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La gran solución

[Cuento - Texto completo.]

Augusto Roa Bastos

Al principio de la guerra con Bolivia, Liberato Farías se consideró relativamente seguro. Con sus cuarenta años blandos y retacones se sentía en cierto modo inmunizado contra la posibilidad de marchar él también al frente.

Vivía con Cesarina, su esposa, en una casita muy linda del puerto, detrás del enorme edificio circular de la Dirección General de la Armada. Desde allí, todos los días hacia el anochecer oían la charanga de los acantonamientos despidiendo en los muelles a las tropas que partían en los transportes rumbo al frente.

Hasta un momento determinado, esas diarias despedidas habían sido para Liberato un acontecimiento digno, emocionante.

—¿Oís, Cesa? Más soldados para el Chaco.

—¡Pobrecitos!

Desde la blanca y cómoda casita resultaba realmente conmovedora la partida de esos bravos muchachos que iban a morir por la patria con su nuevo equipo, sus uniformes verdeolivo ya rotosos antes de empezar, sus sanos y alegres gritos que agoraban una fiesta, no una guerra.

Un vago repeluzno heroico estremecía a Liberato oyéndolos partir. Apoltronado muellemente en su sillón preferido de la salita, con el copetín del aperitivo al lado, su ejemplar de «El Orden» sobre las rodillas y Cesarina trajinando desde la cocina al comedor con un leve fru fru de sus polleras almidonadas, Liberato pensaba en los soldados. El sonido de la banda le arrancaba a él también sueños de coraje guerrero. Pero nada más que sueños. ¡Qué se iba a hacer! Era preciso morir y morir a miles para castigar la infame agresión, recuperar las tierras robadas, desagraviar el honor nacional.

—¡Qué espléndidos muchachos los nuestros, Cesa!

—Verdad, mi hijito. Los pobres hacen caer el alma a los pies —respondía ella sin dejar de preparar la cena. A Liberato le gustaba comer bien, sobre todo por las noches. Los atracones al mediodía no le sentaban. Le daban sueño. Y desde temprano tenía que estar en la ferretería.

—Parecen chicos que van a jugar. ¡Y pensar que van nada menos que a morir! ¡A morir…! —la voz de Liberato temblaba un poco de coraje y de miedo, mitad y mitad, como el vermouth y el amargo de su aperitivo.

—¡A morir! ¡Qué triste! Pobres también los que se quedan…

—¿Los que se quedan? —inquiría él tragando con ruido.

—Digo…, los padres, las hermanas, las novias —el sonido de los cubiertos o de los platos comunicaban cierta marcial estridencia a la voz suave, tierna de Cesarina. Demasiado suave, demasiado tierna.

—¡Ah, pero esos puercos la van a pagar! ¡Je…!

—¿Quiénes, mi hijito? —mientras rebanaba distraídamente el pan abultado y fragante que traía Salvatore.

—¡Ellos! Los bolivianos…

—Ah, pero a lo mejor tampoco ellos tienen la culpa —acotaba con blandura mientras depositaba la fuente humeante sobre la mesa cubierta por el inmaculado mantel. El corazón de Cesarina era humano y generoso. Podía disculpar cualquier cosa.

—Cómo no van a tener la culpa. ¡Si ya están casi sobre el río! Indios de porquería.

—Bueno. La sopa se enfría, Libé.

La exaltación de Liberato se desvanecía de golpe. El vapor aromático y sabroso de la sopera lo envolvía y lo arrastraba hacia la mesa como un abrazo mágico. Cesarina tenía varios filtros irresistibles. No solamente eran el orégano y el perejil en la sopa, los condimentos, el insuperable puchero. ¡Y tan buena, tan comprensiva, tan complaciente ella siempre!

Al rato, en las pausas de su sonora deglución, Liberato hablaba un poco. Transmitía a Cesarina cosas, problemas de la ferretería; las peripecias de una cuenta incobrable; la muerte de un cliente; la rotura de una partida de lozas; las crecientes dificultades con la guerra para reponer la mercancía. Él, como gerente de la casa, estaba bastante preocupado. Cesarina contemplaba a su marido atentamente. Seguía sus palabras con movimientos de cabeza. Le alcanzaba la salsa, el vino, le repetía las porciones. Lo sahumaba con su devoción fiel. Lo alentaba.

