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La gracia de Dios

[Cuento - Texto completo.]

Tommaso Landolfi

Escribo desde Venecia, y quien escribe desde Venecia tendría muchas cosas que decir, especialmente ahora, con la Bienal, las exposiciones, los congresos, los teatros al aire libre y todo lo demás. Sin contar, además, que Venecia es, como dicen, una dimensión del ánimo, de modo que con ella, más pronto o más tarde, tendrá que vérselas quienquiera que acostumbre a tener una pluma en la mano.

Y sin embargo, ya sea por estado de ánimo o por natural poquedad, esta vez me encuentro propenso a dejar a otros más calificados el poner de relieve sus aspectos oficiales, espectaculares o universales y por mi cuenta me atendré más bien a algún menudo episodio del que haya sido testigo en un vagabundear sin meta. Así, si no de otros, recibiré al menos la aprobación de los que aman “la vida captada en su verdad”. En conclusión, el lector queda advertido: que no busque en estas páginas más que lo que le prometo. Y, para empezar, dispóngase a oír lo que voy a decirle acerca de dos tipos que, por algunas notables circunstancias, observé en los días pasados.

 

En el umbral interior de la iglesia de San Marcos, en lo alto de los escalones está erguido y, a veces, da orgullosamente algunos pasos, un personaje más bien imponente y feroz, vestido a la moda del siglo XVIII (es decir, más o menos, como en sus tiempos los porteros de las grandes casas y ahora de algunos hoteles) pero todo de negro, con una maza coronada por una bola de latón y todo cuanto se necesita para imponerle respeto a la gente. Pues bien, dejémoslo por un momento donde está (pronto volveremos a encontrarlo) y vayamos a una callejuela cualquiera de esta regia ciudad.

Aquí el dulce habla del lugar no acaricia nuestros oídos sino que nos los desgarran erizadas lenguas del Norte y, mirando a nuestro alrededor, no vemos más que patas peludas y nudosas y brazos y pechos como mortadelas; o bien, refiriéndonos al continente más que al contenido, calzones de piel mal sujetos por los tirantes, vestidos de algodón ampliamente escotados y cosas así. Todo el rebaño (que es, en suma, el de los forasteros sin gracia al que se ve reducido a reverenciar el soberbio pueblo veneciano), voceando, gritando, arrastrando sus grandes pies y sus más grandes zapatos bajo el sol que parte los adoquines por la mitad, empuñando sus guías, deteniéndose ante cada tienda de quincallería y comentando los objetillos expuestos, nos lleva naturalmente a San Marcos y a su ya citado guardián. Cuya función ha llegado el momento de declarar.

Comparezca apenas en el atrio de la iglesia una de estas mujeres con los brazos al aire, que el negro hombre ceñudo la apunta con el índice como en muchas insignes obras pictóricas vemos hacer al Padre Eterno con nuestra antigua madre. Y así como ella se avergonzó de repente de estar desnuda, así su remota hija se avergüenza ahora de llevar los brazos descubiertos y mira fijamente y extraviada a su acusador. El hecho es que al señor del lugar, es decir, a ese Padre Eterno, no parece que le agrade la desnudez femenina, ni siquiera la parcial. O incluso, si debemos imaginarlo todo, parece que después de tanto tiempo Él sigue disgustado con su propia creación. Resumiendo: la visitante, según le dice con gestos el custodio de su modestia, deberá, al igual que Cincinato, o velar su cuerpo o renunciar a la visita con las indulgencias y gracias correspondientes. Y aquí se dan dos posibilidades: empecemos por la primera, o sea que la visitante vaya acompañada de uno de esos hombres con calzones de piel, pero, por suerte, surtido de chaqueta. En ese caso, el cancerbero, cediendo a una cierta condescendencia, aconseja al uno que le ceda la chaqueta a la otra y, al fin satisfecho, abre paso a los dos, embutida la mujer en el indumento masculino, desnudo casi como un gusano el hombre, el cual a lo mejor solo lleva encima, además de los malditos calzones, una de esas prendas llamadas “camisetas” y, según su carácter, un Baedeker o una máquina fotográfica; de modo que no es necesario decir nada de la forzosa exhibición de pantorrillas, bíceps, tríceps y vellosidades varias.

