La hermana San Sulpicio
[Novela - Texto completo.]
Armando Palacio ValdésI
A las aguas de Marmolejo.
Quiero contar la historia puntual de un episodio de mi vida que no deja de ofrecer algún interés; aunque mi impericia en el arte de escribir quizá llegue a quitárselo. Los sucesos que voy a confiar al papel son tan recientes, que el eco de sus vibraciones aún no se ha apagado en mi alma. Esto hará seguramente más confusa la narración. No han tenido tiempo a depositarse los sedimentos y no es fácil sumergir en esta época importante de mi vida la mirada y distinguir lo que debe tomarse y dejarse para hacer comprensivas y gratas estas confidencias. Pero, en cambio, palpitará en ellas la verdad, y a su mágico influjo tal vez se disipen y se borren las infinitas manchas que mi pluma habrá dejado caer.
Ante todo, es bien que os informe de quién soy, cuál es mi patria y mi condición. Estadme atentos.
Confieso que soy gallego, del riñón mismo de Galicia, pues que nací en un pueblecillo de la provincia de Orense, llamado Bollo. Mi padre, boticario de este pueblo, no tiene más hijo que yo, y ha labrado para mí una fortuna que, si en Madrid significa poco, en Bollo nos constituye casi en potentados. Cursé la segunda enseñanza en Orense, y la facultad de medicina en Santiago. Mi padre hubiera deseado que fuese farmacéutico, pero nunca tuve afición a machacar y envolver drogas. Además, en el instituto de Orense observé que mis compañeros tenían por más noble ejercicio el de la medicina, y esto me decidió enteramente a desviarme de la profesión de mi padre. Así que hube terminado la carrera, solicité y obtuve de él, no sin algún trabajo, la venia para cursar el año del doctorado en Madrid, y a la Corte me vine, donde en vez de dar consistencia a mis conocimientos, no muy seguros por cierto, en las ciencias médicas, perdí bastante tiempo en los cafés, y lo que es aún peor, contraje la funesta manía de la literatura. Quiso mi suerte que fuese a dar con mis huesos a una casa de huéspedes donde alojaba también un autor dramático al por menor, esto es, de los que fabrican piezas para los teatros por horas, el cual me comunicó al punto su inmensa veneración por el arte de recrear al público durante tres cuartos de hora, y un desprecio profundo por todo lo que respetaba y ponía sobre la cabeza anteriormente, por las ciencias exactas y naturales y por los hombres que las profesaban. Collantes, que así se llamaba el poeta, sonreía, no ya con desprecio, sino con verdadera lástima, cuando le hablaba de mis sabios maestros de Santiago, y hasta una vez tuvo la crueldad de tirarme de la lengua en el café delante de otros compañeros, literatos también, para que desahogase mi entusiasmo por Tejeiro y otros que a mí me parecían eminentes profesores. Dejáronme hablar cuanto quise, y cuando más acalorado estaba en el panegírico, soltaron a reír como locos, con lo cual quedé fuertemente avergonzado y confuso. Después que se hartaron de reír, pasaron a tratar de sus asuntos de teatro, pero todavía al despedirse me dijo uno de ellos: «Adiós, Sanjurjo, hasta la vista; otro día hablaremos con más espacio del Sr. Tejeiro», lo que hizo estallar de nuevo en carcajadas a sus amigos. La broma llegó al punto de que cuantas veces me encontraban en la calle, nunca dejaban de preguntarme por la salud de Tejeiro; y esto duró algunos meses.
No había que hablar a aquellos jóvenes, que se reunían todas las tardes y todas las noches del año en torno de una mesa del café Oriental, de otra cosa que de teatros y comediantes. Conocían cuantas obras dramáticas se habían puesto en escena desde 1830 hasta la fecha, y un sabueso no rastreaba mejor la liebre que ellos las semejanzas o filiación de las que se estrenaban en los teatros de la Corte. Eran peritísimos en el arte de hacer reír al público con pisotones en los callos, derrumbamiento de sombreros, tropezones, baños de agua fría con un vaso que se derrama, y otros recursos análogos que jamás dejan de producir dichoso resultado en el teatro. Sobre todo, algunos de ellos eran habilísimos para formar un enredo, haciendo previamente tontos a todos los personajes por medio de una serie de equivocaciones chistosísimas, hasta que al final uno de ellos, iluminado súbitamente, exclamaba: «¡Ah! ¿Conque usted no es el guarda de consumos, sino el arcipreste de…? ¿Y usted no es el padre, sino el nieto de mi amigo Pérez?… ¡Ahora lo comprendo todo!»
Poco a poco, y sin saber cómo, fue penetrando también en mi mente la idea de que todo en el mundo era despreciable, excepto los teatros por horas. La astronomía, la química, la filosofía, la fisiología, cursilerías propias para ser cultivadas por los hombres inferiores, de los cuales mi amigo Collantes y sus compañeros se mofaban con mucho donaire, o como ellos decían, con muy buena sombra. Esto de tener buena sombra fue mi única ambición desde entonces, y me esforcé con ahínco en alcanzar la ventura de poseerla. Pero mis chistes y equívocos, preparados con anticipación en la soledad de mi cuarto, no tenían éxito feliz en el Oriental. Ni una comedia que también forjé y les leí, reuniéndolos al efecto en casa y regalándolos con cigarros y copas de manzanilla, logró su aprobación. Después de fumar y beber cuanto quisieron, comenzaron a saetear mi pobre obra lindamente, y como soy amigo de la verdad, reconozco que lo hicieron con gracia. Pero los gallegos somos casi tan tercos como los aragoneses. No me di por vencido. Escribí otra, y después otra, y logré que se pusieran en escena, y fui estrepitosamente pateado. Tampoco renuncié en absoluto a la literatura, como debía. Escribí algunos artículos de costumbres en los periódicos, y aunque no me dieron un cuarto por ellos, tuve la satisfacción de que Collantes declarase solemnemente, a la hora de almorzar, que «dramático, lo que se llama dramático, no lo sería nunca, pero en el género descriptivo podría aún dar mucho juego». Con este fallo tan lisonjero, confirmado por los tertulios del Oriental, quise volverme loco de alegría y me puse desde entonces con tanto afán a describir cuanto se me ofrecía delante, como si Dios me hubiera mandado al mundo exclusivamente con ese objeto. Las prensas de Madrid y de provincias comenzaron a gemir bajo el peso de mis descripciones. Pronto me convertí en especialista. Poco faltó para que pusiera en las tarjetas Ceferino Sanjurjo, poeta descriptivo. Fui al Ateneo y leí un poema describiendo la siega del trigo, que me valió el ser saludado con los pañuelos por las damas y calurosamente palmoteado por los caballeros.
En esto ¡quién se acordaba, por supuesto, de la medicina legal y de las otras asignaturas del doctorado! Fui a pasar el verano a Bollo, y convencí a mi buen padre de que yo no había nacido para tomar pulsos, sino para describir en verso todo lo creado, y me facilitó dinero para volver al año siguiente a Madrid. Seguí haciendo la misma vida de antes y cultivando la misma especialidad con que casual y dichosamente había acertado. Mas, por efecto de la vida sedentaria y desarreglada que llevaba, o por ventura porque las descripciones cuando se abusa de ellas van directamente al estómago y se sientan en él, es lo cierto que vine a enfermar de este órgano. Tan mal me puse que me resolví en la primavera a ir a tomar las aguas de Marmolejo.
Aquí comienza el período de mi vida que he anunciado como interesante. Y en verdad que ya me pesa, pues nada es peor para obtener buen éxito en las narraciones como despertar la curiosidad con promesas halagadoras. En fin, he cometido una torpeza, y es justo que la pague. Si os reís de mí y de mi loca presunción, yo no estaré a vuestro lado, como la noche funesta en que me silbaron en el teatro de Eslava, para oír vuestras carcajadas. ¡Es horrible! Además, fío mucho en las descripciones.
Arreglados mis bártulos, y después de comer precipitadamente, tomé el tren correo de Sevilla el día 4 de Abril de 188… Cuando hubieron cesado las despedidas, y el pito del jefe dio la señal de marcha y el prolongado tren salió de la estación, dirigí una mirada de examen a los que me acompañaban. El viajero que tenía enfrente era un hombre pálido, de cuarenta a cincuenta años, bigote negro y manos flacas y velludas; el que se sentaba más allá era un caballero rechoncho, de ojos grandes y saltones, con unas cortas patillas entrecanas que le bajaban poco de la oreja, fisonomía abierta y risueña, mientras el otro parecía, por la expresión recelosa y sombría de sus ojos, hombre de carácter oscuro y malhumorado. Así que salimos de la estación, quitose éste, lanzando apagados gemidos, las botas y se puso las zapatillas, colocó el sombrero de castor sobre la rejilla y se encasquetó una gorra de paño.
—Padece usted de los callos, ¿verdad?—le preguntó el caballero gordo con palabra insinuante sonriendo con amabilidad.
—No señor—contestó el otro secamente.
—¡Ah!… Como usted se quejaba al sacarse las botas…
—Es que tengo sabañones—replicó con peor humor y acento catalán bien señalado.
—¡Oh! Pues si usted padece de sabañones es porque quiere.
El catalán le echó una mirada mitad de indignación mitad de curiosidad.
—Sí, señor; porque usted quiere—insistió el otro con aire petulante y satisfecho, mirándole a la cara risueño.
El catalán bajó los ojos, sacudió levemente la cabeza y se dispuso a encender un cigarro.
—Sí, señor; yo, aquí donde usted me ve, he padecido terriblemente de sabañones.
Dijo esto con la misma entonación satisfecha y semblante risueño que si contase que había llegado al polo Norte.
—Pero no tuve más que ponerme unos polvitos que yo tengo, de mi exclusiva invención… y como con la mano.
—Pues hombre, si usted se ha inventado la medicina, ¿cómo quiere usted que yo me haya curado con ella?—dijo el catalán.
—Es que yo puedo facilitárselos cuando usted quiera.
—Muchas gracias; no soy amigo de drogas.
—¿Drogas? Mis polvos no son drogas, señor mío; están hechos exclusivamente con vegetales.
El catalán le miró fijamente, y después volvió la vista a mí, haciendo una mueca expresiva.
—No entra una sola droga en su confección, y lo mismo curan los sabañones, que la calentura, que la tisis, cuando no está en el cuarto grado, se entiende. Las calenturas perniciosas que había en Simancas se han desterrado, y la tisis no se conoce. Las chicas del pueblo los llaman «los polvos de D. Nemesio».
Aquí el catalán soltó una carcajada sonora y brutal que dejó avergonzado al buen D. Nemesio.
—Bueno, señor; si usted no cree en su eficacia, nada hay perdido.
Quedó un poco amoscado y tardó algún tiempo en hablar; pero al cabo de algunos minutos no pudo contenerse y volvió a pegar la hebra asándonos a preguntas. A dónde íbamos, de dónde éramos, qué profesión teníamos, etc. El catalán le respondía con malos modos, cuando le respondía, que no era siempre. Yo satisfice de buen grado su curiosidad. Quedó encantado al saber que iba a Marmolejo. También él se dirigía a este punto, a curarse una afección de la orina.
—Pero, hombre—exclamó el catalán groseramente,—¿no dice usted que tiene usted unos polvos que lo curan todo?
—Sí, señor; que curan casi todas las enfermedades—repuso D. Nemesio algo incomodado;—pero obran mucho mejor ayudados por otras medicinas.
Gracias a sus preguntas supe pronto que el catalán era juez electo de primera instancia en un pueblo de la provincia de Córdoba y que iba a Sevilla a presentarse al presidente de la Audiencia. Se llamaba Jerónimo Puig. Fue todo lo que pudo sacar de él D. Nemesio, quien por su parte nos enteró prolijamente de su patria, condición, familia, carácter y cuantas circunstancias podían ser directa o indirectamente útiles para su biografía. Era un propietario rico de Simancas, donde había nacido y criádose, y tenía mujer y siete hijos, cuatro de ellos casados. La exposición seria y concienzuda que nos hizo del carácter de cada uno de sus yernos y nueras duró cerca de una hora. El catalán, cuando lo juzgó conveniente, hizo de la capa almohada y se tendió a lo largo, y no tardó en roncar. Yo me vi obligado a escucharle largo rato aún, si bien a la postre concluí por pensar en mis asuntos, dejándole despacharse a su gusto.
El tren corría ya por los campos de la Mancha, que se extendían por entrambos lados como una llanura negra interminable que cortaba la esfera brillante del firmamento poblado de estrellas. D. Nemesio, fatigado al cabo de tanto hablar, comenzó a dar cabezadas, pero sin decidirse a tumbarse, como si quisiera mantenerse siempre alerta para coger el hilo del discurso en cuanto el sueño le dejase un momento de respiro.
Paró el tren.—«Argamasilla, cinco minutos de parada»—gritó una voz.—Di un salto en el asiento y me apresuré a abrir la ventanilla, clavando mis ojos ansiosos en la oscuridad de la llanura. Aquel nombre había hecho dar un vuelco a mi corazón; era la patria del famoso Don Quijote de la Mancha; y aunque yo en mi calidad de poeta lírico he despreciado siempre a los novelistas por falta de ideal, todavía el nombre de Cervantes fascinaba mi espíritu por la gran fama de que goza en todo el universo. La negra silueta del pueblo dibujábase a la lejos, y una torrecilla alzábase sobre él destacando su espadaña con precisión del fondo oscuro de la noche. ¡Pobre Cervantes! ¡Aquí fue preso y maltratado como el último comisionado de apremio; en todas partes despreciado y humillado, cual si no hubiese tropezado en el curso de su vida más que con poetas líricos!
—¿Sabe usted que entra un fresquecito regular?—dijo D. Nemesio despertándose.
—¿Quiere usted que levante el cristal?
—Si usted no tiene inconveniente…
—Ninguno—repuse, apresurándome a hacerlo.—Estaba mirando al pueblo de Argamasilla, donde se dice que Cervantes fue preso y colocó la patria de su héroe.
—¡Ah, Cervantes!… ¡Ya!—exclamó D. Nemesio abriendo mucho los ojos para expresar que no era insensible a este nombre. Y luego, encarándose conmigo, me preguntó con interés:
—Cervantes era un hombre muy despejado, ¿verdad?
—No, señor—respondí bruscamente, echándome a dormir y tapándome con la manta.
Comenzó a clarear el día en Despeñaperros. Una banda rojiza y cárdena que se extendía por el Oriente daba al cielo un aspecto fantástico de panorama de feria. La crestería de la sierra lejana teñíase de verde. Con los ojos hinchados por el sueño y sintiendo leves escalofríos en el cuerpo, miré por la ventanilla y vi el pueblecillo de Vilches pintorescamente colgado entre dos montañas no muy lejos de la vía: parece sentado en un columpio cuyos cabos invisibles están amarrados a la cima de aquéllas.
D. Nemesio se alzó del asiento restregándose los ojos, y apenas lo hizo soltó el chorro de nuevo, haciéndome sabedor de los lances curiosos que le habían pasado en los diferentes viajes que había corrido por aquella línea. En Manzanares le habían dado en cierta ocasión un café detestable; la manteca rancia: otra vez el jefe de la estación de Alcázar no le había querido facturar el equipaje por llegar dos minutos tarde: en otra ocasión, en la fonda de Menjíbar, no les dieron tiempo a almorzar; pero él, que es un gran tunante, se burló del fondista apoderándose de lo que había en la mesa y llevándoselo al coche. Mientras tanto yo envidiaba al catalán que, enteramente cubierto por la manta, no rebullía. Pero como no es posible la felicidad en este mundo, cuando yo estaba pensando en ella, apareció el revisor y le despertó exigiéndole el billete. Se levantó de muy mal humor, por no variar. Llegamos a la estación de Baeza, donde el catalán se bajó del coche. Don Nemesio y yo permanecimos en él. Sonó la campanilla, dio el mozo la voz a los viajeros, se oyó el estrépito de las portezuelas al cerrarse, y nuestro catalán no parecía. D. Nemesio experimentó viva inquietud.
—¡Caramba, cómo se descuida el señor de Puig!
Pasó un momento: todos los viajeros estaban ya en sus coches.
—¡Caramba, caramba, ese hombre va a perder el tren!
Cuando sonó el pito del jefe y la máquina contestó con un formidable resoplido, D. Nemesio, presa de indescriptible ansiedad, asomó su calva venerable por la ventanilla gritando:
—¡Puig! ¡Puig!… Mozo, mire usted si en el retrete hay un caballero catalán…
El mozo se encogió de hombros con indiferencia.
Arrancó el tren y comenzó majestuosamente a separarse de la estación, y mi compañero de viaje seguía gritando a la ventanilla:
—¡Puig! ¡Puig!
Al fin se dejó caer rendido en el asiento, con la consternación pintada en el semblante.
—¡Válgame Dios! ¡Válgame Dios! ¡Pobre señor!…
Y principió a hacer comentarios tristísimos acerca de aquel lance desgraciado. No me parecía a mí tan lamentable como a él, pero le seguí el humor, deplorándolo amargamente.
—¡Pobre señor!… ¡Y mañana tenía que presentarse sin falta al presidente de la Audiencia! Yo no comprendo cómo estos hombres se descuidan… Bien es verdad que si una necesidad apremiante… ¡Vaya por Dios! Y vea usted, vea usted, Sanjurjo, las botas y el sombrero allí sobre la red…
D. Nemesio miraba con ojos enternecidos aquellas prendas.
—Se ha quedado el pobre señor con gorra y zapatillas, sin abrigo alguno, sin maleta… Se me ocurre una cosa. En la primera estación dejamos estos efectos al jefe y le telegrafiamos, ¿no le parece a usted?
Encontré razonable la proposición, y como lo pensamos lo hicimos tan pronto como el tren se detuvo un instante. Cumplido este deber de humanidad, volvimos de nuevo al coche con la satisfacción que se experimenta siempre que se lleva a cabo una acción buena, y principiamos a departir alegremente, escuchando yo con más atención que antes los pormenores biográficos en que se anegaba el propietario de Simancas. La luz matinal, esplendorosa ya, y la perspectiva de llegar pronto nos animaban. Sacó D. Nemesio una maquinita con espíritu de vino y se puso a hacer chocolate, que tomamos con increíble apetito y alegría.
Pasaron volando cuatro o cinco estaciones más. Llegamos a Andújar.
—¡Hola, señores! ¿Cómo se va?—dijo una voz, y al mismo tiempo asomó por la ventanilla el rostro cetrino del catalán, esta vez risueño y desencogido, mirándonos con ojos benévolos.
D. Nemesio y yo quedamos petrificados y nos dirigimos una mirada de angustia sin contestar al saludo.
—Buen día, ¿eh?… ¿Se ha tomado chocolate, por lo que veo?… Nosotros nos hemos desayunado a la catalana… Vienen ahí unos paisanos, del mismo Reus, ¿sabe? y vinimos de jarana y de broma… Tomamos unas copitas de ojén, y luego una butifarrita.
Puig se había puesto de un humor excelente con aquel encuentro. Nosotros, cada vez más confusos, le mirábamos con tan extraña fijeza y ansiedad, que por milagro no se fijaba en nuestra rarísima actitud. Abrió la portezuela al fin, y se acomodó alegremente a nuestro lado, mientras a mí me corrían escalofríos por el cuerpo, y D. Nemesio sudaba de angustia. No hacíamos otra cosa que dirigir vivas ojeadas a la rejilla, esperando cuándo el catalán levantara la vista y echaba de menos los bártulos. Al cabo de algunos minutos, no pudiendo sufrir más tiempo tal congoja, decidí acabar de una vez.
—Señor Puig (mi voz salió un poco ronca. D. Nemesio me miró con terror). Señor Puig… nosotros, con la mejor intención del mundo, le hemos hecho un flaco servicio…
El catalán me miró con inquietud y me turbé un poco.
—Nosotros pensamos—dijo D. Nemesio—que usted había perdido el tren en Baeza.
—Que se había usted quedado en el retrete—añadí yo.
—Y comprendiendo que su situación debía ser muy fastidiosa—siguió D. Nemesio.
—Y que le vendría muy bien que su maleta no fuese a dar a Sevilla—dije yo.
—Se la hemos dejado, con los demás bártulos, al jefe de la estación de Jabalquinto—se apresuró a concluir D. Nemesio, clavando sus ojos saltones y suplicantes en el catalán.
—¡Pues es verdad, voto a Dios!—exclamó éste levantando los suyos a la rejilla.
—Dispénsenos usted por favor…
—Ya comprenderá usted que nuestra intención…
—¡Qué intención ni que Cristo, ni qué mal rayo que los parta!—profirió Puig llevándose las manos a la cabeza.—¡La han hecho ustedes buena! ¿Y cómo me presento yo en gorra y zapatillas al presidente?
—¿Quiere usted mi sombrero y mis botas?—le preguntó D. Nemesio.—También le puedo facilitar alguna camisa.
—Déjeme usted en paz con sus botas y sus camisas… Lo que yo quiero es mi equipaje, ¿sabe?… ¿Qué rayos tenía usted que ver con él, ni por qué se ha metido donde no le llamaban?
—Oiga usted, señor mío, me parece que no hay razón para faltarme—exclamó D. Nemesio encrespándose.
—La culpa ha sido de los dos, señor Puig, me apresuré yo a decir.
Cada vez más furioso, y tirándose de los pelos y revolviéndose en el asiento, Puig comenzó a desahogarse en catalán, lo que fue una gran fortuna, pues no lo entendíamos. Sólo por la entonación y por las furiosas miradas que alguna vez nos dirigía, sabíamos que nos estaba poniendo como trapos.
En esto íbamos llegando ya a la estación de Arjonilla. Cuando paró el tren, nuestra víctima se apresuró a salir sin despedirse, dio un gran golpe a la portezuela y no volvimos a verle más.
II
Conozco a la hermana San Sulpicio.
El ómnibus saltaba por encima de las piedras sacudiéndonos en todos sentidos, haciéndonos a veces tocar con la cabeza en el techo; yo llegué a besar, en más de una ocasión, con las narices el rostro mofletudo de D. Nemesio. El empedrado no es el género en que más se distingue Marmolejo. Por las ventanillas podíamos tocar con la mano las paredes enjalbegadas de las casas. El dueño de la Fonda Continental, hombre de mediana edad y estatura, bigote grande y espeso, ojos negros y dulces, no apartaba la vista de nosotros, fijándola cuándo en uno, cuándo en otro, con expresión atenta y humilde, parecida a la de los perros de Terranova. Cuando quiso Dios al fin que el coche parase, saltó a tierra muy ligero y nos dio la mano galantemente para bajar. Yo no acepté por modestia.
La Fonda Continental era una casita de un solo piso, donde se verían muy apurados para alojarse europeos, africanos, americanos y oceánicos, aunque viniese un solo hombre por cada continente. En el patio, con pavimento de baldosín rojo y amarillo, había cuatro o cinco tiestos con naranjos enanos. La habitación en que me hospedaron era ancha por la boca, baja y cerrada por el fondo, en forma de ataúd, lo cual revelaba en el arquitecto que construyó la casa ciertos sentimientos ascéticos que no he podido comprobar. La cama igualmente parecía descender en línea recta del lecho que usó San Bruno.
Cuando hube permanecido en aquel agujero el tiempo suficiente para lavarme y limpiar la ropa, salí como los grillos a tomar el sol acompañado del patrón, que tuvo la amabilidad de llevarme al paraje donde las aguas salutíferas manaban. Propúsome ir en coche, mas considerando la traza no muy apetitosa del vehículo que me ofrecía, y con el deseo, propio de todo viajero, de ver y enterarme bien del aspecto y situación del pueblo en que me hallaba, decidí emprenderla a pie. Mientras tanto D. Nemesio permanecía en su celda, entregado, quizá, a severas penitencias, por el pecado de haber ocasionado tan cruel disgusto a nuestro compañero de viaje. Porque fue él quien tuvo la culpa de dejar al jefe de Jabalquinto el sombrero y las botas del juez catalán. Les juro a ustedes que yo solo nunca me hubiera atrevido.
Marmolejo está situado cerca de la Sierra Morena, de donde salen las aguas que le han dado a conocer al mundo civilizado. Tiene el aspecto morisco como algunos pueblos de la provincia de Málaga y los de la Alpujarra. La blancura deslumbradora de sus casitas, que cada pocos días enjalbegan las mujeres, la estrechez de sus calles, la limpieza extraordinaria de sus patios y zaguanes, acusan la presencia, por muchos años, de una raza fina, culta, civilizada, que ha dejado por los lugares donde hizo su asiento hábitos graciosos y espirituales.
El pueblo es pequeñísimo: al instante se sale de él. Caminamos hacia la sierra, que dista dos o tres kilómetros. La Sierra Morena no ofrece ni la elevación, ni la esbeltez, ni el brillo pintoresco y gracioso de las montañas de mi país. Es una región agreste y adusta que extiende por muchas leguas sus lomos de un verde sombrío, donde rara vez llega la planta del hombre en persecución de algún venado o jabalí. Sin embargo, el contraste de aquella cortina oscura con la blancura de paloma del pueblo la hacía grata a los ojos y poética. En suave declive, por una carretera trazada al intento, bajamos al manantial que sale en el centro mismo del río Guadalquivir, el cual viene ciñendo la falda de la sierra. Hay una galería o puente que conduce de la orilla al manantial. Por ella se paseaban gravemente dos o tres docenas de personas, revelando en la mirada vaga y perdida más atención a lo que en el interior de su estómago acaecía que al discurso o al paso de sus compañeros de paseo. De vez en cuando se dirigían al manantial con pie rápido, bajaban las escalerillas, pedían un vaso de agua y se lo bebían ansiosamente, cerrando los ojos con cierto deleite sensual que despertaba en su cuerpo la esperanza de la salud.
—¿Se ha bebido mucho ya, madre?—dijo mi patrón asomándose a la baranda del hoyo.
Una monja pequeña, gorda, de vientre hidrópico y nariz exigua y colorada, que en aquel momento llevaba un vaso a los labios, levantó la cabeza.
—Buenos días, señor Paco… Hasta ahora no han caído más que cuatro. ¿Quiere usted un poquito para abrir el apetito?
A mi patrón le hizo mucha gracia aquello.
—Para abrir el apetito, ¿eh? Deme usted algo para cerrarlo, que me vendría mejor. ¿Y las hermanas?
Dos monjas jóvenes y no mal parecidas, que al lado de la otra estaban con la cabeza alzada hacia nosotros, sonrieron cortésmente.
—Lo de siempre, dos deditos—contestó una de ojos negros y vivos, con acento andaluz cerrado y mostrando una fila primorosa de dientes.
—¡Qué poco!
—¡Anda! ¿Quiere usted que criemos boquerones en el estómago, como la madre?
—¡Boquerones!
—Boquerones gaditanos. No hay más que echar la red.
El vientre hidrópico de la madre fue sacudido violentamente por un ataque de risa. Los boquerones que allí nadaban, al decir de la monja, debieron pensar que estaban bajo la influencia de un temporal deshecho. También reímos nosotros, y bajamos al manantial. Al acercarnos, la madre me saludó con sonrisa afectuosa: yo me incliné, tomé el crucifijo que pendía de su cintura y lo besé. La monja sonrió aún con más afecto y expresión de bondadosa simpatía.
Seamos claros. Si este libro ha de ser un relato ingenuo o confesión de mi vida, debo declarar que al inclinarme para besar el crucifijo de metal no creo haber obrado solamente por un impulso místico; antes bien, sospecho que los ojos negros de la hermana joven, atentamente posados sobre mí, tuvieron parte activa en ello. Sin darme tal vez cuenta, quería congraciarme con aquellos ojos. Y la verdad es que no logré el intento. Porque en vez de mostrarse lisonjeados por tal acto de devoción, pareciome que se animaban con leve expresión de burla. Quedé un poco acortado.
—¿El señor viene a tomar las aguas?—me preguntó la madre entre directa e indirectamente.
—Sí, señora; acabo de llegar de Madrid.
—Son maravillosas. Dios Nuestro Señor les ha dado una virtud que parece increíble. Verá usted cómo se le abre apetito en seguida. Comerá usted todo cuanto quiera, y no le hará daño… Mire usted, yo puedo decirle que soy otra, y no hace más que ocho días que hemos venido… ¡Figúrese que ayer he comido hígado de cerdo y no me ha hecho daño!… Pues esta filleta—añadió apuntando a la hermana de los ojos negros.—¡No quiero decirle el color que traía! Parecía talmente ceniza. Ahora tampoco está muy colorada, pero ¡vamos!… ya es otra cosa.
Fijé la vista con atención en ella, y observé que se ruborizó, volviéndose en seguida de espaldas para coger un vaso de agua.
Era una joven de diez y ocho a veinte años, de regular estatura, rostro ovalado de un moreno pálido, nariz levemente hundida pero delicada, dientes blancos y apretados, y ojos, como ya he dicho, negros, de un negro intenso, aterciopelado, bordados de largas pestañas y un leve círculo azulado. Los cabellos no se veían, porque la toca le ceñía enteramente la frente. Vestía hábito de estameña negra ceñido a la cintura por un cordón del cual pendía un gran crucifijo de bronce. En la cabeza, a más de la toca, traía una gran papalina blanca almidonada. Los zapatos eran gordos y toscos; pero no podían disfrazar por completo la gracia de un pie meridional. La otra hermana era también joven, acaso más que ella, más baja también, rostro blanco, de cutis transparente que delataba un temperamento linfático, los ojos zarcos, la dentadura algo deteriorada. Por la pureza y corrección de sus facciones y también por la quietud parecía una imagen de la Virgen. Tenía los ojos siempre posados en tierra y no despegó los labios en los breves momentos que allí estuvimos.
—Vamos, beba usted, señor; pruebe la gracia divina—me dijo la madre.
Tomé el vaso que acababa de dejar la hermana de los dientes blancos, y me dispuse a recoger agua, pues el que la escanciaba había desaparecido por escotillón; mas al hacerlo tuve necesidad de apoyarme en la peña, y cuando me inclinaba para meter el vaso en el charco, resbalé y metí el pie hasta más arriba del tobillo.
—¡Cuidado!—gritaron a un tiempo el patrón y la madre, como se dice siempre después que le ha pasado a uno cualquier contratiempo.
Saqué el pie chorreando agua y no pude menos de soltar una interjección enérgica.
La madre se turbó y se apresuró a preguntarme con semblante serio:
—¿Se ha hecho usted daño?
La hermanita del cutis transparente se puso colorada hasta las orejas. La otra comenzó a reír de tan buena gana, que le dirigí una rápida y no muy afectuosa mirada. Pero no se dio por entendida; siguió riendo, aunque para no encontrarse con mis ojos volvía la cara hacia otro lado.
—Hermana San Sulpicio, mire que es pecado reírse de los disgustos del prójimo—le dijo la madre.—¿Por qué no imita a la hermana María de la Luz?
Esta se puso colorada como una amapola.
—¡No puedo, madre, no puedo; perdóneme!—replico aquélla haciendo esfuerzos por contenerse, sin resultado alguno.
—Déjela usted reír. La verdad es que la cosa tiene más de cómica que de seria—dije yo afectando buen humor, pero irritado en el fondo.
Estas palabras, en vez de alentar a la hermana, sosegaron un poco sus ímpetus y no tardó en calmarse. Yo la miraba de vez en cuando con curiosidad no exenta de rencor. Ella me pagaba con una mirada franca y risueña donde aún ardía un poco de burla.
—Es necesario que usted se mude pronto; la humedad en los pies es muy mala—me dijo la madre con interés.
—¡Phs! Hasta la noche no me mudaré. Estoy acostumbrado a andar todo el día chapoteando agua—dije en tono desdeñoso afectando una robustez que, por desgracia, estoy muy lejos de poseer. Pero me agradaba bravear delante de la monja risueña.
—De todos modos… váyase, váyase a casa y quítese pronto el calcetín. Nosotras nos vamos a dar un paseíto por la galería, a ver si el agua baja. Quédense con Dios Nuestro Señor.
Me incliné de nuevo y besé el crucifijo de la madre. Lo mismo hice con el de la hermana María de la Luz, que por cierto volvió a ponerse colorada. En cuanto al de la hermana San Sulpicio, me abstuve de tocarlo. Sólo me incliné profundamente con semblante grave. Así aprendería a no reírse de los chapuzones de la gente.
Poco después que ellas, subimos nosotros a la galería y dimos algunos paseos contra la voluntad de mi patrón, que a todo trance quería llevarme a casa para que me mudase. Mas yo tenía deseos de permanecer allí para confirmar a las monjas, sobre todo a la jocosa morena, en la salud y vigor de que me había jactado. Cuando pasábamos cerca la miraba atentamente; pero ni ella ni sus compañeras alzaban los ojos del suelo. No obstante, observé que con el rabillo me lanzaba alguna rápida y curiosa ojeada.
—Es linda la monjita, ¿verdad?—me dijo el señor Paco.
—¡Phs! No es fea… Los ojos son muy buenos.
—Y qué colores tan hermosos, ¿eh?
—El color no me parece muy allá… Pero ¿de quién habla usted?
—De la hermana María de la Luz, de la pequeñita.
—¡Ah! Sí, sí… es muy bonita.
Debí suponer que a un patrón de huéspedes le placería más la corrección fría y repulsiva de ésta que la gracia singular de la otra hermana. Porque mi rencor hacia ella no llegaba hasta negarle lo que en conciencia no podía, la gracia. Era una gracia provocativa y seductora que no residía precisamente en sus ojos vivos y brillantes, ni en su boca, un poco grande, fresca, de labios rojos que a cada momento humedecía, ni en sus mejillas tostadas, ni en su nariz, levemente remangada: estaba en todo ello, en el conjunto armónico, imposible de definir y analizar, pero que el alma ve y siente admirablemente. Esta armonía, que acaso sea resultado del esfuerzo constante del espíritu sobre el cuerpo para modelarlo a su imagen, observábase igualmente en todos sus movimientos, en el modo de andar, de emitir la voz, de accionar; pero su última y suprema expresión se hallaba indudablemente en la sonrisa. ¡Qué sonrisa! Un rayo esplendente del sol que iluminaba y transfiguraba su rostro como una apoteosis.
Después de dar unas cuantas vueltas por la galería se fueron hacia arriba, y yo al poco rato manifesté al señor Paco deseo de subir también a ver el parque que en la orilla del río han formado recientemente para esparcimiento y recreo de los bañistas. Es una gran terraza natural sobre el Guadalquivir, con que termina la falda de la colina en que Marmolejo está asentado. En ella hay jardines y paseos, cuyos árboles, nuevos aún, no consiguen dar sombra y frescura; pero ya crecerán, y allá iré, si Dios me da vida, a recordar debajo de sus copas los deliciosos días que pasé a su lado.
La disposición de los paseos, la variedad de plantas que el señor Paco me mostraba con orgullosa satisfacción, no me la producía a mí extremada en verdad. Seguía los caminitos de arena y me perdía en su laberinto con paso distraído, la mirada enfilada a lo lejos.
Al doblar un sendero, en el paraje más solitario del jardín, me las encontré de frente. Venían acompañadas de un clérigo. Al cruzar a nuestro lado saludaron muy cortésmente: el clérigo se llevó con gravedad la mano al sombrero de teja.
—¿Dónde están alojadas estas monjas?—pregunté a mi patrón.
—¿Dónde están alojadas?… ¡Pues en casa! ¿No las ha visto usted?… ¡Ah! No me acordaba que ha llegado hoy… Ocupan dos habitaciones no muy lejos de la que usted tiene.
—¿Son hermanas de la Caridad?
—Me parece que no, señor… Tienen un colegio allá en Sevilla… La más vieja es la superiora… es valenciana. Las dos jóvenes son sevillanas y creo que primas carnales… ¿No conoce usted al sacerdote? Es un jesuita… un señor de mucha fama. Se llama el padre Talavera, ¡Qué linda es la hermana María de la Luz! ¿eh?
—Mucho.
Vagamos todavía un rato por los jardines, pero no volvimos a tropezar con ellas. En cambio, fuimos a dar a un cenador donde tres o cuatro bañistas leían periódicos. Mi patrón entabló conversación con ellos. Se habló de política: la proximidad de una guerra entre Francia y Alemania era lo que preocupaba la atención en aquel momento. Pesáronse las probabilidades de triunfo por una y otra parte. Uno de aquellos señores, hombre gordo, de piernas muy cortas y traje claro, apostaba por Alemania; los otros dos ponían por Francia. Cuando hubieron discutido un rato, mi patrón intervino, sonriendo con superioridad.
—No lo duden ustedes, la victoria esta vez será de Francia.
—Yo lo creo así también. Francia se ha repuesto mucho y se ha de batir mejor y con más gana que la primera vez—dijo uno.
—Pues yo creo que están ustedes en un error—saltó el hombre gordo.—Alemania es un país exclusivamente militar; todas sus fuerzas van a parar a la guerra; no se vive más que para la guerra… Además, ¿qué me dicen ustedes de Bismarck?… ¿Y de Moltke? Mientras ese par de mozos no revienten, no hay peligro que Alemania sea vencida.
—Yo le digo a usted, caballero—contestó mi patrón con sonrisa más acentuada, en tono excesivamente protector,—que todo eso está muy bien, pero que vencerá Francia.
—Mientras no me diga usted más que eso, como si no me dijera nada… Lo que yo quiero son razones—respondió el hombre gordo, un poquillo irritado ya.
—No es posible dar razones. Lo que le digo es que Alemania será vencida—manifestó mi patrón con grave continente y una expresión severa en la mirada que yo no le había visto.
—¿Qué me dice usted? ¿De veras?—replicó el otro riendo con ironía.
Entonces mi patrón, encendido por la burla, profirió furiosamente:
—Sí, señor; se lo digo a usted… Sí, señor, le digo a usted que vencerá Francia.
—Pero, hombre de Dios, ¿por qué?—preguntó el otro con la misma sonrisa.
—¡Porque quiero yo!… ¡Porque quiero yo que venza Francia!—gritó el señor Paco con la faz pálida ya y descompuesta, los ojos llameantes.
Nos quedamos inmóviles y confusos, mirándonos con estupor. Un mismo pensamiento cruzó por la mente de todos. Y reinó un silencio embarazoso por algunos segundos, hasta que uno de los bañistas, volviéndose para que no se le viera reír, entabló otra conversación.
—Allá va el padre Talavera con unas monjas.
Me apresuré a mirar por entre las hojas de la enredadera, y en efecto vi el grupo a lo lejos. El bañista que nos lo había anunciado metía el rostro por el follaje para que no se oyesen las carcajadas que no era poderoso a reprimir.
Mi patrón, avergonzado, y otra vez con aquella expresión humilde e inocente en los ojos de perro de Terranova, me dijo tirándome de la ropa:
—D. Ceferino, ya es la hora de almorzar; ¿nos vamos?
Despedímonos de aquellos señores, que apenas nos miraron, y subimos a una de las calesas que partían para el pueblo. Mientras caminábamos hacia él, el señor Paco me dijo con acento triste y resignado:
—Aquellos señores se han quedado riendo de mi… Bueno; algún día se arrepentirán de esa risa y se llamarán borricos a sí mismos… ¡Si yo pudiese hablar!… Pero no está lejano el día en que vendrán los más altos personajes a pedirme de rodillas que les revele mi secreto…
—¡Diablo, diablo!—exclamé para mí.—¡He venido a parar a casa de un loco!
III
Me enamoro de la hermana San Sulpicio.
Dos días después, el señor Paco, yendo conmigo de paseo otra vez, me reveló la mitad de su secreto. Los alemanes no podían vencer porque tenía pensado ofrecer a la Francia un sistema de cañones que daba al traste con todos los inventos que hasta ahora se habían realizado en materia de artillería. Era un cañón el suyo extraordinario, mejor dicho, maravilloso; un hombre lo podía subir a la montaña más alta.
—No será de hierro.
—No, señor.
—¿De madera?
—Tampoco.
—¿De papel?
—No, señor.
Quedeme reflexionando un instante.
—¿Y tiene el mismo calibre que los demás?
—Cuanto se quiera.
—¡No comprendo!…
El señor Paco me miraba con sus grandes ojos inocentes, donde brillaba una sonrisa de triunfo.
—No puedo decirle ahora, D. Ceferino, de qué está hecho; pero no tardará usted en saberlo… Dentro de pocos días empezará a construirse el modelo en París… Ya verá usted, ya verá adónde llega mi nombre… Por supuesto que si Bismarck supiese lo que tiene encima, ya estaría ofreciéndome el dinero que quisiera… Pero yo no le vendo el secreto así me entierre en oro, ¿está usted?… Aunque sea de balde se lo doy yo al francés primero que al pruso… Cada hombre tiene su simpatía, ¡vamos!… Usted tiene más aquel por una persona, y le da la sangre del brazo, y a otro ni el agua…
—Tiene usted mucha razón—repuse.—El asunto es tan serio y trascendental que los intereses particulares de una persona, siquiera sean los del mismo inventor, deben posponerse a los de tantos millones de seres…
El inventor quiso conmoverse.
—Sí, señor; primero me quedo con él en el cuerpo que se lo dé al príncipe de Bismarck… y eso que mire usted, D. Ceferino, yo no tengo motivo para estar agradecido de los franceses. Aquí ha venido uno hace dos años, un monsieur Lefebre, que me ha quedado a deber quince días de pupilaje.
—Doblemente le honra a usted esa generosidad.
Se enterneció el señor Paco, y si hubiera insistido un poco, tengo la seguridad de que llegaría a revelarme la primera materia de su famoso cañón; pero tenía yo prisa en aquel momento y no abusé de su blandura.
Las monjas, como me había dicho el patrón, ocupaban dos habitaciones no lejos de la mía. En una de ellas dormía la madre y en la otra las hermanas San Sulpicio y María de la Luz. No bajaban a comer en la mesa redonda, sino que lo hacían en su cuarto. Lo mismo los suyos que el mío, tenían la salida a un corredor abierto que daba sobre el patio.
La tarde del mismo día en que llegué, volví a verlas en la galería de las aguas, y las saludé con mucha cortesía. Me contestaron igualmente, y observé que la hermana San Sulpicio me dirigió una franca sonrisa muy amable. Tuve tentaciones de acercarme a ellas y entablar conversación, pero vacilé durante tres o cuatro vueltas, y cuando iba a decidirme a ello, se fueron a buscar la calesa para trasladarse a casa. Al día siguiente por la mañana no las vi. El que escanciaba el agua me dijo que habían estado. Por el patrón supe que se levantaban con estrellas e iban a la iglesia a oír la misa de alba y hacer sus oraciones: después bebían el agua y se retiraban a sus aposentos. Sólo una que otra vez tornaban al manantial antes de almorzar. No sé por qué me molestó un poco no haberlas tropezado; tal vez por ser las únicas personas que allí conocía. Porque D. Nemesio, que me acompañaba bastante, a fuerza de atenciones se me había hecho antipático, abrumador. No podía asomar la cabeza fuera de mi cuarto sin que me invitase a una partidita de billar o de tresillo, o a ir de paseo o a beber una botella de cerveza. Y su conversación interminable, prosaica, me aburría tan extremadamente, que ya le huía como al sol del mediodía. Luego aquella curiosidad maldita, aquel afán inmoderado de saber la vida de uno con todos sus pormenores, lo que había hecho y lo que pensaba hacer, era para desesperarse.
Cuando hube leído algún tiempo tumbado sobre la cama (después de haber rechazado la invitación de D. Nemesio para jugar unas carambolas), salí con objeto de dar un paseo hacia el manantial. La hermana San Sulpicio cruzaba al mismo tiempo por el corredor, y cruzaba tan velozmente que el vestido se le enganchó en un clavo de la pared y se rasgó con un siete formidable.
—¡Jesús, qué dichosos clavos!—exclamó con rabia, dando una patadita en el suelo y mirando con tristeza el desperfecto.
—Ahora me toca a mí reír, hermana.
—Ríase usted, ríase usted sin cumplimientos—me respondió con viveza, riendo ella la primera.
—No soy rencoroso—repuse en tono dulzón y galante; y acercándome al mismo tiempo, me incliné y besé su crucifijo.
—¿Y por qué había de guardarme rencor? ¿Por la risa del otro día?… ¡Pues, hijo, si yo nací riendo, y hasta es fácil que me ría cuando esté dando las últimas boqueadas!
—Hace usted bien en reírse, y aunque sea de mí se lo agradezco por el gusto que me da el ver una boca tan fresca y tan linda.
—¡Oiga! ¿No sabe que es pecado echar flores a una monja, y mucho más que ésta las escuche?
—Me confesaré, y en paz.
—No basta; es necesario arrepentirse y hacer propósito de no volver a pecar.
—¡Es difícil, hermana!
—Pues yo no quiero darle ocasión. Adiós.
Y se alejó corriendo; mas a los pocos pasos volvió la cabeza, y haciendo una mueca expresiva, sin dejar de correr, me dijo:
—Tenemos a la madre enferma, ¿sabe?
—¿Qué tiene?—pregunté avanzando muy serio, con el objeto de no espantarla y obligarla a detenerse.
—No sé… Cosas de mujeres cuando nos hacemos viejas, ¿sabe usted?—respondió con desenfado.
—Pues dígale que si necesita mis servicios, tendré mucho gusto en prestárselos. Soy médico.
—¡Ah! ¿Es usted médico? Pues ya tiene obra en que poner las manos. En cuantito lo sepa la madre, ya le está a usted llamando… váyase, váyase, criatura, si no quiere que le secuestren.
—Le repito que tendré mucho gusto en ello. Aquí aguardo a que me llame.
La hermana entró en el cuarto, y salió a los pocos momentos.
—¡No se lo decía!—exclamó.—Entre, entre, pobrecito, y no eche la culpa a nadie, que usted se la ha tenido.
Y al mismo tiempo me empujaba suavemente.
Estaba en lo cierto. La buena madre era una fuente de chorro continuo para describir las mil y una enfermedades que padecía.
En aquellos momentos decía sentir una gran bola en el vientre, tan fría que la helaba; al mismo tiempo se quejaba de dolor de cabeza. Para ponerme en antecedentes de la dolencia empleó cerca de media hora, con una prolijidad tan fatigosa que a cualquiera desesperaría. Pero yo me hallaba en tan buena disposición de espíritu, que la escuchaba sin disgusto. La hermana San Sulpicio me miraba en tanto con ojos de compasión: parecían decirme: «¡Pobre señor! Conste que yo no tengo la culpa». De vez en cuando fijaba los míos en ella, y también procuraba decirle tácitamente: «No me compadezca usted; me encuentro muy bien. La molestia de los oídos se compensa muy bien con el placer de los ojos».
Cuando la madre hubo concluido su relación, o al menos cuando creí que la había concluido, tomé la palabra y, recordando medianamente las lecciones de mi profesor Tejeiro, comencé a soltar por la boca una granizada de términos técnicos, que yo mismo quedé asombrado. A la paciente debió de hacerle un gran bien, a juzgar por la expresión feliz con que me escuchaba, tanto que estuve ya por no recetar y darla por curada; pero en cuanto terminé comenzaron las preguntas:
—Diga usted, señor, ¿y esta bola fría cree usted que algún día la arrojaré?
—Esa bola no es más que una sensación: no tiene realidad; es un fenómeno nervioso. Porque los nervios, que son los que transmiten nuestras sensaciones al cerebro, a veces nos engañan, son falsos corresponsales… Verá usted; nosotros tenemos un centro nervioso en el cerebro, de donde parten…
Y me enfrasqué en una descripción anatómica, procurando ponerla al alcance de las inteligencias femeniles a quienes iba dirigida. Después me preguntó si tenía algo que ver con el corazón, y le expliqué largamente lo que era esta víscera y sus relaciones con las otras de nuestro cuerpo. Luego tocó el punto del estómago, y no con menor erudición expuse mis conocimientos acerca de este importante órgano, que denominé, muy ingeniosamente, «el laboratorio químico de la vida».
La madre estaba encantada, escuchándome con verdadero arrobamiento. El médico del convento era un buen señor, pero no debía de saber gran cosa, porque apenas les decía nada de sus enfermedades ni se producía tan bien. Según me dijo el patrón más tarde, opinaba que yo era un verdadero sabio y se alegraba en el alma de haber tropezado conmigo, porque tenía muchas esperanzas de curarse con mis recetas. ¡Pobre señora!
Héteme aquí, pues, en relación amigable, y bastante íntima, con aquellas monjas, gozando bien gratuitamente de opinión de médico sapientísimo. No me pesaba de ello, por más que desde entonces saliese a cuatro o cinco consultas por día. Pero era mucho lo que me placía la vista de la hermana San Sulpicio, y mucho lo que me hacía gozar su carácter resuelto, desenfadado, tan poco monjil que verdaderamente en ocasiones asombraba. Por la tarde de aquel mismo día las acompañé mientras paseaban el agua por la galería, y charlamos animadamente con la mayor confianza, lo mismo que si nos conociésemos desde larga fecha. Tal milagro en cualquier otro punto del globo, es cosa corriente en Andalucía, donde el trato y la confianza son cosas simultáneas. No dejaba de sorprenderme que la hermana San Sulpicio me hablase ya en tono festivo y me dijese algunas bromitas delicadas, porque en mi Galicia las mujeres son más reservadas: sobre todo si visten el hábito religioso, por milagro se autorizan el departir con un joven. Pero como me agradaba, dejábame llevar por la corriente, aceptaba las bromas, y las devolvía, procurando, por supuesto, que no traspasasen los límites en que debían mantenerse tratándose de una religiosa, y hacía todo lo posible por mostrarme ingenioso y bien educado, a fin de inspirar cada vez mayor confianza.
Al día siguiente hice que me despertasen muy temprano, y fui a misa de alba. La madre tenía tan buena idea de mí, que no le sorprendió nada encontrarme en la iglesia; pero la hermana San Sulpicio me dirigió una mirada de curiosidad que me puso colorado. La verdad es que nunca he sido muy devoto, y debo confesar ingenuamente que en aquella ocasión me llevó a la iglesia, más que el deseo de asistir al santo sacrificio, la esperanza de ver a la graciosa hermana. Sin embargo, es bien que se sepa al propio tiempo que no soy ateo ni participo de las ideas materialistas del siglo en que vivimos, las cuales he combatido en verso varias veces. Soy idealista, y protesto con todas mis fuerzas contra el grosero naturalismo. Además, a un poeta lírico no le sienta mal nunca un poco de religión.
Al salir de la iglesia vino hacia mí la madre, me hizo la consulta matinal, y no tuve más remedio que acompañarlas a beber el agua, subiendo con ellas a la misma calesa. En los días que siguieron nuestra confianza y amistad crecieron extremadamente. Era su acompañante obligado en los paseos, y también en casa departíamos a menudo, ora en el cuarto de la superiora, ya sentados algún ratito en el patio. Observaba que la gente, al pasearnos en la galería o en el parque, nos miraba con curiosidad. Sobre todo a las jóvenes les llamaba mucho la atención que acompañase a unas monjas, y me dirigían miradas maliciosas y sonrisas, por donde vine a comprender que sospechaban la admiración que las virtudes y los ojos de la hermana San Sulpicio me inspiraban.
Pertenecía ésta, lo mismo que las otras, a una congregación denominada el Corazón de María, que estaba destinada a la enseñanza de niñas y habitaba un convento de Sevilla. Esta congregación era francesa y tenía varios colegios, lo mismo en España que en Francia. El superior de todos ellos era un clérigo viejecito que constantemente los estaba recorriendo para inspeccionarlos. Los votos que hacían duraban cuatro años, al cabo de los cuales se renovaban. A la tercera vez era necesario hacerlos perpetuos o salir de la congregación. Lo mismo la hermana San Sulpicio que su prima, la hermana María de la Luz, se habían educado desde muy niñas en aquel convento, del cual no habían salido más que para ejercer su ministerio en dos o tres puntos de España.
Cada momento me seducía más la gracia y el carácter campechano de la primera; y eso que más de una vez se reía, según sospecho, a mi costa. A los dos o tres días de tratarla me preguntó:
—¿De dónde es usted?
—De Bollo.
Me miró con sorpresa.
—Un pueblecito del partido judicial de Viana del Bollo, en la provincia de Orense—añadí con timidez.
Por sus ojos pasó entonces un relámpago de alegría y observé que se mordió los labios fuertemente, volviendo al mismo tiempo la cabeza.
—¿Qué? ¿Le hace a usted gracia el nombre de mi pueblo, verdad?—le pregunté, comprendiendo lo que pasaba en su interior.
—Pues sí, señor… dispénseme usted… me hace muchísima gracia—repuso, tratando de reprimir en vano las carcajadas que fluían a su boca.—Dispénseme, pero tanto bollo… vamos… es cosa que a cualquiera se le atraganta.
Después que rió cuanto quiso, me dijo:
—No creí que era usted gallego.
—¿Pues?
—No se le conoce a usted nada.
—¿Y en qué distingue usted a los gallegos, hermana?
—Pues en lo que les distingue todo el mundo… Está bien a la vista—replicó con algún embarazo.
Yo me eché a reír, adivinando que se figuraba que todos los gallegos eran criados o mozos de cuerda. Se puso un poco colorada y dijo:
—No es por nada malo… no crea usted que yo quiero rebajarlos.
En los días sucesivos observé que el sentimiento de conmiseración por la desgracia de haber nacido en Galicia no se desvanecía, mostrándome cierta simpatía y benevolencia no exentas de protección. Cuando le hice algunas preguntas acerca de Sevilla, me habló con entusiasmo y orgullo. Se sorprendía de que no hubiese estado allí. Para ella era el paraíso; un lugar de delicias, de donde nadie podía irse sin sentimiento. Apenas salía del convento, y sin embargo, el apartarse de Sevilla considerábalo como un destierro penoso. Dos años había pasado en Vergara, donde la congregación tenía colegio, y en los dos años no había hecho más que suspirar por su patria. Y eso que para la salud le probaba muy bien el país. Pero ¡qué tristeza asomar la frente por las rejas de la ventana y ver aquel cielo siempre encapotado, dejando caer, sin cansarse nunca, agua y más agua! ¡Y luego aquel modo de graznar que tiene la gente para decir lo que se le ocurre! Parecen todos algarabanes. Lo único que había sentido al dejar a Vergara fue una niña con quien se había encariñado mucho, llamada Maximina. Se habían escrito durante una temporada. Después supo que se había casado; después no supo más de ella.
—Ha muerto—le dije.
—¿Ha muerto?—repitió toda turbada.—¿La conocía usted?… ¿Dónde ha muerto?
—La conoce hoy todo el mundo. Ha muerto en Madrid. Su historia sencilla, escrita y publicada recientemente, ha hecho derramar muchas lágrimas. Aún tengo media idea de que se menciona en ella el nombre de usted.
La hermana quedó silenciosa, inmóvil. Estábamos sentados en un banco del parque, a la orilla del río, que corría triste y fangoso a nuestros pies. Delante, a corta distancia, se extendía la cortina sombría de la sierra cerrándonos el horizonte. Al cabo de algunos momentos advertí que la monja estaba llorando.
—Dispénseme usted que le haya dado la noticia así tan de repente… Yo no pensaba…
—¡Pobrecilla! ¡Si usted supiera lo buena que era aquella criatura!—dijo llevándose el pañuelo a los ojos.—Luego ha sido uno de los pocos seres que en el mundo me han querido de veras…
—¡Pocos seres!… Yo creo que se equivoca, hermana. A usted deben quererla todos los que la traten… Al menos por lo que a mí se refiere, hace poco tiempo que la conozco y ya se me figura que la quiero…
Después de decir esto comprendí que era algo descomedido y quedé confuso. Traté de atenuarlo siguiendo:
—Tiene usted un carácter abierto, campechano, que la hace muy simpática. Yo creo que la virtud y la piedad no exigen por precisión ese retraimiento, ese silencio y rostro severo y adusto que suele verse en muchas religiosas, en casi todas. Imagino que la alegría debe ser la compañera de la virtud; lo mismo opinaba Santa Teresa, como usted debe de saber. Además, un rostro sereno, risueño, una palabra cortés, indican en cualquier estado, cuando no es hipocresía, un corazón bondadoso.
Levantó la mirada húmeda hacia mí, diciendo con graciosa severidad:
—Mire que las religiosas no podemos escuchar requiebros: ya se lo he dicho.
—Éstos no son requiebros: no he dicho nada de su figura.
—Pero lisonjea usted mi carácter, que es lo mismo.
Aquella tarde estuvo triste y taciturna, lo cual me dio buena idea de ella, porque, a no dudarlo, la tristeza provenía de la noticia que le acababa de dar. Me vi precisado a conversar exclusivamente con la madre Florentina; porque pensar que se le podía sacar alguna palabra del cuerpo a la hermana María de la Luz, era pensar lo imposible. Cuando llegamos a casa, al tiempo de separarnos, la hermana San Sulpicio me dijo:
—Oiga: ¿podría proporcionarme esa novela de que me hablaba?
—¿La de Maximina?
—Sí: pediré permiso a la superiora y al confesor para leerla. Creo que me lo concederán… Y si no me lo conceden, la leeré de todos modos, aunque me cueste una severa penitencia.
Me hizo reír aquella desenvoltura, y le respondí:
—Sí, se la puedo dar a usted. Hoy mismo escribiré a Madrid pidiéndola.
La casa del famoso inventor, la Fonda Continental, se había llenado por completo. En la mesa redonda comíamos ya doce, y además había que contar las monjas, que comían en su cuarto. Por la noche, aquél me vino a pedir que consintiese poner en mi cuarto otra cama para un joven que acababa de llegar de Málaga.
—¡Pero, hombre de Dios, si apenas puedo revolverme yo!
Pues no había más remedio. El inventor tenía o decía tener con aquel joven un compromiso ineludible, y se empeñaba, con humildad, sí, pero también con firmeza, en que se pusiera la cama. Yo me indigné muchísimo y le dije algunas palabras pesadas. Por lo visto, aquel loco sabía barrer para dentro. Su mirada de perro fiel había llegado a causarme repugnancia. La verdad es que si no hubiera sido por la simpatía invencible, que ya no podía ocultarme a mí mismo, que me inspiraba la hermana San Sulpicio, aquella misma noche me habría mudado de casa. Sufrí a regañadientes la introducción de la cama, y no pude menos de dirigir al intruso, que se paseaba solo por el patio, algunas miradas coléricas. Me dispuse a estar con él lo más grosero posible.
Cuando llegó la hora de acostarse, fuime hacia el cuarto, me desnudé y me metí en la cama. Poco después de estar allí, cuando aún no me había dormido, llegó el intruso. Fingí que dormía para no saludarle. A la mañana siguiente levanteme temprano y fui a misa, según costumbre. Él no se despertó.
Era un joven de veintiséis a veintiocho años: tuve ocasión de verle bien paseando por la galería. Bajo de estatura y de color, cara redonda con ojos pequeños y vivos de una expresión firme y aviesa que le hacía desde luego antipático; pelo negro y lacio que ofrecía al descubrirse una leve y prematura calva en la coronilla. Vestía de un modo semejante a los chulos, como sucede ordinariamente con los señoritos en Andalucía; pantalón muy apretado, chaqueta corta y apretada también y hongo flexible. Aprovechando un momento en que nos encontramos al pie del manantial bebiendo el agua, me creí ya en el caso de dirigirle la palabra.
—Tengo entendido que es usted mi compañero de cuarto, caballero.
—Eso parece—me respondió en tono resuelto no exento de impertinencia.
Un poco picado por él, le dije sonriendo:
—Por cierto que ha sido bien a mi pesar. No tenía ninguna gana de compañía.
—¡Pues qué había usted de hacer! ¿Quién tiene gana de que le introduzcan una cuña?
Puesta la conversación en este terreno de franqueza un poco ruda, seguimos platicando amigablemente mientras dábamos vueltas por la galería. Mi compañero era un malagueño tan cerrado, como lo era sevillana la hermana San Sulpicio. Hablaba de la zeda, mientras ésta hablaba de la ese. Fumaba sin cesar pitillo sobre pitillo y sin cesar también escupía lanzando el chorrito de saliva por el colmillo, como sólo lo había visto hacer hasta entonces a la plebe. No obstante, era de una familia muy distinguida, hijo de un cosechero y exportador de pasas, y se llamaba Daniel Suárez. Hablamos del artículo en que su padre y él comerciaban, y observé que poseía ideas bastante prácticas, pero no muy escrupulosas, en asuntos mercantiles. Tenía un modo de producirse resuelto, serio, un poco malhumorado y desdeñoso. Jamás reía, ni sonreía siquiera. A pesar de esto no acababa de hacerse antipático. Su franqueza era un poco cínica; pero sus ideas siempre prácticas y razonables. Aquel tono malhumorado que usaba se veía bien que procedía de su temperamento, no de un espíritu vanidoso. Le pregunté por el patrón y le hablé de su invención famosa.
—Sí; es un loco mientras no se llegue a los céntimos—me respondió.—En cuanto llega a los céntimos su razón se aclara de repente, y no hay hombre más lúcido en media legua a la redonda. No tenga usted cuidado de que se equivoque cuando le ponga la cuenta.
—Más vale así, porque de otro modo, sus hijos…
—No tiene hijos. No tiene más que a su mujer y una sobrina a quienes hace trabajar como mulas de alquiler. A mi padre y a mi nos ha escrito ya más de cincuenta cartas pidiéndonos dinero para construir su cañón. No se nos ha pasado por la tela del juicio dárselo, por supuesto; pero si se lo diéramos, se quedaría con ello, y pediría en seguida a otra persona.
—Ayer, cuando me vino con la embajada de meter la cama de usted en mi cuarto, estuve a punto de incomodarme de veras y dejar la casa.
—Hubiera usted hecho bien. Si usted se incomoda de veras, le deja en paz a escape. Iría recorriendo todos los huéspedes, hasta tropezar con el tonto que necesitaba.
No me hizo maldita gracia lo del tonto; pero me callé, esperando ocasión de demostrarle que no lo era.
Cruzamos cerca de una joven elegante que venía paseando con un viejo. Mi compañero la saludó con mezcla de cortesía y displicencia, que era lo que le caracterizaba. La joven, que era lindísima, aunque un poco marchita ya, le clavó una mirada dulce y risueña, como si le quisiera fascinar.
—¿Quién es esta joven?—le pregunté.
—Pues esta joven—me contestó lanzando el chorrito de saliva por el colmillo—es hija de ese señor viejo, que se llama D. Serafín Blanco, y viven en Málaga, aunque son de Granada.
—Parece, a juzgar por la mirada que le ha echado, que no le es usted enteramente antipático.
—Ni usted tampoco, si es soltero…
—¿Tanta gana tiene de marido?
—Una mijita. Cuando su padre fue a establecerse a Málaga, hace siete u ocho años, era un hombre rico: esta niña podía tener entonces diez y seis años, lo más. Entonces era otra cosa. Con aquello de que su papá tenía cinco vapores en el muelle y arreaba cuatro jacos de primera cuando salía a paseo, y en todas partes se presentaba soplando por la trompeta, estaba la chica que cualquiera se acercaba a ella. El papá, que la quería tanto como Dios quiere a su madre, la cumplía todos los gustos, y, claro, la niña decía ¡pa riba! Llegó a tener más humo que echa una locomotora. Se acercaron tres o cuatro muchachos, hijos de labradores bastante acomodados, y… ¡de codo!… Pero ese tío ha dado de c… hace dos años. Todo aquello de los vapores y los jacos y los bailes lo llevó el aire: se quedaron con el día y la noche: los pretendientes desaparecieron, los años aumentaron, y naturalmente, la niña, en vez de decir ¡pa riba!, dice ahora ¡pa bajo!… Conque si usted quiere picar, ya sabe…
—Gracias.
—¡Phs! la niña, aunque madurita, no tiene mal aquel… vamos… Me parece, sin embargo, que la pobrecilla irá a sentarse en el polletón?
—¿Qué es eso?
—¿No sabe usted lo que es el polletón?—preguntó, haciendo una mueca rara y dejando escapar de la garganta un sonido más raro aún, que debía de equivaler a una carcajada.—Pues es un lugar muy alto que hay allá en el cielo, donde van a sentarse las que mueren solteras.
Dimos algunas vueltas por el parque y observé que conocía mucha gente, porque al parecer era mucha la que había a la sazón, de Málaga. Lo que más me sorprendía era la seguridad y precisión con que determinaba la hacienda de cada uno de sus conocidos. Veíamos, por ejemplo, una señora con su hijo.
—El marido es comerciante en sederías. Tiene unos cuarenta mil pesos.
Encontrábamos a dos niñas con sus novios respectivos.
—Ni una peseta; el palmito y nada más.
Pasábamos cerca de un caballero anciano.
—Adiós, D. Juan… Propietario rico; su labranza vale más de cien mil pesos.
Parecía que estaba dedicado exclusivamente a tasar los bienes ajenos.
Me repugnó algo aquella sórdida cualidad. A las pocas más vueltas que dimos acerté a ver a las monjas, a quienes acababa de dejar el padre Talavera, y me despedí para acercarme a ellas.
—Vaya usted con Dios—me dijo con un acento donde creí advertir cierta burla. Al mismo tiempo observé que se fijaba descaradamente, deteniendo el paso para ello, en la hermana San Sulpicio.
La primera vez que volví a encontrarle, cuando íbamos a sentarnos a la mesa, me preguntó en tono frívolo y burlón:
—¿Qué tal la monjita?
—¿Qué monjita?—pregunté a mi vez secamente, presto a irritarme.
—¿Pues cuál ha de ser? Esa chatilla de los ojos negros que le trae a usted dislocado.
—¿Que me trae a mí dislocado?—repetí, poniéndome como una cereza.—Vamos, usted está loco o quiere quedarse conmigo… y conmigo no se queda nadie, se lo advierto. Yo conozco esas monjas desde hace cinco o seis días. He sido llamado como médico por la madre superiora, después las he acompañado alguna vez por cortesía. Nada más que esto. Ni yo estoy dislocado por nadie, y mucho menos por una monja, lo cual sería un absurdo, ni tengo con ellas más que un conocimiento superficial, como los que aquí se engendran, ni he reparado si tiene los ojos negros o azules, ni tiene sentido común semejante cosa.
Dije estas palabras con energía y mostrando demasiado claramente mi irritación.
Suárez me miró con sorpresa y respondió con acento mitad afectuoso, mitad despreciativo:
—¡No se apure usted, buen hombre! Déjelo usted correr, que ya parará. Me han dicho por ahí que le gusta a usted esa morena. ¿No le gusta a usted? Pues corriente. A mí sí; porque es una mujer castiza, ¿sabe usted? de esas que al llamarlas dicen con la mano ¡vuelvo!
—A mí no me apura una broma de ese género—dije sosegándome y un poco acortado.—Pero se trata de una monja, y ya comprenderá usted que los que tenemos creencias no podemos tolerarlo. Sería feo y repugnante hablar de una religiosa como de una mujer cualquiera.
—Pues mire usted, amigo—me respondió con mucha calma, soltando el consabido chorrito por el colmillo,—al verle a usted tan bravo, cualquiera diría que le han tocado en lo vivo. Si es así, ¡a ello! Yo le doy la absolución… Oiga usted: le prevengo que no ha sido ocurrencia mía. Todo el mundo dice por ahí que le hace usted la rosca a la monjita: ¡conque ojo!
Respondí con un gesto desdeñoso; pero en realidad me puso inquieto la noticia.
—¿Esas monjas hacen voto de castidad para siempre?
—No, señor; los renuevan cada cuatro años.
—¡Toma! Pues ya sé yo de una que al tocar a renovar va a decir ¡hasta luego!
No quise recoger la alusión, y encaucé la conversación por otros sitios. Cuando quedé solo después de esta plática, me sentí fuertemente desasosegado. Por un lado la noticia de que mi amistad con las monjas llamaba la atención de los bañistas hasta el punto de juzgarme enamorado de una de ellas, me molestaba de un modo indecible. Renegaba en mi interior de la suspicacia malévola que parece inherente al corazón humano en todos los países, y protestaba con irritación de esa tendencia a ver el lado malo en las acciones de los demás, y atribuirlas siempre un móvil interesado o mezquino. Después de todo, ¿qué tenía de particular, vamos a ver, que yo, siendo amigo y médico a la sazón de la madre superiora, viviendo en la misma casa que ellas, las acompañase alguna vez en el paseo? Si fuesen viejas las tres, ¿dirían algo aquellas malas lenguas?… Pero en tal momento cruzó por mi mente un pensamiento contestando a esta reflexión: «Si fuesen viejas las tres, ¿las acompañarías tú tan asiduamente?» Tuve que confesarme que no. Si las tres fuesen viejas las acompañaría menos, y si fuesen todas como la madre Florentina casi nada.
Luego no había duda; a mí me gustaba la hermana San Sulpicio. «Pero, hombre, ¿ahora estamos en esas? me dijo el pensamiento respondón al llegar a este punto. ¡Cuánto tiempo hace que estás enamorado de ella!—¿Cómo enamorado?… ¡Alto, alto!… no transijo…—¡Sí, sí, enamorado! Pues si no estuvieses enamorado, ¿por qué te habías de levantar a las cuatro de la mañana? ¿Por qué habías de ponerte de un humor tan endiablado cuando no la encuentras en el paseo? ¿Por qué, en fin, sientes ahora tal regocijo al escuchar de otros labios lo que tú has pensado más de quinientas veces en seis u ocho días, que la hermana no está atada para siempre por un voto?»
¡Tendría gracia! exclamé después de haber meditado un rato, sonriendo a una idea que me asaltó de pronto. Me propuse, sin embargo, ser más cauto, procurando aparecer las menos veces posible en público con las monjas. En cambio me esforzaba por que los ratos de conversación dentro de casa se prolongasen. Aun escuchando las fastidiosas disertaciones de la madre sobre sus múltiples enfermedades, me placía permanecer en su cuarto. ¡Los ojos de la hermana San Sulpicio disertaban en tanto sobre cosas tan lindas!
Un día, poco después de llegar del manantial, estando sentados un momento en el patio, le pregunté:
—¿Cuál es la verdadera gracia de usted?
—¡Jesús, la verdadera! ¿Pues tengo alguna falsa?
—Nada de eso—respondí riendo.—Toda la que usted tiene (y tiene usted muchísima) es legítima, de pura raza andaluza.
—Vaya, vaya, ya se ha callado usted; si no, me levanto y le dejo en poder de la madre, que se encargará de ponerle menos alegrito.
—¡No, por Dios!
—Pues callando.
—Dígame usted cómo se llamaba antes de ser religiosa.
—¿Para qué quiere usted saberlo? De todos modos, no puede llamarme de ese modo, ni yo puedo responderle.
—No importa, lo guardaré en el fondo del pecho y allí lo tendré sin comunicárselo a nadie, como un recuerdo precioso de usted.
—¡Anda! ¡Cualquiera diría que es usted gallego! Con esas palabritas gitanas, más parece usted un gaditano.
—¿El nombre?
—Nada, no quiero que se lo guarde usted en el pecho. Le va a producir catarros.
—Guasitas, ¿eh?
—Además, ¡quién sabe los que tendrá usted ya ahí almacenados! Una religiosa tiene que mirar mucho la compañía…
Después, quedándose un momento pensativa, sugerida la idea sin duda por la asociación, me preguntó:
—¿Va usted al baile esta noche?
—¿Al baile del Casino?
—Sin duda.
—Pues sí, señora, tal vez dé una vuelta por allí… En estos sitios de baños hay tan pocos recursos para distraerse, que si uno no aprovecha las fiestas… Sin embargo, si usted no quiere, no iré.
—¿A mí qué me importa que usted vaya o no vaya?—respondió con viveza; pero volviendo sobre sí de repente, añadió:—Digo, no, perdóneme usted y que me perdone Dios; he dicho una necedad. Los bailes son lugares de perdición y debemos desear que no vaya a ellos nadie.
—Entonces no los habría… De modo que no quiere usted que vaya.
—Si usted me consulta, tengo el deber de aconsejarle que no vaya—me respondió adoptando por primera vez un tono sumiso y monjil que no le cuadraba.
—Bien, puesto que usted no quiere, no iré; pero en cambio me va usted a decir cómo se llamaba.
—¿Ya pide usted réditos? Las buenas acciones las premia Dios en el cielo.
—Y a veces en la tierra, por conducto de sus elegidos. Sea usted el conducto de Dios en este momento, hermana.
Me miró con la misma expresión curiosa y burlona de otras veces, bajó después la vista y, trascurrido un momento de silencio, levantose de la silla para subir al cuarto. Con el mayor disimulo la retuve suavemente por el hábito, diciendo al mismo tiempo en voz de falsete:
—¿Cómo se llamaba usted?
—¡Chis, suelte usted!
Y dando un tirón se alejó, no sin dirigir una rápida mirada de temor a la madre.
IV
Peteneras y seguidillas.
¡Oh diablo! ¿Estaría galanteando a la hermana San Sulpicio? La impresión que saqué de esta plática por lo menos fue ésa. Y si debo declarar la verdad entera, me parecía que la monja escuchaba los galanteos sin gran horror.
La idea despertó en mí una sensación extraña en que el placer se mezclaba con el susto. Fue una sensación viva, un estremecimiento voluptuoso junto con la sorpresa, el temor, el remordimiento, que me puso inmediatamente inquieto; pero con una inquietud suave, deliciosa. Yo tengo un temperamento esencialmente lírico, como he tenido el honor de manifestar, y todos adivinarán fácilmente los estragos que una idea semejante puede hacer en tales temperamentos. No hay joven poeta que no haya soñado alguna vez con enamorar a una monja y escalar las tapias de su convento en una noche de luna, tenerla entre sus brazos desmayada, bajarla por una escala de seda, montar con ella en brioso corcel y partir raudos como un relámpago al través de los campos, a gozar de su amor en lugar seguro. No sé si este sueño poético está inspirado por el espectáculo del Don Juan Tenorio, o si nace espontáneamente en los corazones líricos; pero ninguno de ellos me negará que lo ha tenido, y yo el primero. Puede considerarse, pues, la emoción y el anhelo con que descubrí aquel sacrílego galanteo.
Pero mis sueños tomaron al instante otra dirección más práctica que la de escalar el convento y arrebatar de su celda a la hermana. En estos tiempos hay que contar con la influencia funesta que sobre la poesía ejerce la guardia civil. Si no se cuenta con ella es facilísimo dar un disgusto terrible a la familia. En vez del escalamiento me pareció más factible, si no tan sabroso, gestionar la salida de la hermana por la puerta principal del convento, para lo cual me propuse averiguar si estaba dispuesta a renovar sus votos cuando llegase el plazo. Porque, dada su edad, no podían aún haber trascurrido los ocho años necesarios para hacer el voto perpetuo… A no ser que lo hubiese hecho la primera vez. Este pensamiento me sobresaltó. Aproveché la primer coyuntura para entrar en conversación aparte con la superiora. Con cierta astucia, que no había reconocido en mí hasta entonces, fui llevándola adonde era mi propósito, y pude averiguar una noticia que hizo brincar a mi corazón. La hermana San Sulpicio necesitaba renovar sus votos en el mes entrante, que era cuando terminaban los cuatro años. Según lo que pude colegir de las vagas indicaciones de la madre, no había gran seguridad de que lo hiciese. Halagando la pasión desenfrenada que ésta tenía por hablar, logré que me relatase la historia de la graciosa monja. No necesito advertir que primero le pedí la de la hermana María de la Luz. El amor me hacía un diplomático sutilísimo.
La hermana San Sulpicio se llamaba en el mundo Gloria Bermúdez. Su padre había muerto cuando ella contaba solamente nueve o diez años de edad. Era un comerciante rico de Sevilla. Su madre, una señora muy piadosa que poco después de la muerte de su esposo llevó a la niña a educarse de interna en el colegio del Corazón de María. Desde aquella fecha hasta la presente, la hermana sólo había pasado fuera del convento algunas temporadas, casi siempre para reparar la salud.
—¿De suerte que se le manifestó en seguida la vocación?—pregunté con temor.
—¡Oh, no! La hermana San Sulpicio ha sido siempre una criatura traviesa y rebelde. ¡No puede usted figurarse lo que me ha dado que hacer mientras fue educanda! ¡Jesús, qué chica! Parecía hecha de rabos de lagartijas. Aun hoy habrá usted advertido que su carácter es bastante distinto del de su prima. Ésta sí que desde muy tiernecita decía lo que había de ser: ¡siempre tan quietecita! ¡tan suave! ¡tan modesta!… Yo creo que no se la ha castigado en la vida… Luego, ¡si viera usted qué piadosa! Cuando las demás estaban en el recreo, ella se iba a la capilla solita y pasaba en oración el tiempo que las otras empleaban en divertirse. Jamás tuvo una mala contestación para sus maestras ni riñó con sus compañeras. Donde la ponían, allí se estaba… Lo mismo que hoy, ¿no lo ve usted?
—Sí, sí… La otra nada de eso, ¿eh?—dije sonriendo estúpidamente.
—¿La otra?… ¡Madre del Amparo, qué torbellino! Bastaba ella sola para revolver, no una clase, sino todo el colegio. Los castigos y penitencias nada servían con ella. Al contrario, yo creo que era peor castigarla. Muchas veces estaba de rodillas pidiendo perdón a la comunidad y se reía a carcajadas, o entraba en las clases a besar el suelo y con sus muecas armaba un belén en todas ellas. ¡Las veces que habrá adelantado el reloj para que llegase primero el momento de recreo! No se podía estar tranquila teniéndola a ella en la clase. Cuando no pellizcaba a las compañeras, les escribía cartitas amorosas poniendo la firma de un hombre, o les mandaba retratos de la hermana que les daba lección, hechos con lápiz. Cuando la dejaba cerrada en la buhardilla, hacía señas y muecas a las oficialas de un taller de modistas que había enfrente. Una vez encendió todos los cirios que teníamos allí en depósito, se prendió fuego a una estera y por poco no ardemos todas. ¡Con decirle a usted, señor doctor, que una vez llegó a poner la mano en una hermana! Era una niña medio loca… Muy dispuesta, eso sí; lo que no aprendía era porque no quería aprenderlo. En una hora de trabajo hacía ella más que otras en cuatro… y bien hecho, no vaya usted a creer. Tiene unas manos de oro para bordar, y para los estudios una comprensión tan rápida que pasma. Hoy, sin agraviar a nadie, se puede decir que es la mejor profesora que tenemos… Hasta en los deberes religiosos se conoce que a esta criatura le ha faltado siempre algún tornillo. Generalmente ha sido un poco descuidada en el cumplimiento de ellos; pero a temporadas de dos o tres meses se le enciende de tal modo el corazón en amor de Dios, que no hay nadie en el colegio que la pueda seguir en sus oraciones y penitencias… Apenas come, apenas habla, pasa las horas que tiene libres arrodillada en su celda, y por los pecados más pequeños se humilla de tal modo a nosotras y llora con tantas lágrimas que realmente parece una santa. Pero a lo mejor cambia el viento y vuelve a ser la misma chica alegre y bulliciosa de siempre. Claro está que desde que es religiosa ha mudado mucho; se conoce que la pobre procura dominarse. Pero como, según dicen, genio y figura hasta la sepultura, cierto modo de hablar desenvuelto y alegre, que a usted le habrá sorprendido en una monja, no ha podido reformarlo. Cuando la reprendo me saca a Santa Teresa, que opina que la piedad no se opone a la alegría y buen humor… Y la verdad es que hoy por hoy ella cumple como todas y en algunas cosas mejor que todas. En el colegio todas la quieren, y las niñas se mueren por ella, tanto que hay que cambiarla a menudo de clase, porque por la regla nos está prohibido tener preferencias en el cariño, y la hermana San Sulpicio no puede menos de tenerlas por su carácter apasionado… Le ha costado algunos disgustos a la pobre… Allá en Vergara…
—Sí, sí; ya me ha contado ella cómo se había enamorado de una niña… Uno de los más duros deberes para ustedes sin duda ha de ser el de no poder profesar cariño a nadie… Y no teniendo así una vocación bien determinada, y hallándose, como usted dice, en buena posición, ¿cómo es que esa niña se ha hecho monja?
—No he dicho que careciese de vocación. No era tan clara como la de su prima, pongo por caso, pero sí la tenía. Estas decisiones son demasiado graves para que se tomen sin vocación… Creo, sin embargo, que algo habrá ayudado el no llevarse muy bien con su madre… Al parecer, son genios opuestos.
Esta plática sirvió para despertar aún más mi afición.
La posibilidad que se me ofrecía repentinamente de poder amar sin sacrilegio a la saladísima hermana y de ser amado por ella, fue un rayo de sol que iluminó mi espíritu y lo bañó de alegría. Excitada de súbito mi imaginación, me consideré ya como novio de la monja, y saltando por encima de todos los pasos que debían, como es lógico, preceder a este beatífico estado, me recreaba pensando en la originalidad de conducir al tálamo a una religiosa. Consideraba con placer cuán afortunado podía llamarme, hoy que los antecedentes de una mujer constituyen un problema para el que se casa, pudiendo recibirlos tan limpios y puros. Veíame en mí casita, a su lado, escuchando aquel gracioso acento andaluz que tanto me cautivaba, recordando tal vez con risa los curiosos pormenores de nuestro conocimiento, tal vez interrumpidos en nuestra plática por el juego ruidoso de algunos nenes…
Cuando desperté de aquel sueño feliz, no pude menos de pensar que para llegar a allá aún quedaba mucho camino. No obstante, me sentí con ánimos para emprenderlo, y tomé la resolución de «trabajar a la monja» hasta conseguir que renunciase al claustro o cambiase su celda por otra más amplia donde cupiésemos los dos. Además del ningún enojo con que recibía mis atenciones y galanteos, advertí en ella ciertos síntomas sin duda favorables al cambio de estado. Por ejemplo, la hermana sentía una pasión decidida por los niños. Apenas veía uno en brazos de la niñera, ya le brillaban los ojos, mirábalo con atención insistente, sonreía a la portadora y no paraba hasta que se acercaba a él, lo acariciaba y le hacía bailar sobre sus brazos. Para congraciarse con ellos y también con sus mamas, llevaba consigo siempre buena provisión de bolsitas de seda con unos Evangelios dentro, que colgaba al cuello de los nenes para preservarlos de peligros y que fuesen con el tiempo buenos cristianos. Hasta los chiquillos más feos y más sucios le llamaban la atención. Un día encontramos en la carretera uno de tres o cuatro años de edad revolcándose en el polvo, en cuya delicada operación parecía encontrar gran deleite, a juzgar por las risotadas que daba de vez en cuando, sobre todo cuando el polvo se le metía por los ojos y las narices.
—Mire usted, por la Virgen, esta criatura—exclamó la hermana San Sulpicio.—Mire usted, madre, lo que está haciendo.
Y se acercó a él y le levantó por un brazo.
—Hola, compadre, ¿le sabe a usted muy dulce? ¿A que es más dulce este caramelo?
El niño la miró con espanto y no llevó la mano al que la ofrecía. Hizo pucheritos y estuvo a punto de llorar.
—¡Tontisimo! ¿Lloras porque te doy golosina? ¿Qué haces entonces cuando te azotan?
Ella misma quitó el papel al caramelo, le abrió la boca al chiquillo y se lo metió dentro. Al paladear el saborcillo grato, el niño se humanizó un poco. Sin embargo, seguía mostrando en los ojos un sobresalto que concluyó por hacernos reír.
—¿Vives aquí cerca?
El niño bajó levemente la cabeza en señal de asentimiento.
—¿Dónde está tu casa?
Alzó la manecita sin hablar y apuntó a una casucha que se alzaba no muy lejos sobre la misma carretera.
—Llévame, anda.
Y le cogió de la mano dirigiéndose hacia ella. Era de ver el encogimiento singular y la expresión de dolor y angustia con que el chiquillo caminaba, lo mismo que si le fuesen a ahorcar. La hermana no hacía alto en ello.
—Vamos, ¿quién es tu madre, ésa?—le preguntó mostrándole una mujer que a la puerta de la casa se hallaba en pie, mirándoles con enternecimiento.
—¡Mama!—gritó el niño con angustia.
—¿Qué te pasa, hijo?—dijo la madre riendo.
—Aún tiene miedo a las monjas, pero ya se le irá quitando—dijo la hermana.—Todavía hemos de hacer muchas migas, ¿verdad, buen mozo?… Señora, ¿me deja usted ir a lavar el chico? Porque así no hay alma que le dé un beso.
La madre se puso colorada.
—No crea usted que le he dejado de lavar, que le he lavado dos veces hoy, señora; pero este arrastrao no sé dónde se ensucia tanto.
—Pues yo sí: revolcándose en la carretera.
—¡Ah pícaro!
—¡Corre, corre, que te pega tu madre!
Y arrastró riendo al chico, que caminaba ahora de bonísima gana, hacia una fuente próxima, y allí le lavó y le peinó con las manos todo lo esmeradamente que pudo.
Pues digo que, por estos y otros síntomas semejantes, me parecía que la hermana no estaba haciendo una esposa de Cristo modelo; esto sin tratar de ofenderla. Y comencé a gestionar el divorcio con ahínco, pues no hay nada que peor parezca que un matrimonio malavenido. Lo primero que hice, el mismo día en que la madre me comunicó los pormenores mencionados, fue procurar adelantarme un poco en el paseo en su compañía, y cuando comprendí que no podía ser oído por las otras monjas, decirle a boca de jarro:
—Diga, hermana, ¿piensa renovar los votos el mes próximo?
La pregunta estaba hecha para turbarla, y merced a su turbación averiguar algo de lo que acaecía en su espíritu. Pero yo no había estado en Andalucía, ni tenía idea de lo que es una sevillana.
—¿Y a usted qué le importa?—me contestó sin alterarse poco ni mucho, mirándome con expresión maliciosa a los ojos.
El que se turbó fui yo, y no poco.
—A mí, nada… digo, sí, mucho, porque todo lo que se refiera a usted ¡claro! ¡me interesa! ¡claro!…
—¡Oscuro! digo yo, ¡oscuro! ¿Por qué le ha de interesar a usted que una religiosa renueve sus votos?
Debí espetarle en aquel momento la declaración que tenía preparada, ¿no lo creen ustedes así? La ocasión era que ni encargada. Pues no me atreví, ¡ea, no me atreví! En vez de decirle: «Porque yo la adoro a usted, y sería para mí una horrible desgracia esa renovación que me arranca toda esperanza de ser algún día amado por usted», comencé a balbucir como un doctrino, concluyendo por decir una sarta de necedades que sólo al recordarlas me pongo colorado.
—Porque a mí me complacería que usted los renovase… vamos… que usted los renovase con gusto… No es decir que lo haga sin gusto… vamos… Pero yo creo que cuando se hace un voto como ése con vocación, puede pasar… pero cuando se hace sin ella, debe de ser una gran desgracia… Porque es muy serio… ¡Caramba si es serio!