—Ya vas a encontrar la manera, mi hijito. No te preocupes ahora. Comé tranquilo.

La que siempre encontraba las soluciones era ella. Tenía una finísima intuición para todo. Se podía decir que el verdadero gerente de la ferretería era ella. Y procedía con tanto decoro y tacto que Liberato nunca se daba cuenta de que esto era así. Le mostraba el camino y, además, le hacía creer que él lo había encontrado.

Ella apenas tenía tiempo para contarle sus cosas. Pero más que tiempo, le faltaban en absoluto cosas que contarle. No iba a aumentar las preocupaciones comerciales del marido con las pavadas del lechero, del carnicero, del almacenero, de la lavandera. Para ella, los únicos acontecimientos importantes eran las salidas y regresos de Liberato; los cuatro viajes de ida y vuelta que él hacía desde su casa hasta la ferretería distante unas diez cuadras en un buen sitio de la calle Palma.

Después de la cena salían un rato a tomar el aire en la vereda. Después se acostaban. Juntamente con el sueño caía sobre Liberato en el sereno la necesidad de la blandura de su Cesa, como otro sueño más íntimo en que, también como en el aperitivo, se mezclaban mitad y mitad la costumbre del deseo y las siempre nuevas satisfacciones.

En los brazos tibios, satinados, de Cesarina, Liberato olvidaba la guerra, la ferretería. Se olvidaba de sí mismo. Se refugiaba en ellos como un niño ansioso de protección y ternura. Y en esos momentos, en la oscuridad, cuando por los visillos se filtraba en pálidos haces la luz del alumbrado, era cuando Cesarina se mostraba más plenamente comprensiva de sus deberes de esposa y… de madre.

Porque en realidad, tanto como su mujer, Cesarina era la madre de este párvulo adulto y regalón. No le costaba en lo más mínimo desempeñar ese papel. Al contrario, ella misma se lo había fabricado. En su marido aniñado y sin carácter, Cesarina había concentrado la solicitud de una maternidad largamente postergada. La situación era evidente hasta para los extraños. Cuando Cesarina y Liberato se iban los domingos a oír misa en la capilla de los Salesianos y los jueves al cine, los Rolón, sus vecinos, dándose con el codo o guiñándose un ojo decían al verlos pasar:

—Ahí van madre e hijo…

Pero ellos vivían felices y despreocupados en su limbo doméstico. La guerra apenas había venido a alterar el inveterado ritmo conyugal que duraba ya más de diez años.

 

La cosa empezó a ponerse fea a partir del segundo año de guerra. O bien los bolivianos retrocedían muy lentamente o era que los de acá los empujaban con demasiada parsimonia. El caso era que la guerra se iba alargando. Las clases iban siendo llamadas bajo banderas, una tras otra. Las charangas del muelle se habían vuelto lúgubres para Liberato. Sentía un vago rencor contra esos «espléndidos muchachos» de los primeros tiempos que no habían sido capaces de acabar ellos solos el negocio contra «esos indios de porquería». Pero ¿es que entonces estos tontos muchachotes campesinos que se iban en los barcos no sabían pelear? Un día no aguantó más y se le escapó delante de Cesarina:

—¡Flojos de…!

—¿Quiénes, mi hijito?

—Esos…, esos… —y la mano regordeta del gerente, que no sabía empeñarse en otro ejercicio más violento que el de firmar recibos y cheques, se agitó dos o tres veces en dirección opuesta a la sopera humeante.

Cesarina captó nítidamente el pensamiento del marido, pero se hizo la desentendida. Cómo no iba a captarlo, si estaba asistiendo deprimida e impotente a la evolución de su confuso e incontrolado terror. Sus guisos, sus caricias, sus crecientes ternuras ya no podían nada contra ese miedo creciente.

