Una inmensa agua gris, inmóvil, muerta, sobre un lúgubre páramo tendida; a trechos, de algas lívidas cubierta; ni un árbol, ni una flor, todo sin vida, ¡todo sin alma en la extensión desierta!
Un punto blanco sobre el agua muda, sobre aquella agua de esplendor desnuda, se ve brillar en el confín lejano: es una garza inconsolable, viuda, que emerge como un lirio del pantano.
Entre aquella agua, y en lo más distante, ¿esa ave taciturna en qué medita? ¡No ha sacudido el ala un solo instante, y allí parece un vivo interrogante que interroga a la bóveda infinita!
Ave triste, responde: Alguna tarde en que rasgabas el azul de enero con tu amante feliz, haciendo alarde de tu blancura, ¿el cazador cobarde hirió de muerte al dulce compañero?
¿O fue que al pie del saucedal frondoso, donde con él soñabas y dormías, al recio empuje de huracán furioso, rodó en las sombras el alado esposo sobre las secas hojarascas frías?
¿O fue que huyó el ingrato, abandonando nido y amor, por otras compañeras, y tú, cansada de buscarlo, amando como siempre, lo esperas sollozando, o perdida la fe… ya no lo esperas?
Dime: ¿Bajo la nada de los cielos, alguna noche la tormenta impía cayó sobre el juncal, y entre los velos de la niebla, sin vida tus polluelos flotaron sobre el agua… al otro día?
¿Por qué ocultas ahora la cabeza en el rincón del ala entumecida? ¡Oh, cuán solos estamos!… Ve, ya empieza a anochecer: ¡Qué igual es nuestra vida!… Nuestra desolación!… ¡Nuestra tristeza!
¿Por qué callas? La tarde expira, llueve, y la lluvia tenaz deslustra y moja tu acolchado plumón de raso y nieve. ¡Huérfano soy!… ¡La garza no se mueve… y el sol ha muerto entre su fragua roja!
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