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La heroína

[Cuento - Texto completo.]

Isak Dinesen

Había un joven inglés llamado Frederick Lamond, descendiente de una larga serie de clérigos y eruditos, y estudiante de filosofía de la religión, el cual, a los veinte años de edad, llamó la atención de sus profesores por su talento y tenacidad. En 1870 obtuvo una beca y se fue a Alemania. Se proponía escribir un libro sobre la doctrina de la expiación, y tenía la cabeza llena de este tema.

Frederick había llevado una vida recluida entre libros; ahora, cada día le traía sensaciones nuevas. El mundo mismo, como un libro viejo y enorme, se había abierto al caer, y lentamente, espontáneamente, pasaba hoja tras hoja. El primer gran fenómeno que Frederick descubrió en él fue el arte de la pintura. Un día fue al Altes Museum a ver el cuadro de Cristo en el Monte de los Olivos, de Venusti, del que le había hablado un amigo. Le sorprendió encontrarse rodeado de cuadros relacionados con sus estudios. No sabía que hubiese tantos cuadros en el mundo. Volvió a visitarlos otra vez; y de las pinturas sagradas pasó a admirar la obra profana de los grandes maestros. Era un joven sencillo. No tenía a nadie que le guiase, ni ilusiones sobre sus propios conocimientos del arte: volvió a los cuadros porque era feliz entre ellos. Al final se sintió a gusto en los museos. Reconocía de vista a la mayoría de los personajes bíblicos, y estableció también amistosa relación con las figuras mitológicas y alegóricas. Ésta era la gente de Berlín a la que mejor conocía, ya que fuera de los museos le costaba hacer amistades.

Mientras él andaba de este modo inmerso en sus pensamientos, la cruda realidad que le rodeaba no se estaba quieta; al contrario, hervía de febril agitación. Estaba a punto de estallar una gran guerra.

La situación se le reveló por primera vez un caluroso día de julio, cuando se tropezó con un joven del señorío vecino a la rectoría de su padre, el cual le saludó orgullosamente con una cita de Hamlet: «¡Por mi vida, Lamond!»; y pasó a descargar en él su espíritu impetuoso y juvenil, desbordante de rumores sobre la inminente guerra franco-prusiana. Este joven tenía un hermano en la embajada de París, y le explicó a Frederick que no faltaba ni un botón en las polainas del ejército francés, y que en París las multitudes gritaban: «¡A Berlín!». Frederick se dio cuenta ahora de que ya hacía algún tiempo que sabía todo esto por las charlas de los cafés donde cenaba, aunque solo, por así decir, con la superficie de la conciencia. También descubrió que sus simpatías estaban con Francia. «Será mejor que me vaya de Berlín», pensó.

Recogió sus manuscritos e hizo el equipaje. A continuación fue a despedirse de los cuadros, y rezó por que el inminente asedio y asalto de Berlín no les afectase. Y emprendió el camino de la frontera. Pero no había llegado lejos cuando descubrió que había tardado demasiado. Resultaba ya difícil viajar; no podía seguir adelante, ni retroceder. Cambió de planes y decidió ir a Metz, donde tenía conocidos; pero tampoco le fue posible llegar a Metz. Al final hubo de conformarse con que le dejasen quedarse en un pueblecito llamado Saarburg, cerca de la frontera.

En el modesto hotel de Saarburg habían recalado muchos viajeros franceses. Entre ellos, un viejo sacerdote que regresaba de una universidad de Baviera, dos monjas viejas de un colegio, una viuda que regentaba un hotel en una ciudad de provincias, un rico viticultor y un viajante de comercio. Todas estas personas eran presas del mayor nerviosismo. Los optimistas esperaban conseguir permiso para cruzar la frontera del Ducado de Luxemburgo y de allí pasar a Francia; los pesimistas repetían alarmantes historias sobre cómo los franceses eran acusados de espionaje y fusilados. El dueño del hotel estaba predispuesto en contra de sus huéspedes, ya que algunos de ellos habían huido precipitadamente de sus hogares sin equipaje ni dinero, y además era ateo y le tenía antipatía a la Iglesia.

Para los refugiados fue ahora una especie de sedante observar la despreocupación del joven estudiante inglés: se acercaban a hablarle de sus tribulaciones. Él y el viejo sacerdote, para pasar el tiempo, sostenían largas discusiones teológicas. El anciano le confesó que en su juventud había escrito un tratado sobre las negaciones de Pedro. Entonces Frederick le tradujo trozos de su manuscrito.

