La gallina
[Cuento - Texto completo.]
Saki—Dora Bittholz viene el jueves —dijo la señora Sangrail.
—¿Este jueves? —preguntó Clovis.
Su madre asintió.
—Menuda papeleta, ¿eh? —dijo riendo entre dientes—. Jane Mardet sólo lleva aquí cinco días, y no se queda nunca menos de quince aunque haya dicho claramente que viene por una semana. Nunca conseguirás sacarla de la casa para el jueves.
—¿Y por qué iba a hacerlo? —preguntó la señora Sangrail—. Dora y ella son buenas amigas, ¿no es así? O solían serlo, por lo que recuerdo.
—Solían serlo; por eso ahora están más resentidas. Cada una de ellas siente que ha alimentado una víbora en su pecho. Nada estimula más la llama del resentimiento humano como el descubrimiento de que el propio pecho ha sido utilizado como un criadero de serpientes.
—¿Pero qué ha sucedido? ¿Alguna de ellas ha hecho algo mal?
—No exactamente —contestó Clovis—. Una gallina se interpuso entre ellas.
—¿Una gallina? ¿Qué gallina?
—Fue una Leghorn oscura, o una de esas de raza exótica, que Dora le vendió a Jane a un precio también bastante exótico. Como ya sabes, ambas tienen afición por las aves de precio, y Jane pensó que recuperaría su dinero teniendo una gran familia de gallinas de pedigrí. Pero resultó que ese ave se abstenía de la costumbre de poner huevos, y me han contado que las cartas que se cruzaron fueron una revelación en cuanto a las invectivas que es posible poner sobre una hoja de papel.
—¡Qué ridículo! —exclamó la señora Sangrail—. ¿Y ninguno de sus amigos pudo zanjar la disputa?
—Hubo quien lo intentó —contestó Clovis—, pero debía ser algo bastante parecido a componer la música tormentosa de «El Holandés Errante». Jane estaba dispuesta a retirar algunas de sus observaciones más difamatorias a condición de que Dora volviera a quedarse con la gallina, pero ésta dijo que eso sería confesar su equivocación, y ya sabes que antes confesaría ser la dueña de los tugurios de Whitechapel.
—Es una situación de lo más difícil —comentó la señora Sangrail—. ¿Supones que no se hablarán la una a la otra?
—Por el contrario, la dificultad será conseguir que dejen de hacerlo. Sus comentarios acerca del carácter y la conducta de la otra han estado limitados hasta el momento por el hecho de que sólo cuatro onzas de expresión verbal pueden enviarse por correo por un penique.
—No puedo impedir que venga Dora —afirmó la señora Sangrail—. Ya pospuse su visita en una ocasión y nada que no sea un milagro haría que Jane se fuera antes de la quincena que se asigna a sí misma.
—Los milagros son mi especialidad —replicó Clovis—. En este caso no pretendo tener demasiadas esperanzas, pero haré todo lo posible.
—Con tal de que no me arrastres a mí… —puso su madre como condición.
—Los criados son una molestia —murmuró Clovis cuando estaba sentado en la sala de fumadores después del almuerzo, hablando a rachas con Jane Mardet en los intervalos que le dejaba libre la ocupación de combinar los materiales de un coctel que había bautizado irreverentemente con el nombre de Ella Wheeler Wilcox. Estaba hecho con brandy añejo y curaçao; había otros ingredientes, pero nunca los revelaba indiscriminadamente.
—¡Que si son una molestia! —exclamó Jane lanzándose al tema con el impulso exuberante de un caballo de caza cuando deja el camino principal y siente la hierba bajo sus cascos—. ¡Vaya si lo son! Los problemas que he tenido este año para conseguir los que me convienen son difíciles de creer. Pero no veo de qué tienes que quejarte… tu madre tiene una suerte tan maravillosa con sus criados. Por ejemplo Sturridge: lleva con vosotros desde hace años, y estoy convencida de que es un dechado de mayordomo.
