Casa digital del escritor Luis López Nieves


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La habitación de la claraboya

[Cuento - Texto completo.]

O. Henry

Mrs. Parker le mostraba a usted primero las dos salas. Usted no se habría atrevido a interrumpir su descripción de las ventajas y los méritos del caballero que las había ocupado durante ocho años. Luego usted lograba balbucear la confesión de que no era ni médico ni dentista. Mrs. Parker tenía una manera tal de recibir esa declaración, que usted no podía, después, abrigar la misma sensación hacia su padre, que no lo había hecho estudiar una de las carreras que se adaptaban a las salas de Mrs. Parker.

Se ascendía luego un tramo de escalera y usted visitaba la habitación del segundo piso, que costaba ocho dólares. Convencido por las “maneras de segundo piso” de la mujer, de que la habitación valía los doce dólares que Mr. Toosenberry pagó siempre por ella, hasta que la abandonó para hacerse cargo de la plantación de naranjas de su hermano, en Florida, cerca de Palm Beach, donde Mrs. McIntyre pasaba todos los inviernos; que tenía doble frente y baño privado, usted lograba mascullar que deseaba algo más barato.

Si usted sobrevivía al desprecio de Mrs. Parker, era conducido a ver la gran habitación que daba al hall, de Mr. Skidder, en el tercer piso. La habitación de Mr. Skidder, que escribía obras teatrales y fumaba cigarrillos todo el día, no estaba desocupada. Pero, a toda persona que anduviera a la pesca de una alcoba, se la hacía pasar a su dormitorio para que admirara la sobrepuerta. Después de cada visita, Mr. Skidder, a causa del temor a un posible desalojo, pagaba un poco de su alquiler atrasado.

Luego —¡oh, luego!— si usted aún se mantenía sobre un pie, apretando con la caliente mano los tres húmedos dólares en el bolsillo y proclamaba roncamente su horrible y culpable pobreza, Mrs. Parker no hacía más de cicerone de usted. Gritaba fuerte la palabra “Clara”, le daba a usted la espalda y se marchaba escaleras abajo. Entonces Clara, la sirvienta de color, lo escoltaba a usted hacia arriba de la escalera alfombrada, que conducía al cuarto piso, y le mostraba la Habitación de la Claraboya. Ocupaba siete por ocho pies de espacio, en la mitad del hall. A cada lado de ella se hallaba un armario de madera o despensa.

Contaba con un catre de hierro y una silla. Una repisa hacía las veces de toilet. Sus cuatro paredes desnudas parecían cerrarse sobre usted como los costados de un ataúd. Su mano se deslizaba hacia su garganta, usted boqueaba, miraba hacia arriba, como desde un pozo, y respiraba una vez más. A través del vidrio de la pequeña claraboya veíase un cuadrado del infinito azul.

—Dos dólares, señor —decía Clara con su tono medio despectivo medio atento.

Un día llegó miss Leeson en busca de una habitación. Llevaba una máquina de escribir hecha para ser llevada por una mujer mucho más alta que ella. Era una muchacha muy menuda, de ojos y cabellos que habían continuado creciendo después que ella hubo dejado de hacerlo, y que parecían decir: ‘‘¡Ave María! ¿Por qué no te quedas con nosotros?‘‘

Mrs. Parker le mostró las dos salas.

—En este armario uno puede colocar —dijo la mujer— un esqueleto, anestésicos o carbón…

—Pero yo no soy ni médica ni dentista — repuso miss Leeson, temblando.

Mrs. Parker le dirigió la mirada más incrédula, misericordiosa y despreciativa que reservaba para aquellos que no habían podido recibirse de médicos o dentistas, y la condujo al segundo piso.

—¿Ocho dólares?—interrogó miss Leeson—. ¡Dios mío! No soy Hetty aunque parezca inexperta. Soy simplemente una pobre muchacha trabajadora. Muéstreme alguna habitación más alta y más barata.