Cuando yo decía esto, ella parecía muy lejos de estarlo. Mirábame con ojos donde chispeaba la gana de soltar una carcajada. Paré, pues, en firme la lengua, y más colorado que un pavo tosí tres o cuatro veces hasta reventar, supremo disimulo que hallé entonces, y le pregunté, afectando gran dominio de mí mismo, cuántos vasos había bebido ya.
Entablamos una conversación indiferente. Sin embargo, a los pocos momentos ella misma volvió a sacar la otra. Nos habíamos sentado en un banco del parque. Enfrente, sentadas en otro, estaban la madre, la hermana María de la Luz y una señora, de Sevilla también, que estaba tomando las aguas, llamada D.ª Rita. En una pausa me preguntó:
Conque usted deseaba saber si pienso renovar mis votos, ¿verdad?
—Sí, señora—le respondí sorprendido.
—Pues voy a satisfacerle a usted la curiosidad. No, señor, no pienso renovarlos.
—¡Caramba, cuánto me alegro!
—Puedo decirlo sin pecado—añadió sin hacer caso de mi exclamación,—porque es mi propósito firme desde hace tiempo, y así se lo he comunicado al confesor. ¿Quiere usted saber más, fisgón, chinchosillo?
—Sí, señora—repliqué riendo;—quiero saber por qué, no teniendo vocación… Digo, me parece que no la ofendo a usted.
—No, señor, no me ofende usted. Adelante.
—Por que, no teniendo vocación, se ha hecho usted monja.
—¡Oh! Eso es largo de explicar—dijo poniéndose repentinamente seria.—Además, esas cosas sólo se pueden decir a personas de mucha confianza… y usted es un amigo de ayer.
—¿Cómo de ayer?
—Bueno, de anteayer… es igual.
—Pues aunque soy tan reciente, crea usted que lo soy de veras, y que tendría placer muy grande en demostrárselo… aunque fuese con cualquier sacrificio… Porque usted es muy simpática a todo el mundo por su carácter franco y espontáneo, pero crea usted que a mí lo es más que a nadie… A los que nacimos y vivimos en el Norte, esa espontaneidad, esa gracia que tienen las andaluzas nos causa una impresión inexplicable. De mí sé decirle que no encuentro música más grata que el acento de usted. Me pasaría las horas muertas oyéndola hablar. Y no sólo por la gracia y el encanto que tienen sus palabras, sino porque adivino en usted un corazón tierno y apasionado…
Este era el camino más despejado para llegar a una declaración. Creo que hubiera llegado sin mayor tropiezo a ella si no se hubiese presentado inopinadamente delante de nosotros aquel maldito chiquillo que el día anterior habíamos hallado en la carretera.
—¡Perico!—exclamó la monja levantándose.—Pero ¿qué cara es ésa, niño? ¿Dónde te has metido, lechoncillo?… Señores, miren ustedes qué cara—añadió cogiéndole por la cabeza y presentándonoslo, sonriendo.—¿Habrá cosa más chistosa en el mundo? ¿No da ganas de comérselo?
Y sucio y asqueroso como estaba, le repartió en el rostro unos cuantos besos. Después, limpiándose la boca con movilidad pasmosa, arrepentida de haberlo hecho, comenzó a insultarle.
—¡Sucio! ¡gorrino! a ver si te vienes conmigo ahora mismito para que te friegue los hocicos. No tienes vergüenza ni quien te la ponga.
Y cogiéndole de la mano bruscamente, lo llevó medio a rastras en dirección del río. El chiquillo, en veinticuatro horas había tomado con ella gran confianza, y se dejaba conducir sin resistencia. Poco después la vimos allá abajo, a la orilla, lavándole con ademanes tan bruscos, sacudiéndole tan vivamente que a todos nos hizo reír. Aunque no se oían sus palabras, notábase de sobra que le seguía increpando duramente.
Esto sucedía en sábado. El miércoles de la semana siguiente tenían pensado irse. Era, pues, indispensable aprovechar aquel corto plazo para conseguir lo que ya abiertamente me proponía, esto es, que la hermana me diese algunas esperanzas de quererme a la salida del convento. A la mañana siguiente, como viniese de casa con ellas hasta el manantial, encontré a Daniel Suárez, mi compañero de cuarto. Me despedí para dar algunos paseos con él por la galería. Ya he dicho que procuraba presentarme en público las menos veces posible en compañía de las monjas. Las saludó con aquella displicencia y mirada cínica que tanto me desplacía. Así que no pude menos de abocarle con cierta frialdad.
—Buenos días, amigo. ¿Le ha pedido usted la conversación ya a la monjita?
—¿Cómo la conversación? Claro está, puesto que todos los días hablo con ella.
—No me entiende usted. Pedir la conversación, en mi tierra y en la suya, es decirle que se están pasando unas ducas muy grandes por ella. ¿S’anterao uté?
—No, señor; no sé lo que son ducas.
—Faitigas.
—¡Ah! Pues no; aún no se lo he dicho, ni he pensado jamás en ello.
—Lástima que esa niña se haya metido monja. Yo conozco a su familia. Es hija de un comerciante de la calle de Francos que ha dejado lo menos dos millones. La viuda dicen que vive con un señor… ¿sabe usted?… un señor. Y hay quien dice también que a la niña la han metido entre los dos medio a rastras en el convento.
Ahora debo recordar que, aunque poeta, soy gallego. En el fondo de mi naturaleza se encuentran tan bien casadas estas dos cualidades, que casi nunca se mortifican o se dañan. El gallego sirve para refrenar los ímpetus exagerados del poeta. El poeta ejerce el bello destino de ennoblecer, de dar ritmo armonioso a la existencia. Pues bien, al escuchar las palabras de Suárez, el gallego me hizo ver inmediatamente el aspecto práctico del asunto, que el poeta tenía olvidado de un modo lamentable. ¡Dos millones! Las gracias de la hermana, ya muy grandes, crecieron desmesuradamente con aquella repentina aureola de que la vi circundada. El gozo se me subió a la cabeza, y no tuve la precaución de disimularlo.
—Pues, amigo Suárez—dije echándole el brazo por encima del hombro, en un rapto de expansión,—todavía puede remediarse todo.
El malagueño volvió hacia mí la cabeza un poco sorprendido.
—Aún puede remediarse, porque la hermana no parece muy dispuesta a consagrarse a Dios por toda la vida.
—¿De veras?—preguntó con acento indefinible, sonriendo como a la fuerza.
—Hombre, ¿cree usted que una mujer con esos ojos asesinos… y ese aire… y esa gracia, ha nacido para encerrarse en un claustro?
Alzó los hombros desdeñosamente.
—¿Y no tiene usted más datos que esos para creer lo contrario?… Es poco, compadre—dijo, dando un chupetón al cigarro y soltando el consabido chorrito de saliva.
Me hirió aquel acento desdeñoso, y no pude reprimir un desahogo de la vanidad.
—Hay más, hay más, querido. Tengo su palabra terminante.
—¿Palabra de matrimonio?—preguntó con sorna.
—No, palabra de salir del convento.
—Si puede.
—Ya haremos lo posible por que pueda—repuse con fatuidad.
Quedó pensativo, y seguimos paseando un rato en silencio. Al cabo, comenzó, como suele decirse, a meterme los dedos en la boca, y vomité cuantas menudencias de significación o insignificantes habían acaecido entre la hermana y yo en los breves días que la trataba. Sentía yo el gozo de todo enamorado en abrir el pecho y poner de manifiesto mis alegrías, temores y esperanzas. Medianamente satisfecho debió de quedar el malagueño de aquellas confidencias, a juzgar por la afectada indiferencia con que después me habló de otros asuntos enteramente apartados del que me preocupaba; tanto que no pude menos de preguntarle con zozobra:
—Y respecto a la hermana, amigo Suárez, ¿cree usted que mis esperanzas tienen alguna base, o será todo engaño de la imaginación?… Porque ya sabe usted… cuando a uno le gusta cualquier mujer, todo lo convierte en sustancia.
—Phs… Me parece que la hermanita es una chicuela con un puchero de grillos en la cabeza. Ni sabe lo que quiere, ni por lo visto lo ha sabido en su vida. Al cabo hará lo que le manden… Conozco el paño.
Me molestaron grandemente aquellas palabras, no tanto por el desprecio que envolvían hacia la mujer que me tenía seducido, como por encontrar en ellas alguna apariencia de razón.
Poco después, como tratase de despedirme de él para unirme de nuevo a las monjas, me retuvo por el brazo.
—¡Vamos, hombre, no haga usted más el oso!—dijo riendo.—¿No le parece a usted que basta ya de guasa?
—¿Cómo guasa?—exclamé confuso.
No contestó y seguimos paseando. Al cabo de unos momentos, la vergüenza que se había apoderado de mí, hizo lugar a la cólera.
«¿Y quién es este majadero para intervenir en mis asuntos, ni para hablarme con tal insolencia? ¡Vaya una confianza que se toma el mozo!…»
Cada vez más irritado, no respondí a algunas observaciones que comenzó a hacer sobre la gente que paseaba, y al cruzar otra vez a nuestro lado las monjas, me aparté bruscamente, diciendo con el acento más seco que pude hallar:
—Hasta luego.
—Vaya usted con Dios, amigo—le oí decir con un tonillo tan impertinente que me apeteció volverme y darle una bofetada.
La vista de la hermana y su encantadora charla hízome olvidar pronto aquel momentáneo disgusto, si bien no pudo apagar por completo la excitación que me había producido. Manifestose esta excitación por un afán algo imprudente de traer de nuevo a la hermana a la conversación del día anterior, para lo cual procuré que nos adelantásemos otra vez en el paseo. Ella, sin duda, prevenida o amonestada por la madre, o por ventura obedeciendo al sentimiento de coquetería que reside en toda naturaleza femenina, mucho más si esta naturaleza es andaluza, no quiso ceder a aquella tácita insinuación mía. No se apartó un canto de duro de sus compañeras mientras paseamos. Y fue en vano que las llevase al parque, pues sucedió lo mismo. Sin embargo, cuando volvimos a casa tuve la buena fortuna de poder hablarla un rato aparte, gracias a Perico, el chiquillo de marras, con quien casualmente tropezamos. Verle y apoderarse de él, y sonarle y limpiarle la embadurnada cara con su pañuelo, fue todo uno para la hermana. Para ello tuvo necesidad de quedarse un poco rezagada, y yo, claro está, interesadísimo también por el niño, me quedé a su lado. Terminado el previo y provisional aseo, la hermana le prometió darle dos almendras si se venía con ella a casa, y Perico, de buen grado, consintió en perder de vista sus lares por algunos minutos. Tomole de la mano, y yo, por no hacer un papel desairado, le tomé por la otra, y comenzamos a caminar lentamente llevándole en medio. Confieso que maldita la gracia que me hacía aquel chiquillo sucio y haraposo, feo hasta lo indecible; pero quien me viese en aquel instante llevándole suavemente, sonriéndole con dulzura, dirigiéndole frases melosas, pensaría a buen seguro que le adoraba.
Como ya he dicho que estaba algún tanto excitado y deseaba con extraño anhelo declarar mis sentimientos a la hermana, cogí la ocasión por los pelos en cuanto se presentó.
—Di, chiquito, ¿te acordarás de mí cuando me vaya, o te acordarás tan sólo de los caramelos?—preguntaba bajando la cabeza hasta ponerla a nivel de la del niño.
Éste, con su ferocidad indómita, bajaba más la suya, sin dignarse responder.
—Di, tío silbante, ¿sientes o no que me vaya?
—¡Oh, Gloria!—exclamé yo entonces con voz temblona.—¿Quién no ha de sentir perderla a usted de vista?
La monja levantó la cabeza vivamente y me miró de un modo que me turbó.
—Oiga usted, ¿quién le ha dicho que me llamo Gloria?
—La madre.
—¡Valiente charlatana! ¿Y no sabe usted que nos está prohibido responder por nuestro nombre antiguo?
—Lo sé, pero…
—¿Pero qué?
—Me complace tanto llamarla por ese nombre, que aun a riesgo de incurrir en el enojo de usted…
—No es en mi enojo, es en un pecado.
—Pues bien, que me perdone Dios y usted también; pero si algo puede disculpar este pecado, debo decirle que cada día la voy considerando a usted menos como religiosa y más como mujer… Sí, Gloria, mientras he imaginado que sus votos eran indisolubles, la miraba a usted como un ser ideal, sobrenatural, si se puede decir así; pero desde el momento en que entendí que era posible romperlos, se me ha ofrecido con un aspecto distinto, no menos bello, por cierto, porque lo terrenal, cuando es dechado, como usted, de gracia y hermosura, se confunde con lo celestial. Hay en sus palabras, en sus actitudes todas un atractivo que yo no he observado jamás en ninguna otra mujer… Si usted viese o leyese ahora en mi interior…
—¡Huy, huy!—gritó el niño, a quien yo, al parecer, con la vehemencia del discurso, estaba apretando la mano hasta deshacérsela.
—¡Ay, pobrecito, perdona!—dije apresurándome a acariciarle.
La hermana soltó una carcajada tan fresca, tan argentina, tan deliciosa, que yo, en vez de turbarme, me sentí sacudido con dulce y grata vibración y seguí cada vez más sofocado describiéndole con locas hipérboles la impresión que en mi causaba su hermosura. Era una declaración en regla, viva, apasionada, anhelante, como el hombre que a todo trance quiere decir una cosa y teme que el tiempo no le alcance. A la vez llena de incoherencias ridículas. Tan pronto le pintaba un amor platónico, espiritual, sin pizca alguna de sensualidad, como, abriendo la válvula a lo que, en realidad, dentro de mí pasaba, aparecía subyugado, rendido por sus ojos excitantes y su figura de estatua griega. Unas veces me inclinaba a la melancolía y hablaba de la muerte y casi se me saltaban las lágrimas. Otras, animado por un soplo de esperanza, concebía mil ilusiones y prescindía de su estado, y me entretenía a pintar mi felicidad si ella me diese alguna esperanza.
No sé el tiempo que hablé, pero sí que solté muchas, muchísimas cosas, y dicho sea prescindiendo momentáneamente de la modestia, enmedio del desorden extraordinario de las ideas, de algunas repeticiones y no pocas reticencias de que estaba sembrado el discurso, me figuro que estuve elocuente. De vez en cuando hacía paradas, esperando que ella respondiese algo; pero en vano. La graciosa monja, por primera vez desde que la conocía, me pareció un poco confusa y avergonzada. Por supuesto que, en tres o cuatro ocasiones, los gritos de Perico me advirtieron que le estaba apretando la mano muy más de la cuenta. Esto me enfriaba repentinamente; pero mi entusiasmo era tan grande, que pronto recuperaba el calor y seguía desbocado, perdido.
Cuando no tuve más que decir, callé. El silencio pertinaz de la monja me dejó avergonzado. Hubiera preferido una de aquellas salidas burlonas en que era maestra. Pero no se hizo esperar. Doblando el cuerpo y acercando la cabeza a la del muchacho para acariciarle, le dijo con tonillo ligero:
—¿Te duele la mano, pobrecito? ¡Bien empleado te está, por dársela a gente que tiene los malignos en el cuerpo!
Aquella burla no me mortificó. Al contrario, sin saber por qué, me sentí gratamente impresionado, y ya me disponía a tomar pie de ella para insistir en mi fogosa declaración, cuando nos sorprendió una voz que sonó a nuestra espalda.
—Le veo a usted muy inclinado a los niños, amigo Sanjurjo.
Era el malagueño, que nos había alcanzado. Me volví y advertí en su rostro una sonrisa irónica que me crispó. Al mismo tiempo dirigió su mirada insolente a la hermana, que también se había vuelto. Pero ella, sin turbarse poco ni mucho, le clavó otra clara, insistente, un poco provocativa, como quien adivina un enemigo y lo desafía.
—Sí que me gustan. ¿Y a usted, no?—respondí con frialdad.
—A mí me gustan más las niñas—contestó brutalmente, sin dejar de mirar a la hermana.
Si hubiera observado la expresión iracunda y despreciativa que debió presentar mi rostro en aquel instante, tal vez habría un serio conflicto. Por fortuna, yo no le preocupaba a la sazón poco ni mucho. Se puso al lado de la hermana y, con el aplomo cínico que le caracterizaba, trabó conversación con ella.
—Usted es sevillana, ¿verdad?
—Para servir a usted.
—Sí, me parece que he conocido en Málaga a una parienta de usted. ¿No tiene usted una prima que se llama María León?
—Es tía mía, prima de mi madre. ¿Es usted de Málaga?
—Sí, señora.
Y siguió la conversación, animándose cada vez más, él con una amabilidad que a mí me parecía brutal, soltándole el humo del cigarro a la cara; ella con perfecta naturalidad, como si le hubiera conocido toda su vida. Afortunadamente estábamos ya cerca de casa, y no tardamos en llegar. De otra suerte, mi papel no hubiera sido muy airoso.
Por la tarde, en el paseo, volvió a acompañarlas, y yo me sentí por ello fuertemente mortificado. Tanto que me retraje de acercarme, y crucé varias veces a su lado, haciéndome el distraído para no saludarlas. Debió presentar mi fisonomía un aspecto más que sombrío, feroz. En una ocasión tropezaron mis ojos con los de la hermana, y me miró alegremente. ¡Coquetuela! exclamé para adentro. Sin embargo, al fin no pude resistir más, y me acerqué cuando ya se disponían a emprender la retirada. Fue en mal hora, porque Suárez no se apartó un punto de la hermosa monja. Esta vez regresamos en coche, y él, por más esfuerzos que hice para impedirlo, tuvo habilidad suficiente para colocarse a su lado. A mí me tocó escuchar por centésima vez la descripción de las extrañas dolencias que aquejaban a la madre Florentina. Pero mis oídos estaban más atentos a la plática del malagueño y la hermana, y observé con rabia que aquél la requebraba descaradamente con una volubilidad y una gracia que, lo confieso ingenuamente, estaba yo muy lejos de poseer. Mostrábase ella risueña y desenfadada, como siempre, y aún más que otras veces, contestando con salidas ingeniosas y picantes a los galanteos, también picantes, de Suárez. He notado que en Andalucía, al enamorarse dos jóvenes, se establece previamente entre ella y él una graciosa hostilidad, donde ambos ponen de manifiesto su imaginación en rápidas y oportunas contestaciones, diciéndose en son de burla mil frases descomedidas. Es una herencia del genio árabe, tan dado a los certámenes de la fantasía, a sutilizar conceptos y a mostrar la viveza y gallardía del ingenio.
—¿De modo que no quiere usted confesar que le he sido simpático?—decía él.
—Nunca—respondía ella.
—¡Pero si lo estoy leyendo en sus ojos, criatura!
—Pues, hijo, hay que mandarle otra vez a la escuela, porque no sabe usted leer.
—Entonces, ¿por qué me llamaba usted con la mano hace poco?
—¡Qué gracioso! ¡Ni que fuera usted perrito!
—Si fuera perrito, ¿sabe usted lo que haría en este momento?
—¿Qué?
—La lamería la cara.
—Hombre, ¿sabe usted lo que haría yo con usted entonces?
—Vamos a ver.
—Le cogería por el pescuezo y le tiraría a la carretera.
—No lo creo.
Yo, que había hecho mi declaración por la mañana con tantos miramientos, esforzándome en velar a Cupido con mil espesos tules, quedé aterrado ante aquella… ¿por qué no decirlo? ante aquella desvergüenza. Y me sorprendió no poco que ella, una religiosa, por más que estuviera en vísperas de secularizarse, escuchase con tal paciencia y respondiese a semejantes groserías. Pero de estas sorpresas me quedaban aún muchas en aquel originalísimo país.
Declinaba ya bien la tarde cuando llegamos a la fonda. Casi todos los huéspedes estaban fuera paseando. Sólo hallamos a la puerta a D. Nemesio con el dueño, tomando el fresco. A instancia nuestra, las monjas se quedaron un rato de tertulia, y no tardó en salir, sin saber quién la trajera, una guitarra. Empuñola Suárez, y comenzó a manejarla con singular destreza.
—¿No canta usted?—le preguntó la madre.
—Al tiempo de lavarme únicamente.
—Pues aquí la hermana San Sulpicio lo hace muy bien. Alguna vez la hemos oído en el colegio… el día del santo del superior, que es cuando se permiten esas cosas.
—Pues ya está usted arrancándose, hermanita—dijo el malagueño presentándole al mismo tiempo la guitarra.
—¡Quite usted allá, hombre de Dios!—respondió la monja riendo y rechazándola.
—¿Quiere que yo la acompañe entonces?
—Vamos, hermana, déjese usted oír—dijimos casi al mismo tiempo D. Nemesio, el sabio fondista y yo.
—¡Qué guasa! ¿Quieren ustedes reírse?… ¡Haría buena figura una monja cantando a la puerta de casa!
—Por eso no quede—dijo el fondista.—Vámonos a la sala. Ahora no hay nadie…
La hermana siguió riendo, sin dejarse persuadir. No obstante, se adivinaba que la retenían más los respetos de su estado y el de la superiora que la falta de deseos. Cuando ésta, instada por nosotros, le dijo:
—Como no haya nadie más que estos señores, por mí bien puede hacerlo.
Se levantó con graciosa resolución exclamando:
—Malo y rogado son dos cosas malas… Vamos andando.
Levantámonos todos también con alegría y en pelotón fuímonos a la sala. La hermana María de la Luz iba haciendo gestos de susto y escándalo.
La sala era una estancia cuadrada bastante capaz y casi tan desmantelada como el resto del edificio: un sofá de paja, una docena de sillas, una consola de caoba con pequeño espejo de marco dorado encima y algunos cuadros colgados de la pared componían todo su mobiliario.
La hermana tomó la guitarra luego que todos nos hubimos acomodado en las sillas, y comenzó a rasguearla dulcemente. Me fijé en sus manos, que desde que la conocí me habían llamado la atención. Cada hombre tiene su fetichismo respecto a la mujer, y yo poseo el de las manos, como otros el de los pies, el de los ojos, los cabellos, etc. Para mí no hay mujer hermosa con las manos feas. Las de la hermana San Sulpicio eran ideales; no excesivamente pequeñas, pues éstas antes me causan repugnancia que placer, de piel tersa y levemente sonrosada, macizas, de dedos bien torneados aunque no afilados en demasía. Con la mente estaba mandando mil besos a aquellas manos seductoras.
—¡Jesú, qué guitarriyo tan cruel!—exclamó sacudiéndolo con impaciencia.—¿De quién ha sido el hallazgo?
—Es mía—dijo el fondista inventor avergonzado.—Como todo el mundo la trae y la lleva, no es extraño…
—Vaya, déjese de la guitarra y a ello—manifestó Suárez.
Después de rasguear otro poco, la monja gritó volviendo la cabeza hacia la pared, porque la avergonzaban, sin duda, nuestras miradas fijas.
—¡Honraaa!…
Era una voz algo gangosa, si bien se conocía que salía así, más que por ser natural, por la voluntad de parecerse e imitar las voces de las mujeres del pueblo.
Dicen que me andas quitando
la honra, y no sé por qué.
—¡Bueno!—gritó Suárez aprovechando la pausa.
¿Para qué enturbias el agua
que has de venir a beber?
—¡Bravo!—grité yo.
—¡Olé!—dijeron los demás.
La hermana sonrió, dejando ver aquellas filas de dientes blancos y menudos que me hechizaban. Y volvió a cantar:
A mi suegra, de coraje
le he echao una maldisión,
que se la pierda su hijo
y que me le encuentre yo.
—¡Eso, mi niña!—exclamó el desfachatado malagueño.
Yo le eché una mirada atravesada y rencorosa, y dije por decir algo:
—Son peteneras, ¿verdad?
—¡Está usted enterao, amigo!—respondió Suárez riendo.—Malagueñas del riñón mismo del Perchel, cantadas con mucho estilo y con la gracia de Dios.
Quedé bastante avergonzado, y observándolo la hermana, me dirigió una mirada cariñosa, diciendo al mismo tiempo:
—Ahí van peteneras… Por uté.
La Virgen de la Esperansa,
la que se adora en San Gil,
¡Cristo de la Espirasión!
aquella señora sabe
lo que he llorao por ti.
La copla y la voz, levemente bronca y temblorosa, de la hermana me hicieron una impresión tan viva, que sentí removidas todas las fibras de mi corazón, me pasó un frío extraño por el cuerpo y las lágrimas se me agolparon a los ojos, costándome gran trabajo no darles salida.
Otra vez cantó:
Por Dios te lo pido, niña,
y te lo pido llorando,
¡Cristo de la Espirasión!
que no le cuentes a nadie
lo que a mi me está pasando.
Todos palmotearon fuertemente, menos yo, a quien ahogaba la emoción. La madre Florentina exclamó:
—¡Vaya, basta de locuras! Pueden enterarse los de fuera, y sería muy feo.
—Ahora me toca a mí, madre—dijo el malagueño tomando la guitarra.—Uzté no habrá oído cantar una rata, ¿verdá uzté? Pues no se mueva, que ahora mizmito la va a oír.
Manejaba la guitarra con singular maestría, y después de haberla rasgueado y punteado buen rato, comenzó a cantar en voz baja un tango que no había sido inventado precisamente para los oídos de las religiosas. O no comprendieron el torpe sentido de sus palabras, o lo disimularon. Después dio comienzo a unas seguidillas.
—¡Cállese usted, hombre, que no puedo oír eso sin que se me alegren los pies!—exclamó la hermana haciendo un gesto expresivo.
—¿Baila usted?—preguntó Suárez.
—En otro tiempo… ¿Te acuerdas, primita, cuánto hemos bailado en tu casa? ¡Qué jaquecas hemos dado a la pobre tiita!
—¿Quién se acuerda de eso?—dijo la hermana María de la Luz ruborizándose.
—¿Por qué no hemos de acordarnos?… Y bien que lo hacías tú, gachona; bien ajustadito, aunque te hacía falta un poco de garbo.
—Calle, calle, hermana, que ya no nos corresponde hablar así.
Por la regla del instituto no podían tutearse las hermanas aunque fueran próximas parientas. La hermana María de la Luz no olvidaba jamás este precepto; pero su prima lo infringía a cada instante.
—Es necesario ver eso—dijo Suárez.—¡A bailar, a bailar!
—No, no, de ninguna manera—manifestó la madre poniéndose seria.
—Vamos, madre, consienta usted—exclamamos todos a la vez.
Y comenzamos a rogarla con tan vivas instancias, que al cabo de algún tiempo la infeliz mujer no pudo resistir y vino en permitir aquel escándalo, como ella decía, con tal que se explorasen bien los alrededores de la sala, a fin de cerciorarse de que nadie estaba escuchando. Mientras duraron nuestros ruegos, la hermana San Sulpicio mostraba en los ojos una inquietud ansiosa; sus labios rojos temblaban de anhelo. Cuando la superiora dio al fin la venia, todo su cuerpo se estremeció y una sonrisa de dicha iluminó su rostro expresivo.
Pero nos faltaba lo más difícil: convencer a la hermana María de la Luz. Aquella tímida e insignificante criatura rehusaba con tenacidad levantarse de la silla. Fue preciso que su prima la cogiese enérgicamente por los brazos y la alzase casi a viva fuerza.
—Beata, chinchosa, ¿crees que te vas a condenar? Pierde cuidado, que nadie te quita la sillita que tienes en el cielo.
Pero se encontraron con que no había palillos.
El sabio fondista dijo que él los traería; y en efecto, a los dos minutos se presentó con dos pares de castañuelas que entregó a las hermanas. Entonces éstas se despojaron de las papalinas y las tocas. Por primera vez vi los cabellos de la hermana San Sulpicio. Eran negros y lucientes hasta dar en azules, levemente ondeados, no muy largos porque al pronunciar los votos la tijera había hecho feroz estrago en ellos.
Hecho otro viaje de exploración por las cercanías de la sala y cerradas herméticamente todas las puertas, Suárez comenzó a rasguear la guitarra. Hubo un momento de ansiedad. Las dos bailadoras se habían puesto una frente a otra y se miraban sonrientes; la hermana María de la Luz con la cabeza baja y ruborizada hasta las orejas; su prima con los brazos en jarras, un poco pálida, los labios secos, acentuaba el leve estrabismo de sus hermosos ojos negros aterciopelados. A mí me daba saltos el corazón de puro anhelo. El malagueño alzó un poco la voz cantando una seguidilla. De pronto los cuatro pares de palillos chasquearon con brío, las bailadoras abrieron los brazos y avanzaron una hacia otra y se alejaron inmediatamente, levantando primero una pierna, después otra a compás y con extremado donaire. Mis ojos de enamorado percibieron por encima de la tosca estameña el bulto adorable del muslo de la hermana San Sulpicio. Siguieron una serie de movimientos y pasos, ajustados todos al son de la guitarra y de las castañuelas, que no cesaban un instante de chasquear con redoble alegre y estrepitoso. El cuerpo de las dos primas tan pronto se erguía como se doblaba, inclinándose a un lado y a otro con movimientos contrarios de cabeza y de brazos. Éstos, sobre todo, jugaban un papel principalísimo, unas veces abiertos en cruz para presentar el pecho con aire de desafío, otras recogiendo del suelo algo invisible que debían de ser flores, otras levantados en arco sobre la cabeza, formando en torno de ella como un hermoso marco de medallón.
Yo no miraba más que a la hermana San Sulpicio, no sólo por la afición que la tenía, sino porque en realidad era la que mejor bailaba. Su prima, o por temor o vergüenza, o porque no la hubiese dotado la naturaleza con gran cantidad de sal, limitábase a señalar los movimientos y a guardar el compás. Ella los acentuaba en cambio briosamente, gozándose en las actitudes donde la esbeltez y la flexibilidad de su cuerpo se mostraban a cada instante de un modo hechicero. La hermosa cabeza inclinada a un lado, los ojos medio cerrados, la boca entreabierta, dilatada por una sonrisa feliz, donde todo su ser se anegaba, parecía la bayadera del Oriente ostentando con arrobo místico en la soledad y misterio del templo la suprema gracia de su carne dorada como las hojas del loto en el otoño, el brillo fascinador de sus ojos. En aquel momento podía jurarse que no nos veía, absorta enteramente en el placer de ir mostrando una a una las mil combinaciones elegantes a que su airosa figura se prestaba. La pasión del baile era la pasión de su cuerpo, era la adoración extática de su propia gracia. Cuando una mudanza terminaba parecía salir de su éxtasis, y nos miraba risueña con ojos vagos y húmedos.
Yo estaba crispado de la cabeza a los pies. Hubiera deseado que el baile se prolongase indefinidamente, y formé propósito inmutable de escribir unas décimas describiéndolo, que por cierto se publicaron algunos meses después en La Moda Elegante: no sé si ustedes las habrán leído.
Las exclamaciones de Suárez ¡Olé, mi niña! ¡Bendito sea tu salero! ¡Alza, palomita, alza! y otras por el estilo, que soltaba en las pausas del canto, me parecían groseras e impropias. Pero observé que ellas no las tomaban a mal, por lo que vine a entender que eran el acompañamiento natural y obligado de aquel baile. Cuando éste terminó, la hermana María de la Luz corrió a sentarse avergonzada. Su prima quedó en pie, con el pecho agitado, el cabello en desorden, sonriendo siempre con la misma gracia maliciosa. El malagueño, en un arrebato de entusiasmo, puso la guitarra a sus pies, exclamando:
—¡Si eztá podría ezta niña!
Todos rieron menos yo. En seguida, alargando la guitarra a nuestro científico patrón, le invitó a que tocase para echar otro baile con la hermana; mas la madre Florentina se levantó vivamente, y con semblante muy serio se opuso resueltamente a ello. Bastaba de tonterías. Había cedido a lo primero sin deber hacerlo, pero aquello rebasaba ya los límites. Y triste y desabrida, como si le remordiese la conciencia, hizo un gesto imperioso a las hermanas, y salió con ellas de la estancia. Suárez siguió tocando y cantando; pero yo, presa de extraña y dulce inquietud, me salí a dar una vuelta por el pueblo, y no comí hasta muy tarde.
—¡Hombre, si viera usted lo que se ha reído el padre Talavera cuando le conté lo del bailoteo de esta tarde!—me dijo D. Nemesio al entrar en casa.
Quedé clavado al suelo.
—¿Pero ha ido usted a contar al padre Talavera?…—preguntele con acento alterado.
—Le encontré sentado delante de su fonda con otros clérigos y echamos un párrafo. Es una persona muy campechana y muy corriente. Le ha hecho una gracia atroz nuestra pequeña juerga. Estos jesuitas son todos hombres de sociedad, no son como los curas de misa y olla…
Le miré de arriba abajo con expresión rencorosa y le dije con acento irritado:
—¡Usted siempre tan oportuno!
Y sin aguardar contestación, giré sobre los talones y me fui.
Lo que inmediatamente preví sucedió, en efecto. A la mañana siguiente pude verlas en misa y hablé algunas palabras con ellas. En todo el día después no logré echarles la vista encima, ni en los pasillos de casa ni en el manantial. Al día siguiente, mientras estábamos bebiendo el agua, un coche las llevó a la estación para tomar el tren de Sevilla.
V
A Sevilla.
Grande fue la tristeza y desconsuelo que sentí al tener noticia de la marcha precipitada, o más bien fuga, de las monjas. Bien imaginé que debió de ser causada por la indiscreción y necedad de D. Nemesio, a quien dediqué desde entonces en mi pecho tanto odio por lo menos como debía de profesarle el juez catalán que con nosotros había viajado. Nunca más quise jugar al billar con él; y eso que llegó a ofrecerme el mísero cuatro rayas. ¡Cuatro rayas a mi, que, dando un trallazo, me salen palos por todos lados!
En cambio, me sentí más inclinado desde entonces al malagueño, o para hablar más propiamente, me fue menos antipático. Después de todo, si a él le gustaba también la hermana, nuestra desgracia era común. Verdad es que la soportaba con más filosofía. Cuando supo la ocurrencia de D. Nemesio, rió largamente y la glosó con muchos y sabrosos comentarios; pero no volvió a acordarse de las monjas. Si yo le sacaba la conversación me respondía en un tono tan frívolo y aun se corría a veces a tan libres y groseras frases que me herían. Debo confesar que allá, en el fondo, el disgusto se mezclaba con la satisfacción de advertir que la graciosa hermana sólo pasajeramente había impresionado su corazón.
Pasaron los días, y llegó el de mi marcha. El malagueño se había ido el anterior para su tierra. Yo, en vez de irme a Madrid, tomé el tren de Sevilla. Porque es bien que sepan ustedes que desde el instante mismo en que tuve conocimiento de la huida de las monjas concebí el proyecto y aun formé propósito de ir a esta ciudad en cuanto pudiese hacerlo sin ser advertido. No lo comuniqué absolutamente con nadie, mucho menos, por supuesto, con Suárez; antes procuraba mañosamente despistarle hablándole de mis quehaceres en Madrid y la necesidad que sentía de terminarlos pronto para restituirme a mi país, donde mi padre reclamaba mi presencia inmediata para otros asuntos urgentes. En fin, que en cuanto llevase los quince días justos de aguas iba a Andújar a tomar el expreso de Madrid para llegar más pronto. Tuve la suerte de que él se fuese primero, y así lo hice a mi salvo.
Cuando el tren arrancó y me vi caminando a gran velocidad hacia el Mediodía, experimenté viva y dulce agitación; sacudió mi cuerpo un estremecimiento deleitoso. Siempre que camino con rapidez en cualquier vehículo me sucede algo semejante. El movimiento me embriaga y me comunica instantáneamente la sensación de la fuerza y el triunfo. Por eso he pensado muchas veces que los carros de los héroes griegos, arrastrados por veloces corceles, debían contribuir no poco a aumentar su esfuerzo y coraje en las batallas. Pues a esta sensación perturbadora añadíase al presente una inquietud vaga, no exenta de voluptuosidad, que me apretaba la garganta y me producía un cosquilleo grato. Pensaba en los ojos de la hermana San Sulpicio. Y como si el tren, con su marcha pujante y vertiginosa, me dotase del poder que me faltaba para hacerla mía, sentíame feliz hasta llorar. Una angustia deliciosa me oprimía el pecho blandamente. Sentía escalofríos de anhelo y voluptuosidad, cual si me hallase a las puertas mismas de la dicha. Pasado aquel extraño transporte, que debe achacarse en gran parte a la material impresión del movimiento, me sentí tranquilo; pero me confesé ingenuamente que estaba enamorado de la monja sevillana mucho más aún de lo que había imaginado. Cruzó por mi mente la idea de lo que debía hacer cuando llegase a Sevilla; pero súbito la aparté con miedo de la imaginación. En realidad, ése era un problema insoluble en tal momento. Más valía entregarse a la esperanza consoladora de que todo saldría a medida de mis deseos, pensar en las gracias de mi hermoso dueño, recrearse rumiando los dichosos instantes que a su lado había pasado, y cuando llegase a la capital de Andalucía, ya veríamos lo que se había de hacer. Me puse a componerle unos versos, unas quintillas; mas a la segunda tropecé con un consonante difícil, labios; resabios no pegaba, ni menos los otros poquísimos que hay. Así que un poco irritado rasgué el papel y lo arrojé por la ventanilla.
La locomotora corría por los campos de la provincia de Córdoba. Cubiertos de tiernos trigos se extendían en planicie de un verde pálido, cortados bruscamente por el muro sombrío y adusto de la sierra. Cuando nos acercamos a la ciudad, me sentí impresionado vivamente por la grandeza de sus recuerdos. Aquel montón de casas que se alzaba pardo y melancólico entre el río y la montaña había sido la gran ciudad del Occidente, la capital del mundo civilizado. Al ruido, a la alegría que en otro tiempo reinaran en ella, habían sucedido años y años, siglos y siglos de silencio y tristeza. Veíala con la imaginación hermosa y feliz enmedio de una comarca fértil, risueña, abundante en toda clase de cosechas, ocupando una vasta extensión con sus murallas resplandecientes, provista de puertas monumentales, de infinitas calles donde las máquinas de riego abatían el polvo. Innumerables transeúntes discurrían por ellas, entrando y saliendo de sus bazares a cuyas puertas pendían ricos damascos y tapices. En todas partes se alzaban suntuosos palacios, más bellos y suntuosos por dentro que por fuera: en todas partes bosques y jardines públicos donde sus felices moradores se solazaban con el aroma del azahar, del cinamomo y almoraduj. En torno de ella los amenos vergeles o almuzaras se extendían a lo lejos, poblados de arboledas umbrías, de fuentes murmuradoras, de pájaros parleros. Enhiesta sobre el alminar de la mezquita la media luna elevaba sus cuernos poderosos protegiendo a la ciudad. El ruido de los carros, de los escuadrones que a todas horas entraban y salían por sus puertas, de las máquinas de guerra, el gozoso rumor que se elevaba de sus talleres, donde fabricaban la inmensa variedad de artefactos que exigía su refinada cultura, la hacían bulliciosa y resonante. Veía la falda de la sierra cuajada de casas de campo, retiros deleitosos donde los caballeros árabes iban con las bellas de la ciudad a celebrar sus orgías. Vínome a la memoria cierta confidencia de un escritor del tiempo del califato, acaso la única que exista de este género en su literatura. Porque esta raza grave y melancólica no gustaba de entretener al público con las propias tristezas o alegrías.
El poeta Ibn-Hazm conoció a su amada, siendo niña, en el palacio de su padre, donde estaba recibiendo educación. Su amada era hermosa, discreta y modesta; pero orgullosa y reservada. Su modo de pensar era muy severo y no mostraba inclinación por los vanos deleites, aunque tocaba el laúd admirablemente. El poeta, de la misma edad que ella, buscaba en vano ocasión de hablarla sin testigos. Una vez, en cierta fiesta que se daba en su palacio, las damas se reunieron por la tarde en un pabellón desde donde se gozaba una magnífica vista de Córdoba. Ibn-Hazm fue con ellas y se acercó al hueco de una ventana donde se encontraba la joven. Apenas le vio ésta a su lado, se huyó con graciosa ligereza hacia otra parte del pabellón. Él la siguió, y se escapó de nuevo. La hermosa niña se había hecho cargo de los sentimientos que inspiraba al hijo de su amo; pero ninguna de las otras mujeres notó nada de lo ocurrido. Cuando más tarde bajaron todas al jardín, rogaron a la amada del poeta que cantase, y él unió también sus ruegos. Cediendo a estos ruegos, comenzó tímidamente a pulsar el laúd y entonó una canción, una sentida y melancólica canción. «Mientras cantaba—dice Ibn-Hazm en su deliciosa confidencia,—no fueron las cuerdas de su laúd, sino las de mi corazón lo que hería con el plectro. Jamás se ha borrado de mi memoria aquel dichoso día, y aun en el lecho de muerte he de acordarme de él. Pero desde entonces nunca más volví a verla en mucho tiempo. Sucedió que tres días después que Mahdi subió al trono de los califas, abandonamos nuestro nuevo palacio, que estaba en la parte oriental de Córdoba, en el arrabal de Zahira, y nos fuimos a vivir a nuestra antigua morada, hacia el Occidente, en Balat-Mogith; pero por razones que es inútil exponer, la joven no se vino con nosotros.»
Luego cuenta el poeta las desgracias que pasaron a su familia cuando Hischam II subió otra vez al trono. Una sola vez vio a su amada, en las exequias de un pariente; pero no la habló. Poco después tuvo que abandonar a Córdoba. «Cuando al cabo de cinco años volví a Córdoba—dice—fui a vivir a casa de unos parientes, donde la encontré de nuevo; pero estaba tan cambiada que apenas la reconocí; tuvieron que decirme quién era. Aquella flor, que había sido el encanto de cuantos la miraban, estaba ya marchita, por la necesidad de acudir a su subsistencia con un trabajo excesivo. Sin embargo, tal como estaba, aún hubiera podido hacerme el más dichoso de los mortales si me hubiera dirigido una sola palabra cariñosa; pero permaneció indiferente y fría, como siempre había estado conmigo. Esta frialdad fue poco a poco apartándome de ella. La pérdida de su hermosura hizo lo restante. Nunca dirigí contra ella la menor queja. Hoy mismo no tengo nada que echarle en cara. No me había dado derecho alguno para estar quejoso, ¿De qué la podía yo censurar? Hubiera podido quejarme de ella si me hubiera halagado con esperanzas engañadoras; pero nunca me dio la menor esperanza, nunca me prometió cosa alguna.»
Busqué, en vano, con la vista el jardín donde aquellos tristes amores habían comenzado, busqué el palacio del noble poeta. ¡Cuánta alegría desvanecida! ¡Cuánta actividad aniquilada! ¡Cuánta palabra de amor, cuánta lágrima, cuánto afán, cuánto suspiro disipados para siempre!
¿Para siempre? ¿Por qué? El amor, que es la vida misma, no muere, se traslada. ¿Por ventura las golondrinas que vienen a anidar en los balcones de la Córdoba actual no aman como las que anidaban en la Córdoba antigua? ¿Y dentro de aquel montón, oscuro y melancólico, de casas no hay risas, no hay suspiros, no se vierten lágrimas de amor? El fuego que ardía en el pecho del poeta Ibn-Hazm no se había extinguido: yo lo sentía en el mío. Los hermosos ojos aterciopelados de mi graciosa sevillana valían, por lo menos, tanto como los de su bella cordobesa. Y como si la naturaleza quisiera responder con un signo afirmativo a mis reflexiones, al salir de la estación, de pie sobre un verde campo de trigo, vi una linda zagala de trece a catorce años y a un zagal de la misma edad, enlazados con un brazo por la espalda y saludando con el otro al tren que se alejaba rápido.
Según nos aproximábamos a la provincia de Sevilla, el paisaje adquiría tonos más secos y calientes. La comarca se desenvolvía ondulante como un mar de olas inmensas, petrificadas, hasta los últimos confines del horizonte. Era una tierra roja, sangrienta, que infinitas hileras de olivos rayaban de verde gris. Y posados entre ellos como blancas palomas, veíanse de vez en cuando algunos molinos donde la amarga aceituna fluía su licor. Sólo rara vez ya el verde pálido y tierno de algún sembrado despedía una nota pacífica en aquella tierra ardiente de una vitalidad feroz.
A medida que avanzábamos, el firmamento se elevaba y su azul se iba haciendo más intenso y profundo. Lucía el sol de un mediodía abrasador. La implacable intensidad de la luz me ofuscaba, haciéndome ver los términos lejanos como masas violáceas envueltas en una gasa blanca. La línea del último más bien se adivinaba que se percibía en los confines del horizonte luminoso. La naturaleza africana anunciaba ya su proximidad con los setos de pita y de higos chumbos erizados de púas. Los olivos se retorcían con furia, adoptaban posturas grotescas, chupando con ansia de aquella tierra roja las escasas partículas de agua; árboles tristes, ridículos, donde alguna vez, como en todos los seres feos de la tierra, brilla un relámpago de hermosura, cuando el viento arranca de sus pobres hojas algunos reflejos argentados.
¡Nos acercábamos a Sevilla! Sentía mi corazón palpitar con brío. Sevilla había sido siempre para mí el símbolo de la luz, la ciudad del amor y la alegría. ¡Con cuánta más razón ahora, que iba hacia ella enamorado! Veíanse ya algunas huertas de naranjos, y entre sus ramajes de esmeralda percibíanse como globos de rubíes, según la expresión de un poeta arábigo, las naranjas que de puro maduras se derretían. En las estaciones próximas, Brenes, Tocina y Empalme, observaba cierta animación, que no podía achacarse al número, harto exiguo, de viajeros. Algunas muchachas de ojos negros, con claveles rojos en el pelo, de pie sobre el andén, sonreían a los que nos asomábamos a las ventanillas. Todas las casetas de guardas tenían ya en sus ventanas macetas con flores. Hasta las guardesas, viejas y pobremente vestidas, que, con la bandera recogida, daban paso al tren, ostentaban entre sus cabellos grises algún clavel o alelí.
Por fin nos apartamos del Empalme. Debíamos parar en Sevilla. Me asomé a la ventana, y escruté con ojos ansiosos el horizonte, que ya no era ondulante, sino llano y dilatado, cubierto de sembrados, de olivos, de naranjos, cuyos distintos verdes lo matizaban alegremente. Los setos azulados de pita contribuían poderosamente a embellecerlo, y le daban ya un carácter enteramente meridional. El río se desplegaba majestuoso por medio del extenso valle. Allá en el confín del horizonte percibí una torre elevada, y al lado de ella otras varias más chicas.
—¡Sevilla! ¡Sevilla!—grité con voz recia, sin poder reprimir la extraña y viva emoción que me embargaba.
Y avergonzado en seguida de aquel grito, me volví para ver si mis compañeros se reían. Mas, contra lo que esperaba, no sucedió; antes se abalanzaron todos hacia las ventanillas, con la misma curiosidad y anhelo que si nunca la hubieran visto. Y eso que la mayor parte eran naturales y vecinos de la provincia.
—Zeviya es—dijo gravemente, después de haber sacado la cabeza por la ventanilla, un viajero de cuarenta a cincuenta años, con patillas hasta la nariz y vestido con chaqueta corta, corbata de anillo y sombrero de amplias alas.
—¿Usted la ha visto?—le pregunté con solicitud.
—¿Que zi la he visto? Veinte años he paseao por la calle de las Sierpes, y veinte mil cañas he bebío del lado de acá y otras veinte mil del lado de allá del río… Pero la suerte mía, que es más negra que un sombrero de teja, hablando con perdón, hace tiempo que me ha botado fuera… En fin, paciencia, que más pasa un cornudo…
Me admiró la tristeza del acento con que pronunció estas palabras.
—¿Ahora no vive usted en Sevilla?
—No, señor; hace seis años que estoy establecido en Cantillana.
Recordé entonces el antiguo adagio español, y le dije sonriendo:
—«Anda el diablo en Cantillana»…
—¡Ca, hombre! Ya hace mucho tiempo que no anda… Se ha marchao aburrío.
Volví a sacar la cabeza por la ventanilla riendo, y sumergí mi vista extasiada en el radioso espectáculo que delante de mí se ofrecía. Aquel panorama despertaba en mi alma una gozosa emoción. Todo parecía reír. La luz caía como una gloria del cielo sobre los campos. El aire vivo que me hería las sienes, el aroma penetrante del azahar, los olores cordiales del campo que a él se mezclaban, la caricia ardiente de aquella naturaleza poderosa que sentía en el rostro me embriagaban, me causaban escalofríos de dicha. La torre que había visto se acercaba, elevándose cada vez más a mis ojos. El blanco grupo de casas yacente a sus pies se extendía.
El tren retardó su marcha: el tic tac de las ruedas llegó más fuerte y acompasado a nuestros oídos. Entramos en la estación. Después de saludar cortésmente al desterrado de Cantillana, y sostener con esfuerzo y coraje una lucha empeñadísima con más de veinte ganapanes que trataban de arrebatarme la maleta, tomé un coche y di al cochero las señas de una casa de huéspedes situada en la calle de las Águilas, que mi sabio patrón de Marmolejo me había recomendado. Y a propósito de mi patrón, no he referido que al tiempo de partir, dándome un apretado abrazo, y sin duda para ofrecerme un testimonio maravilloso de su cariño y estimación, me reveló al oído que su famoso cañón estaba hecho de amianto. Ruego al lector que no divulgue el secreto.
El coche marchaba por una serie de calles estrechísimas, bailando muy más de la cuenta para mis huesos; pero como yo venía dispuesto a admirarme de todo y hallarlo de perlas, lejos de quejarme, sacaba a menudo la cabeza por la ventanilla y echando una ojeada a las casas de pobre apariencia que íbamos pasando, me dejaba caer otra vez sobre el asiento, exclamando lleno de gozo: «¡Oh, qué árabe, qué árabe es todo esto!»
Paramos delante de una casa, como todas las demás, pequeña, de un solo piso, con dos balcones y dos grandes ventanas enrejadas al nivel del suelo. Enrejada era también la puerta, por la cual se veía un patio con pavimento de azulejos y columnas de mármol, donde había grandes macetas con flores y plantas. «¡Qué árabe!» volví a exclamar para mis adentros, mientras buscaba por todas partes el llamador. Di por fin con un cordelito, tiré de él y sonó la campanilla. El joven que atravesó lentamente el patio y se acercó a la cancela mirándome fijamente no tenía nada de árabe, si bien se reparaba: flaco, largo, pálido, con una nariz ¡qué nariz, cielo santo! que merecía los honores de trompa, los ojos pequeños, el pelo lacio. Vestía decentemente, por lo que vine a entender que no era criado; pero traía los pantalones cinco dedos lo menos más cortos de lo justo. Me preguntó con voz débil, como si quisiera exhalar con aquella pregunta el último aliento, qué se me ofrecía. Cuando le dije que venía en busca de alojamiento y recomendado por el dueño del Hotel Continental de Marmolejo, abrió la puerta diciendo: «¡Ah!» Después, haciendo otro supremo esfuerzo sobre sí mismo, dijo: «Matilde, Matilde», dos veces consecutivas. La chiquilla que se presentó acto continuo dando saltitos como una urraca tampoco tenía gran cosa de árabe. Representaba unos trece años, aunque después supe que contaba diez y ocho, y era de una estatura inverosímil: poco más de un metro levantaría del suelo. Con esto, la carita redonda y no desgraciada, los ojillos vivos y a medio cerrar, los ademanes resueltos y petulantes.
—¿Qué deseaba usted, caballero?—me preguntó comiéndose, como andaluza de sangre, la mitad de las letras. Al mismo tiempo cerró aún más los ojillos para mirarme, levantando la cabeza y ladeándola, como un pájaro que escucha ruido.
Volví a repetir mi demanda y la recomendación que traía. El mancebo de los pantalones cortos, tan pronto como se acercó la niña, habíase retirado majestuosamente, proyectando con su nariz en las paredes una sombra gigantesca.
—¡Ah! ¿Una habitación? Venga usted conmigo… Felicia, Felicia, ven a recoger la maleta de este caballero… Por aquí…
Después que solté el equipaje en manos de una criada que se presentó al reclamo de mi diminuta huéspeda, me condujo, sin subir escaleras, a una cámara bastante capaz y medianamente amueblada, que tenía ventana con rejas a la calle.
—¿Le gusta a usted ésta?
Como en realidad no necesitaba otra cosa mejor, dije que sí; pero la chica, temiendo no haberme dejado satisfecho, se apresuró a manifestar que había otra en el piso de arriba, que si deseaba verla…
—¿Es usted el ama?—le pregunté, convencido de que no podía serlo.
—No, señor; soy su hija… pero como si lo fuese—respondió con cierto énfasis.
Y en efecto, tan pronto como me determiné a quedar en aquel cuarto, llamó otra vez a la doméstica y comenzó a dictar una serie de disposiciones respecto al aseo del pavimento, a la cama, al lavabo, etc., en un tonillo despótico, que no dejó de causarme gracia por venir de tan microscópica persona. Observé que la criada la obedecía con prontitud y respeto, y lo mismo un criado a quien llamó para colocar la cómoda que hacía falta.
—¿El joven que salió a abrirme es pariente de usted?—le pregunté.
—¿Eduardito?… Es mi hermano.
Raro me pareció que llamase Eduardito a aquel mastuerzo, y más ella que podría pasar sin inclinarse por debajo de sus piernas.
—¿Pues sabe usted que tienen ustedes bien poco parecido?
—¿No es verdad? A todo el mundo le sorprende… Pues tan poco como en la figura nos parecemos en el carácter. A él se le pasea el alma por el cuerpo…
—Y a usted no le cabe dentro.
—Cierto—respondió riendo.—Vaya, le dejo a usted, que tengo mucho que hacer… ¿Quiere usted tomar algo?… Pues cuando me necesite no tiene usted más que dar una voz… La hora de comer a las siete.,. ¿Quiere usted que le limpien las botas?… Gervasio, Gervasio, ven aquí… Limpia las botas de este señor en un momentito… ¡Vivo! ¡vivo!… Vaya, hasta luego… ¿Su gracia de usted, caballero?
—Ceferino Sanjurjo.
—Mil gracias. Hasta luego.
Así que me hube lavado y aliñado un poco, viendo que aún no eran más de las cuatro de la tarde, salí a dar un paseo por la ciudad. No tengo para qué advertir que la idea que me embargaba totalmente en aquel momento era la de hallar y ver el convento o colegio del Corazón de María, donde tenía el mío prisionero. No quise llamar a Matilde; pero espié sus pasos, y, cuando la vi en el patio, salí de mi cuarto metiéndome los guantes y me hice el encontradizo.
—¿Va usted a dar un paseíto?—me preguntó como si nos tratásemos hacía años.
—Voy a ver un poco las calles hasta la hora de comer… ¿Usted sabe dónde está un convento que se llama, según creo, del Corazón de María?—le pregunté afectando gran indiferencia.
—Del Corazón de María… del Corazón de María—respondió llevándose el dedito a la frente como para recapacitar.—Aguarde usted un poco… ¿No es un colegio de niñas?
—Creo que sí.
—Pues debe de estar, me parece, en la calle de San José… ¿Sabe usted allá?
—¡Si no he estado jamás en Sevilla!
—¡Ah! Bien. Pues es muy fácil. No tiene usted más que seguir esta misma calle hasta la Alfalfa, ¿sabe? Allí tuerce usted a la izquierda por una calle que se llama de Luchana; ve usted una iglesia, la de San Isidoro; en seguidita otra, la de San Alberto; baja usted un poco, y a la derecha encuentra usted una calle que se llama de la Perla; entra usted en la calle de la Carne, y allí está la de San José… ¿Ha comprendido usted?
—Perfectamente—respondí, convencido de que sería inútil hacérselo repetir.
Y salí a la calle dispuesto a llegar allá a fuerza de preguntas. El aspecto de la ciudad me sorprendió y cautivó al mismo tiempo. Aquellas calles estrechísimas, tortuosas, desiguales; aquellos patios de jaspeadas columnas atestados de flores, que se divisaban al través de las cancelas, formando contraste con la modesta apariencia de las casas; el filete de cielo azul resplandeciente que se veía allá arriba, forzando con su viva luz irresistible la angostura de las calles; la animación y el ruido que por todas partes reinaban, despertaron en mi alma una alegría que jamás hasta entonces había sentido: la alegría del sitio. Había visto en mi país hermosos paisajes rientes como no es posible verlos en ningún paraje de la tierra, había asistido al levante del sol en la playa de Vigo, había escalado y hollado con mi pie las famosas montañas de Asturias. En todas partes, el espectáculo de la naturaleza, aun en sus momentos risueños, me había empujado blandamente a la meditación y a una dulce melancolía. Nada de esto sucedía ahora. El cielo comunicaba su alegría a la ciudad y la ciudad la comunicaba al corazón del que la recorría. Por las grandes ventanas enrejadas mis ojos exploraban sin obstáculo lo interior de las viviendas. En una cosían dos jóvenes vestidas de blanco, con rosas en el pelo. Al observar la mirada insistente que les eché, sonrieron burlonamente. En otra, una joven tocaba el piano, de espaldas a la calle: me paré un instante a escucharlo, y conmigo una mujer del pueblo que, metiendo la cara por las rejas, dijo:
—Señorita, señorita.
La joven se volvió preguntando:
—¿Qué se ofrece?
—Na, señorita; que me gutaba uté por etrá y quería ver si po elante…
—¿Y cómo soy por delante?—replicó la chica sin turbarse.
—Como un botón de rosa, mi corasón.
—Muchas gracias.
Y se volvió tranquilamente para seguir tocando.
Yo me alejé riendo de aquella singular escena.
En otra, un padre o preceptor estaba enseñando el abecedario a un chicuelo de doce a catorce años; en otra se merendaba; en otra se tocaba la guitarra, digo, en otras, porque fueron bastantes las en que oí los acordes suaves del instrumento nacional. Cuando venía algún coche o carro, era menester que los transeúntes nos metiésemos en un portal para no ser atropellados, porque la calle, a duras penas, dejaba paso al vehículo. Todos los balcones y ventanas estaban adornados con tiestos que rebosaban de flores: los claveles de una ventana besaban muchas veces las rosas de la de enfrente. Las mujeres que encontraba, jóvenes y viejas, las traían asimismo en el pelo. El piso no era terso ni cómodo: los pies bañaban sobre los guijarros y pseudoadoquines, con grave detrimento de los callos: además, se corría peligro inminente de resbalar en alguna corteza de naranja o de sandía o de tomate, de que había buena copia: de los balcones las dejaban caer sin aprensión ninguna sobre los que pasábamos. De vez en cuando llegaban a la nariz fuertes tufaradas de azahar, que casi le suspendían a uno los sentidos.
Pues no hallé, como digo, medio mejor para llegar a la calle de San José que ir preguntando a los que cruzaban. Y cierto que no me pesó de ello. Todos me respondían con extremada cortesía y se paraban a darme cuantas noticias juzgaban necesarias. Algunos llevaban su amabilidad hasta el punto de acompañarme un buen trecho de camino para dejarme bien encaminado. Y aquí debo advertir que, así como en Madrid la expresión peculiar y nativa de los rostros es la hostilidad, en Sevilla es la benevolencia. Quizá será porque aún no han alcanzado ese grado supremo de la civilización en el que un saludable desprecio de todo es el fundamento de las virtudes públicas y privadas.
—¿La calle de San José?… ¿Me hace usted el favor?…
—Tá uté en eya, cabayero.
—¿Sabe usted dónde se encuentra el convento o colegio del Corazón de María?—pregunté a la buena mujer, viendo, al echar una mirada a la calle, que había tres o cuatro edificios de aspecto eclesiástico.
—No puedo desirle… Pero aguárdeme uté un momentito, que voy a preguntarlo.
Se fue calle arriba y entró en una tienda. A los pocos segundos salió de nuevo y vino a decirme que el colegio estaba próximo a la iglesia.
—En esa casa que hase rincón, ¿sabe uté?
Le di las gracias y me dirigí hacia allá a paso lento. Por si acaso la mujer me estaba mirando, entré en el portal, aunque sin ánimo alguno de llamar a la puerta. Era un edificio viejo sin fachada regular. No tenía más que unas cuantas ventanas distribuidas caprichosamente por ella, lo cual me hizo presumir que lo principal de él debía dar a algún jardín. El portal grande, cuadrado y feo, extremadamente limpio. Empotrada en la pared una hornacina con cristal donde se veía la imagen de la Virgen, a la cual alumbraba una lámpara de aceite colgada del techo. La puerta era de roble viejo, labrada como las de las iglesias: a su lado había una ventanita sin rejas. Al poner allí el pie me sentí fuertemente conmovido. La idea de que detrás de aquella puerta estaba mi dueño querido, la saladísima hermana, hacía brincar mi corazón. Pegué el oído a la cerradura por si lograba escuchar algo, y en efecto, oí voces y risas. La ilusión me hizo creer que la hermana San Sulpicio era la que gritaba reprendiendo a una niña. Mas las voces y las risas se aproximaron repentinamente, y apenas tuve tiempo a ponerme en la calle de dos saltos, cuando se abrió la puerta con estrépito y aparecieron hasta media docena de niñas y detrás de ellas dos criadas que se alejaron calle arriba. Por no exponerme a otro susto, y por considerar que nada adelantaba con quedarme en el portal, también me aparté del colegio echándole, sin embargo, miradas codiciosas y tristes.
Llegué a casa, después de caminar entre calles algún tiempo, a la hora precisa de comer. Mi diminuta huéspeda me salió al encuentro y me abocó con familiaridad no exenta de protección.
—Se habrá usted perdido, por supuesto.
—Alguna vez; pero he preguntado y fui saliendo adelante.
—Pues hijo, como usted tardaba tanto, ya creía que se nos había extraviado. Estaba pensando en poner un anuncio en los papeles… Buena carpanta traerá ya, ¿verdá uté?
—Así, así.
—Pues a comer, hijo, ¡andandito!
Y se alejó como un jilguero que va a posarse en otra rama.
En el comedor, y sentados a la mesa, estaban cuatro señores con los cuales cambié un ceremonioso saludo. Uno de ellos era hombre de unos cuarenta años, de fisonomía simpática, facciones correctas y barba castaña recortada. Supe después que se llamaba D. Alfredo Villa, nacido en Cádiz y comandante de infantería. Otro de los comensales era un señor de patillas blancas, rostro atezado y expresivo, que me dijeron era alcalde de uno de los pueblos de la provincia, no recuerdo cuál: se llamaba Cueto. Otro un jovencito rubio, estudiante de Derecho. Otro, por fin, un catalán de rostro anguloso y escuálido, ojos saltones y bigotes largos y caídos como un chino, a quien llamaban Llagostera. Así que me hube sentado apareció Eduardito, que también tomó asiento, o por mejor decir, se dejó caer exánime en la silla al lado de nosotros. La comida principió silenciosa, pero no tardó en animarse generalizándose la conversación; y ¡caso extraño! a pesar de tanto andaluz como allí había, el que llevaba la voz cantante era el catalán. Y más extraño aún que lo hiciera ordinariamente para decir pestes de Andalucía, y en especial de Sevilla. Siempre se sentaba a la mesa furioso, según pude observar en los días sucesivos. Generalmente su mal humor principiaba adoptando la forma irónica.
—Don Alfredo (dirigiéndose al comandante), ¿no sabe que ma ancargado unos patines?… ¿Para qué?… Pues para andar por las calles. ¿Le parese no estar bien lisas con los cascos de pimientos y naranjas que hay por todas partes?
Abría extraordinariamente las vocales y cerraba los ojos y alargaba los labios para dar realce gracioso a su humorismo.
—Disen, don Alfredo, que es magnífica la enstalasión que el munisipio de Sevilla ha dadicado an la asposisión da Barselona a las cañas da mansanilla. Supongo que no dajarán ustedes de mandar alguna bailaora… Y qué tal, don Alfredo, ¿no ha venido todavía ningún inglés que compre la Giralda?
El comandante y los demás comensales eran de buena pasta y respondían sin incomodarse pizca a estas bromitas. Llagostera pensaba que eran la flor y la suprema expresión del humorismo y la sal ática. Por supuesto que, al cabo de algunos dimes y diretes, salía siempre con las manos en la cabeza.
—Oiga, comandante: no habrán dajado de mandar a la asposisión una buena partida de naranjas y melones…
—Melones, no—respondió Villa.—Con los catalanes no hay competencia en ese ramo.
Los demás reían y Llagostera se amoscaba inmediatamente, y principiaba a poner a la Andalucía y a los andaluces como hoja de perejil.
—Aquí no hay formalitat, ¿sabe? (dirigiéndose a mi). Busté va, pongo por caso, a un café y pide media copa de cognac, y le cobran treinta santimos. Pues al día siguiente pide busté lo mismo, y le cobran treinta y sinco. ¿As esto formalitat? ¿As esto desensia?… Luego busté va al teatro, y por ver una mala comedia le llevan tres pesetas… An Barselona, por una peseta ¿sabe? está toda la noche muy arrellanado en una butaca y oye una ópera cantada por los mejores artistas catalanes, con cuerpo de baile, y además, si quiere, ve también volatines, ¿sabe? Si va a un restaurant, no as como aquí, no le dan camarones y naranjas, y l’assan luego en la cuenta. Allí, buen solomillo, buenas rajas de salchichón, pedasos de ternera como alpargatas… Mire, an el restaurant del Comersio, por una peseta y media ¿sabe? se dan cuatro platos fuertes y vino del Priorato. Si busté porta el pan, antonses son sinco reales…
No se cansaba jamás Llagostera de enumerar las ventajas positivas de Barcelona sobre Sevilla, y sobre el resto del mundo. Además, lo que le ponía fuera de sí era la holgazanería de los andaluces.
—Aquí busté no pida trabajo (siempre dirigiéndose a mí). No hay una mala fábrica. A las cuatro de la tarde ¿sabe? los hombres astán santados a la puerta de casa tocando la guitarra. Cuando les cae del sielo una peseta van al café, piden unas cañas y dan al moso un real de propina. An Barselona ningún moso puede tomar propina. ¿El café cuesta un real? Pues sa deja el real sobre el platillo y sa va…
Esto de la propina lo tenía sobre el corazón. Era, en su concepto, uno de los vicios que roen el corazón de la sociedad contemporánea.
Pues además de la supremacía de Barcelona sobre todas las cosas creadas, Llagostera tenía otra aún mucho más notable especialidad, y era la de haber estado en todos los sitios que se mencionaban en la conversación, haber presenciado todos los sucesos notables e intervenido casi siempre en ellos directa o indirectamente. Había ejercido profesiones tan heterogéneas como las de militar y contratista de obras públicas, inspector de policía y periodista, etc. Si se hablaba de la cuestión de Oriente, él había estado en los principados de la Moldavia y la Valaquia, hoy Rumania, construyendo unos ferrocarriles, y contaba anécdotas más o menos interesantes, describía el carácter de los príncipes rusos con quienes había tratado familiarmente y las costumbres feudales de aquellos países.
—Una tarde iba yo con el prínsipe de Golitchof an una briska, un carruajito, ¿sabe? y ancontramos unos carros que impedían el paso; los carreteros astaban dormidos allí serca. El prínsipe saltó del coche, y a latigaso limpio los fue despertando. ¿Busté cree que sa quejaron siquiera? Nada, sa fueron a los carros y los apartaron sin desir palabra.
Hablando de América, la había recorrido de un cabo a otro, había cazado tigres con el presidente de Guatemala y se había batido en calidad de coronel contra el ejército de San Salvador. Saliendo a cuento el asesinato del general Prim, nos dijo que pocos momentos antes había escuchado en una taberna la conversación de los asesinos, y que no había ido a dar parte porque, advirtiendo que los escuchaban, uno de ellos le había seguido durante varios días después, sin duda para asesinarle en el caso de que los denunciara. Por último, habiendo sacado el estudiante de Derecho la conversación de toros, nos explicó cómo en Burdeos le habían tomado a él por un torero, y con tal motivo le habían agasajado muchísimo. El alcalde de las patillas blancas, que hasta entonces había guardado silencio, sin levantar la cabeza del plato, alzola ahora con sorpresa, y echándole una mirada de sorna y cólera al mismo tiempo, le atajó diciendo:
—¡Compare, no diga uté por ahí que le han tomao por un torero, porque le van a dar un tiro!
El catalán sostuvo con brío lo que había dicho; pero viendo que todos reíamos y que Cueto no respondía, se calló por algunos instantes, con señales de enojo.
Villa comenzó a embromar a Eduardito. Al parecer, este lánguido mancebo estaba perdidamente enamorado de una vecina amiga de su madre y hermana, lo cual era causa de haber perdido el apetito casi enteramente. Lo original del caso es que, según me dijeron, la vecinita contaba más de veintisiete años, y él no había cumplido diez y nueve aún.
—Eduardito, ¿pongo para usted?
—Muchas gracias, señor Villa… Basta… basta.
—Vamos, joven, ¡valor! Este aloncito nada más. Me ha dicho Fernanda que le desagrada muchísimo que usted no coma.
—Ya empieza la guasa, ¿eh?—respondía Eduardito, mostrando síntomas de temor.
—Palabra de honor. Me ha dicho que si usted continúa enflaqueciendo de ese modo, se va a ver en la precisión de darle calabazas… Dice ella, y a mi ver tiene razón, que quiere casarse con un hombre, no con un pájaro disecado de la calle de la Mar.
—Vaya, don Alfredo, no la tome usted siempre conmigo.
—Pues a comer. Tengo encargo de cuidarle a usted… y las órdenes de las damas son sagradas.
El cómo le había entrado el amor a Eduardito nadie lo sabía. Fernanda frecuentaba la casa hacía ya bastantes años: les había visto criarse, lo mismo a él que a Matilde, les había vestido y peinado infinitas veces, les llevaba a su casa a pasar el día, y se divertía en cortar y coser casullas para el primero (que en sus primeros años mostraba decidida vocación por el estado eclesiástico) y en aderezar vestidos para las muñecas de la segunda. Andando el tiempo, como Matilde era precoz, y despierta de inteligencia, Fernanda la hizo confidente de sus secretos, y, poco a poco, a pesar de la diferencia de años, se fue trabando estrecha amistad entre ellas. Es más, como Matilde tenía un carácter más firme, o era más tiesecilla, según la expresión vulgar, pronto llegó a dominar a su dócil y bonachona amiga. Mas por lo que respecta a Eduardito, nunca había cesado aquel sentimiento de protección maternal con que Fernanda le trataba. Cuando iba a la escuela, ella era quien le recosía los sietes de los pantalones, para que su padre, que entonces vivía, no se los abriese en la piel, le limpiaba los mocos con su propio pañuelo, y le pasaba una toalla mojada por la cara cuando ésta venía demasiadamente puerca. Después que entró a cursar la segunda enseñanza, si ya no ejercía estos mismos oficios con él, los desempeñaba análogos. Lavábale y planchábale los pañuelos del cuello, le hacía el lazo de la corbata, ocultaba con alguna piadosa mentira sus fechurías, y de vez en cuando le metía en el bolsillo alguna peseta. Eduardito, como niño mimado, la trataba sin pizca de miramiento, desvergonzándose con ella en cuanto le reprendía cualquier travesura.
Mas hete aquí que a lo mejor nuestro mancebo comienza a estar serio y taciturno delante de ella, y a clavarle a hurtadillas unos ojazos que daban susto. Con esto, en vez de pasear todo el día por las calles con sus amigos, o ir a la puerta de Jerez a echar flores a las cigarreras, o a esperar por la tarde la vuelta de las operarias de la Cartuja, le gusta quedarse en casa cuando Fernanda va a pasar la tarde con su hermana y visitar con frecuencia la casa del padre de aquélla, que era maestro tornero en bronce y marfil. ¿Y todo para qué? Para estarse quieto en una silla las horas muertas sin chistar, como si asistiera a un duelo. A pesar de que las señales eran manifiestas y que las mujeres, sobre todo si son andaluzas, saben leer pronto y bien en el pecho de los galanes, tardó bastante tiempo Fernanda en darse cuenta de la afición de Eduardito. Tan asombroso y extravagante era aquel amor, que aun después de advertido no quería creer en él, y no dio parte a nadie, porque a la verdad le parecía ridículo.
Fernanda era una morena de facciones incorrectas, nada bonita y poco graciosa. Tenía siempre desmesuradas ojeras, que con la edad se iban acentuando, y le faltaba un diente de los más principales, lo que le hacía silbar las palabras de un modo nada grato. Además, estaba bastante ajada, como que ya iba traspasando los límites de la juventud. Pero el amor es ciego, y donde los demás veíamos insignificancia y fealdad, él veía hermosura simpar y perfección. La primera que lo observó, después de la interesada, fue su hermana. Luego fue del dominio público. Eduardito descaecía a ojos vistas; la nariz, siempre protuberante, se le había pronunciado de tal modo insólito y bárbaro, que más parecía accesorio defensivo de algún animal extraño, que parte integrante del organismo humano. Todos deseaban que aquello se resolviese de alguna manera. Porque les dolía la consunción de un joven tan notable en su aspecto físico como en el moral, según tendremos ocasión de ver.
Sin embargo, la protección que los huéspedes le dispensaban, lejos de satisfacerle, le disgustaba, y hasta llegaba a enfurecerle. No podía resistir que hablasen de él a Fernanda y le pintasen su amor y sus penas. Así que manifestó claramente su desabrimiento cuando Villa le dijo que por la tarde había charlado un rato con aquélla a la reja, y que el tema de su conversación había sido él.
—Yo creo, don Alfredo—profirió el mancebo muy amoscado,—que no había necesidad de que usted se metiese en cosas que no le importan.
—Pero, criatura, si usted no acaba de declararse. ¿Quiere usted que tengamos el cargo de conciencia de verle escaparse por la corbata el día menos pensado por falta de cuatro palabritas?
—Bueno, pues déjeme usted escaparme. Ni a usted ni a nadie le ha de venir ningún perjuicio por eso… Acaso valdría más que sucediera—añadió por lo bajo, con voz conmovida y pugnando por detener las lágrimas.
Vamos, don Alfredo, no le maree más… Mire que yo también voy a poner sus trapiyos sobre la mesa—dijo la brevísima Matilde, que mientras comíamos se movía espiando nuestros deseos, satisfaciéndolos o haciéndolos satisfacer por Gervasio.
El comandante se puso un poco colorado.
—Vaya, vaya, a callar, Colibrí. Más te valiera tener cuidado de que este arroz estuviese sabroso.
—Es que, hijo mío, el arrós es muy ladrón; toita la sustansia se traga.
—Pues avisa a la guardia civil, porque yo no tolero más robos de esta clase… Y diga usted, señor Cueto—añadió cambiando de conversación, por temor sin duda de que Matildita cumpliese la amenaza,—¿piensa usted quedarse muchos días entre nosotros esta vez?
—No, señor. Me voy mañana.
—Prontito. ¿Han ganado ustedes al fin las elecciones?
—¡Pues qué íbamos a hasé! Eso me trae todavía. Nunca farta un enrediyo.
—Aquel escribano que tanto les combatía a ustedes estará furioso.
—El pobresito ha fallesido.
—¡Hombre!…
—Sí, antes de las elecsione… Verá usté qué cosa más rara. ¿Se acuerda usté de cuando estuve aquí, hase un mes? Pues bueno; hablando con el señor gobernaor de nuestros asuntos, le dije con franquesa lo que había, que el escribano tiraba de mucha gente y que la madeja estaba muy enredá; hasía farta que él pujase desde arriba hasta echar los hígados para que saliésemos adelante. «¿Sabe usté, alcarde, lo que se me ha ocurrío hase un momento?, me dijo. Me ha dao de repente en el corasón que a ese escribano le va a pasar argo antes de las elecsione… Es un presentimiento… vamos… y mire usté, cuando yo he tenío alguno casi siempre se ha realisao. Ese hombre, para mí, no hase las elecsiones.» No me acordé más de aquel dicho, y me fui al pueblo. ¿Querrá usté creer que a los ocho días justitos, al retirarse por la noche a su casa, le dejaron tendío de un tiro en la cabesa? ¡Y luego dirán que no debemos creer en las corasonadas!
Sentí un leve escalofrío y cambié una mirada significativa con Villa.
—He venío—continuó—porque el jues se ha empeñao en procesar a un pobresiyo, que enjamás ha matao una mosca. Ya ve usté, antes que yeven al palo a un inosente, ¿no es mejor que nos boten ese jues y nos pongan otro?
A pesar de la entonación seria con que pronunciaba estas palabras y del gesto triste y compasivo con que las acompañaba, creí advertir debajo de ellas una ironía feroz que me causó miedo y repugnancia.
—Para elecciones reñidas, las que yo he presenciado en Jerez a raíz de la restauración—dijo Villa.
—Durante los años de la revolución, parece que la gente tomaba menos interés en ellas. Sin duda fiaba más en los motines y algaradas que a cada momento había—manifesté yo.
El catalán, que hacía lo menos cinco minutos que no hablaba y estaba pesaroso, cogió la ocasión por los cabellos para interrumpirnos diciendo con sonrisa entre humilde y petulante:
—¡La restaurasión! ¡Je, je! La restaurasión; aquí donde ustedes ma ven, si no es por mí no sa hase.
Todos levantamos vivamente la cabeza y le miramos, y nos miramos después con estupor.
—Sí, señor; si no es por mí no sa hase—repitió acentuando la sonrisa y gozándose, sin duda, en nuestra sorpresa.—Atiendan un poco. Yo escribía los sueltos antonses en El Tiempo, y hasía, además, la confecsión, ¿sabe? Todos los personajes de Madrit ma quitaban el sombrero y venían a buscarme para que les pusiera algún sueltesito dándoles bombo. Llagustera para aquí; Llagustera para allí; Llagustera, venga a almorsar conmigo; Llagustera, suba al coche, le llevaré a su casa. An fin, poco faltaba para que ma limpiasen las botas, ¿sabe? Uno de los más amigos era el general Martínez Campos. Muchas tardes echábamos grandes párrafos en el Salón de Conferensias. Pocos días antes del golpe de Sagunto, le ancontré tumbado an un diván dormitando. ¡Hola, mi general! Está usté descansando, ¿verdat?, le dije poniéndole la mano en el hombro.—Dájeme usted, Llagustera; ando muy preocupado estos días; los compañeros ma ampujan a que saque los soldados a la calle, y ya ve usté, eso es más fásil desirlo que haserlo. Por otra parte, Cánovas no quiere por ahora, y el elemento sivil tampoco… Así que, a la verdat, no sé qué haser… ¿Busté qué me aconseja, señor Llagustera?—Hombre, yo no conosco bien el espíritu del ejérsito, pero a mí me parese ¿sabe? que no debe busté intentar nada en Madrit; debe trabajar el ejérsito del Norte o el del Sentro. Después que le dije esto, sa quedó muy pensativo, y a los pocos días fue cuando sa escapó a Sagunto a ponerse al frente del ejérsito del Sentro, y ya saben lo que pasó.
El catalán sonreía de un modo beatífico, acabando de decir esto. Un silencio lúgubre siguió a sus palabras. Quién más, quién menos, todos estábamos irritados de tal desvergüenza, y teníamos los ojos puestos en el plato. Al cabo de algunos segundos, Cueto levantó la cabeza, y encarándose con él, le preguntó con impertinencia:
—Oiga usté, señor Llagostera, ¿su padre de usté era de Cabra?
—No, señor; ¿por qué lo pregunta?
—Por na… Es que a los de Cabra los suelen llamar cabrones.
Quedé espantado. Creí que aquella agresión brutal iba a producir una escena trágica. Pero afortunadamente no fue así. El catalán dijo que aquel insulto no se lo diría fuera. Cueto respondió que se lo repetiría donde y cuando gustase. Llagostera replicó que él no era hombre de navaja, sino de pistola y espada, y que ventilaba los asuntos de honor como un caballero, y que mirase por sí, pues en el Perú (donde había sido hombre de Estado y coronel) había tenido tres desafíos, uno de ellos con rifle, al estilo americano. Cueto manifestó que él se pasaba todos los estilos por tal y por cual, y que para zanjar asuntos semejantes no había más que dar solitos una vuelta por la orilla del río. A todo esto, sin embargo, ninguno de los dos se levantaba de la silla, y seguían engullendo lo que les ponían delante, sin ánimo declarado de tomar el fresco; por lo cual nos sosegamos todos. Villa, guiñándome el ojo, entabló nueva conversación, y a los pocos momentos nadie se acordaba de tal desagradable incidente.
Dormí bastante mal aquella noche. De un lado, la incertidumbre sobre lo que debía hacer para ponerme de nuevo en relación con mi adorada monja, de otro, la dureza bravía de la cama, me hacían dar más vueltas que un argadillo. Por la mañana, la microscópica Matildita vino a preguntarme cómo había dormido.
—Muy mal—le respondí.
—¿Y eso?
—No sé… me parece que la cama es algo dura.
—Pues, hijo mío, si tiene uté tres colchones. Esta noche le pondré a uté otro.
—No; mejor será que me quite usted los tres y ponga uno blando.
Más de una docena de veces entró y salió aquella mañana en mi cuarto. Los múltiples quehaceres de la casa la obligaban a cada momento a interrumpir la conversación y marcharse. Por último se decidió a sentarse en una mecedora, diciendo:
—De aquí no me levanto ya lo menos en un cuarto de hora… Digo, a no ser que uté quiera quedarse solo…
Le expresé mi placer en verme tan gentilmente acompañado, y no fingía; porque además de no tener en qué ocuparme, me recreaba al mirar aquella figurita meciéndose en la butaca con gran cuidado para no mostrar las piernas.
—¿Es usted viajante de comercio, don Ceferino?—me preguntó.
—No, señorita; soy poeta.
—¡Ah, poeta! ¡Qué bonito! ¿Hace usted versos? ¿Me leerá usted algunos? ¿verdad?
—Con mucho gusto—respondí, sintiendo súbito por aquella niña ardiente simpatía.
—A mí me gustan muchísimo los versos, ¡Me encantan! ¿sabe uté? A casa venía un chico que los hacía, ¡tan bonitos! ¡tan bonitos! Vamos, eran preciosos. Otros los hacían bonitos también, pero como Pepe Ruiz, ninguno. Verá uté, a mí me dedicó unos que tengo arriba guardados… Principiaban… Hojas del árbol caídas—juguete del viento son…
—Las ilusiones perdidas—hojas son ¡ay! desprendidas—del árbol del corazón—concluí yo.
—¡Toma! ¿También usted los sabe?
—Sí, señorita; son de Espronceda.
—No, hijo mío, que no son de ese caballero, que son de Pepe Ruiz; yo misma se los he visto escribir—replicó con energía.
—Entonces serán de los dos—repuse.—No hay nada perdido.
—Vamos, dígame usted algunos suyos. Si usted es poeta estará enamorado, ¿eh? ¡A que sí! Todos los poetas son muy enamorados. Pepe Ruiz ¡uf! a todas cuantas veía les pedía la conversación.
Yo, que sentía la comezón de todos los que aman por explayarme y narrar las menudencias de mis amores, respondí sonriendo:
—Pues sí… creo que lo estoy un poco.
—Una mijita, ¿eh? ¿Ve uté como a mí no se me escapa nada?—exclamó, rebosando de alegría y triunfo, como si hubiera descubierto un tesoro escondido.
Me obligó a contarle, con todos los pormenores posibles, la historia de mi incipiente pasión. Por cierto que, al decirle que el objeto de ella era una monja, se asustó; pero le expliqué cumplidamente el caso y volvió a sosegarse. No conocía a Gloria, aunque había oído hablar de ella a sus amigas y tenía noticia de su familia. Sabiendo que no había rechazado mis instancias (creo que mi vanidad me hizo correrme un poco en este punto) y que tenía deseos de salir del convento, me brindó su protección, con la misma autoridad y firmeza que si fuese el capitán general del distrito y pusiera a mis órdenes las fuerzas de la guarnición, para sacar a la hermana de su celda y volverla al mundo.
—Nada, nada, ya verá uté cómo eso se arregla y le casamos en seguidita. ¡Vaya con don Ceferino, llegar a Sevilla enamorado ya de una sevillana!
—Ya ve usted… y siendo yo gallego.
—¿Cómo gallego?—exclamó cambiando repentinamente de expresión, en el colmo del estupor.—¿Pues no me había dicho hace un momento que era poeta?
—Bueno, soy poeta y gallego a la vez.
Me costó trabajo hacerle entender cómo podían aliarse estas dos cualidades en una misma persona. Creía que ser gallego y llevar baúles al hombro era todo uno. Hasta se me figuró que, para darse cuenta cabal del caso, se puso a recordar que yo había entrado en casa con la maleta entre las manos. Destruida a medias esta original concepción de mi procedencia natal, me volvió a pedir que le recitase algunos versos, y yo, con la buena voluntad que en este particular nos caracteriza a los poetas, lo mismo líricos que dramáticos, le dije un número considerable de sonetos, después otro aún mayor de quintillas, luego algunos romancitos. En fin, que estuve soltando versos a chorro más de una hora. Matildita, en quien encarnaba dichosamente el espíritu amplio y receptivo del Ateneo de Madrid, los encontraba todos deliciosos, insuperables; batía las diminutas manos contra los brazos de la mecedora, y en sus ojillos, medio cerrados siempre, chispeaba un gozo vivo y sincero. Tuve que prometer dedicarle unos, y ella me aseguró noblemente que los guardaría siempre al lado de los inmortales de Pepe Ruiz.
La verdad es que me caía muy en gracia aquella chiquilla, con su entonación protectora y su modo de hablar breve e imperioso. Parecía cansada de la vida y muy experimentada en todos sus casos y circunstancias. A cada paso me llamaba hijo, hijo mío, y por lo que pude colegir, se pagaba mucho de ser una inteligentísima e inapreciable consejera, sobre todo en negocios de amor. Por varias reticencias que le escuché en sus discursos, entendí también que Cupido le había sido adverso, y que sólo después de una dolorosísima experiencia había llegado a adquirir un conocimiento exacto y completo de las tretas de este dios, lo cual la ponía ahora en situación de aleccionar a los neófitos como yo y prevenirles. Después de repetidas instancias por mi parte, me confesó que el dios alado se le había presentado hacía tres años en forma de aspirante a telégrafos.
—¡Tres años! Sería usted una criaturita.