—La ciudad se está llenando de prisioneros bolivianos. Pero ahora tendremos que acabar la guerra los viejos y los niños…

—No te va a tocar a vos, mi hijito. La guerra se va a acabar antes.

—¿Cómo no me va a tocar, si han llamado a los de treinta y ocho años?

—Van a ser los últimos, Libé. No te pongas así, mi hijo.

No fueron los últimos. La clase inmediatamente anterior a la de Liberato también fue llamada. El miedo entró en tirabuzón. Se tío ya en alguna parte del frente. Se sintió lleno de piojos, untado de polvo o de barro en las trincheras, chupando el agua salobre y podrida de los pirizales o bebiendo su propia orina (como contaban los que venían de allá), alcanzado, destrozado por las granadas de morteros que caían desde el cielo en los cañadones con su carga infernal. Empezó a sufrir pesadillas, cada vez con más frecuencia. Se despertaba gritando como un loco, pidiendo, gimoteando que no lo mataran, que lo dejaran vivir. Por la noche no leía ya sino los comunicados del ejército en campaña. Cuando los textos eran breves, suponía derrotas, desastres inconfesados que alargarían aún más la duración de la estúpida guerra.

—Este general Estigarribia está resultando un zoquete… —decía por lo bajo y se quedaba pálido, lívido.

 

Hasta que lo más temido sucedió. La clase de Liberato fue movilizada. Él se enteró afuera. Llegó como muerto. Al día siguiente, muy temprano, golpearon en la puerta. Cesarina se levantó de un saltó y fue a atender. Era uno de la Policía Militar. Le entregó el sobre verde de la citación. Lo hizo girar entre sus dedos. Quiso ocultarlo. Pero ya todo era inútil. Volvió al dormitorio. Liberato había metido la cabeza bajo la almohada y sollozaba. Se quedó mirándolo en silencio, con el alma rota, desolada, impotente por la primera vez.

—¿Quién fue? —preguntó Liberato como desde bajo tierra.

—Nadie, mi hijo… Ah…, sí. Era Salvatore, que traía el pan…

No; no era Salvatore El repartidor del pan tenía una manera muy especial de entrar. Hablaba y hablaba. No se iba nunca. La salita se llenaba con su vozarrón y sus pausas. La cabeza de Liberato asomó:

—¿Era la citación. Cesa…?

—No… —prefirió decirle de una vez la verdad—. Sí, Liberato… ¿Para qué voy a seguir engañándote? Era la citación.

Liberato Farías concurrió al acantonamiento militar del distrito. Le hicieron el examen médico. Las oficinas del destino funcionaban en un gran cuartel, resonante de aprestos, atestado de la futura carne de cañón. Un sargento de sanidad lo insultó; otro lo empujó; un tercero le sacudió una patada. Liberato se movía como un sonámbulo. Lo dejaron ir. A los ocho días debía presentarse allí mismo para quedar acuartelado y comenzar la instrucción. En su libreta de enrolamiento, las cuatro letras fatídicas de la palabra APTO le quemaban las manos. Y quemaron también las de la afligida y desolada Cesarina.

—Habría que tratar de conseguir que tus amigos políticos…

—No harán nada por mí —decía desfallecidamente Liberato—. Desde que ascendí a gerente los tengo un poco abandonados. Ellos no quieren comprometerse sino por los que son muy adictos. Y yo. Cesa, vos lo sabéis bien, hace rato que no me meto en política.

—¡Tan bien que te hubiera venido ahora! Ahí lo tenés a Crisanto, por ejemplo. No solo no va a la guerra. Hasta le han dado un auto. ¿Y para qué lo necesita?

—Y bueno, él tiene mucho trabajo ahora.

—¿Y qué hace?

—Lo han nombrado director de movilización. Se ocupa de mandar a los otros al frente.