—Ahí está precisamente el problema —replicó Clovis—. Cuando los criados llevan contigo varios años es cuando se convierten en una molestia realmente grave. Los del tipo de «hoy llegan y mañana se van» no importan: lo único que tienes que hacer es sustituirlos; la preocupación auténtica son los permanentes y los dechados.
—Pero si te satisfacen…
—Ello no impide que te den problemas. Ahora que has mencionado a Sturridge… sobre todo estaba pensando en él cuando comenté que los criados son una molestia.
—¡El excelente Sturridge una molestia! No puedo creerlo.
—Sé que es excelente, y que no podríamos pasar sin él; es el único elemento de confianza en esta casa tan a la buena de Dios. Pero esa misma disciplina le ha afectado. ¿Has pensado alguna vez lo que debe ser realizar incesantemente lo correcto de la manera correcta en el mismo lugar durante la mayor parte de tu vida? Conocer, ordenar y vigilar exactamente qué plata, qué cristalería y qué mantel se utilizarán y se descartarán en cada ocasión, tener la bodega, la despensa y el armario de la plata bajo una administración minuciosamente elaborada y rígida, no hacer ruido, ser impalpable, omnipresente, y por lo que concierne a tus asuntos, omnisciente.
—Me volvería loca —contestó Jane con convicción.
—Exacto —reafirmó Clovis seriamente, tomándose de un solo trago su Ella Wheeler Wilcox.
—Pero Sturridge no se ha vuelto loco —añadió Jane con un aleteo inquisitivo en su voz.
—En casi todos los temas, está totalmente cuerdo y es digno de confianza —dijo Clovis—. Pero a veces se ve sometido a los engaños más obstinados, y en esas ocasiones se convierte no en una simple molestia, sino en una auténtica turbación.
—¿Qué tipo de engaños?
—Desgraciadamente suelen centrarse en uno de los invitados de la casa, y ahí radica la molestia. Por ejemplo, se le metió en la cabeza que Matilda Sheringham era el profeta Elías, y como lo único que recordaba de la historia de Elías era el episodio de los cuervos en el desierto, se negaba absolutamente a interferir en lo que él pensaba eran las disposiciones para el abastecimiento privado de Matilda, no permitía que le llevaran té por la mañana y si servía la mesa la dejaba fuera de la ronda al poner los platos.
—Qué desagradable. ¿Y qué hicisteis al respecto?
—Bueno, Matilda fue alimentada, en cierta manera, pero se consideró que lo mejor para ella sería que redujera la duración de su visita. En realidad era lo único que cabía hacer —contestó Clovis con cierto énfasis.
—Yo no lo habría hecho —replicó Jane—. Le habría seguido la broma de alguna manera, pero por supuesto que no me habría ido.
Clovis frunció el ceño.
—No siempre es prudente seguir la corriente a la gente cuando se les meten ideas como ésa en la cabeza. No se sabe hasta qué punto pueden llegar si se les estimula.
—No estarás diciendo que podría ser peligroso, ¿verdad? —preguntó Jane algo ansiosa.
—Nunca se puede estar seguro —contestó Clovis—. De vez en cuando se le mete una idea sobre un invitado que podría tomar un rumbo desafortunado. Eso es precisamente lo que me preocupa en estos momentos.
—¿Cómo, tiene alguna fantasía sobre alguno de los que estamos aquí ahora? —preguntó Jane con excitación—. ¡Qué emocionante! Dime de quién se trata.
—De ti —contestó escuetamente Clovis.
—¿De mí?
Clovis asintió.
—¿Y quién diablos se cree que soy?
—La reina Ana —respondió inesperadamente.
—¡La reina Ana! Vaya idea. Pero de todas maneras no hay nada peligroso en ella; fue una personalidad tan falta de colorido.
—¿Qué es lo que dice principalmente la posteridad acerca de la reina Ana? —preguntó Clovis poniéndose bastante serio.
—Lo único que puedo recordar de ella es la frase «la reina Ana ha muerto» —contestó Jane.
—Exactamente —añadió Clovis mirando la copa que contenía el Ella Wheeler Wilcox—. Muerta.