—No, hijo, que tenía ya cerca de quince años… Era guapo, buen mozo, y tenía unos ojos muy pícaros… Venía mucho por casa, porque era amigo de Eduardito. Una mañana que me encontró sola barriendo, me pidió conversación. Yo le di… con la escoba en la cabeza; pero otra me quedaba dentro, porque ¿sabe uté? Felipe me gustaba… nada más que por el aquel que tenía… Cantaba los tangos ¡que había que oírle! Le digo a uté que había que oírle. Bailaba panaderos como un gitano de la Macarena. ¡Y luego tan guasón! Nunca se sabía cuándo hablaba formal. Verá uté. Un día le preguntamos por su hermano, que estaba en Cádiz, y nos respondió, con una cara muy larga, que se había muerto. Todos lo creímos. Uté también lo creería, ¿verdad? Pues nada; por la tarde se dejó entrar diciendo que todo era mentira. Tenía el muchacho la sal de María Santísima… No sé quién le sopló a mi padre (q. e. g. e.) que estábamos en relaciones, y le echó de casa a pescozones… sí, señor, a pescozones… y creo que también le dio algún puntapié… Pero como yo estaba ya metida en el querer, ¿sabe uté? no importó na. Le hablaba por la reja. En esta misma ventana, ¡cuántas horas habré pasado hablando con él! ¡Me tenía encandilaíta aquel gitano! Yo no salía a paseo porque él no quería; me obligó a no dar la mano a ningún hombre, me quitó el flequillo del pelo, me quitó el corsé…
—¿Cómo el corsé?—pregunté sorprendido.
—Sí, señor; el corsé… ¿Uté no sabe? Aquí hay muchos que no quieren que sus novias gasten corsé… porque así gustan menos a los otros…
Los amores de Matildita habían terminado de un modo tristísimo. El aspirante guasón «le había dado el pego» con una amiguita que vivía por allí cerca. Pero como todos los traidores tienen su recompensa, a los pocos meses tronó también con ella.
—Ahora será ya telegrafista.
—No, señor; es soldado de caballería. Salió reprobado en los exámenes, ¿sabe uté? y su padre le echó de casa. El pobre chico, aburrío, sentó plaza… Y le está muy bien el uniforme, no crea uté, con su chaquetilla azul y su sable arrastrando…
—Vamos, eso prueba que si quisiera otra vez volver sumiso a sus pies…
Matildita frunció la frente con severidad, y con su manecita hizo un ademán dignísimo.
VI
El patio de las de Anguita.
¿Qué se le ofrecía a usted, caballero?
—Don Sabino el capellán… ¿Se puede hablar con él?—articulé con trabajo, mirando a la monja que asomó la cabeza por la ventanita sin reja que había al lado de la puerta.
La verdad es que no pensé hallarme con tan gentil portera. Era joven la monjita y tenía el rostro fresco y sonrosado, con ojos vivos y penetrantes. Su acento era marcadamente extranjero.
—Sí, señor… pero en este momento va a decir misa. Si usted quiere oírla, puede subir después a su cuarto.
—Con mucho gusto—repliqué.
Retirose de la ventana, y acto continuo sonó un campanilleo de llaves y la puerta se abrió con ruido de cerrojos que se corren.
—Pase.
Cerró otra vez con llave y me dijo:
—Venga usted conmigo.
Seguila por una galería de arcos con suelo de ladrillo, cerrada de cristales. Por ellos se veían muchas flores y plantas. Parose delante de una puerta, empujola y me dijo:
—Pase y siéntese. Cuando principie la misa, ya se le avisará.
Había en los ojos de la monja, en su voz y en sus ademanes una firmeza que distaba mucho de la cortedad y timidez que yo juzgaba antes inherentes a toda religiosa. Había en sus palabras un dejo protector. Me ordenaba lo mismo que si se dirigiese a una educanda. «Pues señor (no pude menos de decirme recordando a Matildita), en este país todas las mujeres me protegen. Más vale así.»
La estancia donde me hallaba era, sin duda, la sala de recibo o de espera. No grande, con una ventana de rejas a la calle, abierta a bastante altura, para que nadie se pudiese asomar sino con escalera. Había un sofá forrado de tela encarnada y varias sillas, una consola y un espejo: las paredes estaban tapizadas con buena porción de estampas religiosas; el suelo de azulejos. Cuando me hallé solo, volvió a acometerme la misma inquietud y temblor que sentí al penetrar en el portal y tirar de la campanilla. La presencia de la monja me había distraído un poco y sosegado. Costárame algunos días de dudas y vacilaciones tomar aquella resolución. Antes había intentado, sin éxito feliz, sobornar a una de las mandaderas del convento para que entregase una carta a la hermana San Sulpicio. Me había contestado con indignación, poco menos que poniéndome la cruz como al diablo. Imagino que si en vez de dos pesetas hubiera tenido ánimo para ofrecerle cinco duros, sería otra cosa. Este temperamento tímido que Dios nos ha dado a los gallegos me perdió. Después quise catequizar a la muchacha que conducía al colegio unas niñas, y me acogió muy bien mientras supuso que estaba prendado de sus gracias; mas en cuanto le manifesté tímida y veladamente mi pensamiento, me soltó una rociada de injurias y denuestos, que sólo mi paciencia, que es muy grande, pudo tolerar. Finalmente, por consejo de Matildita, y no viendo en realidad otro medio de salir de aquella situación, me decidí a avistarme con el capellán de las monjas y, contándole el caso, procurarme su protección. Si era hombre de bien, no podía menos de considerar que el retener a una joven contra su gusto en el convento era contra toda religión y derecho, y ayudaría a ponerla en libertad cuando cumpliese el plazo de sus votos, que debía ser muy presto. No tomé, sin embargo, esta resolución sin vacilar muchísimo y volverme atrás infinitas veces, porque bien se me alcanzaba que no tenía derecho alguno a intervenir en los asuntos de la hermana. Verdad que le había declarado mi amor; verdad que ella acogía mis galanteos con indulgencia, y aun mostraba en algunas ocasiones señales, más o menos manifiestas, de que mis instancias le eran agradables y concluiría por ceder a ellas. Pero no es menos cierto que, por una o por otra causa, no había cedido, y que yo no podía jactarme con verdad de ser dueño de su corazón. Sin embargo, como urgía tomar una resolución decisiva, pues de otro modo mi permanencia en Sevilla se iba haciendo inútil y ridícula, al cabo llegué a dar el paso que se ha visto.
Luego que la monja me dejó solo comenzaron de nuevo, como digo, mis congojas. De buena gana me hubiera retirado. Pero la puerta estaba cerrada con llave, y era necesario buscar y llamar otra vez a la portera para que me abriese, la cual se sorprendería, me haría alguna pregunta; en fin, un lío. Para apaciguar mis inquietudes, tomé un libro lujosamente encuadernado que había sobre la consola y lo abrí. Versaba sobre la milagrosa aparición de la Virgen en la gruta de Lourdes a los pastorcillos Máximo y Bernardeta; estaba en francés y adornado con grabados. Su lectura, que comencé de un modo maquinal, impresionó al cabo de algunos minutos mi imaginación, inclinándola, no precisamente a las ideas religiosas, sino a cierta suerte de anhelo inefable y humildad voluptuosa que el misticismo produce siempre en los temperamentos nerviosos y líricos. Acordeme de la graciosa hermana, y nunca su imagen produjo en mí un estremecimiento más dulce y feliz. Me dieron tentaciones de bajarme y besar el suelo porque ella, sin duda, lo había pisado. Todo me parecía en aquel lugar digno de respeto y aun admiración; hasta un cromo bastante malito que representaba a Jesús abriéndose el pecho con las manos y mostrando un corazón de color de chocolate con la cruz encima y ardiendo en llamas de huevo con tomate. Sin embargo, no hay que engañarse: creo que me sentía más erótico que religioso.
No se pasaron muchos minutos sin que la monja portera abriese de nuevo, diciendo con el mismo acento extranjero y tono imperativo:
—La misa va a empezar. Venga usted.
Y la seguí con la sumisión de antes, como un colegial a quien llevan a encerrar. Sin embargo, durante el camino dirigí algunas miradas investigadoras a todos lados, con la vaga esperanza de ver la figura de mi monja entre las varias que cruzaban a lo lejos por las galerías desiertas. Por lejos que fuese, tenía absoluta seguridad de reconocerla. Salimos del primer patio y entramos en otro más grande con arquería de piedra también, pero sin cierre de cristales. Estaba empedrado, y en el medio había una fuente de piedra oscurecida por el musgo; cerca de ella un gran pilón cuadrado, donde lavaban ropa dos hermanas. En uno de los lienzos de aquel patio acerté a ver una puerta mayor que las otras, de arco ojival, con cruz de piedra encima, y presumí inmediatamente que era la de la capilla. En efecto, al llegar a ella la hermana se detuvo; yo me adelanté hacia la pila del agua bendita, la tomé con los dedos y se la ofrecí. La monja se dignó mirarme entonces, y sonriendo levemente de un modo compasivo dijo:
—Gracias, no podemos.
Y al mismo tiempo sumergió su mano en la pila y se hizo después varias cruces. Luego se arrimó a la pared, diciéndome:
—Pase usted.
No poco turbado por la negativa y por el aspecto imponente de la hermana, le dije para entablar conversación:
—¿La madre Florentina sigue bien?
—La hermana Florentina ha dejado de ser superiora hace algunos días. Está algo más aliviada, sí, señor—me respondió mirándome ya con un poco de curiosidad, pero sin abandonar un punto su aire protector, que, dicho sea de paso, no le sentaba mal.
—¡Ah! ¿No es superiora?—respondí distraídamente, no dudando que en aquel cambio alguna parte había tenido el bailoteo de Marmolejo.
—No, señor; hoy es la última de las hermanas. Pase usted.
—¡Arrea!—dije para mis adentros, cruzando por delante y metiéndome por la primera puerta que hallé.
—Phs, phs… Por ahí no; por esta otra puerta.
Entré por donde mi protectora me señalaba, y me hallé en la capilla, sin ver de ella casi nada; tal era la oscuridad que reinaba. Pude apreciar, no obstante, que era bastante grande y bien decorada. El altar mayor y todo lo que cerca de él había se designaba mejor por la claridad que caía de las ventanillas de la cúpula; pero desde allí hasta el fondo, donde yo me hallaba, las sombras se iban espesando. Permanecí indeciso hasta que la monja, sacando un fósforo, me señaló con el dedo unos reclinatorios de terciopelo rojo que había arrimados a la pared del fondo. Me acomodé en el más próximo, pero me obligó a correrme hasta el último, sin duda para que los que viniesen después no encontrasen dificultad al pasar. Después se fue dándome los buenos días, acercose a un cordel que pendía del techo, y comenzó a tirar de él con fuerza. Una campana sonó con tañido dulce y prolongado. Ya que hubo llamado a misa, bajó una de las lámparas, le echó aceite, sacudió con un paño las molduras de los altares. Luego se fue hacia el fondo y desapareció por una puertecita lateral que debía de ser la de la sacristía.
La capilla me parecía desierta. Sin embargo, al cabo de algunos momentos percibí un murmullo no lejos, y a fuerza de mirar con intensidad, logré ver el bulto de un sacerdote sentado en una silla próxima a la puerta y el de un caballero que, de rodillas delante de él, se estaba confesando. El cura tenía un brazo echado sobre el cuello del penitente y acercaba el oído a su boca. Predispuesto como estaba al enternecimiento, aquella escena me produjo una impresión viva. Despertaron en mi espíritu las dormidas emociones de la infancia, cuando mi madre me llevaba a confesar con fray Antolín el excusador. Sentime gratamente turbado y en la mejor disposición posible para llorar los pecados de mi vida y acercarme contrito al tribunal de la penitencia. Pero ¡caso raro! en este arrepentimiento no entraba el pecado de amar a una monja; al contrario, me parecía que este amor era precisamente lo que me acercaba más a Dios y el camino más seguro para salvarme. Cuando vi al cura (que sin duda debía de ser el capellán de las monjas) echarse hacia atrás en la silla y levantar la mano para dar la absolución; cuando vi alzarse al caballero sacudiéndose el polvo de las rodillas con el pañuelo, me acometió un súbito afán de echarme a los pies del primero y confesarme y hablarle de la saladísima criatura que tenía bajo su autoridad y demandarle humildemente que me protegiese, digo, me absolviese. Mas el tiempo en que permanecí indeciso fue suficiente para que el cura se marchara y, tosiendo hasta reventar, se alejase hacia el altar mayor, donde su negra silueta se abatió para alzarse de nuevo y salir por la puertecita lateral.
La iglesia quedó al fin verdaderamente solitaria. Mis ojos, habituados ya a la oscuridad, podían explorar todos sus rincones. Era bonita y recogida y adornada con esmero; por donde se adivinaba bien que no eran manos de hombres las que la cuidaban. Estaba, hasta el sitio que yo ocupaba, llena de bancos de madera, colocados unos detrás de otros como las butacas de un teatro, dejando igualmente en el centro calle para el paso. Por otra puerta opuesta a la de la sacristía entraron cuatro monjas, se arrodillaron delante del altar mayor y comenzaron a orar en voz alta de un modo extraño, que yo jamás había oído antes. Cada una decía su oración alternativamente, y en todas ellas se repetían muchas veces corazón traspasado, dolores agudísimos, preciosísimas llagas, y otros superlativos que sonaban de un modo triste y temeroso en el silencio de la capilla. La hermana portera salió otra vez, y otra vez volvió a empuñar el cordel para tocar la campana. Y casi en el mismo instante comenzaron a entrar monjas, formando fila, que iban a colocarse en pie delante de los bancos, con silencio y corrección admirables. Detrás de las monjas, que serían unas treinta, vinieron las educandas internas, a quienes reconocí por el chal blanco que les caía por la espalda. El rostro apenas se podía distinguir. Parecía una entrada de fantasmas, que me recordó ¡oh sacrilegio! la de los espectros evocados por Beltrán en la ópera Roberto. Cada diez o doce educandas venía otra monja, que se situaba al cabo del banco. Cuando la capilla estuvo llena salió el cura, revestido de sus ornamentos, y comenzó la misa. La comunidad y las educandas se sentaron. Excusado es que diga que el corazón me saltaba en el pecho, y que hacía esfuerzos visuales inconcebibles por averiguar cuál de aquellos fantasmas era mi adorada Gloria. La misma ansia y empeño que ponía en reconocerla me lo impedía. Me fijaba en una con insistencia, y al cabo de cinco minutos, por un movimiento cualquiera, comprendía que estaba engañado, y tornaba con afán a fijarme en otra, para sucederme otro tanto.
No fue larga la misa. A mi lado habían venido a colocarse tres o cuatro caballeros de aspecto clerical, que supuse serían devotos del convento, o protectores. Los movimientos de la comunidad y educandas, para alzarse, sentarse o arrodillarse eran simultáneos, como si las empujase un mismo resorte. Al alzar y consumir escuchábase en la capilla un rumor extraño, como el de truenos lejanos, que me sorprendió en extremo, hasta que vine a comprender que era producido por el golpe de las manos sobre el lienzo almidonado de los chales. Cuando concluyó, se fueron con el mismo recogimiento y silencio que antes. Los caballeros que estaban a mi lado me dieron los buenos días con la afección de correligionarios, y también se fueron. Volví a quedarme solo y perplejo en la capilla, cuando se presentó la monja extranjera, diciéndome:
—He avisado a don Sabino, y me ha dicho que le espera a usted en su cuarto.
Viendo que permanecía quieto, añadió:
—¿No sabe usted a su casa? Venga entonces conmigo.
Me condujo al través de algunas galerías hasta la entrada de un jardín, y señalándome con la mano una casita que había en el fondo de él, me dijo:
—Allí es. Llame usted fuerte, porque la criada es sorda.
Le di las gracias, pero ya no me escuchaba.
La hermana portera sabía darse tono, como sus colegas del Congreso de los Diputados.
Cumplí fielmente el encargo, dando sobre la puerta un par de aldabonazos capaces de despertar a los siete durmientes. Al instante me la abrió una mujeruca pálida, vivaracha, que llevaba, a pesar de sus cincuenta años lo menos, un clavel en los cabellos grises. Quedó sorprendida al verme y se apagó súbitamente la sonrisa que contraía sus labios. Sin duda por aquella puerta no entraban las visitas, y sí sólo las mandaderas del convento o alguno de sus dependientes. Y vino la pregunta consabida.
—¿Qué se le ofrecía a usted?
—¿Se puede ver a don Sabino?
Tuve que repetirlo otra vez. Antes que la vieja me contestase se oyó un vozarrón arriba, diciendo:
—Adelante. Suba usted.
Y en cuanto traspuse la puerta y tomé una escalerita estrecha con peldaños de azulejos guarnecidos de madera, atisbé en lo alto de ella la figura del cura, que, con grave pero amigable continente, me invitaba a subir. La casa era pequeña, por lo que pude observar. Me pareció un pabellón levantado en el jardín recientemente para uso del capellán. Por la parte de atrás daba a la calle.
Me introdujo en un despachito modesto y aseado, me invitó a sentarme, y antes de hacerme pregunta alguna, me pidió permiso para mudarse los hábitos, pues acababa de llegar del convento. Entrose en la alcoba, y allí se estuvo algunos momentos, mientras yo pasaba fuera las de Caín, inquieto, aterrado, dando vueltas a la imaginación para hallar el mejor medio de salir del apuro en que tan imprudentemente me había metido. Porque ¿qué iba a decir aquel buen señor en cuanto tuviera noticia de la inaudita pretensión que allí me traía? ¿No me tomaría por loco? Un sudor me iba y otro me venía.
Presentose al fin el clérigo con sotana y gorro de terciopelo negro y se plantó delante de mí diciendo:
—Usted me dirá.
Era un hombre corpulento, barrigudo, de ancha nariz arremolachada y ojos pequeños de cerdo, negros y recelosos. No tenía acento andaluz; después supe que era riojano.
—Pues… el objeto que aquí me trae… Ante todo, debo decirle que yo no soy ningún aventurero. En toda la provincia de Orense es bien conocida mi familia… Mi padre es farmacéutico en Bollo y ha hecho una fortunita… vamos, que aunque no sea ninguna cosa del otro jueves, como soy hijo único, me permitirá vivir sin trabajar. Mi madre era de una familia muy antigua y conocida en Galicia, la familia de los Lidones… Acaso usted habrá oído hablar de los Lidones…
—No, señor—respondió secamente, mirándome con sus ojuelos cada vez más torvos y recelosos. Por donde entendí que no le apasionaba mucho el elogio de mi prosapia.
Sobre lo desconcertado que ya estaba, aquella contestación y la actitud inquisitorial con visos de hostil en que se me presentaba acabaron de privarme de las escasas migajas de razón que aún retenía. Comencé a desbarrar de un modo lamentable. No sé lo que dije, ni es fácil saberlo: una serie de frases incongruentes, mutiladas, incomprensibles, en que mezclaba «mis convicciones francamente católicas» con «los arrebatos disculpables de la juventud», «el elevado criterio y la reconocida ilustración de D. Sabino» con «la necesidad que sentía mi alma de amar a una mujer santa y religiosamente educada». Cuando al fin terminé aquel galimatías quedé jadeante, encendido, sudoroso, mirando al cura. La sonrisa que contraía mi rostro desde que me presentara a él era tan extremosa, que ya me dolían las mandíbulas. De buena fe creía que me había explicado perfectamente y que no quedaba nada por decir. Así que me dejó estupefacto la respuesta del cura.
—Pero vamos a ver, ¿qué tengo yo que partir en todo eso?
—Es que… como usted es sacerdote… yo pensaba que podría contarle… Ninguna persona me daría mejor un consejo…
—¡Ah! ¿Quiere usted confesarse? Pues debiera comenzar por ahí. En cuanto tome chocolate, bajaremos a la capilla.
—No, señor… es decir, sí, señor. Es una confesión… pero al mismo tiempo no es una confesión…
Volví a enredarme de un modo tristísimo, hasta que el capellán me llamó de nuevo al orden. Al cabo, aunque desastrosamente, me expliqué y confesé que estaba enamorado de la hermana San Sulpicio, y que venía a suplicarle que me ayudase contra su familia, que la retenía injustamente en el convento, para hacerla mi esposa.
El cura, apenas hube acabado de pronunciar las últimas palabras, me clavó una mirada despreciativa y, extendiendo la mano hacia la puerta, dio con los dedos dos o tres castañetas y produjo con la lengua ese sonido particular con que se arroja a los perros de los sitios donde estorban. Me levanté estupefacto, el rostro encendido de vergüenza y de ira. Me acometió un impulso de arrojarme sobre aquel hombre soez. No dudo que el poeta lo hubiera hecho, por más que llevaba noventa y nueve probabilidades contra una de que el clérigo le aplastase; pero el hombre práctico que en mí reside me hizo ver inmediatamente los gravísimos inconvenientes de aquel acto, que daría muy bien al traste con todos mis planes, y me decidí a tomar el sombrero y salir. El capellán, sin hacer caso de la mirada fulgurante que le arrojé, chasqueó de nuevo la lengua e hizo otras cuantas castañetas con los dedos, sin dejar de apuntar a la puerta y mirarme con soberano desprecio. Al pasar por delante de él llevó su grosería hasta decir:
—¡Largo, largo!
Y cuando ya bajaba por la escalera le oí exclamar desde lo alto de ella:
—¿La hermanita, eh? Ha olido cuartos, ¿verdad? Ya arreglaremos, ya arreglaremos a la hermanita.
Aquella ofensa me llegó al corazón. No pude menos de murmurar: «¡Salvaje!» aunque en un tono delicado que no llegó seguramente a sus oídos. La verdad es que no fui en aquella ocasión modelo de dignidad y energía; pero hay que convenir también en que, de haberlo sido, mis asuntos hubieran empeorado notablemente.
No di cuenta a Matildita de aquella entrevista, y eso que me aguardaba con gran afán para saber su resultado. Le dije que me había sido imposible ver al cura. Sin embargo, la turbación, que no pude arrojar de mí en todo el día, debió de hacerle concebir algunas sospechas. Presumo que las comunicó al comandante Villa, con quien en pocos días había yo intimado mucho. Teníamos costumbre éste y yo de irnos después de almorzar a tomar café a la cervecería Británica y pasarnos allí un par de horas viendo al través de los grandes cristales que nos separaban de la calle de las Sierpes el ir y venir de la gente. Era un gran camarada el comandante, apacible, jovial, recto en el pensar y extremadamente cortés. Yo le había caído en gracia, no sé por qué, tal vez por ser también apacible de carácter y escuchar siempre con deferencia lo que me dicen. Me presentó al mozo que le servía como paisano.
—¡Ah! ¿Es usted asturiano también?—me preguntó éste, muy risueño, limpiando con un paño la mesa.
—No; soy gallego.
—Entonces no somos paisanos—repuso con marcada frialdad, retirándose.
Villa soltó una carcajada.
—El hijo de Pelayo le desprecia a usted, compadre.
Aquella tarde, luego que nos sentamos, entabló conversación diciendo:
—Parece, amigo Sanjurjo, que le veo a usted un poco melancólico. Durante el almuerzo no ha hablado usted nada. ¿Estará usted por ventura enamorado?
En la entonación de la pregunta y en la sonrisa con que la acompañó comprendí que algo sabía, y me puse colorado.
—Vamos, hombre, no se ruborice usted. ¿Le trae a usted dislocado alguna sevillana? Pues adelante… Eso les pasa a todos los que llegan.
Después de negar por fórmula dos o tres veces, le manifesté, primero con frases ambiguas, después, según me iba animando, con toda claridad, el negocio que a Sevilla me traía. Por cierto que lo halló muy gracioso y original. «¡Una monja! ¡Eso es sabrosísimo, compadre! Choque usted esos cinco.» Mas apenas le había dado cuenta sucinta de mis amores, y cuando empezaba, con verdadera sed de confidencias, a narrar los para mí interesantísimos pormenores, observé que se quedaba distraído, con la mirada perdida en el vacío, y que una sonrisa de bienaventurado iba iluminando poco a poco su rostro varonil.
—Hombre… no es usted sólo el chiflado—me atajó de repente, ruborizándose un poco.—Si a usted le ha vuelto el juicio una sevillana, a mi me tiene muerto una sanluqueña.
Me sorprendió la emoción que advertí en él, porque no estaba ya en la edad en que el amor impresiona tan vivamente.
—Una sanluqueña rubia, doradita como una doblilla, con unos ojos negros, grandes, de macarena, que hay que comérselos. ¿He dicho algo, compare?
Y sin más preámbulos, me confió prolijamente sus secretos amorosos con la emoción ansiosa de un adolescente. La hermosa que le tenía sorbido el seso era una dama principal de Andalucía, la condesita del Padul, joven de diez y nueve años, heredera de una inmensa fortuna. La amaba y se creía correspondido; no porque ella hubiera soltado aún el sí apetecido, sino porque había dado de ello tales muestras tácitas que Villa no podía resistirse más tiempo a creerlo. No sólo le distinguía muchísimo en la conversación, y eso que tenía por docenas los adoradores, no sólo se timaba con él en el teatro y el paseo, sino que aceptaba las flores que a menudo le enviaba, y muchas veces se las ponía en el cabello o en el pecho. Un día, en cierta excursión de campo, bebiendo por el mismo vaso que la dama acababa de dejar, le dio la vuelta para poner los labios donde ella los posara. La condesita lo advirtió y le dirigió una sonrisa muy significativa. En otra ocasión, habiéndole ofrecido el brazo varios jóvenes, se había cogido al de él, diciendo: «El brazo de un militar es más seguro». Otra vez, pasando por debajo de sus balcones, le había dejado caer una rosa deshojada sobre su cabeza. Y aunque no le había declarado explícitamente su amor, no obstante, en una ocasión le había dicho que estaba enamorado, y ella, alejándose riendo, exclamó:
—¡No me diga usted de quién, que ya lo sé!
Por más que estas señales y otras más por el estilo que me refirió no me parecieron tan evidentes como a él, no tuve inconveniente en creer en su buena fortuna, y le felicité por ella. No se trataba, después de todo, de un cadete inexperto. Era un comandante que frisaba en los cuarenta, cuando no los hubiera cumplido ya, hombre, al parecer, avezado al trato de mujeres y muy metido en sociedad. La plática le embriagaba. Con los ojos medio cerrados y aspirando voluptuosamente el humo del cigarro, iluminado su rostro siempre por la misma sonrisa beata, iba amontonando noticia sobre noticia, todas ellas de tan poco momento que concluí por distraerme y pensar en mi cara monja. Unas veces fijaba la vista en la fisonomía varonil y correcta del comandante, cuya barba recortada comenzaba a blanquear por algunos sitios; otras la entornaba hacia la calle, por donde cruzaban sin cesar transeúntes que cambiaban con nosotros rápidas miradas. Cerca de nosotros, en la otra vidriera, había unos jóvenes que hacían muecas expresivas a cuantas mujeres bonitas o feas pasaban. Cuando no miraban, atraían su atención dando golpecitos al cristal. Ninguna se creía ofendida. Lo mismo las damas que venían haciendo girar su quitasol de seda sobre el hombro, ostentando los menudos pies ceñidos por zapatos de tafilete, que las menestralas con blanco pañuelo de percal por la espalda y el clavel de rigor en el pelo, al levantar sus ojos negros, expresivos y encontrarse con las sonrisas de nuestros vecinos y los grotescos ademanes de admiración, sonreían también graciosamente. Algunas más atrevidas respondían con otra mueca de burla que alborotaba a los maleantes jóvenes y les hacía prorrumpir en sonoras carcajadas. Pasaban rozando los cristales. El relampagueo de sus miradas, cándidas y maliciosas a la vez, alegraba el corazón e inclinaba la mente a suaves y felices imaginaciones. No es fácil ser pesimista en Sevilla. El pesar que me había producido la vergonzosa escena de la mañana se fue disipando poco a poco, haciendo hueco a una esperanza, tan viva como infundada, de que a la postre todo se arreglaría dichosamente. Las ideas risueñas y triunfadoras de Villa se me pegaron. Para dos enamorados no hay obstáculos invencibles. Los que tropezaba en mi camino hacían la empresa más grata y apetitosa. Al cabo, mi compañero, o porque no tuviese ya qué decir, o porque recordase que no estaba procediendo con sobrada cortesía, comenzó de nuevo a hablar de mis asuntos en tono campechano y ligero, como quien quiere hacerse agradable sin importarle mucho por lo que está diciendo. Era tal, sin embargo, mi deseo de hablar de la hermana, que se lo agradecí. Cuando más enfrascados estábamos en la conversación y el comandante se había brindado a protegerme con todas sus fuerzas, observo que se queda pálido, mirando a la calle con turbado rostro. Volví la cabeza y vi una elegante joven, esbelta y rubia, acompañada de un caballero, la cual, mirando hacia nosotros, saludó doblando la mano repetidas veces con ademán y sonrisa insinuantes. Miro otra vez a Villa y le veo contestando al saludo con profunda reverencia y azucarada expresión, colorado hasta las orejas.
—Es ella—me dijo con voz temblorosa.
—Bonita—respondí yo por halagarle y porque así era.
—¡Divina!—replicó poniendo los ojos en blanco.—¡Y si viera usted qué talento! Mire usted, el otro día tuvo una ocurrencia felicísima…
Y volvió a perderse en un mar de pormenores acerca de su novia. Yo los escuché en realidad con poquísimo interés, en apariencia con mucho, porque me lisonjeó la protección con que me había brindado, aunque no sabía a punto fijo en qué pudiera consistir.
—Esta noche probablemente la veré en casa de las de Anguita… Hombre, y a propósito, ¿quiere usted que le presente? No lo pasará usted mal: son unas chicas muy originales. A usted le conviene relacionarse, porque de algo puede servir para sus planes.
Respondí afirmativamente, pero expresé alguna duda de que pudiera hacerse sin previo anuncio.
Villa soltó la carcajada.
—Aquí no se guardan esos tiquis miquis, compadre. Usted irá hoy conmigo y será recibido como si le hubiesen anunciado desde el día de su nacimiento. Mañana, a la hora de tomar el chocolate, puede usted hacerles una visita, que de seguro no se sorprenderán. ¡Buenas son ellas para asustarse!
Después de comer volvimos a tomar café a la Británica. Desde allí, a las nueve poco más o menos, nos trasladamos a casa de las de Anguita. Estaba situada en la plaza del Duque; así que tardamos muy poco en llegar a ella. Por la cancela del portal percibimos ya bastante algazara. Salió a abrirnos una linda criadita de ojos negros y pelo rizoso, mas antes que corriese el cerrojo, una señorita delgada, pálida, de cabellos rubios cenicientos y ojos azules, llegó con presteza y se adelantó a hacerlo.
—Al señor Villa le abro yo, porque es un caballero muy fino que hace cariñitos a las porteras… Vamos, deme usted una palmadita en la cara, como hace usted con Carmen.
La criadita de los ojos negros escapó ruborizada. El comandante se enfadó o aparentó enfadarse.
—Oiga usted, señá Josefa, hable usted bien y no mienta, que yo no doy palmaditas a las criadas. ¿Qué concepto va a formar de mí este señor?
—El que usted merece, mal bicho. Le he guipao una vez dándole palmaditas, otra cogiéndola por la barba, yo no quiero escándalos en mi casa, ¿estamos? Parece que usted no perdona a ninguna, «desde la princesa altiva, a la que pesca en ruin barca». Pero aquí estoy para velar por la moral.
—Ya la moral huyó de Grecia,
ya no se baila el rigodón.
—empezó a cantar el comandante, repitiendo un pasaje de cierta zarzuela bufa muy popular. Al mismo tiempo tiraba por las narices a la joven, quien se apartó con furia.
—¡Déjeme usted, chinchoso, feo, patoso! Parece mentira que usted sea de Cádiz. Merecía usted ser gallego… (Yo me puse colorado.) Por supuesto, que tengo la venganza en la mano. En cuantito venga Isabel, se lo planto en el pico.
—No hará usted tal, salerosa, porque yo me encargaré de desmentirla. Vamos a ver, Sanjurjo (dirigiéndose a mí), ¿sabe usted por qué es todo esto?… Pues porque la señorita está enamorada de mí.
—¡Yo de usted, desaborío! ¡Con esas patas tuertas y esos andares de aperador! Que se le quite, grandísimo gallego.
«¡Vuelta con la gallegada», dije para mi, cada vez más inquieto.
—Vamos, Pepita, no se ruborice usted, porque una debilidad la tiene cualquiera. Si usted no está enamorada de mí, ¿por qué espera usted todas las noches a la ventana para verme pasar cuando me retiro a dormir?
—¡Yo! Vaya, hoy se le ha subido San Telmo a la gavia. Este señor ha tomado algunas cañitas, ¿verdad usted? (Dirigiéndose a mí.)
Sonreí haciendo una mueca, por no saber qué responder. Ella, sin aguardar contestación, se alejó diciendo:
—¡Uf! ¡Cómo apesta usted a vino!
—Venga usted acá.
—¿Para que me siga usted dando el rato?—contestó desde lejos.
—No, para presentarle a usted este señor.
Pepita se acercó de nuevo, y el comandante, inclinándose profundamente y afectando una solemnidad cómica, dijo:
—Tengo el honor de presentar a usted a mi amigo D. Ceferino Sanjurjo, joven de relevantes prendas, enamorado, galán y notabilísimo poeta.
Pepita me alargó su mano flaca, diciendo:
—Si se parece usted a su amigo, no cuente usted con mi simpatía… Pero no; tiene usted mejor cara.
—Pues es mucho más gallego que yo—dijo Villa soltando a reír.
—Verdad, señorita—manifesté con resolución.—Soy de la provincia de Orense.
—No importa—replicó ella con amabilidad.—Él merece ser gallego, y usted andaluz.
Pasamos al fin al patio, que aquel día se había transformado por primera vez en sala de recibo. Con esta mutación da comienzo el verano en Sevilla. Se cubre con un toldo de lona, se bajan los muebles y comienza la vida verdaderamente andaluza. No era muy grande ni confortable el de las de Anguita, pero tenía, como todos, el encanto de las plantas y flores. De los arbustos pendían algunas jaulas con pájaros. El suelo, de azulejos rojos y amarillos. El piano estaba colocado debajo de los arcos, igual que la sillería de damasco azul, bastante usada. Fuera, al lado de las macetas, no había más que sillas de rejilla y algunas mecedoras. Acomodadas en ellas estaban unas cuantas damas con trajes claros y ligerísimos, que charlaban y reían de modo atronador. Era una algarabía insufrible, que no se apagó un punto a nuestra entrada. No causamos emoción de ninguna clase. Pepita se acercó a una joven rubia también y parecida a ella, que hablaba animadamente con otras, y la llamó varias veces antes que respondiese:
—Ramoncita… Ramoncita.
Volvió al fin la cabeza y me miró con ojos distraídos.
—Te presento al señor Sanjurjo, un amigo de Villa…
Ramoncita me alargó su mano, flaca y pálida también, y me preguntó rápidamente cómo estaba. Después, sin aguardar siquiera mi contestación, se volvió hacia sus amigas, que me miraban con un poco más de curiosidad, y anudó con interés la conversación interrumpida. Las dos hermanas guardaban bastante semejanza; los mismos ojos de un azul claro, nada bellos, el mismo color de tez y los mismos cabellos rubios cenicientos. Ramoncita, no obstante, estaba muy ajada y representaba bien unos treinta años, mientras Pepita no pasaría de veinte.
—Venga usted acá—me dijo ésta.—Voy a presentarle a mi otra hermana… ¡Joaquinita!… ¡Joaquinita!—comenzó a llamar.
—¿Qué se te ocurre?—respondió otra joven, saliendo de uno de los cuartos del patio.
—El señor Sanjurjo, un amigo de Villa…
—¡Ah! Tengo mucho gusto…
Me pareció más amable y más bonita que las otras dos. Era también rubia y de ojos azules, un poco más rellena de carnes, y de fisonomía dulce y simpática. Entabló conversación conmigo, informándose con interés de cuándo había llegado, si me agradaba Sevilla, etc. Pepita nos dejó, y Joaquinita me invitó a sentarme a su lado en una mecedora, cerca de un naranjo enano que crecía en tiesto de madera pintada de verde.
El patio no estaba bien alumbrado. La luz de dos quinqués que ardían sobre una mesa debajo de los arcos y las bujías del piano no llegaban a esclarecer enteramente el centro, donde las sombras se espesaban, gracias al follaje de los arbustos.
—Siéntese usted bien, Sanjurjo—me dijo, llamándome ya por mi nombre.
Yo, sin comprender por qué estaba mal sentado, hice un movimiento y seguí en la misma posición.
—Conque Sevilla le gusta a usted… ¡Milagro! La gente del Norte suele sufrir un desencanto al llegar aquí… La verdad es que las calles no son bonitas y anchas, como en Madrid y Barcelona, ni están bien cuidadas… Las casas son bajitas y de poca apariencia… Pero, siéntese bien, Sanjurjo.
Hice otro movimiento más pronunciado, y sonriendo afectadamente exclamé:
—¡Oh! Pues así y todo, me gusta, ¡me encanta! ¡Es tan árabe todo esto! Parece que está uno viendo salir por estas cancelas las damas del tiempo de los reyes moros de Sevilla rebujadas en sus alquiceles blancos. Ustedes son las hijas de ellas, y en verdad que no desmerecen.
—Bien se conoce que es usted poeta… Pero siéntese bien, criatura; échese hacia atrás.
¡Acabáramos! pensé, y puse en práctica inmediatamente lo que me ordenaba, columpiándome sin miramiento alguno.
—Pues ya verá usted, Sevilla es muy golosa. En cuantito la tome usted el gusto, no habrá quien le arranque de aquí.
—Ya se lo he tomado. Los hombres son amables y francos; ¡las mujeres tan lindas!… Usted es una mezcla deliciosa del tipo inglés y el sevillano…
Y, lo que pasa cuando uno se ve atendido y festejado por una mujer no desgraciada en casa desconocida, la cubrí de flores, celebrando sus partes en todos los tonos y formas posibles. Ella se mostraba felicísima y me pagaba, en igual o parecida moneda. Dijo que mi presencia era desde luego muy simpática, que bien se echaba de ver mi esmerada educación, y que admiraba en mí un corazón de oro; que mis ojos eran muy dulces, aunque un poco pícaros… en fin, no estampo más porque me ruborizo. Fue la primera y última vez que hablé con una mujer que me requebrase. Ambos, pues, nos hallábamos contentísimos el uno del otro. Por un instante me olvidé de mi inolvidable monja, y estuve a punto de cometer una repugnante infidelidad declarándome a Joaquinita, cuando vino a impedirlo y a sacarnos de nuestro embelesamiento el amigo Villa.
—¡Hola! ¿Ya forman ustedes rancho aparte?—dijo en un tono brutal que no me agradó, plantándose delante de nosotros.
—¿Y a usted qué le importa?—preguntó Joaquinita con acento picado y agresivo, del cual no la creyera capaz.
—Nada, hija, nada, que buen provecho les haga; pero no está bien marearme tan pronto a un muchacho que acaba de llegar… Porque ya le tiene usted flechado… Mire usted cómo está encendido.
—¡Qué guasoncillo! Bien se conoce que no está aquí aún Isabel para ponerle serio.
La saeta debía de ir envenenada, porque observé que Villa se inmutó un poco. Las palabras de Joaquinita fueron pronunciadas en un tonillo sarcástico que ocultaba gran irritación.
—Vaya, ya tenemos a la castañera picada. La dejo, no sea que me muerda.
Después que se alejó, la plática recayó sobre él. Joaquinita, dominándose sincera o disimuladamente, me hizo grandes elogios de su carácter y corazón.
—Siempre estamos riñendo, como usted ha visto, y sin embargo, creo que es el mejor amigo que tenemos. No hay otro más servicial ni más cariñoso si llega el caso. Cuando la enfermedad de mi hermana Ramoncita, que hace seis meses estuvo a la muerte, no salía un momento de esta casa: hablaba con el médico, iba a buscar las medicinas, la velaba… en fin, un hermano no haría más. Si no fuera que se chifla con facilidad…
—Parece que ahora está enamorado—dije yo.
—¡Ahí le duele! ¡Pobre Villa!
—Qué, ¿no le corresponde su novia?
—¡Novia! Que Dios haga. Se ha ido a enamoricar el pobrecillo de una mujer que sólo goza teniendo a los hombres rendidos a sus pies… Además, aquí entre nosotros, y que no sea decir nada contra Villa, que es una excelente persona, ¿cree usted que es partido para la condesa del Padul un comandante de infantería?
Por no murmurar de un amigo ausente, me encogí de hombros. Joaquinita se extendió bastante a relatarme los pormenores de la pasión del comandante. Aunque envuelto en frases muy lisonjeras para éste, pude adivinar cierto rencor en su relato, y alguna fruición al compadecerse de su malandanza.
Nos interrumpió la voz de una señorita pequeña, chatilla, regordeta, que colocada frente al piano cantaba el rondó final de Lucía. No hubo más remedio que escucharla. Lo notable es que la acompañaba un clérigo en traje de seglar y alzacuello, el cual entornaba la cabeza hacia atrás de vez en cuando y le dirigía miradas lánguidas, moribundas, para alentarla a dar sentimiento y expresión a las notas, o por ventura para atestiguar que él, a pesar de su carácter sacerdotal, no era insensible a aquella música tierna y amorosa. Tendría el presbítero unos treinta y cuatro o treinta y seis años de edad, de tez morena acentuada, ojos grandes y negros y manos velludas. Pregunté a Joaquinita quién era, y supe que se llamaba D. Alejandro y que desempeñaba un destino en la catedral. Cuando hubo cesado la señorita y la hubieron colmado de aplausos, del centro del patio salieron algunas voces diciendo:
—Ahora, que cante don Alejandro.
El clérigo se excusó diciendo que no tenía bien la garganta; pero, apremiado por el concurso, entonó al fin con voz engolada de tenor el Spirto gentile, arrastrando las notas y desfigurándolo hasta convertirlo en empalagoso canto de iglesia. Por supuesto que nos rompimos las manos aplaudiendo. A todo esto habían llegado ya varios pollastres, los cuales andaban entreverados con las damas, sentados todos sin ceremonia, volviéndose unos a otros la espalda cuando así les convenía para hablar más a gusto a su pareja. Reinaba la alegría, a juzgar por las sonoras carcajadas que se oían a cada instante y las bromitas que se cambiaban en voz alta. De los más jaraneros y divertidos era mi amigo Villa, que por la confianza que tenía en la casa se autorizaba ciertas libertades, como pellizcar a las muchachas y hacerse abanicar por ellas. Alguna vez salía del patio y se metía por las habitaciones interiores; pero al instante le seguía Pepita y le traía cogido por una oreja.
—Aquí traigo a este hombre, que al menor descuido se me escapa a la cocina.
—No hagan ustedes caso. Esta mujer se empeña en no dejarme satisfacer ciertas funciones apremiantes… No respondo de las consecuencias.
Ramoncita formaba tertulia aparte con otras damas que frisaban como ella en los treinta, y no consentía que ningún pollo viniese a interrumpirlas. Su conversación era siempre animada, y juzgando por la seriedad con que la tomaban, importantísima.
Ni faltaba tampoco el caballero obligado de buena sombra, que dice gracias en voz alta y anda de grupo en grupo «quedándose con todo María Santísima». Era hombre de cincuenta años, poco más o menos, de mediana estatura, color cetrino, ojos saltones y bigote teñido, con las puntas engomadas. Se llamaba D. Acisclo. Un gran humorista. La reputación que gozaba en este punto era tal, que no podía abrir la boca sin que sonrieran los circunstantes y tratasen de dar un giro malintencionado a sus palabras, por claras y sencillas que fuesen. Si decía, verbigracia: «Elenita, ¿por qué no canta usted?» la interpelada le miraba la cara con temor, y en la de los demás empezaba a dibujarse una sonrisa que quería significar: «¿Qué coba se traerá este señor?» Si expresaba su sentimiento por cualquier desgracia de un prójimo, aunque lo hiciese con sinceridad, no faltaba alguno que exclamase riendo y poniéndole una mano sobre el hombro: «¡Don Acisclo, usted no perdona a nadie!» Y D. Acisclo, halagado en su talento humorístico, aunque no hubiese tenido intención de burlarse, comenzaba desde aquel punto a hacerlo. La base de su humorismo era aquella forma del pensamiento que los retóricos llaman ironía, y que consiste en expresar lo contrario de lo que se siente. Al mismo tiempo sabía dar cierta inflexión solemne a sus palabras y mantener su rostro en equilibrio para que la frase obtuviera el éxito apetecido. Gozaba en mofarse de todo el mundo, y principalmente de los pollastres enamorados. Por ello era odiado cordialmente de éstos en el fondo, aunque en la apariencia le bailasen el agua. Tenía, sin embargo, el instinto o buen sentido de no meterse con los que podían devolverle las bromas, y buscaba casi siempre como víctima de ellas a algún pobre muchacho que pacientemente las tolerase.
—Ahora, que nos cante unas granadinas—dijo un pollo.
—Eso es, y después que baile «por panaderos»—añadió D. Acisclo.
—No hay inconveniente—respondió D. Alejandro echándole una mirada ambigua,—con tal que don Acisclo suene los palillos y me jalee.
Se trajo la guitarra, y el clérigo comenzó a cantar hondo y gorgoriteado por lo flamenco una copla, que si mal no recuerdo decía así:
Eres como la avellana,
chiquita y llena de carne,
chiquita y apañadita
como te quiere tu amante.
D. Alejandro era alpujarreño, y a decir verdad, cantó ésta y otras coplas por el estilo infinitamente mejor que el Spirto gentile. Hay que observar que las que siguieron eran cada vez más expresivas, por no decir picantes, y que entre una y otra el beneficiado de la catedral dirigía por debajo de sus negras y largas pestañas miradas provocativas a la joven regordeta que había cantado el rondó de Lucía. Después supe que era su maestro de música.
Aplaudimos esta vez más sinceramente.
—¡Olé el presbítero!—gritó D. Acisclo.
Tres o cuatro curiosos se habían parado a la puerta de la calle, y al través de las rejas de la cancela nos miraban sin curiosidad alguna, atentos sólo a la música. Cuando ésta cesó, siguieron su camino.
—Ea, basta de coloquio—dijo Pepita, acercándose a su hermana y a mí, que aún continuábamos sentados.—Llevan ustedes media hora juntos, y el reglamento de la casa no permite más que quince minutos.
Levanté los ojos hacia ella, sorprendido.
—Sí, señor, quince minutos. Ninguno puede estar junto a una niña más de ese tiempo, y yo soy la encargada de hacer cumplir la orden… ¡Uf! Si alzase la mano, esta casa se convertiría muy pronto en una gorrería. Con ustedes he guardado consideración porque ésta es mi hermana… y porque se lo merece… y porque usted tiene buen aquel… ¡y porque me ha dado la gana, vamos!… ¿Verdá uté que apetece comérsela?—añadió tomando la barba de su hermanita con dos dedos y sacudiéndole la cabeza.—¿No sería una pena que esta naranjita de la China se fuese a sentar en el polletón?
—¡Qué tonta!—exclamó Joaquinita, pareciendo que se ruborizaba.
—Vaya, dígame con franqueza, ¿qué le parece a usted de la soirée de Cachupín?—me preguntó, cambiando con afectada volubilidad de conversación.
—¿Qué soirée?
—Esta en que usted se encuentra. ¿Ha estado usted en su vida en otra más cachupinesca?
—¡Oh!—exclamé apresuradamente.—¡Nada de eso! Es una tertulia muy agradable y distinguida.
—Con poca luz, ¿verdad?—dijo sonriendo maliciosamente.
—Así está mejor. La media luz en un patio de éstos hace muy bien; le da un carácter misterioso y poético.
—Pues mire usted, nosotras no hemos querido hacerlo más poético, sino gastar menos, ¿sabe usted?—repuso con desenfado, mirándome a los ojos con tal expresión burlona que me inquietaba.—Antes teníamos cuatro quinqués encendidos; pero, hijo, se gastaba un Potosí, y nosotras estamos más pobrecitas que las arañas. Nos hicimos partidarias del obscurantismo… Hay que tener mucho ojo, por supuesto, porque ¡viene aquí cada gachó!… No paro de un lado a otro, como usted ve. Parezco una maestra de escuela… ¿No ha pasado usted al buffet?
—No—dije sencillamente.
Soltó una carcajada.
—Pues allí lo tiene usted, en aquel rinconcito.
—¡Qué loca eres, Pepita!—exclamó Joaquinita, riendo también.
En el rincón que señalaba con la mano había una mesilla, y sobre ella una botella de agua con algunos vasos.
—En nuestros buenos tiempos, poníamos azucarillos. Era el siglo de oro de la casa de Anguita. Ahora, hijo mío, estamos en plena decadencia. Ni la casa de Austria ha venido nunca tan a menos. Fuera los azucarillos, que gravan el presupuesto. Luego, no crea usted, había aquí muchos que se los comían secos por golosina. ¡Una ruina, hijo, una ruina! ¿Ve usted aquel pollito que parece un lenguado gaditano en tartera, aquél que se mete el dedo por la nariz en busca de los sesos? Pues ése se ha comido trece una noche, y no le pasó nada. Por supuesto, yo le eché de casa inmediatamente; pero volvió al día siguiente pidiendo perdón y que no lo haría más. Le abrimos otra vez la puerta, y le guardamos los panalitos… En fin, cuando se vuelva a Madrid, ya puede usted decir que ha estado en una reunión cursi, ¡pero cursi de verdad! No le falta a usted más que conocer a Cachupín. En seguidita va a salir… ¡Mire usted qué mono!—añadió dirigiendo los ojos al otro extremo del patio, donde conversaban, al lado del piano, el cura y su discípula.—Allí está don Alejandro hecho un caramelo con Elena. ¡De todos los gorros, los que más me sublevan son éstos de iglesia! Voy allá ahora mismo.
Y partió como una saeta hacia ellos.
—Márchese usted—me dijo Joaquinita, dirigiéndome una mirada impregnada de simpatía.—Márchese usted, para que no digan. En cuanto estemos separados un ratito, ya podemos juntarnos otra vez y disfrutar otro cuarto de hora de seguridad. Hasta luego.
Aparteme de ella y di una vuelta por el patio, observando la algazara que reinaba. Me llamó la atención una joven bastante linda que, mientras hablaba con don Acisclo, dirigía miradas de amor al través del follaje de una hortensia al lenguado gaditano, que le correspondía por el mismo conducto, sin dejar de meterse el dedo en la nariz. Los lienzos de las paredes estaban llenos de cuadros al óleo. Me acerqué a examinarlos y, aunque disto de ser inteligente en pintura, me parecieron horrendos mamarrachos. Por una de las puertas vi salir a Villa, y me acerqué a él.
—¿Al fin pudo usted llegar a la cocina?—le pregunté riendo.
—Al fin. Nada más que un achuchón rápido ahí en el pasillo, ¿sabe usted? Aproveché el momento en que Pepita hablaba con ustedes.
—Estuve largo rato con Joaquinita. Es una chica muy amable.
—¿Cree usted?…—respondió dirigiéndome una mirada risueña y burlona.
—Hombre… así me lo ha parecido—repliqué un poco acortado.
—Bueno, bueno; por mi parte que se le expida el título.
Como estuviésemos en un rincón y nadie nos observase, quise enterarme mejor de la vida de aquella familia. Villa me puso al corriente de todo. Las de Anguita eran hijas de un médico ya anciano, que había gozado de mucha clientela en Sevilla en otro tiempo. O por su edad avanzada, o porque hubiesen llegado otros médicos jóvenes de valía, o por las irregularidades de las hijas, es lo cierto que poco a poco se le había ido marchando la parroquia, quedándole en la actualidad muy contadas familias. Su mujer había muerto hacía bastantes años. Las niñas, educadas sin la vigilancia materna, habían dado siempre bastante que decir por sus extravagancias. Mientras las ganancias del papá fueron crecidas, en la casa se gastaba por largo, se vivía con desahogo y con lujo; hasta tenían coche. Nadie pensaba en mañana. El señor Anguita, un viejo maníaco, que había gozado fama de excelente médico, aunque en realidad nunca se hubiese cuidado gran cosa de los enfermos, dejaba a sus hijas la dirección económica de la casa, que no podía ser más desastrosa. La pasión del viejo era el arte, y su orgullo ser inteligente en pintura. Que le dijesen que había hecho tal o cual cura maravillosa, le tenía sin cuidado. En cambio, si le venían a consultar sobre el mérito de un cuadro, o le nombraban jurado en los exámenes de la escuela de Bellas Artes, le causaban vivo placer. No le molestaba su decadencia profesional más que por el momentáneo disgusto que sentía cuando sus hijas le pedían dinero y no podía dárselo. Éstas la soportaban también o aparentaban soportarla con filosofía, y en vez de retraerse del trato social, que origina gastos, preferían exhibir y burlarse de su propia pobreza, asistiendo a todos los sitios donde no costase dinero, haciendo diariamente un número incalculable de visitas y dando reuniones del jaez de la presente. Villa suponía que en estas burlas había cierta afectación y que era un procedimiento ingenioso para poder seguir tirando sin desdoro. Por lo demás, no se pasaba mal a su lado. Admitían cualquier broma sin enfadarse, y eran caritativas y serviciales. No ocultaban su afán por tener marido, y aun hacían chistes bastante graciosos sobre esta su manía con el mayor descaro. Antes que el ridículo viniese a ellas, iban a su encuentro. Ramoncita, la primera, se había echado ya en el surco, y sólo vagamente pensaba en la posibilidad de atrapar un esposo. Mantenía amistad íntima, estrechísima, con dos de las damas que allí estaban, de su misma edad, poco más o menos, y entre las tres no solo sabían lo que pasaba en Sevilla, sino en todo el reino de Andalucía. Dedicábase también a leer por los libros de medicina de su papá, y estaba tan enterada del organismo humano como un médico, particularmente de determinadas funciones. Sin embarazo alguno, en términos técnicos, hablaba de las materias más escabrosas de la medicina. Su hermana Joaquina se caracterizaba por un deseo furioso, frenético de casarse. Según ella misma confesaba, le habían entrado las «ganazas». Porque al decir de Ramoncita, el deseo de hallar marido en una mujer podía dividirse en tres etapas. Desde los quince a los veinte debía llamarse el período de las «ganitas», de los veinte a los veinticinco, el de las «ganas», y de los veinticinco a los treinta, el de las «ganazas». Pepita, la última, era una chica sin atadero. Sin embargo, Villa creía que era la mejor de las tres, a pesar de que en su locura entraba un poco de farsa, o lo que es igual, se hacía más loca de lo que era.
—La broma que le he dado no vaya usted a creer que es enteramente infundada. Esa muchacha está empeñada a sangre y fuego en que le haga el amor.
—¿Y es verdad que le espera por la noche para verle pasar cuando usted se retira?
—¡Tan cierto! Y lo gracioso es que vengo de dar algunas vueltas por delante de la casa de Isabel, que esta aquí cerca, en la calle de Trajano.
—¡Pobrecilla! Pues si es así, mucho debe de padecer con sus bromas.
—No lo crea usted. Cuando usted la trate más, ya verá adónde llega su despreocupación.
Justamente en aquel momento se acercó a nosotros Pepita, diciendo:
—¡A que están ustedes hablando de mí!
—¡A que sí!—respondió el comandante riendo.—Estaba enterando a mi amigo de los secretos de la casa y descubriéndole el carácter y las mañas de cada una de ustedes. Se hallaba usted sobre el tapete.
—Le diría usted alguna sandez, como si lo viera.
—Muchas gracias; le estaba diciendo ahora mismo que sentía en el alma no poder corresponder al amor de usted. Si usted hubiera llegado antes…
—Pero ¿ha visto usted en su vida—dirigiéndose a mí—un hombre más simple y más retontísimo? No crea usted que es broma. Todo eso se lo cree. ¡Y mire usted que el bocado es apetitoso! Un señor que ya no puede con la fe del bautismo en papeles. ¡Repare usted qué patas…! ¡Qué pies! Con dos juanetes que parecen dos flanes.
—Bueno; insulte usted cuanto quiera. Cuanto más feo sea yo, peor gusto será el de usted.
La entrada, por una de las puertas que comunicaban con las habitaciones interiores, de un caballero anciano nos interrumpió.
—Aquí tiene usted un Cachupín—me dijo Pepita—. Voy a presentarle a usted. Papá—dirigiéndose al anciano—, te presento un nuevo amigo, el señor Sanjurjo, un joven muy guapo, muy simpático y además un gran poeta. ¿Eh? ¿Qué tal?
—Muy señor mío, muy señor mío—respondió el anciano, inclinándose.
He visto en mi vida pocas cosas tan estrafalarias como el señor de Anguita. Era alto, enjuto, rasurado, dejando solamente unas cortas patillas blancas; los ojos, grandes, apagados, vidriosos; la tez, pálida, y los dientes, largos y amarillos. Traía gorro de terciopelo azul en la cabeza, bordado probablemente por sus hijas; bata de color de canela, y sobre la bata, dejándola al descubierto por debajo, un gabán de verano.
—Conque poeta… poeta—murmuró con voz opaca y acento fatigado.—Yo soy muy aficionado a la poesía. En mis buenos tiempos también escribí versos.
—Muy lindos, por cierto—interrumpió Pepita.—Mi papá, ahí donde usted le ve, ha sido el gallito de Sevilla. Traía dislocadas a las niñas con sus chalecos y sus palabritas.
—¡Picaruela!—murmuró el anciano, tocándole la cara con manifiesta ternura.—La poesía es cosa superior, superior… ¡Pero como la pintura!… A la pintura no llega nada en el mundo.
—Ya sé que es usted aficionado, y muy inteligente—le dije.
—Aficionado solamente—repuso sonriendo con beatitud.—No le diré a usted que a fuerza de ver y observar no sepa distinguir un poco; pero eso no vale nada.
Villa, para darle por el gusto, le invitó a que nos mostrase su galería de cuadros, a lo cual accedió inmediatamente. La mayor parte estaban colgados debajo de los arcos del patio. Pepita encendió una bujía y la fue acercando a cada uno para que le viésemos bien, mientras el señor de Anguita, que traía constantemente las manos atrás, separaba de vez en cuando la derecha para señalarnos los primores de ejecución que abundaban en casi todos. Cuando era una marina, el agua se transparentaba, parecía que «podía meterse la mano en ella»; si se trataba de un paisaje de montaña, «apetecía triscar por las praderas, se sentía casi el olor del heno»; las figuras «estaban todas hablando, no les faltaba más que moverse». En fin, el señor de Anguita creía que su galería podía competir con las mejores de Madrid. Pepita aplaudía también calurosamente, con su habitual exageración, en cada obra que examinábamos. Los apellidos de los artistas eran totalmente desconocidos. La mayor parte jóvenes que, según el dueño de la casa, darían mucho que decir y echarían pronto la pata a Fortuny y a Rosales. Cuando hubimos terminado, Villa y Pepita se unieron a la tertulia, y observé que el comandante estaba jacarero y guasón hasta lo sumo, haciendo reír con sus bromas a todos, menos a D. Acisclo, que no debía de ver con buenos ojos que se riesen otros chistes más que los suyos. El anciano médico me llevó a un rincón, y allí, de pie, con las manos cruzadas siempre sobre los riñones, siguió hablándome de pintura. Confesaba que su galería no era de las más ricas y, sobre todo, carecía de firmas acreditadas; pero estaba seguro, en cambio, de poseer obras notabilísimas, dignas de inmortalizar a sus autores. Por más que éstos no fuesen exagerados en el precio de sus cuadros, una colección como aquélla sólo podía adquirirse a fuerza de tiempo y serios dispendios.
—¿Cuánto calcula usted que llevo gastado en cuadros?—me dijo mirándome a los ojos fijamente.
—Phs… Yo no soy perito en la materia…
—Vamos, una cifra aproximada…
—Nada… no puedo calcular…
—Pues llevo sacados del bolsillo más de cinco mil reales—manifestó solemnemente, separando una mano de la espalda y poniéndomela sobre el hombro.
—Pues son caros… digo, son baratos… Porque los hay magníficos.
—¡Maravillosos!
Poco después, el señor de Anguita me manifestó que sentía frío, lo cual me sorprendió casi tanto como el coste de su galería. No estaba por la vida en los patios. Ni en el mes de Agosto entraba en el suyo sin ponerse gabán. Sus hijas se empeñaban en anticipar la estación porque aún no hacía calor, ¿verdad? Yo, que sudaba por todos los poros, convine con él en que más bien hacía fresco, y con esta respuesta le confirmé, al parecer, en la idea que había concebido de retirarse. Lo cual puso en práctica, no sin ofrecérseme mucho y poner su casa a mi disposición. Pero éste no era un favor muy señalado, porque, según Villa, no había perro ni gato en Sevilla que no entrase allí como Pedro por su casa.
Elena, la discípula del presbítero, se marchaba en aquel momento, aunque no eran más de la diez. Su tío, un señor viejo, bajo y regordete como ella, de labios abultados y fisonomía riente, que andaba por los rincones solitario, no consentía retirarse después de esta hora. La niña, que era vivaracha y traviesa, al despedirse con ruidosos besos de sus amigas, procuraba ponerle en ridículo: «Qué quieres, hija; mi tío se empeña en hacer competencia a las gallinas. Voy a leerle la vida del santo del día. No puede dormirse sin enterarse de los martirios de Santa Irene o San Lorenzo. Adiós, adiós; pedid a la Virgen que sane mi tío de la cabeza». Éste, fuertemente amoscado, habiéndose desvanecido la sonrisa que constantemente brillaba en su rostro, se despedía también sin encontrar palabras con que disculpar su extravagancia. Procuraba poner prisa para librarse de las risas de los tertulios. Al salir al portal, llamaba a la cancela una joven con la cabeza rebujada en toquilla de color rosa, acompañada de un criado con librea. Elena y ella se tropezaron y se saludaron con efusión, besándose repetidas veces. Oí las carcajadas de la recién llegada, sin duda producidas por las bromitas de la amiguita contra su tío. El clérigo de las granadinas no tardó mucho en despedirse también. La joven que entraba era la condesita del Padul, la adorada de mi amigo Villa. Y en verdad que tenía excelente gusto. Por la tarde, al cruzar rápidamente por la calle de las Sierpes, no había podido apreciar bien la belleza singular de su rostro, la gracia y esbeltez de su figura. Era una mujer hermosa de veras. El color de oro de sus cabellos formaba contraste delicioso con el negro de sus ojos. La expresión de su fisonomía suave y atractiva; los ademanes nobles. Toda su gentil persona revelaba bien claro la egregia cuna en que había nacido. Vestía con sencillez y elegancia, denunciando el corte parisién las prendas que llevaba sobre sí. Saludó a todas las damas con efusión cariñosa. Después la vi dirigirse sonriente a Villa y apretarle la mano. Su presencia causó en la tertulia alguna turbación, y eso que ella procuraba con familiar amabilidad que nadie se moviese de su sitio. Me pareció que no estaba orgullosa de su elevada alcurnia, o que, si lo estaba, sabía disimularlo perfectamente. Como me dirigiese algunas miradas de curiosidad, sin duda por no haberme visto nunca en la tertulia, Joaquinita se apresuró a presentarme. Me dio la mano con suma cortesía y me dirigió una sonrisa tan amable que me sentí cautivado. Y como yo, al parecer, todos los demás, porque desde su entrada las miradas de los pollastres se dirigían a ella y las de las muchachas también. Lisonjeada con el afecto que la demostraban, la gallarda condesa se esforzaba en aparecer más llana y más amable aún.
Me sacó de mi contemplación admirativa Joaquinita, que me invitó de nuevo a sentarme a su lado en la mecedora. «Ya tenemos otro cuarto de hora para hablar», me dijo. En esta segunda conferencia me pareció la segundogénita de Anguita un poquito pesada y dulzona. Se enteró de mi patria y familia, y me hizo que le narrase algunos pormenores de mi existencia. Claro que no le dije una palabra del asunto que a Sevilla me trajo. Venía sólo a dar una vuelta por Andalucía y a conocer unos parientes que tenía en Sanlúcar. Semejaba interesarse en todo lo que me atañía, de un modo tan vivo que me causaba sorpresa y alguna inquietud. Entre col y col me dirigía frases lisonjeras, aprovechando cualquier ocasión para enaltecer mi carácter (¿cuándo lo habría conocido?) y el ingenio que se revelaba en mis palabras. En suma, era como el dulce de piña, que al principio gusta mucho, y cansa pronto. Deseaba ya dejarla, pero no era empresa fácil. No consentía que se hiciera pausa en nuestra conversación. Me acordé entonces de la sonrisa de Villa cuando le hablé de ella y empecé a explicármela. Observando mi distracción, me dijo:
—¿Qué es eso? ¿Repara usted en la seriedad de Villa? Siempre le pasa igual. En cuanto llega Isabel, concluyen las guasitas. Se queda con una cara larga, larga, que da pena mirársela… ¡Pobrecillo! Está enamorado hasta las cachas.
Yo, que no había reparado en ello, me convencí, mirando al comandante, de que la observación era tan fina y maliciosa como exacta. Desde la entrada de la condesita no se mostraba como antes alegre y desenfadado. Las frases jocosas que aún soltaba iban claramente impregnadas de la preocupación de su espíritu. Isabel, en cambio, se mostraba cada vez más amable y afectuosa con él y con todo el mundo, particularmente con él. Estaba rodeada de pollos que la incensaban sin descanso. A todos contestaba con la misma sonrisa candorosa, enloquecedora. Si a alguno distinguía, era a Villa, en quien posaba a menudo con amorosa expresión sus grandes ojos inocentes y límpidos. Y yo, desde lejos, notaba el estremecimiento que aquella mirada clara producía en mi amigo, y le envidiaba.
La tertulia se deshizo tarde. Algunos criados entraron a buscar a sus señoras y aguardaron largo rato allá dentro, en la cocina. A las doce y media vino el conde viudo del Padul a recoger a su hija, y ésta fue la señal del desfile. Llegaba del Círculo de Labradores, donde, según me dijo uno, iba dejando ya, sobre el tapete verde de la mesa de juego, una fortuna. Era hombre de media edad aún, vigoroso, en quien los excesos de su vida disipada no se reconocían más que en la mirada vaga y perezosa. Reconocíase en él a un mismo tiempo al caballero y al calavera. Sevilla entera recordaba todavía sus aventuras galantes, sus orgías, sus duelos singulares y temerosos, la barbarie inconcebible de algunos actos ejecutados en el frenesí de la embriaguez. Saludó con amabilidad caballeresca, no exenta de protección, a todo el mundo, y se llevó a su hija. En pos de él nos marchamos todos. Las de Anguita salieron hasta el medio de la calle a despedir a sus amigas. Pepita me preguntó si volvería al día siguiente, y como le respondiese que no sabía si me sería posible, dijo haciendo un mohín de enfado que yo era «tan chinchoso y tan apestoso» como mi amigo Villa. Salimos formando grupos, que se fueron dispersando por las laberínticas encrucijadas de las calles. Villa iba delante dando vaya a unas muchachas, alegre otra vez y despreocupado. Yo le seguía, llevando a mi lado al humorista D. Acisclo. No sabiendo cómo entablar conversación con él, le dije:
—Es muy amena la tertulia de estas señoritas… y muy original… Se pasa bien el rato.
—Usted es forastero, ¿verdad?—me preguntó gravemente.
—Sí, señor; hasta ahora no había estado en Andalucía.
—Pues ha hecho usted bien en venir, porque en Sevilla sólo hay tres cosas dignas de verse: la catedral, el alcázar y el patio de las de Anguita—repuso con graciosa solemnidad.
VII
Preparativos para el bloqueo.
Matildita, como he dicho antes, debía de sospechar el deplorable resultado de mi entrevista con el capellán del colegio del Corazón de María. No hacía más que dar vueltas en torno mío y tirarme cuanto podía de la lengua, a fin de cerciorarse de la verdad del caso, o por ventura para meter su naricita en mis negocios y satisfacer el inmoderado afán de dar consejos que la atormentaba. Como no tenía gran interés en ocultar la derrota, pues ya se había disipado en parte la vergüenza que me produjera, concluí por confesarlo todo. Fuertes aspavientos de la chiquilla. No cabía en sí de indignación. Me hizo repetir varias veces la repugnante grosería usada por el clérigo conmigo, y me dijo que ella no la hubiera sufrido. Esto no me pareció bien. Pero le hice ver en seguida los inconvenientes que habría traído consigo cualquier resolución violenta en tal momento, y concluyó por convenir en que mejor había sido «el despresiarle». Después de quedar unos instantes silenciosa en actitud reflexiva, abrió la llave de los consejos. En su opinión, lo que yo debía hacer ahora era presentarme a la madre de Gloria, pintarle mi pasión por su hija, echarme a sus pies y suplicarle que la sacase del convento y nos permitiese casarnos y ser felices. El consejo era poco práctico, y me convenció de que los amores del aspirante a telégrafos habían dejado en el espíritu de Matildita una huella indeleble de romanticismo.
Mejor lo tenía yo pensado. En esto de ver las cosas como son y conseguir lo que nos proponemos, me parece que nadie saca ventaja a los que hemos nacido en los valles pintorescos de Galicia. Ya diré más adelante lo que mi mente, apretada por la necesidad, urdió para alcanzar lo que apetecía.
Por aquellos días se había marchado el alcalde Cueto a su pueblo y había llegado un matrimonio de Écija. Sentábase, pues, a la mesa, a las horas de almorzar y comer, una señora, lo cual había hecho variar un poco el tono de la conversación. Esta dama se llamaba Raquel. No pasaría de los treinta años y era mujer hermosa como pocas, de arrogante figura, alta, mórbida, de tez morena, nariz aguileña, labios gruesos y ojos negros y grandes, tal vez demasiado grandes. Sus facciones, pronunciadas en demasía, su figura voluminosa, hacían que pareciese más hermosa de lejos que de cerca. Aquellos ojos cristalinos, abombados, de ternera, aquella nariz enérgica, borbónica, aquellos labios rojos abultados, a cierta distancia formaban un conjunto armónico, maravilloso. No obstante, aun de cerca se la podía diputar por un buen modelo de escultura femenina. Estaba casada con un viejo, D. José Torres, que, a pesar de la peluca y llevar teñido el bigote, nadie le haría bajar de los ochenta. Era un hacendado rico, según supe pronto, porque en las casas de huéspedes no suelen ignorarse mucho tiempo las circunstancias de cada cual. Había tenido el capricho de casarse con aquella joven, a quien había dotado en cuarenta mil duros al tiempo de hacerlo. Para ella, que era una desgraciada sin recurso alguno, fue gran fortuna, sobre todo teniendo en cuenta que el viejo no tardaría en dejarla libre. Tuve ocasión de convencerme muy pronto de que la hermosa no correspondía con agradecimiento a la generosidad y a las atenciones que constantemente guardaba con ella su marido. Tocome sentarme a su lado en la mesa, y no tardamos en trabar conversación y entrar en confianza. Raquel hablaba siempre con énfasis, hablaba mucho, y según avanzaba en el discurso se iba animando, yo no sé si natural o artificialmente, al punto de que siempre concluía en el diapasón más alto y muchas veces con el rostro enrojecido. Si esto era afectación, había concluido, por el hábito, en connaturalizarse con ella. Mostraba poseer gran presunción y un carácter susceptible y despótico. No tenía reparo en dirigir a su marido, delante de todos nosotros, frases irrespetuosas cargadas de desprecio. El señor Torres era un anciano suave, conciliador, discreto, que veía muy bien el ridículo que su esposa hacía caer sobre él a cada instante, y padecía y procuraba evitarlo templándola, cuando se enojaba, con frases cariñosas o con inocentes burlas. Recuerdo que una noche se trataba de sobremesa, entre bromas y veras, el problema del matrimonio, qué circunstancias debía reunir la mujer para ser buena esposa, etc. Todos habíamos emitido nuestra opinión, incluso Eduardito, cuyo parecer, favorable a las mujeres hechas ya y experimentadas, fue acogido con una salva de aplausos y carcajadas. Faltaba únicamente el señor Torres, a quien, según Villa, correspondía hacer el resumen de la discusión. Don José, después de excusarse un poco, manifestó, con los ojos bajos, quizá por no tropezarse con los de su mujer, que se fijaban en él nada halagüeños, que la mejor esposa era la más humilde, la que conocía sus deberes y sabía cumplirlos, haciendo del hogar doméstico un paraíso. Observé cierta contracción nerviosa en el rostro de Raquel, que no anunciaba cosa buena. Y, en efecto, con sonrisa forzada, que dejaba traslucir su irritación, principió a combatir las aserciones de su marido, sosteniendo que la humildad es una cualidad de las esclavas, no de las mujeres; que lo que les hace falta a éstas en la mayor parte de los casos es dignidad, y que si la tuvieran no se verían tantos desastres en los matrimonios. Según su costumbre, a medida que hablaba se iba enardeciendo con sus propias palabras. Esta vez concluyó de un modo tan violento, dirigiendo frases tan agresivas e inconvenientes a su marido, que lo mismo Villa que yo intervinimos para calmarla.
—Me irrito, porque sé bien por dónde viene el agua al molino. A mí me gusta que se hable con franqueza. El herir a una persona solapadamente es una cobardía, ¡sí, señor, una cobardía!
—Pero mujer—decía el pobre anciano con sonrisa tímida,—si nadie ha tratado de herirte aquí. No he hecho más que sentar una apreciación general, que nada tiene que ver contigo.
—Repito que es una cobardía, y permíteme que te diga que hacerlo delante de gente es aún otra cosa peor.
A todos nos causó mal efecto aquella escena, y hubo una pausa. Villa entabló otra conversación para que cesase el embarazo.
Desde que el matrimonio había llegado, Olóriz, el estudiante de Derecho que con nosotros vivía, se acicalaba aún más el pelo y la barba, cosa que parecía ya punto menos que imposible, pues estos dos aditamentos capilares eran objeto de preferente atención y de asiduos cuidados para el jurista. El pelo era rubio, lustroso, ondeado, y lo llevaba esmeradamente partido por el medio, dejando caer dos bucles primorosos sobre la frente. La barba rubia también, rizosa, larga, y la llevaba igualmente partida por la mitad. Felicia, la criada, nos decía que empleaba media hora larga en atusársela, untándola con perfumados aceites; que nunca dejaba, al llegar o salir de casa, de contemplarse al espejo con delectación, alejándose y aproximándose para gozar de su figura a distintos puntos de vista, y que el colocar el sombrero al salir a la calle era negocio largo. Por lo demás, parecía un infeliz, silencioso, sonriendo a todo lo que se decía, dejando escapar de vez en cuando alguna frase insignificante. Pues este mancebo delicado, según mis observaciones, abrigaba proyectos de seducción sobre la bíblica señora de Torres. Sentábase frente a nosotros, y mientras duraba el almuerzo y la comida no dejaba de envolverla en una red espesísima de rayos visuales. Y, confesando la verdad, debo añadir que Raquel no parecía hallarse mal prisionera dentro de ella; antes correspondía con otra, si no tan espesa, lo suficiente pura que el joven pensase con razón que sus notabilísimos cabellos y barba eran apreciados en su justo valor por la hermosa dama. En la mesa apenas cruzaban la palabra; pero les vi en diferentes ocasiones departir amigablemente, apoyados en la barandilla del corredor, mirando con ojos extáticos los azulejos del patio. También observé, una vez que fui a misa de nueve en San Isidoro, que Olóriz, situado en posición estratégica, cambiaba con la dama, arrodillada cerca de una capilla, sonrisas y miradas. No sé si el señor Torres habría hecho las mismas observaciones que yo. Presumo que sí, porque no era tonto, y se necesitaba serlo para no advertir las insistentes miradas del joven.
Fueme simpático el anciano, y le compadecía sinceramente. Entramos pronto en confianza, y en ocasión en que quedamos solos de sobremesa, tuve con él una conversación bastante íntima. Se quejaba del calor que hacía, al cual nunca se había podido acostumbrar a pesar de vivir en Écija, llamada la sartén de Andalucía, y decíame que le molestaba extremadamente la peluca.
—Nunca la he gastado hasta hace poco, y eso que he quedado sin pelo hace más de cuarenta años…¡Phs! Ha sido un capricho de Raquel—añadió sonriendo dulcemente.—Dice que sin ella y con la barba blanca que antes traía aparento tantos años que le da vergüenza ir conmigo por la calle…¡Como si a pesar de estos adimentos ridículos no se conociese que paso de los ochenta!… Yo bien comprendo que a ella le avergüenza estar casada con un ochentón, y usted mismo se habrá dicho al vernos: «¡Vaya un matrimonio estrafalario!… ¿Cómo se le habrá ocurrido a este viejo decrépito casarse con una joven tan linda?…» Nada; no me diga usted nada; quien dice usted, dice todos los demás que nos conocen. Ha sido una falta, lo reconozco; pero crea usted que hay algunas cosas que la atenúan un poco. En primer lugar, Raquel es hija de un antiguo amigo mío. Hace cuatro años se quedó huérfana y sin recurso alguno. Necesitó irse a vivir en compañía de una hermana que tiene casada. Yo, que frecuentaba la casa, me convencí pronto de que allí no la trataban como debían, y ella misma se me quejó con lágrimas muchas veces de que en casa de su hermana no era más que una criada sin sueldo. Entre vestir y lavar a los niños, hacer las camas, asear la casa, aplanchar la ropa, etc., no tenía un momento libre. Mientras tanto la hermana, como princesa, pasaba el tiempo columpiándose en una mecedora, reprendiéndole cualquier falta severamente… En fin, ya puede usted suponer lo que pasaría allí. Compadecía mucho su situación, y pensando en los medios de aliviarla, se me ocurrió traerla a casa. Mas esto ofrecía dificultades. ¿En qué concepto iba a venir a mi casa? Por muchas vueltas que le diese, sólo podía venir de dos maneras: o como esposa, o como criada. Proporcionarle dinero para que viviese aparte, era factible; pero ¿no sería herir su susceptibilidad que, como usted ha visto, es grande? Entonces se me ocurrió casarme con ella. Le hablé con toda franqueza. «Hija mía, soy un trasto viejo, tendrás que aguantarme un poco de tiempo. En cambio, a mi muerte quedarás libre y con una fortuna considerable. Por mucho que viva, tiene que ser muy poco. Mira si la perspectiva de una posición independiente y desahogada compensa para ti las molestias que yo te pueda ocasionar.» Ella aceptó dando muestras de agradecimiento, y desde entonces, que fue hace tres años, he procurado serle lo menos incómodo posible y que viva no sólo con desahogo, sino con lujo, para que su situación sea más llevadera. Así y todo, parece que algunas veces se impacienta… Es natural. La pobre se ve joven, hermosa y adulada por los hombres. El pensar que se encuentra amarrada a un tronco tan viejo y carcomido le hace padecer.
La sencillez y franqueza del anciano me conmovieron. Desde entonces le tributé aún más respeto y consideración, y fuimos amigos. Por eso me atreví a decirle a Raquel un día en que ponderaba el sacrificio que había hecho casándose con él, y la tristeza de consagrar su juventud a cuidar a un anciano achacoso:
—Vamos, tenga usted paciencia, que eso no durará mucho. Al fin se encontrará usted joven y con una buena fortuna.
—Sí, sí, eso me decían mis amigas al casarme; pero va durando demasiado.
Aquella cínica respuesta nos dejó fríos a todos. Desde entonces me fue profundamente repulsiva a pesar de su belleza.
Pues volviendo a mis asuntos, digo que comenzó a germinar en mi mente una idea, y fue la de acometer de nuevo la vía del capellán del colegio para llegar hasta mi adorada Gloria. El genio astuto de la raza galaica, que late en el fondo de mi ser lírico, me suministró una traza apropiada al caso. Yo tengo en Madrid un tío carnal, hermano de mi madre, que es alto empleado en el Ministerio de Gracia y Justicia desde hace años. Goza allí de gran consideración, y ha repartido en su vida no pocas canonjías y hasta ha influido poderosamente en la elección de algún obispo. A este le escribí rogándole me enviase una tarjeta de recomendación para algún dignatario de la catedral. Mientras llegaba la respuesta, seguí asistiendo a la tertulia de las de Anguita. Y, cierto, no lo pasaba mal. A los tres o cuatro días, según me había anunciado Villa, era íntimo de la casa. Pepita me llamaba chinchoso y mal gallego a cada instante; Ramoncita me trataba con la misma gravedad campechana que a los amigos antiguos, y Joaquinita celebraba conmigo numerosas conferencias de quince minutos cada una. Éste era el punto negro de la tertulia. La asiduidad de aquella señorita me iba siendo cada vez más empalagosa.
A pesar de que le tenía muy recomendado a Villa el secreto de mis amores, imagino que le molestaba dentro del cuerpo, o que no pudo resistir a la tentación de informar a su adorada condesa de todo, porque observé que una noche ésta, mientras hablaba con él, fijaba sus hermosos ojos en mi con curiosidad y benevolencia. Poco después se acercó el comandante y me dijo risueño:
—Vaya usted con Isabel, que desea hablarle.
Me apresuré a cumplimentar la orden de la dama, quien me acogió con extremada amabilidad.
—Siéntese aquí, que tengo mucho que hablar con usted… Ya sé que está usted enamorado…
—¡Ese Villa!—exclamé con enojo.
—No se enfade con él, porque su indiscreción quizá redunde en beneficio de usted. Ha de saber usted que la monjita por quien pena es prima mía.
—¿De veras?—pregunté estupefacto y con poca galantería.
—No muy próxima, pero sí lo bastante para que pueda llamarla así. Su madre es prima segunda de papá.
Si algo pudiera faltar para que aquella hermosa y amable joven me fuera del todo simpática, fue este descubrimiento. La contemplé con embelesamiento, con un éxtasis religioso que no pasó inadvertido para ella.
—Así me gusta—dijo sonriendo.—Cuando se quiere a una mujer, ha de ser de veras.
Yo me reí también, ruborizado.
—Nunca hemos tenido un trato muy íntimo—siguió,—porque yo me he criado en Sanlúcar, y ella entró de interna en el colegio muy temprano. Sin embargo, recuerdo que cuando venía a pasar alguna temporada a Sevilla, he jugado con ella en su casa y hemos paseado juntas con frecuencia. Después que entró en el colegio no la he vuelto a ver más de tres o cuatro veces, que fui exprofeso a visitarla con una tía mía y de ella también… Tiene usted buen gusto. Gloria es muy graciosa y simpática. ¡Si viera qué bien bailaba de niña las seguidillas!
—Y ahora también.
—¿Cómo ahora?—preguntó con asombro.
Entonces le expliqué de qué manera la había visto bailar en Marmolejo, lo cual celebró vivamente.
—Siempre ha sido muy resuelta y un poco aturdida… Si no fuera por ese carácter alegre que Dios le ha dado, ya estaría muerta hace tiempo…
Quise saber pormenores de su vida. Los datos vagos que me había suministrado la madre Florentina habían excitado fuertemente mi curiosidad, y las reticencias de ahora no eran a propósito para calmarla. Isabel sabía poco, o no quiso decirlo. La tía Tula (madre de Gloria) era una señora bastante rara, con un genio diametralmente opuesto al de su hija. Parece que Gloria fue metida en el colegio contra su voluntad y que luego se hizo monja por no avenirse con su madre. De aquella insinuación que me había hecho Suárez en Marmolejo, referente a un señor que dirigía los asuntos de D.ª Tula y vivía con ella maritalmente, no me dijo nada, ni yo me atreví a preguntarle. Después me dijo mirándome a los ojos sonriente:
—Además, le prevengo a usted que mi prima es rica. Su padre pasaba por tener una buena fortuna.
Yo (¡oh gran hipócrita!) hice un gesto de indiferencia.
—No quiero decir que eso aumente poco ni mucho su interés por ella—se apresuró a decir.—Pero… vamos, el dinero nunca daña…
Se informó también del estado de mis amores, y con ella fui más franco que con Matildita. No le dije más de lo que había pasado. Tuve la satisfacción de escuchar que, en su concepto, era lo bastante para que pudiese imaginar, sin pecar de presumido, que no le era indiferente a su prima. De la entrevista con el clérigo no le hablé palabra, porque la verdad del caso la hubiera hecho reír a mi costa, y una mentira ninguna utilidad me traía. Por supuesto, por hacer como todos los demás, también me brindó protección.
—Estoy sumamente interesada en que logre usted lo que desea, tanto por mi prima, que es una lástima que consuma entre cuatro paredes su juventud, no teniendo vocación para ello, como por usted. Creo que de algo podré servirle en su campaña… Discurra usted, y vea si puede utilizarme, que tendré mucho gusto en ello.
Le di un millón de gracias, rebosando de gratitud, y le prometí que cuando llegase el caso la molestaría sin vacilar, pues me inspiraba una confianza absoluta. Desde la primera noche que la viera me había sido extremadamente simpática. Sus ojos dulces y benévolos revelaban un buen corazón, el timbre de su voz inspiraba desde luego cariño y confianza, etc., etc.
Manejé el incensario de lo lindo, aunque loando sus prendas morales con preferencia a las físicas, por parecerme de mejor gusto y no inspirar recelos.
Cuando pasaban estas razones entre nosotros, apareció Joaquinita, diciéndonos con sonrisita forzada:
—Isabel, hija mía, tú nos acaparas todos los pollos. Déjanos siquiera alguno, por compasión.
—El señor me estaba informando de unas parientes que tengo en Galicia—respondió la condesita rápidamente.
Le agradecí el disimulo, en el cual me pareció más maestra de lo que yo había imaginado, y me levanté para sufrir un rato el chorro de la de Anguita, que seguía cada vez con más ahínco interesándose por todo lo que me atañía. Si no fuese porque es un poco ridículo, diría que seguía requebrándome. Declaro que me iba aburriendo y que me distraía de un modo lamentable. Muchas veces mis respuestas eran incongruentes. Bostezaba escandalosamente, y llegué en ocasiones a dar cabezadas de sueño. Pero Joaquinita ni se enojaba ni cedía. Dirigiendo la mirada hacia un grupo donde estaba D. Acisclo, observé que nos miraban sonrientes. Después supe que éste les había dicho:
—Miren ustedes a Joaquinita con la caña.
Por fin llegó la carta de mi tío, y dentro de ella otra muy expresiva para un prebendado de la catedral llamado D. Cosme de la Puente, recomendándome. Recibí un alegrón y casi no almorcé, con el afán de ir a visitarle y poner en ejecución mi proyecto. Tan luego como engullí el último bocado y pasé por el cuarto para recoger el bastón y los guantes, abrí la cancela y me dispuse a salir a la calle. Mas al trasponer la puerta exterior, una mujer del pueblo, que sin duda me aguardaba, vino a mi encuentro, diciéndome con el acento exagerado de la plebe andaluza:
—Señorito, perdone su mersé. ¿No e su grasia don Seferino?
—Ceferino me llamo—respondí mirándola con sorpresa.
Era una mujer ajada, de buenos ojos, flaca, pálida y pobremente vestida, con un pañolito de seda blanco al cuello y la cabeza descubierta. Aparentaba bien cuarenta años; pero quedaba la duda de si sería más joven. Su rostro ofrecía más claramente las huellas del trabajo y la miseria que las del tiempo.