Cuando golpearon a su puerta, Mr. Skidder saltó y regó el piso con colillas de cigarrillos.

—Discúlpeme, Mr. Skidder —dijo Mrs. Parker con su diabólica sonrisa, ante el semblante pálido del hombre—. No sabía que estaba usted aquí. Deseo mostrarle los postigos a la señorita, que mirara.

—Son demasiado lindos —dijo miss Leeson sonriendo de la manera exacta en que lo hacen los ángeles.

Después que se retiraron, Mr. Skidder se ocupó en tachar la alta heroína de cabellos negros de su última obra teatral (no estrenada) e insertar una menuda, picaresca, de espesos y brillantes cabellos y rasgos vivaces.

“Anna Held se pondrá furiosa ante esto”, se dijo Mr. Skidder, colocando los pies contra los postigos y desapareciendo en una nube de humo, como un pulpo aéreo.

De inmediato, el toque de somatén de “¡Clara!’’ anunció al mundo el estado del bolsillo de miss Leeson. Un duende negro la tomó, ascendió una escalera estigia, la lanzó a una bóveda con un destello de luz en su parte superior y gruñó las amenazadoras y cabalísticas palabras:

—¡Dos dólares!

—¡La tomaré! —suspiró miss Leeson, hundiéndose en el chirriante catre de hierro.

Miss Leeson salía todos los días a trabajar. Por la noche regresaba con papeles manuscritos, que copiaba en su máquina de escribir. A veces no tenía trabajo por las noches y entonces sentábase en los escalones de la alta escalera, con otros pensionistas. Miss Leeson no estaba destinada a una habitación con claraboya cuando fueron trazados los planes para su creación. Era alegre y plena de tiernas y caprichosas fantasías. Una vez permitió a Mr. Skidder que le leyera tres actos de su comedia (inédita) No es Kid o El heredero de la mina.

Siempre que miss Leeson tenía tiempo de sentarse en la escalera, durante una o dos horas, reinaba la alegría entre los caballeros pensionistas. Pero miss Longnecker, la rubia alta que enseñaba en una escuela pública y decía “¡Bueno, realmente!” a todo lo que uno le expresase, sentábase en el último escalón de la escalera y bufaba. Y miss Dorn, que tiraba al pato todos los domingos en Coney y trabajaba en una tienda, tomaba asiento en el primer escalón y bufaba. Miss Leeson se ubicaba en el escalón del medio y los hombres se agrupaban de inmediato en torno a ella.

Mr. Skidder en particular, quien la había imaginado para estrella de un drama privado y romántico (mudo), de la vida real; Mr. Hoover, de cuarenta y cinco años, grueso, sonrosado y tonto; y el joven Mr. Evans, que fingía una tos hueca para inducirla a que le pidiera que abandonase el cigarrillo. Los hombres la votaron como “la más divertida y alegre”; pero los resoplidos provenientes del último escalón de la escalera y del primero, eran implacables.

Les ruego que dejemos hacer un alto al drama, mientras el coro se acerca a las candilejas con paso majestuoso, y deja caer lágrimas epicenas sobre la gordura de Mr. Hoover. Entonad vuestras flautas a la tragedia del sebo, a la ruina del volumen, a la calamidad de la corpulencia. Sometido a prueba, Falstaff podría haber impreso más romanticismo a la tonelada, de lo que lo habrían hecho las desvencijadas costillas de Adán a la onza. Un amante puede suspirar, pero no debe resoplar. Los hombres gordos son enviados al séquito de Momo. El corazón palpita en vano sobre una cintura de cincuenta y dos pulgadas. ¡Atrás, Hoover! Hoover, de cuarenta y cinco años, sonrosado y tonto, podría haber conquistado a la propia Elena; Hoover, de cuarenta y cinco años, sonrosado, tonto y gordo, es carne para la perdición. Nunca habrá una oportunidad para ti, Hoover.