—¿Quieres decir que me toma por el fantasma de la reina Ana? —preguntó Jane.
—¿El fantasma? Querida mía, no. Nadie oyó hablar nunca de un fantasma que bajara a desayunar y comiera riñones y tostadas con miel con un apetito saludable. No, lo que le molesta y le llena de perplejidad es el hecho de que estés tan viva y floreciente. Toda su vida se había acostumbrado a considerar a la reina Ana como la personificación de todo lo que está muerto y acabado, ya sabes el refrán, «tan muerto como la reina Ana»; y ahora tiene que llenarte la copa en el almuerzo y en la cena, y escuchar tu relato de lo bien que te lo pasaste en la exhibición de caballos de Dublín, por lo que naturalmente piensa que hay algo que no funciona en ti.
—Pero no se volverá totalmente hostil hacia mí por ese motivo, ¿verdad? —preguntó Jane con ansiedad.
—En realidad no me alarmé hasta hoy durante el almuerzo —contestó Clovis—. Le sorprendí observándote con una mirada muy siniestra mientras murmuraba: «Debería estar muerta hace tiempo, debería estarlo, y alguien tendría que preocuparse de eso». Ése es el motivo de que te mencionara el asunto.
—Eso es terrible —dijo Jane—. Hay que hablarle de ello a tu madre enseguida.
—Mi madre no debe oír ni una palabra; la inquietaría terriblemente. Confía en Sturridge para todo.
—Pero podría matarme en cualquier momento —protestó Jane.
—En cualquier momento no; pasará toda la tarde ocupado con la plata.
—Tendrás que vigilarle atentamente todo el tiempo, y estar en guardia para frustrar cualquier ataque asesino —dijo Jane antes de añadir en un tono que transmitía una ligera obstinación—: es terrible estar en una situación así, con un mayordomo loco pendiendo sobre ti como la espada de Damocles, pero de lo que estoy segura es de que no voy a abreviar mi visita.
Por lo bajo, Clovis blasfemó terriblemente; el milagro había sido un fracaso estrepitoso.
En el vestíbulo, a la mañana siguiente, tras un desayuno tardío, Clovis tuvo su inspiración final mientras se esforzaba en quitar con mucho cuidado las manchas de óxido de un viejo palo de golf.
—¿Dónde está la señorita Martlet? —preguntó al mayordomo, que cruzaba el salón en ese momento.
—Escribiendo cartas en el salón matinal, señor —respondió Sturridge, con lo que anunciaba un hecho que ya sabía el que se lo había preguntado.
—Quiere copiar la inscripción de ese antiguo sable con empuñadura de cestería —le dijo Clovis señalando un arma venerable que colgaba de la pared—. Me gustaría que se la llevaras, pues tengo las manos llenas de aceite. Llévaselo sin la vaina, pues así será más sencillo.
El mayordomo sacó la hoja, todavía afilada y brillante en su vejez bien cuidada, y fue con ella al salón matinal. Junto al escritorio había una puerta que daba a una escalera posterior; Jane desapareció por ella con una rapidez tan vertiginosa que el mayordomo dudó de que le hubiera visto entrar. Media hora más tarde, Clovis la llevaba, con su equipaje hecho apresuradamente, a la estación.
—Mi madre se sentirá muy contrariada cuando regrese del paseo y se entere de que te has ido —comentó a la invitada al despedirla—, pero me inventaré alguna historia sobre un telegrama urgente que te exigía marcharte. No quiero alarmarla innecesariamente con respecto a Sturridge.
A Jane le pareció despreciable la idea que tenía Clovis de lo que era una alarma innecesaria y casi llegó a ser grosera con el joven que se acercó para preguntar por la cesta del almuerzo.
El milagro perdió parte de su utilidad por el hecho de que Dora escribió aquel mismo día posponiendo la fecha de su visita, aunque en todo caso Clovis mantiene el récord de haber sido el único ser humano que ha hecho abandonar precipitadamente a Jane Martlet su programa migratorio.
*FIN*