—¿Sanhurho?
—Sanjurjo.
—Pue tengo que darle a su mersé un recaíto…¿Quiere que entremo en el portal?
—Como usted guste—repuse, fuertemente excitada mi curiosidad.
Nos apartamos, en efecto, de la estrechísima acera, y ya dentro del portal, la mujer sacó del pecho una carta doblada y me la entregó. Rompí el sobre apresuradamente y fui derecho con los ojos a ver la firma. No la tenía.
—¿De quién es la carta?
—De mi señorita.
—¿Y quién es su señorita?
—¡Toma! La señorita Gloria.
No pude reprimir un movimiento de susto, y me puse, no a leer, sino a devorar la carta, apretada la garganta y las manos trémulas. La buena mujer debió de observar mi turbación, porque al levantar los ojos vi una sonrisa en sus labios. La carta decía lo siguiente, en una magnífica letra inglesa de colegio: «Muy señor mío: Habiendo sido severamente castigada por la superiora, hasta privarme por cinco días de toda comunicación con mis hermanas y con las educandas, después de rogarlo con muchas lágrimas, me han dicho que la razón del castigo era que un joven cuyas señas coinciden con las de usted se había presentado al P. Sabino diciendo que era mi novio y que venía a sacarme del convento. Si fuera usted, como presumo, el autor de la gracia, merecía le tuviesen toda la vida encerrado en un calabozo como me han tenido a mí cinco días. Le ruego que no vuelva a ocuparse de una pobre mujer a quien ha ocasionado y puede aún ocasionar serios disgustos».
Entre confuso y dolorido, pregunté a la mensajera:
—Pero ¿es verdaderamente de la hermana San Sulpicio?
—Así creo que se yama en el convento. Para mí e y será la señorita Gloria.
—¿Se la puede contestar?
—¿Por qué no?
—Pero ¿quién es usted, y cómo puede llevar cartas a una monja?
Me lo explicó con la brevedad y el lenguaje espontáneo y pintoresco que caracteriza a las menestralas sevillanas. Se llamaba Paca y «había sido siempre mucho» de la casa de la señorita Gloria. Su madre había sido nodriza de ésta, y ella niñera, por más que no llevaba a la señorita más de doce años. Doña Tula la protegía y la llamaba para recados cuando hacía falta. Tenía una prima, criada de unas niñas que asistían al colegio del Corazón de María, y por su mediación se comunicaba con la señorita Gloria, a la cual también iba a ver de vez en cuando. Esta prima fue la que le diera la carta que ahora me entregaba.
—Pero ¿cómo sabía usted que era yo y dónde vivía?
—Verá uté, señorito. Su mersé da casi toíto lo día tre o cuatro paseíto por la caye de San José y mira mu encandilao hasia la parte del convento, ¿verdá uté? Fue mi prima lo ha arreparao y se diho contra sí: «Ete e er señorito de la señorita», y le ha seguío lo paso hata da con la posá. Aluego me lo diho a mí… y aquí etamo.
—¿Y ha preguntado usted a alguien más?
—Uté e er primé señorito que sale de eta casa dende que aguardo.
—¿Y es usted criada ahora de la madre de la señorita?
—No señó; yo estoy casá y trabaho en la frábica.
—¿En qué fábrica?
—¡Toma! ¿En cuál ha de sé? En la de sigarro. ¿Quiere uté que vuerva por la repueta?
—Sí, venga usted al oscurecer.
Después que se despidió, yo, en vez de seguir hacia casa del canónigo, retireme a la mía poseído de fuerte turbación. La cosa no era para menos. Aquella carta daba al traste con todos mis proyectos amorosos. Comencé a pasear agitadamente en sentido oblicuo por la estancia. La tristeza, la cólera y el despecho armaban un verdadero motín en mi cabeza. Por encima de todo, como sentimiento más vivo, asomaba el odio profundo contra el miserable capellán y un deseo irresistible de vengarme de él a toda costa. ¡Quién sabe los proyectos asesinos que en un instante cruzaron por mi imaginación! Ahora iba derecho a su casa y le metía una bala en los sesos; ahora le aguardaba traidoramente por la noche y le daba con un palo de hierro en la cabeza, o bien le asestaba una puñalada con un puñalito cincelado que me regalaron la noche en que leí varias poesías en El Fomento de las Artes. De todos modos, aunque la forma variase, el fondo era siempre idéntico, ¡zas! y al cementerio. Por fortuna, después que murmuré ¡zas! ¡zas! algunas docenas de veces de un modo fatídico, quedé más tranquilo y pude reflexionar. Al cabo de media hora de paseos, se me ocurrió una idea que, a no estar perturbado, debió ocurrírseme en cuanto leí la carta, a saber: que si bien en ésta se me trataba duramente y con cierto desprecio, el hecho positivo, tangible, era que la hermana me enviaba una carta y que para hacerlo necesitó exponerse mucho y buscar medios clandestinos. Si yo le fuese enteramente indiferente, no correría semejante riesgo. Con manifestar francamente a la superiora y al capellán que ella no era responsable de que a un loco se le ocurriera lo de la visita a aquél, ambos se darían por convencidos seguramente, y no tendría más que temer. Este pensamiento halagüeño fue creciendo en mi espíritu hasta llenarlo todo. Cuanto más meditaba sobre él, más verosímil me parecía. Entonces, bailándome el corazón de gozo, me senté a la mesa, saqué papel y me puse a escribir. No me salían más que protestas exageradas, ternezas empalagosas que al leerlas después me disgustaron. Tanto que, rasgados tres o cuatro pliegos, me decidí a esperar que las ideas se me compusieran un poco en la cabeza. Lo mejor me pareció salir a la calle y hacer la visita al canónigo. Según iba caminando hacia su casa, situada en la calle de la Mar, cerca de la catedral, me confirmaba más en la intriga proyectada, una vez adquirido el convencimiento de que la hermana no me rechazaría.
El prebendado D. Cosme, leída la carta de mi tío, me recibió cordialísimamente, manifestándome que tendría gran placer en servirme en todo cuanto pudiese. Era un señor ya anciano, con los cabellos enteramente blancos y rosetas encarnadas en los pómulos, ojos vivos y francos y boca grande, sonriente. Habitaba una gran casa, y observé en las habitaciones excesivo lujo, sobre todo para lo que estaba acostumbrado a ver en mi tierra en casa de los clérigos. Me declaró con franqueza que la prebenda se la debía a mi tío. Aunque sus ejercicios habían sido los mejores, sin la recomendación poderosa de aquél, un opositor de Teruel se la hubiese birlado. «¡Figúrese si yo tendré gusto en servirle de cabeza!» Animado por esta acogida, estuve por soltarle todo mi cuento y pedirle protección. Tuve, no obstante, prudencia para contenerme y limitarme por entonces a demandarle una tarjeta expresiva para el capellán del colegio del Corazón de María.
—¿Don Sabino Guerra?… Hombre, sí, le conozco. Fue sacristán algunos años en el Sagrario.
Sacó de un escritorio de roble tallado una tarjeta y se puso a escribir sobre ella. Aunque no me lo preguntase, por discreción, creí del caso decirle que necesitaba de los servicios de D. Sabino para ciertas particularidades referentes a una parienta que tenía profesa en la orden del Corazón de María.
—No dude usted que le atenderá—dijo entregándome la tarjeta.—Le prevengo a usted que no le tocó nada de lo de Salomón. Si le sacuden, suelta bellotas. Pero conoce bien la gramática parda. Le digo, por lo que pueda tronar, que es usted sobrino del señor Gemerediz, jefe de sección en el Ministerio de Gracia y Justicia.
Le di gracias repetidas, y le prometí, a su instancia, que volvería por allí a comer con él. No me invitaba a almorzar, porque las horas de coro le desarreglaban todos sus planes. Me convencí de que no tenía cariño al coro.
Cuando llegué a casa, después de dar algunas vueltas entre calles, me encontraba en buena disposición de espíritu para escribir la carta a Gloria. Me puse a ello y concluí de una vez sin vacilaciones ni tachaduras.
«Hermosa y amabilísima amiga: En efecto, yo he sido el desdichado que ha tenido la ocurrencia de visitar al P. Sabino y proporcionarle a usted un disgusto. Tiene usted razón. Merecía por ello gemir toda la vida en oscuro calabozo. Pero es más terrible aún el castigo que usted me ha impuesto con su enojo. Me he atrevido a tanto porque mi pobre imaginación no halló otro medio de acercarme a usted. Además, como usted me había asegurado que estaba resuelta a dejar el convento, no me pareció un acto punible tratar de saber si, una vez libre, rechazaría mis instancias. Que estoy enamorado profundamente de usted, no necesito repetírselo, porque bien lo he demostrado. Por eso su carta me ha sumido en la desesperación; porque me persuade de que mis esperanzas han salido fallidas, y nuestras conversaciones de Marmolejo no han sido más que un sueño feliz, del cual conservaré grato recuerdo toda mi vida.
Suyo hasta la muerte,
S.
Postdata. He conocido en cierta tertulia a una prima de usted, la condesita del Padul, que, siendo de la familia, había de ser, claro está, hermosa y amable.
¿Contestará usted a esta carta?
Si así no fuera, esperaré pacientemente su salida del convento, para verla siquiera una vez más y marcharme.
S.
La carta, después de leída, me satisfizo, porque, sin las redundancias de las que antes había ensayado, tocaba los puntos necesarios. Era humilde y expresiva, y la inclinaba suavemente a contestarme, que era lo que yo con ansia apetecía.
Paca no fue todo lo puntual que hubiera deseado. Haría ya una hora que la noche había cerrado, y más de dos que yo espiaba su llegada a la ventana de mi cuarto, cuando al fin apareció. Salí precipitadamente al portal y le entregué el billete, y con él, haciendo un esfuerzo sobre mí mismo, un duro. Hubo lucha para que lo aceptase, y en ella tuve momentos de desfallecimiento. Al fin quedaron las cinco pesetas en su poder.
¡Qué de fatigas comenzaron para mí! La contestación, si la había, me la traería Paca a la misma hora del oscurecer. Al día siguiente no salí en toda la tarde de casa. Ni a la cervecería quise ir con Villa después de almorzar. Cuando el sol comenzó a declinar, no contento con espiar por las rejas de mi ventana, salime al portal, y desde allí, enfilando la calle, me sacaba los ojos por si atisbaba a la cigarrera. Nada. Aquella tarde hube de retirarme triste y cabizbajo. Al otro día lo mismo; al otro igual. Ya iba perdiendo la esperanza. Villa, observando mi tristeza, me preguntó el motivo, pero no quise manifestárselo, porque lo hizo sonriendo. A mí me parecía aquello el negocio más serio de la tierra.
Al fin, a los cuatro días mortales apareció Paca.
—¿Trae usted carta?—le pregunté temblando de anhelo.
—¿Qué me da su mersé por eya?—respondió la pícara mirándome con semblante risueño.
—¡Venga, venga!—exclamé con ansiedad, temeroso al mismo tiempo de que en efecto quisiera hacérmela pagar cara.
No contenía más que dos renglones. Decía así:
«Sigue usted tan gitanillo como antes. Después que salga del convento hablaremos.»
El efecto que me causó fue delicioso. Corrió por todo mi cuerpo un estremecimiento de placer, y en los primeros momentos no supe mas que ponerme rojo de alegría y sonreír estúpidamente frente a Paca, quien a su vez soltó la carcajada.
—¡Madre mía del Rosío, y cuánto me alegraría que su mersé y mi señorita… ¡Vamo!—exclamó juntando con un gesto expresivo los dos índices.
—Allá veremos, allá veremos—respondí con petulancia, afectando aire reservado.—Venga usted mañana, que tengo que darle otra carta.
Con la alegría acudió a mi la actividad. Casi me hallaba seguro de ser correspondido. Villa, a quien tuve la flaqueza de comunicar mi dicha, entre sorbo y sorbo de café, me confirmó en ella, diciéndome después de leer la carta:
—¡Olé por la monjita barbiana! Está usted de enhorabuena, compadre. ¿Ve usted el tiempo que Isabel y yo nos queremos? Pues todavía no he recibido carta suya.
El genio de la intriga volvió a arder en mí espíritu. Me propuse proseguir al día siguiente la que tenía comenzada. Provisto de la tarjeta del prebendado, como de un salvoconducto para atravesar una región peligrosa, me arriesgué a ir de nuevo a visitar al salvaje de D. Sabino. Esta vez no tomé la vía del convento, sino que fui a llamar por la puerta que daba a la calle. Saliome a abrir la criada sorda, que al verme puso muy mala cara. Sin duda su amo se había desahogado contra mí después de la primera visita; y desde luego me dijo, cuando yo le hube preguntado por el capellán a grandes gritos, que no se le podía ver, por hallarse rezando. Repliqué que de todos modos le avisase para después que concluyese. Vino diciendo que ni ahora ni después podía recibirme. Sospecho que el clérigo, al oír llamar, había mirado por la celosía de madera que cubría las ventanas de la casa y me había visto. Entonces le entregué la tarjeta y dije que aguardaba contestación. No se hizo esperar mucho. La sorda acudió a decirme que «tuviese la bondad de subir».
D. Sabino salió a recibirme fuera de la sala con sotana y gorro. Había cambiado la decoración. Aquellos ojos de cerdo, recelosos y malignos, que me habían perseguido pocos días antes bajando por la misma escalera, brillaban ahora con expresión de humildad y temor.
—Pase usted, señor Sanjurjo, pase usted—me dijo, quitándose el gorro y haciendo reverencias.
—Bueno va—dije para mí.
Y pasé con aire triunfal, mostrándome serio y un tantico desdeñoso, lo cual surtió admirable efecto. La expresión de temor se fue acentuando en el semblante del clérigo, contraído por una sonrisa forzada.
—Señor Sanjurjo, usted me perdonará si la vez pasada no le he recibido como correspondía. Si hubiese tenido el honor de saber que estaba delante de una persona tan respetable y decente, nunca me hubiera atrevido…
Hice un ademán para que no siguiese adelante, levantando los hombros y alargando la mano hacia él.
—Usted no me conocía—dije gravemente.
—Eso es, no le conocía a usted. Yo quisiera enmendar mi falta. Basta que me lo recomiende mi amigo don Cosme para que yo le sirva en cuanto pueda.
No se me ocultó que la recomendación de D. Cosme no era la que le obligaba a estar tan deferente, sino el ser yo sobrino de mi tío. Así que dije con tono protector:
—Don Cosme es una persona muy amable y simpática. Mi tío Anselmo le quiere mucho.
—Sí, ya sé… Creo que a su señor tío debe la posición en que se encuentra…
—¡Tanto como eso!… Pero, en fin, bueno es tener aldabas donde agarrarse.
El clérigo, al verme sonreír, se apresuró a hacer lo mismo, mostrando unos dientes podridos que causaban náuseas.
Comprendí que había tropezado con un hombre vulgar y servil, y que podía sacar de él buen partido. Por lo pronto, antes de llegar al punto concreto que allí me llevaba, dejé que la conversación siguiese por donde había empezado, hablando de D. Cosme y de mi tío. Con maña y disimulo supe introducir bien en su mente la idea del poderío de éste. Recordé al obispo Tal, al prebendado Cual, al ministro de la Rota D. N., amigos antiguos suyos. Sin decírselo, logré convencerle de que todos ellos le debían el cargo que ocupaban. De este modo desperté su ambición, y para inflamarla más empecé a hacerle preguntas referentes a su persona y posición. ¿Hacía muchos años que era capellán del colegio? ¿Cuándo había venido a Sevilla? ¿En qué se empleaba antes? ¿Estaba contento con su cargo? En seguida descubrió la oreja. D. Sabino era un hombre despechado, lleno de hiel contra la sociedad, y sobre todo contra el régimen actual de cosas, con el cual no medraban más que los intrigantes, mientras los hombres de carácter independiente quedaban postergados. Después de ser muchos años sacristán del Sagrario, había solicitado un beneficio en la catedral con empeño, y por dos veces se lo habían birlado otros. Algunos personajes de Sevilla, el marqués de Tal, el banquero Fulano, se habían interesado en su favor; pero nada habían conseguido.
—Eso—dije yo gravemente—consiste en que no tenía usted en el ministerio una persona que tomase con calor el asunto.
—Sí, señor. Eso es lo cierto.
Hubo una pausa, que prolongué adrede, para que el capellán reflexionase sobre lo que yo deseaba. Al fin, sacando la petaca y ofreciéndole un magnífico cigarro habano, abordé el asunto.
—Pues mi objeto al venir a verle—dije, como si no hubiera pasado nada antes—era que usted me enterase de ciertas particularidades referentes a una de las profesoras del colegio, la hermana San Sulpicio.
—Con mucho gusto—repuso algo avergonzado.
Afecté no advertirlo y, envolviéndome en una nube de humo, comencé a hacerle preguntas con fingida indiferencia. D. Sabino estaba con tantas ganas de servirme, que se pasó de amable. También daba feroces chupetones al cigarro para disimular su turbación, que no tardó en desaparecer. Me enteró de todo lo que quise y no quise saber. Me contó cómo había entrado la hermana en el colegio cuando niña y cómo su madre había recomendado a la superiora que la inclinasen suavemente a la vida religiosa. Esto era difícil. La chica era muy traviesa. Mientras niña, no se hizo gran reparo en ello; pero cuando se hizo mujer trataron en vano de corregirla. En esta época fue cuando él había entrado de capellán al servicio del colegio. La madre habló con él, manifestándole que se sentía enferma y deploraba en el alma dejar a su hija expuesta a los peligros del mundo; que en ninguna parte sería tan feliz, como en el convento; que la felicidad de su vida consistía en ver a la hija de su alma tan cerca de Dios, y otras muchas cosas que le habían decidido a influir sobre el ánimo de la joven. Esta no se mostraba muy inclinada a consentir en lo que de ella se exigía. Se la llevó entonces a casa. Pero a los tres meses, con gran sorpresa suya, se presentó de nuevo en el convento, solicitando entrar de novicia. Don Sabino creía que la habían impulsado a ello desavenencias con su madre. Pasado el año de noviciado, se la envió a Guipúzcoa, y allí estuvo ejerciendo su ministerio dos años. Luego la trajeron a Sevilla, y desde entonces no había ocultado su resolución de abandonar el convento tan pronto como transcurriesen los cuatro años del primer voto. Indicome también que su madre, una persona muy piadosa y respetable, la excitaba a renovar los votos, y que el superior la había llamado varias veces a su celda para hacerle la misma recomendación.
—Pero, ¿el superior del convento no es usted?
—¡Ca! No, señor. Yo no soy más que el capellán. Hay un superior general de todos los colegios del Corazón de María, lo mismo de los que existen en España que en los de Francia, donde se establecieron primero. Es francés, y constantemente está viajando, pasando temporadas en cada uno para inspeccionarlos y dirigirlos. A sus manos va a parar todo el dinero que se recauda…
—¡Ah!—exclamé.
—Sí, señor; todo el dinero va a Francia.
Advertí que pronunció estas palabras con un poco de despecho, por donde pude entender que estaba herido por el alejamiento de los asuntos económicos.
—Vamos, es una empresa donde el personal no cuesta nada—dije sonriendo.
El clérigo no contestó; pero en sus ojos brilló una chispa de malicia, que me indicó que sólo callaba por prudencia.
—Bien—dije después de chupar tres o cuatro veces el cigarro en silencio.—Pues lo único que le ruego, por ahora, es que no se moleste a la hermana. Yo estoy seguro, no sólo por lo que usted me ha indicado, sino por saberlo de sus mismas labios, que está enteramente resuelta a salir del convento, quiera o no su madre. Para cuando llegue el caso, que será pronto, espero que usted no pondrá obstáculos…
—Yo, señor Sanjurjo, he hecho hasta ahora lo que creía de mi deber, aconsejándola, guiándola por el camino de la piedad y de la devoción… Pero desde el momento en que ella no quiere renovar los votos, yo creo que mancharía mi conciencia si contribuyese a que se la molestase poco ni mucho… Ya ve usted, sería responsable ante Dios de formar una mala religiosa.
—Justo, justo—dije, bajando la cabeza con aprobación, y pensando mientras tanto:—«¡Ah, gran tuno, qué poco te acordarías de esos tiquis miquis si no fuera por el olor del beneficio!»
Despedime de él, no sin prometerle alguna otra visita para convenir lo que habíamos de hacer en aquel asunto. Al tiempo de salir, le dije:
—Muchas gracias, don Sabino, y cuente usted conmigo, que tendré gusto en demostrarle mi gratitud.
Escribí otra carta a la hermana y le conté lo que había pasado con el capellán, y volví a protestar de mi inquebrantable adhesión. Me contestó por el mismo conducto, diciéndome que me propasaba a hacer cosas que no me correspondían, que no tenía derecho alguno a mezclarme en sus asuntos, y que me dejaba toda la responsabilidad de lo que pudiera suceder. «Con esto, y con que yo le dé calabazas cuando salga del convento, está usted aviado», terminaba diciendo. No me desanimé por ello. Al contrario, detrás de esta salida humorística, vi claramente que aceptaba mis galanteos.
«Está bien—le repliqué;—vengan esas calabazas cuando usted salga del convento, pero déjeme usted antes contribuir a que salga.» En suma, casi diariamente nos escribíamos. Comprendía el trabajo que a Gloria le costaba esto, porque todos los días venía el billete en papel distinto, en lo blanco de otra carta, en los temas de francés de las niñas; hasta en el dorso de un figurín me tiene escrito.
Lo que a mí no, se le ocurrió a ella: buscar la intervención del conde del Padul. En una de las cartas me dijo que, si bien el conde no visitaba casi nunca la casa de su madre, ésta le guardaba estimación y cariño, y le mentaba a menudo en la conversación. «Mamá está orgullosa de su sangre, y aunque es un calavera deshecho, creo que atendería mucho a lo que le dijese mi tío Jenaro. Hable usted con Isabel primero, pero no le diga que ha salido de mí la idea.»
Así lo hice a la noche siguiente en casa de las de Anguita. Isabel se mostró muy propicia a ayudarme, y agradecida por la confianza que le hacía. Ella se encargaba de decírselo todo a su padre y rogarle que pusiese su influencia a mi servicio. Estaba segura de obtener buen éxito. El conde tenía un gran corazón, no había en el mundo un hombre más propenso a sacrificarse por los demás.
—Ya verá usted qué simpático es mi papá. Quedará usted encantado de él. En Sevilla no hay quien no le conozca y le quiera.
Me conmovió la ternura y el entusiasmo con que la condesita hablaba de su padre, que, según la voz pública, la estaba arruinando. Quedamos convenidos en que aquella noche, al retirarse a casa, le enteraría del caso, y en que al día siguiente, antes de almorzar, fuese yo a visitarle y proponerle lo que se podía hacer. Y en efecto, al día siguiente, correctamente vestido de levita negra abrochada, guantes, botas de charol y sombrero de copa alta (casi del todo inusitado en Sevilla), me personé en la mansión de los condes del Padul, situada en la calle de Trajano. La fachada no era suntuosa; un caserón de sillería deteriorada y ennegrecida, con algunas molduras toscas; los balcones de hierro toscamente labrados también; las armas de Padul en el medio, cerca del techo. Por dentro era muy distinta. El patio magnífico, con arquería de mármol primorosamente labrada: en el centro había un jardincito y por entre el follaje veíase blanquear una fuente monumental de mármol y se escuchaba el rumor del agua. Por una puerta de cristales columbrábase, tras larga y oscura galería, otro patio y jardín. Subí por una escalera de mármol igualmente, acompañado del criado que salió a abrirme. En lo alto de ella estaba Isabel, sonriente y hermosa, que parecía un sueño. Vestía una bata blanca con adornos azules, y sus dorados cabellos caían en gruesa trenza sobre la espalda, con un lacito azul también en la punta. Comprendí mejor que nunca el loco amor de mi amigo Villa. Mis ojos debieron expresar tan sincera admiración que se ruborizó levemente.
—Papá duerme todavía—me dijo.
—Entonces, me retiro; ya volveré.
—Nada de eso; pase usted, que no tardará en levantarse.
Me obligó a pasar a un salón lujosamente decorado con tapices y objetos antiguos de gran valor. Lo que le hacía deslucir un tanto eran ciertos muebles de moderna factura, que contrastaban ingratamente con aquéllos. Sentose en un diván y yo traté de acomodarme en una butaca; pero la condesa me señaló en el mismo diván asiento, y me coloqué a su lado.
Me dio cuenta de que aún no había hablado con su padre, porque éste se había retirado tarde. «No importa; en cuanto se despierte voy allá y en cuatro palabras le pongo al corriente de todo. Pierda usted cuidado, que ha de hacer en su obsequio lo que pueda. Pidiéndoselo yo…»
A pesar de las seguridades que me daba, no dejé de sentir cierta inquietud. Mucho más valiera que el conde estuviese prevenido ya. En fin, la cosa no tenía remedio y me dispuse a aguardar. La condesita entabló conversación sobre diversos asuntos indiferentes; la compañía que actuaba en el teatro de San Fernando; el real alcázar, a cuyas recepciones familiares por las noches solía asistir cuando la reina estaba en Sevilla; la casa de las de Anguita, etc. Isabel hablaba con perfecta naturalidad, la sonrisa en los labios, con entonación dulce y simpática que cautivaba. Sus frases envolvían siempre una cortesanía tan exquisita, una posesión tan cabal de todas sus facultades, que en ello se echaba de ver la egregia cuna en que había nacido y el comercio en que había vivido con elevadas personas. Jamás murmuraba de nadie. Hasta para las acciones más ridículas hallaba siempre palabras indulgentes de disculpa; exaltaba las buenas cualidades de sus amigas; a todas las encontraba hermosas, elegantes o discretas; los amigos eran ingeniosos, leales, cariñosos; de Villa dijo primores. «¡Qué persona más simpática, ¿verdad? ¡Tan fino, tan servicial! Luego tiene un corazón de niño. Le encuentra usted siempre dispuesto a hacer el bien. A mí me hacen muchísima gracia sus bromas con Pepita… me río como una tonta…»
Indudablemente era una mujer a propósito para fascinar a cualquiera. Su hermosura singular estaba realzada no sólo por el brillo de su timbre nobiliario, sino por el atractivo del carácter. Sin embargo, al cabo de media hora de plática sentía como una impresión de fatiga. Había cierta igualdad monótona en su discurso; jamás una observación fina, ni un rasgo ingenioso, ni una frase que removiese la alegría en el corazón. La misma sonrisa, el eterno juego de ojos para acariciar al interlocutor, iguales elogios de todo lo creado. Creía adivinar que en el fondo no había más que una muchacha bastante vulgar, con un buen carácter y mucho y distinguido trato. ¡Qué diferencia de mi adorada hermana! ¡de aquella gracia espontánea, de aquellos ojos parleros, siempre diciéndole a uno cosas distintas, de aquella frase impensada, vibrante, donde se condensaban todo el fuego y toda la sal de Andalucía! Sin disputa alguna, la condesita era más hermosa, pero no serían muchos los que la cambiasen por su prima. Al menos, esto me parecía a mi.
—Aguarde usted un momento. Voy a ver si papá se ha despertado—me dijo, saliendo de la estancia. Y al pasar por la puerta se volvió para añadir—: Si tardo un poco, es que le estoy enterando, ¿sabe usted?
En efecto, tardó en volver, y yo comencé a sentirme agitado y algo pesaroso de lo hecho. ¿Qué diría el conde al saber que un quídam, con quien no había cruzado la palabra siquiera, venía a molestarle para un asunto tan baladí e impropio de sus años y jerarquía? Entonces vi la fase ridícula de mi proyecto, y me sentí fuertemente avergonzado. Tuve tentaciones de escaparme de la casa; pero me pareció, al instante, necio y descortés. Isabel se había portado muy delicadamente conmigo, y parecía interesada sinceramente en mi empresa. Al cabo de diez minutos se presentó de nuevo sonriente, haciendo un signo con la mano para que me acercase.
—Venga usted… Ya se lo he dicho… Por su parte, no hay inconveniente; pero es necesario que le digamos lo que hay que hacer…
Atravesando algunos corredores y piezas, me condujo a la que ocupaba su padre. Observé gran diversidad en el mobiliario de la casa. Mientras el salón donde me habían recibido estaba amueblado, como ya he dicho, con lujo, de las cámaras que íbamos pasando no podía decirse lo mismo. Sólo contenían algunos trastos viejos; las paredes sucias; el pavimento de azulejos, roto y deteriorado. Isabel no quiso pasar sin explicarme tal contraste. Aquella casa había estado deshabitada largo tiempo, porque la familia vivía en Sanlúcar. Su papá, que pasaba largas temporadas en Sevilla, vivía en la fonda. Cuando, hacía cuatro años, se habían decidido a venirse a esta población, amueblaron de nuevo algunas piezas, las que necesitaban. El resto de la casa lo habían dejado tal cual estaba, en la previsión de que les viniese otra vez la gana de irse a Sanlúcar.
Empujó una puerta y penetró en la habitación de su padre. Luego me llamó. Era un gabinete espacioso, con balcón a la calle, suntuosamente decorado. Había la misma variedad de muebles antiguos y modernos. Los primeros, existentes tal vez en la casa; los segundas, recientemente comprados. Advertíase, en la riqueza y refinamiento de los objetos usuales y en el desorden que reinaba, que era la habitación de un hombre con instintos de gran señor y carácter desarreglado. El escritorio era lindo y pequeñito, como los que usan las señoras; butacas de formas diversas, forradas de telas preciosas; una fumadora; candelabros de plata tallados en el siglo pasado; las paredes forradas de damasco encarnado; en el balcón persiana de estilo modernísimo; sobre una butaca un sombrero cordobés de alas anchas y rectas; en el suelo un par de botas de montar, con las espuelas puestas aún; sobre el escritorio, en vez de papeles, un cajón abierto de cigarros habanos y un revólver niquelado. No se veía por ninguna parte un libro.
—Papá, aquí está el señor Sanjurjo.
—Voy allá—respondieron de la alcoba.
Y a los pocos instantes, levantando el portier de seda encarnada con greca amarilla, se presentó el conde a medio vestir aún, con un batín de color gris y vivos azules, y pañuelo blanco de seda cubriendo mal la desnuda garganta. Era, a pesar de este traje casero, la misma arrogante persona que había visto dos o tres veces en casa de Anguita. Sólo que aquella expresión de fatiga que había advertido en su rostro se mostraba ahora más claramente. El color de su rostro era moreno cetrino. En sus facciones había regularidad y decisión; ojos grandes, negros y opacos; la cabellera gris, abundante y ondeada. Era una figura enérgica e interesante. Me estrechó la mano con franqueza y cordialidad. Yo sentí crecer la vergüenza en mi pecho, y quedé turbado unos momentos en su presencia. No pareció advertirlo. Me obligó a sentarme, y acto continuo me presentó el cajón de cigarros. Comenzamos a fumar, y esto, y las miradas de aliento que me dirigía Isabel, contribuyeron a serenarme.
El conde se mostró sumamente fino y deferente. Me dijo que recordaba haberme visto en casa de Anguita, aunque no había tenido el honor de cruzar la palabra conmigo. Se informó de mi patria, de mi edad y profesión, mostrando un interés que me sedujo tanto como me sorprendió. Yo tenía idea de que era un hombre seco y desdeñoso en su trato, como suelen ser los calaveras famosos, tal vez por el tedio que les acomete cuando trasponen la edad juvenil. De D. Jenaro Montalvo (que así se llamaba) había oído contar las acciones más extravagantes y los casos más estupendos. La mayor parte de ellos no le acreditaban como hombre culto y bien educado. Algunos hacían presumir que sus sentimientos no eran muy delicados. Contábase en Sevilla que el conde se embriagaba a menudo, y en las juergas que corría con sus amigotes, casi toda gente soez, hacía cosas indignas de su nombre. Una noche había desnudado a las mujerzuelas que le acompañaban y las había zambullido en el río; otra vez había hecho violencia a una criada del establecimiento donde cenaba en presencia y ayudado de sus amigos. Decíase que en cierta ocasión había disparado el revólver sobre unos muchachos que le dirigían en son de burla el reflejo de un espejo a los ojos; se había batido con una pistola cargada de arena y otra de pólvora, y había matado a su contrario. Fue íntimo amigo del Naranjero, el célebre bandido de Córdoba, y se hacía acompañar por él en sus cacerías por la sierra. Todas estas cosas, y otras muchas que omito, habían formado en torno suyo una leyenda, mitad caballeresca, mitad rufianesca, que le hacía muy conocido y popular en la ciudad. Se me revolvían todas ellas en la cabeza al hablar con él, y le contemplaba con muchísima curiosidad y mezcla de repugnancia y admiración. Pero los modales corteses y la afabilidad extremada de D. Jenaro borraron tales impresiones a la postre. Cualquiera se resistiría a creer que aquella persona suave, atenta y cortés fuese el héroe de tanta anécdota brutal y escandalosa. Por su palabra grave y reposada, por sus modales aristocráticos sin altivez, pero donde se traslucía su linaje, por la leve insinuante sonrisa que acompañaba a su discurso, era el perfecto tipo del caballero a la antigua española.
—¿Conque voy a tener el gusto de llamarle pronto pariente?
—¡Oh! señor conde—respondí todo sofocado,—el honor sería para mí… pero no hay nada de eso.
—¿Por qué no? Mi sobrinita le quiere a usted… Usted la quiere a ella… Se casan ustedes, y en paz.
—Para llegar ahí hay mucho camino que andar.
—Se andará—dijo Isabel.
—Bueno—manifestó el conde sonriendo y dirigiéndose a la vez a su hija y a mí.—¿Y qué quieren ustedes que yo haga en este asunto?
En la sonrisa que contraía sus labios advertíase benevolencia y también un poco de burla, que volvió a desconcertarme. Isabel respondió por mí.
—Queremos que trabajes para que Gloria salga del convento. Por confesión de ella misma, tiene deseos de salir. Hay obstáculos que al parecer se lo impiden. Quiero que tú averigües cuáles son y que los deshagas.
—¡Quiero! Mejor dirías ordeno y mando—dijo el conde soltando una carcajada.—¿Qué le parece a usted de la princesita? ¿Sabe o no sabe mandar?
Yo me contenté con sonreír.
—La tía Tula—prosiguió la joven, sin hacer caso—te quiere mucho. Estoy segura de que hará lo que tú le aconsejes.
—¡En seguida! ¡Si no la he visto hace un siglo!
—No importa. Te haces encontradizo con ella… Para eso es menester que te levantes un día temprano… Ya sabes que va a misa a San Alberto… Le dices que has estado, con cualquier motivo… conmigo, por ejemplo, en el colegio del Corazón de María, que has hablado con Gloria y que consideras que no debe permanecer en el convento por esto y lo otro… Que no tiene vocación de monja, y que sería cargo de conciencia tenerla allí contra su gusto. La tía, aunque no sea más que por vergüenza, se apresurará a sacarla… De lo demás yo me encargo.
—Todo eso está muy bien—dijo el conde después de una pausa, mirando con cariño a su hija.—Sólo hay un punto negro.
—Ya lo sé; el madrugar, ¿verdad? Yo me encargo de despertarte…
—¡No, no!—exclamó asustado.—Prefiero ir directamente a casa de la prima.
—¡Qué hombre tan perezoso!
—Siento en el alma, señor conde, ocasionarle a usted una molestia… mucho más cuando no tengo título alguno…—me apresuré a decir.
—Usted es muy dueño, señor mío… Pero ya lo haremos sin todos esos laberintos que pide esta chiquilla… Déjelo usted de mi cuenta, que yo me encargo de arreglarlo todo… Vamos a ver—añadió dirigiéndose a su hija,—este señor, seguramente, me ha de recompensar mandándome los dulces el día de la boda… Pero tú ¿qué vas a darme por ello?
—¿Yo? Un abrazo muy apretado y un millón de besos. ¿Te conviene el precio?
—Me conviene—respondió D. Jenaro, cogiéndole la cabeza con las dos manos y besándola con ternura sobre los cabellos.—Ahora ve a decir que nos pongan el almuerzo… Supongo que el señor almorzará con nosotros.
Traté de excusarme, porque me parecía demasiada confianza para el primer día; pero ante la insistencia afectuosa del padre y la hija, hube de rendirme. Mientras nos avisaban, continuamos conversando. El conde me pidió permiso para arreglarse en mi presencia. Hablamos de caballos y toros. Era peritísimo en estos asuntos, y daba gusto escucharle. En cambio, en cuanto mudé la conversación y le traje a la política, D. Jenaro no emitió más que ideas vulgares o disparatadas. España, en su opinión, no podía gobernarse sino a latigazos. Lo primero que hacía falta era barrer a todos los granujas que bullen por los ministerios, y poner en su lugar personas decentes y de arraigo. Luego, ¿para qué sirve el Congreso? Para que medren unos cuantos ganapanes que no saben más que charlar por los codos. Fuera el Congreso y fuera el Senado. Una persona arriba, llámese rey, presidente o Preste Juan, que tenga firme por la rienda y arree con el látigo al que se desmande. Luego, nada de indultos. Al que conspire, cuatro tiros y en paz. Cuando se tuvieran llenas las cárceles, se metía a los criminales en un barco viejo, se le llevaba a alta mar y se le daba un barreno. ¿Por qué ha de mantener la nación a los bandidos, vamos a ver?
Yo, que estaba pasmado de aquellas atrocidades, asentía sonriente con la cabeza. En aquel momento hubiera convenido con él en que era menester degollar a las dos terceras partes de los españoles. Luego que se hubo arreglado, pasamos al comedor, situado en la planta baja, con dos puertas vidrieras al patio. Era una pieza grande, un poco destartalada, donde había dos armarios de roble tallado antiguos, espejo grande de marco negro, una mesa elástica de estilo moderno y sillas de rejilla. Al lado de nosotros vino a sentarse una señora vieja, modestísimamente vestida, de semblante pálido y rugoso, cabellos blancos y anteojos ahumados. Nos hicimos una inclinación de cabeza, y apenas abrió la boca mientras duró la refacción. Ni el padre ni la hija me presentaron a ella. Después supe que era una parienta lejana, llamada Etelvina, que el conde había buscado para acompañar y autorizar a su hija, según los casos.
El almuerzo fue sencillo. En Andalucía no se da a la mesa la importancia que en los países del Norte. Observé que el conde comía poco, lo cual, según me dijo, le pasaba casi siempre a la hora de almorzar, quizá por levantarse tarde. En cambio, a la noche solía tener apetito.
—Eso es lo que yo no puedo atestiguar—dijo Isabel, sonriendo con tristeza.
—¡Claro, como que nunca me has visto comer!—dijo el conde, un poco contrariado por el oculto reproche.
—Poquitas veces—añadió la joven tímidamente.
—¡Phs!—murmuró D. Jenaro, levantando los hombros con indiferencia.—Supongo, señor Sanjurjo, que usted ya se irá acostumbrando a las exageraciones de las andaluzas.
Seguimos hablando de política. Luego volvimos a hablar de toros. Por último, recayó la conversación sobre poesía. La exquisita amabilidad del conde le impulsaba a ello, pues que yo le había sido presentado como poeta.
—En España hay muy buenos poetas—dijo el prócer con la mayor vaguedad posible.
—¡Phs!… Sí, sí, algunos.
Como este relato es una verdadera confesión, declaro que aquel «¡Phs!», pronunciado con indiferencia desdeñosa, quería significar que yo, como gran poeta también, no estaba obligado a admirarme de otros grandes poetas, sino a profesarles tan sólo la estimación debida a los compañeros. Que se me perdone esta flaqueza que confieso. Otros las tienen y no las confiesan.
—Me han gustado siempre mucho los versos… Leo pocos, ¿sabe usted?… Como uno tiene tantas cosas que hacer… ¿Y cuál es el poeta que usted prefiere?
—¿Yo? Zorrilla.
—Perdone usted, señor Sanjurjo; confieso que escribe muy bonitos versos. Algunos he leído, y aun sé de memoria, que me encantan… Aquello de
Pobre garza enjaulada,
dentro la jaula nacida,
¿qué sabe ella si hay más vida
ni más aire en que volar?
es precioso, ¡precioso!… Pero yo no puedo sufrir a ese señor. Creo que es quien tiene la culpa, hoy por hoy, de todo lo malo que sucede en España.
Quedé con la boca abierta.
—¿Cómo?…
—Sí, porque si no tuviese constantemente alarmado al país, éste disfrutaría de los beneficios de la paz. Las industrias prosperarían con los capitales que se retraen; la agricultura, la ganadería también…
Comprendí que el buen conde creía que el poeta Zorrilla y el revolucionario del mismo nombre eran una misma persona. Me apresuré a sacarle del error, tomando precauciones para que la lección no le molestase. Pero no pareció poco ni mucho humillado, como si el ignorar tales cosas no valiese la pena de fijar la atención. Y la plática volvió, es claro, a rodar sobre caballos. El conde preparaba dos para las próximas carreras. De allí, como por la mano, entramos otra vez en el terreno de los toros, y de nuevo tuve ocasión de admirar los conocimientos del prócer y la afición. En otro tiempo había sido uno de los más bravos aficionados, aunque nunca había querido torear en público. «Eso no es más que una guasa, ¿sabe usted?», me decía en tono desdeñoso. Lo que le placía, aun hoy, era tentar y derribar toretes en sus fincas y en las de sus amigos, montar buenos caballos, cazar venados y cochinos en el monte. Otras cosas sabía yo que le gustaban tanto o más que todo esto. Pero ésas no me las dijo, me las ofreció a la vista. Mientras tomamos café se bebió una botellita entera de cognac. Y hablando, hablando, también advertí que el conde no era muy fuerte en geografía. Saliendo a cuento el viaje de Cúchares a Cuba, si yo no entendí mal, D. Jenaro suponía que Buenos Aires estaba muy próximo a esta isla.
Pues a pesar de esta falta de cultura, que a cualquiera parecerá ridícula, era un hombre que se imponía. Nunca entraban deseos de reírse de él. Había cierta energía en su acento y un desdén oculto detrás de su refinada cortesía, que infundían respeto y hasta miedo. En su mirada opaca, distraída, leíase bien que había pasado por muchos casos raros y terribles, que había tratado gente de la más opuesta condición social y que no carecía de inteligencia y sagacidad. Era un hombre habituado al dominio, no tan sólo por su posición, sino por su valor, del que se decían cosas pasmosas en Sevilla. Su hija le envolvía, mientras hablaba, en una mirada de admiración y cariño que él no parecía observar. Sin embargo, la trataba con mimo: no la llamaba más que «chiquita», y la atendía en la mesa como a una dama festejada. De la prima Etelvina hacía poco o ningún caso. Ella parecía también que se bastaba a si misma, comiendo y callando, dirigiendo sus ojos, ribeteados de encarnado, al que llevase la palabra, por encima de las gafas ahumadas. La sobrina tampoco reparaba en ella, y cuando alguna vez se veía obligada a alargarle algún objeto, lo hacía sin mirarle a la cara. Únicamente cuando el conde quiso hablar de nuevo de mis amores, le hizo seña para indicarle que no convenía delante de testigos. Pero aquél, o no la vio o no quiso ceder a la indicación, porque siguió despachándose a su gusto acerca del tema.
—Mi prima Tula es muy rara… Aquí ésta la conoce bien…¿Verdad, Etelvina?
—Sí, la conozco bien—respondió la vieja con voz lúgubre, que semejaba la de un aparecido.
—Como se han criado juntas, ¿verdad?
—Sí, nos hemos criado juntas—volvió a responder el aparecido.
—¿Cuándo os habéis separado?
—Nos separamos hace treinta años.
—Y es muy rara, ¿no es cierto?
—Muy rara.
Pormenores de las rarezas de su prima no fue posible sacárselos. Confirmaba los que el conde relataba, con un movimiento de cabeza.
Cuando nos levantamos de la mesa, yo me apresuré a despedirme por no molestar. Isabel aprovechó el momento para rogar a su padre que fuese aquella noche con ella al teatro. El conde respondió, mientras encendía un cigarro:
—No puede ser: ya sabes que no me gusta la ópera.
—Vamos, papaíto; esta noche solamente—repitió la joven con mimo, besándole la mano que tenía cogida.
—No puede ser; me aburro y me duermo. ¿Por qué no vas con las de Enríquez?
—Pues por eso precisamente. He ido convidada una porción de veces, y me da vergüenza no llevarlas alguna vez.
—Manda por un palco, y llévalas.
—Bien sabes que eso no puede ser, papá. Parecería muy feo que tú no fueses autorizándome.
—Pues, hija, lo siento… pero yo no voy.
—¡Parece mentira que me niegues este favor! Si te lo pidiese todos los días, se comprende… ¡Pero una noche tan sólo! Bien podías hacer el sacrificio de dejar a tus amigos…—profirió la joven con voz alterada, pugnando por no llorar.
El conde volvió los ojos hacia ella, y le dirigió una mirada larga y dura sin decir palabra. Isabel bajó los suyos con temor, y por debajo de las negras pestañas asomó temblando una lágrima.
Aquella corta e insignificante escena me produjo mal efecto. Pareciome que el conde era un padre muy tierno sólo mientras no se tocase a sus gustos y placeres.
VIII
Con perdón de ustedes, pelo la pava.
Comenzaba el calor a dejarse sentir. Estábamos a mediados de Junio. El sol, desde las cinco de la mañana, envolvía a la ínclita ciudad en una caricia viva y prolongada hasta las siete de la tarde, enmedio de un cielo puro y flamígero. La angostura y tortuosidad de las calles no nos preservaba enteramente de sus ardores. Por aquellas estrechas ranuras entraba su luz como una llamarada, como un latigazo de fuego que encendía el rostro y caldeaba la cabeza. Había llegado a cogerle miedo a este gran sol feroz de Andalucía, y salía poco de casa.
—Diga usted, Matildita, ¿hace más calor que éste en Sevilla?
—¡Anda! ¡Pues, hijo mío, si ahora está haciendo fresquito! ¿No ve usted qué noches más hermosas?
En efecto, el calor por la noche cedía bastante. Pero yo, acostumbrado a la temperatura primaveral de mi país durante el estío, lo sentía ya abrumador. Se me erizaban los pelos, y eso que los tenía bien mojados por el sudor, ante la perspectiva de las noches que me anunciaban.
En la calle de las Sierpes, arteria principal de Sevilla y centro de su comercio elegante, se había colocado un toldo que la cubría toda. Gracias a él podía transitarse cómodamente por ella. Los casinos y cervecerías, en que abunda, estaban abiertos todos, y los transeúntes comunicaban con los de adentro libremente. Por la noche, la gente, recluida durante el día en sus casas, salía a tomar el fresco. Después de comer me gustaba permanecer una hora en la Británica, viendo desfilar la gente en compañía de Villa. Cuando nos cansábamos allí, los días que no íbamos a casa de Anguita, o hasta que llegaba la hora de ir, solíamos dar algunas vueltas por la plaza Nueva, que, por serlo, es la única grande y regular que hay en la ciudad. En los jardines del centro, que adornan naranjos y palmeras, se colocaban filas de sillas, y allí pasaban algunas horas de la noche muchedumbre de familias.
—En esta época—me decía el comandante—se ven aquí caras que no volverá usted a ver en todo el año…¡Y que las hay retrecheras!…
Otras veces nos íbamos hacia la orilla del río, donde las noches de luna no encienden los faroles. A lo largo del paredón que separa el paseo del muelle había muchos bultos de mujeres sentadas en el banco de piedra con respaldo de hierro que lo guarnece. Al cruzar por delante de ellas, como les daba la luna por la espalda, sólo percibíamos la silueta de sus hermosas cabezas desnudas o cubiertas por blanca toquilla; pero sí veíamos lucir, con vivo relampagueo, sus ojos negros, sus dientes blancos, marroquíes. Y aquella fugaz visión producía en el alma un dulce desasosiego, al cual, ni Villa con su adoración por la condesita, ni yo con mi entusiasmo por la hermana San Sulpicio, podíamos sustraernos.
—Compadre—decía en voz alta para que lo oyesen las interesadas,—no se puede pasar por aquí sin coraza.
Algunas carcajadas reprimidas contestaban a este requiebro.
No era el sol el enemigo principal que yo temía en Sevilla, ni el más molesto. Otros había que, aunque más pequeños, me daban mucha y muy cansada guerra. Eran éstos los abanicos. A cualquiera le asombrará que, siendo objetos tan inofensivos y aun útiles para todo el mundo, sólo conmigo fuesen fieros y sañudos contrarios. Mas aquí debo recordar que los abanicos generalmente son de papel, y este papel por uno de los lados suele estar pintarrajeado con asuntos campestres, y por el otro queda en blanco. Pues bien, lo que más me pesaba no eran los paisajes, y eso que hay en ellos montañas de café con leche y mariposas que parten los corazones, sino precisamente el reverso blanco, lo que parecía que no debía de dar cuidado a nadie. Desde que en la tertulia de Anguita se supiera que era poeta, no sólo las niñas de la casa, sino cuantas tertulianas allí acudían, se creyeron con derecho para exigir de mí que llenase con versos aquel malhadado reverso. Y no sólo las tertulianas, pero también sus amigas y conocidas me mandaban los abanicos, ora por mediación, ora directamente con un billetito recomendándose a mi galantería y poniendo por las nubes mis dotes poéticas. A lo cual contestaba yo manifestando, en una décima o redondilla, que no había ojos como los del dueño del abanico, y que envidiaba al aire que iba a acariciar su rostro hechicero, y que toda la sal de Andalucía, sin exceptuar un grano, estaba depositada en Fulanita (a quien la mayor parte de las veces no conocía), etc., etc. Pero tantas había repetido estos o parecidos conceptos, que para hallar forma diversa con que exponerlos me veía y deseaba, prensaba la cabeza y me mordía los dedos de rabia. Claro que cuantos más de estos sencillos artefactos venían a mi poder, las torturas eran mayores y más prolongadas. Llegó al punto que no podía ver uno en poder de alguna señorita, que se relacionase más o menos con conocidas mías, sin sentirme acometido de congojas y sudores fríos, y alguna vez de calambres y náuseas. Hay que confesar, sin embargo; que tal plaga no es propia únicamente de los climas cálidos. Existe, más o menos atenuada, en todas las regiones comprendidas entre el trópico de Cáncer y el de Capricornio.
Tardé cuatro días en recibir carta de Gloria. ¡Cuatro días mortales! Estaba desesperado. Las vueltas que di a la calle de San José fueron incalculables. Esperé a Paca a la salida de la Fábrica, pero no logré verla. Isabel tampoco parecía por casa de Anguita. Con Villa no quise desahogarme, porque temía que lo echase a broma. ¡Para bromas estaba yo! Por fin, una noche llegó Isabel a la tertulia, y en la mirada larga e intencionada que me dirigió comprendí que algo grave tenía que decirme. Me eché a temblar, porque el estado de inquietud en que me hallaba hacía algunos días me predisponía a los sobresaltos.
—Tengo que hablar con usted—dijo por lo bajo, pasando cerca de mí con semblante severo.
Debí de ponerme pálido, pensando que iba a anunciarme una catástrofe. Si hubiera tenido el espíritu sereno, podía comprender que las mujeres gozan interviniendo en las intrigas amorosas y desempeñan su papel con mucha seriedad. Vi que se acercaba al piano y comenzaba a teclear distraídamente. Agitado y convulso, me aproximé también.
—Prepárese usted a recibir una noticia importante—dijo la condesita, sin mirarme y con acento grave y misterioso.
—¿Qué hay?—murmuré con voz desfallecida.
—Gloria está ya en su casa.
Creí que me caía. Tardé algunos segundos en contestar.
—¿Cómo? ¿En su casa? ¿Desde cuándo?
En aquel instante, Joaquinita, ¡maldita sea su estampa!, se llegó a nosotros con sonrisa picante.
—Pero ¿qué tapujos traen ustedes? ¿Contra quién se conspira?
Yo no pude reprimirme un gesto de impaciencia. Pero Isabel, con mayor aplomo, sonriendo plácidamente, respondió:
—Contra ti.
—¡Puede!—replicó la de Anguita, riendo para disimular su recelo.
—La pura verdad.
—Sí será; porque yo nunca te he sido simpática—dijo Joaquinita sin dejar de sonreír, pero con acento irritado.
—En efecto, lo que se llama simpática no me lo eres.
Al decir esto sonreía con la misma dulzura. Yo pensé que estaban hablando en broma.
—Pues, hija, no haces más que tomar lo que yo te he cobrado por anticipado.
—También lo creo. Hace tiempo que sé que me aborreces.
—No; aborrecerte no, pero quererte tampoco.
—Sí, aborrecerme; ¿por qué no eres franca, como yo lo soy?
—Con franqueza te digo que no te quiero.
Se hablaban con tal sosiego y naturalidad, sonreían de un modo tan plácido, sobre todo Isabel, que cualquiera dudaría, como yo, si estaban bromeando. Sin embargo, al fin pude convencerme de que se lo decían muy en serio, lo cual me sorprendió y a la vez me hizo gracia. Las dejé departiendo, al parecer amigablemente, y fui a contárselo a Villa, quien arrimó el ascua a su sardina, exclamando:
—¡Qué corazón tan franco el de Isabel! ¿verdad? Ni cuando quiere ni cuando aborrece puede ocultarlo.
Antes de retirarse, tuvo ésta ocasión para invitarme a almorzar al día siguiente, de parte de su papá. Acepté con júbilo, porque sabía que íbamos a hablar de lo que más me interesaba. Pero antes de ir a su casa di más de treinta vueltas aquella mañana por la calle de Argote de Molina, donde Gloria vivía. Esta calle, una de las más originales e interesantes de Sevilla, va desde la de Conteros a la iglesia de San Alberto. Es estrecha y hace una porción de vueltas, con recodos bruscos que le prestan carácter misterioso y poético. Transita por ella poca gente, y está habitada en general por familias bien acomodadas, a juzgar por los suntuosos patios que a derecha e izquierda se ven al través de las cancelas.
La casa de doña Tula ocupaba uno de los rincones más solitarios. No era grande, pero estaba restaurada recientemente con bastante lujo. Solo tenía un piso alto, con dos balcones miradores, y uno bajo, con dos grandes ventanas enrejadas. El pavimento del portal era de mármoles finos; la cancela, elegante con delicados trabajos en los hierros; el patio, no grande, con primorosa arquería de jaspe, lleno de plantas y flores. Advertíase que no faltaban el dinero y el gusto. Yo tenía bien conocida aquella casita. En cuanto llegué a Sevilla, fue una de las primeras que visité, porque Gloria me había dado las señas. Mas en todo el tiempo que hacía que allí estaba no había logrado ver alma viviente ni en los balcones ni en el patio, y eso que había pasado bastantes veces por delante.
Lo mismo acaeció esta mañana, lo cual me pesó, como es natural, más que nunca. No vi a Gloria ni rastro de ella. Los miradores seguían con los mismos transparentes de tela fruncida; las ventanas, con las mismas persianas verdes; el patio, en idéntica soledad. Ni una sombra ni el más leve ruido. ¡Qué anhelo, qué curiosidad sentía yo por ver a mi monjita con el vestido de sociedad! Durante el almuerzo, Isabel me dio cuenta de los trabajos de su padre en mi favor. El conde no estuvo tan expansivo y locuaz como la otra vez. Se conocía que algo le preocupaba, tal vez una pérdida grave en el juego de la noche anterior. Había ido de visita con su hija a casa de la prima Tula, con pretexto de llevarle noticias de una parienta que tenía en Filipinas. Siguiendo los impulsos de su carácter, atacó bruscamente la fortaleza, reprobando en términos severos la estancia de Gloria en el convento. La tía había intentado defenderse, alegando que era vocación de su hija y que su conciencia no le permitía contrariarla; pero el conde la atajó con energía, manifestando que para creer en esa vocación era menester demostrarla.
—Mira, chica, sácala del convento; pero no para encerrármela en casa, como la otra vez. Que vea el mundo, que entre en sociedad, que asista a teatros, paseos y tertulias. Si después de hacer esta vida durante seis meses o un año persiste en meterse monja, déjala que vaya bendita de Dios. Mientras tanto, a nadie convencerás de que no se ejerce presión sobre ella.
—¡Uf!—exclamó Isabel, después de repetir estas palabras de su padre.—La tía se puso de veinticinco colores. Creí que le iba a dar un desmayo.
—Si le hablé tan duramente—dijo el conde sin levantar la vista, con acento de mal humor,—fue porque estaba presente aquel señor tan empachoso.
—El pobrecito no dijo una palabra. Se estuvo lo mismito que un muerto.
—¡Tendría que ver que dijese algo!—replicó el conde con arrogancia.
—¿Quién era ese señor?—le pregunté por lo bajo a Isabel.
Se encogió de hombros, sonrió con malicia, y al cabo dijo:
—…¡Un señor! ¡Un bendito señor, como dice la tía Tula!
—¿Cómo se llama?
—Don Oscar.
—Nombre romántico.
—Pues ¿sabe usted? él no tiene nada de romántico ni de poético—repuso, cambiando una mirada y una sonrisa significativas con su padre.
En resumen, después de aquella memorable visita, y a los cuatro días justos de haberse efectuado, Isabel recibió una carta de Gloria diciéndole que estaba ya en su casa.
—¿Qué le parece a usted de nuestros trabajos? ¡No contaría usted con el triunfo tan pronto! ¿verdad?
Mostreme en efecto asombrado de aquella rapidez, y más agradecido aún que asombrado. La condesita me pidió en albricias que le dedicase una de las poesías que de vez en cuando publicaba en La Ilustración Española, a lo cual cedí con gusto. No obstante, aquellas últimas palabras despertaron en mi mente un pensamiento cruel. Gloria estaba en su casa hacía dos días, había escrito a su prima, y para mí no había tenido una letra siquiera. ¿Me estaría alegrando estúpidamente de un suceso que no me iba a reportar ventaja alguna? ¿Resultarían ciertas aquellas calabazas que humorísticamente me había anunciado? Quedeme preocupado. Por más esfuerzos que hacía por aparecer alegre, no lo alcanzaba, y temiendo que se advirtiese demasiado mi distracción, despedime de los condes, repitiéndoles con efusión las gracias. Antes de partir, Isabel pudo decirme en voz baja que procuraría traer a Gloria a casa, y que cuando esto sucediese, me avisaría para que pudiésemos hablarnos. Esta promesa me conmovió extremadamente. El temor, la alegría y la esperanza se apoderaron a la vez de mí corazón. El conde, al apretarme la mano, también me dijo con exquisita cortesía:
—No basta lo que hemos hecho. Es menester llegar hasta el fin… Ya sabe usted cuál es… Véngase por aquí otro día, y trataremos de organizar la batida.
Salí de aquella casa en un estado de espíritu indecible, sin saber si me hallaba alegre o triste. Cuando pasaron dos o tres horas, la tristeza había crecido lo bastante para quedar señora del campo. A la caída de la tarde vino un suceso imprevisto a cambiar por completo el curso de mis emociones. Cuando regresaba a casa para comer, hallé a Paca esperándome a la puerta para entregarme una carta de Gloria. No quise abrirla delante del emisario, y traté de despedirlo lo más pronto posible. Pero la buena mujer estaba demasiado contenta con la salida de la señorita para no desahogarse un ratito. Entre interesado e impaciente escuché todos los pormenores: cómo D.ª Tula la había ido a buscar en coche; la grosería que con ella usaron en el convento, no saliendo a despedirla nadie más que el capellán; lo bien que le sentaba a la señorita el traje de sociedad; la alegría de todos al verla tan «salaíta y tan reguapísima» y todas las palabras insignificantes que con ella cambió en la conversación que habían mantenido. Al cabo se fue, y corrí a mi cuarto, encendí agitadamente la bujía y abrí la carta; «Ya estoy fuera del convento—me decía.—Si usted quiere recibir las calabazas prometidas, pase usted a las once por delante de mi casa. Estaré a la reja, y hablaremos». Puede juzgar cualquiera la viva alegría que aquella carta debió producirme. Todos mis sueños se realizaban de una vez. Gloria me quería, me daba una cita, y esta cita tenía el singular atractivo para un poeta y un hombre del Norte de ser a la reja. ¡La reja! ¿Verdad que este nombre ejerce cierta fascinación, despierta en la fantasía un enjambre de pensamientos dulces y vagos, como si fuese el símbolo o el centro del amor y la poesía? ¿Quién es el que, por poca imaginación que tenga, no ha soñado con un coloquio amoroso al pie de la reja en una noche de luna? Estos coloquios y estas noches tienen además la incalculable ventaja de que pueden describirse sin haberlos visto. No hay mosquito lírico de los que zumban en las provincias meridionales o septentrionales de España que no haya expuesto sus impresiones acerca de ellos y armado un tinglado más o menos armonioso con «los dulces acordes de la guitarra», «el aroma de los nardos», «la luz de la luna esparciendo sus hebras finísimas de plata sobre la ventana», «el cielo salpicado de estrellas», «el azahar», «los ojos fascinadores de la doncella», «su aliento cálido, perfumado», etc., etc. Yo mismo, en calidad de poeta descriptivo y colorista, había barajado en más de una ocasión estos lugares comunes de la estética andaluza, con aplauso de mis convecinos. Mas ahora la realidad excedía y se apartaba un poco de este convencionalismo poético. Por lo pronto, yo no reparé al entrar en la calle de Argote de Molina, a las once, si había en el cielo luna y estrellas. Debía de haberlas, porque son cosas naturales; pero no reparé. Lo que sí vi divinamente fue al sereno que estaba arrimado con su chuzo y farol a una puerta no muy lejos de la de Gloria. «¿Habrá que esperar que este tío se vaya?», me pregunté con sobresalto. Por fortuna, a los pocos minutos de espiarle se apartó de aquel sitio y se fue calle arriba. Además, yo iba a la cita sin guitarra ni capa, sólo con un junquillo en la mano y vestido de sencilla e inofensiva americana. Nada de brioso corcel tampoco, negro, tordo o alazán. Sobre las propias y míseras piernas, que por cierto me temblaban demasiadamente al acercarme a las ventanas de la casa. En una de ellas vi blanquear un bulto, y me aproximé hasta tocar en las rejas.
—¡Gloria!—dije muy quedo.
—Presente—respondió la voz de la joven.
Y al mismo tiempo su graciosa cabeza desnuda se inclinó hacia la reja y vi blanquear sus menudos dientes con la misma sonrisa hechicera y burlona que tenía yo dibujada en el alma. Vi lucir sus ojos negros de terciopelo. Quedeme inmóvil, sobrecogido, como si estuviese delante de una aparición sobrenatural, agarrado con entrambas manos a las rejas. No supe más que decir:
—¿Cómo sigue usted?
Aquella forma habitual de cortesía no despertó al parecer en ella ideas tristes, porque la vi acercarse la mano a la boca para ocultar la risa. Después de unos instantes de silencio contestó:
—Bien, ¿y usted?
—¡Cuántos deseos tenía ya de que llegase este momento!…—exclamé, comprendiendo que no estaba en situación, como se dice en el teatro.—No puede usted figurarse el ansia con que lo esperaba, Gloria…
—¿Y por qué tenía usted tantos deseos?
—Porque me atormentaba en el corazón el afán de decirle a usted que la idolatro.
—¡Noticia fresca! Pues, hijo, si en las nueve cartas que usted me ha escrito lo ha repetido cuarenta y una veces… Lo llevo por cuenta.
—Entonces será para decírselo la cuarenta y dos. Lo que nos está pasando, Gloria, parece una novela. No hace siquiera tres meses que la he conocido, y creo que he vivido tres años desde entonces. ¡Cuánto cambio! ¡cuánta peripecia! Era usted una religiosa, y hoy la encuentro transformada en una linda damisela.
—¿Me encuentra usted linda de verdad?
—Preciosa.
—Mil gracias. ¡Qué sería si usted me viera!
—La veo a usted… no bien; pero lo bastante para apreciar lo favorable del cambio.
Hasta cierto punto era esto verdad. Aunque la oscuridad que reinaba en aquel rincón no me permitía observar sus facciones, veía la silueta de su cabeza primorosa cubierta de cabellos ondeados. Cuando la inclinaba un poco hacia la reja, la escasa luz de la calle iluminaba su rostro, que me pareció algo más pálido que en Marmolejo, aunque no menos gracioso.
Hubo un momento de silencio, y embarazado por él, dije al fin:
—¿Ese cuarto es el de usted?
—Este no es cuarto, es la sala de recibo.
—¡Ah!
Y volvió el silencio. Notaba que sus ojos estaban fijos en mí, y, la verdad sea dicha, no se me figuraba que estaban impregnados de amor, sino más bien de curiosidad burlona.
—¡Si viera usted, Gloria, qué tristeza he pasado estos días en que no tenía noticias suyas! Creí que me había usted olvidado.
—Yo no me olvido nunca de los buenos amigos. Además, le había prometido una cosa, y de ningún modo querría dejar de cumplir mi promesa.
—¿Qué cosa?
—¿No se acuerda usted? Las calabazas…
—¡Ah, sí!—exclamé riendo.
Y animado por tales palabras, me pareció que debía dejar establecidas definitivamente mis relaciones amorosas, y dije:
—Pues bien, Gloria, no otra cosa vengo a hacer aquí sino a que usted me desengañe si estoy engañado, o a que usted confirme mis esperanzas de ser querido si tienen algún fundamento. Puesto que ya cuarenta y una veces le he repetido que la adoro, como usted dice, no necesito expresárselo de nuevo. Desde que la vi y la hablé en Marmolejo, me tiene usted prisionero por la admiración y el cariño. En sus manos está mi suerte y espero con zozobra mi sentencia.
Gloria tardó unos instantes en contestar. Tosió poco, y dijo al cabo:
—Ha llegado el momento fatal. Prepárese usted, que allá van… Señor don Ceferino, mentiría si te dijese a usted que desde los primeros días en que hablé con usted en Marmolejo no había comprendido que me estaba usted galanteando. Es más, yo creo que aquel beso que usted dio en el crucifijo de la madre Florentina la primera vez que nos vimos, se lo dio usted a mi salud…¿Se ríe usted? Bien; es que no ando descaminada. Estos galanteos me han costado algunos disgustos; pero no le guardo a usted rencor. Antes o después tenía que estallar el trueno, porque estaba resuelta a no quedarme en el convento, aunque tuviese que ir a servir de criada a una casa. Después, usted me ayudó mucho a salir con la mía, y por ello le estoy agradecida… Pero una cosa es el agradecimiento y otra el amor. Amor no he podido hasta ahora tenérselo a usted… Le estimo… me es simpático y no olvidaré nunca lo bueno que ha sido conmigo; pero, soy franca, no quiero que viva más tiempo engañado. Seré amiga sincera y cariñosa de usted… Novia, no puede ser…
Me es imposible definir el estado de mi espíritu al oír estas palabras. Fueron pronunciadas en un tonillo irónico que podía hacer creer que se trataba de una broma; pero los razonamientos eran tan verosímiles y lógicos, que destruían tal suposición. No obstante, haciendo un esfuerzo sobre mí mismo, solté la carcajada, exclamando:
—¡Vaya unas calabazas bien fabricadas! Parecen talmente naturales.
—¿Cómo? ¿No cree usted lo que le digo?… ¡Hijo, no está usted poco pagado de su personita!
—No es que esté pagado de mí, Gloria—repliqué, poniéndome grave;—es que cuesta trabajo creer que haya aguardado usted tanto tiempo para darme calabazas.
—¡Si no me las ha pedido usted hasta ahora!
—¿Pero habla usted en serio, Gloria?
—¿Por qué no? Vamos, usted se ha figurado que porque yo he aceptado su ayuda para salir del convento quedaba comprometida a adorarle, ¿no es cierto?
Una ola de sangre subió a mis mejillas. Los oídos me zumbaron. Comprendí, de repente, que había estado haciendo el tonto de un modo lamentable, que aquella muchacha se había burlado despiadadamente de mí. La indignación y la ira contrajeron mi hígado, que soltó una verdadera avenida de bilis, desbordándose en palabras. Estuve un rato bastante prolongado cogido a las rejas, mirándola con ojos llameantes en silencio. Al fin, con voz ronca de cólera, le dije:
—Lo que es usted una solemnísima coquetuela, indigna de fijar la atención de ningún hombre formal. No me pesa del tiempo que he perdido queriéndola, me pesa sí de haberla querido. Creí que bajo esa aparente frivolidad se ocultaba un corazón, pero veo que no hay más que vanidad y aturdimiento. Me alegro de saberlo de una vez, porque de una vez la arrancaré de mi corazón y mi pensamiento, donde nunca debió usted haber estado. Quede usted con Dios, y hasta nunca.
Al separar mis manos crispadas de los hierros, sentí la presión de las suyas y oí una comprimida carcajada que me dejó confuso.
—¡Eso! ¡eso! ¡Así me gusta usted, hombre! Ya iba empalagada de tanto dulce.
—¿Qué quiere decir esto, Gloria?
—Quiere decir que no sea usted tan melosito, porque el jarabe cansa y el incienso marea. Mire usted, ha adelantado usted más en un momento, llenándome de improperios, que en tres meses de lisonjas. Usted dirá que es que me gusta que me den con la badila en los nudillos. Puede ser. Pero yo le digo que a ningún hombre le sienta mal una mijita de genio.
—¿Sí? Pues aguárdese un poco, que voy a comenzar a insultarla a usted otra vez—dije riendo.
—¡No, no!—exclamó ella, riendo también.—Por hoy basta.
En aquella dulce y memorable sesión, que se prolongó hasta la una, quedó nuestro amor asentado y reconocido. Sin esfuerzo alguno comenzamos a tutearnos y nos prometimos fidelidad hasta la muerte, sucediese lo que sucediese. Por la calle no pasaba un alma. El sereno, desde que me viera arrimado a la reja, no se aproximaba. Manifesté temores de que enterase a D.ª Tula de nuestra conversación, pero Gloria me tranquilizó afirmando que en Sevilla nadie hacía traición a dos enamorados. Los serenos menos que ningún otro se fijaban en estos coloquios a la reja, que estaban viendo todas las noches. En las criadas también tenía confianza. Se nos presentaba, pues, una perspectiva de gratas conferencias, que me embriagaba de alegría.
—Concluirán por saberlo más tarde o más temprano—dijo.—Pero ¿qué? Trabajo les mando si intentan llevarme la contraria.
Y en sus ojos hermosos vi arder una chispa de travesura provocativa que me convenció, en efecto, de que no sería empresa fácil conducirla por caminos que ella no quisiera seguir.
—Ya es tarde. Mamá madruga mucho a misa y querrá llevarme consigo. Vete.
—Un poco más, salada. Aún no es media noche.
—Sí, en la Giralda ha sonado ya la una. Adiós.
—No; han sido las doce y cuarto…
El golpe lento y grave de la campana de la Giralda dio entonces la una y cuarto.
—¿Lo oyes? La una y cuarto. Adiós, adiós.
—¿Y te marchas así, sin darme la mano?
Me la alargó, y yo, como es lógico, traté de besarla; pero la retiró con fuerza.
—No, eso no. Aguarda un poco, te daré el crucifijo, como en Marmolejo—repuso riendo.
—Prefiero la mano.
—¡Hereje, vete!
—Dios está en todas partes. Pero, en fin, si quieres darme el crucifijo, lo guardaré con cariño como un recuerdo.
—Espérate un momentito. Tengo aquí el hábito.
Se retiró un instante y volvió trayendo el crucifijo de bronce, que me pasó al través de las rejas. Al tomarlo me apoderé de aquella mano morena y firme y la besé cuantas veces pude con voraz glotonería.
—¡Basta, chiquillo! ¿Crees que se va a concluir de aquí a mañana?
Me retiré de la reja con pena, ebrio de amor y de alegría. Tan mareado iba, que a los pocos pasos encontré al sereno y le di dos pesetas. Después me pesó, porque no había necesidad, según lo que Gloria me había dicho. Tampoco reparé esta vez si las estrellas centelleaban allá arriba con suave fulgor, ni si la luz de la luna se filtraba por el laberinto de calles oscuras, manchándolas aquí y allá con jirones de plata. Llevaba yo dentro del alma un sol radiante que me ofuscaba y me impedía observar tales menudencias.
IX
Hago amistad con un bendito señor.
Recibí al día siguiente una carta de D. Sabino el capellán, invitándome a que pasara por su casa. Era para decirme, con mucho misterio, que Gloria había salido del convento. Le di las gracias por la noticia, y, haciéndome cargo de que esperaba algo más que esto, le pregunté si tenía intención de permanecer en el cargo que ocupaba, o si aspiraba a otro. Me confesó su ardiente deseo de un beneficio en la catedral. Le prometí escribir a mi tío, y en efecto, así lo hice. Por cierto que me contestó severamente, preguntándome si no creía que eran bastantes las cien recomendaciones que todos los días recibía, para que un sobrino viniese también a concluir con su paciencia. No le di cuenta, por supuesto, a D. Sabino de esta carta.
El coloquio de la noche siguiente, si no tan prolongado, no fue menos dulce para mí que el de la anterior. Gloria, más fértil en astucias que el prudente Ulises, tenía ya un proyecto en la cabeza. Expresándole yo con tristeza mi desconfianza de que algún día llegáramos a unirnos, porque su madre no lo consentiría, exclamó riendo:
—¡Oh, qué pajarito eres tan madruguero! ¡Quién piensa todavía en esas cosas!
Con disgusto cambié de conversación, temiendo haber cometido una imprudencia; pero al cabo de un rato, ella misma volvió a sacarla de la manera espontánea y graciosa que caracterizaba su charla.
—Mira tú, cuando nos casemos, haremos un viaje a Francia, y pasaremos por las Provincias, ¿verdad? Tengo deseos de ver otra vez el colegio de Vergara, donde estuve dos años… Porque nosotros nos casamos; es cosa resuelta… Mi madre podrá tener intención de dedicarme a vestir imágenes, pero desde ahora renuncio al empleo. Ni me siento en el polletón, ni quiero que San Elías me apunte en su libro de memorias.
—¿Qué es eso de San Elías?
Me explicó que por Semana Santa sale un paso donde va San Elías con una pluma en la mano y mirando a los balcones. Se dice en Sevilla que va sacando una lista de las solteronas.
Reí de buena gana, porque me halagaba aquella resolución, y volví sobre la idea de matrimonio y a dolerme por anticipado de los obstáculos con que íbamos a tropezar.
—¿Sabes lo que se me ocurre en este momento?—dijo de pronto, mirándome fijamente.—Pues se me ocurre que debías entrar en casa y ser amigo de mamá… y de don Oscar.
—¿Quién es don Oscar?—le pregunté insidiosamente, pues, aunque vaga, ya tenía noticia de quién era y qué representaba este personaje en la casa.
—Don Oscar—dijo con alguna vacilación—es un señor que administra la hacienda de mamá… Es amigo antiguo de la familia…
—¿Y vive con vosotras?
—Sí, desde hace tres o cuatro años… Como es un señor viudo sin hijos y a mamá le sobraba mucha casa… se vino a vivir aquí…
Después me explicó que le era muy antipático, por el afán que tenía de meter la nariz en todo y dirigirlo y mangonearlo.
—¡Las lágrimas que me hizo verter ese maldito en los meses que estuve en casa hasta que volví al convento! Me puso un reglamento más estrecho que el del colegio. Desde que me levantaba hasta que me iba a la cama, no tenía un momento mío. Ahora quiso hacer lo mismo… ¡pero ya me lo he sabido sacudir!… Bueno—añadió, haciendo un gesto con la mano, como si alejase ideas enfadosas de la mente.—Importa mucho que tú te hagas amigo de este señor, porque mamá no ve más que por sus ojos. Lo mejor para ello es que vengas recomendado por algún carlista de los gordos, porque este señor es muy beato, ¿sabes?…Si te fingieras oficial de don Carlos, ¡qué gran golpe! Te recibiría, de seguro, con los brazos abiertos… Y tú tienes tipo de militar, con esos bigotes retorcidos y esa perilla. Además, eres buen mozo…
—Muchas gracias…
—Hombre, déjame que te diga alguna mentirilla, en pago de las que me has ensartado desde que nos conocemos… Pues nada, te finges oficial, pides una carta de recomendación a cualquiera y vienes a hacernos una visita.
Por la obstinación con que sostuvo este plan y por el modo resuelto y habilidoso con que iba descartando las dificultades que a él se oponían, entendí que lo tenía muy meditado. Quedé convencido de que, a pesar de lo dicho, había madrugado tanto como yo a pensar en nuestro matrimonio. El mayor obstáculo era que yo no había estado en la guerra y no podía hablar de las batallas y los sitios, que sólo conocía de oídas o por los datos vagos de los periódicos.
—Mira, don Oscar tiene una porción de historias y documentos de la guerra. Mañana te traigo dos o tres libros, los lees, y luego vuelvo a colocarlos en su sitio. Aunque los echase de menos, ¿cómo iba a presumir que yo se los había llevado?
—¿Y la carta de recomendación?
—Para eso entiéndete con tío Jenaro. Él es también un poco carlista y tiene un hermano que ha sido general con don Carlos… Sabe muchas cosas de la guerra, y podrás aprovechar algo de lo que él te diga.
El plan era arriesgado; pero Gloria me infundía aliento, y me dispuse a llevarlo a cabo con la prudencia y astucia que me fuera posible. No quise pedir la recomendación al conde. Comprendía que, siendo él también carlista, le había de repugnar algo esta farsa, por más que su amabilidad le hiciera consentir en ella. Me dirigí a Villa, a quien había oído decir que tenía un tío en Cádiz, presidente del comité carlista. En cuanto le manifesté mi plan, se apresuró con júbilo a secundarlo. Escribiole a su tío pidiéndole una carta de recomendación para D. Oscar, destinada a un oficial carlista amigo suyo, y no se hizo esperar. Provisto de ella, y después de haber convenido con Gloria la hora y las circunstancias de la visita, me personé en su casa a eso de las once de la mañana, preguntando por D. Oscar.
La criada que salió a abrirme me condujo, al través del patio que yo había mirado tantas veces desde fuera, a la sala de recibo, desde donde Gloria me hablaba. Aunque turbado y tembloroso, no pude menos de echar a la ventana una mirada enternecida. Sobre su alféizar se sentaba mi saladísimo dueño todas las noches. ¿Dónde se encontraría ahora? El corazón me decía que no debía de andar muy lejos; pero, por más que miré con atención a todos lados, desde que traspuse la cancela, no había logrado ver ni el borde de su vestido. La estancia donde me hallaba no era grande. Tenía el sello característico de las salas donde no se hace vida de familia y se destinan solamente a las visitas. Los muebles, antiguos todos, se hallaban esmeradamente cuidados y colocados en perfecto orden y simetría: las sillas forradas de seda color oro viejo, de alto respaldo terminado con unas bellotitas de poco gusto. El suelo tapizado de estera fina de paja. Con el sombrero en la mano y las manos colocadas sobre los riñones, comencé a dar vueltas examinando los cuadros que colgaban de las paredes. Lo primero que llamó mi atención fue un retrato al óleo que representaba una mujer joven y agraciada, con lejano parecido a Gloria. Llevaba en la cabeza la alta peineta que se gastaba a principios del siglo, lucía hermoso pecho y tenía entre las manos una paloma. Presumí que sería la madre de Gloria. A entrambos lados había dos cuadritos al pastel que decían debajo: «Les petits favoris du jeune âge». El uno representaba un niño dando de comer a algunos conejos. En el compañero se veía a otro niño abrazado a un corderito. Frente a estos cuadros, en el lienzo opuesto, había un reloj en forma de cuadro, igualmente representando un paisaje; por el día señalaba las horas un pequeño disco que figuraba ingeniosamente el sol; por la noche debía de señalarlas otro que figurase la luna. A los lados había dos medallones bordados sobre papel con sedas de colores y en el centro la firma de Gloria Bermúdez, y debajo una fecha bastante atrasada.
Aquella salita tenía extremado carácter, como hoy se dice. Respirábase una atmósfera donde se mezclaba el sosiego, la mojigatería, el bienestar físico, el misticismo, la soledad y la riqueza, que no sabría decir si la hacía grata o desagradable. No era de esas estancias que acusan al instante los gustos, la vida y hasta el carácter de sus dueños. Detrás de aquel orden, de aquella limpieza y esmero, no se notaba más que cierto apego a la tradición y una vida retraída, sin saber por qué causa. Lo mismo podía vivir allí una familia de la Biblia que de una tragedia de Shakspeare. Olvidábaseme decir que no sólo en el patio, sino en todo el tránsito que había recorrido, en los rincones de la sala y hasta en el medio de ella, se veían tiestos con flores. Luego que hube examinado todo lo que allí había, acerqué la nariz a estas flores, claveles, alelíes, rosas, y me pasé algunos segundos tratando de embriagarme con su perfume para calmar la inquietud que me atormentaba. Escuché entonces algunos golpecitos como dados en un cristal. Alcé los ojos, y vi pegado a las vidrieras de la puerta de la alcoba el rostro sonriente de Gloria. Con la agradable sorpresa que puede imaginarse me dirigí rápidamente allá; pero se retiró, poniendo un dedo en los labios, y no volví a verla.
Habían transcurrido diez minutos lo menos desde que la criada me había dejado en la sala, y D. Oscar no parecía. Aún transcurrieron otros cuantos. Al fin la puerta, que estaba entornada, se abrió y dejó paso a un hombre de figura por cierto originalísima. Era de estatura mucho menos que mediana, lo cual dependía, a no dudarlo, de la cortedad de las piernas, pues el torso era grande, robusto, casi atlético. Las facciones correctas, los ojos saltones y negros adornados con espesas cejas. Pero lo que caracterizaba fuertemente a aquel rostro eran unos enormes bigotes blancos que tapaban lo menos la mitad. Podría tener sesenta y pico de años.
—Servidor de usted, caballero—me dijo con desembarazo al entrar, clavándome sus ojazos.
La voz me dejó aún más confuso. Era un vozarrón poderoso de bajo profundo, áspero y seco, como si las cuerdas vocales fuesen de cáñamo. Saludele cortésmente, y venciendo la agitación que quería dominarme, le presenté sonriendo la tarjeta del tío de Villa.
—¡Ah! De don Alfonso.
Y enterándose rápidamente de lo que decía, levantó la cabeza, exclamando con satisfacción:
—¿Conque es usted de los netos? ¿Y ha hecho la campaña en el Norte? Apriete usted esa mano, compañero. A nadie se la doy yo con más satisfacción que a los soldados del rey y la religión… ¿Con qué general ha estado usted?
—He servido a las órdenes de Ollo y Dorregaray. En dos días me había tragado un número harto considerable de noticias referentes a la guerra, sacadas de la biblioteca misma de aquel extraño personaje. Tenía la cabeza mareada y corría grave peligro de equivocar los datos y decir algún disparate. Pero, comprendiendo que en la situación en que me hallaba hacía falta serenidad y osadía, me dispuse a responder con aplomo a todas las preguntas.
—¡Pobre Ollo!—exclamó D. Oscar.—¡Qué lástima de hombre! Era uno de los mejores generales que el rey tenía.
—Estaba yo a treinta pasos de él cuando cayó muerto—dije con la mayor desvergüenza.
—¿Un casco de granada?
—Le hizo pedazos la cabeza.
—¿Qué graduación tenía usted?
—Teniente de la cuarta del primer batallón navarro.
—A la entrada del rey en Francia, le habrá a usted hecho capitán.
—Eso es; todos ascendimos un empleo.
Invitome a sentarme con vivas instancias, y hablamos un rato de la guerra y de nuestras esperanzas, quiero decir, de las suyas, porque las mías se cifraban en cosas bien distintas y de las que él, por fortuna, estaba ignorante. Creo que puedo decir, sin faltar a la modestia, que salí no sólo bien, sino con lucimiento, del compromiso. Mi imaginación supo llenar los vacíos que en las noticias de los libros existían, describiendo interesantes y pintorescos pormenores, los accidentes de los combates en que me había hallado, los sitios, las personas, reconstruyéndolo todo con los vagos datos que tenía. Al mismo tiempo huía con cuidado de aquellos sucesos de más bulto, que mi hombre podía tal vez conocer bien. No insistí más que en las escaramuzas. En una de ellas, mientras esperábamos un convoy enemigo ocultos en un bosque de robles, sentí cierto campanilleo extraño y temeroso. Eran las espuelas de los soldados de caballería, que chocaban, por el temblor de las piernas, con las vainas de los sables.
—¿Cómo por el temblor? Yo pensé que los valientes voluntarios del rey no temblaban jamás.
—¡Oh! Crea usted, señor, que cuando se entra en batalla, al que más y al que menos se le encoge un poco el corazón. Es cosa de un momento. En cuanto se entra en la pelea, pasa.
Este dato, que yo había oído a un oficial amigo, como era en perjuicio nuestro, imprimió gran sello de verdad a todas mis noticias. Mientras departía con él, no dejaba de observarle. Hablaba con gran firmeza y aplomo, no parecía tonto, y mostraba cierta superioridad que me humillaba, aunque yo no fuese lo que estaba aparentando. Alguna que otra vez me interrumpía extendiendo la mano; hacía una observación en términos precisos, y cuando terminaba, volvía a extender la mano, diciendo lleno de condescendencia: «Puede usted continuar». Cuando me dirigía alguna pregunta y yo me disponía a contestar como Dios me sugiriese, solía atajarme exclamando; «¡Método! ¡método! No comience usted por el fin, porque no nos entenderemos». Escuchaba después con cortesía no exenta de severidad, dignándose aprobar con la cabeza mientras yo llevaba la palabra. En suma, los modales y las palabras de aquel señor, lo mismo que su rostro, parecían los de un ser superior, un poderoso gigante confiado en su fuerza, seguro de que su destino era el de dirigir a los demás seres que pueblan la tierra. De aquellas míseras piernas con que el cielo le había dotado hacía caso omiso. Por ventura se forjaba la ilusión de que correspondían perfectamente al ciclópeo torso y a su espíritu altanero. Preguntome por algunos personajes del carlismo que él había conocido, y dio la casualidad que siempre me había hallado algunas leguas distante de ellos. En cambio le hablé largamente del Pretendiente, a quien conocía por las fotografías, y de su esposa D.ª Margarita.
Por fin llegó la pregunta que esperaba.
—¿Y qué vientos le traen por aquí, señor Sanjurjo?
Como tenía bien preparada la respuesta, le expliqué prolijamente las desgracias que me habían acaecido desde la paz. Primero, había residido dos años en Bayona, manteniéndome con los recursos que nos proporcionaban a los emigrados algunas personas acaudaladas del partido. Cuando cesaron, me vi precisado a venir a España, y vivir a expensas de un hermano que tenía en Galicia, ayudándole en la administración de sus rentas. Pero este hermano había fallecido, y su esposa, a quien pertenecían todos los bienes, tenía un carácter que me había hecho padecer bastante, hasta que al fin rompimos definitivamente. Quedé sin medio alguno para vivir. Durante algún tiempo me sostuve como pude un el pueblo; pero ya, últimamente, lo pasaba tan mal, y me daba tal vergüenza deber algunas mensualidades en la posada, que decidí marcharme y buscar en cualquier parte una colocación honrosa.