Mientras los pensionistas de Mr. Parker se hallaban sentados en esa forma, una noche de verano, miss Leeson miró el firmamento y gritó con su pequeña y alegre risa:

—¡Caramba, allá está Billy Jackson! Lo puedo ver desde aquí.

Todos miraron hacia arriba; algunos a las ventanas de los rascacielos; otros alrededor, por si Jackson guiaba una aeronave.

—Es esa estrella —explicó miss Leeson, señalando con su delgado dedo—. Esa grande que titila, no, sino la azul quieta, de cerca de aquella. La veo toda la noche por la claraboya de mi habitación. La he bautizado con el nombre de Billy Jackson.

—¡Bueno, realmente! —exclamó miss Longnecker—. No sabía que era usted astrónoma, miss Leeson.

—Oh, sí —repuso la pequeña observadora de estrellas,—, sé tanto como cualquiera acerca del estilo de las mangas que se van a usar el próximo otoño en Marte.

—¡Bueno, realmente! —exclamó miss Longnecker—. La estrella a la cual usted se refiere es Gamma, de la constelación Casiopea. Está, cercana a la segunda magnitud y su meridiano es…

—Oh —dijo el joven Mr. Evans—, creo que Billy Jackson es un nombre mucho mejor para esa estrella.

—Yo opino lo mismo —dijo Mr. Hoover, respirando fuerte y en forma desafiante hacia miss Longnecker—. Creo que miss Leeson tiene tanto derecho a bautizar estrellas como lo tuvieron los viejos astrólogos.

—¡Bueno, realmente! —exclamó miss Longnecker.

—Me pregunto si es una estrella fugaz —señaló miss Dorn—. El domingo volteé nueve de diez patos y un conejo, en el stand de Coney.

—Desde aquí no se ve bien —dijo miss Leeson—. Tendrían que verla desde mi habitación. Ustedes saben que desde el fondo de un pozo, hasta de día se pueden ver las estrellas. De noche, mi alcoba es como el pozo de una mina de carbón y hace que Billy parezca un gran prendedor de diamantes con el cual la Noche se prende su quimono.

Después de esa noche transcurrió un tiempo durante el cual miss Leeson no llevó sus formidables papeles para copiar a máquina. Y, cuando salía, por las mañanas, en lugar de trabajar, iba de oficina en oficina y dejaba que su corazón se derritiera en gotas de fríos rechazos transmitidos por intermedio de insolentes cadetes. Y este estado de cosas continuaba.

Una noche, la muchacha ascendió hastiadamente la escalera de la casa de Mrs. Parker, a la hora, en que la dueña de casa siempre regresaba de cenar en el restaurante. Mas la pensionista no había comido.

Al penetrar en el hall, Mr. Hoover se le acercó y aprovechó la oportunidad. Le pidió que se casara con él, y su gordura revoloteó sobre ella como una avalancha. La muchacha la esquivó y cogióse del pasamanos. El hombre trató de tomarle la mano y ella la levantó y le golpeó débilmente en el rostro. Paso a paso, la mujer subió los escalones, arrastrándose por el pasamano. Pasó frente a la habitación de Mr. Skidder, mientras su ocupante hallábase anotando, con tinta roja, unas instrucciones para Myrtle Delorme (miss Leeson), concernientes a la representación de su comedia (no aceptada), en el sentido de que “hiciera unas piruetas a través del escenario, desde L hasta el lado del conde”. La muchacha arrastróse hacia arriba de la escalera alfombrada y abrió la puerta de la habitación con claraboya.

Sentíase demasiado débil para encender la luz o desvestirse. Se dejó caer sobre el catre de hierro y su frágil cuerpo apenas estiró los gastados elásticos del colchón. En el erebo de su habitación levantó pesadamente sus párpados y sonrió.