 

Entonces había que buscar algo, una escapatoria de urgencia a la alarmante situación de su marido. Era necesario encontrarla a toda costa. Él, tan blando, tan debilucho, tan incapaz de violencias o de esfuerzos desordenados, no iba a poder resistir la dura vida de campaña a propósito solamente para esos hombres rudos y brutales que venían de la campaña. Su pobre Libé ya estaba imbecilizado por el miedo. Ella tenía que salvarlo.

Una mañana lo despertó suavemente:

—Liberato… Liberato…

—¿Qué…? ¿Qué…? ¿Qué hay, Cesarina? —respondió, reflotando de un mal sueño al exorcismo de la voz benéfica.

—Creo que podríamos arreglar el asunto de una manera.

—¿Cómo, Cesa? —y se sacaba de los ojos la telaraña sobrante del sueño.

—Sí; simulando un accidente.

—¿Un accidente? ¿Te parece?

—Pero, claro, mi hijo. No sé cómo no se me ocurrió antes.

—No…, no entiendo muy bien.

—Muy sencillo. ¿No te declararon apto para el servicio?

—Sí…

—Tenemos que encontrar entonces una manera para que te declaren inapto y no vayas. Sé de uno que estaría dispuesto a complicarse con nosotros.

—¿Quién?

—Salvatore, el repartidor del pan.

—Bueno, pero cómo le vamos a decir…

—En realidad, ya le hablé del asunto. Claro que apenas lo necesario. No todo, desde luego. No hice sino sondarlo un poco. Él aceptó de plano y hasta me ayudó con algunas indicaciones. Me dijo que por nosotros él haría cualquier cosa y que, por otra parte, eso era muy común. Me contó que un tío suyo se había salvado de ese modo en Italia de ir al frente en la guerra del catorce. Y que aquí mismo conocía a muchos que andaban fresquitos por las calles o en servicios auxiliares después de haberse disparado tiros en las piernas, en las manos y hasta en el estómago. Habían quedado un poco rengos no más. Pero lo principal era que estaban vivos y se habían escapado de ir al frente.

—Bueno, pero tiros, Cesa… Morir aquí y allá… ¿No…, no sería un poco arriesgado?

—No; pero Salvatore no te va a disparar tiros, hijo. Va a ser un accidente, no más. Me dijo que lo dejara todo en sus manos. No hay más que elegir el día, convenir algunas otras cositas… En fin, ya está casi todo listo. Es un recurso desesperado.

Liberato no tenía aún una idea de cómo se produciría ese accidente. Pero sintió que una gran placidez le empezaba a inundar por dentro. Si Cesa había preparado el asunto, no había que temer. Ella siempre sabía lo que hacía. Era, sin duda, una gran solución.

Mientras Liberato ponía en orden los asuntos de la ferretería, Salvatore mantuvo tres nuevas entrevistas privadas con Cesarina. Ya no parecía un repartidor de pan sino un acreedor exigente que se volvía más exigente. La miraba a Cesarina, la devoraba con los ojos encendidos y los labios húmedos y temblorosos. Se paseaba a grandes pasos por la habitación y se sentaba, a veces, en la butaca de Liberato con la voluptuosa fruición de un hartazgo anticipado.

Cesarina se daba exacta cuenta de la encrucijada en que se había metido. Pero ya era tarde. El dilema era de hierro: o ceder a las crecientes exigencias de ese bruto, o perder a Liberato en la cárcel o en el frente. Apenas se defendía ya.

—Pero eso no puede ser, Salvatore. Usted no puede exigirme eso. Soy una señora… Una esposa decente…

—Claro. La bella signora quiere salvar a suo rispetable marito, cómodamente, gratuitamente… Ma el povero Salvatore, l’estupito, puede hacer el fato e andaré poí tranquilamente a la cárcel… ¿Eco?

—Usted aceptó hacer este favor.

—Bene, bene. Ma io meto un precio. Tutte le cose tienen un precio: el pan que io vendo, l’acidente para que suo marito que non vuole partiré a la guerra reste junto a la sua moglie, la moglie del marito que e mia desesperazione de hombre… Tutte le cose.

—¡Salvatore, usted es un mal hombre, un miserable!