Pero, ¿si la mujer —se preguntarán— está sola o su acompañante va sin chaqueta? ¡Oh, querida Italia nuestra, cuyos recursos desconocemos al hacer semejante pregunta! Ya que si italiano es ese que mide los centímetros de carne desnuda a las mujeres, italiana es también la humilde criaturita que ahora voy a presentarles y que resume en sí toda la laboriosidad (y también el comedimiento) de la raza.

En el rincón más oscuro del atrio, de pie, hay un hombrecito un poco bizco de un ojo de cuyo brazo cuelgan ciertos andrajos, cuya utilidad no resulta clara a la primera. Mirando mejor se ve que no son otra cosa que mangas cosidas de esa sustancia transparente, llamada tal vez “plástico”, con que se hacen algunos impermeables. Estas mangas van unidas en pareja por una cinta que se pasa por el hombro para que no se salgan del brazo y, como ya se habrá comprendido, el hombrecillo las alquila a módico precio a las visitantes que no tengan otra manera de taparse. Así pues, hallado remedio al mal, todo iría del mejor de los modos posibles, como ocurre siempre entre nosotros, si el hombrecillo no sufriera una morbosa timidez que le impide explicarse abiertamente con las forasteras necesitadas de ayuda, ante las cuales, después de dar medio paso adelante y de mascullar algo incomprensible para ellas, se limita en sustancia a agitar sus andrajos. Ellas se van sin ni siquiera haber comprendido y él se encierra en sí mismo cada vez más.

Por suerte para él, mi compañera de paseo y de observación se había tomado muy a pecho su suerte y con buenas palabras, exhortaciones e incitaciones lo anima a una mayor franqueza. De allí a poco tiempo podemos asistir a la siguiente escena, aquí descrita a guisa de ejemplo.

Se adelanta una visitante anciana y, por así decir, se topa con el índice que la apunta. Pero lejos de quedarse perpleja u ofendida, mira a su alrededor con un vago aire de triunfo. Resulta, como observa mi compañera con femenina agudeza, que debe gustarle que a su edad la consideren provocadora o, por lo menos, todavía mujer (tanto es así, que el estúpido moralismo provoca siempre el efecto contrario al que se propone). Es el momento del hombrecillo, que, en efecto, como empujado por su ángel bueno, se adelanta a su vez y balbucea: “Cincuenta liras”. La visitante no comprende, luego comprende, sonríe y, ayudada por el hombrecillo, se pone las mangas, que son lo bastante largas como para satisfacer las exigencias del cancerbero (poco importa si son transparentes). Éste da su aprobación: al final la turista entra en la iglesia.

De ese modo, y gracias a dos andrajos, todos tan contentos: contento el oscuro guardián, contenta por partida doble la turista, contentos los que miramos, contento Nuestro Señor y contento, sobre todo, el hombrecillo, que llevará a su mujer algo de dinero y cuyo único ojo, por fin, ríe.

 

Cuando tomé el tren para venir aquí en mi compartimento no había más que una persona, pero que valía por cuatro, tales eran su solemnidad, su gravedad y, casi estoy por decir, su majestad. Un poco calvo, de frente y cara anchas, algo corpulento y con algo de papada (si bien bastante amarillento y grasiento de carnes), miraba por la ventanilla con mirada calma y consciente, esperando a que el tren arrancase. Llegado este momento, con acto no furtivo y sin ostentación, modesto pero consciente y seguro de sí, se persignó. Luego echó mano de su único equipaje, un bolso de piel muy hinchado, y sacó de él tres volúmenes que puso ante sí en el plano o mesita plegable. Mientras tanto, yo, bastante enternecido por su gesto antiguo y devoto (nuestros viejos siempre se persignaban antes de emprender un viaje), iba cavilando sobre quién pudiera ser y casi había llegado a la conclusión, no sé por qué, de que era profesor en Perugia y que, por lo tanto, se bajaría en Terontola. En cambio, llegó hasta Venecia et ultra, como se verá.

Le dio la vuelta a dos de los volúmenes extraídos para poder apoyar en ellos el tercero, que abrió y hojeó delicadamente hasta hallar el punto deseado; sacó del bolsillo un estuche de gafas y de éste las propias gafas, así como un trapito amarillo con el que las limpió sosegadamente, mirando el paisaje. Y, por último, y sin más, se sumergió en la lectura. Yo solo tuve que curiosear el lomo de sus libros, que sin querer me había presentado, donde leí dos títulos de este tipo: El corazón de Jesús a la luz de los siglos y María, virgen y madre en la gloria de los cielos.