D. Oscar escuchó con atención mi relato. Después comenzó a hacerme observaciones severas sobre los males que acarrea la falta de previsión y de ahorro, dándome una verdadera lección de economía doméstica. Para él, todas las desgracias humanas dependían de la falta de previsión y de método en la vida. «Distribuya usted bien el tiempo, distribuya usted bien el dinero, y todos seremos felices, y el mundo será una balsa de aceite.»
—Aquí, en Andalucía, casi, casi nos podemos creer dentro de ella. Todo lo componen con aceite las cocineras—dije sonriendo.
No le pareció bien la bromita. Permaneció grave y severo, y prosiguió desenvolviendo su tesis. No es que supusiera que yo había sido un malversador… pero se autorizaba el dudar que hubiese aprovechado todo el tiempo en cosas útiles.
—¡Oh, en cuanto a eso!…
—¿Lo ve usted?—exclamó con aire triunfal.—Pero, en fin, usted es muy joven aún, y puede corregirse.
Quedose después algunos instantes pensativo, y al cabo dijo, como si tomase una resolución importante:
—Voy a presentarle a la señora de la casa, una persona de grandísimo talento y consejo. Lo hago porque es usted un oficial de S. M., y deseo serle útil.
Agradecí el inusitado favor que me hacía. En cuanto se levantó del asiento, le perdí el respeto que le había tenido mientras permaneciera sentado. En esta posición, y no mirándole a las piernas, lo infundía realmente por sus bigotes, por su corpulencia, y sobre todo por su extraordinario vozarrón, que atronaba los oídos. Mas en cuanto ponía los pies en el suelo, volvía a ser el enano ridículo que me había excitado la risa al entrar. Olvidado siempre de sus piernas, o equivocado sobre su valor intrínseco, avanzó hacia la puerta pisando muy fuerte, la abrió y gritó como un trueno:
—¡Doña Tula! ¡doña Tula!
Al instante se oyó una vocecita lejana:
—¿Qué se ofrece, don Oscar?
—Tenga usted la bondad de venir un instante—volvió a decir el cíclope-enano.
—En seguidita.
Tornó a sentarse a mi lado, diciéndome en voz que para ser confidencial tuvo que semejar a un sordo gruñido:
—Va usted a ver qué talento tan portentoso. La penetración de esta buena señora asombra a todo el mundo…
Me eché a temblar, pensando que con tanta penetración no podría menos de descubrir al instante que yo no era oficial carlista, sino el novio gallego de su hija Gloria.
—Y a su inteligencia, verdaderamente extraordinaria, se une una piedad ejemplar… verdaderamente ejemplar… ¡Oh, es más entusiasta que yo todavía por los héroes de la guerra!… Luego, tiene un tacto maravilloso para conducirse en sociedad, aunque sus costumbres austeras no le permitan estar mucho tiempo dentro de ella… ¡Es una santa! En cuanto usted la conozca un poco, le inspirará un profundísimo respeto. Le apetecerá prosternarse y besar la orla de su vestido…
«Por conducto de las mejillas de su hija, no diré que no», pensé.
—Luego, inocente, a pesar de sus años, como una paloma… Pero ya me extraña que no venga—añadió, levantándose y avanzando otra vez a la puerta con más fuerte y poderoso taconeo.
—¡Doña Tula! ¡doña Tula!
La voz del medio cíclope hizo retemblar la casa.
—Ahorita.
Todavía tardó algunos segundos, durante los cuales D. Oscar permaneció inmóvil, cogido a la puerta como uno de esos enanos decorativos que se colocan a la entrada de los panoramas para atraer a la gente.
Llegó al fin D.ª Tula. Era una señora bajita también, pero bien proporcionada, de tez pálida, ojos claros y facciones regulares. Sus cabellos rubios, donde brillaban muchas hebras de plata, estaban peinados formando un número considerable de ondas o rizos pegados a la frente con goma. Su traje era un poco extravagante, o por lo menos impropio de una señora de su edad, pues frisaría ya en los sesenta. Consistía en falda oscura y pañuelo color crema de seda atado a la cintura, como lo gastan las artesanas en mi país, y otro pequeñito de batista anudado a la garganta a guisa de corbata. De joven habría sido una mujer muy linda, aunque sin la gracia que caracterizaba a su hija, con quien guardaba cierto parecido, que más bien debiera llamarse aire de familia. El conjunto no era simpático. Había en aquella figura un nosequé de estrafalario y misterioso que chocaba y repelía. Mas el pensamiento de que era la madre de Gloria hacíame mirarla con vivo interés, y hasta cariño.
—Tengo el honor de presentar a usted al señor Sanjurjo, oficial de los ejércitos de S. M. don Carlos, que ha hecho la campaña del Norte.
—¡Oh! ¡Es usted militar carlista!—exclamó con vocecita dulce y sonriendo.—¡Cuánto me alegro de conocerle! ¡Pobrecito! ¡pobrecito!
No dejó de sorprenderme aquella compasión tan prematura, cuando yo no había narrado en su presencia desgracia alguna, ni siquiera había abierto la boca.
—Señora, la alegría y el honor son míos—pronuncié algo turbado.
—Y viene usted a hacer un viajecito por nuestro país, ¿verdad? ¡Cuánto me alegro! ¿Le gusta a usted Sevilla?
—Muchísimo. Es una ciudad encantadora.
—Muchísimo, ¿verdad? ¡Pobrecito! ¿Y piensa usted permanecer aquí todo el verano?
—Señora, eso depende de las circunstancias—dije echando una mirada de inteligencia a D. Oscar, quien se dignó aprobar con la cabeza.
—Vamos, al parecer, trae usted asuntos pendientes con don Oscar. ¡Cuánto me alegro! No le pesará a usted nada de ello, porque este bendito señor se pinta para arreglar cualquier negocio, por intrincado que sea. ¿De dónde viene usted ahora, de Navarra?
—No, señora; de Galicia, donde he nacido.
—¡Ah, de Galicia! Entonces, no me asombra que esté usted encantado con este país. ¡Qué diferencia! ¿eh?
—Sí, señora, mucha… Pero aquello también es bonito.
—¿Lo encuentra usted así? ¡Ay, pobrecito, cómo quiere a su patria!
Y volvió los ojos hacia D. Oscar, para hacerle participe de la compasión que sentía, no sé si por mí o por Galicia, o por ambos a la vez.
Doña Tula, en su acento, era una andaluza más cerrada, si cabe, que Gloria. Si ésta se comía la mitad de las letras del abecedario, su madre se comía lo menos las dos terceras partes. Su amabilidad era tan melosa que no despertaba agrado. Al cabo de un momento se veía que decía las cosas maquinalmente, y que debajo de aquel aparente interés no había más que indiferencia. En el espacio de pocos minutos me hizo un sin fin de preguntas, muchas de ellas tan insustanciales que era dificilísimo contestarlas. Sus ojos estaban siempre clavados en mí con expresión dolorosa de piedad, como si le estuviese dando cuenta de los más tristes y amargos pesares. Confieso que aquella mirada insistente y ridículamente compasiva llegó a irritarme la bilis.
—¿Conque no ha estado usted en Sevilla hasta ahora? ¡Pobrecito! ¿Entonces no habrá usted visto la Semana Santa? ¡Ay, madre mía, no haber visto nunca las procesiones del Jueves y Viernes Santos, no haber visto las cofradías ni los pasos, no haber visto al divino Señor del Gran Poder ni a la Santísima Virgen de la Esperanza!… ¡Parece mentira, vamos, parece mentira! ¡Pobrecito!
Si me hubiera dejado llevar del genio, le habría dicho que había muchas cosas en el mundo que me gustaría ver más que aquéllas. Pero en vez de hacerlo, le manifesté con el mayor servilismo que lo consideraba como una gran desgracia, y que aceptaría cualquier sacrificio por verlas algún día. Llegó mi rebajamiento hasta suplicarle me indicase cómo me arreglaría para visitar algunas de aquellas santas y primorosas imágenes en sus santuarios. Entonces, D.ª Tula, con el acento de una persona que va a mostrar a un moribundo el medio de librarse de sus dolores y volver a la vida, me fue dando noticia de las iglesias, las calles en que estaban situadas, las horas en que podían verse y los parajes de las capillas en que las imágenes se hallaban colocadas.
Yo escuchaba con afectada atención, pero el severo D. Oscar comenzó a dar señales de impaciencia y concluyó por decir:
—Bueno, doña Tula; ya le irá usted dando esas noticias poco a poco, pues de una vez todas no es fácil que las retenga.
—Verdad, don Oscar, verdad. Tiene usted mucha razón. ¡Como soy tan polvorilla!… Lo mismo era mi difunto. Nos juntábamos un par, que no hacía falta más que un tantito así (señalando con el dedo) para que saltásemos por la chimenea.
—Ya se ve bien por el resultado de tal unión—dijo el enano con mal humor.
—Es verdad… Lo dice por mi hija Gloria (dirigiéndose a mí).
—¿Tiene usted una hija?—preguntele yo con la mayor indiferencia.
—Sí, señor, tengo una hija, que parece amasada con rabos de lagartijas. ¡Jesús, qué criatura! Desde que ha venido al mundo, no se ha estado quieta un minuto en ningún sitio.
«Señora, no mienta usted. ¡Pues si está dos horas lo menos todas las noches sentada a la ventana hablando conmigo!»
Esto me apeteció decirle, pero me lo guardé. En su lugar pregunté, afectando cada vez más indiferencia:
—¿Hace muchos años que es usted viuda?
—¡Oh! Sí, bastantes. Mi marido tenía el pobrecito un genio demasiado vivo para poder vivir mucho tiempo. La pobrecita de mi hija se quedó huérfana a los siete años…
Y con fastidiosa prolijidad para cualquiera, menos para mi a quien interesaba aquella historia, me la contó, perdiéndose en un mar de pormenores, mientras D. Oscar, impaciente y cejijunto, tocaba el tambor con los dos sobre el brazo del sofá.
—¡Oh! ¡Si viera usted cuántos trabajos he pasado por todos estilos! Las travesuras de mi hija no me dejaban ni un ratito de sosiego. Luego, Dios nuestro señor quiso probarme con unos dolores tan fuertes de cabeza, que pensé volverme loca. Estos dolores me vinieron, sin duda, al ver que la fortuna ganada por mi pobrecito esposo se iba deshaciendo poco a poco y no podía hacer nada para remediarlo. Claro, a nosotras las mujeres nos engañan con mucha facilidad. ¿Qué sabía yo de administrar ni regir unos negocios tan complicados? Entonces fue cuando pedí auxilio a este bendito señor que usted tiene delante. Y en seguidita que él se puso al frente, las cosas cambiaron de golpe, y todo comenzó a ir como una seda. Él fue quien puso en claro las cuentas, se entendió con los acreedores, hizo marchar la fábrica, que estaba en pérdidas… En fin, ha sido la Providencia de mi hija y la mía. A este bendito señor debemos el poder hoy comer, porque si no hubiera sido por él, Dios sabe si estaríamos pidiendo una limosnita en las calles. ¡Si usted supiera la cabeza que tiene este bendito señor y lo dispuesto que es para todo!…
D. Oscar extendió la mano, exclamando:
—¡Basta, doña Tula, basta!
—Déjeme usted, don Oscar, déjeme usted decir a este caballero los motivos que tengo de agradecimiento para con usted.
—Ya ha dicho usted bastante. Ahora le ruego nos deje solos, porque tengo que hablar con él reservadamente.
—Está bien, don Oscar, está bien.
Se despidió de mí con el acento meloso que la caracterizaba y se apresuró a salir de la estancia, con una sumisión que me sorprendió altamente. Verdad que el tono de Don Oscar y sus ademanes firmes y resueltos parecía que no daban lugar a contradicción.
Luego que el bendito señor se quedó a solas conmigo, volvió a instruirme severamente acerca de mis deberes para conmigo mismo. Otra lección en toda regla, durante la cual me apeteció más de una vez cerrarle la boca de una puñada. Al final me ofreció con naturalidad y modestia ocupación en la casa, haciéndome observar que el sueldo sería corto, veinte duros al mes, mientras la fábrica no diese más producto.
—Poco, muy poco es para la categoría que usted tiene ya en el ejército; pero los tiempos corren malos lo mismo para ustedes que para nosotros. Acomódese usted por ahora, que tal vez más adelante…
Di las gracias con efusión, pensando que aquel empleo me acercaría a Gloria y me facilitaría el camino para hacerla mía. Don Oscar, figurándose que tal calor dependía del mal estado en que me hallaba, dirigiome una mirada de compasión, que me avergonzó. Púsome una mano sobre el hombro (mientras estaba sentado podía hacerlo) y tornó a alentarme con mayor protección aún al trabajo y al ahorro. Nos despedimos cordialmente. Al trasponer la puerta volvió a llamar con recia voz a D.ª Tula, que se presentó con la misma sonrisa dulzona, y me extendió la mano, dejándola suelta para que yo la estrechase. Aunque mis ojos iban presurosos de un lado a otro, no logré ver a Gloria. En cambio, al acercarme a la cancela en compañía de don Oscar tuve un encuentro, que por poco se convierte en catástrofe y da al traste con todos mis planes. Al tiempo de salir entraba en el portal Paca, quien, al verme, abrió unos ojos como puños, y dilatándose después su rostro con sonrisa placentera, exclamó:
—¡Madre mía del Rosío! ¿Uté aquí, señorito?
Pero yo le eché una mirada tan furibunda que la pobre mujer, aterrada, cambió instantáneamente de expresión, y con la viveza y la astucia que caracterizan a andaluzas, dijo con perfecta naturalidad:
—Uté dispense, señorito… Le había confundío con don Celipe el inpetor del taller de pitiyo.
El cíclope enano no hizo alto en esta equivocación, y pude salir a la calle satisfecho del éxito de mi visita.
¡Cómo reímos por la noche Gloria y yo de la famosa entrevista y del peligroso encuentro! Mas al día siguiente tuve ocasión de ponerme serio, cuando, al presentarme a Don Oscar, éste me entregó un papel doblado, diciéndome:
—Ahí tiene usted la lista de sus obligaciones o de los trabajos que ha de desempeñar en esta casa.
Lo desdoblé, y vi una especie de cuadro sinóptico de los que se usan en las escuelas para determinar los trabajos de los niños, lleno de claves artísticamente trazadas y de rayas admirablemente hechas con tinta de China. Era la obra de un gran calígrafo: Mañana. De tal hora a tal hora: Examen de cuentas. De tal hora a tal hora: Correspondencia. Luego, media hora para almorzar, un cuarto de hora de descanso. Apenas me quedaba tiempo para rascarme. Aquella portentosa obra de caligrafía me puso de muy mal humor, sobre todo porque advertí que debía pasar la mayor parte del día en las oficinas de la fábrica, situada en las afueras de la ciudad, hacia el barrio de San Bernardo. Cuando con acento de amargura se lo dije a Gloria, ésta se echó a reír locamente.
—¡Pobrecillo mío, ya te ha caído el cuadro sobre la cabeza! Consuélate, hijo, que tu Gloria ha vertido muchas lágrimas sobre otros parecidos. ¡Qué hombre más apestoso! Cuando niña, en vez de traerme confites, se entretenía en dibujar cuadritos distribuyéndome las horas. De tal hora a tal hora gramática castellana. Después lección de solfeo. En seguida bordado. Por la tarde lección de dibujo… Y como mamá le apoyaba, no había más remedio que sufrirle… ¡Maldita sea su estampa!… ¿Quieres creer que ahora ha tenido la desvergüenza de hacer lo mismo? Verás tú. Al día siguiente de llegar del convento, al pasar por delante de su despacho, le veo muy atareado con el pocillo de la tinta de China a un lado y el tiralíneas en la mano… ¡Vaya, cuadrito tenemos! dije para mí. ¡Ya verás, saleroso, lo que hago yo con tus litografías! Por la tarde me lo entrega con mucha ceremonia. Yo lo recibo con la misma y le doy un millón de gracias. En seguidita me voy a mi cuarto y hago con él una pajarita preciosa… Ninguna me ha salido tan bien… El papel era gruesecito, ¿sabes?… Tenía el piquito levantado, que apetecía comérsela… Voy muy callandito a su alcoba y se la coloco sobre la mesa de noche. Al día siguiente le encontré con un hocico de media vara, que aún dura, y a mamá lo mismo… pero no me han dicho palabra.
Me dispuse a cumplimentar las tareas del cuadro sinóptico, con la esperanza de que aquello no duraría mucho tiempo. No dije nada a Villa ni a Matildita, ni a Isabel siquiera. Se hubieran reído de mí grandemente. Aunque pasaba la mayor parte de las horas en La Innovadora, gran fábrica de jabones comunes y finos perfumados (que por cierto examiné cuidadosamente, como quien cuenta ser pronto dueño de ella), algún tiempo me tocaba estar también en casa de Gloria, dando cuenta a D. Oscar de mis trabajos o escribiéndole algunas cartas. En estas ocasiones veía rara vez a mi novia, y cuando llegaba este caso, en los corredores, pasábamos el uno al lado del otro sin aparentar conocernos. El primer día que la vi le pregunté a D. Oscar, que iba conmigo:
—¿Quién es esta joven?
Tardó en contestar, y dijo al cabo con acento donde se traslucía sorda hostilidad:
—La hija de doña Tula.
—¿Tiene más que ésta?
—No… Y es bastante.
Me abstuve de insistir, porque el tono del enano era concluyente y revelaba mal humor.
Por detrás de él Gloria me solía hacer mil muecas, poniéndome en grave peligro de perder la serenidad y echarlo todo a rodar. Dos veces, en el espacio de ocho días, me invitaron a comer. Los manjares predilectos de aquellos seres eran tan extravagantes como ellos. Don Oscar cogía a puñados los berros y se los metía en la boca y los rumiaba como un buey. Además, hacía uso inmoderado del vinagre. Hasta lo echaba en la sopa. D.ª Tula, con empalagosa solicitud, se lo advertía.
—¡Don Oscar! ¡don Oscar!
—Déjeme usted, doña Tula. Atienda usted a su estómago, y no se meta en el de los demás—respondía con su voz formidable el enano, trayendo hacia si la vinagrera.
En cambio, D.ª Tula abusaba fuertemente del azúcar. Era cosa que me causaba náuseas verla echar cucharadas colmadas en cuantos platos se la presentaban. D. Oscar comía rajas de naranja con aceite y vinagre. D.ª Tula espolvoreaba de azúcar los pimientos.
Así se pasaron diez o doce días. La exactitud de don Oscar me abrumaba. Estuve por mandarlo al diablo más de veinte veces. Cuando me encargaba de cualquier comisión, sacaba del bolsillo su enorme cronómetro.
—Tiene usted que llevar estas letras a la presentación. Después debe usted pasar por casa de Ricardo y ver si le quiere dar algún dinero, a cuenta de las cincuenta cajas que se llevó el mes pasado. Son las diez y treinta y cinco. Para ir al despacho de Arias, en la calle de San Pablo, le bastan a usted ocho minutos; cinco más para presentar las letras, son trece; echemos diez para ir a la Campana, a casa de Ricardo, son veintitrés; ocho para tratar con él la cuestión de los cuartos, son treinta y uno, y seis para venir de la Campana hasta aquí… echemos nueve… son cuarenta… A las once y cuarto, o a todo más a las once y veinte, puede usted muy bien estar de vuelta.
No había más remedio que caminar por Sevilla con la lengua fuera, si no quería incurrir en el desagrado de aquel enano autoritario, que lo expresaba en frases corteses, sí, pero firmes y severas. Invariable, infaliblemente, D. Oscar iba a misa de ocho a San Alberto con doña Tula todos los días. Gloria les acompañaba unas veces sí y otras no. Cuando lo hacía, se iba lo menos veinte a treinta pasos delante. El bendito señor no asistía a ningún café, ni iba jamás al teatro, ni salía a paseo. Sus horas de recreo, que tenía tan bien clasificadas como las de trabajo, las invertía en jugar a las damas con D.ª Tula. Ésta pasaba la vida limpiando la casa o en brega con las flores, por las cuales profesaba idolatría. Cuando la tropezaba en los pasillos, rara vez dejaba de llevar en brazos alguna maceta que iba a colocar al sol o a la sombra, según conviniese.
—Agur, querido; voy a llevar este geranio a atrás, porque el pobrecito se me está requemando aquí en el patio. ¿No ha visto usted este rosalito? Mire qué botoncito más lindo y más rico tiene ya, y eso que no hace siquiera un mes que lo he plantado… Voy a aprovechar el rayo de sol que cae ahora en la ventana de la sala para que se alegre un poquito…
Y en busca de los rayos de sol o de las rayas de sombra, la pobre señora no paraba un instante, llevando y trayendo las macetas. En la tarea de regarlas por la mañana y por la tarde, no sólo se ocupaba ella, sino que empleaba también a las criadas. Era uno de los quehaceres mayores de la casa. D. Oscar no estaba de acuerdo con esta manía, pero la toleraba bondadosamente como una debilidad femenina. Algunas veces le decía sonriendo con superioridad:
—Vamos a ver, doña Tula, ¿quiere usted decirme qué utilidad reportan las flores?
La señora quedaba desconcertada.
—¡Las flores son muy bonitas, don Oscar!—exclamaba llena de despecho.
—Bonitas, convengo en ello… pero no son útiles.
Otro de los quehaceres que más tiempo la exigía era el tocado; caso raro, porque exceptuando a misa, jamás salía de casa, y en casa apenas se recibía visita alguna. Aquella serie de rizos tan iguales, tan primorosos, pegados a la frente con esmero, no tenían más ojos que los viesen, salvo los de las cuatro viejas que se reunían a oír misa en San Alberto, que los de su hija, D. Oscar y las criadas. D.ª Tula conservaba vivo el sentimiento de la belleza, que reside sin excepción apenas en todas las andaluzas. Cuando me tropezaba y no iba muy ocupada, solía detenerme y charlar conmigo, mostrándome siempre la misma compasión. ¡Las veces que me habrá llamado pobrecito aquella buena señora!
¿Qué clase de relaciones eran las que existían entre ella y D. Oscar? Si fuera a dar crédito a las insinuaciones y reticencias que había oído, el bendito señor era su amante. Mas, aparte de que la edad de ambos no lo hacía probable, en los días que frecuenté la casa no pude observar nada que lo confirmase. Se trataban siempre con igual ceremonia, D. Oscar con cierta superioridad intelectual, D.ª Tula con humildad afectuosa. Ni una mirada donde se pudiera traslucir un sentimiento más íntimo, ningún dato que los acusara. D.ª Tula tenía sus habitaciones en el piso bajo; el bendito señor, en el alto. Esto no obstante, yo no juraría que lo que se decía careciese en absoluto de fundamento.
La vida que llevaba en aquellos días era por demás asendereada y trabajosa, y lo que es peor, no veía la utilidad de ella, como D. Oscar la de las flores. Mi entrada en la casa, aunque otra cosa pensase Gloria, no había facilitado la solución del problema que ambos tratábamos de resolver. Por el contrario, me parecía que cuando se descubriese el engaño quedaría en peor estado. Además, ni un minuto más de plática con mi novia me había concedido tal entrada. Cuando le hice presente a aquélla mis quejas y le expuse amargamente los abrumadores trabajos que D. Oscar me imponía, exclamó riendo:
—¿Te habías figurado, hijo, que el conquistar esta plaza no había de costar ninguna pena? Si fuese en otro tiempo, estarías a estas horas en un calabozo de la Inquisición por haberte atrevido a galantear a una monja.
Vi en la obscuridad brillar sus ojos negros, gozosos y blanquear las filas de sus dientes moriscos, y se huyó de repente mi tristeza. Sin embargo, dije exhalando un suspiro:
—¡Oh! Si esto dura mucho tiempo, me voy a quedar como una flauta… Mira, las sortijas se me salen del dedo.
—Mejor, cuanto más delgadito menos galleguito. Ya verás, chiquillo, ya verás lo que voy a quererte después que hayas pasado esta crujía. Conviene que mamá te tome algún cariño y don Oscar te estime. ¡Uf! Ya habla de ti como si hubiera tropezado con un tesoro escondido. Cuando llegue el momento damos el golpe… Te presentas un día con aquella levita tan larga que tienes… Mira, te ruego por Jesucristo vivo que no te me presentes delante con ella. Pareces el hermano mayor de la Paz y Caridad… Pero ese día sí, ¿sabes?… Es para que don Oscar te tome algún miedo… Pides mi blanca… digo, mi negra mano. A don Oscar se le erizan los bigotes y muge. Mamá llora y dice: «¡Pobrecita hija! Si se la ha de llevar un hombre, más vale que sea este señor de la levita larga, que ya entiende de jabones». Ya veras qué bien se arregla todo.
No participaba yo, como he dicho, de su optimismo. El cuadro sinóptico del bendito señor me traía loco. La curiosidad de Matildita estaba fuertemente excitada al verme salir temprano de casa y no volver hasta la noche, pues la mayor parte de los días almorzaba de prisa y corriendo en un café. En la tertulia de Anguita ya empezaban a correr bromas sobre mis desapariciones misteriosas. Excusado es decir que la que más preocupada andaba con ellas era Joaquinita. Isabel también se me quejó de que no iba por su casa ni le daba cuenta de la marcha de mis amores. Dijo que había estado un día a visitar a su prima, y que por ella sabía que hablábamos a la reja. «¡Parece mentira que sea usted más reservado!» Estuve tentado a soltar en su pecho el fardo que tanto me pesaba, pero un instinto de prudencia me retuvo. Quién sabe si me tomaría por un mentecato, viéndome en aquella ridícula situación. Por fortuna o por desgracia, vino un suceso inesperado a sacarme muy pronto de ella. Un día, al entrar en el despacho de D. Oscar, me encontré repantigado en una butaca al malagueño que había conocido en Marmolejo, a Daniel Suárez, mi presunto rival en el amor de Gloria. Quedé sin gota de sangre en el rostro. Toda debió fluir al corazón. Apenas tuve fuerzas para hacer una mueca que quiso y no pudo parecer sonrisa.
—¡Hola! ¿Usted por aquí?—dijo al verme, levantándose a medias del asiento y extendiéndome la mano.—No contaba verle tan pronto, amigo. ¿Cómo lo ha pasado usted?
—¿Se conocen ustedes, a lo que veo?—preguntó don Oscar con su voz recia y profunda.
—Hemos sido compañeros de cuarto en Marmolejo hace unos tres meses, poco más o menos… cuando Gloria estaba allí tomando las aguas, ¿sabusté?
Era el mismo hombre cínico y displicente. Sus ojillos negros y aviesos bailaban, sonrientes, de mí a D. Oscar, reluciendo de malicia. Si fuera posible quedar más desconcertado y confuso de lo que estaba, quedaría, seguramente, con estas palabras. Sentí la mirada de don Oscar en la mejilla, como una bofetada que me la enrojeció; pero no volví los ojos hacia él.
—¿Viene usted de Málaga?—pregunté, por preguntar algo.
—Sí, señor, vengo de Málaga… Me trae aquí un asuntillo, ¿sabusté?… un asuntillo—dijo, dando un chupetón y soltando el consabido chorrito de saliva. Al mismo tiempo me clavaba una mirada risueña, donde quise leer cierta burla despreciativa.—¿Usté también habrá venido a sus negocios?
—Sí, señor, aquí me ha traído un asunto que, por fortuna, ya tengo casi arreglado—respondí con tonillo impertinente, contestando a su mirada burlona con otra de desafío.
El amor propio herido hizo despertar la cólera en mi pecho. Y sin entrar en más contestaciones y sin volverme hacia D. Oscar, cuyos ojos sentía siempre posados sobre mí, dije:
—Vaya, señores, ustedes tendrán que hablar… Hasta la vista.
—Vaya usted con Dios, amigo… Y que el asunto se arregle del todo—me respondió Suárez.
Don Oscar no dijo una palabra. Pero al salir arrogante y altanero del despacho, resuelto a cualquier violencia si se me provocaba a ella, todavía sentí su mirada luciente y acerada en el cogote.
X
Tropiezo con un grave escollo
Cuando se hubieron pasado los primeros momentos de sorpresa y de cólera y, ya en la calle, pude reflexionar, caí en un profundo abatimiento. Creí que todo había venido al suelo, todo lo que constituía mi felicidad. La intención del malagueño no podía ocultárseme. Lo que seguiría después de doña Tula y el bendito señor se enterasen de mi intriga podía sospecharlo. Maldije la hora en que había conocido a aquel antipático sujeto, y le deseé de todas veras la muerte. Hecho lo cual, me dije con heroica decisión que yo no renunciaría por él ni por todos los malagueños diseminados por el globo al amor de Gloria y que nos veríamos las caras.
Sin embargo, el horizonte se presentaba muy oscuro, había que reconocerlo. Era menester comenzar de nuevo y urdir otras intrigas. Se urdirían. ¡Vaya si se urdirían! Pero ¿cómo empezar, si cortaban toda clase de relaciones entre Gloria y yo y se la llevaban a otro sitio, a un convento quizá? Pues la seguiría adondequiera que fuese y armaría un tejido tal de invenciones, que concluyesen por marearlos y hacerles ceder. Ceder, ¡ay! Si no estuviesen los cien mil pesos de Gloria por el medio, ya lo creo que cederían. «Pues yo no renuncio tampoco a ellos, aunque me hagan tajadas—dije con energía, entre dientes—. Podría renunciar si no se tratase más que de mí, y aun, si se quiere, de ella, pero hay que tener presente que mañana tendremos hijos, y que yo no puedo, en conciencia, despojarlos de lo que es suyo.» Pensando en estos hijos nonatos, despojados sin culpa del haber materno, me enternecí. Pasé aquel día en un estado de fuerte excitación, ideando mil monstruosidades y majaderías. Por la noche, al llegar las once, a sabiendas de que Gloria no podía estar en la reja, las piernas me llevaron a la calle de Argote de Molina. Calcúlese mi sorpresa y alegría cuando al pasar por delante de la casa vi la ventana abierta y percibí, como todas las noches, blanquear la figura indecisa de mi adorado sueño. Acerqueme con precaución, temiendo una emboscada; pero en seguida me convencí, al escuchar su voz, de que eran infundados mis temores. Me saludó muy enfadada, llamándome chinchoso, feo, ente, fatuo…, ¡gallego! Este era siempre el último insulto y el que, en su opinión, resumía y compendiaba todos los demás. La razón de aquella granizada de denuestos: que hacía diez minutos largos que eran sonadas las once y que esperaba. Quedé estupefacto.
—Pero, chica, ¿no sabes?
—¿Qué?…
Quise contarle el encuentro que había tenido por la mañana.
—Toíto lo sé; no me cuentes… ¿Y qué hay con eso?
—Pensé que tu mamá y don Oscar, al saber el engaño, te regañarían…
—¿Regañar?… Me armaron una escandalera atroz… Por supuesto, yo te negué con más desvergüenza que San Pedro a su Maestro… ¡Qué quieres, hijo…, las circunstancias!… Me preguntaron si te conocía… «En mi vida le he visto», contesté. «Pues ha estado en Marmolejo cuando tú.» «Pues no he reparado en él.» No es fácil que se hayan tragado la bola, porque es muy gorda; pero Daniel no debió de decirles nada. Se ha portado mejor de lo que podía esperarse.
—Si no lo ha dicho, lo dirá—manifesté con mal humor, producido por oírle llamar al malagueño por su nombre de pila, lo cual me parecía ya una infidelidad.
—¡Pues que lo diga! Si me aburren mucho, me planto como los borriquillos gallegos… (¡perdona, chico!) y digo: Señoras y caballeros, hasta aquí he llegado…
Me enteré de la edad que tenía, diecinueve años cumplidos, y propúseme consultar a algún abogado para saber si podría casarme contra la voluntad de su madre. Le dije también que, aunque Suárez hubiera sido discreto, tenía el convencimiento firme de que tramaba algo contra nosotros y que pronto se había de ver el resultado. Convino conmigo en que era imposible que volviese a presentarme en su casa. Aunque ignorasen los pormenores, lo mismo don Oscar que su madre estaban seguros de que yo no era tal oficial carlista y que venía en seguimiento de ella desde Marmolejo. Cuando le expresé mi temor de que cortasen aquellos coloquios a la reja, me respondió con resolución:
—Si me quitan la reja, ya buscaremos otro medio.
El ánimo de Gloria y la confianza que mostraba en los recursos de su imaginación me la infundían a mí también y me tranquilizaban. Al día siguiente, no conociendo a más jurista en Sevilla que a Olóriz, que estaba en el último año de la carrera, le consulté sobre los requisitos del matrimonio. Aunque se atusó gravemente la preciosa barba y metió dos o tres veces los dedos por la rizada selva de sus cabellos, masticando algunas generalidades, comprendí que sabía tanto como yo sobre el particular. Fui con él a su cuarto y examinamos los libros donde se declaraban. Allí vi que mi adorada pronto estaría en edad de casarse con quien quisiera. Por la noche comuniqué a ésta la noticia; pero, en vez de recibirla con alegría, se me puso muy enojada.
—¿Qué? ¿Un año todavía? ¿Y me lo cuentas con esa tranquilidad?… Ceferino, mira que te lo digo yo, ¡tú no tienes corazón!
—¡Oh Gloria!—respondí, todo sofocado, llevándome la mano al pecho—. No me digas eso. Aquí lo siento latir sólo por ti. Si dejases de amarme algún día, tengo la seguridad…
—Pero, hombre, repara que te estás llevando la mano al lado derecho, y ahí no puede estar el corazón.
Después dijo proféticamente, con una resolución que me inundó de alegría:
—¿A cuántos estamos hoy? A cuatro de agosto, ¿verdad?… Bien; pues el día primero de octubre será nuestra boda.
Sin estorbo alguno, con igual seguridad y placidez que antes, proseguimos nuestros coloquios nocturnos a la reja. Yo estaba algunas veces inquieto, sin embargo, imaginando que la hora menos pensada una delación del malagueño podría concluir con ellos. Su mismo silencio me daba miedo, haciéndome pensar en terribles asechanzas. Pero Gloria no sentía preocupación alguna. Cuando le interrogaba acerca de Suárez, me respondía que frecuentaba, en efecto, la casa, porque traía negocios mercantiles con don Oscar, que le hablaba alguna que otra vez; mas nunca, en su conversación, había hecho alusión a nuestras relaciones, ni tampoco se había propasado a galantearla más que en los términos vagos que en Andalucía carecen por entero de significación. Poco a poco me iba serenando. Allá, en el fondo, estaba quizá contento por haber sacudido de los hombros el tremendo cuadro sinóptico de don Oscar.
Las noches eran calurosas, asfixiantes. Cuando no iba a casa de Anguita, después que dejaba al amigo Villa, me agradaba dar vueltas por la ciudad en espera de las once, a pasos cortos y lentos, arrastrando los pies. Pasear a aquellas horas por las calles de Sevilla era lo mismo que visitar lo interior de las casas. Las familias y los tertulios se hallaban reunidos en los patios, y los patios se veían admirablemente desde la calle, al través de las cancelas. Veía a las jóvenes, con trajes claros, columpiándose en las mecedoras, los negros cabellos en trenza, adornados con alguna flor de vivos colores, mientras sus galanes, montados sin etiqueta en las sillas, departían con ellas en voz baja o les daban aire con el abanico. En algunos patios se tocaba la guitarra y se cantaban alegres malagueñas o peteneras, de notas prolongadas, melancólicas, coreadas por los «¡olés!» y el palmoteo del concurso. En otros, una o dos parejas de niñas bailaban seguidillas. Los palillos sonaban con gozoso chasquido; las siluetas de las bailaoras pasaban y repasaban por delante de la cancela, en actitudes ora arrogantes, ora lánguidas y desmayadas, siempre provocativas, llenas de promesas voluptuosas. Estos eran los patios que podían llamarse tradicionales. Los había también modernos o modernizados, donde sonaban en el piano los valses de moda o los trozos más notables de las zarzuelas estrenadas en Madrid recientemente, cuando no se cantaba el Vorrei morir, o La stella confidente, u otra de las piezas que los italianos componen para recreo de las familias sensibles de la clase media. Habíalos, por último, de carácter misterioso, donde la luz andaba sobradamente regateada, silenciosos, tristes, en la apariencia. Fijándose un poco, solía percibirse, a la media luz que reinaba entre el follaje de las plantas, alguna pareja amartelada. Y si el transeúnte detuviese el paso, quizá llegara a su oído el leve, blando, rumor de un beso, aunque no lo doy por seguro.
De todos modos, aquellos fuertes toques de luz que salían de los patios, aquel soplo rumoroso que pasaba a través de la enrejada puerta, animaban la calle y esparcían por la ciudad ambiente de cordialidad y de alegría. Era la vida meridional, franca, bulliciosa, expansiva, que no teme la mirada curiosa del paseante, antes la solicita y se huelga con ella, donde aún late vivo, después de tantos siglos, el sentimiento de la hospitalidad, la religión de los árabes. Sevilla ofrecía a tal hora un aspecto mágico, un encanto que turbaba el ánimo y convidaba a soñar. Creíase estar dentro de una ciudad calada, transparente, de un inmenso cosmorama de aquellos que, cuando niños, inquietan nuestra fantasía y despiertan en el corazón ansias invencibles de lanzarse a otras regiones misteriosas y poéticas. Aspirábanse aromas embriagadores. Ni un leve soplo de brisa refrescaba la frente. Mis pasos eran cada vez más cortos y más tardos, recorriendo, mareando, el confuso laberinto de las calles, animadas con vivas ráfagas de luz, regaladas de músicas y vibrantes de gritos y carcajadas femeninas.
Llegaban las once, y entonces mis pies se movían presurosos por la revuelta calle de Argote de Molina, hasta alcanzar la casa de Gloria. El misterio daba a nuestras entrevistas un encanto infinito. Con la frente apoyada en las rejas de la ventana, sintiendo el hálito blanco de mi amada y el roce de sus cabellos perfumados, dejaba transcurrir las horas, que tal vez serán las más felices de mi existencia. Gloria hablaba, hablaba sin cesar. Yo, ofuscado por la luz de sus ojos, que, como dos acumuladores eléctricos, iban lenta y suavemente magnetizándome, la escuchaba sin pestañear, acariciado por aquel acento andaluz, dulce y salado a la vez, cuyo recuerdo hace suspirar a más de un inglés en las brumas de la Gran Bretaña. ¿De qué hablaba? Apenas lo sé: de los sucesos insignificantes del día, de las nonadas de la vida; algunas veces, de lo por venir, imaginando mil proyectos contradictorios que me hacían reír; algunas también, de sus recuerdos de convento. Gozaba extremadamente oyéndole contar las travesuras de su época de colegiala, los mil incidentes, tristes o cómicos, que le habían pasado en el colegio.
De niña era un diablejo irresistible, lo reconocía ingenuamente. Apenas se pasaba día sin que dejase de proporcionar algún disgusto a las hermanas. La vida triste y monótona del colegio no era para ella. Se levantaban muy temprano y hacían media hora de oración en la sala de clases. Luego oían misa. A la salida se hablaban, preguntándose por la salud únicamente. A la hora de recreo, o récréation, como allí se decía, también se hablaban. Fuera de estas horas estaba prohibido comunicarse. Pero ella nunca había cumplido esta orden, ni mientras colegiala, ni cuando hermana. «No podía, hijo, no podía. Se me agolpaban las palabras a la lengua, y, o salían, o estallaban.» En cierta ocasión, por haberse burlado de la hermana San Onofre, la habían encerrado en la buhardilla. Desde allí se veía un cuartel, y, oyendo gritar al centinela: «¡Centinela, alerta!», contestó a grito pelado: «¡Alerta está!» Esto produjo un verdadero escándalo en el colegio, y le acarreó un castigo ejemplar. Pero se burlaba de los castigos lo mismo que de las hermanas. Muchas veces le imponían por penitencia entrar en todas las clases, hincarse de rodillas en medio de ellas y hacer algunas cruces en el suelo con la lengua. No le importaba. Al contrario, lo que hacía era excitar la risa de las otras niñas con sus muecas. Quise saber algo de la madre Florentina. Lo que me había dicho la monja francesa había despertado mi curiosidad.
—¡Ah! La madre Florentina era muy buena. Nos llamaba siempre filletas y nos dejaba hacer cuanto queríamos, menos cuando tocaban a trabajar. ¡Oh! Entonces no había más remedio que apretar durito. No consentía en nuestros cuartos ni un tantico así de polvo. Nos tenía barriendo hasta que quedaban como un espejo. ¿No sabes que ella también pagó caro el bailoteo de Marmolejo? Se la depuso y se la obligó a pedir perdón de rodillas a la comunidad. ¡Pobre madre! Por culpa nuestra…, quiero decir, por culpa tuya.
—He sabido que no era ya superiora por la monja que salió a abrirme en el colegio; una monja guapa, por cierto, con ojos muy severos y acento extranjero.
—¡Ah, sí! La hermana Desirée.
—Mal genio debe de tener.
—¡Condenadísimo! No somos amigas. Cuando era educanda no me dejaba vivir. Hasta que un día vino el trueno gordo, ¿sabes?, quiero decir, hasta que le rompí la cabeza. Desde entonces quedó como un guante.
—¡Romperle la cabeza!—exclamé, sorprendido.
Me lo explicó con lujo de pormenores. Un día, a la comida, advirtió que su cuchara tenía cardenillo, y lo dijo en voz alta. La hermana Desirée, que tenía la intención de un veragua, tomó la cuchara, la limpió y se fue a la superiora con el cuento de que no quería comer con ella por capricho. La superiora, entonces, le había mandado lamerla delante de la comunidad y de las otras niñas. Lo hizo por no dar mal ejemplo; pero en seguida se levantó y se fue a encerrar en su celda. La hermana Desirée la siguió y quiso traerla de nuevo a la mesa, a viva fuerza. Comenzó a reprenderla ásperamete, diciéndole mil insultos, y hasta trató de golpearla. Entonces, al sentir la mano de la profesora en la mejilla, había perdido la razón, cogió un taburete y se lo zampó sobre la cabeza. «¡Qué susto, chiquillo, al verla con la cara llena de sangre!» Se precipitó a socorrerla, limpiándola con el pañuelo, lavándole la herida, y, llorando como una Magdalena, se arrojó a sus pies, pidiéndole perdón. Luego, cuando quisieron que hiciese lo mismo delante de la comunidad, se negó a ello. La misma hermana Desirée intervino para que no se la violentase ni castigase. Desde este suceso parece que la miraba con mejores ojos o, al menos, no la reprendía tanto como antes. Gloria había advertido que alguna que otra vez, muy rara, la hermana se enternecía. Cuando pensaba que nadie la miraba, quedábase largo rato con los ojos en el vacío, pasaba por ellos una ráfaga de ternura y concluían por arrasársele. Entonces se ponía guapa de veras. Apetecía ir a besarla. Mas si se advertía que la estaban mirando, volvía a poner aquellos ojazos crueles que a todas nos asustaban. Más tarde se había enterado de que se había hecho monja por unos amores desgraciados.
Además de esta, pintábame con gracia el tipo de otras hermanas que había tenido por profesoras. Había una, francesa también, llamada la hermana Saint-Etienne, a quien remedaba con singular donaire: «Oh, silence, enfant! Oh malheureux enfant, je vous mettrai en cachot!» Era delicioso oírle pronunciar el francés. «Tenía razón la pobrecita—concluía riendo—, porque yo era un bicharraquillo muy malo.»
En aquellas noches me enteró también de los pormenores de su profesión. Estaba tan aburrida en casa, que resolvió volverse al convento. No quería, sin embargo, profesar. Pero su estancia allí, de otra suerte, se haría imposible. Al fin, obligada por la necesidad y bajo la presión continua y persistente de cuantos la rodeaban, se decidió a hacerlo. Era el día 9 de mayo. Su madre y algunas tías y primas que tenía en Sevilla habían ido al convento para asistir a la toma de hábito.
Después que había oído una plática del confesor en la capilla y habían terminado todas las ceremonias, una hermana la llevó a su celda y la dejó sola para que se vistiera el hábito y se pusiera la cofia. El hábito se lo había metido sin vacilar; pero al llegar a la cofia le había entrado una repugnancia tan grande, que por tres veces la arrojó al suelo diciendo: «¡Yo no me pongo este gorro!» Y otras tres la había recogido. Por fin, se la puso. Llegó otra vez la hermana y le pidió un espejo. En el colegio no lo había; pero dijo que iba a llevarla a la sacristía, donde lo encontraría y podría verse bien. No quiso ir. Estaba de un humor de todos los diablos. Al pasar por delante de una puerta vidriera que tenía cortinillas encarnadas había podido ver su imagen reflejada.
—¿Y sabes que no me pareció que estaba feílla con la cofia?
—Al contrario—repuse yo—: te sentaba admirablemente, estabas guapísima.
—¡Chitón! Déjame concluir. Después que me vi en la vidriera me animé un poquirritillo. Fui otra vez a la capilla y allí me abrazaron todas mis amigas. ¡Ay hijo, entonces comencé a soltar lágrimas a chorro! ¡Me dio una perrera, que pensé liquidarme!
Pero, como era una chiquilla, pasó al instante de la tristeza a la alegría. La comunidad celebró su toma de hábito con un refresco espléndido y una comedia en que trabajaron las educandas. Aquel día había estado fuertemente excitada: tan pronto reía como lloraba. Después que se vio monja se había modificado un poco. Hasta hubo temporadas en que se había creído realmente con vocación, en que exageraba como ninguna hermana las penitencias y los escrúpulos. Poco faltó para que la creyeran santa. La más leve falta le producía tal escozor en la conciencia, que no se contentaba con ir a pedir perdón de rodillas a aquella a quien había ofendido, sino que, al reunirse la comunidad a la hora de comer, se arrodillaba delante de todas y decía con lágrimas: «Hermanas mías, me acuso de haber ofendido a Fulana, de este o de otro modo, dando mal ejemplo a la comunidad», y también se acusaba de sus pensamientos malos: «Hermanas mías, me acuso de ser soberbia, de tener mucho amor propio y creer que hago las cosas mejor que ninguna. Hermanas mías, ¿me perdonan vuestras caridades el pecado de haberme distraído durante la misa?»
—En fin, hijo: que las traía fritas a perdones. No sé cómo me aguantaban.
Después pasaba al extremo opuesto. Había temporadas en que le daba por ser mala y mortificar a todo bicho viviente. Las niñas le temblaban. Buscaba pretextos para castigarlas. Armaba riñas entre las hermanas. Era el genio malo del convento. Estas temporadas terminaban, como las otras, por una gran crisis nerviosa, un fuerte ataque, que la dejaba postrada algunos días en cama. También tenía momentos de tristeza tan profunda, que apetecía y aun buscaba la muerte. En cierta ocasión se arrojó al pozo, y de allí la sacaron medio asfixiada; pero nadie supo, mas que el confesor, que había tenido intención de suicidarse. Los únicos días felices fueron algunos que pasó en el convento de Vergara, cuando había estrechado amistad con Maximina. El cariño ciego, mejor dicho, la adoración extática de aquella niña, la había consolado de bastantes pesares. «¡Dios perdone a quien me separó de ella!»
La charla incesante, suave, monótona, de Gloria, donde se percibía el silbido continuo de la ese, me producía un mareo lánguido, cierto retardo voluptuoso, al cual contribuía el ambiente abrasador que se respiraba, el perfume penetrante de las flores y plantas de almoraduj y albahaca, entre las cuales aquella se sentaba.
Durante estas confidencias íntimas, preocupada enteramente por sus recuerdos, me abandonaba la mano. El tibio contacto de su piel delicada, al través de la cual sentía palpitar el calor misterioso de la vida, me llenaba de dicha, una dicha profunda, incomparable, infinita; jugaba suavemente con los dedos torneados y creía sentir en ellos tan pronto febriles estremecimientos como languideces invencibles, ardientes promesas y ahogados anhelos de ternura. De cuando en cuando separaba la cabeza, porque me sentía sofocado, y aspiraba fuerte y prolongadamente el aire con un suspiro extraño que hacía reír a la hermosa. Según avanzaba la noche, iban cerrándose, uno a uno, los agujeros de luz que había en la calle. La atmósfera, quieta y abrasada, nos traía rumores confusos de puertas que se cierran, saludos que se cambian, pasos que se alejan; los ruidos todos que preceden al reposo. Y este llegaba al fin. El aire desierto y melancólico ya no vibraba con ningún sonido. Sólo de tarde en tarde el golpe lento del reloj de la Giralda lo estremecía de improviso con metálico clamor. La sultana de la Andalucía se entregaba al sueño debajo de su espléndido dosel de estrellas. Dentro de su recinto, no obstante, velaba siempre el amor. Hasta el amanecer podían verse en sus estrechas y misteriosas encrucijadas algunos galanes que, como yo, yacían inmóviles, con la frente pegada a alguna reja.
Las horas corrían veloces; pero nosotros no oíamos o no queríamos oír los golpes del reloj sonando lentamente en el silencio y soledad de la noche. Sin embargo, la seca campanada de la una nos estremecía y nos llenaba de inquietud. Aún permanecíamos hablando algún tiempo. Sonaba la una y media…
—Vete, vete.
—Cinco minutos nada más.
Pasaban cinco minutos, y otros cinco después, y yo no me movía. Entonces Gloria, de repente, a la mitad de una frase, se levantaba enojada consigo misma y me decía bruscamente:
—Adiós; hasta mañana.
—Dame la mano siquiera para despedirte.
Me la daba, y yo la retenía a la fuerza algunos minutos más. De pronto alzaba la cabeza en señal de susto, y decía en voz alterada:
—¡Siento ruido!
Yo, estremecido, soltaba la mano, y ella se alejaba riendo del engaño.
De malísima gana también me alejaba yo de aquel rincón oscuro y discreto, donde dejaba mi felicidad. A paso rápido iba salvando las estrechas calles anegadas en sombra, no viendo por encima de mi cabeza más que una banda de azul profundo sembrada de estrellas.
Todos los días me condecoraba, esto es, me ponía en el ojal la flor que llevaba en el pecho. Al día siguiente era menester llevársela marchita; la deshojaba cuidadosamente y me ponía la nueva. La idea de que pudiera regalar aquella flor a otra mujer la estremecía. Empezaba a notar con deleite que sentía celos, celos inconscientes y vagos que ansiaban formularse, sin llegar a conseguirlo. Hacíame mil preguntas acerca de la tertulia de Anguita, me obligaba a describirle minuciosamente todas las jóvenes que allí asistían, y luego, repentinamente, mirándome con fijeza a los ojos, me preguntaba:
—Vamos a ver: ¿y cuál es de todas la que más te gusta?
—Ninguna. Todas me gustan por igual.
—¿Por qué sueltas esas simplezas? ¿Crees que me voy a enojar porque te guste una más que otra? Al contrario, hijo.
—Yo no tengo ojos nada más que para mirarte a ti. Y desde que tú me gustas he perdido el gusto de todas las demás.
Ella, insistía con calor, llamándome embustero, gitano, comediante. Al fin, una noche, más por complacerla que por otra cosa, le dije:
—Pues, si he de serte sincero, la que allí me parece mejor es tu prima Isabel.
¡Dios eterno, qué hice! A pesar de la poca claridad que había, la vi ponerse densamente pálida.
—¡Ya me lo sospechaba!—exclamó con voz ronca y extraña, que me asustó—. ¡No había de gustarte una chica tan hermosa! Tú también le habrás gustado a ella, como si lo viera… ¡Lucido papel me habéis hecho representar! Pero esa es una infamia; sí, una infamia… Desde el momento en que has comenzado en recaditos con ella debí comprender que lo que ella quería era un novio más; mejor dicho, un esclavo más de los que lleva sujetos con un cordelito…
—Pero, Gloria, ¿qué estás diciendo ahí?
—No me trate usted de tú—exclamó, mirándome con ojos chispeantes de furor—. Yo no tengo ya nada que ver con usted… Márchese usted y déjeme el alma quieta…
Asombrado, dolorido, sin saber lo que me pasaba, traté de hacerla entrar en razón. Todo era inútil. No me escuchaba. Excitada por sus mismas palabras, que se atropellaban unas a otras, colérica, descompuesta, me cubría de denuestos, repitiendo a cada instante: «¡Márchese usted! ¡No quiero verle a usted delante!»
No hubo más remedio que aguardar a que se desahogase. Cuando lo hubo hecho, cayó en un singular abatimiento. Tapose la cara con las manos y comenzó a sollozar fuertemente. Aproveché aquellos momentos para decirle lo que creí del caso, demostrándole con razones irrefutables su engaño y el agravio que me hacía. Parece que mis palabras y mi actitud firme y serena hicieron sobre ella impresión, porque no tardó en parlamentar.
Sin embargo, me asaeteó a preguntas, procurando cogerme en contradicciones, observando mi rostro fijamente con ojos inquisitoriales. Después me hizo jurar más de cien veces, por todos los seres queridos que se me habían muerto, por todos los santos del Cielo, que sólo ella me gustaba de veras y sólo a ella quería. Uno de los juramentos, el último y más solemne de todos, me obligó a hacerlo de rodillas sobre las piedras de la calle.
—Si me engaña—concluyó diciendo, con la frente fruncida y mirándome severamente—, cuenta que te clavo un puñal en el corazón.
—Ahí va el puñal—dije, sacando el que me habían regalado en el Fomento de las Artes y que llevaba por precaución en mis excursiones nocturnas—. Te clavarás a ti misma clavando mi corazón—añadí, sonriendo.
—¡Ah gitano, macareno!—exclamó, mirándome al mismo tiempo con sorpresa y cariño—. Venga… Lo guardo… Ten por seguro que no escapas vivo si me haces traición.
—Casi me entran ganas de hacértela por el gusto de morir a tus manos.
Pasó del dolor a la alegría instantáneamente. Las carcajadas se sucedieron a los sollozos. Como si quisiera indemnizarme del susto y de las injurias que me había dicho, ninguna noche estuvo tan cariñosa y zalamera. Tirándome por las manos y sonriendo con sus ojos llorosos aún, exclamaba:
—¿No parece mentira que haya llegado a enamorarme de este modo de un gallego?
No obstante, desde entonces había días en que me hacía padecer mucho con sus celos injustificados. Tenía un miedo tan grande a que se la pegara, como ella decía, que sólo con la idea se estremecía y empezaba a injuriarme. Después me pedía perdón, riendo de sí misma.
Cerca de su casa había un establecimiento de bebidas, que solía estar abierto hasta hora muy avanzada. Una noche, hallándome, como de costumbre, en coloquio amoroso, se me presentó de improviso un chico, trayendo en la mano una batea de cañas de manzanilla. Acercose a mí y me dijo:
—De parte de unos señores que están ahí bebiendo, que haga usted el favor de beber a la salud de la señorita.
Quedeme estupefacto mirándole, y pensando después que era una broma, dije con malos modos:
—Yo no conozco a esos señores ni sé cómo se atreven…
Pero Gloria me tiró de la manga, diciéndome:
—Bebe.
La miré sorprendido.
—¿Hay que beber?
—Sí, hombre, sí; bebe.
Hice como me mandaba, apurando una caña, y luego dije:
—Deles usted las gracias.
Cuando se hubo alejado el chico, me dijo:
—¡Buena la hubieras hecho si no aceptas! ¡Menuda bronca te arman esos gachós!
Luego me explicó que aquello en Andalucía no solo no tenía nada de particular, sino que era un acto de cortesía y franqueza que debía agradecerse. Me recomendó que no dejase de pasar después por la tienda a darles las gracias, pero encareciéndome mucho que no permaneciese allí más tiempo que el indispensable, porque a menudo había reyertas. Algo maravillado de aquellas singulares costumbres, así que me despedí de ella, apresureme a cumplir su encargo. En la taberna hallé hasta media docena de individuos con trazas de personas decentes, que comían alcaparras y langostinos, remojándolos con tragos de manzanilla. Pregunté al chico si eran los que me habían convidado, y habiéndome respondido afirmativamente, le encargué que sacase unas copas de jerez, corriendo de mi cuenta. Fui a darles después las gracias, y me recibieron con una cordialidad tan rara como grata. A los cinco minutos de hallarme entre ellos parecíamos camaradas de toda la vida. Creo que si estoy allí una hora, salimos tratándonos de tú. Me hicieron de Gloria unos elogios que, aunque un poco vivos y si se quiere brutales, tuve que aceptar y aun agradecer, pues se comprendía que eran dichos de buena fe y con ánimo de agradar. Brindamos y bebimos por ella más de una docena de veces, y se invitaron con la mayor alegría para beber unas cañitas a la salud de los novios el día de la boda. Iba ya a despedirme, acordándome de la recomendación de mi novia, cuando creí escuchar ruido de dinero y murmullo de gente arriba.
—¿Qué hay arriba?—pregunté a uno.
—Timbirimba. Si usted quiere echar una miraíta, suba usted esa escalera.
Aunque no soy jugador, siempre he tenido alguna inclinación a los naipes. Subí, pues, por donde me señalaban, con cierta curiosidad, y al llegar a la sala de arriba vi, en efecto, hasta veinte o treinta personas reunidas en torno a una mesa de juego. Procuré ver las cartas asomándome por encima de los hombros, y lo primero que observé, ¡caso chistoso!, fue al famoso Llagostera, mi compañero de fonda, aquel catalán eterno detractor de la holgazanería andaluza, con la baraja entre las manos tirando un entrés. Si hubiera visto al arzobispo en persona en aquella forma, no me hubiese sorprendido más. Manejaba los naipes con singular maestría, como jugador de oficio. De cuando en cuando, así que las apuestas estaban hechas, decía en voz alta, con el acento rudo que le caracterizaba: «Juego, caballeros.» Después de la sorpresa acudió a mí cierta irritación, no exenta de risa. ¿Este era el hombre que todos los días nos mareaba con el trabajo de Cataluña y mostraba tal desprecio al resto de los españoles? «Pues no te escapas sin verme», dije para mí, y a fuerza de trabajar con los codos logré ponerme en primera fila. Saqué un duro del bolsillo y, tirándolo sobre la mesa, dije: «Ese duro al cinco, señor Llagostera.» Levantó la cabeza, y al verme se inmutó ligeramente; pero, reponiéndose en seguida, me saludó con la mayor desvergüenza: «Buenas noches, compañero.»
Cuando le conté la aventura a Villa, se tiraba en la cama de risa. Luego, a la hora del almuerzo, comenzó a cantar las excelencias del trabajo, llamando a cada paso en su apoyo al catalán: «¿Verdad, señor Llagostera, que no hay otra fuente de riqueza?—al mismo tiempo hacía con disimulo el ademán de tirar de una carta—. ¿Verdad, señor Llagostera, que el único medio de prosperar las naciones y los individuos es el trabajo honrado? ¿Eh? ¿El trabajo decente?—la misma a mueca—. Yo no conozco más que a los catalanes que sepan tirar…, tirar bien del carro de la riqueza, ¿eh?—tirando de la carta imaginaria—. ¡Oh, si los andaluces tirásemos tan bien!…» Los comensales no podíamos reprimir la risa. Yo estaba temiendo un conflicto. Pero no lo hubo. Aquella misma noche se mudó el catalán de la casa.
Aunque no tan asiduamente como antes, continuaba asistiendo a la tertulia de las de Anguita, cuidando, por supuesto, de salir antes de las once. Joaquinita seguía persiguiéndome con sus cuartos de hora de conversación zalamera, empalagosa. Vagamente, sin embargo, porque lo mismo Villa que Isabel habían guardado reserva absoluta, entró en su mente la idea de que yo estaba enamorado en otra parte, y no me dejaba vivir con su «Uté etá chiflaíto, Sanhurho. Se le conose a uté en los oho. A vese lo pone uté entornaíto, entornaíto, que paese que se quea uté dormío.» Y era verdad. Más de una vez y más de dos me tengo dormido escuchándola. Isabel se había ido aquellos días con su padre a Sanlúcar, a la boda de una prima suya. Pepita proseguía la persecución de Villa, y éste, desembarazado por la ausencia de Isabel, continuaba dando caza a la criadita de la casa en las mismas narices de la señorita. El señor Anguita, que no se calentaba, a pesar de hallarnos en los días más terribles de agosto, había adquirido recientemente un pandero con el retrato de una chula, y se había vuelto loco y casi nos había vuelto locos a todos. Ramoncita, siempre en conversación grave, importantísima, con sus amigas jamonas y solteras. Don Acisclo, esparciendo el humorismo a un lado y a otro, y con él un vivo deseo de venganza en los pechos de los pollastres a quienes maltrataba. Lo único que me interesaba un poco eran los amores del presbítero don Alejandro con su discípula.
A pesar de la vigilancia exquisita de Pepita, se los veía tan pronto en un rincón como en otro, cuchicheando lo mismo que en el confesonario. El presbítero andaba tan revuelto y acongojado, que apenas si había contestado a lo que le preguntaban. Se había puesto pálido, ojeroso, y cuando alguna vez cantaba cosas de ópera, arrastraba de tal modo las notas, que parecía que se las paseaba a uno por las tripas. Observé que Elenita no estaba acongojada ni mucho menos, antes se mostraba alegrísima, acribillándole a sonrisitas y miradas tiernas, lo cual no era óbice para que las prodigase también a todos los jóvenes «en disponibilidad» que asistíamos a la tertulia. Llegué a imaginar que aquella vivaracha joven se gozaba en las angustias y los desvelos de su maestro.
Un suceso inesperado vino a sacudir el letargo y aburrimiento que la tertulia me causaba. Daniel Suárez, el odioso malagueño que me había inspirado tantos recelos y que aún me los inspiraba, fue presentado a las de Anguita por un pollastre en que no me había fijado. Esto no tenía nada de particular. Por aquella tertulia pasaban todos los forasteros, como habían pasado ya todos los naturales. Sin embargo, me produjo cierta emoción y, ¿por qué no decirlo?, bastante malestar. Disimulé cuanto pude, mostrándome afable. Él, por su parte, observó conmigo una conducta irreprochable, hablándome con naturalidad, como a un conocido que se estima y que no llega a amigo, ni buscándome ni huyéndome.
Por supuesto, no dejaba aquel acento displicente y aquellos modales bruscos y frases cínicas que le caracterizaban. En los breves momentos que departía con él no me habló palabra de Gloria, ni de don Oscar, ni mentó para nada aquella casa. Se contentaba con despellejar a los dueños de la en que estábamos o a cualquiera otra persona que tuviéramos delante. De tan antipático, aquel hombre daba frío. Procuré que su presencia no alterase poco ni mucho mis costumbres; esto es, pasaba mis ratos charlando con Joaquinita o con Villa, y al llegar las once menos cuarto me despedía. Su mirada, fija, luciente, me seguía hasta la puerta; pero no me importaba. Al contrario, con cierta complacencia feroz decía entre dientes: «Ya sabes adonde voy. ¡Rabia, antipático; rabia!» Alguna vez, cuando estaba charlando con Joaquinita en un rincón, sentía posarse sobre mí sus ojos pequeñuelos y malignos. Mas al levantar la cabeza hacia él los separaba inmediatamente.
En estos días, la segundogénita de Anguita me dio una noticia que no dejó de causarme pena. Me dijo que estaba concertada la boda de la condesita del Padul con un primo suyo, el duque de Malagón.
—¿Y Villa?—le pregunté, sorprendido.
Joaquinita me dirigió una larga mirada burlona.
—Pero ¿usted se ha imaginado que Isabelita le trae al retortero para casarse con él?
—No lo sé…, pero sí creía que le profesaba algún cariño.
—Atienda usted al cariño…
Y con cierta complacencia, que me molestó, contome algunos pormenores recientes de los amores de Villa. Al parecer, éste había escrito últimamente una carta a la condesita suplicándole le desengañase de una vez. En vez de hacerlo, ella le había respondido de un modo ambiguo y artificioso. Le decía que la había puesto en un compromiso serio, que su corazón le estaba pidiendo una cosa y que le era imposible escucharle; que obstáculos gravísimos le impedían responder como quisiera, etc.; una serie de palabras melosas para disfrazar unas calabazas muy amargas. El pobre Villa, en vez de darse por enterado, había replicado que le dijese cuáles eran esos obstáculos, para salvarlos si era posible, tornando a hacer protestas vivas de su amor y constancia.
—Pero ¿por dónde se supo eso?—pregunté bastante desabrido.
—Pues por la misma Isabel, que se lo ha contado en confianza a Ramoncita.
Me pareció aquello muy mal y formé de Isabel idea distinta de la que tenía. Desde entonces no podía hablar con Villa sin sentirme animado de compasión, que, por supuesto no dejé traslucir.
Por una de esas simplezas que los hombres inexpertos solemos tener, viví aquellos días en un estado de feliz confianza, que aún hoy, al recordarlo, me irrita contra mí mismo. Creía de buena fe que todo marchaba a pedir de boca, que don Oscar y doña Tula no pensaban ya en el engaño que les había hecho, que Gloria inventaría algún medio para casarnos antes que llegase a la mayor edad, y (¡esto es lo más original!) que Daniel Suárez había desistido por completo de sus pretensiones respecto a ella y me dejaba el campo libre. Pronto tuve ocasión de arrepentirme de tal confianza.
El día de Nuestra Señora, 15 de agosto (siempre recordaré la fecha), estuve a primera hora de la noche en la Británica con Villa. A eso de las diez, aunque ya era tarde para mí, se empeñó en dar una vuelta por casa de Anguita, y le acompañé no de buen grado. Estaba allí Daniel, más locuaz y alegre que de costumbre, conversando animadamente en un grupo de niñas. Al entrar, su mirada, casi siempre agresiva, se clavó en mí, con expresión maliciosa de burla y desprecio, que me lastimó como una bofetada. Le pagué con otra fría y desdeñosa, y me dispuse a sentarme al lado de Joaquinita por no unirme a aquel grupo. Pero el malagueño vino a mí muy risueño y se sentó también al lado de la de Anguita, y le dijo con una rudeza que todos se autorizaban con aquellas jóvenes, y él, por su carácter, con más razón:
—¿Para qué me perzigue usted a este gachó, si ya está amartelaíto perdío por otra niña zevillana?
—¿De veras está usted enamorado, Sanjurjo?—me preguntó Joaquinita, visiblemente contrariada.
—Cuando el señor lo dice…—repuse muy fríamente.
—Diga usted que zí… Es una morena hasta allí…, con unos ojos como dos negros bozales…, ¡ham!, dispuestos a comérselo a uno… ¡Y unos andares…, que el suelo cruhe de gusto cuando se siente su taconeo!…¡Luego un arma que ni la de un violín… y más zentío que un miura!…
Aquellos elogios brutales, que más parecían dichos en son de menosprecio, despertaron en mí profunda indignación, y dije, sonriendo rabiosamente:
—Le falta a usted lo mejor.
—¿Qué?
—Que tiene cien mil duros de dote.
El sarcasmo no le hizo efecto alguno.
—¡Ezo e! Y, además, se encuentra uno con el inconveniente de los cien mil duros. ¡Diga usté ahora que este zeñó no es má zabio que Víctor Hugo!
No sé en qué hubiera parado aquella conversación si no llega a levantarse y despedirse. Mi sangre estaba dando más vueltas que un argadillo. Luego que se fue me calmé un poco, aunque todavía tardé algunos minutos en contestar acorde a las preguntas que Joaquinita me dirigía. Disimulando mal su turbación y enojo, me pedía noticias de mi novia con una insistencia y una melosidad tan empachosa que yo no sé si hubiera preferido las insolencias del malagueño.
—Vamos, Sanhurho, no disimule uté má… ¿Es tan guapa como Daniel la ha pintao?
—Señora, ya le digo a usted que no ha sido más que una broma para divertirse un poco a mi costa.
—¡Jesú, qué pesao y apestoso está uté hoy, amigo! ¿Se figura uté que por hablar de ella se va a disipá en el aire como el álcali volátil?
Sufrí aquella mosca el tiempo que pude, que no fue mucho, pues me llegaban las once menos cuarto. No me dejó hasta la puerta y me prometió enterarse de todo, «porque sacar algo de mí estaba visto que era imposible». Tomé, al fin, el camino de la calle de Argote de Molina. Según me acercaba a ella, se iba desvaneciendo la negra bruma de odio y de tedio que la desvergüenza del malagueño y la fatuidad de la de Anguita habían echado en mi espíritu. Cuando entré en ella y alcancé a ver la casa de Gloria, me hallaba en la misma feliz disposición con que acudí siempre a la cita. Pero en el mismo instante, al echar una mirada a la reja, veo arrimado a ella, o próximo a ella al menos, el bulto de un hombre. Me detuve estupefacto. Lo primero que imaginé fue que era el sereno. Después pensé que se trataba de un borracho; luego, que aquel hombre no estaba arrimado a la reja donde Gloria me hablaba, sino a la de otra ventana. Todo esto en menos de un segundo. Anduve tres o cuatro pasos más y me convencí de que, en efecto, era un hombre, que estaba arrimado a la ventana de mi novia, en la misma posición que yo solía estar. Di otros tres o cuatro, y vi que aquel hombre era, sin género de duda, Daniel Suárez.
Es horrible decirlo, pero lo diré, porque quiero que este libro sea una confesión. Si me hubiesen dicho en aquel momento: «Se ha muerto tu padre», no hubiera recibido impresión más cruel. Miraba y no quería creer a mis ojos. Estaba a unos veinte pasos de distancia. En la media luz que el farol de la esquina esparcía en aquel rincón se destacaba bien clara la silueta del malagueño recostado sobre la reja, con su americana corta, pantalón claro ceñido y sombrero cordobés de alas rectas. Sin darme cuenta de lo que hacía, avancé con lentitud, el paso vacilante, y me cercioré de que detrás de la reja se hallaba Gloria. Fui tan estúpido o estaba de tal modo aturdido, que, en vez de retroceder y alejarme pronto de aquel sitio, continué avanzando y pasé por delante de ellos con el rostro vuelto hacia la ventana. Daniel se volvió enteramente de espaldas. Luego que pasé oí un animado cuchicheo y risas comprimidas. No acierto a describir lo que pasó por mí entonces.
A pesar de hallarnos en una de las noches más calurosas de agosto, sentí la frente cubierta de un sudor frío y vacilé como un beodo. Necesité apoyarme en la pared un instante. Luego, por un esfuerzo, mejor dicho, un sentimiento de amor propio, seguí resueltamente mi camino. Anduve a paso largo no sé cuánto tiempo por entre calles; no recuerdo cuáles. Sólo tengo una idea de que estuve en el muelle y que me apeteció arrojarme al agua. Entré en un café y me bebí unas cuantas copas de coñac. En lugar de contribuir a turbarme, el licor sirvió para despejarme y aclarar mis ideas. Al menos, esto me pareció entonces. Contemplé con decisión el suceso y reconocí al instante que había tenido la desgracia de caer en manos de una redomadísima coqueta. El lance no era nuevo. Esto mismo había pasado a muchos millares de hombres antes y pasaría después. Confieso que me acometió un vivo sentimiento de venganza, no por el acto en sí, sino por la forma grosera y humillante en que había sido llevado a cabo. De ella no podía tomarla, al menos por entonces. Pero de él, sí. Él era, seguro estaba de ello, quien había imaginado tal escena vergonzosa. A él era a quien debía exigir la responsabilidad.
Luego que me hube aferrado bien a esta idea, bebí otra copa de un trago, me levanté y salí decidido a entendérmelas con aquel guapo. Mientras caminaba a paso largo hacia la calle de Argote de Molina, discurrí que acometerle de improviso a bofetadas era indigno. Además, una cachetina no era lo que yo apetecía. En aquellos momentos me sentía inclinado a lo trágico. Una estocada que le traspasase el corazón, un tiro que le deshiciese la cabeza; esto era lo que mejor representaba mis sencillos deseos, y en ello me detuve con voluptuosa complacencia. Si yo fuera un hombre aturdido, falto de previsión y de cálculo, quizá hubiera hecho aquella noche una barbaridad muy gorda. Mas, por mucho que me halagase la consoladora idea de abrir un boquete en la cabeza o en los intestinos de mi rival, comprendí al instante que los hombres civilizados no pueden proporcionarse estas puras satisfacciones sin tropezar con la Policía, el Juzgado y el presidio. Forzoso era renunciar a ella si no apelaba al desafío. Esto ya no me halagaba tanto. Sin embargo, aunque agucé cuanto pude el entendimiento, no hallé otro procedimiento.
Penetré en la calle por la parte baja, esto es, por la de Mercaderes y Conteros, y fui siguiéndola cautelosamente, ciñéndome bien a las paredes hasta poder avistar la casa de Gloria. Pude notar, sin ser notado, que Suárez continuaba en el mismo puesto. Fuerza de voluntad necesité para no correr allá y patearle. La tuve, no obstante. Esperé con paciencia un rato, asomando de cuando en cuando la cabeza para cerciorarme de que no se había movido. El corazón me latía fuertemente. Difícil me hubiera sido continuar en aquel estado mucho tiempo; pero quiso la suerte que no sucediese. Al dar el reloj las doce se cerró la vidriera de la ventana y Suárez se separó de ella. No debo ocultar que experimenté cierta satisfacción pueril al pensar que conmigo se estaba hasta la una y media y aún más algunos días. Me detuve un instante a ver qué dirección tomaba mi enemigo, y observando que seguía calle abajo, corrí cuanto pude delante, perdiéndome en sus recodos. Cuando di la vuelta a la esquina de la calle de Conteros, me detuve y esperé. No tardó en aparecer.
—Una palabra, amigo—le dije, saliéndole al encuentro y colocándole una mano en el hombro.
Se puso atrozmente pálido, retrocedió dos pasos y llevó rápidamente la mano al bolsillo de la americana, sin duda en busca de un arma. Mas al verme tranquilo y como sorprendido de su movimiento, la dejó caer otra vez y me preguntó:
—¿Qué se ofrece?
—Tengo que hablar con usted dos palabritas.
—Las que usted quiera.
—Aquí en la calle estamos mal. ¿Tiene usted inconveniente en que entremos en cualquier establecimiento? Muy cerca hay uno.
—Vamos allá.
La idea de entrar en un café le había serenado por completo, como es natural. Anduvimos algunos pasos por la calle arriba otra vez y penetramos en la taberna donde me habían convidado no hacía muchos días. Se encontraban en ella los mismos alegres compadres, que me recibieron con igual agasajo y cordialidad. Todos a un tiempo elevaron sus cañas, invitándome a beber. Uno de ellos me dijo:
—¿Qué tal la morenita?
La pregunta me turbó extremadamente en aquel momento.
—¡Pchs!… No anda mal.
Echamos un trago para no desairarlos y nos fuimos a sentar en un rincón.
Suárez y yo nos miramos un instante a los ojos sin disimular el odio. Yo fui quien rompió el silencio, diciendo:
—Ante todo, hablaremos bajito para que no se enteren esos señores… Quiero decirle a usted que, después de lo que ha pasado esta noche, usted comprenderá que necesito matarle.
—Compare, no comprendo esa necesidá; pero si uté lo ziente, no debía darme aviso, porque ahora va a coztarle una mijita más de trabajo.
—No soy un asesino. Aunque lo que usted ha hecho conmigo es una indignidad…, una porquería, voy a hacerle a usted el honor de batirme con usted.
—Eztimando ese honor, amigo. ¿Zabe uté una cosa que estoy pensando?… Que está uté un poquirritiyo…—apoyando el dedo índice en la sien—. No se ofenda uté.
—No me ofendo. Sí; loco debo de estar cuando, en vez de patearle a usted la cara hace poco, he aguardado para decirle muy cortésmente que es usted un canalla.
El malagueño cambió su natural color aceitunado por otro algo más bajo; pero no pareció alterarse. Guardó silencio unos momentos, dio un par de chupetones al cigarro, que eternamente tenía entre los dientes; separolo después de la boca, soltó el consabido chorrito de saliva por el colmillo, quitó la ceniza con el dedo meñique y dijo tranquilamente:
—Vamo; uté quiere, por lo vizto, buya.
—Bulla, no. Quiero matarle a usted. Ya se lo he dicho.
—E igual, porque yo no he de morir zin un poquito de buya. Pero voy a decirle a uté un sentimiento que tengo ayá dentro, y no lo eche uté a mala parte… Creo yo que todo ezo del duelo, y lo padrino, y la espada, y lo zable ez una guaza, ¿zabuté? Cuando un hombre le hace a otro mala zangre, para deshogarze no necesita tanto compá de espera. Pero, ademá, el matarse en este cazo me paece, ¿zabuté?, una gran zimpleza.
—Será lo que usted quiera—repliqué con viveza—, pero estoy dispuesto a que nos matemos.
—¡No ze apure uté, buen hombre! Nos mataremos.
Hablábamos en voz muy baja y procurábamos ambos sonreír diciéndonos estas ferocidades; de suerte que los que allí estaban creían que departíamos amigablemente.
—Nos mataremos, zi uté tiene tanto empeño… Pero conzte que yo cuando le he vizto a uté a la reha con eza niña no he ido a buscarle buya.
—¡Hombre, tiene gracia! ¿Y por qué me la había usted de buscar?
—Puez por la misma razón que uté me la busca a mí… ¿Es uté el marío de eza joven?… ¿Es uté zu padre o zu hermano?… Pue entonce, ¿con qué derecho me quiere uté privá de hablar con eya zi eya tiene guzto en hacerlo?… Uté la ha conocío en lo mizmo día que yo…¿A uté le ha guztao zu palmito y zu aquel? También a mí. ¿A uté le han apetecío lo cien mil duro de la dote?… Lo mizmito me ha sucedío a mí, compare. Uté ha comenzao a hacerle rozca… Yo también ze la he hecho. Por conziguiente, igualito. Llevará el gato al agua el que la niña quiera. Paece que ahora zoy yo. ¿Qué quiere uté hacerle?
—No estoy enteramente de acuerdo con esa opinión; pero no discutamos… Tiene usted un modo de apreciar las cuestiones demasiado…, demasiado prosaico, por no emplear otro calificativo… Se preocupa usted mucho de los duros…
—¿Y uté les ezcupe, compare?
—Voy a suplicarle a usted un favor…, y es que no me llame usted compadre.
—Hombre, uté me dizpensará que pida un vazo de limón para que uté reflezque… Etá uté muy nervioziyo… Cuando le haya a uté pazao eze fogonazo de celo que ahora le ha dao, ze reirá de lo que etá diciendo y haciendo… Que no le haga buena tripa el verme a la reha con la niña que uté creía chalaíta, se comprende bien; pero que uté se dizpare de ese modo, vamo, compare (uté dizpense, amigo), me paece a mí…, digo que no eztá en lo regulá.
—No me disparo porque esa mujer u otra cualquiera deje de quererme o prefiera a otro, entiéndalo usted bien. Es muy libre de hacerlo. Lo que no tolero es lo que usted ha hecho, con bien poca delicadeza por cierto…, preparar una escena tan fea y vergonzosa con el solo propósito de humillarme. Si usted se hubiera dirigido a mí, diciéndome: «Gloria ya no le quiere a usted; me quiere a mí», en cuanto lo comprobase convenientemente le dejaría a usted el campo libre y quedaríamos tan amigos, al menos en la apariencia.
—Alto ahí, amigo. La escena de que uté habla no ha zío preparada por mí, sino por eya. Por empeño zuyo fui a la reha un poco antes de las once. Es maz: quize oponerme a eyo porque zabía que eza era la hora en que uté echaba zu parrafiyo; pero la niña lo tomó por too lo alto, y no hubo má remedio que conformarze.
—Permítame usted que lo dude.
—Uté ez mu dueño. Zi uté quiere convencerze, véngaze mañana de noche conmigo a la reha y ze lo preguntamo. Seguro etoy de que no me dejará por embuztero.
—Yo no tengo para qué presentarme otra vez delante de esa p…—exclamé, poniéndome rojo.
Creí que aquel insulto dirigido a su amada le iba a exasperar. Nada de eso. Siguió tan tranquilo como si nada fuese con él.
Ambos guardamos silencio. Yo quedé profundamente pensativo. Las últimas palabras del malagueño me habían llegado a lo profundo del corazón. Era imposible dudar ya de que la ofensa había venido directamente de ella. A pesar de que tenía la mirada fija en la mesa, sentía sobre mí los ojos de Suárez, observándome, serios y recelosos. Levanté al cabo la cabeza y dije gravemente:
—Está bien. Puesto que es ella sola la que ha querido ofenderme, nada de lo dicho. Quede usted con Dios.
Al mismo tiempo me alcé del asiento y salí de la taberna, un poco sorprendido, en verdad, de que Suárez me dejase ir tan tranquilo, pues en nuestra corta plática le había dirigido algunas injurias que merecían explicación.
XI
Me dedico a buscar a Paca
Lo que no se me ocurrió mientras estuve bajo la impresión del latigazo de la cólera, penselo en cuanto me serené un poco y se me acordaron las ideas. Quiero decir que, apenas hube reposado algún tiempo en el lecho, habiéndome despertado a medianoche, al instante se me ofreció con admirable claridad que Gloria no podía cometer una acción tan ruin por capricho. Podía abandonarme, entrar en amores con otro, coquetear, darme cordelejo y reírse. Todo eso estaba en lo verosímil; mas herirme villana y sañudamente sin más pecado que el de amarla, no era creíble. Debía de haber gato encerrado. El acto de aquella noche parecía inspirado en un deseo de venganza, y para vengarse, menester era una ofensa previa. Esta consideración me dio harto consuelo. Propúseme, pues, tan pronto como llegase el día, poner en práctica los medios para deshacer la intriga que, sin duda, había tramado el malagueño contra mí. Comenzó a pesarme de no haberle dado una buena «pateadura»; pero se la prometí para la primera ocasión que se presentase. Y con este pensamiento confortante, el sueño tranquilo de los justos acudió de nuevo a mis sienes, y no me desperté hasta las nueve de la mañana.
Vestime con premura y salí a la calle sin saber adónde iba, pero con la resolución incontrastable de ir a alguna parte. Por lo pronto, los pies me llevaron a casa del conde del Padul.
—El señor conde y la señorita vienen pasado mañana.
¡Cielos! ¡Dos días aún! ¡Una eternidad para mí! Pensé que en dos días había tiempo suficiente para morirse de pena, y si no es de pena por lo menos de hambre, pues sentía que me faltaba el apetito y no comería a manteles mientras no se resolvieran mis dudas. ¡A quién acudir en aquellas críticas, terribles circunstancias! Si en la mano lo tuviese, hubiera hecho intervenir en el asunto a la autoridad civil. Pero no siéndome posible, me decidí a buscar a Paca. ¿Dónde? Yo, que había estudiado matemáticas, historia de España, patología interna y tantas otras cosas inútiles, ¡no sabía dónde vivía Paca! Renegué cien veces de mi imperdonable abandono, de mi descuido para aprender cosa de tan reconocida necesidad. No había más remedio que aguardar la salida de las cigarreras de la fábrica, y aun así exponerme mucho, como me había sucedido ya, a no verla. Todas las desdichas se cernían de una vez sobre mi cabeza.
Pasando por la calle de Francos en tal estado de abatimiento, vecino al sepulcro, oí que me llamaban desde una tienda de sederías.
Eran las de Anguita.
—Venga uté acá, Sanhurho…—me dijo Ramoncita—. Ayúdenos uté a escoger un traje que sirva para las tres. Estamos mareadas hase más de una hora buscando un color que diga a toa estas fisonomía…
Los dependientes sonrieron de la desfachatez. Yo permanecí grave. Entonces Joaquinita, mirándome atentamente a la cara, me preguntó con sorpresa:
—¿Qué tiene uté, Sanhurho? Etá uté paliito.
—¡Pachs! No me siento hoy muy bien.
—¿Es que le ha dao calabasas la novia?
Aquella pregunta, hecha sin duda alguna al sabor de la boca, me causó una extraña y profunda impresión. Debí de ponerme como una cereza, y sonreí forzadamente. Joaquinita soltó la carcajada.
—Vaya, he dao en el clavo sin saberlo.
Aturdido estúpidamente, dije algunas frases que no recuerdo, y me despedí de aquellas señoritas, a quienes no deseé otra cosa más que Dios confundiera en el mismo momento.
¡Bueno estaba yo para bromitas! Andando entre calles un rato, se me ocurrió la idea, no muy sensata, de ir a la Fábrica de Tabacos y preguntar allí por Paca…¿Para qué? Llegaba mi grosera ignorancia hasta no saber su apellido. Busque usted a una tal Paca entre seis mil mujeres. Lo menos que habría en la fábrica eran doscientas o trescientas Pacas. Sin embargo, insistí en la idea, porque no me venía otra más asequible, y eso que trabajaba mi cabeza como un horno encendido. Poco a poco fui acercándome a la puerta de Jerez, y me encontré, cuando menos lo pensaba, frente al vasto y suntuoso edificio alzado por Felipe III para la confección del rapé.
Di bastantes paseos por delante de él. Al cabo, me resolví a franquear la verja, y me acerqué a una de las puertas.
—¿El señor administrador?—pregunté a un hombre que me pareció portero.
Así que hice esta pregunta, me quedé sorprendido, confuso. ¿Para qué quería yo al administrador?
—Siga usted adelante, suba usted por aquella escalera, tuerza a la izquierda, siga usted el corredor, tuerza a la derecha, suba otra escalerilla, y allí enfrentito tiene usted su despacho.
De todo aquello no me hice cargo sino de que siguiera adelante. Y seguí. Vi una escalera y subí por ella.
—¿El señor administrador?—pregunté a otro hombre.
—Venga usted conmigo; yo le llevaré hasta su despacho.
Mientras me guiaba por los anchurosos y sucios corredores, no pude menos de decirme: «Ceferino, dispensa, chico, pero estás haciendo una melonada.» Tropezábamos aquí y allá con mujeres y hombres que me miraban fijamente, como si adivinasen aquel juicio poco lisonjero que había formado de mi persona y lo corroborasen en todas sus partes. Al fin me hallé frente a frente del administrador, un señor anciano, pálido, bigote y perilla blancos, traza de militar retirado y gorro de terciopelo azul en la cabeza.
—¿Qué se le ofrece a usted?
Esta pregunta me pareció tan inaudita, tan bárbara, que me quedé clavado en el suelo, mirándole con espanto.
—Vamos, caballero, ¿qué se le ofrece a usted?
Tosí, sudé, empalidecí, di algunas vueltas al sombrero, estiré el cuello de la camisa, que no me apretaba, y, por último, le alargué la mano.
—¿Cómo sigue usted?
Tomola, mirándome con desconfianza, y contestó de mal talante al saludo.