En los últimos días de julio, el aire y el suelo de Saarburg empezaron a hervir y humear de acontecimientos inminentes. Se decía que las tropas alemanas llegarían aquí en su marcha hacia Francia. Previendo su poderío, el dueño del hotel endureció su actitud respecto a los franceses: hizo llorar a las dos monjas; y la viuda, tras una violenta discusión con él, se desmayó y tuvo que acostarse. El resto del grupo se mantuvo lo más al margen posible.

En medio de estos sufrimientos, llegó al hotel una dama francesa, con su doncella, procedente de Wiesbaden, que enseguida se convirtió en la figura central de este pequeño mundo.

Tenía un nombre que para Frederick estaba cargado de resonancias de la heroica historia francesa. Primero lo leyó en varias cajas y baúles, en el vestíbulo, y esperó ver a una señora vieja y majestuosa, como un espectro salido del pasado grandioso. Pero cuando apareció, era joven como él, espléndida como una rosa, una gran belleza. Frederick pensó: «Es como si una leona se metiese tranquilamente entre un rebaño de ovejas». Había tardado tanto en marcharse de Wiesbaden, pensó Frederick, porque no había creído en el fondo que pudiese afectarle a ella personalmente ningún inconveniente; se negaba a creerlo ahora. No estaba asustada lo más mínimo. Afrontó la inquietud de la pálida asamblea del hotel con impávida indulgencia, como si se diese cuenta de que habían estado esperando su llegada en ansioso suspenso. Frente al peligro del momento, la timidez del pequeño grupo y la hostilidad de su entorno, la dama se volvió aún más heráldica, como una leona en un escudo de armas. Pese a su juventud y fragilidad, a Frederick le parecía que se estaba convirtiendo de hora en hora, incluso en su gesto, porte y manera de hablar, en la figura ortodoxa e ideal de «dame haute et puissante», y en una encarnación de la antigua Francia.

Los refugiados buscaron protección detrás de ella. Y ella barrió de la existencia al dueño del hotel, cambió los modales de la servidumbre y mejoró la mesa. Hizo que se pagasen los recibos, y mandó por un médico para Madame Bellot. Para estas gestiones tuvo necesidad de un recadero, y así se conocieron ella y Frederick.

Si Frederick hubiese conocido a esta dama seis meses antes de salir de Inglaterra, se habría sentido tímido y cohibido en su compañía. Ahora estaba familiarizado, si no con ella, al menos con sus hermanas y parientas. Pues aunque era elegantemente moderna, tenía toda la belleza de las diosas de Tiziano y de Veronés. Sus largos y sedosos bucles brillaban con el mismo matiz de oro pálido que las trenzas de ellas; su porte tenía esa majestuosidad femenina que ellas mostraban en sus tronos o bailando, y su carne tenía la misma frescura misteriosa y el mismo lustre que la de ellas.

Llevaba un sombrerito de chasseur con una pluma rosa de avestruz, un vestido de seda de color gris paloma increíblemente voluminoso, guantes largos de ante y, alrededor de su blanco cuello, una cinta de terciopelo negro. Llevaba perlas en las orejas y en el cuello, y anillos de diamantes en los dedos. Jamás había visto Frederick a nadie que se pareciese lo más mínimo a ella en la vida real, pero podía muy bien haber estado sentada dentro de un marco de oro, en Altes Museum. Se enteró de que era viuda, y que se había casado muy joven, aunque de no mucho más. Pero sin que nadie se lo dijese, sabía dónde había pasado los años hasta ahora: entre las luminosas columnas de mármol, en el dulce verdor, frente al mar ardiente y azul, y las nubes plateadas y coralinas que él había visto en los cuadros. Quizá había tenido una criadita negra que la atendiese. A veces, Frederick dejaba vagar sus pensamientos, y la veía en actitudes divinamente abandonadas… Sí, con las galas de la misma Venus. Pero estas figuraciones suyas eran cándidas e impersonales: no querría ofenderla por nada del mundo.

Ella se mostraba amable con él, como haría una hermana mayor; aunque a veces era un poco seca, como si se impacientase con un mundo bastante menos perfecto que ella. Frederick pensaba que él y ella tenían algo en común. Coincidían en no hacer caso de muchos detalles de la vida que para otros eran de la mayor importancia. Solo que en el caso de él, esta indiferencia se debía a un sentimiento de lejanía, o de desasimiento, respecto del mundo en general. «Mientras que en ella —pensaba— proviene del hecho de que domina el mundo, y no soporta ninguna tontería de él. Es descendiente, y heredera legítima, de conquistadores y jefes, incluso de tiranos, de este mundo». Su nombre de pila, se enteró por sus baúles, era Heloïse.