Puede decirse que mi compañero de viaje no levantó la vista de su lectura hasta Florencia. Allí, mientras yo me surtía afanosa y copiosamente de comida y bebida, llamó con amplio gesto a un sencillo vendedor de bocadillos y de su humilde cesta solo se sirvió un único bocadillo, que se puso a masticar lenta y solemnemente, no sin haberme lanzado una mirada un tanto severa, como diciendo que al sabio le corresponde la frugalidad. Acabado que hubo de comer, se sumergió de nuevo en la lectura mientras en mi ánimo batallaban dos sentimientos. El primero, natural y de rigor, es decir, admiración; el segundo, mucho menos claro y honorable. La verdad, debo confesar que la vista de tipos semejantes despierta en mí antojos adormecidos y hasta una cierta alegría. Dicho más claramente, me dan ganas de desmontar esas calabazas para ver qué tienen dentro. ¿Pero cómo sacudir ese peñasco? ¿Cómo pegar la hebra con tal cantidad de hombre? Además, sin darnos cuenta, ya habíamos llegado a Venecia. Él se perdió por la Lista di Spagna y no volví a pensar más en él.

Pero una vez la suerte me favoreció. Esa noche volví a encontrar a mi hombre en el Casino. Dominaba una mesa de ruleta y con sus habituales gestos comedidos jugaba de forma moderada y metódica. A mi llegada le estaba diciendo casi al oído algo sobre “huerfanitos” al croupier sentado a su lado (pero hay que aclarar que los “huerfanitos” son una serie de números). Me miró sin dar señales de haberme reconocido. Sentado en la misma mesa pude observarlo durante toda la noche. De vez en cuando apuntaba algo en una agenda y, en general, su juego sufría una suerte alterna. Y así seguimos hasta las dos de la mañana.

De repente, y cuando los empleados ya habían anunciado las tres últimas jugadas, aquel corpachón suyo se vio como sacudido por un temblor, por un escalofrío y su voz se alzó imperiosa y le echó un vistazo a la agenda.

—Un momento —gritó al que se disponía a lanzar la bola—, un momento. ¡El treinta y dos! Casi balbuceaba de excitación y, mientras tanto, iba sacando de los bolsillos de los pantalones, del chaleco y de la chaqueta (y sospecho que también del forro de la misma) una cantidad increíble de billetes de diez mil, que empujaba hacia el empleado para que se los cambiara. Obteniendo el cambio y tomando a manos llenas las fichas, levantándose a medias y empujando a sus vecinos sudaba, jadeaba y preguntaba:

—¿Cuánto es el máximo en esta mesa? ¿Puedo apostar veinte mil liras al pleno? —y puso grandes pilas de aquellas fichas en el número treinta y dos y a su alrededor, así como en las combinaciones sencillas correspondientes. Acabado todo este bracear, no menos de un millón estaba apostado de varias maneras. Entonces volvió a sentarse, se enjugó el sudor y murmuró al bouleur:

—Ya está. Tire usted —y el bouleur lanzó la bola.

Ahora no mira a nadie. Yo, en cambio, le miró a él y me parece, cómo lo diría, que a todo eso le falta algo. O mejor, me espero algo, que, en efecto, inmediatamente aconteció. En cuanto la bolita empezó a rodar, el señor, que ya ha recuperado toda su gravedad, levanta el brazo derecho y hace la santa señal de la cruz.

Una media docena de jugadores peripatéticos se detiene alrededor de nuestra mesa para no perderse el resultado de la apuesta. La bola da vueltas, primero vertiginosamente, luego más despacio, tropieza y cae.

Pues claro, que saliera precisamente el treinta y dos y que con ello el amigo ganase una discreta dosis de millones (embolsados con la calma habitual), era algo de esperar. Más bien, ¿nunca se han empeñado tozudamente en un porqué al que nadie puede dar respuesta? Es lo que me ocurre a mí esta noche. Ese treinta y dos salió, bien, ¿pero por qué salió? Sigo preguntándome. O sea, para darle la vuelta a la cuestión en términos más elementales: ¿qué es lo que quiso premiar la suerte (llámenla providencia, si les place), la devoción del amigo o su truhanería?

*FIN*


“La grazia di Dio”,
Se non la realtà, 1960


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