—Usted me dispensará… Yo buscaba a una tal Paca…, una operaria de la fábrica, ¿sabe usted?… Necesito con mucha urgencia darle una noticia… Si usted me hiciese el favor…, yo le agradecería en el alma.
—¿Qué favor quiere usted que le haga?
—Hacer que salga para que pueda decirle no más de dos palabras.
—¿Cuál es su apellido y en qué taller trabaja?
Esta terrible pregunta volvió a desconcertarme.
—¿Sabe usted que no puedo decírselo?—respondí, sonriendo hasta con las orejas.
El administrador me miró gravemente de arriba abajo y estuvo un rato indeciso, tal vez dudando entre si era un loco, un guasón, o un tonto. Parece que debió de inclinarse a este último partido, porque alzó los hombros y dijo sonriendo a uno que entraba a la sazón en el despacho:
—Oiga usted, Nieto: este señor desea que le busquen a «una tal Paca».
Y recalcó mucho las últimas palabras, lo cual no me hizo muy buena sangre.
—¿Para qué?—preguntó el empleado que entraba, dirigiéndose a mí.
Yo, acometido súbitamente de una gran dignidad, respondí con gesto desdeñoso:
—No lo sé.
Pero aquel empleado era, por lo visto, hombre amable y de buena pasta, porque insistió, diciendo:
—Si usted supiera el apellido, tal vez, preguntando por los talleres, podríamos dar con ella.
—Es una mujer de treinta años o más, pálida, de ojos negros, que lleva un pañolito blanco al cuello.
El administrador y él se miraron, dirigiéndose una leve sonrisa, no muy halagüeña para mí.
—Bueno, bueno, venga usted conmigo—dijo el complaciente Nieto con resolución entre galante y burlona—.Ya veremos si podemos dar con ella.
Salí, haciendo una fría inclinación de cabeza al administrador, y seguí al empleado, que comenzó a guiarme por los corredores.
—¿Usted no sabe en qué taller trabaja?
—No, señor.
Nieto se dolió de esta ignorancia con suavidad, como si en ello le fuera algo. Era un hombre alto, grueso, de fisonomía abierta y simpática. Sin saber por qué, parecía interesarse en mi negocio y no se cansaba, mientras caminábamos, de hacerme preguntas por donde pudiera ponerse en la pista de la cigarrera. Me dijo que era inspector del taller de pitillos, y que conocía personalmente a muchísimas operarias, sobre todo de vista.
—Cuando veo a una mujer en la calle, es difícil que no sepa decir si trabaja o no en la fábrica.
En su opinión, lo mejor que podíamos hacer era entrar en los talleres, recorrerlos despacio a ver si distinguía entre las mujeres a la que buscaba. Preguntome si quería comenzar por el de pitillos, que era el suyo y el más numeroso. Ningún inconveniente tuve. Al llegar a la puerta diome en el rostro un vaho caliente, y percibí un fuerte olor acre y penetrante, que no era solo de tabaco, pues este se siente apenas se pone el pie en la fábrica, sino de sudores y alientos acumulados, la infección que resulta siempre de un gran número de personas reunidas en el verano.
Eran las once de la mañana, y el calor tocaba a su grado máximo.
—Aguárdese usted un momento, voy a prevenir a la maestra—me dijo Nieto, adelantándose.
Observé que llamó a una mujer, habló con ella unas palabras, y esta se fue y volvió al cabo de unos momentos, diciendo:
—Pueden ustedes pasar.
Por lo que vine a entender, había ido a dar la voz de «visita» para que se tapasen las operarías, que, por razón del calor, habían descubierto alguna parte no visible de su cuerpo. Cuando entramos, aún pude notar que algunas se abotonaban apresuradamente la chambra o ponían un alfiler al pañuelo que llevaban a la garganta.
* * *
El cuadro que se desplegó ante mi vista me impresionó y me produjo temor. Tres mil mujeres se hallaban sentadas en un vasto recinto abovedado; tres mil mujeres que clavaron sus ojos sobre mí. Quedé avergonzado, confuso; pero supe aparentar cierto desembarazo, y me puse a charlar con Nieto, haciéndole preguntas tontas, mientras me guiaba por los pasillos del taller. Apenas se respiraba en aquel lugar. El ambiente podía cortarse con un cuchillo. Filas interminables de mujeres, jóvenes en su mayoría, vestidas ligeramente con trajes de percal de mil colores, todas con flores en el pelo, liaban cigarrillos delante de unas mesas toscas y relucientes por el largo manoseo. Al lado de muchas de ellas había cunas de madera con tiernos infantes durmiendo. Estas cunas, según me advirtió Nieto, las suministraba la misma fábrica. Algunas daban de mamar a sus hijos. El tipo de todas aquellas mujeres variaba poco: cara redonda y morena, nariz remangada, cabellos negros y ojos negros también, muy salados. Cada cierto número había una maestra, que se levantaba a nuestro paso. La principal del taller nos acompañaba. Nieto iba explicándole cómo yo buscaba a una tal Paca, cuyo apellido o mote (porque este es muy frecuente entre las cigarreras) ignoraba.
Desde que comenzamos a caminar por aquel gran salón de paredes desnudas y sucias, observé un chicheo constante. No podía mirar a cualquier parte sin que me llamasen con la mano o los labios, haciéndome alguna vez muecas groseras y obscenas. A duras penas el miedo del inspector y la maestra las retenía. Si me fijaba en alguna más linda que las otras al instante me clavaba sus grandes ojos fieros y burlones, diciendo en voz alta:
—Atención, niñas, que ese señor viene por mí.
O bien:
—¡Una miraíta más, y me pierdo!
A la idea de que averiguasen que era gallego, daba diente con diente. Por eso había enmudecido repentinamente, y dejaba que el inspector me dijese en voz alta:
—Vamos, mire usted bien. ¿Es alguna de éstas?
Yo hacía signos negativos con la cabeza.
Aquel enjambre humano rebullía, zumbaba, produciendo en la atmósfera pesada, asfixiante, cargada de olores nauseabundos, un rumor sordo y molesto. Por encima de este rumor se alzaba el chicheo con que la asamblea me saludaba. Los ágiles dedos se movían, envolviendo el tósigo con que pronto se envenenaría toda España.
—¡Mariita! ¡Mariita!—dijo Nieto, dirigiendo una reprensión cariñosa a cierta joven a quien había sorprendido fumando.
—Don Celipe, es que me duelen las muelas.
—Pues cuidado con ellas, porque pueden salirte caras.
Habíamos recorrido casi todas las naves, y mi Paca no aparecía. Nieto me invitaba ya a que pasáramos al taller de cigarros puros. Mas, al dar la vuelta para dirigirnos a la salida, sentí que me tiraban de la americana. Bajé los ojos, y vi a Paca sentada al borde del mismo pasillo.
—¡Ya apareció!—dije al inspector y a la maestra.
—Ya aparesió aquello—repitió, en son de burla, una cigarrera, que había oído mi exclamación.
Paca se había levantado. Me apresuré a decirle:
—¿Sabe usted lo que pasa?
Y, con sobrado calor, sacudido nuevamente por la emoción que desde la noche anterior embargaba todas mis facultades, me puse a contarle lo sucedido y la presunción que tenía de que hubiese una intriga infame tramada contra mí. Necesitaba de su auxilio: que fuese a casa de Gloria, la interrogase, le hablase en mi favor o, por lo menos, alcanzase de ella una explicación.
Aunque había comenzado a hablar en tono muy bajo, como me hallaba tan preocupado, descuideme y fui alzando la voz sin notarlo. Algunas palabras sueltas debieron de haber llegado a los oídos de las cigarreras más próximas, porque las oía repetidas en voz alta acompañadas de risas y jarana. No hice caso.
Seguí hablando, cada vez con más empeño y calor, hasta que Paca, a quien advertía inquieta y distraída, me dijo por lo bajo:
—Señorito, váyase uté… Me paese que hay bronca.
Oí, en efecto, gran algazara, y, al tender la vista por el taller, observo que todos los rostros están vueltos hacia mí, sonrientes; que se agitan las manos, imitando mis ademanes, un poco descompasados; que se tose, y se estornuda, y se ríe, y se patea.
—Esta noche pase uté por casa. Vivo en Triana, calle de San Jasinto. Pregunte uté por el corral de la Parra—me dijo Paca cada vez más agitada.
En aquel instante venía el inspector, que se había separado cuando entablé conversación con la cigarrera, y dijo sonriendo:
—Me ha revuelto usted el taller. Concluya usted pronto, porque estas niñas tienen, al parecer, ganas de bronca.
—¡Bronca! ¡Bronca!… ¡Bron…ca! ¡Bron…ca!—empezaron a repetir las cigarreras.
El grito se extendió por todo el taller. Y, acompañado por él, oyéndome llamar cabrón por tres mil voces femeninas, salí del recinto haciéndome que reía, pero abroncado de veras. Di las gracias al amable Nieto y me aparté de la fábrica, satisfecho a medias de la visita.
Fui derecho a casa, pero no intenté siquiera almorzar. La comida me causaba asco. Matildita dio cien vueltas en torno mío, como una gata mimada, intentando averiguar si me sentía enfermo, como decía, o bien me hallaba bajo el peso de uno de esos dolores morales que, por desgracia, ¡ay!, ella tan bien conocía. No le fue posible, y quedó grandemente desabrida. Encerreme en mi cuarto y me puse a escribir una carta a Gloria, que me resultó de nueve pliegos y una cuartilla. Yo no sé cuántas cosas le decía. Sospecho que estaba llena de repeticiones, y doy por seguro que abundaban en ella las metáforas, hipérboles, epifonemas y, en general, toda clase de tropos y figuras de dicción. Había, además, gran copia de signos de admiración y puntos suspensivos. También recuerdo que citaba una octava real de Espronceda y dos versos de Musset. Como formaba demasiado bulto para un sobre común, me vi precisado a fabricar otro, para lo cual pedí las tijeras a Matildita, que no dejó de echar una mirada penetrante a los pliegos escritos que estaban sobre la mesa.
—Don Seferino, uté escribe largo y no come… ¡Malo!
Vi en lontananza una nube de consejos presta a reventar sobre mí. Y no di juego, limitándome a alzar los hombros y a dejar escapar un gruñido galante.
Luego que tuve lacrado y sellado el protocolo, lo metí a duras penas en el bolsillo y salí a refrescar la cabeza, que bien lo necesitaba. ¡Tres horas había pasado escribiendo!
Cerca del oscurecer, pasando por la calle de las Sierpes, vi en la Británica a Villa, y entré a acompañarle. Invitome a beber una copa de cerveza. Acepté, porque sentía en el estómago una pena singular. Después de beberla, en vez de calmarse, creció esta pena, a tal punto, que pensé ponerme malo. Entonces surgió en mi mente la sospecha de que lo que tenía era hambre, y pedí un bistec. ¡Caso pasmoso! Hambre, y de órdago, era lo que yo padecía, pues devoré la carne y las patatas hasta no dejar migaja, y sobre esto pedí queso y otro bollo de pan. Nunca imaginara que un hombre, en el estado de espíritu en que yo me hallaba, pudiera sentir con tal apremio esa necesidad. Pero lo he visto comprobado prácticamente, y contra los hechos no hay argumento.
—¡Compare, qué carpanta se trae usted!
Villa se encontraba en felicísima disposición, alegre y chancero, que hubiera dado gozo a cualquiera y le hubiera despertado el contento. Pero yo, en vez de animarme, me fui poniendo cada vez más sombrío, y con el egoísmo del que padece ansias de amor, a riesgo de cortar aquel torrente de alegría que le inundaba, me puse a contarle con todos los pormenores lo que me estaba sucediendo. Doliose extremadamente del percance, y me aconsejó que, por sí o por no, cascase las liendres al malagueño. Mas, contra lo que esperaba, el relato de mis desgracias no logró mermar aquel tesoro de buen humor que guardaba. Siguió riendo y jaraneando lo mismo que si acabase de notificarle mil felicidades; lo cual no dejó de mortificarme un poco. Creía yo que mi historia era de las que manaban sangre y ablandarían las piedras.
Luego, sin ceremonia alguna, bruscamente, comenzó a hablar de sí mismo.
—Hombre, si viera usted qué aburrido anduve todos estos días, sin tener aquí a Isabel.
Hablaba de ella como si ya fuera suya, lo cual me hizo sonreír interiormente. Al mismo tiempo nació en mi espíritu cierto innoble deseo de vengarme por su falta de atención.
Afortunadamente, la condesita debía de llegar pasado mañana con su padre, y volverían los párrafos en casa de Anguita y las noches de teatro. A la sazón había comenzado a actuar una compañía de ópera en el de San Fernando. El comandante se las prometía muy felices. Hablaba con un entusiasmo, con una unción, de su adorada, que daba pena el considerar lo engañado que aquel hombre vivía; digo, daría pena a cualquiera que no estuviese, como yo, profunda y vivamente llagado por el desprecio de otra pérfida. Ruborizado como un colegial y tembloroso, volvió a hacerme por centésima vez confidente de unas niñerías que nunca me parecieron tan ridículas como entonces. Si se había sonreído cuando besó un guante que le cayera; si se estaba al balcón a la hora que él pasaba; si le echaba miradas largas, intencionadas; si le había concedido dos rigodones y una polca en el último baile del Alcázar.
De confidencia en confidencia, se conoce que se le fue subiendo la sangre a la cabeza, y concluyó por decirme, con el rostro encendido y los ojos brillantes:
—Voy a confiarle a usted un secreto, amigo Sanjurjo. Espero que usted me lo guardará con cuidado… Ya ve usted, hay cosas… Sabrá usted cómo he escrito a Isabel, poco antes de marcharme a Sanlúcar, haciéndole una declaración en regla y pidiéndole que me desengañase de una vez…
—Ya lo sé—repuse brutalmente.
Estupefacción de Villa.
—¿Lo sabe usted?
—Sí, y también sé lo que Isabel le ha contestado… Que su corazón le exigía una respuesta; pero que había gravísimos obstáculos que le impedían seguir los impulsos de su alma… A lo cual replicó usted que le dijese cuáles eran esos obstáculos, para salvarlos, si fuese posible…
El comandante se había quedado como una estatua, mirándome con ojos que, por lo abiertos, parecían querer saltar de las órbitas.
—¿Y cómo sabe usted eso?—preguntó, al fin, con voz áspera, donde se advertían el recelo y la amenaza.
—Lo sabe hoy toda Sevilla—le respondí con mal humor—. Isabel se lo ha contado a las de Anguita, y estas niñas no se muerden la lengua.
Le vi ponerse pálido. Guardó silencio obstinado, mirando fijamente a la copa de cerveza que tenía delante. Al fin, dijo con voz apagada:
—Nunca creyera a Isabel capaz de una acción tan fea.
Entonces yo, entre compadecido y rencoroso, con la complacencia que sienten los desgraciados al encontrar otros como ellos, le dije:
—Amigo Villa, por lo mismo que le estimo a usted de veras, voy a darle un consejo franco y leal. Creo que debe desistir de galantear a Isabel… Me duele ver a un amigo en ridículo, y que una muchacha se burle de un hombre tan formal y discreto como usted… A riesgo de darle un mal rato, le diré que me consta positivamente que Isabel se casa con su primo, el duque de Malagón, y que los padres han aprovechado el viaje a Sanlúcar para arreglar definitivamente el asunto.
No era verdad que me constase positivamente. La noticia me la había dado Joaquinita; pero lo dije así por cierto instinto dramático que todos los hombres tenemos, aun los más líricos.
Villa no respondió palabra ni pareció inmutarse. Siguió inmóvil, con la vista fija en la copa. Sólo observé que se había puesto más pálido. Su fisonomía simpática y varonil iba contrayéndose por momentos con expresión de dolor, que, al fin, logró conmoverme y que me olvidase de mí mismo.
Luego, con voz alterada, me dijo que me agradecía la noticia y que sentía no se la hubiese dado primero, lo cual dudé un poco. Quedaba convencido de que la condesita era una coquetuela que no merecía que ningún hombre se tomase por ella disgusto (¡pero él se lo tomaba, el infeliz!). Pensar en que había de volver a hablarle más que como amigo y con la mayor ceremonia posible, era pensar lo excusado. Estaba resuelto a hacerle comprender que no era ningún chicuelo o mentecato de quien se pudiera burlar impunemente.
Después de todo, salvando su hermosura, que seguía reconociendo, lo que en ella amaba y admiraba más era el espíritu candoroso y sincero que pensaba poseía. Desde el momento en que se demostraba que era una muchacha vulgar, falsa y vanidosa, el ídolo caía de su pedestal y dejaba de inspirarle amor y respeto. Sobre este tema se extendió muchísimo, acentuando cada vez más el tono digno y resuelto con que había comenzado. Yo procuré afirmarle en su determinación, hallando muy cuerdo todo lo que decía.
Salimos juntos de la cervecería, dimos unas cuantas vueltas entre calles. Haciendo oficio de paño de lágrimas, yo, que necesitaba tanto de consuelo, procuré distraerle, hablándole de otros asuntos, aunque inútilmente. Mostrábase silencioso, taciturno, y cuando hablaba, lo hacía de un modo distraído y como a la fuerza. Dejamos pasar la hora de comer. Viendo que la noche era ya cerrada, me despedí al cabo, porque su percance no me había quitado la memoria del mío.
Emprendila a paso largo hacia el barrio de Triana; salvé el hermoso puente que lo separa de la ciudad, y entré en la calle de San Jacinto, que es la primera que se encuentra de frente. En aquella hora reinaba allí mucha animación. La población de Triana se compone, en casi su totalidad, de obreros e industriales. Era el momento en que, llegados de sus faenas, se esparcen por las calles, charlan en grupos, se sientan delante de las casas, cantan y puntean la guitarra. La calle de San Jacinto tiene soportales feos y de sucia apariencia, donde hay tiendas, pobres también, para el gasto de los menestrales del barrio. A un muchacho que vi solo, arrimado al quicio de una puerta, le pregunté por el corral de la Parra.
—Dé usted veinte pasitos más, y aquí, a la izquierda, tiene usted la entrada.
En efecto, la hallé pronto, y di en un patio estrecho y largo, y luego en otro mucho más amplio que era, según vine a entender, el propio corral. Al mismo tiempo comprendí que llevaba la denominación de la Parra por una que tapaba un trecho del pasadizo, enredándose en palitroques viejos. Aquel gran recinto cuadrilongo ofrecía aspecto de pobreza, pero no de suciedad. La luz de la luna no alumbraba de lleno. Hacia el medio estaba el pozo del agua. En varios sitios veíanse tabladitos sostenidos por estacas y, sobre ellos, cantidad regular de macetas. Todas las viviendas tenían sus puertas abiertas, por donde se escapaban toques de luz que rayaban el pavimento empedrado. Constaban de un solo piso bajo. Algunas debían de tener estancias abuhardilladas, a juzgar por las bufardas que se veían en el tejado. Arrimadas a la pared había en casi todas macetas con flores.
—Diga usted, hermosa—pregunté a una joven de rostro correcto, virginal, que se hallaba delante de una puerta—: ¿me podría usted decir si vive en este corral una tal Paca?
—¿Sigarrera?
—Eso es.
—Sí, señó; allí enfrentito, donde está aquel jardinillo, ¿sabuté?
Le di las gracias, no sin dejar de echarle una larga mirada de inteligente satisfecho.
Ella bajó la suya, ruborizándose. Era la primera vez que veía esto en Sevilla. Recordando la escena de por la mañana en la fábrica, le dije:
—Apostaría a que no es usted cigarrera.
—No, señó; soy planchadora.
—¿De Sevilla?
—De Badajoz.
—¡Ah! ¡Es usted extremeña!
Y me puse a hacer el elogio de las extremeñas y a quejarme amargamente de lo desgarradas y burlonas que eran las sevillanas, todo por adularla. En esto de hablar a las mujeres con soltura había adelantado mucho desde que llegara a Sevilla. La verdad es que aquella chica merecía cualquier requiebro hiperbólico. Nunca vi un rostro de facciones más delicadas ni de ojos más claros y suaves. Algo pavita, con todo, como dicen en la tierra.
Mas hete aquí que, cuando me hallaba más enfrascado en la conversación, olvidado casi del asunto que allí me traía, aparece por el lado de la entrada del corral un joven con chaquetilla y pantalón ceñidos, faja encarnada y sombrerillo flexible, a interrumpir nuestros dimes y diretes. Acercose lentamente, con las manos metidas dentro de la faja y silbando por lo bajo una malagueña.
—¡Hola, Juan!—dijo la muchacha, inmutándose y sonriéndole con cariño.
—A la paz de Dios, señores—respondió el Juan gravemente, mirándome con fijeza.
«Éste es el novio», dije para mí. Y empecé a buscar medios de largarme dignamente, porque, cierto, estos novios de Andalucía suelen ser muy celosos, y, además, tienen la fea costumbre de gastar navaja.
—Y esa Paca está casada, ¿verdad?—pregunté.
—Sí, señor. Y tiene un montón de chiquiyo—respondió la joven, agradeciéndome el giro que daba a la conversación.
—Pues si ahora no estuviese muy ocupada…, necesitaba darle un recado.
—Yo no creo… El marido no ha venío, y Dios sabe cuándo vendrá, porque suele ajumarse un poco por ahí, y llega tarde… Etará quisá acostando a los niño…
—Pues, con permiso de usted, voy allá a ver si la veo.
Y traté de separarme, haciendo una inclinación de cabeza. Pero el joven de la faja, que no había dejado de mirarme con extraña atención, sin interrumpir su malagueña silbada, extendió la mano solemnemente, diciendo:
—No, cabayero, no vaya uté… Yo iré a darle el recao… Uté puee quearse con esta chavaliya, sin perjudicá…
«Bronca tenemos», pensé; y, como maldito el deseo que sentía de liarme con un chulo, me hice el tonto.
—Muchas gracias; quede usted con Dios.
Aléjeme a paso largo. Antes de llegar a la puerta de Paca ya oí ruido de bofetadas y lamentos.
Algunas mujeres se mantenían sentadas delante de las viviendas o salas, como allí las llaman, departiendo en voz alta. Dos hombres tocaban la guitarra en puntos opuestos del corral, y un chicuelo de doce a catorce años, con vocecita cascada y antipática, iba entonando unas carboneras con bastante estilo. La puerta de Paca estaba solitaria. Oí adentro su voz y llamé con los nudillos.
—¿Es uté, señorito? No le esperaba tan pronto—dijo la cigarrera, saliendo.
Cinco o seis niños la siguieron y la rodearon, mirándome con ojos de curiosidad.
—Sentiría estorbar.
—No, señor; no. Pase su mersé adelante.
Me condujo a una estancia reducida, pero muy aseada y amueblada con más decencia de lo que podía esperarse. En mi país hay salas de hacendados que no están tan bien puestas. Una consolita, un espejo, algunas sillas forradas, cortinas en la alcoba, y detrás de ellas, una cama bien aderezada, con colcha de punto de estambre y sábanas con encaje ordinario. Todo despedía un olor de limpieza y curiosidad que me fue grato.
—¡Oh, qué lujo!—dije, sonriendo—. Vamos, Paca, que no vive usted tan mal.
—¡Ay señorito!—exclamó ella, siempre rodeada de sus niños y con un quinqué de petróleo en la mano—. El lujo del pobre: mucha escoba y mucho trapo. Si fuera solita, no digo que no compraría algunas cositas que nos hasen farta, y estaría regulá. Pero ¡cómo quiere uté que una porspere con esta gusanera de chico!
El símil no dejaba de ser exacto. Los chicos, morenos, casi negros, delgados y medio desnudos, que se colgaban a sus faldas, parecían, en efecto, lombrices.
—¿Quiere su mersé esperá un momento aquí a que dé de senar a los niños y los deje acostado?
Respondí que prefería quedarme a la puerta de casa si me sacaba una silla, porque la noche estaba asaz calurosa, y así lo hizo.
Senteme, pues, al aire libre mientras terminaba sus quehaceres, y me puse a escuchar con sosiego los acordes suaves de las guitarras y la vocecita destemplada del niño, que parecía un hilo que se retorcía en el aire. Una mujer sacó agua del pozo, y el chirrido de la polea hizo coro a las guitarras y al chico. Pero lo que excitaba la curiosidad era la joven que había padecido persecución de bofetadas por mi causa. Escruté cuanto pude al través de los pies derechos del jardinillo, que tenía delante, y logré verla en compañía de su novio, limpiándose los ojos con el pañuelo, pero hablando ya tranquilamente.
—Oiga usted, Paca—le dije cuando vino a la puerta—. ¿Ve usted aquella joven que está allí enfrente?… Pues ya ha recibido esta noche unas bofetadas por mi causa.
—¿Qué dise usted?
—Lo que oye. Me acerqué a preguntarle dónde vivía usted, y en aquel momento llegaba ese chulapo, que debe ser su novio, y, al parecer, se ha enfadado.
—Sí, por variá… No hay un día en que no la arme ese gachó con too María Santísima.
—¿Quién es él?
—No… ¡Un disinificante!
—Pues ella tiene tipo de niña candorosa muy agradable. No pensé que tuviera novio.
—¡Oh! «No hay sábado sin sol, ni mosita sin su amor», como esimo aquí.
La imagen de Gloria surgió de improviso en mi cerebro al escuchar estas palabras. Sin acordarme ya de la joven ni del novio, ni de otra cosa en el mundo, repetí a la cigarrera, con frase calurosa y más amplificada, lo que me había sucedido con mi novia, y que a toda prisa le había contado por la mañana en la fábrica. Me escuchó con muchísimo interés, reflejándose en su expresiva fisonomía los diversos afectos que iban agitando su espíritu: la indignación, la duda, la tristeza, la esperanza. Cuando cesé de hablar, me dijo con acento de convencimiento que estaba segura de que su señorita no había hecho aquello por maldad o coquetería. Sin remedio allí debía de haber algún embuste del picaronaso del malagueño (ya le llamaba así sin conocerle). Conocía muy bien a su señorita: era bondadosa, campechana, caritativa.
—No es una de esas niña recosía, ¿sabuté?, que se lo guardan toíto pal ombligo. A mí señorita le baila el arma en los oho, ¿sabuté? Más clara que el agua clara y más fina que el oro… Tiene un geniesiyo como un cohete. Le da una gofetá al mezmo arzobispo en presona si se descuida…, pero en pasándole el aquel, es más durse que una corderita de Dios… Consentir ella un embuste, ¡quita ayá! Desirle a un hombre que le quiere y no ser verdá, ¡no lo piense su mersé, señorito!
Gran bien me hicieron aquellas palabras. Yo también pensaba como ella, o quería pensar al menos y cada vez me confirmaba más en mi sospecha. En apoyo de sus afirmaciones, Paca me contó varias anécdotas de la vida de mi novia, que escuché con entusiasmo y recogimiento. Hablamos largo rato de ella. Poco a poco fue serenándose mi espíritu y acudió la alegría a mi corazón. Al cabo de media hora de estar allí, no me cabía duda alguna de que el asunto se arreglaría inmediatamente, en cuanto Gloria leyese la carta suasoria que Paca tenía ya metida en su seno lacio de mujer abrumada de hijos y trabajos.
Entonces, para pagarle el bien que me hacía, mostré interesarme por su vida (mejor hubiera hecho en darle cinco duros, lo comprendo). Comencé a hacerle preguntas acerca de su situación. El patio se había ido despoblando poco a poco. El muchacho se había callado y una guitarra también. Sólo la otra persistía murmurando suavemente una canción melancólica. La cigarrera no tuvo inconveniente en ponerme al tanto de sus intimidades domésticas. Se había casado por amor, contra la voluntad de sus padres. El marido, que se llamaba Joaquín, pero a quien nadie conocía en el barrio sino por el mote de Fierabrás, ya anunciaba de muy joven lo que había de ser: calavera, pendenciero y borracho. Por esto quizá se había chiflado por él. Nunca le habían gustado de mocita los hombres formales y laboriosos. Su madre le daba cada soba que la breaba, a fin de arrancarle aquel maldito amor. ¡Ojalá la hubiera muerto de una! Pero nada: cuantos más palos, más se encendía su pasión por aquel perdío. En una ocasión, su padre, sabiendo que había estado con él en un merendero, la sacó de la cama, donde ya dormía, y la había dado con el tirapié (era zapatero) hasta saltar la sangre por muchas partes de su cuerpo. Su madre, otra vez, la había cogido por los pelos y la había arrastrado por toda la casa. Si no llegan los vecinos, la mata. Habíanla encerrado; tuviéronla a pan y agua una porción de días; quitáronla de trabajar en la fábrica y no la dejaban salir ni a misa. Nada; ella todo lo sufría con gusto por su Joaquín.
—Cuando ya me creían medio muerta de hambre y congoja, me ponía a cantá con la mayor desvergüensa:
Me han quitao de ir a misa,
me han quitao el confesá,
me han quitao de ir a verte.
¡Qué más me pueen quitá!
¡Uf! ¡Cómo se ponía la venturá de mi maresita cuando me oía esta copla!
Al fin, una tarde se había fugado y se había estado tres días sin volver a casa. De esta salida había resultado compuestita, y no hubo más remedio que ceder a casarlos. El matrimonio no hizo más que acrecer sus desdichas. Fierabrás era albañil; pero en vez de traer el jornal a casa, se gastaba una gran parte en las tabernas. No había aguardado siquiera quince días para comenzar esta vida de perdío borracho, que no se había interrumpido desde entonces. Y no era lo peor que se gastase la mitad del jornal en beber vino, sino que cuando volvía borracho a casa la mataba a golpes. Y todavía no era lo peor que la matase a ella, sino que mataba también a sus hijos. Cuando se quejaba a sus padres, no querían oírla, y con razón. Su madre había muerto hacía siete años. Su padre había vuelto a casarse con una tía pescueza. Estaba, pues, sola en el mundo y abandonada en las manos de aquel maldito. El que maltratase a sus hijos la volvía loca, y era el toque para promover todos los escándalos que, al parecer, eran casi diarios. De una cosa estaba satisfecha únicamente, y es que no le daba por mujeres. Si fuese así, Paca se creía capaz de envenenarle. Todo menos eso.
—Mire uté, señorito: es un perdío sin vergüensa, un lechonaso que se cae por las caye… ¡Esto es lo que no pueo aguantar! Que me atrape una jumera cada día, pase…; ¡pero que venga por su pie con mil pares de cuerno!, y no me lo encuentren tirao como un perro. Y cuidao que él es pa too lo que le manden… Por el aire se entera de las cosas… No hay en Seviya quien le eche el arto en su ofisio, y trabaja como un buey cuando le sopla el viento por ahí… Aluego dimpués le da a uté la sangre del braso. La peseta que tiene en el borsiyo le dura el tiempo que tardan en pedírsela… Bruto y cafre, ¡eso sí!… Por un tantico así es capaz de dejar seco a un hombre. ¡Pero en tocante a corasón, no le digo a uté na…, es el hombre más cariñoso y más lila que habrá uté vito en su vía… Holgasanaso, no hay otro en el barrio, ni má susio tampoco… Le dará a uté náusea verlo, como me la da a mí… Dondequiera que él va hay juerga y jarana. ¡Madre mía del Rosío, la vese que le habré tenío que llevá comida a la carse! Es un tunante, un fasineroso de cuerpo entero… Si le viera uté trabajá, ¡una gloria de Dios! Tiene unas manos de plata y unos hígado que antes de consentir en que nadie le ponga el pie delante se está sobre la escalera tres días con tres noche… Pero es muy encogío él de su natural, y cuando ha hecho una cosita bien, ¿sabuté?, no la cacarea, como otros… ¡Si no fuese lo arrastrao que es y la mala entraña que tiene, habría que meterle en un fanal!… ¡Hemos pasao cada crujía, señorito! ¡Qué crujía! Y él como si tal, ¡el grandísimo perro!… Más de una vez y más de dos he tenío que consolarle yo a él, porque se me echaba a llorar como un chiquiyo a lo mejó… Y lo que yo le desía: «Ven acá, grandísimo roío, ¿a ti qué te dan por llorá y suspirá so lechonaso?»
No era empresa fácil averiguar el verdadero carácter o tipo moral del señor Fierabrás por los datos que me suministraba su digna esposa. Mas como yo no sentía necesidad apremiante de conocerlo, dejábala explayarse a su gusto y asentía silenciosamente con la cabeza.
El gran patio cuadrilongo estaba ya casi desierto. La única guitarra se había callado también. Las tertulias de comadres se habían deshecho. Eran sonadas ya las once, y toda aquella gente necesitaba madrugar. La luna seguía iluminando, al través de la atmósfera serena y abrasada, la mayor parte del recinto. Su luz, deshecha en jirones, formando figuras geométricas, dormía tranquila sobre las piedras lustrosas del suelo.
Los palitroques de los jardinillos trazaban delgadas y negras rayas en él, semejando la proyección de grandes ventanas enrejadas. Allá lejos, enfrente, seguía percibiendo la figura del celoso enamorado, inmóvil, plantado sobre sus piernas abiertas, con las manos en los bolsillos. La de la sufrida doncella no se veía, pero se adivinaba. Un asno, que arrimaba su hocico a una puertecita vieja, que debía de ser la de la cuadra, rebuznó, y su grito antipático y discordante estremeció el aire dormido y turbó con furia la paz y el silencio del corral.
Pedile a Paca algunos informes acerca de éste, y me dijo que había en él más de cuarenta salas, y que en algunas de ellas vivían dos o tres familias. Todas habían de entenderse con la casera, o sea, la mujer que el dueño de la finca tenía para el cobro del alquiler, que se hacía por semanas, y para el cuidado y vigilancia. Los que allí habitaban eran braceros. De las mujeres, solo algunas como ella salían a ganar un jornal, dejando a sus hijos confiados a la miga, que así se llamaba a la maestra de niños de corta edad. Las vivencias en los corrales salen más baratas; pero hay todos los días reyertas sobre si el pozo, sobre si la alberca, sobre si la ropa, etc., que hacen la vida más fastidiosa. Luego la casera ejerce sobre ellas un mando despótico y abusa de su posición.
Pues así como se hallaba Paca comunicándome estos pormenores, oímos hacia el pasadizo de entrada unos formidables maullidos, que a mí me parecieron al principio de un gato monstruoso. Después empecé a dudar que fueran producidos por ningún individuo de la raza felina.
—Ahí está mi marío—dijo la cigarrera, levantándose agitada.
—¿Su marido?—pregunté con sorpresa.
—Sí, señor; es el que maya… Hágame su mersé el favor de esconderse ahí, detrás de ese montón de leña. Después que él entre se puee usté ir.
Hice como me mandaba, y asomando con precaución la cabeza pude ver en medio ya del patio, iluminado de lleno por la luz de la luna, a un hombre con blusa blanca que venía caminando lentamente a cuatro patas. De cuando en cuando gritaba: «¡Miau! ¡Miau!», procurando imitar el maullido de los gatos y consiguiéndolo a medias. Acercose al fin a la puerta, y una vez allí repitió con más fuerza y más a menudo sus formidables maullidos.
Hasta que salió Paca, y poniéndose en jarras comenzó a increparle.
—¿Eres tú, so arrastrao, porconaso, escandaloso?
—¡Miau! ¡Miau!—respondió Fierabrás, sin abandonar la posición cuadrúpeda, comenzando a dar vueltas en torno a su esposa y a frotarse contra ella, como un gato que quiere ser acariciado.
—¿No te dará vergüensa argún día de ser el hasmerreí der barrio? ¿No tendrás argún día compasión de tus pobresitos hijos?
—¡Miau! ¡Miau!
—¡Quita ayá, bandolero! ¡Vamos a ver cómo entras ahora mismito!
—¡Miau! ¡Miau!
—¡Entra Joaquín!
—¡Miau!
—¡Entra, canalla!
—¡Miau!
Vi a Paca llevarse las manos a la cabeza y tirarse con rabia de los cabellos.
—¡Mardita sea mi suerte! ¡Y que Dios tenga en er mundo a este roío dao pol tal y me haya llevado aquel corasón de hijo!
Hubo un momento de silencio, un compás de espera, durante el cual Fierabrás siguió imperturbable dando vueltas en torno de su esposa, lanzando ahora maullidos dulces y apagados, roncando y levantando el espinazo con voluptuosidad.
Al fin advertí que Paca hacía con la cabeza un gesto de resignación forzada, y principió a pasarle la mano por la espalda, diciendo al propio tiempo:
—Vamos, menino, entra…, bis…, bis… ¡Pobresito!… ¡Pobresito!
Exactamente como si su marido fuese un gato, Fierabrás se frotó todavía varias veces contra las sayas de su esposa, dio unas cuantas vueltas roncando, y al fin entró en la casa en la misma posición. Una vez allí, quiso, al parecer, levantarse, pero no pudo. Mareado por el alcohol, por las vueltas que había dado en cuatro pies y por la viva luz de la lámpara de petróleo, dio consigo en tierra.
Me acerqué a la puerta y advertí que intentaba en vano levantarse, arrastrándose por el pavimento de ladrillos.
—¿Conque no te puedes levantar, ladrón?—oí exclamar a Paca, con feroz placer—. ¡Pues ahora e la mía!
Y descalzándose apresuradamente un zapato y cogiéndolo por la punta comenzó a zurrarle la badana de lo lindo. Era increíble la prisa y la destreza con que la cigarrera le azotaba por todo el cuerpo, principalmente por la cara y las manos, que era donde más había de doler. Y al compás de la azotaina exclamaba con acento rabioso:
—¡Esta por la gofetá que me diste el sábado! ¡Esta otra también!…¡Esta por el candelero que me tiraste a la cabesa el lune!… ¡Esta por la palisa que me has dao el día de Nuestra Señora! ¡Esta también!… ¡Y esta!… ¡Y esta!… ¡Esta por lechonaso!… ¡Esta por sinvergüensa!
Fierabrás se revolcaba en el suelo, lanzando rugidos, pataleando con furor. Hacía esfuerzos por levantarse. Pero cuando ya iba a conseguirlo, un acertado zapatazo en la cara lo volcaba de nuevo. Intentaba agarrar a su mujer por los pies, mas esta brincaba con ligereza increíble y le atacaba por otro sitio con mayor brío, de suerte que el infeliz se vio necesitado a rendirse, dejando, sin resistencia, que su consorte le vapulease a su buen talante.
—Vamos, Paca, déjele usted ya—le dije, interviniendo por humanidad.
—Aguárdese usted un poquirritiyo… Todavía no me las ha pagao todas—respondió sin abandonar su cruel tarea.
Al fin, cansada, jadeante, los brazos quebrantados, el rostro cubierto de sudor, se alzó y me miró con ojos donde todavía llameaba la ira.
—¿Sabuté?—me dijo—.En estos días que viene desjarretao como un toro, me aprovecho.
XII
Paseo por el Guadalquivir
Demasiadamente confiado dormí yo aquella noche y dejé transcurrir el día siguiente. Por la tarde, poco antes de oscurecer, me fui a situar al puente de Triana, donde Paca me había dicho que la esperase para darme cuenta del resultado de la carta y de sus gestiones. Era la hora de más animación en aquel paraje. Los obreros y obreras de Triana que trabajaban en Sevilla tornan a sus casas. Los de Sevilla que trabajan en Triana y en la Cartuja hacen lo mismo. Unos y otros se encuentran en el puente, que hierve de transeúntes.
Arrimeme perezosamente al petril, de espaldas al río, y contemplé con ojos distraídos aquel ir y venir mareante. El atractivo de mi contemplación eran las caras saladísimas de las cigarreras y trabajadoras de la Cartuja que allí suelen verse. Unas en grupos resonantes de gritos y risas, otras solitarias preocupadas, caminando a paso largo, todas con vistosos trajes de percal y flores en el cabello, pasaron por delante de mí, dirigiéndome alguna vez breves miradas de curiosidad y sorpresa, como si pensasen:
«¿Qué hará aquí este desaborío, que ni siquiera nos dise: ¡Olé las mujeres castisas! ¡Viva tu madre, mi niña!?»
¡Para olés estaba yo! A medida que se acercaba el momento de la conferencia con Paca parecíame más grave y decisivo. Un germen de duda había entrado en mi espíritu después de almorzar, y en pocas horas se había desarrollado, crecido, se hallaba en completo florecimiento. ¿Por qué me parecía tan natural antes que Gloria me hubiese desairado en virtud de una intriga de Suárez, y no por libre y espontáneo movimiento de su voluntad? No acertaba a explicármelo. Por más esfuerzos que hacía para volver otra vez a aquella mi anterior convicción, no lo lograba. Oscuro y temeroso se me ofrecía lo que poco antes veía claro y risueño. Pues, a pesar de eso, no observaba en mi alma aquel sentimiento de furor y rabia que me había acometido al saber mi derrota. Una extraña laxitud la invadía, un desfallecimiento que me inclinaba a la tristeza, no a la cólera. La memoria de la ofensa se deshacía, se disipaba entre las brumas del cerebro. Solo quedaba el tierno recuerdo de un amor feliz y el vivo pesar de no haber podido preservarlo de desgracia. Testimonio irrecusable era éste, si lo supiera entender, de que continuaba enamorado y más que nunca. Llegó a parecerme que lo que me habían concedido había sido por pura merced y bondad, y que era natural privarme ahora de lo que no merecía. Hacia Gloria, dando por supuesto que me había engañado, no sentía rencor alguno. El malagueño seguía inspirándome aversión y repugnancia, pero no deseaba vengarme de él.
Cuando, al impulso de mis imaginaciones melancólicas, se huyó el deseo de recrear la mirada en los rostros peregrinos de las cigarreras, volvime para derramarla por el río y sus pintorescas márgenes. El sol acababa de ponerse. Un resplandor rojizo, que se extendía desde el horizonte por el firmamento, esfumándose en lo alto y transformándose en el rosicler de tintas puras y nacaradas, indicaba el paraje por donde el astro del día se había ocultado. A mi izquierda, no muy lejos, alzábase la Torre del Oro, que, bañada por los reflejos del horizonte rojizo, parecía fabricada, en efecto, con el metal que le da su nombre. Más a la izquierda, asomando solo la cabeza sobre las azoteas del caserío de la ciudad, veíase también la Torre de Plata, con su blanca corona de almenas. Más allá, el palacio de San Telmo, envuelto en la masa verde de sus naranjos, asomando las agujas de sus torrecillas de pizarra. El Guadalquivir corría bajo mis pies. Sus aguas, revueltas, amarillentas, gracias a los reflejos del crepúsculo, semejaban un espejo tembloroso donde brillaban mil tintas de ópalo y plata carmín. A lo largo de él, acostados al muelle, había gran número de buques, cuyos mástiles y enredada jarcia parecían surgir del gran bosque de naranjos que se extiende por la margen izquierda. A la derecha, las casas del barrio de Triana tocan en la orilla del río, el cual seguía su curso majestuoso hasta unos dos kilómetros del puente, donde, al hacer un recodo, parecía detenido por la muralla de verdura que los jardines de las Delicias le oponían.
El sosiego melancólico de aquel espectáculo formaba contraste con la barahúnda que tenía a mi espalda. El aire caldeado no recogía del río ninguna humedad. Sentíase igualmente abrasador, insufrible, que en medio de la ciudad. La luz, al huirse, cambiaba poco a poco los colores del cielo, repartiendo sobre él infinitos matices, imposibles de nombrar. Sobre la tierra derramaba una triste palidez, que tornaba las cosas incoloras y las confundía y las borraba. Allá, debajo del muro verde de las Delicias, se amontonaban las sombras formando una masa espesa que se iba dilatando rápidamente. Sobre Triana, de lo alto de la suave colina donde se asienta Castilleja de la Cuesta, descendía igualmente la noche. El aire fresco resonó con un ronco silbido prolongado. Era un vapor que salía. Vi su masa negra apartarse lentamente de la orilla, oí el ruido estridente de las cadenas, algunas voces lejanas. Luego su quilla rompió, silenciosa, el acerado espejo del río, y no tardé en perderle de vista a lo lejos, al penetrar en el espeso montón de sombras que los bosques de naranjos dejaban caer sobre el agua.
Placíame, por las tardes, ir a aquel sitio a presenciar la puesta de sol. La vista del paisaje, que, por lo variado y recogido, parecía un gran lienzo panorámico, me infundía siempre un sentimiento de bienestar, cierta deliciosa plenitud de vida, que solo las grandes ciudades meridionales poseen y saben transmitir al alma. Mas ahora sentíame triste y solo. Aquel riente espectáculo, que parecía impregnado de la gracia y la alegría de mi Gloria adorada, perdió de pronto su encanto. Nada me decía. Su vida no era la mía. El espíritu de belleza vivo y ardiente que lo animaba rechazaba el mío, serio y contemplativo.
Yo que, guiado por el amor, había penetrado de golpe en lo más íntimo y profundo de aquella naturaleza ardorosa, perfumada, palpitante, dejando perderse en ella mi ser antiguo, grave y soñador, de hombre del Norte; yo, que aspiraba y recogía por todos los poros la vida andaluza, como si aquella fuese mi patria verdadera y a la cual fuera restituido después de muchos años de ausencia, me encontraba ahora despegado, solitario. Faltaba el lazo que nos unía. Entre aquel río, aquella Torre del Oro, aquellos bosques de naranjos, aquel horizonte diáfano de tintas brillantes y yo, no había nada ya de común. No era frente a estas cosas más que un curioso, un touriste, como ahora se dice; pero no tardaría en partir, acaso para siempre. ¡Partir!, ¡ay! No se rían ustedes. Viendo centellear suavemente en lo alto del cielo una estrellita azulada, sentí correr por las mejillas dos lágrimas.
Después de enjugarlas cuidadosamente, volví de nuevo el rostro hacia los transeúntes, buscando distracción a mi tristeza. Apenas lo había hecho, enfilando la vista por el puente en dirección a la ciudad, veo a lo lejos una colosal nariz que se oculta detrás de la gente, y vuelve a ocultarse, y vuelve a aparecer, aproximándose siempre. Aquella nariz no podía pertenecer, lógicamente, a otro que a Eduardito. Ésta fue mi convicción instantánea, que tuve el gusto de ver confirmada. Cruzó por delante de mí con el sombrero en la mano, el paso desigual y precipitado, más que nunca pálido y las facciones desencajadas.
—¡Eh!, ¡eh! ¡Eduardito!…
Detúvose un instante, miró y vino hacia mí.
—¿Dónde va usted tan escapado, hombre de Dios?
—No lo sé, don Ceferino—me respondió, posando sobre mí sus ojos vidriosos.
—¡Tiene gracia! ¿Y se iba usted como si le faltase medio minuto para llegar a la cita?
—¡Oh, si supiera usted, don Ceferino!… ¡Me están pasando unas cosas!… ¡Unas cosas!
La voz del sensible joven era temblorosa, apagada. Hacía tiempo que se hallaba en un estado de debilidad extremada. Ahora parecía que hablaba como si no hubiese tomado alimento desde hacía ocho días.
Mirele sorprendido y con curiosidad.
—¡Si supiera usted lo que me está pasando en este momento!
—¿Qué hay?
—Pues nada… Verá usted… Mi hermana acaba de darme un golpe terrible… Fui a casa… Verá usted… Por la mañana le dije que no podía continuar de este modo…, que era necesario resolver uno u otro… Más de veinte veces quise pedirle a Fernanda la conversación…; pero cuando iba a hacerlo se me ponía un nudo aquí, en la garganta… Usted no sabe; aunque me matasen, no podía…, vamos, no podía… Si yo tuviese tanto pico como mi hermana… ¡Maldito sea!… Le dije que me hiciese el favor de decírselo a Fernanda de mi parte, y que me la diese o me desengañase de una vez… Pues bien…, verá usted…: quedó en decírselo esta tarde… ¡Yo no puedo continuar así, don Ceferino; crea usted que no puedo continuar!… Pues bien: quedó en decírselo. Esta tarde debía venir Fernanda a casa. Matilde me dijo después de almorzar que saliese y no volviese hasta el oscurecer…, y cuando volviese estaría todo arreglado, o poco había de poder. Mi hermana se pinta para estas comisiones. Obedecí. Di más de mil vueltas por Sevilla, y cuando vi que oscurecía me fui a casa. Crea usted, don Ceferino, que me temblaban las piernas. Cuando llamé a la puerta estaba más muerto que vivo. Salió Matilde a la cancela, y al verme se puso hecha una hiena: «¿Qué vienes a hacer aquí? ¡Márchate! ¡Vete ahora mismo!» Creí que el mundo caía sobre mí… No sé cómo pude salir del portal, ni sé cómo he llegado hasta aquí…
—¿Y no es más que eso?… Pues se apura usted por bien poco. Es que las ha sorprendido usted en el momento de la conferencia. Estoy seguro de que nada malo le sucederá… Fernanda le quiere a usted… Me consta.
—¡Oh, no!—exclamó el apasionado joven.
—Sí; le quiere a usted, hombre… Ya verá usted.
Estuve por decirle: «¿Cómo no ha de quererle, siendo vieja y fea y no teniendo a nadie que la mire a la cara?» Pero me contuve.
—¡Ay don Ceferino, qué bien me está usted haciendo!—exclamó, dándome un abrazo y rozando con su estupenda nariz mi oreja izquierda.
—Nada, váyase usted tranquilo. Dé usted algunas vueltas por ahí, y luego, dentro de una media horita, cuando ya Fernanda se haya ido, entra usted en casa. Estoy seguro de que Matildita tiene para usted una buena noticia.
Eduardito me contempló un momento con sus ojos pequeños, insípidos, y algo avergonzado, con ansioso acento, me dijo:
—Si usted quisiera, don Ceferino, dar una vueltecita por allí… y luego salir a avisarme…
—Amigo mío—le respondí con tono triste y desengañado—, en este momento me hallo en igual caso que usted… Dentro de unos momentos voy a saber si mi novia me quiere o me manda con la música a otra parte… Esto último será lo más probable. Conque ya puede usted dispensarme.
—Pero ¿cree usted que Fernanda…?—replicó con egoísmo feroz, sin tomar en cuenta para nada mi confidencia.
—¡Sí, hombre, sí; váyase usted tranquilo!
No se habían pasado diez minutos desde que el mancebo y su gran cartílago se alejaron, cuando apareció, por la boca del puente, Paca. En la primera mirada que me dirigió comprendí que todo se había perdido.
—No ha querido contestar, ¿verdad?—le pregunté sin saludarla, esforzándome por sonreír.
—¡Uf! ¡Cómo está con uté, señorito! Ni por un Señor Crucificao ha querido tomar la carta. Me ha dicho: «Paca, si no quieres que riña contigo, no vuervas en tu vía a hablarme de ese…»
—¿De ese qué?—pregunté, viendo que se detenía.
—De ese «tío»—agregó, avergonzada—. Uté dispense, señorito.
—Está bien, Paca—dije aparentando sosiego, pero con voz alterada por la emoción—. Muchas gracias por el interés que se ha tomado usted por mí…
Hubo un instante de silencio.
—Lo siento de too corasón, señorito. Yo creo que ustedes dos pareaban mu bien…
Pocas palabras más hablamos. No podía ocultar mi tristeza y desaliento. Los consuelos de la cigarrera no penetraron siquiera en mis oídos.
Antes de despedirse quiso darme la carta, que no había podido entregar. Yo la tomé y, sin rasgarla, la arrojé al río, sonriendo tristemente.
Lo primero que se me ocurrió caminando a casa fue marcharme al día siguiente sin ver a nadie ni despedirme. Pero después consideré que debía hacerlo, por lo menos, de Isabel y su padre, a quienes debía hartas atenciones, y me decidí a ir a esperarlos al día siguiente a la estación. Además, abrigaba todavía la esperanza de que la condesita interviniese de un modo beneficioso en mis enredados asuntos amorosos. Me costaba trabajo creer que Gloria se negase en absoluto a dar explicaciones de su conducta.
Al entrar en casa me encontré, sin saber cómo, en los brazos de Eduardito, y otra vez sentí en la oreja el cosquilleo de su nariz indómita. Mi profecía se había cumplido. Matildita obtuvo un éxito tan satisfactorio en su dificilísima gestión diplomática, que Fernanda había concedido a su enamorado trovador el permiso de ir a hablarle por la reja los martes, jueves y sábados. Eduardito osaba esperar que, andando el tiempo, obtendría el mismo señalado favor los lunes, miércoles y viernes. Llegó a la sazón Matildita, y Eduardito, presa de un rapto de amor fraternal, se abrazó a ella y le restregó el rostro con la nariz repetidas veces en testimonio de gratitud eterna. El Colibrí, con aquel éxito, se había crecido y entornaba la cabecita a un lado y a otro con más petulancia, si cabe. Decía que la indiscreción del chinchoso de su hermanito, llegado justamente en el momento en que estaba tratando con su amiga de los puntos más delicados, por poco hace fracasar las negociaciones. El hermanito empalidecía escuchando aquel horrible peligro que había corrido sin saberlo.
Aquella noche tuve la flaqueza, que acaso el lector encuentre perdonable, de irme a eso de las once y media hacia la calle de Argote de Molina. Cuando emprendí el camino no sabía fijamente qué es lo que allí iba a hacer. Muy pronto quedó determinado en mi cerebro. Avancé cautelosamente por ella, y al llegar al recodo desde donde podía verse la casa de Gloria, me detuve. El corazón me daba saltos. Estiré el cuello, asomé la cabeza como un miserable espía y… nadie. A la reja no había nadie. Un goce intensísimo bañó todo mi ser como un bálsamo celestial. A este goce sucedió ansia indefinible de cerciorarme de que los ojos no me engañaban, que a la reja no había nadie, absolutamente nadie.
Marché resueltamente por la calle y pasé por delante de la casa a paso lento, y hasta me parece que me detuve un instante frente a ella. Era verdad; ¡qué verdad tan sublime! Allí no estaba el malagueño. La calle, desierta; las ventanas, herméticamente cerradas. Pero era necesario que me convenciese bien, que gozase plenamente de aquella grande y sabrosa verdad. Y para eso estuve dando paseos por las calles hasta las dos de la madrugada, y cada poco tiempo pasaba por aquella con toda lentitud y me detenía algunos instantes a ver si la ventana se abría y el aborrecido rival llegaba. No fue así. Me consideré dichoso, como si fuese gran fortuna. Una de las veces que por allí crucé me sentí tan tiernamente apasionado y aun agradecido, que me acerqué a la reja, y después de convencerme de que nadie me observaba, besé los hierros donde mi saladísimo dueño había puesto tantas veces sus manos.
Retireme contento a casa. Aquel feliz estado de espíritu me hizo de nuevo ver las cosas de color de rosa. Al día siguiente me enteré de la hora a que llegaba el tren de Cádiz, y fui a esperar al conde y a la condesita del Padul, prometiéndomelas muy felices.
Era la hora de oscurecer. En el andén estaban Pepita Anguita y otras cuatro amigas de Isabel. Dos de ellas eran las de Enríquez, a quienes ya conocía de vista. Mientras llegaba el tren, paseamos y departimos alegremente, riendo bastante con las ocurrencias de Pepita.
Cuando el cuerno del guardagujas anunció la llegada, nos abalanzamos presurosos al borde del andén, y tuvimos el gusto de ver a la ventanilla de un coche a la condesita, que nos saludó con el pañuelo, muy regocijada y agradecida. Antes de salir de la estación, ya las de Enríquez la invitaron a ir con ellas aquella noche al teatro. Isabel manifestó que estaba cansada; pero no cedieron, y tanto empeño formaron, que al fin consintió en que la vinieran a buscar después de comer. El coche del conde y el de las de Enríquez los esperaban. Mas antes que entraran en ellos tuve ocasión para quedarme un momento detrás con Isabel y explicarle en cuatro palabras lo que sucedía. Maravillose en extremo, e hizo sin vacilar la misma afirmación de Paca; esto es, que debía de haber una intriga o mala inteligencia. No pudimos hablar más, porque llegamos a la puerta de salida y era preciso montar en carruaje. Yo no quise hacerlo, aunque me invitaron con insistencia. La condesita me dijo al darme la mano:
—Váyase usted esta noche por el teatro y hablaremos.
Comí con premura, me vestí y me eché a la calle en el momento en que entraba Villa.
—Hombre—le dije con imperdonable ligereza y egoísmo (lo mismo que Eduardito conmigo),—¿cómo no ha ido usted a esperar a Isabel?
Le vi inmutarse, y me respondió, turbado, que había tenido qué hacer en el cuartel.
Llegué al teatro de San Fernando cuando solo había dentro de la sala dos docenas de personas a lo sumo. Aún tardó en poblarse larga media hora. Se representaba una función extraordinaria, a beneficio de no sé qué desgraciados, por la compañía de ópera que había actuado en Cádiz y regresado a Madrid. La sala del teatro es amplia, elegante, bien decorada. Pero el verdadero adorno de ella son los rostros expresivos de las niñas indígenas, que allí pueden verse con más comodidad y espacio que en ninguna otra parte. Es el teatro aristocrático de Andalucía. Las damas que allí asisten, vestidas con esplendidez y gusto, pueden mirar sin bajar la cabeza a las abonadas del teatro Real de Madrid. Los hombres, por el afectado descuido de su persona y por su desmedida afición al flamenquismo, no son dignos de figurar al lado de ellas.
Isabel y sus amiguitas, las de Enríquez, fueron de las últimas en llegar, y se acomodaron en un palco bajo. La condesita estaba radiante de belleza y elegancia. Observé que todas las miradas, lo mismo de los hombres que de las señoras, se volvían hacia ella con frecuencia, al tenor de lo que había pasado en la tertulia de Anguita la noche en que la conocí. Y, como entonces, la joven recibía aquel homenaje con perfecta naturalidad, sin ruborizarse ni envanecerse, sonriendo franca y bondadosamente, lo que prestaba a su rostro encanto irresistible. Si aquella expresión era hija del cálculo, hay que confesar que Isabel había ascendido a lo más delicado y exquisito del arte de agradar. Saludome graciosa y familiarmente con la mano, con lo cual todos los ojos que estaban fijos en ella se tornaron hacia el sitio donde yo estaba. En cualquiera otra ocasión esto me hubiera halagado. Ahora me hallaba tan inquieto por el resultado de mis amores, que me fue indiferente, y aun me pesó, de la distinción por la curiosidad de que fui objeto. Seguro estoy de que muchos me disputaron, sin más, por su novio.
En cuanto el segundo acto terminó, un acto larguísimo de I Puritani, me levanté para ir a saludarla. Pero al cruzar el pasillo de butacas sentí que me llamaban por mi nombre:
—¡Qué encandilado va, hermano!
Era Raquel, la dama de Écija, que se alojaba en la misma casa que yo. Teníamos gran confianza. Estaba con su esposo, quien cada día simpatizaba más conmigo.
—¿Dónde va usted tan escapao?
—A saludar a unas señoritas ahí, a un palco.
—Bien; pues antes salúdeme usted a mí. Siéntese un ratito.
Me indicó una butaca desocupada a su lado, y por no parecer grosero, me senté.
La belleza «en colosal» y llamativa de la dama había traído hacia aquel sitio a algunos pollastres, que la miraban fijamente. Ella, comprendiendo el efecto que en los tales causaban sus grandes ojos de ternera y enérgico seno, se esponjaba y hablaba alto, para decir, por supuesto, mil simplezas, que el bueno de Torres escuchaba sin pestañear, aletargado en su butaca bajo el peso de la peluca, impuesta como un castigo. No tardé en ver entre aquellos admiradores a Olóriz, atusándose, por variar, la barba y dirigiendo miradas lánguidas a Raquel. Se conoce que luchó un poco con el temor, pero que, al fin, se decidió a saludarla. Llegose, pues, y se quitó el sombrero, dejando al descubierto su magnífica cabellera rubia, peinada cual si viniese directamente de la peluquería. Preguntole por la salud, y luego hizo lo mismo con su esposo. Pero éste, sea porque se hallaba distraído o bien por la aversión concentrada que le tuviese, no contestó al saludo. El estudiante quedó cortado. Raquel, entonces, no pudiendo disimular la indignación o, por mejor decir, la rabia que la conducta de su esposo le produjo, tomó la palabra, y ¡aquí fue ella!
—Pepe, que te está saludando el señor Olóriz… Yo pensé que era una regla de buena educación contestar a los saludos que nos dirigen.
—Mujer, no le he visto—manifestó Torres con dulzura.
—La verdad es que ya tienes tiempo para haber aprendido un poco de crianza… ¡Cuidado que se necesita no tener un adarme para quedarse hecho una estaca cuando una persona decente, cuando un caballero, nos hace el favor de preguntarnos cómo estamos!
Yo, viéndola tan irritada, traté de calmarla con algunas frases de disculpa. Mas ella, aturdida y excitada, como siempre, por sus propias palabras, cada vez se iba poniendo más encrespada, hasta el punto de que algunas personas que se sentaban en las butacas inmediatas lo observaron.
—¡Es una grosería, Sanjurjo…, una indignidad!… Usted es persona de buena educación, y en su interior se está escandalizando, segura estoy, de ello. Y si él sólo se pusiera en ridículo, no me importaría nada…; pero me pone a mí, y esto no puedo tolerarlo… ¡No quiero tolerarlo!… ¿Qué se figuraría una persona desconocida que presenciara este lance?… ¡Se figuraría cualquier cosa mala, indecente!… ¿Es esto dar consideración a su señora? ¿Es hacer que se la respete?
—¡Si no le he visto, mujer; si no le he visto!—repetía dulcemente el anciano.
Olóriz, en pie delante de nosotros, pálido, silencioso, hacía una figura verdaderamente desgraciada, tirándose con mano convulsa de la barba hasta arrancarse algunos pelos.
Tomé el partido de dejarla desahogarse. Cuando hizo una pausa, le dije en son de broma:
—Vaya, Raquel, no sea usted tan nerviosilla.
Y antes que de nuevo se exaltase, me levanté y le di la mano. Olóriz vio el cielo abierto y aprovechó mi marcha para retirarse también, haciendo un reverente saludo.
Isabel me estaba esperando con impaciencia, según me dijo. Había pensado bastante en mi situación y quería a todo trance deshacer los monos, que dependían, sin duda, de alguna mala inteligencia, de algún embuste. Oyéndola llamar monos a las tremendas calabazas que Gloria me había propinado, alegróseme el alma. Había encontrado un medio de que tropezásemos y pudiésemos hablarnos. En su casa no quería que fuese. Quizá su prima se ofendería de que la llevasen engañada. Lo mejor era ir de excursión a la Palmera, una casa de campo que tenían del otro lado del río. Allí, estando todo el día juntos, no podía menos de operarse la reconciliación, para lo cual ella pondría de su parte lo que pudiera.
—Por supuesto, no invitaremos a ese malagueño antipático—añadió, guiñándome el ojo con gracia—. Usted campará todo el día por sus respetos.
Mi pecho se inundó de gratitud. Era adorable aquella chica.
Quedó en ir a la mañana siguiente a invitar a Gloria y en avisarme por medio de carta el día y hora de la excursión y, en general, todo lo que sucediese. Mis esperanzas, tan pronto vivas como muertas, renacieron ahora más frescas y lozanas que nunca. Parecíame imposible que, dejándome un rato a solas con mi ex novia, no la conmoviese y redujese a quererme otra vez. Tal fe tenía en mi elocuencia. Además, era dificilísimo suponer que tanto amor como aquella gentil muchacha me había demostrado en el tiempo que duraron nuestras relaciones se hubiese desvanecido en un instante, sin quedar entre las cenizas rescoldo alguno. En resumen, que dormí bastante bien aquella noche y pasé el día siguiente tranquilo. Por la tarde recibí carta de Isabel. No la esperaba tan pronto. Decíame que la partida de campo se haría mañana. Como tenía muchas cosas que decirme, esperaba que fuese aquella noche a comer a su casa.
Según costumbre, el conde comió fuera de ella. Lo hicimos solos Isabel, la tía Etelvina y yo. En verdad que, con las muchas y graves noticias que la condesita me comunicó, no hice más que picar de los platos, sin comer realmente de ninguno. Por la mañana había estado en casa de su prima a visitarla. Hablaron de mí, y Gloria se mostró enojadísima, mejor dicho, indignadísima conmigo. Le dijo que le constaba de un modo evidente que yo estaba, ¡qué horror!, en amores con Joaquina Anguita. Todo lo que Isabel hizo por disuadirla fue inútil. Sabía el tiempo que todas las noches hablaba con ella y que todos en la tertulia tenían conocimiento de tales relaciones. Preguntó si yo era de la partida, y, respondiéndole que sí, negose a formar parte de ella. Sólo a fuerza de ruegos cedió, y eso con la condición de que se invitase también a Daniel Suárez.
—Mire usted, Sanjurjo: la impresión que yo he sacado es que mi prima tiene celos, ¡unos celos que le comen el alma!…, y una mujer celosa es una mujer enamorada.
—Pero ¿ese Daniel…?
—No haga usted caso… Lo ha escogido como instrumento para dárselos a usted… Por lo demás, entre usted y él ninguna muchacha puede vacilar—añadió sonriendo.
—Mil gracias.
Pero después que ambas primas hubieron resuelto este punto, quedó otro más difícil: la cuestión del permiso. Doña Tula se negó a darlo. Gloria estaba haciendo en su casa una vida conventual. Desde que se descubrió el galanteo de Marmolejo, sobre todo, la tenían terriblemente sujeta. Isabel acudió a su padre, quien mandó a doña Tula una cartita diciéndole que no era aquello lo convenido, que se había prometido sacar al mundo a su sobrina para averiguar su vocación y que se la tenía prisionera, peor que en el colegio; que aquello daría mucho que hablar en Sevilla, y que le rogaba, para evitar murmuraciones, que le concediese alguna libertad. Dos horas después vino una cartita con la autorización. La excursión se efectuaría, pues, al día siguiente, y los convidados partirían de la casa de los condes a las dos de la tarde.
—Invite usted de nuestra parte al amigo Villa. Dígale que es un ingrato… Hasta ahora no le he echado la vista encima—me dijo al tiempo de despedirme.
«¡Pobre Villa!», exclamé para mí, observando el tono ligero con que pronunció estas palabras su ídolo. Y desde allí me fui derecho a la cervecería para darle el encargo. Cambió un poco de color al escucharme; pero me dijo con sosegada energía:
—Ya sabe usted, amigo Sanjurjo, que yo con esa mujer no puedo tener decentemente ni siquiera relaciones de buena amistad. Si me hubiese dado calabazas…, nada…, hubiésemos quedado tan amigos; pero el pregonar mis cartas y el consentir que se haga chacota de ellas no lo olvidaré en mi vida… La saludaré cortésmente, la dirigiré la palabra con respeto; pero ser su amigo, ¡nunca!
Entendí que tenía razón y no quise insistir. Aquella noche tampoco fui a casa de Anguita. Hacía tres noches que no iba por no encontrarme de frente con Suárez. A las altas horas di algunos paseos por la calle de Argote de Molina y volví a sentir un placer intenso viendo la reja de Gloria cerrada.
Amaneció, al fin, el día 20 de agosto, memorable en el curso de esta verídica historia. Amaneció brillante como todos los anteriores, más que los anteriores, a mi juicio. Pasé agitadísimo la mañana. Me puse un traje apropiado al caso, ligero, claro y holgado. Fui a comprar un sombrero que había visto en un escaparate, muy adecuado para el sol y elegante; me afeité hasta dejar las mejillas suaves y tersas como las de un niño; también me puse un calzado de becerro, blanco, muy lindo; en una palabra: me preparé convenientemente para la gran batalla que por la tarde iba a librar. Observé que Villa no salió de casa y daba vueltas en torno mío, con cierta inquietud y como si desease hablarme. Por fin, cuando nos avisaron para almorzar, me dijo desde la butaca donde estaba sentado en mi habitación, chupando un cigarro puro y envolviéndose en una nube de humo:
—¿Sabe usted, amigo Sanjurjo, que me voy de excursión con ustedes esta tarde?… Sí, voy—añadió en voz baja y con acento rápido—para que Isabel no se figure que me estoy muriendo de pena.
—Me alegro muchísimo. Hace usted perfectamente—respondí, y exclamé otra vez para adentro: «¡Pobre Villa!»
Durante el almuerzo estuvo alegre y jovial, como hacía muchos días no le veía, como si acabase de recibir una grata nueva.
A las dos en punto nos personamos en casa de Padul. Estaban ya allí casi todos los convidados: las dos chicas de Enríquez con su mamá y el novio de una de ellas; Pepa y Joaquinita Anguita (Ramoncita no había podido venir por estar con jaqueca), Daniel Suárez y el presbítero con Alejandro. Poco después llegaron Elena y su tío, y luego, otro chico a quien no conocía. No estaba Gloria en el patio, donde se hallaban reunidos: pero tampoco vi a Isabel, y supuse que las dos se habían juntado en las habitaciones interiores. Tardaron poco, en efecto, en presentarse.
No me dirigió una mirada. Estaba grave, contra su costumbre. Vestía un traje de color rojo con encajes blancos, ligero y de poco valor, que le sentaba de perlas. (¿Qué es lo que no le sentaba a aquella admirable criatura?)
Saludé primero efusivamente a Isabel, porque la actitud de Gloria me imponía. Luego me aventuré a dar la mano a ésta, que me alargó la suya con marcada frialdad, mirando hacia otro lado. Isabel me hizo una mueca para indicarme que no tuviese miedo. Pareciome lo más prudente observar una conducta reservada, digna, esperando los acontecimientos, y me retiré hacia otra parte. Don Jenaro nos manifestó que se le había ofrecido un quehacer perentorio y sentía no poder ser de la partida; que íbamos bien autorizados por la señora de Enríquez, y su prima Etelvina, don Mariano (tío de Elenita) y don Alejandro.
—Ya sé cuál es el quehacer del conde… Una juerga—me dijo Pepita por lo bajo.
—¿Cree usted?…
—¡Uf! Como si lo viera.
Las señoras en coche y los hombres a pie, nos trasladamos todos al muelle, donde nos esperaba una espaciosa falúa entoldada, con cuatro remeros sentados a la proa. El calor en aquel sitio era estupendo. El reflejo de las piedras abrasaba el rostro. Parecía que estábamos envueltos en una atmósfera de fuego. Ni los quitasoles, ni los sombreros de paja, ni los trajes de dril podrían librarnos de la ardiente saña de aquel sol que desde lo alto del cielo amenazaba secar los árboles, el cauce del río y hasta la vida de nuestros cerebros. Las señoras nos aguardaron un rato sentadas a la popa. Cuando llegamos, nos acomodamos como pudimos. Daniel Suárez fue a sentarse, ¡el miserable!, al lado de Gloria, que le recibió con afectado regocijo. Villa y yo nos retiramos hacia la proa; pero al instante fuimos llamados por las damas, que se apresuraron a dejarnos sitio.
—Villa, aquí tiene usted asiento—dijo Isabel, con sonrisa dulce y como avergonzada, señalándole un puesto a su lado.
El comandante vaciló un momento, pero fue a ocuparlo. Joaquinita también me llamó. Hice como que no la oía y fui a sentarme entre la señora de Enríquez y Etelvina, un par de setentonas.
Los remos, como grandes antenas, comenzaron a maniobrar sobre el agua amarillenta. Pasamos al lado de grandes vapores, cuyos vientres colosales, pintados de rojo, parecía que iban a aplastarnos. De lo alto de ellos, algunos marineros nos miraban con curiosidad, y se decían, sonriendo, frases que no llegaban a nuestros oídos. Detrás dejábamos el gran puente de Triana, cuyos ojos se iban achicando lentamente. Pronto salimos del atracadero de los barcos y llegamos al recodo que guarnecen los naranjos del jardín de las Delicias. El río hace una gran ese, revolviendo hacia Triana. Las orillas están orladas de mimbres en primer término. Por detrás de ellos asoman algunas filas de álamos blancos, cuyas hojas plateadas, heridas por la luz y agitadas por el soplo blando de la brisa, despiden hermosos destellos. La falúa se deslizaba suavemente, aguantando imperturbable los rayos solares. El aire reseco había perdido sus condiciones de sonoridad. Sentíase en los oídos un suave zumbido constante, a través del cual los ruidos llegaban amortiguados y confusos. La vista no gozaba siquiera la voluptuosidad de posarse en el agua, porque el río mismo despedía un aliento cálido. El sol, implacable, lanzaba de una vez, en apretado haz, todos sus rayos sobre nosotros, cual si quisiera aplastarnos, reducirnos a la nada, de donde su calor vivificante nos había sacado. ¡Qué hermoso, qué vivo, qué omnipotente sol! Solo en el Mediodía se siente su fuerza augusta y acometen deseos de adorarlo.
En los primeros momentos hablose poco en la lancha. El calor era tan intenso que aturdía. Todos los rostros estaban encendidos y sudorosos. Los brazos no tenían brío para abanicarse. Pero la alegría no tardó en renacer. Aquella insufrible molestia que sentíamos sirvió de pretexto para bromear y reír. Uno de los pollos proponía un baño general: que nos echásemos todos juntos al agua así que llegásemos a San Juan, cosa que escandalizaba y hacía reír a un mismo tiempo a las damas. Elenita sostenía que su tío no sudaba agua como los demás, sino café con leche; y como todos los ojos se volvían, sonrientes, a mirarle, el buen señor no podía ocultar su despecho. Cada cual comenzó a hablar con los que tenía al lado. Isabel y Villa empeñaron una conversación animada. La de Enríquez y su novio, lo mismo. Elenita y el pollo desconocido, que ya se habían asaeteado bastante con los ojos, comenzaron a charlar por detrás de la cabeza de jabalí del presbítero don Alejandro, que tenía las enormes cejas temerosamente fruncidas y el rostro contraído por una expresión de dolor y de ira que ponía espanto. Finalmente, y esto era lo que verdaderamente me interesaba, Gloria y Suárez no cerraban la boca. La infiel reía alegremente, harto alegremente quizá para que no hubiese en ello cierta afectación, de los chistes (estúpidos, claro está) del malagueño. No quise disimular mi tristeza. Al contrario, forcé la nota lúgubre, permaneciendo silencioso y cabizbajo, a pesar de los esfuerzos que las dos viejas que tenía a mi lado y Joaquinita hicieron por sacarme de mi éxtasis doloroso. Todos allí estaban ya al tanto de lo que me ocurría.
Sentía, en verdad, una viva y profunda pena, que me apretaba el pecho y la garganta. Deploraba amargamente el haber venido. Las esperanzas que Isabel me había dado parecíanme ahora infundadas, ridículas, engendradas sólo por su deseo frívolo de agradar a todo el mundo. Presa de una angustia indecible, sofocado también por aquel ambiente abrasador, al cual no estaba acostumbrado como los demás, me sentía desfallecer. Los oídos me zumbaban, y pasaban a menudo por delante de mis ojos gasas negras, flotantes, como si fuera a caerme. No suspiraba ni me movía, sin embargo. No sólo no temía perder el sentido, pero lo apetecía por huir de aquella amargura que inundaba mi alma. Deseaba que el poderoso sol se filtrase por la lona del toldo y me abatiese, aniquilase mi conciencia, me transformase en una piedra, en una planta, en algo que no pensase ni sintiese.
Comprendía que mi actitud y mi semblante denotaban demasiado claro lo que pasaba en mi espíritu, que me estaba poniendo en ridículo. Nada me importaba. Allá, después de un buen cuarto de hora, cuando aún no estábamos a la mitad del camino, observé que Gloria me dirigió con el rabillo del ojo una rapidísima mirada, como si tuviese curiosidad de ver lo que yo hacía. No sé lo que pasó por mí. Sentime de pronto revivir, como un hombre medio ahogado a quien sacasen la cabeza fuera del agua. Erguime y aspiré con ansia el aire, dando un largo suspiro, que hizo sonreír a la señora de Enríquez y puso seria a Joaquinita. No tardó en venir otra mirada igual, que me hizo el mismo bien. La mano invisible que me apretaba cruelmente la garganta aflojaba los dedos. Luego vino otra, y pude sacar el pañuelo y limpiarme el sudor. Luego otra, y tuve ya fuerzas para sonreír. Aquellas miradas, aunque serias y rápidas, penetraban hasta mi corazón, y reían allí alegremente, y sonaban como una armonía celeste, y hasta pienso que olían como un perfume embriagador. Cuanto más nos acercábamos al término de nuestro viaje, más frecuentes eran y, si no me equivoco, más duraderas también. No dejaba por eso de hablar con Suárez; pero cualquiera podía notar que no era con la misma animación, que una leve sombra de gravedad y preocupación se había esparcido por su rostro.
El cauce del río nos conducía hacia la loma que cierra el contorno de Sevilla, por la parte del Sudoeste. A la falda de esta loma se encuentra el pueblecillo llamado San Juan de Aznalfarache, adonde tardamos poco en atracar saltando a un tabladito que hace de muelle. Es una aldehuela irregular, triste y de ruin caserío. Desde la ciudad ofrece vista muy grata aquel blanco grupito de casas, posado, como una gaviota, a la orilla del río; pero una vez dentro de él, la ilusión se desvanece. Mirado desde Sevilla, parece asentado en la falda misma de la colina, sin terreno llano donde esparcirse. Después que se está en él se observa que hay en torno muy llanas y muy hermosas huertas de naranjos y olivos.
El malagueño dio la mano, para saltar, a Gloria, y esto me contrajo el corazón fuertemente; pero apenas los diminutos pies de ésta se posaron en el suelo y me lanzó una ojeada firme y rápida como un latigazo, volvió a dilatarse. Se descansó algunos minutos delante de una taberna y nos refrescamos con agua azucarada. Las damas se sentaron en las sillas que sacamos del establecimiento. La mayor parte de los hombres permanecimos en pie, sirviéndoles los panalitos. La verdad es que todos estábamos necesitados de un rato de sombra verdadera, porque la del toldo de la falúa dejaba mucho que desear. Joaquinita, que, por lo visto, tenía ganas de mortificarme, me demandó un vaso de agua. Sintiendo, más que viendo, que Gloria me observaba, fui a buscarlo; pero en la taberna se lo di a don Alejandro, diciéndole:
—Haga el favor de llevar este vaso a Joaquinita.
El presbítero se apresuró a cumplir el encargo, y yo salí después, harto satisfecho de no dar pretexto a que pudiera pensarse que la segunda de Anguita me inspiraba el más pequeño interés. Como diese luego algunas vueltas por delante de las damas, dirigí distraídamente la mirada a los pies de Pepita y observé que traía las botas rotas. Al instante lo advirtió:
—¡Qué! ¿Se fija usted en mis botas rotas?
—¿Se le han roto a usted al saltar?—repliqué.
—No, señor. Las traía ya rotas de casa.
—¡Ah! No lo ha notado usted al ponerlas.
—Sí, señor, sí; lo he notado hace días. Las he puesto con todo conocimiento.
No quise insistir, porque entendí que, si proseguía, iba a decirme que no tenía dinero para comprar otras, con la poca aprensión, vecina de la desfachatez, que la caracterizaba.
Isabel dio la señal de marcha. No sé a quién se le ocurrió subir al monasterio antes de ir a La Palmera, y emprendimos, en efecto, la ascensión. La comitiva se repartió en parejas. Yo, para hacer méritos a los ojos de Gloria, viéndola emparejada con Suárez, me fui solo delante. El camino es corto, pero bastante agrio.
—Sanjurjo—me gritó Joaquinita, con el sano propósito de desconcertarme—, muy melancólico anda usted hoy.
Me volví y respondí, sonriendo:
—Hay motivos.
—Cuéntemelos usted.
—Nunca.
Y seguí adelante, muy contento de haber enviado a Gloria, delicadamente, un testimonio de mi amor. No tardamos en llegar al monasterio. Está situado en una meseta o cornisa que forma la falda de la colina, a una altura bastante considerable ya sobre el nivel del río. El edificio no es grande ni ofrece mucho de particular en el estado de abandono en que se halla; pero delante de él hay una especie de terraza, desde donde se divisa uno de los paisajes más hermosos que pueden verse en ninguna parte del mundo.
Todos nos quedamos extasiados en su contemplación. Lo que primero atraía la vista era la ciudad. La hermosa sultana del Mediodía reposaba del lado de allá del río con blancura deslumbradora, que le da carácter africano. Eran las cuatro de la tarde. El sol la bañaba con sus rayos oblicuos, pero vivos aún y ardorosos. Sus innumerables torrecillas mudéjares, de pizarra y azulejos, brillaban como diamantes, y sobre todas ellas descollaba la formidable y esbelta Giralda, el antiguo y severo alminar de los árabes, con fuerte color anaranjado. El espacio que ocupa en la vega donde está asentada es grande.
Todos detrás de ella, sin embargo, nuestros ojos percibían extensa llanura verde y dorada, cerrada por una leve ondulación del terreno. «Allí está Alcalá de Guadaira—me dijeron—; allí, Carmona.» No conseguí verlas. Del lado de acá, por la parte del Sur, la gran ese del río brillaba a los rayos del sol, desarrollándose entre huertas de naranjos y olivos. A cierta distancia, estas cesaban y la campiña se extendía llana, desnuda, con un color dorado, hasta tocar en el cielo, en los confines del horizonte. En aquel espléndido paisaje, mis ojos no veían la riqueza infinita de matices de mi Galicia. El esplendor irresistible de la luz los borra y los confunde.
La impresión, a pesar de eso o por eso quizá, era más viva. A falta de colores, había destellos. El suelo y el aire ardían como una iluminación universal. Luego, los contornos de los objetos, lo mismo los próximos que los lejanos, eran tan puros, tan claros, que algunos, como la Giralda, parecían dibujados en un gran lienzo con mano dura. Los mismos bosquecillos que rodean la ciudad no formaban masas verdes o manchas, sino que veíamos los árboles separados con admirable precisión.
Por una atracción de que no me daba cuenta, mi vista se fijaba con persistencia en el espacio azul. La luz ejercía sobre mí en aquel momento la misma fascinación que sobre las mariposas. Sentía un placer inmenso, un deleite casi sensual, en sumergir la mirada en aquel aire transparente y límpido; me acometían vagos anhelos, ansias indefinibles que me producían una especie de desvanecimiento. Por un instante, se me borró hasta la noción de la existencia, hasta el pensamiento de Gloria, que tenía a cuatro pasos de distancia. Si hubiera tenido alas, me hubiera lanzado al infinito luminoso sin acordarme de ella, aunque esto parezca una contradicción inverosímil. Esta especie de enajenación desapareció cuando oí la voz de Pepita a mi espalda:
—¡Considera, alma cristiana, en esta primera estación…!
Volvía la cabeza riendo, y mis ojos tropezaron con los de Gloria, que los apartó al instante. No cabía duda: me estaba mirando.
Bajamos de nuevo al pueblo, y advertí que Suárez, por más que hizo, no consiguió emparejarse con ella. Se había cogido del brazo de su tía Etelvina y hablaba animadamente sin hacer caso de él, hasta que, despechado al fin, se acercó a acompañar a una de las de Enríquez. «Bueno va», dije para mí con viva alegría, que me brotaba a la cara. Isabel y Villa no se habían separado. Consideré con tristeza al pobre comandante, preso de nuevo en las redes de aquel amor imposible, cuando Joaquinita se me acercó diciendo:
—¿Mira usted a Villa? ¿Verdad que parece imposible que un hombre formal se ponga en ridículo hasta ese punto?
Me encogí de hombros y sonreí. ¡Ponerse en ridículo! ¿Qué le importa al que ama de veras ponerse en ridículo? Quien se admire de esto, ni ha amado nunca ni sabe lo que es amor. A riesgo de parecer grosero, alejeme de Joaquinita. Su compañía en aquel momento podía echar a perder un fausto suceso que veía en lontananza.
Atravesamos de nuevo el pueblo, y salimos por la parte del Sur a las huertas y jardines que lo circundan. Al través de las puertas enrejadas veíamos las casitas de campo, con persianas verdes cuidadosamente echadas, enteramente solitarias. Sus habitantes, si es que los había, debían de estar resguardados del calor hasta la hora en que el sol se pusiese. Próxima ya a la falda de la colina estaba La Palmera. Era la más amplia en territorio y la que poseía casa más grande y suntuosa. Desde la puerta de salida hasta el edificio había una ancha avenida, orlada de palmeras en suave declive. A entrambos lados se extendía un bosque inmenso de naranjos. El jardín de la casa estaba ya tallado en la colina. Para subir a aquella había tres escalinatas adornadas con macetas. En los tres descansos se veían jardinillos bastante descuidados, pero que tenían ese encanto misterioso y poético que la Naturaleza presta a los lugares que el hombre le abandona. Los arbustos habían crecido desmesuradamente y tejían sus ramas, formando bosquecillos impenetrables. Las flores eran escasas y crecían donde los arbustos no les quitaban la luz.
A la puerta nos recibieron los criados que habían ido por la mañana con los víveres. El que estaba al frente de la finca nos acompañaba desde la puerta de hierro. Era una casa del siglo pasado, espaciosa, fresca y un poco desmantelada. Hacía tiempo que los dueños no iban por allí sino por un día o dos.
Excitada la curiosidad de todos, quisimos recorrerla luego que hubimos descansado unos minutos y lo hicimos en tropel, entrando y saliendo por las vastas habitaciones solitarias, turbándolas con nuestros gritos y risas. En la planta baja había un gran salón de techo elevadísimo, con pavimento de azulejos colocados en caprichoso mosaico. Los muebles eran severos; el damasco encarnado de las sillas y cortinas había empalidecido extremadamente. Los muros tenían pintado al fresco un gran zócalo, que llegaba hasta la mitad; de allí arriba, enjalbegados como la casa de un menestral, pendían de ellos varios retratos al óleo de caballeros y damas del siglo XVIII. Estos retratos, que eran los de los antepasados de Isabel, llamaron poderosamente la atención de los convidados. Particularmente las damas, no acababan de asombrarse de que se gastasen tales tocados y vestidos, como si no pudiera ponerse un pero a los que ellas llevaban. Había, además, un comedor espacioso, con grandes armarios de caoba, bien provistos de vajilla. En el piso alto nos llamó la atención un gabinete muy lindo, en cuyos balcones habían puesto por capricho cristales de todos colores. Nos detuvimos bastante rato contemplando la campiña al través de cada uno. Aquellos paisajes azules, rojos, amarillos, que alguna vez se ven en sueños, hacían prorrumpir en exclamaciones de alegría o disgusto a mis compañeros.
—Voy a enseñarles a ustedes la salida del manantial—nos dijo Isabel.