Porque Billy Jackson resplandecía hacia ella, calmo, brillante y constante, a través de la claraboya. Alrededor de la muchacha no existía el mundo. Estaba hundida en un foso de obscuridad; solo un pequeño cuadrado de pálida luz rodeaba la estrella que ella había *bautizado tan caprichosa e ineficazmente. Miss Longnecker debía de tener razón; era Gamma, de la constelación Casiopea, y no Billy Jackson. Y, sin embargo, ella no podía permitir que fuese Gamma,

Mientras yacía de espaldas, trató dos veces de levantar el brazo. En su tercer intento llevóse dos de sus delgados dedos a los labios y lanzó otros tantos besos, desde la obscuridad, a Billy Jackson. Su brazo volvió a caer flojamente.

—Adiós, Billy —murmuró con suavidad—. Te encuentras a millones de millas de distancia y ni siquiera titilas una vez. Pero te mantienes allí, donde puedo verte la mayor parte del tiempo, cuando no hay nada más que mirar que obscuridad, ¿verdad?… Millones de millas… Adiós, Billy Jackson.

Clara, la sirvienta negra, encontró la puerta cerrada con llave, a las 10 de la mañana siguiente. Llamó a otras personas y la forzaron. De nada sirvieron el vinagre aromático y las palmadas en las muñecas; alguien corrió al teléfono y llamó una ambulancia.

A su debido tiempo, golpearon a la puerta, y el hábil y joven médico, de blanco guardapolvo de hilo, diligente, activo, confiado y de rostro suave, medio afable, medio torvo, danzó escaleras arriba.

—Llamaron una ambulancia para el 491—dijo lacónicamente—. ¿Qué ocurre?

—Oh, sí, doctor —bufó Mrs. Parker como si su molestia de que hubiera molestias en la casa fuese más importante que lo que ocurría—. No sé qué puede haberle pasado. Nada de lo que hayamos hecho pudo haberla impulsado. Es una muchacha joven, una miss Elsie, sí una miss Elsie Leeson. En mi casa nunca antes…

—¿Qué habitación es? —gritó el médico con una voz terrible, a la cual Mrs. Parker era extraña.

—Es la habitación de la claraboya. Ella …

Era evidente que el médico de servicio estaba familiarizado con la ubicación de las habitaciones con claraboyas. Subió la escalera de a cuatro escalones. Mrs. Parker lo siguió pesadamente, tal como su posición lo exigía.

Después del primer descanso lo vio que regresaba llevando la astrónoma en sus brazos. El médico se detuvo y soltó el ejercitado escalpelo de su lengua, en voz no muy elevada. Mrs. Parker se contraía gradualmente como un tieso vestido que se cae de un clavo. Después, quedaron arrugas en su mente y en su cuerpo. A veces sus curiosos pensionistas le preguntaban qué le había dicho el médico.

—Dejemos eso —contestaba la mujer— Si pudiera hallar perdón por haberlo escuchado me sentiría satisfecha.

El médico de la ambulancia caminó con su carga a través de la manada de sabuesos que seguían la caza de la curiosidad y hasta retrocedían en la acera, confundidos porque su rostro era el de quien lleva un muerto de su propia familia.

Se percataron de que no colocó la forma que llevaba en la camilla de la ambulancia, y todo lo que dijo fue:

——Corre como el día… o, “Wilson —dirigiéndose al conductor.

Eso es todo. ¿Es un cuento! En el diario de la mañana siguiente leí una breve noticia, cuya última frase puede ayudar a ustedes (como me ayudó a mí) a hilar los incidentes.

Anunciaba la recepción, en el hospital Bellevue, de una joven que había sido conducida desde el número 49 de la calle East, afectada de debilidad por inanición. Concluía con estas palabras.—

“El doctor William Jackson, médico que fue en la ambulancia y atendió el caso, dice que la paciente se repondrá”.

*FIN*


“The Skylight Room”,
The Four Million, 1906


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