Conscientes del poder de Madame Heloïse, los refugiados del hotel vivieron uno o dos días felices. Al final, todos exageraron un poco su espléndida seguridad. Durante la cena, a base de pollo asado y un vino excelente, hablaron con animación y optimismo, y el viajante de comercio, que era un hombre pequeño y tímido, pero con una voz agradable, cantó varias canciones. Había un piano en el comedor, y el viejo sacerdote le acompañó con él. Por último se le unió el grupo entero en el himno Partant pour la Syrie. En mitad de un estribillo sonó una llamada, como un trueno, en la puerta. No hicieron caso: siguieron cantando, y se fueron a dormir pletóricos de confianza. Al día siguiente las tropas alemanas hacían su entrada en Saarburg, en un torrente de entusiasmo y de triunfo, y por la tarde los refugiados del hotel, a excepción de Madame Bellot, que aún estaba en cama, fueron detenidos y conducidos ante el magistrado.

Para su sorpresa, Frederick se enteró de que le acusaban de espionaje, junto con el viejo sacerdote, y que sus largas conversaciones y sus manuscritos y notas constituían la materia de la acusación. El magistrado llegó a sostener que sus citas de Isaías, 53, 8: «Por el crimen de mi pueblo», hacían referencia a la hora, día y mes del avance alemán. Frederick pensó que ya había oído hablar de otras interpretaciones de Isaías con extraños propósitos, y trató de razonar pacientemente con el magistrado. Pero encontró a este caballero dominado por las grandes emociones del momento, e inconmovible ante los argumentos. El viejo sacerdote no quiso o no pudo hablar.

Poco a poco, en el transcurso del día, Frederick fue viendo con más claridad cada vez que había serias posibilidades de que le fusilaran antes del anochecer. Esta certeza le produjo un extraño y profundo estremecimiento. «Ahora sabré —pensó— si hay vida después de la muerte». Se dio cuenta de que el sacerdote lo sabría al mismo tiempo que él. La idea era difícil de concebir: el anciano era un doctrinario implacable. Pero hacia el final de la tarde el propio magistrado se sentía cansado del caso, y ordenó que llevasen a los dos acusados ante un grupo de oficiales que se alojaban en una gran residencia de las afueras del pueblo, de la que habían huido sus propietarios por miedo a la invasión francesa. Aquí se encontraron con el resto del grupo del hotel.

El ambiente de la residencia era muy distinto del del juzgado municipal. Los tres oficiales alemanes habían considerado oportuno cenar a gusto en el salón, que estaba suntuosamente tapizado de brocado carmesí, con pesados cortinajes y grandes cuadros en las paredes. Aún tenían ante sí, sobre la mesa, el postre y el vino. Estaban arrebolados por el alcohol; pero aún más por el triunfo, pues hacía una hora habían recibido noticia de la acción de Wissenburg, y el telegrama yacía junto a sus copas.

Uno de ellos era un hombre erguido de cabello gris y cara flaca; otro parecía ser el espíritu dominante, o el niño mimado, de los tres. Le dejaron manos libres en el interrogatorio de los prisioneros, dado que hablaba francés mejor que los otros, y les divertía con su exuberante vitalidad. Era muy joven, un gigante en estatura, y asombrosamente rubio; con una plenitud, o pesantez, que le daba el aspecto de un joven dios. Se encaró con el grupo del hotel con risueña sorpresa y desprecio, y parecía no temer a Dios ni al diablo —y menos aún a los franceses—, hasta que vio a Madame Heloïse. A partir de ese momento, el caso se convirtió en una cuestión personal entre ella y él.

Frederick se dio cuenta con toda claridad. Pero no era ningún experto en esta clase de guerra; y, aunque después de la primera mirada Heloïse no volvió a mirar al oficial alemán ni una sola vez, mientras que los ojos de éste, claros y saltones, no se apartaban del rostro o la figura de ella, no podría determinar si, en realidad, la ofensiva partía de ella o de él.

Los dos eran iguales, y podían haber sido hermano y hermana. Evidentemente, se tenían miedo el uno al otro. Mientras se desarrollaba la entrevista, el alemán sudaba de temor, y ella palidecía cada vez más, aunque nada podría haberles separado. Frederick estaba seguro de que se veían aquí por primera vez; sin embargo, era una vieja enemistad la que estaba a punto de estallar en el salón de la residencia. ¿Se trataba, se preguntó, de un combate nacional hereditario, o había que remontarse más atrás, y más profundamente, para descubrir su raíz?

