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La generación o sea

[Ensayo - Texto completo.]

Luis Rafael Sánchez

Recientemente —y el adverbio flexibiliza la distancia tempo­ral— un estudiante contestaba a mi pregunta sobre la mala novela de un buen poeta de la manera siguiente:

“O sea que el personaje se suicida a sí mismo, o sea con una dosis grande de supositorios”.

La referencia al personaje que, en el colmo de las osadías, se suicida a sí mismo, no es la noticia más relevante de la respuesta citada. Tampoco lo es el testimonio curioso de la ingestión masiva de supositorios aunque una cantidad generosa de los mismos sinte­tice la capacidad letal del exceso soporífero: cada quien se suicida por la vía de su apetito o preferencia. De las formas que ha de tomar el suicidio no hay legislación vigente: lo que revela, además, la necesidad urgente de publicar un breviario sobre el particular en la hipotética serie coleccionable Hágalo personalmente. Tal publicación evitaría o fomentaría no solo suicidarse en prima­vera sino que también los suicidios ejemplares como el que escoge —borrascoso pero elocuente— el protagonista de la novela española del siglo quince Cárcel de amor.

La noticia relevante de la respuesta citada es la repetición, una, diez, cien veces de la frase o sea, utilizada como angustioso re­curso de ciego de la lengua que adelanta ese torpe bastón inseguro y vacilante; o sea que reclama la palabra distante que ni llega ni alumbra porque ha sido almacenada en la región de la inteligencia que llamaremos, arbitrariamente, de la expresión cierta; región desde la cual asimos la realidad o la porción de aquella que nos im­porta y conmueve, hecha toda de palabra la realidad.

En el acopio, la selección y el inventario de las palabras que totalizan la pertenencia individual lo que se hace es acopiar, selec­cionar o inventariar nada menos que la idea misma de la vida y, a su vez, las involuciones y las revoluciones que la configuran: en toda palabra se concreta una experiencia de rigor social que nos impone y expone, toda palabra nos fecha en la historia mientras nos historia, toda palabra nos ficha, taxativamente, en la moral. Fecha y ficha plenamente completadas por la simple manifestación del pensamiento más simple.

Llamo a la frase o sea re­curso ciego de la lengua o muleta dolorosa de quien ha sido edu­cado para no serlo; educación, reducida al material, justamente, prescindible. Cuando el estudiante aludido en el párrafo inicial se lanza a la exposición desde el equívoco trampolín que es la frase o sea adelanta que no dispone de la palabra que más tarde, en el reconocimiento de la impotencia verbal, jurará tener —paradójicamente— en la punta de la lengua. La frase o sea pretende completar, precisar o hasta traducir la afirmación primera: o sea que el personaje se suicida a una lengua creídamente efi­caz: o sea que el personaje se mata a sí mismo.

La reacción siguiente a lo que apenas si es balbuceo lógico es francamente desoladora: donde no ocupa la palabra se coloca una sonrisa mediana o mediadora, se organiza una gesticulación trunca, se oscurece la sílaba última de la oración como advertencia de la limitación o mutilación expresiva aunque la causa se desconoce o se aparenta desconocer.

Entre nosotros no se maneja la lengua con comodidad, con soltura y cabalidad, con la naturalidad y el empeño de aquel para quien la lengua no es motivo de tensión porque logra transmitir su vibración íntima: la espiritual, la material. ¡Ojo! No me refiero a una lengua de falsificado hispanismo y casticismo maltrecho, reful­gente de mantones, castañuelas y zetas que quiebran el oído. Tam­poco a la lengua de soterrada intención clasista y erudición de antología con la que se trafica por las academias de artes y ciencias, las directivas de clubes cívicos y la telúrica poesía del pendejismo lírico que tan larga carrera ha hecho aquí. Hablo del embarazo en organizar la experiencia desde la palabra corriente, lozana. Hablo de la difícil posesión firme, profunda, clara, de nuestra lengua, pese a la mentira burocrática del bilingüismo.