Bajamos, guiados por ella, a la planta baja; atravesamos un patio, abrió un criado una puertecita verde, y entramos en un recinto semejante a una gruta. La atmósfera estaba impregnada de humedad. Escuchábase el rumor del agua, pero no la veíamos porque estaba oscuro. Cuando los ojos se fueron acostumbrando, observamos allá en el fondo, brotando de la peña, un raudal enorme, verdadero río, que caía en un estanque cerrado toscamente por piedras. El sitio era el más grato que pudiera hallarse en tal instante. La frescura singular que se sentía dilató nuestros pechos, harto oprimidos, y nos hizo prorrumpir en exclamaciones de bienestar. Nadie quería salir de allí. Sin embargo, fue preciso, al fin, porque se llegaba la hora de confortar los estómagos. Isabel había dejado a Villa y tenía abrazada a Gloria por la cintura. Ambas fueron quedando rezagadas a la salida. Cuando iba a transponer la puerta, Isabel me llamó:
—Oiga usted una palabrita Sanjurjo.
Al mismo tiempo se retiró hacia el fondo de la gruta, arrastrando a Gloria. El corazón me dio un vuelco, y las piernas me flaquearon. Llegaba el momento crítico que había de resolver mi suerte. Haciendo un esfuerzo sobre mí mismo, acerqueme sonriente a las jóvenes. Debía de estar o muy rojo o muy pálido. Isabel no me dejó pronunciar una palabra. Si me hubiese dejado, no sé si hubiera sido capaz de hacerlo.
—Sanjurjo, mi opinión es que debe concluir eso que hay entre Gloria y usted. Ustedes se quieren. ¿Por qué han de pasar el tiempo en monerías?
¡Pasar el tiempo en monerías! Declaro que nada me ha parecido, ni antes ni después, tan lógico, tan convincente como esta sencilla proposición.
Y como nos quedásemos turbados, ella roja, yo rojo también, mirándonos con ojos brillantes, la condesita nos dijo en tono protector:
—Vamos, dense ustedes la mano y no haya más regaños.
Me apresuré a coger la mano de mi adorada y la aprisioné entre las mías largamente. Al fin, la emoción venció a la vergüenza, y comencé a verter una serie de frases incoherentes, apasionadas, estúpidas, protestando de mi cariño. Estaba loco. Tantos disparates debí de decir, que Gloria soltó su mano bruscamente y se echó a correr hacia el fondo. Isabel me hizo con los ojos señas de que la siguiese.
—Gloria—le dije en voz baja, acercándome suavemente—, ¿sigue enfadada conmigo?
Por toda contestación se llevó el dedo a los labios, diciéndome con fingido enojo:
—Cargante, ¿no tenías tiempo de desirme esas guasitas cuando estuviéramos solos?
No pude contenerme. Me acerqué más a ella y la estreché fuertemente contra mi corazón. Una tosecilla seca de Isabel, cuya figura tapaba la puerta, nos avisó de que nos veía y que juzgaba aquello un poco descomedido. Gloria me rechazó; pero yo, tomándole las manos, preguntele con acento conmovido:
—¿Por qué me has hecho sufrir tanto?
—También yo he sufrido; calla.
Y se dirigió a la puerta, llevándome a su lado. Isabel dio algunos pasos hacia nosotros y, sonriendo maliciosamente, nos dijo:
—Veo que la reconciliación ha sido completa.
Luego abrazó a Gloria y le dijo al oído algunas palabritas. Esta soltó una carcajada y la besó con efusión repetidas veces. Después, sin saber cómo, la risa se tornó en llanto: ocultó el rostro en el pecho de su prima y comenzó a sollozar perdidamente. Comprendí que aquellas lágrimas no eran de dolor, pero me apresuré a preguntarle:
—¿Qué te pasa, Gloria? ¿Te sientes mal?
Sin levantar la cabeza, me hizo seña con la mano de que me fuese. Yo, sin hacer caso, volví a preguntar:
—¿Estás indispuesta?
Entonces, levantando la frente, con los ojos nublados de lágrimas y sonrientes a la vez, exclamó con rabia:
—¡Vete, payaso, vete! No quiero que me veas llorar.
Muchas veces después me he oído llamar payaso por Gloria, y siempre se lo he agradecido; pero nunca este calificativo me hizo experimentar una sensación más feliz, un transporte tan delicioso como entonces. Salí por la puertecilla en un estado de turbación que hubiera hecho reír a cualquiera. Llegué al comedor, y no comprendí por qué Suárez me dirigía una mirada tan glacial. Yo, de buena gana, le hubiera abrazado, como a todo el mundo. Si no abrazos, por lo menos empecé a repartir sonrisas a todos, porque me parecía que todos habían contribuido a mi felicidad. Lo único que me sorprendió, al cabo de algunos momentos, fue que no me preguntasen por Gloria. Dios mío, ¿cómo se podía vivir sin Gloria? Pero Gloria no tardó en llegar, las mejillas inflamadas, los ojos enrojecidos y brillantes. No me miró al entrar. Comprendí que sin mirarme me veía, y esperé.
—A la mesa, a la mesa—dijo Isabel.
Vi que el malagueño se acercaba a Gloria y le decía algunas palabras, y vi que ella hacía una mueca de indiferencia y le volvía la espalda. ¡Qué criatura tan inteligente! Vi que, como quien no quiere la cosa, se iba acercando al sitio donde yo estaba; y vi que se llevaba las dos manos al pelo y se daba unos toquecitos nerviosos para arreglárselo; y vi que cogía una silla y la separaba para sentarse; y vi que apoyaba su mano en la contigua… Y no quise ver más. Fui allá y me senté resueltamente a su lado.
No recuerdo los manjares que nos sirvieron ni creo que los recordaría entonces, después de haberlos comido. Me parece que eran la mayor parte fiambres de fonda y que había gran profusión de confites. Lo que retengo en la memoria admirablemente es que Gloria me sirvió almíbar de azahar, diciéndome que era cosa exquisita, y que yo no lo encontré tanto, y que ella se enfadó y me dijo que era un simple y un desaborío, y que yo, para cortar la discusión, le dije que si me la sirvieran a ella en ese almíbar la comería, pero otra cosa, no; y que ella me respondió, riendo, que yo «era un gaditano con más conchas que un galápago». En cambio, cinco yemas de San Leandro, que me hizo comer una tras otra, me parecieron deliciosas, y alabé las manos de las monjas y a Dios, que las había criado.
Después de merendar nos fuimos al salón. Elenita se puso a teclear en el piano, antiquísimo, de voces cascadas y metálicas: un verdadero trasto. Temblé que comenzase a cantar alguna de sus romanzas sentimentales, y más cuando vi acercarse al presbítero y decirle algunas palabras al oído; pero no fue así. La vivaracha joven tocó una tanda de valses y llamó al pollo desconocido, nombrado Lisardo, según creo, para que le volviese las hojas. Don Alejandro, mientras tanto, paseaba a grandes trancos por el salón, con su aspecto sombrío.
—Qué, ¿no se baila?—preguntó la chica al terminar, haciendo girar el asiento para ponerse frente a nosotros—. Pues yo voy a dar el ejemplo… Isabel, ven aquí; tócanos una mazurca.
Y, sin más preámbulos, se cogió a Lisardo, y comenzaron a bailar, dando fuertes taconazos sobre los azulejos, sin reparar en la mirada furiosa, pulverizante, que su maestro de música le dirigía.
Yo estaba sentado en uno de aquellos viejos sofás, al lado de Gloria. Le pregunté si quería bailar y me respondió que no sabía. En Andalucía, casi todas las jóvenes saben los bailes del país porque se les toma maestro o maestra para enseñarlos; pero a menudo ignoran los de sociedad, con ser mucho más fáciles.
—No importa; yo te enseñaré.
Y, sin aguardar su respuesta, la cogí de las manos, obligándola a levantarse, y la abracé por el talle.
—Uno…, dos… Ahora con el izquierdo. Uno…, dos… Vuelta con el derecho.
Perdíamos el compás a cada momento; pero ¡qué importa! Cada traspiés nos hacía reír alegremente. Una vez Gloria me pisó.
—¡Huy, huy!—exclamé, fingiendo un gran dolor—. ¡Cómo pesa la carne de monja!
—¡Vaya una grasia mohosa!… Pero, hombre, ¿tienes la desvergüenza de quejarte? ¿De cuándo acá el pie de una andaluza puede hacer daño al de un gallego?
Y era verdad. Aunque sus pies diminutos hubieran bailado sobre los míos, creo que no me harían daño.
Por otra parte, nadie reparaba en nosotros, y podíamos bailar lo mal que quisiéramos sin llamar la atención. Todos brincaban por el salón, acometidos de un vértigo en el cual debían de tener alguna parte el manzanilla y el amontillado que nos habían servido. Cuando nos cansamos, fuimos de nuevo a sentarnos. Cogí su abanico, le di aire fuertemente, tan fuerte, que lo rompí, lo cual fue ocasión de nuevas bromas y risas. No habíamos hablado nada de nosotros mismos. Nuestra conversación sólo tenía por tema las cosas y los sucesos exteriores. No sé si era porque el placer de hallarnos de nuevo juntos y enamorados nos bastaba en aquel momento, o por el temor de hablar de asuntos en cuya apreciación pudiéramos no estar de acuerdo.
Por supuesto, en cuanto el baile de sociedad fue cansando, vinieron a escape las seguidillas. Gloria fue la primera invitada, porque Isabel afirmó en voz alta que no había en Sevilla quien las bailase como ella. No se hizo de rogar. Formáronse cuatro parejas, comenzó a sonar la guitarra, chasquearon los palillos (en Andalucía, la guitarra y los palillos aparecen siempre, como si brotaran de la tierra), y el baile, aquel baile animado, vibrante, gracioso, que produce escalofríos de dicha y hace bullir el alma del más linfático, dio comienzo al son de una copla, cantada por el clérigo don Alejandro. Costó gran trabajo reducirle a que lo hiciese.
Confieso que, aun placiéndome mucho, no me causó la impresión que en Marmolejo. Gloria en hábito de monja no diré que estaba mejor que ahora con su vestido rojo; pero, desde luego, era aquello más original.
Cuando salimos a tomar el fresco a los jardines, el sol ya se había puesto y andaba cerca de llegar la noche. La sociedad se diseminó por el gran bosque de naranjos. Gloria, en cuanto vio un columpio, se empeñó en subirse y me pidió que lo moviese, lo cual hice, como debe suponerse, con extremado placer. Por entre los árboles vi reunidos a Suárez y a Joaquinita, que nos miraban con sonrisa despechada y maligna. No hice caso; pero Gloria, que también acertó a divisarlos, se puso seria repentinamente y no tardó en bajarse. Volvimos a reunirnos al grupo mayor. Observé que mi novia procuraba, por cuantos medios podía, demostrar a Daniel el mayor desprecio, como si tuviese contra él algún grave motivo de odio. Yo era tan feliz, que compadecía sinceramente a mi enemigo y hallaba la conducta de ella demasiado cruel. Nos sentamos, al fin, sobre el césped, no lejos de Isabel y Villa, que charlaban animadamente. Hubo un rato de silencio. Temía, por lo que ya he dicho, volver a las conversaciones íntimas, y no se me ofrecía en aquel instante objeto de qué tratar. Noté que Gloria me miraba con frecuencia, sonreía levemente, bajaba la vista y otra vez volvía a mirarme y sonreír, moviendo los labios un poco, cual si le viniesen deseos de decirme algo y no se atreviese.
Una de las veces sus ojos chocaron francamente con los míos, y los dos sonreímos, sin saber por qué. Bajolos, al fin, y, mostrando vergüenza, dijo en voz baja:
—Ya sé que me has llamao…—aquí pronunció a medias la palabra fea que yo había dicho a Suárez en la memorable conferencia de la taberna.
Debí de empalidecer terriblemente, y murmuré, rechinando los dientes:
—¡Infame!
—No te apures, hijo—se apresuró a decirme, sin caérsele la sonrisa avergonzada de los labios—. Ya ves qué enojada estoy. ¿No te he dicho que a mí me gusta que me peguen en los nudillos?… Además, eso me ha probao que no se te pasea el alma por el cuerpo, como yo creía. Cuando me has llamao tal cosa, es que me quieres.
Algún reparo podría ponerse, en buena lógica, a esta conclusión; pero la verdad es que entonces era legítima.
—Sí que te quiero. ¡Más de lo que tú te figuras!
—¡Mira que me figuro mucho!…
—Pues más aún…; pero el decirte semejante porquería es una indignidad que ese canalla me ha de pagar.
—Déjalo de mi cuenta, tonto. Vosotros no sabéis castigar esas cosas… Ya verás cómo yo sé tocarle en lo vivo.
Y tenía razón, porque supo tan bien manifestar su desdén, que a ninguno de la partida se le ocultó la vergonzosa derrota del malagueño. Volvió a quedar silenciosa mi dueña, y volvió a dirigirme rápidas miradas y a sonreír, esta vez con malicia.
—Te he visto—me dijo al cabo—pasear de noche por mi calle.
—¿Sí? ¿Cuándo?
—Estas noches pasaas, mientras hemos estao reñagaos…, y te he visto, además, haser una cosa…
—¿Qué cosa?—pregunté, poniéndome ya colorado.
—Besar las rejas de mi ventana… Vamos, no te pongas colorao, porque estuvo muy bien hecho.
—¿Dónde estabas tú?
—Pues detrás de las cortinas.
—¡Ah, cruel! Y no has tenido siquiera corazón para abrir y darme las gracias!—exclamé con tristeza.
—¡Qué quieres, hijo!—respondió, ruborizándose a su vez—. Bien me apetesió…; pero la honrilla…, la negra honrilla…, ¿sabes?… «No vaya a creerse ese tío lila—dije para mí—que le estoy asechando los pasos.»
—Pues no te lo perdono.
—¿Qué no me lo perdonas?—dijo, propinándome un soberano pellizco en el brazo.
—No—repetí, riendo y quejándome al mismo tiempo.
—¿No?—preguntó de nuevo, intentando darme otro.
—No—repuse con firmeza, levantándome y echando a correr por el bosque.
Ella me siguió; jugamos un rato al escondite entre los árboles. A cada instante me preguntaba: «¿No?» «No», respondía yo, cada vez con más decisión. Observé que se iba impacientando y que su voz estaba ya alterada. Por fin se quedó inmóvil y silenciosa. Entonces me acerqué y vi que sus ojos estaban nublados de lágrimas. Me recibió con una granizada de denuestos. Después, como yo procurase templarla, mostrándome arrepentido, cambió repentinamente y, mirándome con ojos suplicantes…, tornó a repetirme:
—¿Me perdonas?
Costome trabajo impedir que se pusiera de rodillas. Había llegado a persuadirse de que lo que había hecho era un grave delito.
La noche estaba ya encima. Se trató de partir; pero la mayoría de los jóvenes decidió, contra la minoría de los viejos, que nos estuviésemos aún otro ratito. Se jugó todavía al escondite, a la gallinita ciega, y nos divertimos en ver furioso al tío de Elenita, que a todo trance quería marchar. Cuando lo hicimos se veía muy poco: cuando saltamos a la falúa en el pequeño embarcadero de madera de San Juan, era ya noche cerrada.
Yo, que no me había separado un instante de Gloria después de nuestra reconciliación, tampoco lo hice entonces, como es fácil de presumir. Senteme a su lado en la popa, teniendo cerca a Isabel y Villa, que tampoco habían andado muy apartados durante la excursión. Frente a nosotros estaba la de Enríquez, con su novio; más allá, la mamá y la tía Etelvina, y en medio de ellas, don Alejandro, más sombrío y ojeroso que nunca.
Elenita charlaba por los codos con el pollo Lisardo. Joaquinita y Suárez hablaban, aunque no tan animadamente, allá lejos, cerca de los marineros, y Pepita se encargaba de darnos matraca a todos. Lo cierto es que el malagueño soportaba su derrota con más filosofía que yo lo había hecho.
El firmamento se había poblado de estrellas. La luna aún no aparecía. Apartámonos de la orilla y los remos comenzaron a chapotear dulcemente sobre el agua. El calor había cedido, pero no cesaba. El aire, inflamado por los rayos del sol, nos envolvía como una onda tibia, acariciando nuestras sienes y penetrándonos de una languidez invencible. Los mimbres y álamos esparcían por las orillas sombras flotantes que temblaban y desaparecían a nuestro paso. Impresionados todos por el silencio de la noche, el blando vaivén de la barca sobre la superficie elástica del río y el suave rumor de los insectos que cantaban en las praderas de las márgenes, comenzamos, sin darnos cuenta, a bajar la voz. Al poco rato no se oía en la falúa más que cuchicheos y rumor de risas comprimidas.
Nuestros ojos sonreían, cambiando largas miradas impregnadas de pasión; nuestros labios murmuraban frases de amor; nuestras manos se buscaban en la oscuridad y se oprimían, tan pronto viva como débilmente. Gloria me preguntaba aún muy bajito si la perdonaba. Yo respondía que sí y que la adoraba. Ella replicaba que sólo se adora a Dios y a los santos, que le bastaba ser querida, pero muy querida, y que la única ambición de su vida era ser mi mujercita, que yo la llevase a donde bien quisiera, aunque fuese a Galicia. Viendo sus ojos posarse sobre los míos anhelantes, escuchando su dulce acento enternecido, cualquiera diría que estaba profundamente enamorada de mí. Yo no lo digo por modestia.
La luna apareció por encima de las azoteas de la ciudad cuando ya estábamos próximos al muelle. Inicié un aplauso a la diosa de la noche, y todos me secundaron con vivo palmoteo. Isabel manifestó que era lástima meternos en casa, y nos propuso dar la vuelta y pasearnos un rato, lo cual hicimos contra la voluntad expresa del tío de Elenita. Otra vez perdimos de vista la negra silueta de Sevilla y nos hallamos en medio del río, mecidos entre sus riberas sombrías, sobre la faja de plata que extendía la luna en el agua. Esta faja nos servía de camino. Era un sendero soñado, glorioso, que se prolongaba a lo lejos, se perdía entre los negros contornos de las orillas, conduciéndonos, en apoteosis, al través de la noche desierta. Brillaban sobre la espalda del río mil escamas argentadas, mil ampollitas lucientes, que parecían caídas del alto cielo dormido.
Sumergí los dedos en el agua, y la hallé tibia. Se lo dije a Gloria, y se inclinó para hacer lo mismo. Después nuestras manos mojadas cambiaron un dulce y corto apretón, que nadie vio. Volvimos a sentirnos acariciados por la onda silenciosa de la noche. Las palabras que nos murmurábamos volvieron a tener un sentido íntimo, un sabor secreto que nos inundaba de alegría. Los acentos de Gloria, al salir de sus labios húmedos, no quedaban en el oído, sino que corrían por mis venas con dulzura infinita, y sus negros ojos brillantes me interrogaban sobre aquel misterioso y divino sabor que ella notaba también, sin saber de dónde venía. Escuchábase el glu-glu cristalino del agua; la falúa oscilaba, dejando escapar una suave queja monótona. Los marineros habían levantado los remos, a nuestra instancia, y nos dejaban marchar arrastrados por la imperceptible corriente.
Duró poco aquel sopor lánguido y voluptuoso que a todos nos había embriagado. Pepita, después de rasguear primorosamente la guitarra tres o cuatro veces, se la pasó a Gloria, diciendo:
—Hija mía, basta de pichoneo… A ver si nos cantas alguna copliya salaíta de esas que tú sabes.
Quiso resistirse, pero todos la instaron, afirmando que estábamos lejos ya del muelle, que nadie, más que nosotros, la oiría, y se vio precisada a ceder. Observé siempre que Gloria estaba más dispuesta a bailar que a cantar.
Punteó y rasgueó la guitarra un momento y de improviso lanzó el grito prolongado, vibrante, apasionado, con que comienzan los cantos andaluces. El aire dormido se estremeció, y sobre sus alas invisibles arrastró aquel grito a través de la campiña desierta. Yo sentí un vivo escalofrío, un fuerte estremecimiento, como si hubiera tocado en el botón de una máquina eléctrica. Aquella nota se fue apagando, hasta que murió en su garganta como un blando suspiro. Luego cantó rápidamente y con brío los dos primeros versos de la copla y guardó silencio.
—¡Olé, mi niña! ¡Bueno! ¡Viva tu salero!—gritaron algunas voces.
Gloria, sin pestañear, la mirada fija y abstraída, los rasgos de su fisonomía levemente alterados, como le acontece a quien pone en el canto buena parte de su alma, concluyó la copla, bajando la voz hasta convertirla en murmullo vago, gorjeo suave que, al morir, asemeja un sollozo.
Por qué en aquel momento, en que mi amor por Gloria se convertía en delirio y embriaguez, en que todo me sonreía y tocaba al logro de mis deseos, sentí el alma inundada de tristeza y apetecí la muerte, no puedo explicarlo, pero así fue. Quizá tengan razón los que creen que el amor y la muerte son dos cosas que se identifican y confunden allá en el centro misterioso de la vida universal. Dejé resbalar mis lágrimas por las mejillas sin cuidar si me miraban. Gloria volvió a entonar otra copla, y luego otra, y luego otra. No se cansaban de pedirle más, y ella de complacerles.
Un suceso inesperado vino a destruir el arrobamiento en que todos estábamos. Los marineros, que también participaban de él, se habían descuidado, y la falúa, abandonada a sí misma, se acercó a la orilla y embarrancó. En vez de susto, lo que aquel lance produjo fue risa y algazara. Los marineros se remangaron los pantalones y se echaron al agua, y al momento nos pusieron a flote. Pero la paciencia del tío de Elenita había tocado a su fin. Tropezando de ira, nos dirigió frases de mal gusto, verdaderos insultos, que nosotros acogíamos con ¡bravos! y palmadas. Sin embargo, las señoras se pusieron de su parte, y no hubo más remedio que dar la vuelta.
La barca siguió de nuevo el argentado sendero del río, que fulguraba como el éter. Todo dormía, lo mismo la sombra que la luz, con un sueño profundo y sosegado. El aire tibio nos traía de las márgenes vagos aromas de frutos maduros, de flores marchitas, de musgo y tierra, que era el hálito de la Naturaleza dormida. La profunda negrura de las riberas, donde las sombras se acumulaban, hacía más brillante y glorioso nuestro camino. Parecía que marchábamos, suspendidos en las tinieblas, sobre un rayo de luna. Del firmamento caía una lluvia de estrellas que no llegaban al suelo jamás, y las praderas elevaban hacia él su voz suave y monótona, formada por los suspiros de millones de insectos que en el fondo de sus pequeños agujeros también se estremecían, como yo, de amor y de dicha.
¡Hermosa noche andaluza: mientras me quede un soplo de vida vivirás impresa en mi corazón!
XIII
Doy una bofetada que puede costarme cara
Tornaron a reanudarse nuestras sabrosas pláticas a la reja. Por algunos días fui dichoso. Sin embargo, los celos de Gloria no habían desaparecido por completo. Lo mismo era mentar la casa de Anguita que se ponía de mal humor y me hablaba en tono desabrido, por lo cual procuraba ir a ella lo menos posible.
En una de estas noches dio un baile el conde del Padul. Isabel hizo esfuerzos muy grandes porque Gloria asistiese, pero todos se estrellaron contra la negativa rotunda de doña Tula. Ni aquella ni yo lo sentimos mucho. Nuestros coloquios valían más que todos los bailes imaginables. Quedamos en que yo sólo iría un rato después de nuestra conversación nocturna. Mas al verme llegar a la reja con el gabán puesto, dejando asomar la corbata blanca y la pechera de la camisa, observé que se esparcía por su rostro una leve nube de tristeza. Me habló durante largo rato distraída, preocupada. Por último, como no era posible que guardara mucho tiempo cualquier sentimiento que la agitase, dijo con una resolución severa, como si esperase oposición y se preparase a reñir:
—Mira, no quiero que vayas al baile.
—¿Pues?
—Porque no.
Callé un momento y sonreí, viéndole arrugar su linda frente y desviar la vista hacia otro sitio, cual si temiese flaquear en su determinación fijándola en mí.
—Bueno—dije con afectada resignación—, no iré.
Tardó un poco en contestar. Pero inquieta tal vez su conciencia por mi estudiada humildad, dijo:
—No quiero que vayas porque sé lo que va a pasar… ¡Cómo si lo viera! Hoy están allí las chicas más bonitas de Sevilla, y tú te enamorarás de una… Y yo no quiero, ¿lo oyes? ¡No quiero, no quiero!
El arranque con que pronunció estas palabras me hizo reír.
—Bien, hija; si ya te he dicho que no voy.
—Es que lo dices así, en un tonillo de manso cordero…, como si fuese una tontada mía…
—No, querida, no. Lo hago con mucho gusto, puesto que tú me lo ordenas…
—No, yo no te lo ordeno.. Si quieres, vas, y si no, te quedas.
Concluyó por ponerse furiosa y decir que yo no la quería un tantito así (se picaba la falange del dedo chiquito) y que era muy desgraciada. Imagino que, en el fondo, de quien estaba descontenta era de sí misma.
Pronto se sosegó, y charlamos con la mayor alegría, como todas las noches. No obstante, cuando llegó el momento de separarnos, me preguntó sonriente, pero mostrando inquietud en los ojos:
—¿Te vas a casa?
—Sí.
—¿De veras?
—De veras.
Quedó un instante pensativa. De repente sacó su hermosa mano por la reja, me cogió la corbata y me la arrancó.
—Así ya no puedes ir al baile, aunque quieras.
—No había necesidad de eso. No tengo ningún deseo de ir. Si quieres que esté aquí hasta que amanezca, aquí estoy… Y a mí no me gusta ni me gustará jamás otra mujer que tú.
La firmeza y sinceridad con que pronuncié estas últimas palabras la conmovieron. Me apretó la mano con ternura y dijo, sacando otra vez la corbata por la reja:
—Toma; tengo confiansa en ti.
—Quédate con ella. Quiero que la conserves como recuerdo de esta noche.
Guardó silencio y se la anudó lentamente al cuello haciendo un lacito.
—Está bien—dijo, al cabo, sonriendo—; pero cuando te vayas, estoy segura de que me irás llamando tonta.
—No te lo llamaré tal.
—Sí me lo llamarás…, y tendrás rasón… Di, ¿me lo llamarás?
—¡No, mujer, no!
—Chinchoso, feo; como lo hagas, mañana te doy un pellizco que te acordarás toa la vía.
«Efectivamente—decía yo para mí mientras caminaba hacia casa—, merecía que se lo llamase; ¡pero es tan salada!»
Por aquellos días ocurrió en la casa donde vivía una desgracia que, si bien no me tocaba de cerca, no dejó de impresionarme. Una mañana, un poco antes de almorzar, noté cierto movimiento. Matildita revoloteaba como un jilguero asustado; los criados iban y venían con botellitas y frascos entre las manos. Pregunté lo que pasaba, y me enteraron de que la señora de Torres se había puesto enferma repentinamente; un ataque al corazón, decían. ¡Estaba tan gruesa! Fui a su habitación y me dijeron que estaba dentro el médico. Esperé un instante y le vi salir en compañía de Torres, que se hallaba extremadamente pálido. El doctor mostraba también inquietud en la fisonomía. Hablaron en voz baja cortos momentos, y oí que se despedía para dentro de una hora. El pobre Torres andaba tan preocupado, que ni reparó en mi presencia. Tuve que llamarle la atención. Sentose en el sofá, y con voz temblorosa y aspecto aterrado me contó cómo había comenzado aquello y en qué disposición se hallaba su esposa. Luego me invitó a que entrase a verla un momentito nada más, a ver qué me parecía. Penetré en el gabinete, luego en la alcoba, y hallé a Raquel en la cama, sin más síntoma aparente que una grande fatiga. Sonrió al verme y me habló en voz baja y con grande trabajo. Iban a ponerle una cantárida, y me salí. En el corredor tropecé con Olóriz, que daba paseos por delante de la puerta, atusándose la barba con mano convulsa.
Confieso que no me preocupé gran cosa, y después de almorzar me fui a la calle, como todos los días; pero al regresar a la hora de comer hallé la casa en un estado de agitación que me sorprendió altamente. «Van a traer el Viático a doña Raquel», me dijo el criado con tono confidencial. El médico, en efecto, había mandado disponerla a escape, porque, según me repetía Villa, «se iba por la posta». El cura estaba a la sazón confesándola. Cuando terminó, nos dijo que salía a buscar el Viático, y todos los huéspedes de la casa y algunos amigos de nuestra huéspeda le acompañamos a la iglesia. Allí nos dieron un cirio a cada uno. Noté que la palidez de Olóriz había aumentado. No salió una palabra de sus labios. El cirio que el sacristán le dio no era más amarillo que su rostro en aquel momento. Atravesamos las calles tristemente, precedidos de la campanilla fatal, que, a intervalos largos, tañía con repique temeroso. A la puerta de la casa, Matildita, Fernanda, los criados y algunas amigas, de rodillas y con cirios encendidos también, esperaban al Señor. Pasó el sacerdote por delante de ellas murmurando lúgubremente latines, y en pos de él, nosotros. A la puerta de la sala hallamos al infortunado Torres, de rodillas, con un cirio igualmente en la mano y sollozando. Con el cura entramos en el gabinete, donde habían puesto un altar portátil, diez o doce personas, entre ellas Olóriz. Mis ojos no se apartaban apenas de él. Su situación me inspiraba gran curiosidad. A la luz de la vela, que el monaguillo arrimó al lecho, pude ver el rostro de la enferma. Raquel no era la misma. Todos sus rasgos fisonómicos se habían descompuesto: la nariz, ya grande, era ahora monstruosa; los ojos, más abombados, vidriosos, sin expresión alguna; las mejillas, hundidas. Parecía mentira que en tan poco tiempo se pudiese operar tal transformación.
Mientras el sacerdote decía sus preces con murmullo solemne, observé que Eduardito cambiaba vivas y risueñas miradas con Fernanda, la cual le sonreía con sus ojos bordeados de ojeras dilatadas y su feo diente mellado. Aquel espectáculo tristísimo no les impresionaba. Cuando el sacerdote alzó la sagrada hostia, entre Matildita y otra mujer incorporaron a la enferma, quien nos dirigió una mirada vaga. Al encontrarse sus ojos con los de Olóriz, pintose en ellos un espanto, una angustia, que por largo tiempo tuve impresa su expresión en mi cerebro. Aún hoy no puedo recordarla sin horror. Olóriz se demudó mucho más de lo que estaba. Le vi vacilar un instante, pero no cayó. Permaneció clavado al suelo, inmóvil y rígido, como una estatua de cementerio.
Poco después de comulgar se aumentó la disnea, y a las diez y cinco minutos de la noche expiró la bella Raquel, del modo más inesperado, en la flor de la juventud, cuando una fortuna cuantiosa iba a caer en sus manos. Aquella muerte me pareció un verdadero sarcasmo del Destino, si no una lección tremenda de la Providencia. No pude menos de recordar el mal disimulado deseo que aquella mujer sentía de quedarse viuda y libre. ¡Quién le dijera, pocos días antes, que debía ponerse bien con Dios, porque aquel ochentón que tanto le estorbaba la iba a sobrevivir!
El dolor de Torres, vivo, profundo, desesperado, a todos pareció ridículo menos a mí. Cuando, quebrantado por los sollozos, hablaba de la «Raquel de su alma», los que habían ido a consolarle cambiaban rápidas miradas donde se traslucía una conmiseración burlona. Su pena era tan sincera, tan inmensa, que ni la presencia de Olóriz le estorbaba. Al contrario, noté con asombro que se dirigía a él con preferencia a nosotros, cual si creyese que, por amarla también, era el único capaz de entender y apreciar su dolor. El tema constante de su discurso era que mucho más valía que se hubiera muerto él, ya que de nada servía en este mundo. Parecía irritado con Dios por haber cometido aquella equivocación tan lamentable. Sentíase avergonzado de vivir él, tan viejo y tan feo, muriendo su mujer, joven y hermosa.
Hicimos cuanto pudimos por consolarle. Después de algunos días supe que la había dotado en vida en más de la mitad de su hacienda, y que la hermana de Raquel se había apresurado a reclamarle esta dote.
Mis amores experimentaron un gravísimo contratiempo. Una de aquellas noches, estando a la reja con Gloria, en medio de nuestro cuchicheo íntimo y delicioso, soltó ésta un grito de terror que me dejó yerto, agarrado a la reja sin poder moverme. Había sentido una mano apoyarse en su hombro. Era la de su madre. En la oscuridad de la sala vi blanquear la faz pálida de doña Tula y su pañolito amarillo y escuché su voz, de timbre agudo y delicado, exclamar:
—No te asustes, hija mía. No vengo a hacerte ningún daño.
Luego se inclinó hacia la reja y me dijo en tono irónico y alegre:
—Buenas noches, señor capitán.
Yo que, pasado el estupor, me disponía a emprender la fuga, apenas tuve fuerzas para contestar al saludo.
—Siento mucho haber hecho el papel de gavilán… Pero las tortolitas no deben asustarse, que no vengo a comérmelas…
Viendo que el asunto no se presentaba del todo feo, se me ensanchó el corazón y pude replicar, sonriendo humildemente:
—Espero que usted nos perdonará esta falta… Gloria no ha tenido ninguna culpa… He sido yo el que…
—¿Falta? Aquí no hay falta. Ustedes son jóvenes y se quieren… ¿Qué tiene de particular que se hablen por la reja?… Lo único que me traspasa el corasón es que mi hijita del alma no haya tenido confiansa en mí para desírmelo… ¿A quién mejor que a su mamaíta puede ella abrir el pecho? ¿Quién deseará su felisidá como yo?
Aquel desagradable suceso tomaba aspecto tan propicio, que me sentí enternecido y con ganas de besar la orla del vestido de doña Tula, como don Oscar había previsto cuando me habló de ella. Sin embargo, noté que Gloria continuaba grave y sombría, como había quedado así que se le pasó el susto.
—No ha sido desconfianza por parte de ella—dije, metiéndome en camisa de once varas—. Es que temíamos que a usted le pareciesen mal estos amores y nos los privara.
—¿Por qué? ¿Yo no he sido joven también y no he tenido novios? ¡Pobresita!—añadió, acariciando la cabeza de su hija—. ¿Tenías miedo de verdá a tu mamita?… No, hija, no; siendo el novio una persona regular…, y el señor lo es…, no hallo motivo… No sé por qué este señor ha dejado de venir a casa… Lo he sentido mucho… Pero, en fin, cuando él lo ha hecho, sus rasones tendrá.
Intenté explicar mi repentino alejamiento, sin herirla a ella ni a don Oscar. Pero estaba tan confuso y avergonzado, que no dije más que tonterías.
Doña Tula estuvo amabilísima conmigo; pero cuanto más lo estaba, más seria y cejijunta se ponía Gloria, que no había despegado ni despegó los labios durante nuestra plática. Por fin, la simpática mamá manifestó que era una hora intempestiva y fea aquella en que celebrábamos nuestros coloquios; convenía adelantarla, de nueve a once, por ejemplo. Lejos de poner estorbo a nuestras entrevistas, nos estimuló a proseguirlas.
Me despedí de madre e hija loco de contento. Poco faltó para llamar a doña Tula mamá; bien me apeteció el hacerlo. Sin embargo, cuando, entre el laberinto de casas sombrías, iba caminando hacia mi casa, no pude menos de pensar que mi futura suegra no había soltado prenda alguna respecto a la posibilidad de nuestro matrimonio ni me había invitado a entrar de nuevo en su casa. Además, se me vino de pronto a la imaginación que su actitud de ahora contrastaba con la que había tomado cuando supo o presumió que yo había venido a Sevilla y entraba en su casa por el amor de su hija, según ésta me había dicho. Por otra parte, la seriedad de mi novia, tan impropia de la ocasión, no anunciaba nada bueno. Tales reflexiones bastaron para echar agua sobre mi fervoroso entusiasmo y me acosté en la cama medianamente inquieto.
Al día siguiente recibí una invitación del presidente del Casino Español, que ya me habían anunciado, para que leyese algunas de mis poesías en aquel centro recreativo. Esta fiesta o velada ya se venía tratando hacía tiempo entre mis conocidos. Particularmente Villa formaba mucho empeño en ella. Como no hay felicidad en el mundo comparable a la que siente un poeta leyendo sus versos, me apresuré a contestar afirmativamente. Quedó convenido en que la lectura se daría el domingo próximo. Estábamos en jueves. Por la noche fui, a las nueve, como había quedado, a ver a Gloria. Estaba tan preocupado con la lectura poética, que, por un momento, la figura de mi novia aparecía en segundo término dentro de mi espíritu. La encontré más grave y preocupada. Cuando le hablé de la escena de la noche anterior, mostrándome muy contento por su resultado, me dijo:
—No te fíes…
—¿Sabes algo?…
—No sé nada; pero conosco a mamá mejor que tú… Mira: lo mejor que podemos haser es prevenirnos para lo que pueda suseder… Hay que andar un poquillo avispaítos y no dejar que el asunto se enfríe. Te vas a ver al tío Jenaro. Nadie mejor puede componer el pastel.
—¿Qué pastel?
—El de nuestro matrimonio, retonto… Digo, si es que apeteses esta mano, que no tiene nada de blanca ni de suavesita…, ¡bien lo sabes!—dijo, sacándola por la reja.
Por toda contestación, me apoderé de ella, la llevé a mi corazón y luego la besé repetidas veces.
A la noche siguiente me manifestó que se hallaba muy inquieta. Su madre le hablaba risueña, pero con cierto tonillo burlón que la indignaba. Además, había observado que aquella mañana había celebrado con don Oscar una larguísima conferencia. Luego había llegado el tenedor de libros de la fábrica con un hombre desconocido, y los cuatro se habían encerrado en el gabinete de don Oscar y habían estado charlando buen rato. Este entró y salió aquel día muchas veces. En fin: que había cuchicheos misteriosos en la casa que nada bueno auguraban. No participé de sus temores. Pensé más bien que eran imaginaciones de su temperamento exaltado; pero le prometí ir al día siguiente, sin falta, a casa del conde del Padul para enterarle de lo que pasaba (apurado me vería) y pedirle que interviniese ya directamente en nuestra unión, adelantándola cuanto fuese posible. Gracias a esta solemne promesa se tranquilizó, y pudimos gozar de las dos horas que la generosidad de doña Tula nos otorgaba.
En la mañana del otro día hice un ensayo general de la lectura poética. Reuní en mi cuarto a Matildita, Fernanda, Eduardito y los criados, y les leí las composiciones que tenía preparadas para la noche; en realidad, para medir el tiempo empleado en la lectura.
Puse el reloj abierto sobre la mesa, y leí primero una leyenda de la Edad Media, titulada La mancha roja, que resultó durar treinta y siete minutos. Luego, un diálogo, con intención política, sobre las sombras de Solón y González Bravo, que duró quince. Una descripción, en tercetos, de las cataratas del río Piedra, dieciocho, y otras varias composiciones, de cuatro a ocho minutos, formando, en total, una hora y media, que, como todo el mundo sabe, es el tiempo prescrito para esta clase de solemnidades. Resuelto el problema de los minutos, me encontré en una feliz disposición de ánimo y almorcé con apetito.
Por la tarde fui al palacio de Padul, según había prometido a Gloria. Isabel estaba en casa de las de Enríquez. El conde se disponía a salir en coche, a ver los toros que debían lidiarse al día siguiente. Me invitó a acompañarle, lo cual acepté con gusto, tanto por enterarle de mi negocio cuanto por dar aquel grato paseo. El coche en que montamos era un faetón tirado por cuatro caballos tordos enjaezados a la calesera. Don Jenaro y yo nos sentamos delante, y éste empuñó las riendas. Dos criados venían sentados detrás. La tarde era ideal, tan pura y diáfana como las del mes de agosto, y menos calurosa, por cuanto ya habíamos entrado en el mes de septiembre. Seguimos el paseo de las Delicias, a la orilla del río. Había bastante gente a pie y en carruaje. El conde era muy saludado. No tardamos en salir del paseo y entrar en la carretera que conduce a Tablada, donde los toros se hallaban. Como nosotros, iban muchos con el mismo objeto. Otros venían; de suerte que había bastante movimiento de coches en el camino. También se veían algunos señoritos, en traje de chulo, montando los hermosos y petulantes caballos de la tierra. Ningún buen aficionado de Sevilla, por lo que pude entender, deja de ir a Tablada la víspera de la corrida.
La carretera se desplegaba al través de los campos llanos y dilatados del sur de la ciudad. A un lado y a otro se extendían, secos y amarillos, manchados a trechos por el verde gris de los olivos y el profundo oscuro de las huertas de naranjos.
Enteré al conde del estado de mis negocios, esto es, procuré enterarle, seguro de haber disfrutado de su atención, por lo menos, la mitad del tiempo. Escuchome con la grave y simpática cortesía que le caracterizaba. Decía a menudo: «Sí, sí. ¡Oh! ¡Mucho, mucho!»; pero el caballo delantero de la derecha, nombrado, si mal no recuerdo, Muslim, me hacía una competencia desastrosa. Y todo porque a menudo ponía tiesas las orejas y frotaba a su compañero con el hocico. «Quieto, Muslim, quieto. ¡Tunante! Eso, eso. ¡Bueno!» A menudo no sabía si sus exclamaciones iban dirigidas a Muslim, a don Oscar o a mí. Cuando llegamos al término de nuestro viaje, me dijo, con amable entonación:
—De modo que, por lo que veo, mi prima Tula está de acuerdo en que ustedes se casen. El que se opone es don Oscar…
«¡Maldita sea mi suerte!», exclamé para adentro, y para afuera dije:
—No, señor conde. Lo mismo Gloria que yo, creemos que doña Tula se opone aún más que don Oscar…
Y vuelta a explicárselo otra vez con pelos y señales.
Luego entendió que lo que yo deseaba era que fuese a pedir por mí la mano de Gloria a su madre, y le pareció grave.
—No, señor conde; lo único que solicito de usted es que hable con su prima y procure suavemente vencer su resistencia.
—¡Mordiscos también!, ¿eh?—exclamó, fustigando al odioso Muslim—. ¡Ojalá le hubiese rajado!
En aquel momento divisamos los toros. Se apresuró a prometerme todo lo que le pedía. Quedé con la sospecha, casi la certeza, de que no supo, al cabo, lo que era, y, lo que es más doloroso, no le importaba.
Allá, en medio de un extenso campo de un verde amarillento, había un grupo de reses. El coche dejó el camino y se puso a correr sobre el césped hacia aquel grupo.
—¿Los toros estarán amarrados, por supuesto?—pregunté.
El conde me miró sonriente y con sorpresa.
—¡Amarrados! No, señor. Están sueltos.
«¡Oh diablos!», dije para mí. De buena gana me hubiera apeado. Se me había desvanecido por completo la curiosidad de conocer el ganado. Pero los caballos, felices con pisar la hierba, corrían al galope, acercándose con velocidad pasmosa. En torno de él, como a unos cien metros, había algunos carruajes y gente a pie, formando círculo contemplativo. Creí que el conde se iba a detener allí; pero franqueó la fila de los curiosos, y sólo hizo alto a veinte o treinta varas de las fieras, que no lo parecían, a juzgar por su actitud tranquila; unos, acostados sobre los brazos, rumiando, con sosiego; otros, fijos sobre las cuatro patas, inmóviles, abstraídos quizá en alguna meditación sangrienta. El conde echó pie a tierra y me invitó a hacer lo mismo. Mas, con pretexto de encender un cigarro, me fui retrayendo.
—¿Son todos toros?—pregunté, afectando serenidad, al único criado que se había quedado conmigo.
—¡Zeñorito!—exclamó en el colmo de la sorpresa—. ¿No ve su mersé los cabestros?
—¡Ah, sí!
La verdad es que no distinguía unos de otros. Todos me parecían en aquel momento igualmente sospechosos y aborrecibles. «Yo no me apeo», dije interiormente, a pesar de que veía al conde aproximarse a las reses hasta casi tocarlas. Pero el prócer gozaba fama de temerario, y yo no tenía deseo alguno de adquirirla.
—¿Qué tal los muruves?—preguntó el mismo criado a un chulo que andaba por allí cerca.
—¡No lo ves, hiho, qué animalitos de Dio! Paesen hechos de masapán de Toledo… Aluego allá ellos… Si se najan, la farta será del gobernaó… Que les den lo suyo; los toritos no piden más que eso.
—¿Te acuerdas de los muruves de Pascua? ¡Qué toritos! Dejaban el cuerno en los jacos y se queaban ¡dormíos, dormíos!
—Toos lo mesmo… Que les den lo suyo, ¡ya verás!… Esta mañana se ha arrancao uno porque un cabayero traía un perro e lana… Por poco hay aquí un espetáculo.
Yo, que estaba extremadamente inquieto, me sobresalté al oír esto, y, como quien no quiere la cosa, cogí las riendas que el criado sujetaba. Hice bien en tomar tal precaución, porque al instante se produjo cierto movimiento entre los toros. Vi uno negro, espantoso, que, mirándonos con horrible fijeza, bajó la cabeza con intención hostil y dio algunos pasos…
El terror me arrebató de tal modo, que sin saber lo que hacía cogí la fusta y pegué un feroz latigazo a los caballos. El coche partió como un rayo, rompió la línea de curiosos y se lanzó por el campo, en medio del vocerío de la gente. El criado me había arrancado las riendas y blasfemaba como un condenado, tratando de contener los jacos. Entre éstos, al fin, se produjo divergencia de pareceres sobre la línea que habían de seguir. Como resultado de ella, vino el arremolinarse y volcar. Fui lanzado del asiento a una distancia de seis varas lo menos; pero no recibí daño alguno, según pude colegir después de tentarme todos los miembros. El criado, tampoco. Acudió un pelotón de gente en nuestro socorro, y cuando nos vieron salvos y se enteraron de lo que había hecho, principiaron las bromitas y la risa. Creí que el conde lo iba a tomar a mala parte; pero también le dio por reír. Los toros seguían inmóviles y agrupados. Cuando manifesté que había arreado a los caballos porque un toro negro se dirigía a nosotros:
—¿Dónde está el toro negro?—me preguntó el conde.
—Mírelo usted allí.
—¡Si es un cabestro, amigo!
Explosión de risa entre los que nos rodeaban. Don Jenaro tuvo la delicadeza de montar en el carruaje apenas lo levantaron y amarraron un tirante roto. La bronca en mi obsequio amenazaba ser mayúscula. Con todo, detrás de mí, los criados no cesaban de reír. El conde había vuelto la cabeza, dirigiéndoles una mirada severa; pero sus carcajadas reprimidas me humillaban más que las francas.
—¿Qué tal los toros?—les preguntó un cochero al cruzar a nuestro lado.
—¡Finos, finos! Hay uno negro, zaino, de mucho cuidado.
El conde no pudo menos de sonreír…, y yo también.
A lo que entendí, era costumbre entre los aficionados detenerse, a la vuelta de Tablada, en alguna de las numerosas ventas que hay a la salida de Sevilla por aquella parte. Son los centros de reunión de la gente alegre, donde se corren las juergas, sin peligro de despertar a los vecinos y entenderse con la Policía. El conde paró delante de una de las más celebradas, llamada de Eritaña, y me invitó a bajar con él. A la puerta había muchos carruajes vacíos. Atravesamos un corto zaguán y salimos pronto a los jardines, dispuestos para recibir a los numerosos parroquianos que aquel establecimiento tiene, principalmente entre la clase elevada o rica. Está dividido en pequeños y grandes cenadores, no bien aislados unos de otros por el follaje de los arbustos. Todos, o casi todos, estaban ocupados a la sazón. El conde se detuvo un momento, sin saber dónde meternos, cuando saliendo de uno de ellos dos personas decentes, aunque de porte achulado, le abrazaron familiarmente y nos hicieron entrar.
Había seis u ocho hombres y tres mujeres. Los hombres, salvo dos, parecían personas distinguidas. Vestían chaqueta y hongo; pero sus manos eran finas y llevaban en los dedos sortijas de valor. Casi todos estarían entre los treinta y los cuarenta. Dos eran claramente de clase baja, que alternaban. Las tres mujeres tampoco había duda que pertenecían a la vida airada. Por la confianza con que trataban al conde comprendí que a menudo debían de ser sus compañeros de francachela, por más que aquel les llevase bastantes años. Entre ellos había uno rubio, de fisonomía extranjera. Después supe que era un inglés tan noble y rico como calavera, que acostumbraba pasar largas temporadas en Sevilla.
Aquellos individuos merendaban alegremente, y nos dispensaron una acogida cariñosa, brindando, así que entramos, a nuestra salud. Observé que, en medio de la confianza, don Jenaro infundía cierto respeto a todos. De las tres muchachas, una se llamaba Concha la Carbonera: era delgada, de un rubio ceniciento, mejillas pálidas y marchitas y ojos azules, fieros y desvergonzados. Otra, Matilde la Serrana: era morena y regordeta, y tenía el tipo común de las sevillanas. La tercera se llamaba lisamente Lola, una mujer obesa, con seno monstruoso, que inspiraba repugnancia, y manos amorcilladas, cubiertas de sortijas de poco valor. Las tres vestían el traje de percal y el pañolón de Manila, común a las jóvenes del pueblo, y ostentaban flores en los cabellos.
La conversación versó al principio sobre los toros. El conde dio acerca de ellos pormenores que se les habían escapado a los otros. No hizo alusión a mi percance, y se lo agradecí. Los manjares eran pocos y ordinarios: langostinos, boquerones, alcaparras, soldados de Pavía (pedazos de bacalao fritos con rebozo de huevo). En cambio, los vinos—jerez, manzanilla y montilla—eran de lo más fino y exquisito que pudiera beberse en ninguna parte. Las mujeres, abandonadas a sí mismas, charlaban en grupo aparte. El conde apenas se había dignado dirigirles una mirada fría cuando levantaron las copas saludándole.
Uno de los individuos, de traza plebeya, el más viejo, tañía la guitarra con singular maestría, mientras los demás charlaban de toros y toreros. Cambiábanse entre ellos frases técnicas, que probaban la profunda erudición que casi todos poseían en este ramo del saber, y se hacían predicciones y apuestas para el día siguiente. Unos elogiaban los muruves, otros ponían los de Saltillo sobre todos los demás. De cuando en cuando, entre el grupo de los hombres y el de las mujeres se cruzaban palabras libres, gestos desvergonzados, un tiroteo de chistes convencionales, que sorprenden la primera vez y aburren en seguida. Particularmente, Concha la Carbonera respondía con una viveza y desgarro que me infundían repulsión.
El hastío me hizo acercarme al guitarrista y trabar conversación con él. Era hombre de cincuenta años, de mejillas rasuradas surcadas de arrugas, ojos pequeños y vivos, el pelo gris peinado sobre las sienes, como todos los chulos. Vestía chaquetilla corta, hongo flexible y pantalón ceñido, la camisa con rizados y sin corbata. Alabé su destreza, verdaderamente admirable, y me dijo que era guitarrista de oficio, se llamaba Primo y tocaba ahora en casa de Silverio. Quise mostrar mis conocimientos en materia de tañedores de guitarra, y le dije que había oído hablar con gran elogio de uno llamado el Niño de Lucena.
—Bien está. Paco de Lusena conosía er instrumento como denguno; pero tocaba solo palante, ¿sabuté? Er Niño de Morón tocaba mejor… a lo que se pide… ¡Se entiende!… Nosotros no semos de teatro; allí to va pa lante… Tocamos pa que lo oiga la gente, ¿etá uté?, y pa que lo baile si quiere. Yo copié de Paco de Mairena, un tío que hasía bailar las mesas. Cuando agarraba la guitarra paesía que se la metía en er estómago… De filadelfias, na, ¿sabuté?
A renglón seguido, como todos los artistas, Primo se quejaba de que el arte se hallaba en lamentable decadencia, que no se estimaba ya el mérito. Con lo que daba Silverio (dos duros cada noche y la cena), apenas podía vivir. Recordaba con entusiasmo los tiempos antiguos.
—Aquí onde usté me ve, cabayero, he vestío como un mataor de toros. Las onsas que han entrao en mi borsiyo no caben sobre un manter… ¡Pchs! Hoy s’a güerto la tortilla. No hay quien dé un perro chico por oír la guitarra de verdá, ¿sabuté?… Aluego epué yo he tenío argunas crujías onde s’ha ido la guita sin sentirlo… Grasia que haya podido horadar hasta aquí…
Hablaba con mucho aplomo y una entonación grave y persuasiva, que es en Andalucía general entre los hombres de la plebe cuando se hacen viejos. Después que le dejé desahogarse, le fui preguntando por la gente que allí había.
—Esta mosita, que se yama Concha, es mi sobrina, nasía en Graná, recriá en Málaga; es bailaora en casa de Silverio y gana sinco pesetas… Aquella del chaleco es una tía pescuesa, ¿sabuté?, que viene siempre onde se jama… Esta otra regordetiya, la Serrana, es bailaora en er Burrero…, una güeña chica… Ha sido novia der Saleri—añadió con cierto respeto-. Ya conosería uté ar Saleri…
—¡Mucho!—respondí, aunque en mi vida le había oído nombrar.
—¡Qué lástima de chico!
Oyendo esta exclamación supuse que se había muerto, y puse la cara triste.
La conversación no impedía beber de firme a los amigos del conde… Dejaron, al fin, los toros y comenzaron a bromear con las chicas. Una de ellas, la tía pescueza que decía Primo, vino hacia mí con una cañita, y se la bebió, diciendo:
—Por uté, güen moso.
Luego se sentó a mi lado y emprendió mi conquista, sin lograr enternecerme. Sus redondeces excepcionales no me hacían efecto: me causaban asco.
Uno de aquellos barbianes se divertía en tirar aceitunas a Concha la Carbonera, que, lastimada en la cara, profería insultos atroces, entreverados de blasfemias.
—No me tirarás una monea de sinco duros, grandísimo arrastrao, dao pol tal.
—¿A que sí? Párala en la boca.
Y le arroja con tal ímpetu una moneda que si no baja la cabeza la descalabra. Fue corriendo a buscarla; pero el barbián le tiró otra a la vez, y le pegó en el cogote. La Carbonera dio un grito y se llevó la mano al sitio de donde brotaba sangre. Las atrocidades que salieron de sus labios no son para dichas. Quiso llorar; pero su tío Primo recogió del suelo las dos monedas de oro y se las entregó, con lo cual, y con un poco de agua y vinagre con que la lavó su amiga la Serrana, apaciguose lindamente. No sé si me asustó más la barbarie o la prodigidad de aquel bruto.
—¿Qué es eso? ¿Estamos en la necrópolisss o en el merenderosss de Eritañasss?—exclamó otro barbián, cuya gracia consistía en agregar una ese final a las palabras y silbarlas mucho—. ¡A bailars, niñasss! ¡A cantars, niñasss!
Primo comenzó a preludiar un tango. Todos se sentaron formando corro. La Carbonera, sentada también, olvidada del descalabro, inició allá en las profundidades de la garganta un canto que tenía mucho de salmodia:
Con sentimiento profundo
voy a nombrá
un torero que en er mundo
no tuvo rivaliá.
Por su arte y su bravura
era el rey de los torero,
por su elegante figura
se paesía ar Chiclanero.
La voz era ronca, aguardentosa, desagradable; el sonete, lúgubre.
De pronto se levanta, me arranca el sombrero de la cabeza sin mirarme, salta al medio del corro y se lo pone. Comienza una serie de movimientos con las caderas, con el pecho, los brazos, la garganta, con todo menos con los pies.
—¡Olé la Carboneriya!—gritaron dos o tres.
La Serrana y Lola siguieron:
Para España su nombre es tan grato,
que er nombrarlo nos causa plaser;
como Antoñito Sánchez, er Tato,
denguno ha imitao el volapié.
¡Qué lástima de torero!
Será eterna su memoria.
¡Mardito sea asta aquer toro
que le ha quitao al arte su gloria!
Concha se había despojado del sombrero y hacía con él mil gestos y carocas, ora poniéndoselo, ora quitándoselo. Luego que se hartó de mover su cuerpo flexible con ondulaciones de vara verde agitada por el viento, de echar los brazos atrás y adelante, levantarlos y bajarlos, se dejó deslizar sobre la arena con movimiento imperceptible de los pies. Anduvo así formando un círculo por delante de nosotros, rozando nuestras rodillas.
Al pasar cerca de mí, me puso el sombrero y dijo sordamente:
—Grasia, senificante.
Volvió de nuevo al centro del corro, y volvieron los movimientos a pie firme. Lola y la Serrana seguían cantando nuevas coplas, todas referentes a toreros más o menos difuntos. Los barbianes jaleaban a la bailaora, prodigándole mil epítetos extravagantes. Principalmente el plebeyo, a quien apodaban el Naranjero, que por lo que noté oficiaba de gracioso, se distinguía de los otros por la multitud de frases burdas, obscenas, pero extrañas, propias de una imaginación descompuesta, que sin cesar profería.
Concha taconeaba fuertemente sobre el suelo, levantando polvo, restregando los muslos, las manos en las caderas, dejando inmóvil el torso. Su mirada se iba tornando de maliciosa en lúbrica. Una sonrisa vaga, delatando el cansancio y el vicio, se esparcía por sus facciones marchitas. El taconeo llegó a su período culminante, y de allí a debilitarse, hasta morir en suave, imperceptible agitación de los muslos. La bailaora, en términos técnicos, se quedaba dormía, con íntimo gozo de los espectadores, que la jaleaban vivamente. Parecía una estatua, la estatua de la impudicia.
La bailaora despierta, al fin, de su inmovilidad, con leve vaivén de las caderas, que se va acentuando, acentuando, hasta convertirse en desenfrenado movimiento de rotación, conservando, no obstante la fijeza en el resto del cuerpo. Este era el supremo toque de la voluptuosidad, al parecer, porque al llegar aquí los barbianes de la reunión quisieron volverse locos.
—¡Viva tu sangre, chiquilla!—exclamó el Naranjero—. ¡Vivan las mujeres castisas! Al estante nos vamos a beber una cañita, ¿verdá, prenda?… ¡Viva tu mare, que tengo para ti en er borsiyo un biyete de la lotería pasá!
La estatua sonrió, sin perder su inmovilidad ni suspender aquella impúdica rotación que a los otros tanto alegraba y a mí me causaba profunda repugnancia. Súbito hizo una pirueta, pateó el suelo tres o cuatro veces con furor, y vino a sentarse tranquilamente, entre los olés y los aplausos de la reunión. El Naranjero se apresuró a ofrecerle una caña, que ella apuró de un tope, como quien la vierte en el estómago.
A nuestro lado, en los demás cenadores, se oían también los sones de la guitarra, el choque de las copas y los jipíos de los cantaores y cantaoras, entreverados de blasfemias y frases obscenas. La novia del Saleri cantó, acompañada por Primo, un jaleo o canto gitano, que tampoco fue de mi gusto. El conde permanecía grave, silencioso, apurando con sosiego las cañas que le vertían, respondiendo a las preguntas con exquisita cortesía, cual si se hallase en una recepción palaciega. Su actitud, correcta, contrastaba con los modales descompuestos, rufianescos, de los amigos. Sólo el inglés se mantenía también tranquilo y serio. De cuando en cuando, sin que se alterase poco ni mucho la expresión fría de su rostro, gritaba en español chapurrado alguna frase asquerosa que hacía retorcerse de risa a las chicas.
—¡Qué grasia tiene er chavó! ¡Maldita sea su estampa!—exclamaba la Carbonera, que gozaba realmente con la excentricidad del inglés.
Entre dos de los barbianes había surgido una disputa acerca de los muruves (¡vuelta a los muruves!), y estaban a punto de venir a las manos. Los demás no les hacían caso. Yo hablaba con la ex novia del Saleri, aquella morena regordetilla, que era la única que no me disgustaba enteramente. Pero ignorando en absoluto el lenguaje que se usa con esta clase de mujeres, nuestra conversación languidecía. La entretenía con preguntas acerca de Málaga, a las cuales ella contestaba con marcada indiferencia, mirándome alguna vez con curiosidad, como diciendo para sí: «¿Quién será este desaborío?»
Me esforzaba en aparecer alegre y jacarandoso como los demás, y, sobre todo, en disimular el acento de mi país, adoptando otro, si no andaluz, castellano puro, al menos. No lo conseguía. Cada vez me iba poniendo más serio y hacía preguntas más insustanciales.
La Serrana me dijo de pronto:
—¿Tú eres gallego?
—No; soy de Salamanca—respondí, negando a mi tierra, como San Pedro negó a su Maestro.
—Pues se me figuraba…
Habiéndole tocado el asunto de su infancia, la ex novia del Saleri se animó un poco. Comenzó a recordar a Granada con enternecimiento, asegurando que allí se divertía la gente mucho más que en Sevilla. No dijo en qué. Traía a la memoria algunos episodios bastante ñoños de su niñez, que yo escuchaba con aparente atención, respirando, al fin, libremente, al verla distraída.
Dos de los barbianes habían ido al cenador inmediato y habían vuelto trayendo dos mujeres, que se fueron tan pronto como bebieron algunas cañas y dijeron algunas desvergüenzas. El Naranjero, cada vez más alegre, respondía a las insolencias con otras mucho mayores, gozando en aquellos dimes y diretes, donde tanto padecía la decencia. El inglés, grave y tieso, vino a sentarse sobre las rodillas de Concha la Carbonera, que le recibió a pellizcos, desternillándose de risa.
—Mi dar a ti un beso antropófago, ¿no quieres?
—¿Un beso como en tu tierra?
—Más allá.
—Bueno, venga—respondió la pobre, sin imaginar lo que pedía.
El inglés se inclinó y le dio un mordisco feroz en el carrillo. La chica lanzó un grito penetrante. Al separarse se vieron los dientes bien señalados en sus mejillas. Concha agarró una caña y la tiró a la cabeza del bárbaro, sin lograr acertarle. Pero su tío, indignado, comenzó a echar bravatas y sacó una navaja. Afortunadamente, se detuvo lo bastante para que pudiéramos intervenir y sujetarle. Imaginé que no tenía voluntad muy decidida de sacarle las tripas al inglés, aunque bien lo repetía.
Todo volvió a quedar tranquilo. La pobre Carbonera lloraba en un rincón, poniéndose el pañuelo sobre la parte dolorida. Estaba de Dios que aquella tarde la habían de perseguir.
Empezaba a sentirme mareado. La lengua me había engordado sensiblemente. Noté que algo de lo que decía excitaba la risa de mi amiga la Serrana, quien me ofrecía a cada instante cañas y más cañas. Animado con sus carcajadas, me figuré que había logrado, al fin, dar con el secreto de la gracia andaluza, y, por lo visto, comencé a desbarrar de un modo lamentable. Una de las veces que Matilde me ofrecía una caña, le dijo no sé quién:
—¡Ojo, chiquiya, que eso es un bolo! (Una caña llena.)
La Serrana le hizo un guiño, que pude ver.
—Vamos, tú lo que quieres es emborracharme, ¿eh?—le dije con sonrisa protectora—. ¡Qué chasco te llevas, hija! A mí no ha conseguido emborracharme nadie jamás. Prepara el Guadalquivir de manzanilla si deseas verme ajumado.
—Matilde, deja a ese maleta… ¡Si es un gallego!—dijo a la sazón la tía pescueza de las manos amorcilladas, que no me perdonaba el mostrarme insensible a sus enormes glándulas.
—¿Yo gallego, so z…?—bramé furioso—. Ni soy gallego ni he estado en mi vida en Galicia.
Por segunda vez, como San Pedro, negué a mi tierra, y casi en los mismos términos.
Estaba muy locuaz. Les conté todos los chascarrillos que sabía y les recité una tirada de versos de mi cosecha. La ex novia del Saleri me preguntó si era escribano.
—Escritor querrás decir, prenda.
—Bueno, es igual.
—¿Igual? ¡Anda, anda!
Y con mucha formalidad me puse a explicarle la diferencia. Debí de estar muy pesado, porque concluyeron por dejarme solo. El Naranjero, que no cesaba de bromear con todo el mundo, se acercó a mí y me dijo:
—Joven, ¿qué debe hasé er que se casa?… Aprovecharse, ¿verdá uté?
No comprendo por qué aquella inocente broma me pareció un insulto terrible.
—Aprovecharse, ¿eh?—respondí rechinando los dientes—. Me parece a mí que aquí hay muchos aprovechados que se van a encontrar con la horma de su zapato.
No debió de entender lo que quería decir, porque siguió, con sonrisa plácida, preguntando lo mismo a todos.
El Naranjero era hombre de unos cuarenta y cinco años, de piel morena y curtida, cabellos cerdosos y grises, ojos negros extremadamente vivos, más bien bajo que alto y vestía, como el guitarrista Primo, la chaquetilla clásica, la faja y el hongo flexible. Sin saber por qué, quizá por su presunción de gracioso, me fue antipático desde el principio.
Ahora, después de la injuria que me había hecho (así lo creía yo), concebí por él un odio mortal, y deseaba vivamente armarle camorra. Desde el rincón donde me hallaba sentado arrojábale miradas furibundas, que él estaba lejos de advertir. Sin embargo, al cabo de un momento observé que la Serrana y Lola, formando grupo con él y otros dos barbianes, miraban hacia mí sonrientes. El Naranjero se destacó del grupo, vino con sonrisa burlona, y llevándose la mano al sombrero, con afectado respeto, me preguntó:
—Mi amo, ¿e su mersé gallego?
Una ola de indignación me invadió la cabeza. Me levanté furioso, y tratando de arremeterle, le escupí a la cara más que le dije:
—El gallego lo será usted, ¡tío granuja indecente!
Por tercera vez negué a mi tierra. El gallo no cantó, pero sucedió una cosa peor.
El Naranjero dijo con tranquilidad amenazadora y poniéndome una mano en el pecho:
—Arto, señorito, no se descomponga usté, que no va haber quien le arregle.
—¡A usted es a quien voy yo a arreglar, canalla!—grité con incomprensible rabia.
Y diciendo y haciendo, le largué una bofetada.
¡Caso extraño! Todos los que allí había, en vez de dirigirse a mí, se lanzaron hacia él y le sujetaron. Observelos pálidos y con señales de terror en el rostro. La niebla que tenía en la cabeza se me disipó. Vagamente comencé a entender que había hecho algo más grave de lo que a primera vista parecía. No sabía dónde estaba esta gravedad, pero la adivinaba. Mi enemigo, agarrado por todas las manos, me dirigió una mirada centelleante de cólera. Luego la cambió por otra irónica, y dijo con aparente sosiego:
—Vamo, señore, suerten ustedes, que no ha pasao na… Bofetá más o menos, ¡qué importa!
Le soltaron, pero sin dejar de observarle con inquietud. Apareció completamente tranquilo. Se puso el sombrero, que se le había caído, bebió una caña de manzanilla, y acto continuo se despidió, sonriendo, de sus amigos:
—A la paz de Dios, señores. De aquí a luego.
Así que salió reinó un silencio embarazoso. Los semblantes expresaban mal humor e inquietud, incluso el del conde, quien me dirigió una mirada fría de curiosidad donde creí advertir también cierta conmiseración burlona.
—¿Qué les parece de mi amigo Sanjurjo?—preguntó después a los barbianes con cierta sorna—. ¿Verdad que no tiene el vino bueno?
—¡Pchs! No ha estao mal—respondió uno, con la misma entonación de zumba, y sin mirarme.
Observé que los barbianes cambiaron entre sí rápidas miradas burlonas, que me hicieron malísimo efecto.
La tía pescueza, que aún persistía en su conquista, vino a mí con una caña en la mano, y me dijo en voz baja:
—Así me gustan los hombres. Perdona, hijo, si te he llamao gallego.
Me encogí de hombros con indiferencia superior, y le volví la espalda. Fui a sentarme al lado de Primo. Pasado el primer momento de malestar, todo volvió a su ser. Las cabezas, harto calientes ya por el alcohol, después de aquel fugaz enfriamiento, se pusieron más fogosas. Vino el período de las canciones báquicas, desacordadas; las frases obscenas menudearon entre ellos y ellas. Un barbián salió a bailar el tango con Matilde la Serrana, mientras Concha les batía las palmas y cantaba con voz opaca de prostituta.
—¿Quién es ese tío a quien di la bofetada?—pregunté en voz baja y confidencial a Primo.
—¿No lo conose usté?—dijo, mirándome con sorpresa—. ¿No conose usté a Juan Ruiz?… ¡Ya me lo paresía!
Me explicó que aquel Juan Ruiz, apodado el Naranjero, era un antiguo y célebre bandido de la provincia de Córdoba, que, por varios años, había traído en jaque a la Guardia Civil y había dado muerte a varios de sus individuos.
Voy a confesar que, al oír esta noticia, sentí cierto cosquilleo por la parte de adentro, cuya sensación era semejante a si se me desprendiese de su sitio alguna entraña interesante, aunque sin dolor. Los cortos residuos de niebla que la manzanilla podía haber dejado en mi cerebro se evaporaron de súbito. En mi vida me sentí más despejado.
Sin que yo se lo preguntase, Primo me enteró del carácter e historia de aquel dulce personaje. Había robado unos gallos cuando tenía dieciocho años. Le echó mano la Policía. Se fugó a la sierra. Comenzó a merodear, asaltando a los pastores y a los viajeros, pero nunca les exigía más que lo indispensable para vivir. Mató a un guardia. Ya no pudo presentarse, porque le costaba la cabeza. Luego hirió a otro, luego a otro, y siguió viviendo del robo, aunque «sin hasé daño a denguno». Era un bandido generoso. Algunas veces se presentaba de noche a los propietarios y les pedía un duro para comer. Si querían darle más, lo rechazaba, diciendo que no lo necesitaba por entonces. La razón de encontrarse allí pacíficamente y no haber muerto en el patíbulo era haberse puesto al frente de una partida liberal poco antes de la revolución del 68. Cuando ésta estalló, le indultaron, gracias a las influencias de algunos magnates que le protegían. Era un hombre, al decir de Primo, «mu guasón y mu corriente», un hombre de bien, pero de muy mala sangre.
Aunque todo aquello me lo decía en voz baja, me sonaban sus palabras en los oídos como si las profiriese con bocina. Sin embargo, no quise dar el brazo a torcer, y escuché la historia con una indiferencia que, ¡ay!, estaba muy lejos de sentir. Hasta tuve fuerzas para formar una sonrisa y decir:
—¿Cree usted que me matará?
Primo se rascó la oreja, rasgueó distraídamente la guitarra después, y, por último, dijo mirándome francamente a la cara:
—Yo que usté, cabayero, tomaría el olivo en er primer tren de la mañana.
—¡Pchs!—silbé yo, alzando los brazos con desdén.
El guitarrista me dirigió una mirada donde creí ver mezcladas la lástima y la admiración.
La animación, en tanto, iba creciendo entre los barbianes. Llegó el período de las salvajadas. Uno de ellos se puso sobre la mesa a perorar, y los demás, para aplaudirle, le arrojaban jerez y manzanilla a la cara. Otro se empeñó en levantar con los dientes a un compañero que la borrachera había tendido en el suelo, y no lo consiguió; pero le rasgó la chaqueta. Otro quiso que la tía pescueza nos enseñase algo que debe ocultarse, y entre los dos se trabó una lucha y rodaron por el suelo.
El conde permanecía grave, silencioso, apurando, una tras otra, las copas de jerez. Pero su mirada ya no era la misma, opaca y distraída, del hombre hastiado. Brillaban ahora sus pupilas con un fuego feroz y maligno que imponía temor. Sus labios estaban contraídos siempre con una sonrisa despreciativa.
Sin hablar ni moverse, parecía otro hombre distinto.
El inglés se había despojado de la americana y el chaleco y, remangándose la camisa, enseñaba los bíceps de sus brazos, que eran en verdad poderosos, entreteniéndose en dar sobre ellos con las botellas vacías hasta partirlas. Se había hecho sangre una vez, pero continuaba sin hacer caso. Luego pidió al mozo que le trajese una botella de ron y un vaso grande. Llenolo hasta los bordes de este licor, y lentamente, sin hacer el menor gesto ni pestañear siquiera, lo bebió todo. Luego colocolo sobre la mesa frente al conde, y dijo gravemente:
—Usté no haser esto.
Pasó por los ojos del magnate calavera una chispa de furor. Supo reponerse, no obstante, y vertiendo en el vaso el resto de la botella, mandó tranquilamente al mozo traer pimienta. Echó un puñado de ella; echó luego ceniza de su cigarro, que tenía amontonada delante de sí, y sin decir palabra, con la misma sonrisa despreciativa, apuró el vaso, y no contento con esto, lo rompió con los dientes. Vimos sus labios manchados de sangre. La reunión acogió con olés y gritos de triunfo esta prueba de gran estómago, en que, al parecer, se hallaba interesada la honra nacional.
Estaba oscureciendo. Dentro del cenador la luz era ya muy escasa. Como mi cabeza no estaba al unísono con las demás, porque, según he dicho, el paso con el Naranjero había tenido la virtud de despejármela, las grotescas y bárbaras escenas que presenciaba me infundían profundo malestar. Deseaba irme; pero, como cualquiera comprenderá, no se me pasó siquiera por la imaginación el hacerlo. Nuestros vecinos de los demás cenadores debían de haber alcanzado el mismo grado feliz de temperatura. No se oían más que gritos descompasados, campanilleo de copas, carcajadas groseras y blasfemias.
El conde no se había dado por satisfecho con la victoria alcanzada sobre el inglés. Mientras seguía paladeando, con aparente sosiego, las cañas que le ofrecían, no dejaba de comérselo con los ojos, embargado por una rabia sorda que no tardó en estallar. Sus ojos, que eran lo único móvil en su fisonomía impasible, brillaban cada vez más feroces, semejando los de un loco cuando le han puesto la camisa de fuerza.
El inglés seguía haciendo alardes de fuerza, completamente ebrio y causando bastante molestia a los demás, que no tenían una borrachera tan brutal.
—Usted es muy valiente, ¿verdad?—le dijo el conde, sin dejar de sonreír con desdén.
—Más que usted—respondió el inglés.
Don Jenaro fue a lanzarse sobre él, pero le sujetaron. Calmándose de pronto, dijo:
—Ya que es usted tan bravo, ¿a qué no pone la mano sobre la mesa?
—¿Para qué?
—Para clavársela con la mía.
El inglés, sin vacilar, extendió su grande y membruda mano. El conde sacó del bolsillo un puñalito damasquinado, y puso la suya, fina, de caballero, sobre la del inglés. Y, sin vacilar, con arranque feroz, alzó el puñal con la otra y clavó de un golpe ambas sobre la mesa.
Las mujeres lanzaron un grito de terror. Los hombres nos precipitamos a socorrerlos. Algunos salieron en busca de auxilio. En un instante llenose nuestro cenador de gente. De las heridas brotaban abundantes chorros de sangre, que manchaban los pañuelos que les aplicábamos. Un médico, que por casualidad había entre los circunstantes, les hizo la primera cura provisional con los pocos elementos de que pudo disponer. El conde sonreía mientras le curaban. El inglés se había abatido como un buey, vomitando. No tardó aquél en hacer lo mismo. A ambos se les subió a los cuartos que el establecimiento tiene, y se los acostó. Todo el mundo se dispersó, comentando la barbarie del acto.
Pero el horror que me había producido aquella escena no bastó para curarme del que sentía ante la que se preparaba para mí, cien veces más cruenta. Porque si tanta sangre salía de las manos atravesadas por un estrecho puñalito, ¿qué cantidad no saldría del boquete abierto en mi estómago por una faca de siete muelles o por una lengua de vaca? ¡Cielos, una lengua de vaca! Se me erizaba hasta el vello de la nuca. Viendo a todo el mundo montar en los carruajes y partir, se me ocurrió que era necesario, a todo trance, buscar vehículo para trasladarme a Sevilla, porque pensar en que iba a hacer el viaje a pie a aquellas horas era un delirio. Miré con ansia a todas partes, a ver si tropezaba con alguno de los barbianes del cenador. No hallé ninguno. Se habían evaporado no sé por dónde. Me entró un gran abatimiento, y pensé en pedir a cualquier desconocido un puesto en su carruaje, pues no había ninguno por alquilar, cuando se acercó a mí la tía pescueza, que tanto había desdeñado.
—¿Te vienes con nosotras? Matilde y yo traemos una berlina; pero cabemos los tres si te avienes a ir en la bigotera.
Vi el cielo abierto. Con tanto júbilo acepté, que la prójima me miró con curiosidad. Me puse colorado, pensando en que había adivinado mi congoja. Fui con ellas, y creo que estuve todo el camino amabilísimo.
¡Qué no se hace por conservar íntegra esta preciosa piel que nos envuelve!
XIV
Principio a ser un héroe de novela
Me dejaron a la puerta de mi casa. Quise pagar al cochero, pero ellas lo impidieron, y no insistí. Prometiles ir más tarde al café de Silverio, engolosinándolas con empalmar la juerga a mis expensas. Por supuesto, que lo hice. ¡Buena gana tenía de gastarme las pesetas neciamente!
Era ya noche cerrada, pero no habían sonado las nueve. Fui a mi cuarto, y para esperar la hora de la cita con Gloria, me tendí un poco sobre la cama a reposar, que harto lo necesitaba. Ello es que eché un sueño, y cuando me desperté sobresaltado y miré el reloj eran más de las nueve y media. Me puse el sombrero y salí corriendo; pero cuando puse el pie en la calle y se me ofreció repentinamente a la imaginación la bofetada del Naranjero y el peligro que corría, volvime y a toda prisa cambié de traje y de sombrero. Después, caminando con grandes precauciones, mirando a todos lados y procurando ir siempre pegado a algún transeúnte, me dirigí a casa de mi novia. Eran cerca de las diez cuando llegué. La ventana estaba ya cerrada, mas al aproximarme a ella se abrió con estrépito y apareció Gloria con semblante hosco.
—¡Hijo, me has dao el rato! Creí que ya hasías rabona.
Procuré desenojarla, explicándole cómo había ido a ver a su tío Jenaro, en cumplimiento de lo acordado, y lo que con él me había sucedido, aunque ocultándole el incidente del Naranjero. No había para qué inquietarla. Habíamos llegado tarde porque el asunto de las manos atravesadas nos había retenido mucho tiempo. El relato de esto último le causó sensación, aunque menos de lo que yo pensaba. Hasta no tardó en envanecerse.
—Qué sangre tiene mi tío, ¿verdá, tú?
Compartí su admiración, aunque en el fondo me reservé el derecho de juzgar al conde como merecía. Contome otras cuantas atrocidades de él en este género, que no hicieron más que confirmar mi opinión. Al ver cómo le gustaba la gente cruda, estuve tentando a darle cuenta de mi hazaña; pero me detuve, considerando que podía traslucir el miedo que ahora sentía. Porque demasiado a menudo volvía la cabeza, explorando de un lado y de otro de la calle. Siempre veía aparecer al terrible Juan Ruiz ¡con la horrenda lengua de vaca!
También me distraía, a lo mejor, no diciendo cosa con cosa.
—¡Niño, tú parese que estás ajumao!… Y sí que lo estarás: ¡echas una peste a bebía! ¡Puf, quita allá, gorrino!
No me dejó acercar la cara a la reja.
Antes de irme le hice presente cómo al otro día me era imposible pelar la pava, a causa de la velada poética que daba en el Casino Español. Estuvimos a punto de reñir, no por la supresión de la pava, sino porque, al saber que asistirían señoras, se le antojó que se iban a enamorar todas de mí. La sospecha no era verosímil. Le expuse, razonablemente, que mi figura, por esto y lo otro, no merecía tanto honor. Sin embargo, debí de estar blando en la argumentación, porque ella insistía cada vez con más fuerza, y por un momento creí ser derrotado. Entonces capitulé. Le dije que, aun suponiendo, lo cual no era probable, que las señoritas que allí asistieran se enamoraran de mí, nada malo podía redundar para ella, puesto que yo estaba ya perdidamente enamorado, y en mi corazón no cabía otro amor. Todavía se defendió, pero en retirada, negando mi cariño, para verme afirmarlo cada vez con más brío. ¡Si ella pudiese ir! ¡Qué feliz sería asistiendo a mi triunfo! Pero no había que pensar en ello siquiera. Persistía en creer que nuestros asuntos marchaban mal, que era necesaria, de todo punto, la intervención del tío Jenaro porque tenía la seguridad de que su madre no consentiría buenamente en nuestro casamiento.
—Por supuesto—exclamó—, es igual que quiera o no quiera… Yo me caso contigo así tenga que escaparme por la alcantarilla.
Vi sus hermosos ojos brillar con una expresión de orgullo y bravura que me conmovió hondamente.
El alma vehemente, apasionada, de aquella mujer despertaba en la mía energía que no sospechaba existiese. Le apreté la mano con fuerza. En aquel instante no temía a nadie en el mundo, incluso al Naranjero.
Luego que me separé de la reja y entré en mi casa, ya fue otra cosa. La idea de la lengua de vaca comenzó a hacerme cosquillas nuevamente. Reflexioné largo rato acerca de los medios oportunos para no trabar conocimiento con este precioso artefacto de la industria nacional. Al fin, di con uno. Se me ocurrió que lo mejor era desagraviar al Naranjero con un acto que mostrase que la escena de la tarde anterior había sido ocasionada por la borrachera. Tenía en mi poder unas cuantas tarjetas de invitación para la velada del Español. ¡Si le enviase una!…. Supongo que no sería tan bruto que… Nada, nada, se la envío…. Pero ¿cómo?… No conocía su domicilio. Pero el guitarrista Primo debía de conocerlo.
A la mañana siguiente tomé un coche y me fui al café de Silverio; pregunté allí dónde vivía Primo, y me dijeron que en el Real de la Feria, número… Acto continuo me dirigí allí, siempre en coche, porque aunque había convenido conmigo mismo, al separarme de Gloria, en que nada en el mundo podía asustarme, durante la noche había hecho alguna ligera rectificación a este juicio. El artista flamenco aún estaba en la casa. Insistí en querer verlo. Una mujer del pueblo, pobremente vestida, su esposa, según dijo, me introdujo en el dormitorio, que era, por cierto, un cuartucho bien oscuro y estrecho. Primo, despertado violentamente por su mujer, no me conoció al pronto; no tardó en caer. Le expliqué el asunto con alguna timidez. Se trataba de hacer llegar a manos de Juan Ruiz la presente tarjeta que le entregaba. Sentado sobre la cama y dándole vueltas entre las manos, el guitarrista sonrió antes de contestarme. Aquella sonrisa me hirió profundamente. Cualquiera diría: «¿Qué importa la sonrisa de un flamenco?» Sin embargo, cuando el flamenco tiene razón para sonreír y lo hace del modo espontáneo y sencillo que Primo, puede muy bien sentirse uno humillado.
—Juan Ruiz vive aquí serquita, en la Alameda de Hércules…
—Bueno; pero si usted pudiera…
—¿Pregunta su mersé por er Naranjero?—interrumpió la solícita esposa—. Pues no tiene más que torser a la derecha, saliendo de aquí; toma la callesita primera…
El guitarrista la atajó de mal humor, mandándola callar. No se trataba de ir yo en persona a casa del Naranjero, sino de enviarle una tarjeta…
Todo aquello me humillaba cada vez más. Después de que ambos cónyuges, con excesiva cuanto inmerecida amabilidad, me prometieron cumplir el encargo, apresureme a salir, dándoles las gracias. Y como la vecindad de mi enemigo hacía peligrosos aquellos sitios, ordené al cochero que me llevase de prisa a mi casa, donde me entretuve en escribir los sobres y enviar las tarjetas que me quedaban a las personas que conocía, y en leer por centésima vez los versos que por la noche había de presentar a la admiración de los sevillanos. En los pasajes que me parecían más enérgicos procuraba ahuecar la voz y hacerla sonora, campanuda; en los más tiernos me conmovía, pero de verdad, y llegaba hasta derramar lágrimas, aunque me los sabía mejor que el padrenuestro.
Por la tarde estuve en el palacio de Padul. Encontré al conde sentado en una butaca, con el brazo en cabestrillo. Tenía alguna fiebre. En la mirada que me dirigió al entrar comprendí que debía sorprenderme de la herida, y así lo hice. Me contó, con la mayor sangre fría, que la noche anterior, tratando de separar a dos hombres que reñían en una calle, le habían herido, o, por mejor decir, se había herido él mismo. Isabel recriminaba a su padre por tanto celo. ¡Cómo se iba a meter entre dos hombres que tenían la navaja abierta! Dejarlos que se maten. Más valía la vida de su padre que la de aquellos chisperos. El conde escuchó sin ruborizarse las calurosas expresiones de su hija, cosa que me parecía imposible.
Llegó, por fin, la hora crítica de las nueve de la noche. Había comido muy poco. Estaba nervioso, como si fuera a batirme. En la casa todos estaban revueltos, como si el amor propio de la fonda de la calle de las Águilas estuviese comprometido en aquella jornada. Eduardito se empeñó en ir conmigo, lo mismo que Villa y Olóriz. Matildita había ofrecido un cirio a la Virgen de la Esperanza si me aplaudían, y Fernanda, el dueño adorado cuanto maduro de su hermanito, oír una misa en día que no fuese festivo. Todos me recomendaban el ánimo.
—¡Mucho ánimo, ¿eh?, don Seferino!
Me mimaban, me festejaban, andaban todos solícitos para traerme cualquier cosa que me apeteciese; pero siempre con una expresión entre dolorida y afectuosa, como si se tratase de un reo en capilla. Matildita concluyó por declarar que dudaba mucho de mi serenidad, y que desearía encontrarse en mi lugar, «porque ella era capaz de leer versos delante de la misma reina de España.»
Después de tomar té en la Británica los cuatro, viendo que llegaban las nueve, me levanté con arranque diciendo:
—Vamos, Señores.
Y nos dirigimos a la acera de enfrente, donde estaba el casino. Me había puesto de frac y sombrero de copa. Cuando entramos, el Círculo hervía ya de gente, lo cual me causó una emoción de placer y de miedo difícil de explicar. Mi entrada produjo cierta sensación. En aquel momento sería bien difícil convencerme de que yo no era un personaje importantísimo, y que el acto que allí se iba a ejecutar no tenía una gran significación en el curso de los acontecimientos de este siglo. Rodeáronme unos cuantos socios de la Junta directiva, hablándome con deferencia. Yo respondía con pocas palabras, pero mostrando gran amabilidad y una estudiada modestia, que debía de realzarme mucho. Afectaba hablar de todo menos de la solemnidad que iba a efectuarse, porque los hombres verdaderamente superiores y avezados al aplauso del público miran la exhibición como un acto natural y corriente. En fin, me estaba dando un tono horroroso.
El salón estaba ya mediado de señoras. Levanté un portier cautelosamente, y vi sentadas en las primeras filas a las de Anguita. Isabel y las de Enríquez estaban un poco más allá. Dejé que se llenase por completo, para que mi aparición hiciese más efecto. Poco a poco, los concurrentes habían ido desapareciendo de los corredores y acomodándose en las sillas del salón, detrás de las señoras. Al fin, quedé solo con la Junta directiva, porque Villa, Olóriz y Eduardito, mis fieles acompañantes, se habían ido también a coger sitio.