El joven alemán empezó diciendo que le parecía que ahora no merecía la pena seguir hasta París. Le preguntó a Heloïse cómo era que se encontraba con aquella gente y si consideraba a sus compañeros más peligrosos que ella misma. Heloïse contestó secamente, con la barbilla levantada. Frederick comprendió que su propio destino, y el de sus compañeros, dependía ahora de ella. Pensó que ningún ser humano, y menos este joven soldado, aguantaría mucho tiempo la mirada y la actitud de ella; no obstante, en su fuero interno aplaudía el admirable alarde de insolencia que les hacía. Era inevitable que al final el alemán se acercara a ella: al tenderle un documento para que lo examinase, le habló directamente a la cara. Entonces, con un nuevo movimiento, ella retiró hacia atrás la amplia falda de su vestido, a fin de que no la tocase él.

El joven alemán se interrumpió bruscamente en su discurso, y aspiró con dificultad.

—Madame —dijo muy lentamente—, no voy a tocarle el vestido. Voy a hacerle una proposición. Extenderé pasaportes para que usted y sus amigos puedan llegar a Luxemburgo, que es lo que quiere de mí. Puede venir a recogerlos dentro de media hora. Pero tendrá que hacerlo sin esa falda que tanto procura usted, justamente, apartar de mí. En realidad, tendrá que venir a recogerlos como la diosa Venus. Es —añadió tras un momento de intenso silencio— una proposición generosa, madame.

De repente se ruborizó, ante sus propias palabras.

El corazón de Frederick dejó de latir un segundo de repugnancia y horror, y de tristeza. La sentencia era una deformación de sus hermosas fantasías sobre Heloïse. La blasfemia hacía del mundo un lugar de bajeza nauseabunda, y de él un cómplice.

En cuanto a la propia Heloïse, la ofensa la transformó, como si le hubiesen prendido fuego. Se volvió directamente hacia su ofensor, y Frederick nunca la vio tan llena de vitalidad o de arrogancia; parecía a punto de echarse a reír en la cara de su adversario. La sordidez del mundo, pensó Frederick con profunda y extática gratitud, no la tocaba; estaba por encima de todo. Solo un instante se llevó la mano al borde superior de su mantilla como si, ahogada por la ola de desprecio, tuviese necesidad de librarse de ella. Pero un instante después se quedó inmóvil; bajó su mano, y con ella la sangre de sus mejillas; se puso muy pálida. Se volvió a sus compañeros detenidos y paseó lentamente la mirada por sus rostros blancos, horrorizados.

Los dos oficiales de más edad se removieron en sus sillas. El joven lanzó el documento hacia ellos.

—¡Conque sí! —exclamó—. ¡Le han herido por nuestros crímenes! ¡Por los crímenes de mi pueblo somos atacados! ¡Con su capítulo y versículo! Tenemos a toda una banda de espías ante nosotros, señores; con ella… —señaló con dedo tembloroso a Heloïse— a la cabeza. ¿Por qué tenía que venir precisamente aquí? ¿No podía habernos dejado en paz, al menos?

Volvió a dirigirse a ella; no podía dejarla.

—¿Está usted segura de haberme comprendido? —exclamó.

—No, no estoy segura —dijo ella—. La lengua francesa se presta muy mal a su proposición. ¿Quiere repetírmela en alemán, por favor?

Esto le resultaba difícil; sin embargo, lo hizo. Heloïse se quitó el sombrero, para que su dorado cabello centellease a la luz de la lámpara. Durante el resto de la entrevista mantuvo las manos detrás de su esbelta cintura, dando la impresión de que tenía las manos atadas a la espalda.

—¿Por qué me pregunta a mí? —dijo ella—. Pregunte a los que están conmigo. Son gente pobre, trabajadora y acostumbrada a las penalidades. Aquí tiene a un sacerdote francés —prosiguió muy despacio—, consolador de muchas almas desventuradas; aquí, a dos hermanas francesas que han cuidado enfermos y moribundos. Los otros dos tienen hijos en Francia que lo van a pasar muy mal sin ellos. Su salvación, para cada uno, es más importante que la mía. Que decidan ellos mismos si quieren comprarla al precio que usted pide. Ellos le contestarán, en francés.