La vacilación nominativa, la recurrencia al o sea que se quiere traductor de un pensamiento que jamás se efectúa, la sustitución de las palabras reales por los términos de grotesca manufactura como el deso, la desa, el coso, el cosito ese, la cosita esa, la vaina esa, el aparatito que es como una cosita redondita, contienen una explicación rasa: la educa­ción ambivalente, colonizada y colonizadora del hogar y la escuela.

Chiquiteo y mamismo, nieve y ardillitas juguetonas de Central Park, faldas de la madre y la abuela y la tía y la maestra y la princi­pal escolar, faldas del cura, log cabin del buenazo de Lincoln y árbol de cherry del perdonado por verdadero Jorge Washington, huevo de Easter y brujas de Halloween; el niño puertorriqueño recala en la palabra tras un viaje por la más oscura de las selvas como ha plan­teado, irónicamente, el escritor Salvador Tió en su artículo Amol se escribe con r; selva oscura e inhóspita donde la palabra niño revierte a la reducción más pueril e insensata.

El niño es el niñito además de ser gordito o flaquito, peludito o calvito, feíto o graciosito. El niño tiene una naricita en vez de una nariz, el niño toma lechita en vez de leche —el criterio selectivo de la mamita decidirá si toma de las Tres Monjitas. El niño defeca una caquita blandita pero jamás una caca blanda. El niño se queda dormidito en una cunita pero nunca dormido en una cuna.

La enumeración es infinita y da pie al razonamiento malsano de que Blancanieves y los siete enanitos es la expresión más alta de nuestra lite­ratura nacional.

La protección diminutista no sería lesiva si las palabras murie­ran cuando son pronunciadas, si no albergaran la intensidad de un corazón que late. Pero una palabra es mucho más que una palabra: es una toma de poder, un arma que permite la modificación de la circunstancia, una li­cencia para instalarse en el mundo. Tras ese chiquiteo inicial se dispone la reducción de la palabra en su contenido y su número; falsa, torpemente, se asume que el niño chiquito está incapacitado para acumular un vocabulario amplio y exacto. Del chiquiteo cuyos itos e itas presuponen una inmensidad de dul­zura y cariño se pasa a la utilización de los términos de grotesca manufactura como el deso, la desa, el coso, la cosita, la vaina, el aparatito que es como una cosita redondita: sustitutivos insensatos para la nominación correcta del objeto. Mediante este proceso la realidad se elementaliza hasta hacerse extraña y desconocida y la palabra se niega o se escamotea. La facilidad que se le adelanta al niño mediante el ahorro léxico se convierte, una vez adulto, en patética difi­cultad puesto que le imposibilita la fluidez verbal meramente acep­table.

La escuela puertorriqueña carnavaliza: bailo­teo y caridades putrefactas, ropaje y máscaras alegrotas, ceremonia­les de graduación y santoral académico,reuniones continuas de los maestros, los principales y los superintendentes para ensayar nuevos métodos educativos más viejos que el frío. Patrulla Aérea Civil y Futuras Amas de Casa de América: orientación rotunda para la desorientación rotunda. Así, la tontería se eleva a categoría, la frivo­lidad también. Como si el norte de todo el sistema educativo fuera el fracaso estrepitoso.

Llamo generación o sea a aquella a la que se le pospone la construcción de la libertad social de la palabra: suma mayúscula de las otras. Esa libertad se cumple cuando el individuo se educa para saber el nombre exacto y escue­to de las cosas: sin falsificaciones, sin bizquera semántica, sin desos ni o sea trágicos. En su libro El laberinto de la soledad afirma el mexicano Octavio Paz que “la crítica del lenguaje es una crítica histórica y moral”. Buen tratado para un comienzo: la palabra, historia y moral en una sola ecua­ción.

FIN


Claridad, Puerto Rico, 1972


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