—Puede. Ma usted e una moglie molto apetitosa…, divina. ¡Mamma mía! —y el atlético y sonrosado repartidor resoplaba su cálido aliento con los labios casi pegados al cabello endrino y ondulado de Cesarina.

—¡Retírese! ¡Salga de aquí!

Salvatore retrocedía un paso, aflojaba un poco el cerco. Pero no se iba.

—Ya ritornará a llamarme. Non sea tonta. Los dos están en las mías manos… Io posso soplare al distrito…

—No tiene ninguna prueba.

—Ma perderá totalmente a suo marito, a su… bambino, como dicen los vecinos.

—¡Salga de aquí…! —volvió a repetir Cesarina, con mucho menos fuerza. Ya prácticamente no era una intimación; era apenas un desahogo, quizás el último, de su dignidad herida. Salvatore renovó su acometida. Ahora no tenía sino que insistir un poco más.

—¡Povera ragazza! Piénselo.

—No…, no…

—Io non tengo apuro ninguno. O esperato tre anni. Posso esperare tre giorni piu. Piénselo, signora… ¡Ragazza mía!

Salvatore se inclinaba, caía sobre ella como una atmósfera sofocante, irresistible. Veía sus dientes grandes y firmes, brillando como pedruscos de mármol en medio de uná sonrisa lasciva. Sentía sus turbias miradas rozándole la piel; sus grandes y pesadas manos revoloteándole, sin atreverse todavía demasiado, alrededor de los hombros, de la cintura, de sus senos palpitantes. La esposa honrada y fiel, la mujer consagrada al amor apacible, al inalterable rito monógamo, adormilada por más de diez años de tímidas caricias maritales, casi neutras ya por el hábito, estaba despertando en un viento de fuego. Se sentía mareada, aturdida, mortalmente atemorizada. Pero estaba de por medio la suerte de Liberato.

—¿Y…, ragazza? ¿Qué faciamo?

Cesarina amaba demasiado a su marido para no sacrificarse por él. ¡Cualquier cosa, antes de permitir que él se fuera a la guerra! Allí le esperaban peligros atroces. Podía sucederle lo peor. No respondió pronto a la pregunta del repartidor. Después con un hilo de voz le dijo:

—Bueno…, pero procure no lastimarlo demasiado al pobrecito. Solamente para engañar a los de la junta…

—¡Oh, deque eso por la mía cuenta! Seremo tutti contenti… Ma pero ¿il nostro acordo?

—Mientras él esté en el hospital…

—¡Eco! Nessuna parola piu.

El italiano besuqueó a Cesarina y se fue silbando una desafinada tarantela.

 

Salvatore vino a medianoche con el carro a buscar a Liberato, que salió encogido, pequeño, miserable. Parecía un carnero conducido al matadero. Cesarina lo despidió en la puerta de la calle. Lloró un poco y se acostó a esperar. Después del accidente, el mismo Salvatore debía llevar a Liberato al Hospital de Clínicas, como si lo hubiese encontrado por casualidad tendido en la calle. Eso era lo convenido. Solo después iba a venir a golpear levemente la puerta, para cobrarse el precio.

 

No lo aporreó demasiado. Solo como para que los médicos de la junta no tuvieran ninguna clase de dudas. Liberato ni se dio cuenta de cómo había comenzado aquello. El hecho fue que al llegar al desvío del ferrocarril que estaba detrás del edificio de la Armada, junto a unos vagones cargados de rollizos, Salvatore se agachó en el carro y recogió algo vagamente parecido a un garrote corto y macizo. Después dijo con voz lejana, como con sueño, levantando la mano en dirección a los vagones:

—¡Guárdate cuánta leña, don Liberato! ¡Cuánta leña…!