El viejo sacerdote dio un paso adelante. Había sido aficionado a los largos discursos, en el hotel; pero aquí no dijo una palabra. Se limitó a levantar el brazo derecho y a agitarlo de un lado a otro. La monja vieja retrocedió hacia la pared, como si estuviese ya ante el pelotón de fusilamiento. Alzó los dos brazos y exclamó:

—¡No!

La otra monja prorrumpió en terribles sollozos; cedieron sus piernas bajo el peso de su cuerpo, cayó de rodillas y repitió:

—No. No. No.

Fue el viajante de comercio el que pronunció un discurso. Dio un paso largo hacia el joven oficial, alzó los ojos hacia su elevada estatura y dijo:

—Usted cree que tenemos miedo, ¿verdad? Pues sí, lo tenemos. Tenemos miedo de llegar a parecer lo que ustedes.

Frederick no habló; miró al oficial a la cara y no pudo por menos de sonreír un poco.

El alemán miró fijamente al viajante de comercio, y luego, por encima de su cabeza, a Heloïse. Exclamó:

—¡Entonces, fuera de aquí! Acabemos. ¡Fuera todos de aquí!

Llamó a dos soldados de la habitación contigua.

—Sacad a esta gente al patio —ordenó—. Esperad órdenes.

Y gritó otra vez a los prisioneros:

—Vosotros os lo habéis buscado. A mí dejadme en paz. Solo quiero que me dejéis en paz.

Lo último que Frederick vio de la habitación fue su cara cuando pasó Heloïse por delante de él y le miró. El grupo bajó apresuradamente la escalinata y salió de la casa.

Al llegar al patio, la noche era clara y las estrellas empezaban a surgir en el cielo. Había una tapia baja que cercaba todo un lado del patio, separando el jardín de la residencia; del otro lado les llegó olor a ganado. Uno tras otro, los cansados refugiados, ignorantes de su destino, fueron a ocupar su sitio junto a la tapia. Heloïse, de pie, con la cabeza descubierta en el patio, alzó los ojos al cielo; luego, tras un momento, le dijo a Frederick:

—Ha pasado una estrella fugaz. Podía haber pedido usted un deseo.

Cuando llevaban media hora de pie en el patio, salieron de la casa tres soldados; uno de ellos llevaba un farol. Uno de los otros, que parecía de graduación superior, paseó la mirada por los prisioneros, se acercó al viejo sacerdote y le tendió un papel.

—Éste es el pase para llegar a Luxemburgo —dijo—. Es para todos ustedes. Los trenes están llenos; tendrán que buscar algún carruaje en el pueblo. Será mejor que se marchen enseguida.

Apenas había terminado de hablar, llegó otro soldado y se dirigió a Heloïse; todos se sorprendieron al ver que llevaba un enorme ramo de rosas que habían visto sobre la mesa del salón. El soldado hizo un saludo militar.

—El coronel —dijo— ruega a madame que acepte estas rosas. Con sus saludos. A una heroína.

Heloïse cogió el ramo como si no viese ni al soldado ni el ramo.

Consiguieron carruajes en el hotel. Mientras los esperaban, tomaron una comida breve y apresurada consistente en pan y vino, ya que ninguno de ellos había comido nada desde por la mañana. No se repitió la espléndida cena de la noche anterior: nada tenía la menor relación con ella. Desde entonces, sus existencias se habían situado en otro plano. Se cogieron de la mano unos a otros: cada cual debía la vida a los demás.

Heloïse seguía siendo la figura central de la comunión, aunque de una manera nueva, como un objeto infinitamente precioso para todos ellos. Su orgullo, su esplendor era de ellos, ya que habían estado dispuestos a morir por él. Aún estaba muy pálida; parecía una criatura entre viejos, y se reía de lo que le decían. Como insistió en llevarse todos los baúles y cajas, por considerarlos evidentemente partes de sí misma que no debía dejar en manos del enemigo, y como tuvo que cargarlos Frederick, acabaron viajando juntos detrás de los demás, en un pequeño fiacre, hasta la frontera.

Frederick recordaría toda su vida este viaje, incluso las curvas de la carretera. Había luna, y el trecho de cielo entre ella y el bajo horizonte parecía como cubierto de polvo de oro. Al caer el rocío, Heloïse se echó el chal por encima de la cabeza; entre sus pliegues oscuros parecía una muchacha aldeana; y no obstante, iba entronizada en su asiento como una musa, a su lado. Frederick había leído en los libros historias sobre hechos heroicos y sobre heroínas; el episodio vivido y la joven que viajaba a su lado eran como en los libros; sin embargo, la encontraba amable y sencillamente viva como ningún libro del mundo. La dicha callada y triunfal que la inundaba era tan dulce para él como la fragancia del trigo maduro por el que pasaban. De repente, Heloïse le cogió la mano.

