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La hija de Albión

[Cuento - Texto completo.]

Anton Chejov

Una magnífica calesa con llantas de caucho, asiento de terciopelo y un grueso cochero en el pescante se detuvo ante la casa del hacendado Griabov. Fiódor Otsov, mariscal de la nobleza del distrito, se apeó de un salto. En el vestíbulo le recibió un soñoliento lacayo.

—¿Está el señor en casa? —preguntó el mariscal.

—No, excelencia. La señora y los niños se han ido de visita y el señor está pescando con mademoiselle la gobernanta. Se fueron por la mañana.

Otsov, tras reflexionar durante un instante, se dirige a la orilla del río en busca de Griabov. Lo encuentra a unas dos verstas de la casa. Nada más verlo desde lo alto de la escarpada ribera, Otsov se ríe a carcajadas… Griabov, hombre grueso, corpulento, con una cabeza muy grande, está sentado a la turca sobre la arena, con una caña en la mano. Lleva el sombrero echado hacia atrás, la corbata cuelga hacia un lado… A su lado hay una inglesa alta y delgada, con ojos saltones de cangrejo y una gran nariz aguileña, más parecida a un gancho que a una nariz. Viste un traje blanco de muselina a través del cual se transparentan los hombros amarillentos y descamados. Del cinturón dorado cuelga un reloj de oro. También está pescando. En torno a ellos reina un silencio de muerte. Ninguno de los dos se mueve, como tampoco las aguas, sobre las que flotan las veletas.

—¡Ánimo no falta, pero no hay suerte! —dijo Otsov, riendo—. ¡Buenos días, Iván Ruzmich!

—Ah… ¿eres tú? —preguntó Griabov, sin apartar los ojos del agua—. ¿Has venido?

—Ya lo ves… y tú, ¿sigues ocupándote de estas naderías? ¿Cómo es posible que no te canses?

—Que el diablo… Llevo todo el día pescando, desde por la mañana… Hoy no pica ni uno. Ni yo ni este adefesio hemos cogido nada. Pasan las horas y nada. ¡Es para perder la paciencia!

—¡Mándalo todo a paseo! ¡Vámonos a tomar una copa de vodka!

—Espera… Quizá cojamos algo… Por la tarde pican más… ¡Llevo aquí desde por la mañana, amigo! No soy capaz de expresar lo mucho que me he aburrido. ¡Sin duda es el diablo quien me ha hecho aficionarme a la pesca! Sé que es una tontería, pero no me muevo del sitio. Sigo aquí como un canalla, como un presidiario, mirando el agua, lo mismo que un imbécil… Debería estar supervisando la siega y estoy pescando. Ayer ofició la misa en Japónevo el arzobispo, pero yo, en lugar de ir, me quedé aquí con este esturión… con esta diablesa…

—Pero… ¿te has vuelto loco? —le preguntó Otsov, mirando de soslayo a la inglesa con aire confuso—. Decir esas groserías en presencia de una dama… y encima sobre ella…

—¡Que se vaya al diablo! Da igual, no entiende ni una palabra de ruso. Ya puedes dedicarle un cumplido o insultarla, a ella le da lo mismo. ¡Mira qué nariz tiene! ¡Es para desmayarse! ¡Pasamos días enteros juntos y no cruzamos ni una palabra! Se queda ahí plantada, como un espantapájaros, mirando el agua con ojos como platos.

La inglesa bostezó, cambió el cebo y volvió a lanzar.

—¡No salgo de mi asombro, amigo! —continuó Griabov—. ¡La muy idiota lleva viviendo en Rusia diez años y no ha aprendido ni una palabra! Cuando uno de nuestros hidalgüelos va a su país, aprende a chapurrear en nada de tiempo, mientras que ellos… ¡el diablo los entiende! ¡Mira qué nariz tiene! ¡Mira qué nariz!

—Bueno, basta… No está bien… ¿Por qué la has tomado con esa mujer?

—No es una mujer, es una señorita… Apuesto a que sueña con casarse, ese adefesio del demonio. Y encima huele a podrido… ¡La odio, hermano! ¡Me saca de mis casillas! Cuando me mira con sus ojos saltones tengo la misma sensación que si me hubiera rozado el codo con una barandilla. También le gusta pescar. Mírala: pesca como si estuviera oficiando misa. Todo lo mira con desprecio… La muy canalla está convencida de que es un ser humano y hasta quizá piense que es la reina de la Creación. ¿Sabes cómo se llama? ¡Wilka Charlzovna Tfais! ¡Uf! ¡Es impronunciable!

La inglesa, al escuchar su nombre, volvió poco a poco la nariz hacia Griabov y lo miró de arriba abajo con desdén. A continuación posó los ojos en Otsov, al que también cubrió de desprecio. Todo eso lo hizo en silencio, con lentitud y aire de importancia.