—Cuando usted guste, señor Sanjurjo—me dijo, al fin, el presidente, sacando el reloj.
Despojeme del paletó, que entregué a no sé quién, como un torero que tira la capa al tendido; hice lo mismo con el sombrero; metí los dedos por el cabello, a guisa de escarpidor, levantándolo y ahuecándolo lindamente, y, por último, aparecí en la plataforma alzada al efecto en el salón. Y fui saludado por una salva de aplausos.
Durante la lectura de La mancha roja me bebí dos vasos de agua con azucarillo. Pero sucedió un percance, que no puedo pasar en silencio por las fatales consecuencias que pudo tener. En vez de los treinta y siete minutos que tenía calculados, la lectura de la leyenda no duró más que veintidós. Se aplaudió muchísimo; las señoras se conmovieron y agitaron los pañuelos con entusiasmo, esparciendo por el ambiente caldeado mil perfumes de opoponax, fleur d’Italie, reseda, etc.
Era una leyenda altamente patética. No me sorprendió nada que se hubieran impresionado vivamente. No lejos de mí, hacia la derecha, había un señor que cuatro o cinco veces, durante la lectura, dio un fuerte porrazo con el bastón en el suelo, gritando:
—¡Olé! ¡Viva tu mare!
El aplauso no era muy oportuno a la sazón, y me escamé un poco. Le dirigí alguna que otra mirada exploradora; pero no vi en su rostro nada que pudiera indicar intención de burlarse. Era un señor de mediana edad, con patillas que le llegaban hasta la nariz, de continente grave, y que parecía prestar gran atención.
El diálogo político entre Solón y González Bravo gustó menos, y en vez de durar quince minutos, no duró más que ocho, casi la mitad de lo calculado. Sin embargo, bebí un vaso de agua azucarada. Los criados del Círculo no cesaban de ir y venir con bandejas en las manos. En cambio, la descripción de las cataratas del río Piedra produjo un escándalo de palmadas y vítores y me la hicieron repetir tres veces, con lo cual gané lo menos veinte minutos de los perdidos. Gracias a esta oportunísima compensación no pasé la vergüenza de suspender la lectura antes de la hora y media, mínimum, como ya he dicho, de estas solemnidades. Las señoras volvieron a agitar los pañuelos con entusiasmo. Observé, sin embargo, que Joaquinita Anguita se estaba queda, lo cual me pareció una ruin venganza y me irritó más de lo que el asunto merecía. Durante estas poesías y las otras que siguieron, el caballero de las patillas no dejaba de gritar de cuando en cuando, al final de las estrofas: «¡Olé! ¡Viva tu mare!», dando el consabido porrazo en el suelo con el enorme roten que empuñaba. Yo cada vez estaba más escamado de él, y por encima de las cuartillas que tenía en la mano le echaba miradas, ora de temor, ora de recriminación. Ningún efecto le hacían. Seguía atento, imperturbable, sin mirar a los lados, y eso que observé con cólera que sus vecinos reían cada vez que lanzaba el «¡Olé!» No pude saber entonces, ni a estas horas sé aún, si aquel individuo me admiraba sinceramente o era todo guasa viva, por más que me inclino a lo segundo.
Ello es que fui aplaudido a rabiar, que la Directiva me abrazó con efusión al concluir; las señoras, al marcharse, me dirigían miradas de curiosidad, y que sudé como un caballo de carrera y me bebí una cantidad prodigiosa de agua azucarada. Al salir a los corredores me tropecé de frente con el Naranjero, de quien ya no me acordaba más que de la muerte; bien es cierto que el Naranjero y la muerte eran para mí términos idénticos. Me parece que los colores que el calor y los aplausos habían puesto en mis mejillas debieron de bajar mucho de repente. Sin embargo, fue por poco tiempo. Juan Ruiz vino a mí con el semblante risueño y me dio un cordial apretón de manos. Comprendí que se sentía muy honrado con la amistad de un hombre tan eminente y lleno de gratitud por mi galante invitación. Respiré con un placer como no volví a respirar en mi vida, y le invité a beber con mis amigos Villa, Olóriz y Eduardito un chato en casa de Juanito, allí cerca.
Noche feliz fue aquella para mí. Sólo otra podía comparársele: la primera en que pelé la pava con Gloria. Después de estar un rato en casa de Juanito, tomando un tentempié, nos fuimos a casa. El Naranjero nos acompañó, y al dejarme a la puerta se me ofreció por amigo, con un calor y efusión que me conmovieron; verdad es que estaba yo muy predispuesto en aquel instante a las emociones tiernas. Aprovechando la ocasión en que los demás hablaban entre sí, me dijo en voz baja:
—Don Seferino, si alguna vez le hase farta un hombre…, ya sabe usté…, ¡un hombre!…, cuente usté conmigo.
Aunque había cierta vaguedad en él, acaso por esto mismo me hizo profunda impresión el ofrecimiento. Eso de necesitar un hombre ¡era tan enérgico!
Dormí aquella noche bastante agitado. La felicidad también produce insomnio. No faltaba para completar la mía sino que Gloria hubiese asistido a mi triunfo. Pero me consolaba la idea de que los periódicos darían cuenta de él, y aun lo abultarían, como suelen, proponiéndome llevarle recortados los sueltos o los artículos, si a tanto llegaban. Matildita, llorando de emoción, me pidió permiso para darme un abrazo, el cual le otorgué generosamente. Tuvo que subirse a una silla para hacerlo. La verdad es que, a pesar de su petulancia, que nada tenía de ofensiva, era una buena chica la hija de mi huéspeda. Llegó a decirme, en el calor de su entusiasmo, que se le figuraba que era yo mejor poeta que Pepe Ruiz, el autor de Hojas del árbol caídas—juguete del viento son. En su boca era mejor elogio que si me hubiera colocado por encima de Homero.
Pero, como «la roca Tarpeya está muy cerca del Capitolio», como dice, un número sí y otro no, cierto periódico de mi pueblo titulado El Centinela del Bollo, estaba de Dios que no había de gozar muchas horas de la dicha con que amor y gloria me inundaban. Compré todos los periódicos de la mañana, y en la mayor parte se daba cuenta de mi lectura con frases muy laudatorias, aunque no tanto como yo hubiera apetecido. Un poeta, en materia de elogios, jamás dice en su fuero interno: «Basta.» Pero, en fin, esto era natural que sucediese, y no fue lo que turbó mi felicidad. Recorté los sueltos más calurosos y los guardé en un sobre para dárselos a Gloria aquella noche. ¡Qué ajeno estaba, cuando los metía en el bolsillo, de lo que iba a suceder! Durante el almuerzo, la conversación, claro está, versó sobre la velada. Eduardito y Olóriz daban pormenores a otros huéspedes recientes, que, enterados ya por los periódicos, me miraban con una curiosidad y respeto que contribuían a inflarme.
Antes de concluir, Matildita vino a decirme al oído:
—Don Seferino, hay ahí una mujer que pregunta por usté con mucha prisa.
Preguntele si la conocía, y me dijo que se le figuraba que era la misma que alguna que otra vez me traía recaditos. «Paca», dije para mí, y salí del comedor apresuradamente. En efecto, hallé en el patio a la cigarrera, quien avanzó precipitadamente a mi encuentro, con la fisonomía pálida y descompuesta, diciendo:
—¡Señorito, se la yevan!
—¿Se la llevan? ¿A quién?
—¿A quién ha de ser? ¡A mi señorita!
Quedé clavado al suelo.
—¿Adonde?—pregunté con un vago terror de algo extraordinario, maravilloso, que la palidez de Paca me infundía.
—No sé…, al convento me parese.
Mi terror disminuyó al saber el caso concreto, y recobré la acción. Nada nos deja tan paralizados como el miedo de lo que se ignora.
—¿Y cuándo se la llevan?
—Ahora mismito. Hase poco fui a casa, como otras veses, y no vi a la señorita. Me dijeron que estaba malita; pero yo, que guipo de lejos, no lo creí. «¡Aquí hay gato enserrao!», me dihe. La casa andaba un poco revuelta, y oí voses en el piso de arriba; pongo la oreja, y oigo gritar a la señorita Gloria, isiendo: «¡No voy, no voy así me hagan ustedes peasos!» «Sierto son los toro», me dihe. Veo entrar a don Manuel, el teneor de libros de la fábrica de la señora; luego salí…, ¡vamo, que no quise ver más! Y salí escapá a contárselo a su mersé.
Me lancé a mi cuarto sin responderle, me puse el sombrero, cogí el revólver y lo metí en el bolsillo, y salí a la calle, resuelto a impedir el rapto de Gloria, aunque no sabía por qué medio. Noté que Paca corría detrás de mí. En un instante alcancé la calle de Argote de Molina. Al divisar la casa de Gloria vi que un coche, parado delante de ella, arrancaba hacia abajo, y que don Oscar, a la puerta, gesticulaba violentamente haciendo señas al cochero. No me cupo duda alguna de que dentro del coche iba Gloria prisionera.
Lanceme a toda carrera de mis piernas en su seguimiento. Al pasar por delante, enseñé con rabia los puños, sin detenerme, al perverso enano, que aún seguía a la puerta, como guardián misterioso de algún cuento de Las mil y una noches. Como las calles son tan estrechas, los carruajes no pueden correr en Sevilla, so pena de atropellar a los transeúntes.
Gracias a esto pude alcanzar pronto al que conducía a mi novia, y aun lo hubiera pasado si me lo propusiera. Pero no me convenía. Mientras caminaba, mi cerebro reflexionaba acerca de aquel lance y combinaba el plan de ataque único a la sazón factible. Pensé en coger las riendas al caballo y detenerlo. Pero sobre ser esto un poco aventurado, porque el cochero podía arrear y volcarme, se adelantaba poco en ello. Sin poder ofrecer las pruebas, no era fácil que hiciese creer a la gente que llevaban a una joven secuestrada. Imaginé que sería mejor esperar a que se detuviese a la puerta del convento y, al tiempo de apearse, impedir la entrada en él y dar un escándalo, reunir gente en torno de nosotros y llamar la atención de la Policía.
Así que el coche salió de la calle de Alemanes, como hay mayor espacio, se puso al galope y le vi alejarse con dolor. Pero no me desanimé. Emprendí otra vez la carrera furiosa, y cuando entró en la calle de la Borceguinería tuvo que acortar el paso y le alcancé.
Seguile de cerca, y al entrar en la calle de San José me adelanté y fui a situarme delante del convento. No tardó en llegar y pararse. Observé que un individuo que estaba en el portal del colegio tiró de la campanilla y que la puerta se abrió instantáneamente. Del carruaje salió un hombre que no conocí y cogió por las manos a mi Gloria, que vi claramente hacía esfuerzos por desasirse. De dentro la empujaron, y saltó también a la calle, y detrás de ella, don Manuel, el tenedor de libros. No faltaba más que un paso para meterla en el portal. Pero aquel paso no pudieron darlo.
Con el coraje que cualquiera puede suponer me lancé a ellos, diciendo en voz alta, casi a gritos:
—¡Alto! ¿Adonde llevan ustedes a esa señorita?
—¡Seferino, sálvame!—gritó Gloria, tratando de acercarse a mí y siendo retenida fuertemente de un brazo por don Manuel.
—¿Y a usted qué le importa?—dijo éste con mirada y actitud agresivas, pero en voz baja.
—Me importa mucho—repliqué en tono más alto aún—. Ustedes llevan a esta joven secuestrada. Ustedes son unos secuestradores. Suelten ustedes a esa joven, tunantes.
Algunos transeúntes ya habían acudido al escuchar mis voces.
—Vamos, apártese usted—me dijo el hombre desconocido, tratando de echarse sobre mí.
Pero di un paso atrás y, sacando el revólver, grité:
—¡No pasarán ustedes, canallas, miserables! Suelten a esa joven que llevan secuestrada…
En un instante se llenó aquello de gente. Mis gritos eran horrendos. Deseaba que el escándalo fuese gordo y viniese la Policía cuanto más pronto.
—Suelten ustedes a esa joven, secuestradores—proseguía yo, agitando el revólver—. Para que ustedes la encierren en la prisión, tendrán que pasar sobre mi cadáver.
—No grite usted tanto, buen hombre—dijo el tenedor con rabioso acento.
—¡Ah! ¿No quieren ustedes que se sepa?—exclamé con voz campanuda de cómico de la lengua—. ¡Pues yo sí! Quiero desenmascarar a los canallas. No estamos ya en los tiempos en que se emparedaba a la gente. La Inquisición se ha suprimido en España hace mucho tiempo.
Este recuerdo oportunísimo me captó la simpatía de la gente. Tanto, que cuando el acompañante desconocido del tenedor se arrojó sobre mí de improviso y me sujetó la mano con que empuñaba el revólver, un hombre del pueblo le sujetó a la vez, diciendo:
—¡Aquí no se hacen canalladas! Deje usted que vengan los guardias.
Y hubo un murmullo de aprobación en el corro.
Gloria se había desprendido de las manos de don Manuel y había corrido a ponerse a mi lado. Cualquiera otra se hubiera desmayado ante aquella escena; pero ella no estaba de ese humor. Agitada, furiosa, dijo en voz alta:
—¡Dame el revólver, yo le mato!
Esta frase tuvo un gran éxito. El coro la acogió con risas y muestras de aprobación. Uno exclamó:
—¡Olé por la niña de sangre!
En esto llegó, desalada, Paca, se abrió paso por entre el círculo de curiosos y, dándose por enterada instantáneamente de lo acaecido, comenzó a decir a grito herido:
—¡Eso! ¡Eso! Estos desalmados quieren enchiquerar a la pobresita de mi niña. La culpa no la tienen ellos, sino el fenómeno que está allá en la casa, que tiene pato con el demonio. ¿No hay justisia en Seviya? ¿Pa cuándo se deha la horca? Por unos cuantos reales, esos arrastraos hasen de verdugos.
—¡Señora, mire usted lo que dice!—exclamó, ya descompuesto, el tenedor—. Nosotros traemos a esta joven por orden de su madre.
Un guardia se presentó en aquel momento. Todos nos dirigimos a él explicándole el suceso, de modo que, como todos hablábamos a un tiempo, imposible era que se hiciese cargo de él. Sin embargo, Paca, a fuerza de chillidos, logró dejarse oír. El guardia no quiso dar la razón a nadie y nos ordenó que fuésemos a la Inspección con él, y así lo hicimos, seguidos de un buen golpe de gente. Mientras caminábamos, Paca iba explicando el caso a la muchedumbre. Contaba la historia en estilo pintoresco, y consiguió poner de nuestra parte a todos los curiosos.
—La quieren emparedá pa comerse la guita, ¿sabéi ustedes? Mi señorita es rica, y un enano que asota toas las noches a un Cristo, ¡yo lo he visto con estos oho!, se quiere engullí los millones que le ha dejado mi señorito. A la fuersa la quiere meté monha ese perro; pero ella no quiere, ¿sabéi ustedes? Le guta ese señorito, porque es un buen moso y tiene buen aquel…, ¡porque sí, vamo!, y se casará con él, ¡vaya si se casará!, y le dará al roío enano pol tal. ¡Que no vaya a la gloria si yo mesma no le ayudo!…
Yo iba bastante avergonzado, y Gloria mucho más, como puede suponerse. Pero mi plan hasta entonces se desenvolvía con buen éxito, y esto compensaba hasta cierto punto aquella molestia. Por fortuna, llegamos pronto a la Inspección. Allí expuse con firmeza mi querella, apoyada por Gloria, y reclamé la intervención del juez. Al mismo tiempo mandé un recado al conde del Padul por medio de Paca. El juez, a quien se avisó, tuvo la atención de venir por tratarse de una señorita, y delante de él volvimos, como ante el inspector, a exponer nuestro litigio. El tenedor de libros también reclamó. Yo pedí, desde luego, el depósito de Gloria en lugar adecuado, y el juez lo decretó inmediatamente. Como nos hallásemos deliberando sobre esto, presentáronse Isabel y la tía Etelvina, y sin más dilaciones cogieron a Gloria y la hicieron montar en un coche con ellas, llevándola a casa. El conde no había podido venir a causa de su indisposición. En casa de él, como pariente y persona caracterizada, quedó, pues, depositada mi animosa Gloria.
XV
Tropiezo de nuevo con el Malagueño
El escándalo fue grave y tuvo en Sevilla, con ser gran población, mucha resonancia. Los periódicos se apoderaron de él e hicieron comentarios nada halagüeños para la familia de Gloria. El conde dirigió una carta a su prima, donde cortés, pero enérgicamente, le manifestó que su sobrina no saldría de su casa sino para el altar, y aconsejándole que desistiera, por el buen nombre de ella y de la familia, de querer forzar la voluntad de la joven. No sé si a influjo de esta carta o por temor o vergüenza, doña Tula no dio un paso para reclamar a su hija. El odioso enano, su director, tampoco.
Comenzaron para mí días venturosos. El palacio de Padul se me abría a todas horas y siempre hallaba en él grato recibimiento. Se me consideraba ya como de la familia. Por las tardes, después de almorzar, me iba allá, y sentado o montado en una silla (que a tanto llegaba mi confianza), las veía coser o bordar y bromeábamos con alegría. Gloria, que se había puesto de un humor delicioso y hasta creo que engordó en pocos días, gozaba en hacer jugarretas a todo el mundo, pero muy particularmente a mí. La casa, un poco sombría por el abandono del conde, el humor tétrico de la tía Etelvina y el carácter débil de Isabel, había cambiado notablemente de aspecto. Estaba ahora riente, sonora, gozosa, merced al ambiente de franqueza y alegría que mi adorada esparcía en torno suyo. El conde paraba más tiempo en casa. La tía Etelvina, que acostumbraba pasar el día encerrada en su habitación, buscaba ahora la compañía de las jóvenes, y a menudo su rostro de piedra se contraía con una sonrisa al escuchar las salidas de la huéspeda. Hasta los criados servían con más agrado y eran más locuaces.
No dejaba de sorprenderme, sin embargo, aquella alegría y aturdimiento de Gloria. Parecíame que después de las tristes ocurrencias pasadas, en guerra abierta con su madre, con las miradas de la población fijas en ella, debía mostrar más reserva y circunspección. Asaltábanme tristes sospechas respecto a su carácter, y, reconociendo su irresistible atractivo, acusábala interiormente de frívola y ligera. Estas dudas me atormentaban, porque, al fin, pretendía hacerla mi esposa. Toda mi felicidad podía venir a tierra si a mi esposa le faltaba un poco de aplomo en el cerebro. «¿Será una mujer casquivana?», me preguntaba con miedo. Y cada vez la observaba con más atención, interpretaba escrupulosamente sus menores actos y palabras y me perdía en un mar de cavilaciones. Al cabo no pude menos de desahogarme. Un día le dije:
—¿Sabes que me sorprende que estés tan alegre estos días?
—¿Pues?—me preguntó, fijando en mí sus grandes ojos aterciopelados.
—Porque… yo presumía—aquí comencé a vacilar y turbarme—que después de una escena tan desagradable como aquella…, teniendo que reñir con tu mamá…, ibas a estar abatida, melancólica…
—¡Melancólica! ¿Por qué?… Lo estaría si me hubieran enchiquerado allá en el colegio… ¡Pero ahora! ¡Anda, hijo; pues si estoy como el pez en el agua! ¿No te veo todos los días? ¿No me dices que me quieres? ¿No vamos a casarnos?
—Bien…; pero creí que sentirías a tu madre.
—A mamá la quiero mucho; pero a ti te quiero retemuchísimo más… No te des tono, porque yo siempre he tenío muy mal gusto. Mi primera pasión fue un perro ratonero.
La verdad es que quien menos debía recriminar a Gloria por su alegría era yo. Sólo por una de esas aberraciones con que el sistema nervioso, excitado, nos atormenta, podía hallar mal una conducta que era el testimonio más convincente del entrañable amor que me profesaba.
Cambié de conversación; pero al poco rato, acometida, sin duda, de una sospecha, me dijo:
—Oye: ¿por qué te extraña que esté contenta?
—Por nada—respondí, sonriendo, con un poco de vergüenza.
—¡Ya!… Tú querías que hiciese un poco la comedia, ¿verdad? Que soltase algunas lagrimillas y me riese por dentro. Pues, hijo, si la quieres así, busca otra… Yo no sé llorar sin gana…
Procuré disuadirla, riendo, de su fundada sospecha, y loé de corazón su franqueza. ¿Cómo pude hallar censurable aquella naturaleza espontánea, sincera, rebosante de pasión y de alegría?
Pero las nieblas de la duda no se desvanecieron por completo en mi espíritu, harto suspicaz. Confesaba que Gloria tenía un corazón honrado, era una mujer sin dobleces y que me amaba de todas veras; pero… su carácter ligero seguía inspirándome algún temor. «Hoy me quiere; convenido—me decía—. Sería capaz de hacer por mi amor cualquier sacrificio. Pero en una mujer de tan viva imaginación, ¿será el amor duradero? ¿Podrá resistir a la prosa continuada del matrimonio? ¿No habrá miedo de que algún día esta vehemencia, este fuego, que es la esencia de su carácter la despeñen, tristemente para ella y para mí, sobre todo para mí?» Como éste era el fondo de mis cavilaciones aquellos días, no es extraño que le sacase la conversación a Villa. Una noche le dije en el café, hablando de las mujeres sevillanas:
—Amigo Villa, evidentemente estas mujeres son más graciosas y apasionadas que allá en el Norte, tienen más ingenio y saben querer de verdad…; pero me temo que no hagan tan buenas esposas como amantes.
Quería tirarle de la lengua. Y lo conseguí, con gran satisfacción por mi parte. El comandante hizo una defensa acabada y fogosa de la mujer sevillana. Según él, ésta es viva y ardiente, pero no vanidosa, lo cual suprime uno de los grandes incentivos, acaso el más capital, que la mujer tiene para caer. El fuego de su alma, al casarse, se convierte en ternura y abnegación. Exige que se la ame, no que se la adorne. El lujo en Sevilla no fascina, como en otras partes, al sexo femenino, y es porque la pobreza no se considera ridícula; la mantilla es una prenda que las iguala a todas. Aquí no se siente la diferencia de clases. La joven más encopetada por su nacimiento y fortuna alterna de igual a igual con otras muchachas que viven del modesto sueldo de su padre. Luego, por la tradición árabe quizá, la mujer casada vive casi siempre retirada. No se concibe que frecuente con toda libertad, como en las grandes capitales, los saraos, los teatros y paseos. El orgullo de la esposa es ser amada por su marido. Si éste es una mijita calavera, se me figura que le quiere más. Dicen que hay en ella algo de odalisca todavía; pero con una mujer que no exige más que se la acaricie tiernamente al llegar a casa, la vida es muy fácil y muy dulce. «Por lo demás—terminó diciendo el comandante—, esas mujeres de su país, más vergonzosas, más tímidas, más circunspectas que las nuestras, acaso sean más peligrosas.»
Callé, porque no quise hacer injuria a las mujeres de mi país; pero no me pareció descaminada del todo aquella idea.
Isabel consiguió que Gloria fuese alguna vez a la tertulia de las de Anguita, hacia las cuales seguía mostrando antipatía. Imagino que vino en ello por el gusto de demostrar su triunfo a Joaquinita, pues aún no se le habían desvanecido los celos por completo. Se había abandonado el patio por hacer ya demasiado fresco, y la reunión se trasladó a un salón contiguo. Los tertulianos, excepto el pequeño núcleo que ya conocemos, variaban constantemente. Ahora asistía casi diariamente una partida de cinco o seis muchachos de Antequera, al parecer estudiantes, gente de buen humor, socarrones y maleantes, que tramaban entre sí mil guasas, algunas de ellas de un color harto subido. Las de Anguita, como buitres al olor de la carne fresca (perdón por este símil; pero mejor sería como palomas al reclamo del cazador), acudieron a ellos, esperando hallar el novio apetecido, y abandonaron así mismo al resto de los asistentes. Ramoncita caminaba con cierta cautela, con la sonrisa en los labios y el escepticismo en el corazón, dispuesta a dejar el campo al primer contratiempo. Pepita, fiando siempre en su gracioso desenfado, rayano del cinismo. Joaquinita perseguía a uno de los antequeranos con incansable brío, con una firme voluntad de hacerle suyo, digna, en verdad, de admiración. Dejábanse querer los estudiantes, y con afectado ahínco, para ser sincero, las festejaban y hacían con ellas apartes prolongados que colocaban en posiciones desairadas a los demás que allí asistíamos. Comprendí que sería ridículo tomárselo a mal.
Una de las guasas de aquellos mozalbetes consistía en presentarse los martes siempre vestidos de rigurosa etiqueta, en forma y actitud enteramente diversas del resto de la semana, haciendo profundas reverencias al entrar, saludando a todos con gran ceremonia y llamando a Ramoncita duquesa; a Joaquinita, condesa, y a Pepita, baronesa. Esto causaba gran regocijo en la tertulia, no sé por qué, sobre todo a las niñas de la casa, que aceptaban los títulos. Durante la noche representaban su papel como damas de teatro cursi. Al señor de Anguita le llamaban el gran duque de Anguitoff, y el pobre viejo aceptaba, riendo, el título. Otra consistía en mostrarse celosos los unos de los otros y en obligar a sus respectivas damas a que declarasen en público sus preferencias. Si uno de ellos, convenidos entre sí anteriormente, regalaba una flor a Joaquinita, el amante de esta exigía que la arrojase al suelo y disimuladamente la pisase. El donante adoptaba un continente lúgubre y siniestro, y Joaquinita se asustaba, pensando que podría haber reyerta al salir de la tertulia. A su vez, ellos procuraban introducir la discordia entre las hermanas, dedicándose ora a una, ora a otra. Venían los consiguientes líos y desabrimientos, y en esto se divertían.
Pero lo que dio más juego fue cierto aparato de proyección o linterna mágica que uno de ellos compró para dar sesiones en la tertulia. Se colocaba una cortina blanca en el fondo del salón, se hacían apagar todas las luces (solía ser una) y comenzaba el experimento cuando todos se habían colocado convenientemente al lado de alguna niña. En seguida malicié de lo que se trataba, y más viendo que el que mostraba las vistas era siempre distinto, sucediéndose en esta tarea, que debía ser la más ingrata, por riguroso turno. Observé también que la noche en que, previo anuncio, se daba sesión de linterna, la concurrencia era mucho más numerosa. El que estuvo a punto de echar a perder aquel sabroso recreo fue el tío de Elenita, que en lo más interesante de él se puso a gritar, indignado, que le habían dado un beso. Nunca pudo saberse quién había sido el desdichado agresor.
No quise decir nada a Gloria; pero procuré con todas mis fuerzas que dejase de ir a aquella casa. Algo contribuyó también a hacérmela poco grata la escena inverosímil que una de aquellas noches presenciara en ella. Ha de saberse que el piano había desaparecido del salón. Cuando se notó la falta, Pepita, con su habitual despreocupación, nos dirigió el siguiente discurso:
—Señores, el piano era de alquiler: nos costaba tres duros cada mes. Como ya estarán ustedes enterados de que la casa de Anguita viene hace tiempo en decadencia y se encuentra en el día bastante escasa de metales preciosos, no extrañarán ustedes que, con harto dolor de nuestro corazón, porque somos muy artistas, hayamos tenido que prescindir de él. Si a ustedes les acomodara que lo hubiese para bailar, con abrir una suscripción y pagarlo estaba todo resuelto.
—Que se abra esa suscripción—dijo uno—. Yo doy dos pesetas.
—Que se abra… Yo no doy nada—dijo otro.
Pensé que todo aquello era pura broma. Así que mi estupor fue grande cuando observé que, efectivamente, a presencia de todos, se recogía el dinero. Me vi en la precisión de contribuir con un óbolo de dos pesetas, lo cual me llenó de indignación, no tanto por las dos pesetas cuanto por lo indecoroso del acto.
Pero en aquellos días había llegado el duque de Malagón, novio oficial de Isabel, y a ésta le gustaba exhibirlo en la tertulia. Era un jovencito de veinte a veintidós años, delgado, moreno, completamente insignificante. Enterado inmediatamente de que yo era el novio de Gloria y la especial situación en que nos hallábamos, me mostró simpatía algo pegajosa. Iba a buscarme para salir de paseo, tomaba café conmigo y con Villa y cuando salíamos de casa de Padul, nunca dejaba de acompañarme hasta la mía. Era bondadoso y simpático; pero tenía el aturdimiento y la petulancia de un adolescente. Todo lo zanjaba de golpe y porrazo; para él no había dificultades. Tan pronto me proponía facilitarme medios para marcharme con Gloria al extranjero, como hacer prender a don Oscar por conspirador carlista o pagar a unos gañanes para que le rompiesen la cabeza, etc. Sus proyectos eran siempre expeditivos y penables por el Código. Costábame trabajo sustraerme a sus importunidades, aunque le agradecía el interés que tomaba por mis asuntos. Creía hallarse enamorado de la condesita. Pronto comprendí que estaba en un error. El duque se casaba por hacer el hombre formal. Su novia le preocupaba menos que las dos jacas francesas que le habían llegado recientemente. Le placía que alabasen a Isabel, y se daba tono acompañándola en el paseo y bailando con ella todos los valses y rigodones que se tocaban en los saraos del Alcázar. Pero, cumplida la obligación del hombre formal, respiraba con libertad y me iba a buscar para jugar unas carambolas al billar, en lo que, sin duda, se deleitaba mucho más.
Villa andaba celoso de esta nueva amistad. Alguna vez me había dicho, con sonrisa forzada:
—¡Hombre, qué íntimos se han hecho usted y el duque en pocos días!
Yo alzaba los hombros con indiferencia y me reía de aquella amistad, que suponía debida exclusivamente al carácter infantil del duque. Trataba en lo posible de no herir la susceptibilidad del comandante, pues bien se me representaba que el pobre tenía una espina clavada en el corazón. Su rival, ignorando en absoluto que lo fuese (creo que si lo supiere sería lo mismo), le hablaba con toda cordialidad y hasta le distinguía mucho, por la razón de ser hombre hecho y militar. En cambio, Villa hacía esfuerzos visibles por parecer amable con él, aunque sin conseguirlo más que a medias. Alguna vez se le tiene escapada ésta y otras exclamaciones semejantes:
—¡Cómo me carga este chiquillo! ¡Parece mentira que usted le pueda sufrir tanto tiempo!
Había que perdonarle esta injusticia por lo que el pobre debía de padecer. Hasta pocos días antes de la llegada del duque había seguido obsequiando a Isabel. Esta no dejaba de coquetear con él y alentarle, cosa que nos tenía sorprendidos lo mismo a Gloria que a mí. Pero hacía ya algunos días que, desengañado tal vez, o por ventura para hacerse interesante, se dedicaba a una de las de Enríquez, que, con ser amiga y parienta de la condesita, le había recibido con los brazos abiertos.
Entonces observé que ésta procuraba atraérselo de nuevo, prodigándole aquellas sonrisas cándidas y bellas de querubín con que le había enloquecido a él y a otros muchos. Le hablaba con singular agrado y, aun delante del duque, le prodigaba atenciones que hubieran parecido mal a cualquier novio menos aturdido que éste. El comandante quería mostrarse insensible a este dulce reclamo, pero no podía. Veíasele rojo, tembloroso, cada vez que la condesita le llamaba para decirle algo. Era curioso observar la lucha que dentro de aquel hombre sostenían el entendimiento y el corazón. El primero le aconsejaba no apartarse de la de Enríquez, no mirar a la condesita; el segundo le exigía adorarla de rodillas, como siempre. Una noche, y tomando café en la Británica, me dio una sorpresa. Estábamos los dos solos frente a la mesa. Notábale distraído, preocupado, pero no triste. Sus ojos brillaban con un fuego especial de malicia y triunfo. A veces, sus labios se contraían con leve sonrisa inmotivada. Se conocía que deseaba hablar, desahogarse, y yo le busqué pretexto para ello en cuanto lo advertí. Le hablé del duque y le expresé mi sospecha de que no estuviese verdaderamente enamorado de Isabel.
—Al mismo tiempo—añadí—, ¿sabe usted lo que se me figura?… Que la condesita tampoco le profesa un amor muy entrañable…
La cara de beatitud que puso Villa al escuchar esta afirmación en mi boca, por poco me hace soltar la carcajada. Bajó la vista sonriendo, dejó escapar tres o cuatro chicheos, revolvió el café con la cucharilla, echó un sorbo, poniendo los ojos en blanco, y después de limpiarse los labios con sosiego, con el sosiego del hombre fuerte que va a hacer sentir en breve el peso de su valor, llevó la mano al bolsillo interior de la americana, y dijo, sacando una cartera, y de la cartera un sobrecito:
—Entérese usted de lo enamorada que está Isabel del duque.
Dentro del sobrecito, que despedía perfume penetrante, había una tarjeta y algunas hojas de rosa. La tarjeta decía: «Isabel de Montalvo, condesa del Padul», con corona encima. Al respaldo se leía en letra diminuta, pero clara: «Lo prometido es deuda.»
Volví a encerrarla en el sobre con las hojas y se la entregué, altamente sorprendido, a Villa.
—¿Qué le parece a usted?—me dijo, guardándola en la cartera con aire triunfal.
—¡Muy extraño! ¿Usted se las había pedido?…
—Nada más que una, de la rosa que llevaba en el pecho anteayer, en casa de Anguita… ¡Y esta mujer se casa el ocho de diciembre!
Me espanté del caso más de lo que debiera, porque comprendía que con ello le daba mucho gusto. La verdad es que la conducta de Isabel era inexplicable; pero aquello no tenía la extraordinaria importancia que Villa le daba, mucho más cuando en la tarjeta nada se decía que pudiera alentar sus pretensiones. Conseguí ponerle de un humor delicioso, asegurándole que la condesita sólo se casaba por presión de la familia o por razones de conveniencia. Su corazón, indudablemente, estaba en otro lado. Hasta le hice entrever un porvenir dichoso cuando hubiera por medio un editor responsable. En aquel momento mentía yo como un bellaco, porque, en mi concepto, si Isabel no estaba enamorada del duque, por lo menos lo parecía. A Villa tenía la absoluta seguridad de que no le amaba.
—Si yo mandase esta tarjeta al duque—dijo con profunda emoción—, la boda quedaría deshecha… Pero no lo haré, porque soy hombre de honor. De las mujeres me vengo de otro modo.
Convine con él en que era cierto que tenía entre sus manos aquella egregia boda, y aplaudí calurosamente su nobleza. Esta ilusión de ser un hombre de alma generosa y heroica acabó de hacerle feliz. Mandó por cigarros habanos y me regaló un puñado de ellos.
* * *
A la tertulia de Anguita seguía asistiendo con bastante puntualidad mi ex rival Daniel Suárez. Desde la tarde aquella de la excursión a La Palmera, en vez de aumentar su hostilidad hacia mí, decreció notablemente. Con buen acuerdo, sin duda, comprendió que la lucha era imposible, y renunció a ella. Hasta me dio una explicación cierta tarde que me tropezó en las Delicias y se emparejó a pasear conmigo.
—Aunque a uzté le dizguzte, voy a pacear con uzté un ratiyo.
—¡Disgustarme! ¿Por qué?
—Porque uzté me aborrece…, confiézelo uzté…
—Pues, en efecto, no le tengo mayor simpatía; bien lo sabe usted.
—Mientra hemos zido rivales, ez natural que zucediese… ¡Pero ahora que me ha vito uzté caer en la mizma cuna y por do vece recogío…!
No pude menos de sonreír. Comprendí que tenía razón. Habló con la mayor franqueza de su posición y recordó todos los pasos que había dado para agradar a Gloria, haciendo burla de sí mismo con bastante gracia.
—Bazta de ezo… He eztao zacudiendo el árbol, y la naranja no ha caío… Uzté no ha hecho má que tocarle y ze le ha venío a la boca… Buen provecho le haga.
El triunfo me hizo generoso. En un momento olvidé lo que aquel hombre me había hecho rabiar, y se borró mi antipatía. Después de la escena violenta que dio por resultado la salida de Gloria de su casa, Suárez me dio la enhorabuena cordialmente y mostró interés porque aquel estado de cosas durase lo menos posible y viniese la boda cuanto más antes. Lo mismo en casa de Anguita que cuando nos tropezábamos en la calle, charlábamos como buenos y antiguos amigos; tanto, que una vez, que confidencialmente reíamos en un rincón, exclamó Pepita, al cruzar por nuestro lado:
—¡Tiene grasia! Hase poco querían ustedes matarse, y ahora…
—Y ahora noz estamo dando la lengua, ¿verdá, prenda?—replicó Daniel con su inveterado cinismo.
A Gloria le sorprendía un poco aquella repentina intimidad; pero no hacía gran caso de ella. En el fondo, el malagueño le era por completo indiferente. Este convencimiento, que recabé de mis observaciones, fue lo que más contribuyó, como puede suponerse, a que se borrase mi antipatía. Daniel era un compañero malévolo, a quien no se podía profesar estimación, pero ameno. Su lenguaje, harto cínico, no dejaba de tener gracia; su escepticismo despreciativo salpicaba con picantes especias la conversación. Tenerlo siempre al lado sería aburridísimo, porque no hay nada que fatigue tanto como los hombres predispuestos a burlarse de todo; pero de cuando en cuando sus murmuraciones, removiendo las heces que todos tenemos en el alma, despertaban la alegría. A Villa y al duque les caía en más gracia que a mí.
Cierta noche le tropecé en el teatro. Hablamos en los entreactos y me citó para irnos a beber a la salida unas cañas. Gloria no asistía al teatro por ciertos miramientos bien comprensibles. Me encontraba libre, y acepté con gusto su oferta. Salimos, pues, juntos, y haciendo comentarios sobre las actrices, bastante escandalosos por cierto, dirigimos nuestros pasos a una tienda de montañeses que Suárez conocía en la plaza del Pan. Entramos, pasamos por en medio de varios parroquianos y fuimos a sentarnos en un cuartito de la trastienda, alumbrados por una lámpara de petróleo colgada de la pared.
El dueño, grande amigo de Daniel, nos sirvió por sí mismo boquerones fritos y japuta, poniéndonos al lado un par de botellas de manzanilla. Suárez estaba muy contento, y comía y bebía bravamente. No lo hacía yo mal tampoco. Las niñas de Anguita y su original papá nos servían de tema inagotable de conversación. Pidiose otro par de botellas.
—¿Zabe uzté cómo llaman las monjas en mi país a este pezcao?—me preguntó mi compañero, cortando un trozo de japuta y llevándoselo a la boca.
Le miré sin contestar:
—El pezcao del nombre feo.
Y dejó escapar al mismo tiempo aquella risita equívoca, parecida a un chillido nacido y apagado en la garganta y que era en él la suprema explosión de alegría.
—Ya zabe uzté cómo ha de decirle a zu monjita que ha comío japuta—añadió.
Confieso que el sacar a cuento a mi novia me hizo malísima impresión. Me contenté con sonreír levemente y traté en seguida de cambiar de tema. Pero él insistió al cabo de un momento:
—¿Y cuándo se caza uzté, compare?… Ezo huele ya a puchero de enfermo.
—No sé cuándo me casaré ni si me casaré—respondí, bastante secamente.
—Todo ezo es mojama, amigo. ¡Ahora que tiene uzté los dos milloncetes en el borziyo, viene uzté con remilgos!
Sentí aquella frase como un bofetón en la mejilla, y le dije, frunciendo el entrecejo, en tono áspero:
—Ruego a usted, Suárez, que no siga en ese camino, porque vamos a reñir. No tolero bromas sobre tal asunto.
El malagueño volvió a reír, diciendo con protección:
—Vamo, no ze críe uzté bilis, ahora que está uzté en vízperas de ser feliz.
—¡Nada, nada: lo dicho!—repliqué, con las mejillas encendidas ya y con acento más imperioso.
—A la zalú de uzté y de zu gachona—dijo por toda contestación, sorbiendo una caña.
Cambiamos de conversación, y volvió a reinar la alegría y cordialidad. Bebimos el otro par de botellas. Noté que cada vez hablábamos más alto, y sentí en el rostro un calor extraordinario. El de Suárez permanecía tan sereno y cetrino como siempre. Sólo sus ojuelos, siempre vivos, parecían bailar ahora arrebatadamente. Dije que en aquel cuartucho hacía demasiado calor, y me levanté para quitarme la americana, pero al hacerlo observé que la habitación se bamboleaba.
—¿Sabe usted que estoy un poco mareado?… El humo de los cigarros y el calor que aquí hace… ¿Quiere usted que salgamos a refrescarnos?
Daniel se levantó a su vez; me prohibió pagar, porque tenía allí cuenta abierta, y salimos a la calle. Bajamos a la de las Sierpes, única donde quedaban aún ciertos residuos de animación. Había algunos cafés abiertos. Al través de los cristales veíamos a los rezagados parroquianos gesticular delante de las mesas, aunque ninguna palabra llegaba a nuestros oídos. La noche era espléndida, como casi todas las de aquella venturosa región. Estábamos a últimos de octubre. Suárez se quejaba de que estaba un poco fresca. Para mí, hombre del Norte, aquello era una temperatura deliciosa, y no me subí siquiera el cuello de la americana, como hizo mi compañero. Sentía la cabeza caliente; me quité el sombrero y caminé con él en la mano. Suárez me propuso dar una vuelta por el muelle, y yo accedí gustoso porque sentía la necesidad de despejarme.
Comenzamos a discutir sobre política con calor. Seguimos todo el paseo de las Delicias, enteramente solitario a tales horas, y cuando nos cansamos de caminar hacia abajo, dimos la vuelta por el muelle. En una de las pocas pausas que hicimos, Daniel dijo de pronto:
—Diga uzté, amigo: ¡zupongo que ahora podré enjabonarme las manos de balde!
—¿Pues?
—¡Como uzté va a zer el dueño de una fábrica de jabones…!
—¡Ah, sí!—exclamé, sonriendo crispadamente.
No sé por qué, aquella noche me molestaba de un modo horrible cualquiera alusión a mis amores. Suárez, o por imprevisión o por malicia, cometió la falta de insistir:
—La barbiana vale máz que la fábrica, aun… para un andaluz. A uzté, como ez gallego, le guztará más la fábrica.
Sin aguardar más, a mano vuelta, según íbamos caminando emparejados, le dirigí una tremenda bofetada, que le hizo caer sobre los vagones estacionados sobre la vía del muelle. Me pareció entonces que me había dicho la injuria más atroz que a ningún ser humano puede dirigirse. Y, no contento con esto, me arrojé sobre él con rabia, dirigiéndole con los golpes mil denuestos:
—¡Canalla! ¡Granuja! ¡Tío indecente!
Suárez, repuesto un poco, me echó las manos al cuello, y comenzamos a forcejear furiosamente. Los dos estábamos bastante cargados de alcohol; pero yo era más alto y más fuerte. Pronto conseguí separar las manos de mi enemigo, que me oprimían, y le abrumé a mojicones. Mas, de repente, vi brillar un arma en su mano, y casi al mismo tiempo sentí hacia la cadera como la impresión de un alfilerazo.
Me arrojé de nuevo sobre él y le sujeté la mano en que tenía la navaja.
—¡Cobarde, suelta esa navaja!—le decía.
Y dábamos vueltas por el muelle, sin hacernos cargo de que estábamos a la orilla del agua. En una de estas vueltas me falló un pie y caí al río, no sin arrastrar conmigo al malagueño. No le vi más. La impresión del agua fría apagó la calentura de ambos. Solté las manos y el primer pensamiento de los dos al salir a la superficie fue el de salvar nuestras preciosas existencias. Cada cual nadó por su lado.
Al ruido que habíamos hecho habíanse despertado algunos marineros que dormían en los barcos anclados, y acudió también la pareja de carabineros que estaba de vigilancia. Diéronse voces de socorro; prodújose el alboroto consiguiente. A mí me sacaron en vilo dos marineros que habían saltado en un bote. A Suárez fueron a sacarle un poco más lejos, por las escaleras mismas del muelle.
Pero al poner el pie en el bote me encontré con que no podía mantenerme derecho.
—Estoy herido—les dije—. Háganme el favor de llevarme a casa.
Subiéronme al muelle, y se vio que, en efecto, destilaba sangre por una cadera. Entonces los carabineros prendieron a Suárez, y uno de ellos le condujo a la Inspección. A mí me transportaron a la botica más próxima; se llamó al boticario, que dormía; bajó éste y examinó la herida. Era mayor de lo que yo pensaba. Me hizo la primera cura provisional y mandó que inmediatamente me trasladasen a la cama y se avisase al médico. Lleváronme en una silla hasta casa. No fue pequeño el susto que allí hubo al verme entrar de aquel modo. Los huéspedes se levantaron, y todos se pusieron en movimiento para socorrerme. Matildita se hizo merecedora de mi gratitud eterna por la actividad prodigiosa que desplegó en atenderme, a pesar de hallarse la pobrecita muy asustada.
Antes que el médico forense y los otros que, por diferentes conductos, habían sido llamados, vino el juez a tomarme declaración. Procuré hacer con ella el menor daño posible a Suárez. Dije que éramos amigos íntimos, que habíamos bebido más de la cuenta y, disputando en el muelle por cuestiones insignificantes, nos habíamos pegado; que Suárez había sacado una navaja para defenderse, porque yo era más fuerte, y que me había precipitado sobre él, saliendo herido en el encuentro.
La conciencia me obligaba a hacer esta declaración, pues yo le había agredido por leve motivo, teniendo en cuenta que hablaba en broma. Sin embargo, más adelante pensé que bien podría haber sido preparada aquella escena, porque el malagueño era hombre malintencionado y vengativo. En el día en que esto escribo aún no sé si, en efecto, me llevó al muelle con objeto de buscarme camorra y herirme o matarme, o todo fue resultado del manzanilla que teníamos entre pecho y espalda.
La herida, aunque bastante profunda, no había interesado ningún órgano importante. El único peligro, según el médico, hubiera sido la hemorragia; pero ésta se cortó, afortunadamente, por el baño imprevisto de agua fría que me di. Sin embargo, me levantó bastante fiebre y me obligó a permanecer en cama nueve días. Al siguiente de mi percance mandé un recado por Villa a Gloria, participándole lo que me había sucedido. Por la tarde, ella, Isabel y el conde se presentaron de improviso en mi cuarto. Tuve una alegría inmensa y más cuando Isabel me dijo en voz baja que Gloria había tomado la iniciativa en aquella visita.
Cuando entró estaba pálida y tenía los ojos hinchados de llorar.
Después que me oyó hablar, el susto dio paso a la indignación. Rompió en denuestos contra mi agresor:
—¡Qué cobardía! ¡Qué vilesa! ¡Herirte ese tío de las patas tuertas! Callaba, y después de un rato volvía a exclamar, con rabia:
—¡Atreverse ese tío de las patas tuertas!…
Por lo visto, mi novia pensaba que el agravio habría sido menor si el adversario hubiera tenido las piernas derechas.
El conde, viendo mi estado relativamente satisfactorio, se opuso a que se telegrafiase a mi padre, para no alarmarle.
Y, en efecto, a los nueve días pude levantarme, y cuatro después salir a la calle y terminar, como se dirá en el capítulo siguiente, la aventura amorosa que constituye el fondo de esta verídica narración.
XVI
En qué paró la hermana San Sulpicio
Pensando en los medios de unirme pronto a Gloria, antes del suceso que acabo de narrar se me había ocurrido una transacción con el maldito enano. Como yo tenía la certidumbre de que éste era el único causante de nuestros males y sospechaba que la razón de oponerse a nuestro casamiento y el empeño de hacer monja a Gloria estribaban en el interés, imaginé que podíamos llegar a un acuerdo. Verdad que acaso pudiera alcanzar la meta de mis deseos sin necesidad de componendas, porque la actitud, pasiva hasta entonces, de doña Tula lo hacía verosímil. Pero ¿quién me aseguraba que de la noche a la mañana no cambiasen totalmente las cosas? Aunque no pudieran encerrar a Gloria en el convento contra su voluntad, porque las autoridades estaban ya sobre aviso, al matrimonio podía oponerse la madre mientras no fuese mayor de edad. Ahora se encontraban, lo mismo ella que don Oscar, amedrentados por la escena escandalosa de la puerta del convento y por la actitud firme del conde del Padul, que inspiraba general temor por su posición y carácter. Mas, si llegaban a vencer este miedo, lo mismo del conde que de la opinión pública, volvería a encontrarse en grave aprieto. Aunque no consiguiesen otra cosa que aplazar el matrimonio, ya era bastante para mi anhelo, que cada día iba siendo mayor. Además, en esta dilación había peligro. Gloria era muy celosa, y cualquier insignificante pretexto podía levantar una reyerta como la de marras y dar al traste con mi felicidad. Sin contar con los acontecimientos imprevistos a que todos nos hallamos sujetos, y más los que esperan con afán cualquier bienandanza.
Pesaban estas consideraciones de tal modo en mi ánimo, que me vino la idea de abandonar en las garras de don Oscar, como precioso vellón, la mitad de la dote de Gloria, con tal de unirme pronto a ella y obtener la otra mitad. Confieso que este proyecto duró poco tiempo en la cabeza. ¡La mitad de la dote! ¡Cincuenta mil duros! La idea de desprenderme (los conservaba ya como míos) de esta cantidad exorbitante de duros me produjo tal desasosiego que la abandoné presto por insensata. Y de un golpe rebajé la cifra a la mitad. Si la dejaba de los dos millones veinticinco mil duros, bien podía darse por contento y facilitarme todos los medios para que el cura nos bendijese cuanto más antes. Pero, aunque duró mucho más, tampoco este arreglo consiguió echar hondas raíces en mi espíritu acongojado. Veinticinco mil duros tampoco son un grano de anís. Poníame a considerar la renta que de esta cantidad, bien administrada, se podía obtener, y me aturdía. Colocadas allá, en Bollo, con buenas hipotecas, podían dar cuarenta mil reales al año, sin manchar la conciencia.
Volví a rebajar la mitad. Me parecía que doce mil duritos no eran de despreciar por quien nada tenía que ver con ellos, máxime cuando no se le compraba ningún servicio extraordinario, sino tan solo que se callase y dejase hacer. Para no volverme atrás de este propósito, hablé del asunto al conde. Si tuviera mucho tiempo para rumiarlo, es casi seguro que concluiría por vacilar y arrepentirme; me conozco bien. No le dije a don Jenaro mi plan concreto; le hablé únicamente, en términos vagos, de convenio amistoso con la madre de Gloria, para lo cual no tenía inconveniente en ceder algunos de mis derechos.
Halló razonable mi pensamiento, y me prometió entender en el negocio y llevarlo a feliz remate. Pero ya sabía yo, por experiencia, lo que eran las promesas del conde. Lo que no se refiriese directa o indirectamente a sus placeres, le interesaba tan poco que podía esperarse sentado a que diera los pasos necesarios. Y así sucedió, como temía. Pasábanse los días, y nada me comunicaba de sus gestiones.
Yo no le hablaba de ello, porque temía impacientarle, y no me convenía por ningún concepto ponerme mal con él. Al cabo, al entrar un día en su casa, exclamó, como enfadado consigo mismo:
—¡Caramba! ¡Siempre se me olvida que tengo que ir a casa de mi prima Tula!… Pero no tenga usted cuidado, que de mañana no pasa…
Transcurría el día siguiente, y otro después, y otro, y otro, sin que el viejo calavera se acordase de mi asunto más que de la muerte. Imagino que hubiera tenido toda la vida a Gloria en casa sin inconveniente mejor que molestarse en buscar solución a aquel conflicto. Isabel se mortificaba viendo mi impaciencia; pero tampoco se atrevía a insistir mucho con su padre, por temor a uno de esos movimientos de feroz desdén con que zanjaba todas las dificultades cuando le apuraban. En fin: que comprendí que debía tomar yo mismo la iniciativa y buscar aparejo para salir de aquella situación molesta. Decidime a dirigir una carta a doña Tula, sin advertírselo a Gloria. Temía que su orgullo me obligara a desistir. Después de tres o cuatro borradores, escribí una carta habilísima (dispénsenme la inmodestia), ni humilde ni altiva, clara, correcta y metódica. Como que, más que a doña Tula, iba dirigida al enano sinóptico, que era seguramente quien habría de contestarla.
Y bien conocí su estilo en la que, a los tres a cuatro días, recibí de mi futura suegra. Era un modelo de epístolas razonadas, metódicas y hasta simétricas. Principiaba dividiendo la mía en tres grandes secciones. En la «primera» se comprendía lo referente «al supuesto propósito de hacer monja a Gloria contra su voluntad», de que yo hablaba; en la «segunda» entraba el permiso para contraer matrimonio; en la «tercera», todo lo relativo a intereses, y la posibilidad de una entrevista y convenio amistoso. Estos tres capítulos los subdividía doña Tula, o, lo que es igual, el enano, en varios párrafos, igualmente numerados. Las palabras subrayadas, y había bastantes, lo estaban con tiralíneas.
De todo esto saqué en limpio que, con el escándalo y la perspectiva de matrimonio, estaban bastante más blandos. Al punto de la entrevista, que era, sin duda, el más interesante, me respondía que estaba dispuesta a concedérmela, con tal que fuese solo. «A la hija ingrata y desobediente no quería verla más en casa.» Además, había de ser a presencia de don Oscar. No tuve inconveniente en suscribir estas condiciones, que ya de antemano presumía. Quedé citado para el día siguiente, a las ocho de la noche.
Aquella tarde di conocimiento a Gloria de mi intriga. Al pronto se enfadó y me llamó hipócrita y pastelero, rechazando con energía toda idea de concierto con quien tan inicuamente se había portado con ella. La dejé desahogarse, como solía hacer en estos casos, y a los pocos momentos ella misma volvió sobre sí, sin costarme palabra alguna, aplacando su enojo y suavizando bastante la aspereza de sus conceptos. Cuando, al fin, le dije:
—Hay que considerar que es tu madre, y con una madre no hay humillación posible.
La vi enternecerse; los ojos se le arrasaron de lágrimas, y exclamó, queriendo reprimir los sollozos con un esfuerzo:
—A mi madre la quiero con toda mi alma, y la perdono… Está embaucada… Si no lo estuviera, no haría conmigo lo que ha hecho… ¡Pero a ese tío brujo, que ha de arder en los infiernos, nadie le corta el pescuezo más que yo!
Y, detrás de las lágrimas, brillaron sus ojos africanos con un fulgor siniestro, que hacía verosímil la promesa.
Todo el día siguiente lo pasé concertando mi plan diplomático de ataque. Debía aprovechar aquella repentina blandura, ocasionada por los últimos sucesos, para arrancar de doña Tula y su director todas las ventajas posibles o, mejor dicho, que no me arrancasen a mí las que de derecho me correspondían. Preparé mi discurso de introducción y las respuestas que había de dar a las objeciones que, en mi concepto, podían hacerme. Repetime más de cien veces que lo más esencial en la próxima conferencia era no alterarse bajo ningún pretexto, escuchar con absoluta calma cualquier impertinencia y obligarlos por la astucia a ceder y transigir en lo que me importaba. No había necesidad de tantas interiores recomendaciones, porque la Naturaleza me ha hecho bastante diplomático. El espíritu dúctil y fijo de mi raza nunca se ha desmentido en los actos trascendentales en que me he visto precisado a intervenir.
Cuando llegaron las siete y media de la noche, me vestí aquella famosa larga levita que tanto odiaba Gloria, pero que juzgué muy del caso en estas circunstancias. Púseme el sombrero de copa alta y una chalina severa de raso negro, y metiéndome los guantes salí de casa y me dirigí con todo el aspecto de un embajador a la morada de mi futura suegra. Fui retardando el paso, para llegar a la puerta a las ocho en punto; ni un minuto más ni uno menos. La criada que salió a abrirme, y que me conocía del tiempo en que yo era dependiente de la casa, me acogió con alegría y quiso entablar conversación; pero la corté con un gesto grave, preguntándole con toda solemnidad por la señora doña Gertrudis Osorio, viuda de Bermúdez.
—Sí, señorito…, le está a usted esperando.
Y me introdujo en aquella sala discreta, misteriosa, donde tantas noches había resonado el leve murmullo de mi charla amorosa con Gloria. Miré otra vez con enternecimiento el alféizar de aquella ventana en que mi adorada se sentaba; pero al instante volví en mi acuerdo, juzgando que no era hora de enternecerse ni pensar en niñerías, sino de aguzar el ingenio y dar gallarda muestra de ser tan buen dialéctico como poeta.
Sobre la consola ardían dos quinqués con sendas pantallas, que no les permitían alumbrar más que el suelo, dejando envuelto en media luz y muy tenue el resto de la habitación. Al poco rato de estar allí sentí el taconeo de unos pasos, y doña Tula y don Oscar llegaron al mismo tiempo a la puerta. Éste se hizo a un lado y dejó pasar respetuosamente a aquélla, siguiéndola y empujando la puerta tras sí, con objeto sin duda, de no ser escuchados por la servidumbre. Hice dos profundas y consecutivas reverencias a uno y a otro, que me había ensayado al espejo: los pies juntos, el rostro grave y majestuoso. Sabía cuánto influye el aparato de las formas para imponer respeto, y pude notar en seguida que mis cortesanos saludos habían hecho su efecto. Don Oscar se inclinó también gravemente, y doña Tula, bastante confusa, me preguntó por la salud y me invitó a sentarme. Después que los tres lo hicimos: doña Tula en el sofá, a guisa de presidente; don Oscar y yo en los sillones de los lados, principié, en tono mesurado, mi aprendida peroración.
Las primeras palabras de ella fueron dirigidas a dar las gracias a la señora por la cortesía que usaba recibiéndome en su casa. Tuve ocasión, a este propósito, de deslizar algunas lisonjas que le supieron a almíbar a mi futura mamá, como luego pude conocer.
Entrando después en el asunto, me mostré enteramente seguro de casarme con Gloria. Lo di como cosa indiscutible. Para dar fuerza a estas afirmaciones, hice presente que aquella cumpliría los veinte años dentro de seis meses, que con tres más que la ley exige para esperar el consejo paterno, sumaban nueve. A los nueve meses, pues, nos hallábamos en libertad de unirnos. Pero… (aquí bajé los ojos y me abrí de brazos con ademán tan modesto, tan compungido, que lo envidiaría un gran actor); pero yo sentía tal dolor en llevar a cabo aquel matrimonio contra la voluntad de la madre de la que iba a ser mi esposa, una señora que por tantos conceptos era merecedora a nuestra veneración y cariño (golpe de incensario en este punto), que temía no hallarme con valor para realizarlo. Hice gala de mis sentimientos honrados, de mi profundo respeto a los lazos sagrados de la familia. Protesté de que primero que consentir que Gloria faltase a la obediencia y sumisión que a su madre debía, sería preferible para mí renunciar a su mano. Al llegar aquí manifesté que traía de ella encargo expreso de pedirle humildemente perdón. No venía en persona a pedirlo por el temor de no ser recibida. (Si Gloria hubiese escuchado esta parte de mi discurso, de seguro que me araña.)
Pasé luego a la cuestión de intereses, y aparecí generoso, desprendido. Este asunto, para mí, era muy secundario. Aunque no podía llamarme rico, como era hijo único tenía más que suficiente para vivir con modestia. La fortuna de Gloria no me interesaba mucho. Sabía que estaba perfectamente administrada, y tal seguridad me obligaba a mostrarme indiferente y descuidado respecto de ella. Esta fue la parte del discurso que peor dije. Era la menos sentida.
Cuando terminé, doña Tula se apresuró a manifestarme, con su vocecita dulce, que no me guardaba ningún rencor, que le parecía una persona muy decente, y que lo único que sentía era que hubiese tenido la desgracia de enamorarme de su hija. La miré con sorpresa, y eso que venía resuelto a no asombrarme de nada, y respondí que, lejos de considerar como una desgracia el haber tropezado con Gloria, lo tenía a gran ventura, y me creía obligado por ello a dar gracias a la Providencia, sobre todo el día que nuestra unión se realizase. Mirome fijamente, con ojos compasivos, la diminuta señora.
—¿Cree usted de verdad que le hará feliz mi hija Gloria?
—¿Por qué no, señora?
—Mucho le agradezco esa buena opinión que tiene de mi niña. ¡Los padres gozamos tanto cuando oímos elogiar a los hijos de nuestro corazón!… ¡Pobresito! Se conoce que tiene usted buenos sentimientos. ¿No es verdad, don Oscar, que nuestro amigo Sanjurjo tiene un alma muy buena?
Aquellas reticencias respecto a Gloria, con que no contaba, me molestaron más aún que el discurso de don Oscar, que se apresuró a tomar la palabra, diciendo:
—No estoy conforme con casi nada de lo que acaba de decirnos este caballerito. Ha hablado bastante, y a pesar de traerlo aprendido de memoria, he observado mucha confusión y mucho desorden en su perorata. Ha pronunciado frases, muchas frases; pero ideas razonables y serias he hallado muy pocas. En primer lugar, este caballerito nos habla de su matrimonio con la desdichada hija de doña Tula como de cosa resuelta y juzgada, sin tener en cuenta que su madre puede reclamarla al instante y hacerse cargo de ella en tanto no cumpla los veinte años. Para entonces, ¿quién sabe si se habrán modificado sus ideas? Después de esta afirmación, que considero atrevida y un poco desvergonzada, nos habla de sus sentimientos honrados, de su respeto a la autoridad paterna y de otra porción de cosas por el estilo, que son en su boca risibles. El que ha entrado en esta casa usurpando un nombre para mejor engañarnos; el que se ha vendido por amigo y dependiente de la casa para seducir a la hija de su dueño; el que ha tenido la osadía de oponerse con el revólver en la mano a que se cumpliese la voluntad de una madre, produciendo un escándalo en la calle, no debe venir hablándonos de sus sentimientos, porque ya los conocemos bien. Este caballerito ha visto una joven que le han dicho que es rica y huérfana, y ha abierto el ojo. Quiere a todo trance hacer fortuna, y no repara en llevar la discordia y la desolación a una familia. Le prevengo, sin embargo, que todavía no ha caído en sus manos. Si esta excelente señora quiere seguir mi consejo, no sólo no concederá el perdón a su desobediente hija, sino que mañana mismo la reclamará. Veremos si, a pesar de la protección de su magnate (que más le valiera atenderse a sí mismo), no se cumplen las leyes.
La voz cavernosa del enano, poblando de sones ásperos y profundos la estancia, resonó todavía después de haber callado. Sus piernas, que no llegaban al suelo, se movían como péndulos; sus enormes bigotes, proyectados por la luz en la pared, parecían dos grandes colas de zorro.
—Me parece, don Oscar—profirió doña Tula con su vocecita aguda—, que ha tratado usted demasiado mal a nuestro amigo Sanjurjo… ¡Este bendito señor es tan severo!—dirigiéndose a mí con una mirada falsa—. ¡Pobresito! No se disguste usted demasiado, que todo se ha de arreglar con la ayuda de Dios Nuestro Señor.
—Doña Tula, aquí no hay severidad—replicó el enano—. Lo que he dicho del señor es lo que, dado su proceder, me parece justo.
—Bien, don Oscar, bien…; pero hágase cargo de que es muy joven y no es bueno aturdirle. La juventud no reflexiona.
—Lo dicho, dicho, doña Tula.
Se me figuraba estar escuchando esos juegos en que los organistas se entretienen, a veces, soltando alternativamente los registros más agudos y más graves del órgano.
No me descompuse en manera alguna por los insultos del enano. Los había previsto y tenía formado mi plan para responder a ellos.
Después de un breve silencio comencé diciendo, sin dirigirme a él—como él había hecho conmigo—, que sentía en el alma haber incurrido en el desagrado de una pareja tan discreta, tan ilustrada…—golpe de bombo aquí—. Que, en efecto, había entrado en la casa por medio de un subterfugio, impulsado a ello por la esperanza de hacerme simpático a la mamá de Gloria…
—No lo ha conseguido usted—interrumpió groseramente don Oscar.
—Lo siento mucho, pero mi intención era buena—dije, echando una mirada a doña Tula, que bajó la suya, más por sumisión al terrible enano que por hacerme agravio. Eso me pareció al menos.
Respecto a lo que había afirmado acerca de mis sentimientos y los móviles que me habían impulsado para dirigir mis obsequios a Gloria, insistí con firmeza en lo que había dicho, pero sin alterarme. Conté sencillamente cómo había sido nuestro conocimiento y cómo la había amado sin saber si era rica o pobre, incitado, más que por nada, por su carácter franco y abierto y por la bondad de su corazón…
Aquí doña Tula dejó escapar una risita irónica, y el enano sacudió su cabeza de tal modo que las colas de zorro dieron varios paseos por la pared en un segundo.
Dejé adrede, para lo último, la cuestión del casamiento.
—Es cierto—dije—que la señora puede impedir nuestra unión mientras no cumpla su hija los veinte años…; pero—añadí, sonriendo—eso de exigir que vuelva a su poder traería tal vez algunos inconvenientes, sobre todo para el señor. Hay en el Juzgado una querella suscrita por Gloria, a la que no se ha dado curso hasta ahora por mi intervención. Se da cuenta a la autoridad de cómo ha sido violentada para entrar en el convento y ha tenido que sufrir malos tratamientos de una persona que no puede invocar derecho alguno sobre ella… Como la persona aludida es aquí, el señor, en el momento en que se dé curso a la queja el juez vendrá a averiguar no sólo lo que ha pasado, sino cuál es el verdadero papel que el señor desempeña en esta casa. Y deploraría que esto se realizase, por tratarse de un sujeto a quien debo muchas atenciones…
—No debe usted nada—interrumpió el enano con mal humor—. Me tiene sin cuidado que el juez entre en averiguaciones, de las cuales no puede resultar nada, absolutamente nada.
A pesar del acento desdeñoso de don Oscar, observé que manifestaba en el rostro señales de inquietud. Después de haber callado, sus bigotes se estremecían con leve temblor, que era más visible en la pared.
—Salvo siempre su autorizada opinión—dije sin abandonar mi sonrisa impertinente—, me parece que tal afirmación es un poco prematura, sobre todo teniendo en cuenta que el señor no sabe los testigos y las pruebas que el juez ha de examinar.
—¡Calumnias y falsedades serán!—gritó el enano, ya enteramente descompuesto.
Yo me limité a alzar los hombros con afectada indiferencia.
Todavía se desahogó un instante y protestó violentamente del poco cuidado que le inspiraba la Justicia teniendo la conciencia limpia; pero la píldora iba haciendo su efecto. No tardé en conocerlo por el sesgo más suave y amical que tomó la conversación. Aunque no abandonó las formas severas, un tanto agrias, que le caracterizaban, ya no volvió a insultarme. Excusado es decir que le facilité cuanto pude el camino, barriéndoselo cuidadosamente para que mejor se deslizase. Antes de un cuarto de hora se dio como hecho nuestro matrimonio, y discutíamos amigablemente las condiciones en que debía efectuarse. Doña Tula me miraba fijamente, con ojos compasivos, mientras el enano y yo arreglábamos el asunto. Confieso que aquella extemporánea compasión me desconcertaba más que lo habían hecho las expresiones de su amigo. Se convino en que el casamiento se realizaría con el permiso escrito de doña Tula, pero fuera de la casa y sin que Gloria se presentase en ella ni antes ni después de casada.
La mamá manifestó que aquella prueba de severidad era para ella tan dura, que temía no poder resistirla; pero como aquel bendito señor, que tanto sabía del mundo, creía que debía darla, se conformaba con mucho dolor de su corazón, porque «los hijos…, ¡ah los hijos! ¡Ya sabrá usté cómo se los quiere!» Me comprometí también a no pedir cuenta de su administración a la señora, a cobrar las rentas de tres casas que su difunto marido tenía en Córdoba y a dejar la fábrica en poder de don Oscar, que la había hecho prosperar extremadamente. Al fin de cada año me daría cuenta del balance y me entregaría las dos terceras partes de los rendimientos, dado que la otra tercera parte correspondería a la madre por los aumentos hechos mientras estuvo en su poder.
A todo ello accedí de buen grado, y me mostré en el resto de la conferencia, que duró hasta cerca de las once, amable, generoso y de una flexibilidad que no quiero decir en qué rayaba. Salí de la casa en extremo satisfecho. Don Oscar me despidió con gravedad cortés a la puerta. Mi futura mamá, sin dejar de mostrarse compasiva, me dirigió algunas zalamerías, como la de decirme que tenía un corazón de oro, y que si algún día perdonaba a su hija, sería más por consideración a mí que a ella. Tanto como el resultado satisfactorio de aquella plática me halagaba la habilidad diplomática que creía haber desplegado durante ella. Ni Metternich ni Bismarck quedaron jamás tan contentos de sí mismos como yo en aquella ocasión.
Una cosa debo decir, y es que acabó de encajar en mi cerebro la opinión que hacía algún tiempo se había insinuado respecto a don Oscar. Me convencí de que éste era un ente ridículo y cargante, pero no el ser misterioso y terrible que al principio de conocerle me había forjado. Hasta le reconocía algunas cualidades de formalidad y buen sentido, que le hacían estimable en cierta medida. La que continuaba envuelta en el misterio era mi futura suegra. Había en su carácter algo indefinible que despertaba recelos. En alas de la imaginación podía llegar a sospecharse en aquella figura menuda y pálida, sonriente y compasiva, un carácter de tragedia. Sin embargo, hasta la fecha no he tenido ocasión de comprobar esta idea, que alguna vez surgió en mi fantasía.
Voy a abreviar. Estas memorias se van haciendo ya pesadas.
De la escena anterior conté a Gloria lo que me pareció, que, como debe inferirse, fue lo que no podía molestarla. Para que no le sorprendiese que su madre no quisiera recibirla en casa ni verla después de aquella entrevista, al parecer amistosa, le dije con la mayor desfachatez que me había negado a pedir perdón, por considerar que no había existido falta alguna.
Fijamos el matrimonio para quince días después. Hicimos a toda prisa los indispensables preparativos. Estuve en casa de doña Tula otras dos veces para ultimar la cuestión de papeles. El prebendado don Cosme de la Puente sacó dispensa de las proclamas y bendijo nuestra unión en la capilla del palacio del Padul, siendo madrina Isabel y padrino mi buen padre, que llegó a Sevilla tres días antes con ese objeto. No se invitó a la ceremonia a más de una docena de personas. Sin embargo, las de Anguita se arreglaron para ser incluidas en esta docena.
* * *
Mi Gloria estaba hermosa, radiante de gracia y de dicha. Ni por un instante advertí en ella algunas de esas vacilaciones o enternecimientos extemporáneos con que las niñas suelen demostrar su sensibilidad en tales casos.
En sus ojos, serenos y brillantes, no se leía más que la alegría y el triunfo del amor. Quizá por esto Joaquinita, mientras tomábamos el chocolate a la mesa del conde, se acercó a ella con fisonomía atribulada para decirle medio llorando:
—¡Ay, hija, cuánto la compadezco a usted en este momento! ¡Qué triste debe de ser casarse sin tener junto a sí a una madre!
—Más triste es no casarse—respondió secamente mi esposa, con una intención que hizo subir los colores al rostro de la imprudente.
Cuando nos hubimos desayunado se fue arriba a cambiar de traje, pues nos marchábamos a Madrid en el tren correo, que sale a las diez. Fueron a despedirnos a la estación todos los asistentes a la ceremonia. Mi mujer dio la mano a todo el mundo, pero no abrazó más que a Isabel y a otra persona… ¿A que no saben ustedes cuál? A Paca, a la buena y valiente cigarrera, que tanto había contribuido a nuestra dicha.
Yo me despedí con verdadera emoción de mis amigos, sobre todo de Villa, de Matildita, que había ido a la estación la pobrecita a despedirme con su hermano, y del duque de Malagón. Este muchacho, a pesar de su ligereza y de las tonterías que sus pocos años le obligaban a cometer, era tan afectuoso, que había llegado a quererle de veras. Su casamiento debía realizarse pocos días después. Quedamos citados para París, adonde yo pensaba dirigirme.
Nuestro viaje no tuvo incidente alguno, fuera de esos pormenores propios del caso, que tantas veces los novelistas han contado. Yo ni quiero ni puedo hacerlo. Hasta Madrid, donde nos dejó, las canas de mi anciano padre imponían a nuestras relaciones un sello tan casto y tan dulce a la vez, que es fácil no vuelva a sentir felicidad tan pura como entonces. Me detuve en Madrid quince días, y aunque no me apartaba casi nunca de mi esposa, como era natural, tuve ocasión para dejarla en la fonda una noche charlando con otra huéspeda y me fui a saludar a mis amigos, los poetas dramáticos del Oriental. Recibiéronme con una indiferencia que me heló el corazón. Verdad es que en el momento que yo me acerqué a la mesa discutían con calor si una pieza de un compañero estrenada en Martín la noche anterior daría entradas o no; sería un éxito «metálico», como decía gráficamente uno, o simplemente literario. Cuando terminó la disputa, al cabo, se fijaron un poco más en mí. Les hizo mucha gracia el que me hubiese casado, no sé por qué, y se rieron a mi costa un rato. Uno de ellos me dijo, con semblante risueño y protector:
—Bien, amigo Sanjurjo; le doy a usted la enhorabuena. Todos le deseamos muchas felicidades y que no tarde usted en volver en comisión, con otros diputados provinciales, a gestionar la rebaja de la tarifa de Consumos.
—Y que sea usted pronto de la Comisión permanente—dijo otro.
—Y a ver si me echa usted a presidio a alguno del bando contrario.
—Yo creo que Sanjurjo es hombre de ambición y ha de llegar a ser de la Comisión de Actas del Congreso.
Vamos, que aquellos jóvenes autores me estaban tomando el pelo. Salí de mal humor del café. Pero al regresar a la fonda y encontrarme con Gloria recobré de pronto la alegría y no pude menos de decirme riendo:
«¡En medio de todo, no deja de ser chistoso que esos desharrapados me compadezcan por haberme casado con este lucero de la mañana y tener dos millones más en el bolsillo!»
Uno de ellos llevaba dos dedos de grasa en el cuello del gabán; a otro le faltaban los botones; otro no gastaba puños en la camisa. Y todos, absolutamente todos, tenían los pantalones deshilachados. Me los representaba en su domicilio durmiendo en un catre con chinches, comiendo albondiguillas como perdigones en salsa viscosa y peleándose con la patrona por inexactitud en el reintegro de sus haberes; y admiré y bendije la providencia de Dios, que a los que priva de medios de dicha, provee tan largamente de imaginación.
Mi mujer, al revés de muchas provincianas que juzgan rebajada su dignidad si se asombran o admiran de algo al entrar en la capital, se admiraba y entusiasmaba con todo lo que veía. El paseo de coches del Retiro, los suntuosos escaparates, los grandes edificios, el lujo del teatro Real, la hacían prorrumpir en exclamaciones de placer y de asombro. El teatro, sobre todo, la seducía. No sólo gozaba en las óperas cantadas por los primeros artistas y representadas con un lujo que ella no había soñado, sino que tanto, y aun sospecho que más, le placían las piezas en uno o dos actos que se hacían en los teatros por horas. Se desternillaba de risa con los chistes y los gestos de los actores. Como casi todas las andaluzas, tenía muy afinado el sentido de lo cómico.
Otra cosa que le gustaba muchísimo era almorzar en los restaurantes. Eso de entrar cada día en sitio distinto, sentarnos a una mesa entre otra porción de ellas ocupadas, quitarse el sombrero y los guantes y hacer con gran detenimiento la elección de los platos entre los más apetitosos de la lista, constituía para ella un placer muy vivo. Yo, conociéndolo, se los prodigaba, con detrimento del bolsillo, pues el pupilaje seguía corriendo en la fonda. El examen que nunca dejaba de hacer de los que comían cerca de nosotros le sugería observaciones algunas veces muy saladas, siempre vivas y alegres, animadas por esa imaginación meridional que todo lo agiganta. A los postres tenía las mejillas encendidas; los ojos, aquellos ojos incomparables, brillaban con fuego dulce y malicioso. Crean ustedes que mi mujer estaba guapísima en tales momentos. Tomábamos un coche y nos íbamos de paseo al Retiro.
—No quisiera marcharme de aquí—me decía alguna vez—. ¡Qué feliz soy!
—¿Más que en el convento?—le preguntaba riendo.
—¡Uf, el convento!… Mira, si me hubieses abandonado, entraría en él otra vez a mortificar a las niñas, como la hermana Desirée. Ahora comprendo que nosotras estábamos pagando el mariposeo de algún gallego francés.
Antes de partir para París, donde contábamos pasar otros quince días, hice una cosa que me va a enajenar la simpatía del lector, si por casualidad he logrado alcanzarla.
No la estamparía en estas memorias si no me hubieran dicho personas que lo entienden que con ciertas confesiones de nuestras flaquezas gana mucho el estudio de la psicología. Aunque poeta lírico, profeso a la ciencia un respeto profundísimo, que las cuchufletas de Collantes y demás amigos dramáticos no han logrado entibiar. Tratándose, pues, de su adelantamiento, no vacilo en sacrificar mi humilde persona, y espero que el lector, si no es uno de esos Catones atrabiliarios que no conocen más que la línea recta, aunque me censure, como es justo, no se ensañará conmigo.
Ha de saberse, pues, que antes de dejar a Madrid envié a Sevilla un poder legalizado para reclamar en debida forma la hacienda que, por herencia de su padre, pertenecía a mi esposa. Como se recordará, en la entrevista que tuve con mi suegra y don Oscar me había comprometido a no pedirles cuentas y a dejar la fábrica en su poder, lo mismo que las demás fincas que constituían la herencia. No había firmado ningún documento, pero había dado mi palabra. Ahora bien: esta palabra me mortificaba de un modo increíble durante mi luna de miel. A todas horas estaba pensando en aquella bendita dote, prisionera en manos extrañas. ¡Quién sabe lo que harían con ella! Comprendí que mientras esto sucediese no podía ser feliz; que un pensamiento melancólico, una duda funesta iría siempre unida a mis transportes amorosos, mientras las escrituras de la herencia no estuviesen en mi poder. Cuando, al fin, eché la carta al correo con el documento notarial, respiré como si me hubiesen quitado un gran peso de encima.
Salimos para París sin grandes deseos por parte de Gloria. Mas a los tres o cuatro días de hallarnos allá, y después de haber disfrutado de su maravillosa animación, me pedía ya que nos volviésemos a España. Conocía perfectamente el francés, pero le causaba, según me decía, una impresión extraña oírlo en boca de los actores sirviendo para expresar conceptos maliciosos, acostumbrada como estaba a leer en los libros de oración. En cuanto a mí, debo confesar, aunque me cueste trabajo, que no conozco del idioma de Víctor Hugo más que un trozo del Telémaco, que aprendí cuando empecé a estudiarlo, y algunas frases de la gramática: «¿Ha visto usted el queso de mi hermana?—No, señor; he visto el trinchante del cocinero.—¿Tiene usted el libro de la doncella?—No, señor; tengo los calzoncillos del notario», etc.
Cuando ya nos preparábamos para el regreso, llegaron, unidos por el santo vínculo, Isabel y el duque de Malagón. Sentimos gran placer al verlos, y los tres días que estuvimos juntos fueron los más felices que pasamos desde nuestra partida. Dimos, al fin, la vuelta para España, dejándolos a ellos en la capital de Francia. Nuestro proyecto era ir a pasar unos días a Bollo, con mi padre, y luego venir a establecernos definitivamente a Madrid. En San Sebastián nos detuvimos para llevar a cabo la visita que Gloria se había propuesto hacer al convento donde había pasado cerca de dos años. Tomamos, en efecto, la diligencia de Vergara y llegamos a esta villa por la tarde, cerca del oscurecer. No era ya hora de visitar el convento; lo dejamos para el día siguiente. Pasamos, sin embargo, por delante de él cogidos del brazo. Era un edificio grande y vetusto, con dos torres almenadas, que había sido palacio o casa solariega de un título y estaba situado en una plazoleta con árboles.
—Mira—me dijo mi esposa con enternecimiento—: ¿ves aquellas dos ventanitas de la torre? Allí dormía yo con Máxima y otra educanda. ¡Cuántas noches me tengo levantado para mirar al cielo!
—¿Y en qué pensabas mirándolo?
—No sé… En nada.
—¿No te venían deseos de escaparte?
—Nunca. Las mujeres no se escapan sino cuando están enamoradas.
* * *
Por la mañana, a la hora que Gloria indicó como mejor, que era la de récréation, nos fuimos al convento. La portera no reconoció a mi mujer, y ésta tampoco le dijo quién era, para mejor gozar de la sorpresa de las monjas. Atravesamos un largo portalón toscamente empedrado, las paredes enjalbegadas y algunas cruces negras pintadas en ellas de trecho en trecho. Subimos una escalera grande, sucia y añosa, de piedra gastada por el uso, y entramos en los grandes corredores del caserón, entarimados al uso del país. Las tablas, viejas y resquebrajadas por todos lados, ofrecían en algunos puntos agujeros por donde podría pasar una persona. Al llegar aquí percibimos un ruido confuso y lejano de gritos y carcajadas.
—¿No oyes?—me dijo Gloria, mientras una sonrisa feliz se esparcía por su rostro—. Son las niñas que están en récréation.
—¿No te apetece ir a jugar a los aros o al volante?—le pregunté riendo.
—Un poquito, no creas.
Nos introdujeron en el locutorio, que era una gran pieza cuadrada y bastante clara, partida al medio por una reja. Del lado de allá se veía una puertecita, y a su lado una pila de agua bendita. Gloria preguntó a la hermana lega que nos había introducido si seguía siendo superiora la hermana Saint-Just; y habiendo respondido afirmativamente, le encargó le dijese que una señora deseaba verla. Esperamos un rato, sentados en sillas al pie de la reja, y al cabo vimos entrar a la superiora por la puertecita del fondo, tomar con los dedos agua bendita y santiguarse. Era una monjita flacucha y pálida, de unos cuarenta años de edad. Gloria se levantó, acercó la cara a la reja y le dijo sonriendo:
—La gracia del Espíritu Santo sea con vuestra reverencia. ¿No me reconoce?
La monja la miró sorprendida por el saludo, sólo usual en el convento; pero no dio señales de conocerla.
—Sea siempre con ella, señora… No tengo el gusto…—respondió con marcado acento francés.
—¿No se acuerda de la hermana San Sulpicio?
—¡Ah!—exclamó, mientras todos los músculos de la cara se le contraían con una sonrisa—. ¡Ah! ¡La hermana Saint-Sulpice, la andaluza! ¡Quién había de pensar…! Y eso que ya sabía que no estaba usted en el convento.
—Me he separado del camino que llevaba solamente por saludar a ustedes.
La superiora se mostró muy amable, con esa cortesía humilde y empalagosa de las monjas. Recordó algunas anécdotas que demostraban el carácter bullicioso y alegre de mi esposa, dejando escapar al mismo tiempo una risita protectora y compasiva, por donde, sin duda, quería dar a entender que nunca la había juzgado con suficiente seso y virtud para aquella vida de perfección.
Mi mujer quiso ver a sus antiguas compañeras: la hermana San Onofre, la hermana María del Socorro y otras. Algunas de ellas ya no estaban allí. Sin embargo, la superiora salió y se presentó a los pocos instantes con cinco o seis hermanas, que saludaron a Gloria con sonrisa muy pronunciada, pero con poca efusión.
Todas parecían confusas y avergonzadas. La sonrisa era tan persistente en su rostro, que llegaba a convertirse en mueca. Mientras hablaban se frotaban suavemente los nudillos de la mano izquierda con la palma de la derecha. Todo era admirarse de verla en traje de seglar y tan cambiada que, según decían, nunca la hubieran conocido. Aquella admiración me iba pareciendo un poco impertinente y creo que a mi mujer también: «¡Vaya con la hermana San Sulpicio! ¡Siempre tan alegre! ¡Cuánto nos hemos reído con ella! ¡Ay, qué hermana! ¿Quién había de conocerla? No parece la misma.» Y sus palabras y sus gestos dejaban traslucir la misma idea que los de la superiora; esto es, que nunca la habían juzgado con el espíritu de oración y contemplación indispensable para ser esposa de Jesucristo, o sea, hablando vulgarmente, que la habían considerado toda la vida como una joven sin chaveta.
A todo esto, ni la superiora ni las hermanas habían preguntado quién era yo y cómo y por qué se encontraba Gloria en aquel sitio. Dirigíanme con disimulo vivas miradas de curiosidad, advirtiéndose que les embarazaba mi presencia. Yo no había despegado los labios. Mi esposa, picada, sin duda, de aquella preterición, les dijo de pronto:
—¿No saben vuestras caridades que me he casado?
Las hermanitas soltaron la carcajada.
—¡Ay, qué hermana! ¡Siempre de tan buen humor!—exclamó la superiora.
—Sí, madre; me he casado hase un mes y tres días con este buen moso que ustedes ven delante… No tiene más que un defecto—añadió, poniéndose triste—, y es que es gallego… Pero no lo parese, ¿verdad?
—¡Qué hermana!—volvieron a exclamar algunas monjitas—. ¡Qué gracia tiene! ¡Pues no dice que se ha casado!… ¡Lo que no se le ocurre a ella!…
—¡Qué! ¿No quieren vuestras caridades creerlo?
Las caridades siguieron riendo, arrojándome miradas penetrantes y maliciosas.
—¡Pues ahora mismito se van ustedes a convenser!—exclamó mi esposa con arranque.
Y echándome al mismo tiempo los brazos al cuello, comenzó a darme sonoros besos en las mejillas, diciendo:
—Rico mío. ¿No es verdá que eres mi mariíto? ¿No es verdá que soy tu mujersita? ¿No es verdá que estamos casaos? ¡Di, corasón! ¡Di, vidita!
Mientras trataba, avergonzado, de huir sus caricias, oí exclamaciones de reprobación y vi que las monjitas escapaban asustadas hacia la puerta. Una de ellas, más intrépida, se apoderó de los cordones de la cortina y tiró de ellos con fuerza. La cortina, al correrse, lanzó también un chirrido de escándalo. Todavía escuché pasos precipitados y rumor de voces. Después, nada; se hizo el silencio. Mi esposa, riendo a carcajadas y ruborizada al mismo tiempo, me cogió de la mano y me sacó de la habitación. Cruzamos los tristes corredores de esta suerte, bajamos la escalera, atravesamos el largo portalón, y cuando nos vimos en la calle, le dije, medio enfadado:
—¡Chica, qué loca eres! ¡A quién se le ocurre!
—Perdona, hijo—respondió, riendo y encarnada todavía—. Me estaban poniendo nerviosa. Tan bien sabían que éramos casados como el cura que nos echó la bendisión.
FIN