Era temprano cuando cruzaron la frontera y llegaron a la pequeña estación de Wasserbillig, donde se reunieron con el resto del grupo. Mientras esperaban el tren que debía llevarles a Francia, y volvían otra vez sus caras hacia París, sus amigos franceses, notó Frederick, se convirtieron en una especie de familia a la que él ya no pertenecía. Cuando por fin llegó el tren, parecieron casi ignorar su existencia.

Pero en el último momento, Heloïse le dirigió una mirada larga, tierna, profunda. Una mirada que siguió fija en él desde detrás de la ventanilla del compartimiento. Luego, súbitamente, desapareció.

Frederick permaneció de pie en el andén, observando cómo se perdía el tren en el vago paisaje matinal. Comprendió que había caído el telón sobre un gran acontecimiento de su vida. Le dolía el corazón de felicidad y de congoja. El artista recién nacido en su interior, amigo de Venusti, acogió la aventura con espíritu humilde, extático; y su respuesta fue: «Domine, non sum dignus». Pero cuando estuvo solo otra vez, volvió a dominar en él el investigador y el indagador, su antigua personalidad de las universidades de Inglaterra: anheló algo más, pidió información, saber, comprender. Quedaba algo, dentro de los fenómenos del espíritu heroico, que seguía sin explicación, una zona inexplorada, misteriosa.

Sin duda, pensó, era este momento de investigación incompleta y de inalcanzable intuición lo que ahora le hacía permanecer en la estación de Wasserbillig con una sensación casi angustiosa de pérdida o de privación, como si le hubiesen quitado de los labios el vaso antes de acabar de aplacar su sed.

Al verdadero investigador le ayuda a veces la mano del destino. Así le ocurrió a Frederick en su indagación sobre el espíritu heroico. Solo tuvo que esperar un tiempo.

Una vez en Inglaterra, volvió a sus libros. Terminó su tratado sobre la doctrina de la expiación, y más tarde escribió otro libro. Con el tiempo, pasó del terreno de la filosofía de la religión al de la historia de las religiones en general. Ocupaba un buen puesto entre los jóvenes intelectuales de su generación, y estaba prometido con una joven a la que conocía desde que ambos eran niños, cuando, cinco o seis años después de su aventura en Saarburg, tuvo que ir a París para asistir a un ciclo de conferencias que iba a dar un gran historiador francés.

Aprovechó para visitar a un antiguo amigo, un hermano del chico que le diera en Berlín la primera noticia de la guerra. Este joven se llamaba Arthur, y estaba, como entonces, en la misma oficina de la embajada. Arthur no sabía cómo distraer a un estudiante de teología en París. Invitó a Frederick a cenar en un selecto restaurante; y mientras cenaban, le preguntó si le gustaba París, y qué había visto. Frederick le contestó que había visto multitud de bellezas, y que había estado en los museos del Louvre y de Luxemburgo. Hablaron un rato sobre arte clásico y moderno. Luego, de repente, exclamó Arthur:

—Si te gustan las bellezas, sé lo que vamos a hacer. Vamos a ver a Heloïse.

—¿A Heloïse? —dijo Frederick.

—Ni una palabra más —dijo Arthur—. No se puede describir: hay que verla.

Llevó a Frederick a un pequeño, elegante y exquisito teatro de variedades.

—Hemos llegado justo a tiempo —dijo. Luego se echó a reír, y añadió—: Aunque en realidad debías haberla visto en la época del Imperio. Dicen algunos que es estúpida como un ganso, pero no lo vas a creer cuando veas sus piernas. La jambe c’est la femme! Me han dicho también que su vida privada es completamente respetable. No sé.

El espectáculo que iban a ver se llamaba La venganza de Diana; imitaba el estilo clásico, aunque era elegantemente moderno en los detalles. Un gran número de encantadoras bailarinas bailaban y adoptaban posturas como ninfas en una selva, todas ellas muy exiguamente vestidas. Pero el momento culminante de la representación lo constituyó la aparición de la diosa Diana, sin nada encima.

Al avanzar, curvando su arco de oro, un rumor como de un largo suspiro recorrió la sala. La belleza de su cuerpo había surgido como una sorpresa y un éxtasis, incluso para aquellos que ya la habían visto: apenas daban crédito a sus ojos.