—¿Has visto? —preguntó Griabov, riéndose a carcajadas—. ¡Ahí queda eso! ¡Ah, adefesio! Solo por mis hijos mantengo en casa a este tritón. De no ser por ellos, no la dejaría acercarse ni a diez verstas de mi hacienda… Su nariz parece el pico de un gavilán… ¿Y su talle? Esta muñecona me recuerda un clavo largo. Con qué gusto la hundiría en la tierra. Espera… Parece que pican…

Griabov se abalanzó sobre la caña y tiró. El sedal se tensó… Griabov volvió a tirar, pero no pudo soltar el anzuelo.

—¡Se ha enganchado! —dijo y frunció el ceño—. Seguramente ha quedado prendido en una piedra… Maldita sea…

El rostro de Griabov expresaba sufrimiento. Con movimientos destemplados, acompañados de suspiros y blasfemias, se puso a tirar del sedal. Pero sus esfuerzos no tuvieron resultado. Se puso pálido.

—¡Vaya desgracia! Hay que meterse en el agua.

—¡Déjalo ya!

—Imposible… Por la tarde es cuando mejor pican… ¡Menuda tarea, que Dios me perdone! Hay que meterse en el agua. No hay más remedio. ¡Y si supieras qué pocas ganas tengo de desnudarme! Es necesario que la inglesa desaparezca de aquí… Me resulta embarazoso desnudarme delante de ella. ¡A pesar de todo es una dama!

Griabov se quitó el sombrero y la corbata.

—Miss… eh… —exclamó, dirigiéndose a la inglesa—. ¡Miss Tfais! Je vous prie… ¿Cómo explicárselo? ¿Cómo voy a decírtelo para que lo entiendas? Escucha… ¡Vete allí! ¡Allí! ¿Me oyes?

Miss Tfais respondió con una mirada de desprecio y un ruido nasal.

—¿Qué? ¿No entiendes? ¡Te están diciendo que desaparezcas! ¡Tengo que desnudarme, muñecona del diablo! ¡Márchate de aquí! ¡Márchate!

Griabov cogió a la inglesa por la manga, le señaló unos arbustos e hizo ademán de sentarse; con esos gestos trataba de decirle que se fuera y se ocultara en ese lugar… La inglesa, moviendo enérgicamente las cejas, pronunció con apresuramiento una larga retahíla en inglés. Los hacendados se echaron a reír.

—Es la primera vez en mi vida que oigo su voz… ¡Y qué vocecita, por cierto! ¡No se entera! ¿Qué hacer?

—¡Déjalo! ¡Vamos a tomar un vaso de vodka!

—Imposible, están a punto de picar… Ya cae la tarde… Bueno, ¿qué puedo hacer? ¡Menudo asunto! Tendré que desnudarme delante de ella…

Griabov se quitó la chaqueta y el chaleco, y se sentó en la arena para desatarse las botas.

—Escucha, Iván Kuzmich —dijo el mariscal de la nobleza, tapándose la boca con la mano para ocultar la risa—. Esto ya es una burla, amigo mío, un escarnio.

—¡La culpa es suya por no entender nada! ¡Que le sirva de lección a los extranjeros!

Griabov se quitó las botas y los pantalones, se despojó de la ropa interior y se quedó como Dios lo trajo al mundo. Rojo por la risa y la vergüenza, Otsov se cogía el vientre con las manos. La inglesa levantó las cejas y parpadeó… Una sonrisa despectiva y altiva cruzó su rostro amarillento.

—Hay que dejar que el cuerpo se enfríe —dijo Griabov, dándose unas palmadas en las caderas—. Dime, Fiódor Andreich, ¿porqué todos los veranos me sale alguna erupción en el pecho?

—¡Métete de una vez en el agua o cúbrete con algo! ¡Animal!

—¡Ni siquiera se ha turbado, la muy canalla! —exclamó Griabov, entrando en el agua y santiguándose—. Brrr… ¡Qué fría! ¡Mira cómo mueve las cejas! No se va… ¡Está por encima de la masa! Je, je, je… ¡No nos considera personas!

Cuando el agua le llegó por las rodillas, estiró su enorme cuerpo, guiñó un ojo y dijo:

—¡Que se entere, hermano, de que no está en Inglaterra!

Miss Tfais cambió el cebo con la mayor sangre fría, bostezó y lanzó el sedal. Otsov se dio la vuelta. Griabov desenganchó el anzuelo, se zambulló y salió del agua resoplando. Al cabo de dos minutos estaba de nuevo sentado en la arena, pendiente de su caña.

*FIN*


“Орден”,
Fragmentos, 1884


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