El interpelado se dio vuelta para mirar. Apenas se veía en la oscuridad. En alguna parte había un foco de mala muerte. Pero era como una vela en un campo. Solo por no ser descortés dijo:

—Sí; ¡cuánta le…! —pero no pudo concluir. Con un primer garrotazo, Salvatore le sacó el habla y el sentido. Después bajó del carro, tiró de las patas a Liberato, que parecía un paquete en el pescante, y ya en el suelo, luego de escupirse en las manos, lo empezó a moler sin ninguna fatiga, con minuciosa aplicación. Trabajando en la oscuridad ese hombre daba la impresión de que se hubiese doctorado en la ciencia del garrote. Se prodigó un rato en la cabeza del paquete:

—Cuesto para que no se te vea crecer los cornos, vechio cornuto… —murmuró, mientras el garrote subía y bajaba. Los golpes que molían a Liberato producían también un sonido opaco y sofocado en el pecho de Salvatore, como el eco sordo del esfuerzo o la satisfacción plena y mórbida de la faena. Así que no se necesitaba más. El garroteado podía ya estar muerto desde hacía rato. Pero Salvatore quería sacar un trabajo fino. Por las dudas, subió al carro, dio un rodeo y avanzó hacia Liberato haciéndole pasar una llanta sobre lo que sería aproximadamente la coyuntura de un pie. El paquete ni se movió. Volvió a bajar, lo arrastró junto a los vagones y lo dejó allí, no entre las ruedas, pero casi. Lo miró un rato. Se vio que ése hubiera sido su deseo, pero se limitó a dispararle por entre los dientes un escupitajo fino y certero que debió de haberle pegado en un ojo. Solo entonces se alejó a concluir la otra parte, la más agradable del trabajo.

Cesarina no se demoró mucho. Al segundo golpecito ya le abrió y se la oyó bisbisear en la oscuridad de la salita. La puerta volvió a cerrarse sin ruido.

 

Del Hospital de Clínicas, adonde solo al día siguiente Cesarina lo condujo, Liberato fue transferido al Hospital Militar. En un mes le dieron de alta. En su libreta de enrolamiento la palabra apto había sido tachada con tinta roja y, en su lugar, se leía ahora una clave mágica: inapto definitivamente para el servicio.

Venía todavía muy vendado, con un brazo en cabestrillo y la pierna derecha enyesada. En cuanto a la cabeza, parecía una momia egipcia. Podía pasar fácilmente por un evacuado del frente, por un héroe de la guerra. De hecho, muchos lo creyeron y lo compadecieron al verlo pasar. Uno murmuró con lástima sincera:

—¡Cada vez están viniendo peor de allá…!

 

Los garrotazos de Salvatore apenas habían logrado transfigurar el aire de incipiente imbecilidad que el miedo imprimiera al rostro de Liberato. Por entre el vendaje, su expresión era ahora de iluminada estolidez. Pero, naturalmente, solo por la felicidad de volver a la querida casita, a su incomparable Cesarina. De haber derrotado al miedo, a la muerte.

Cesarina también parecía transfigurada. La notó más hermosa y fresca. Era la lozanía de la salud y de la dicha. Otra cosa que notó, por lo demás también muy natural, eran las frecuentes visitas de Salvatore. Ahora Cesa y él reían y hablaban en voz baja en la salita. Notó, además, que Salvatore usaba sus camisas. Cesarina se las había regalado en pago del gran servicio que les había prestado. Bien hecho. Se le debía mucho y él, por otra parte, no necesitaría camisas quién sabe por cuánto tiempo. Con las vendas tenía bastante.

Cesarina salía de tarde. Regresaba al anochecer, más hermosa y radiante aún, y se ponía a preparar la cena, mientras la charanga sonaba en los muelles despidiendo a las tropas. Pero ahora la banda había recuperado para Liberato todo su brillo marcial, su emoción bélica y heroica de los primeros tiempos.

—¿Oís, Cesa? Más soldados para el Chaco.

—¡Pobrecitos!

—Pero…, nosotros encontramos la gran solución, ¿no es verdad, Cesa?

—Sí, Liberato… ¡La gran solución…! —y la inteligente y activa Cesarina proseguía el trajín doméstico tarareando por lo bajo una tarantela.

*FIN*


El trueno entre las hojas, Buenos Aires, 1953


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