padres, los ofrecimientos de las partes, la admiración de las camaradas de Rodolfo, que tan impensadamente vieron la misma noche de su llegada tan hermoso desposorio, y más cuando supieron, por contarlo delante de todos doña Estefanía, que Leocadia era la doncella que en su compañía su hijo había robado, de que no menos suspenso quedó Rodolfo. Y, por certificarse más de aquella verdad, preguntó a Leocadia le dijese alguna señal por donde viniese en conocimiento entero de lo que no dudaba, por parecerles que sus padres lo tendrían bien averiguado. Ella respondió:

-Cuando yo recordé y volví en mí de otro desmayo, me hallé, señor, en vuestros brazos sin honra; pero yo lo doy por bien empleado, pues, al volver del que ahora he tenido, ansimismo me hallé en los brazos de entonces, pero honrada. Y si esta señal no basta, baste la de una imagen de un crucifijo que nadie os la pudo hurtar sino yo, si es que por la mañana le echastes menos y si es el mismo que tiene mi señora.

-Vos lo sois de mi alma, y lo seréis los años que Dios ordenare, bien mío.

Y, abrazándola de nuevo, de nuevo volvieron las bendiciones y parabienes que les dieron.

Vino la cena, y vinieron músicos que para esto estaban prevenidos. Viose Rodolfo a sí mismo en el espejo del rostro de su hijo; lloraron sus cuatro abuelos de gusto; no quedó rincón en toda la casa que no fuese visitado del júbilo, del contento y de la alegría. Y, aunque la noche volaba con sus ligeras y negras alas, le parecía a Rodolfo que iba y caminaba no con alas, sino con muletas: tan grande era el deseo de verse a solas con su querida esposa.

Llegóse, en fin, la hora deseada, porque no hay fin que no le tenga. Fuéronse a acostar todos, quedó toda la casa sepultada en silencio, en el cual no quedará la verdad deste cuento, pues no lo consentirán los muchos hijos y la ilustre descendencia que en Toledo dejaron, y agora viven, estos dos venturosos desposados, que muchos y felices años gozaron de sí mismos, de sus hijos y de sus nietos, permitido todo por el cielo y por la fuerza de la sangre, que vio derramada en el suelo el valeroso, ilustre y cristiano abuelo de Luisico.

FIN


Novelas ejemplares, 1613


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