Arthur la observó con sus impertinentes; luego, generosamente, se los tendió a Frederick. Pero vio que Frederick no hacía uso de ellos; y, tras un momento, se quedaba completamente inmóvil. Se preguntó si se habría escandalizado.

—C’est une chose incroyable —dijo—, que la beauté de cette femme. ¿No te parece?

—Sí —dijo Frederick—. Pero yo la conozco. La he visto antes.

—Pero no de esta manera, ¿verdad? —preguntó Arthur.

—No. Así no —dijo Frederick. Al cabo de un rato añadió—: Quizá se acuerde de mí. Le enviaré mi tarjeta.

Arthur sonrió. El acomodador que llevó la tarjeta de Frederick volvió con una breve nota para él.

—¿Es de ella? —preguntó Arthur.

—Sí —dijo Frederick—. Se acuerda de mí. Vendrá a vernos al terminar la función.

—¿Heloïse? —exclamó Arthur—. ¡Vaya, vaya con los profesores ingleses de filosofía de la religión! ¿Cuándo la conociste? ¿Fue cuando estabas escribiendo algo sobre los misterios del Adonis egipcio?

—No, entonces trabajaba en otro tema —dijo Frederick.

Arthur encargó una mesa, vino y un gran ramo de rosas.

Entró Heloïse, e hizo que todas las cabezas se volviesen hacia ella como un macizo de girasoles hacia el sol. Iba de negro, con una larga cola, guantes largos, plumas de avestruz y perlas.

«¡Cuánto negro —suspiró toda la sala en su corazón— para cubrir cuánta blancura!».

Tenía quizá el busto algo más lleno, y la cara más delgada, que hacía seis años; pero todavía se movía de la misma manera, a la manera de los grandes felinos; y conservaba, en su actitud y su semblante, aquella brevedad o impaciencia que entonces había encantado a Frederick. Se levantó éste para saludarla; y Arthur, que le había imaginado penosamente torpe entre la gente elegante del teatro, se sorprendió ante la dignidad de su amigo y, al mirarse mutuamente él y Heloïse, ante la expresión completamente idéntica de seriedad profundamente feliz de sus caras, tuvo la impresión de que les habría gustado besarse, pero que les contenía algo que no tenía que ver con la presencia de gente a su alrededor. Se quedaron de pie, como si hubiesen olvidado la facultad humana de sentarse.

Heloïse sonrió radiante a Frederick.

—Me alegro muchísimo de que haya venido a verme —dijo con la mano de él entre las suyas.

Frederick al principio no supo qué decir; por último hizo una pregunta tonta:

—¿Ha venido a verla alguno de los otros?

—No —dijo Heloïse—, no ha venido ninguno.

Aquí Arthur consiguió hacer que se sentasen a la mesa, el uno enfrente del otro.

—¿Sabe —dijo Heloïse— que murió el pobre padre Lamarque?

—¡No! —dijo Frederick—; no he tenido noticia de ninguno de ellos.

—Pues sí, murió —dijo Heloïse—. Cuando llegó a París, pidió que le mandasen al ejército. Hizo prodigios allí; ¡fue un héroe! Pero más tarde le hirieron, aquí en París, los soldados de Versalles. Cuando me enteré, fui corriendo al hospital; pero, por desgracia, era demasiado tarde.

Para compensar el silencio de su compatriota, Arthur sirvió champán a Heloïse con un cumplido.

—¡Ah, eran buenas personas! —exclamó ella, cogiendo la copa—. ¡Qué tiempos aquellos! ¡Las dos viejas hermanas, también, qué buenas eran! Y todos.

»Aunque no eran precisamente muy valerosos —añadió, dejando la copa otra vez—. Todos estaban muertos de miedo aquella noche, en la residencia. Estaban viendo ya delante de ellos, apuntándoles, las bocas de los fusiles alemanes. ¡Dios mío, el peligro que corrieron entonces!; más del que ellos mismos se imaginaban.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Frederick.

—Sí, un peligro peor aún para ellos —dijo Heloïse—. Porque habrían sido capaces de obligarme a cumplir lo que el alemán me pedía. Me habrían obligado a hacerlo, con tal de salvar sus vidas, si él les hubiese consultado directamente, o si les hubiese dejado opinar. Y después se habrían arrepentido toda su vida, y se habrían considerado a sí mismos grandes pecadores. No estaban hechos a esa clase de cosas, ellos que jamás habían cometido una bajeza. Por eso daba pena verles tan asustados. Le confieso, amigo mío, que para esas personas habría sido preferible que las fusilaran a vivir con una mala conciencia. No estaban acostumbradas a eso; no habrían sabido vivir con esa carga.

—¿Cómo sabe usted todo eso? —preguntó Frederick.

—Conozco bien a esa clase de personas —dijo Heloïse—. Me he criado entre gentes pobres y honradas. Mi abuela tenía una hermana que era monja, y un viejo sacerdote como el padre Lamarque me enseñó a leer.

Frederick apoyó el codo sobre la mesa y la barbilla en la mano, y se quedó mirándola.

—Entonces ¿su triunfo después —dijo lentamente— fue en realidad solo por nosotros? ¿Porque nos portamos tan bien?

—Usted se portó bien, ¿no? —dijo ella sonriéndole.

—Entonces fue usted una heroína aún más grande —dijo Frederick en el mismo tono— de lo que yo creía.

—¡Mi querido amigo! —exclamó ella.

Frederick le preguntó:

—¿Creyó, en aquel momento, que podían fusilarla de verdad?

—Sí —dijo ella—. Aquel joven podía muy bien haberme mandado fusilar; y a todos ustedes también. Habría sido su manera de hacer el amor. Y, sin embargo —añadió pensativa—, era un joven honesto, honesto. En realidad, puede que le faltara una cosa. Muchos hombres no la tienen.

Bebió, pidió que le volviesen a llenar la copa y miró a Frederick.

—Usted —dijo— no era como los otros. Si hubiésemos estado solos usted y yo allí, todo habría sido diferente. Puede que me hubiese dejado salvar mi vida de la manera que el alemán me pedía, y no haber pensado nada después. Me di cuenta entonces. Lo supe cuando viajábamos juntos hacia la frontera e iba usted tan callado en aquel fiacre. Me gustó notárselo, y no sé dónde lo ha aprendido, teniendo en cuenta que al fin y al cabo es usted inglés.

Frederick meditó sus palabras.

—Sí —dijo lentamente—; si lo hubiese propuesto usted, por propia voluntad.

—Pero ¿sabe usted —exclamó ella de repente— cuál fue la suerte para usted y para mí, y para todos? ¡Que no había mujeres con nosotros en aquella ocasión! Una mujer me habría obligado a hacerlo, rápidamente, de haberme visto en aquel trance. ¿Y dónde habría ido a parar en ese caso nuestra grandeza?

—Pero había mujeres con nosotros —dijo Frederick—. Las monjas.

—No —dijo Heloïse—; ellas no cuentan. Una monja no es una mujer en ese sentido. No; me refiero a una mujer casada, o solterona; a una mujer honrada. Si Madame Bellot no hubiese estado con dolor de estómago a causa del miedo, me habría obligado a quitarme la ropa en un santiamén, se lo puedo asegurar. Jamás habría podido convencerla yo.

Heloïse se quedó abstraída, con los ojos fijos en el rostro de Frederick; y al cabo de un minuto o dos dijo:

—¡En qué hombre se ha convertido usted! Creo que ha madurado. Entonces era usted solo un muchacho. Los dos éramos mucho más jóvenes.

—Esta noche —dijo él— no me parece que haya transcurrido tanto tiempo.

—Sin embargo, hace mucho tiempo de eso —dijo ella—; solo que a usted no le importa. Es usted un hombre: un escritor, ¿no? Está usted ascendiendo. Presiento que seguirá escribiendo muchos más libros. ¿Recuerda ahora cómo, cuando salimos a dar un paseo por Saarburg, me habló de las obras de un judío de Ámsterdam? Tenía un nombre bonito, como de mujer. Yo misma podía haberlo elegido para mí, en vez del que tengo, que también lo eligió para mí un hombre instruido. Supongo que solo los muy instruidos habrán oído hablar de él. ¿Cómo era?

—Spinoza —dijo Frederick.

—Sí —dijo Heloïse—; Spinoza. Tallaba diamantes. Era muy interesante. No; para usted, el tiempo no importa. Uno es feliz al volver a encontrar a sus amigos —dijo—; sin embargo, es en esa ocasión cuando se da cuenta de cómo vuela el tiempo. Somos nosotras, las mujeres, las que lo notamos. El tiempo nos quita muchas cosas. Y al final: todo —miró a Frederick, y ninguna de las dos caras pintadas por los grandes maestros habría podido ofrecer semejante visión de la vida y del mundo—. ¡Cómo me habría gustado, mi querido amigo —dijo—, que me hubiese visto entonces!

*FIN*


“The Heroine”,
Vinter-eventyr, 1942


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