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La hija del conde de Ponthieu

[Cuento - Texto completo.]

Anónimo: Occidente

I

En otros tiempos hubo un conde en Ponthieu que amaba mucho el mundo. Vivía por entonces un conde en Saint-Pol que no tenía heredero directo, pero sí una hermana que era señora de Domart, en Ponthieu. Esta dama tenía un hijo llamado Thibaut que heredaría en su momento el condado de Saint-Pol, pero que fue un pobre caballero mientras su tío vivió. El conde de Ponthieu tenía por esposa a una dama muy buena, de la que tuvo una hija que creció y aumentó en gran bien, y pronto cumplió dieciséis años de edad; pero cuando contaba tres, su madre murió y el conde volvió a casarse sin tardar. Al poco tiempo tuvo un hijo que creció y aumentó en virtud.

II

El conde conoció a Thibaut y lo llamó a formar parte de su mesnada; cuando fue de los suyos, el conde de Ponthieu aumentó mucho sus bienes. Al regreso de un torneo, el conde llamó a Thibaut y le preguntó: «Thibaut, ¿qué presente de mi tierra os agradaría más?» «Señor —respondió Thibaut—, yo soy un pobre caballero, pero de todos los presentes de vuestra tierra, ninguno me agradaría más que vuestra hija.» El conde se alegró y dijo: «Os la daré, Thibaut, si ella os quiere.» El conde fue al lugar donde se encontraba la joven y le dijo: «Hija, os casaréis, si no ponéis obstáculo.» «Señor —preguntó ella—, ¿con quién?» «Con mi buen caballero Thibaut de Domart.» «¡Ah!, señor —contestó la joven—, ¡si vuestro condado fuera un reino y fuera todo para mí, no sería yo más feliz que casada con él!» «Hija mía, ¡bendito sea vuestro corazón!»

III

Las bodas se realizaron. El conde de Ponthieu y el de Saint-Pol allí estuvieron junto a otros muchos gentilhombres que se reunieron con gran regocijo. Cinco años estuvieron juntos felizmente, pero no plugo a Dios que tuvieran ningún heredero lo que mucho les pesaba a ambos. Una noche, estando Thibaut en su cama se interrogaba: «¡Señor!, ¿cuál es la causa de que yo ame tanto a esa dama y ella a mí y no podamos tener un heredero que sirva a Dios y haga bien al mundo?» Se acordó de Santiago que concede a los verdaderos oradores todo cuanto le piden y prometió acudir ante su tumba en peregrinación. La dama dormía y cuando se despertó, él la tomó entre sus brazos y le pidió un don. «Señor —preguntó ella—, ¿qué don?» «¿Es seguro que lo obtendré?» «Hacedlo oír, sea lo que fuere, si puedo concederlo, os lo concederé.» «Permiso para ir a Santiago, allí pediré al apóstol que nos dé un heredero, por el que Dios sea servido y la Santa Iglesia honrada.» «Es un don muy cortés, os lo concedo.» Se alegraron mucho los dos. Pasó un día, otro y el tercero, y estando en su lecho por la noche la dama dijo: «Señor, os pido que me concedáis algo.» «Pedid, os daré lo que sea si puedo dároslo.» «Permiso para ir con vos a ese viaje», añadió la esposa. Cuando Thibaut lo oyó se entristeció mucho y respondió: «¡Pesada cosa sería para vos!» Y ella le contestó: «No dudéis ni un instante, señor, que el más pequeño de vuestros escuderos os molestará más que yo.» «Señora —respondió el marido—, os lo concedo.» Amaneció y corrió la noticia y tan pronto como el conde de Ponthieu lo supo, mandó llamar a Thibaut y le preguntó: «¿Habéis prometido ir en peregrinación, según se me ha dicho, vos y mi hija?» «Es cierto, señor», contestó. «Por vos me alegro, pero por ella me pesa.» «Señor, no se lo puedo negar.» «Thibaut —contestó el conde—, marchad cuando queráis y daos prisa. Os daré suficientes palafrenes, rocines, mulas de carga y demás enseres.» «Os lo agradezco mucho, señor», contestó.

IV

Se preparan y parte con gran alegría, y tanto caminan que pronto se aproximan a menos de dos jornadas de Santiago. Hicieron noche en una buena ciudad. Al anochecer llamó Thibaut al posadero y le preguntó cómo sería la ruta al día siguiente, éste le contestó: «Señor, cerca de esta ciudad tendréis que cruzar un bosquecillo, luego, todo el día tendréis buen camino». Entonces se callaron. El lecho fue preparado y se fueron a dormir. El día siguiente amaneció un buen día. Los peregrinos se levantaron antes del amanecer e hicieron ruido. Thibaut se despertó y se encontró algo cansado, por lo que dijo a su chambelán: «Levántate, haz que nuestra mesnada se levante, cargue y se ponga en camino; tú te quedarás y recogerás nuestra cama, pues me encuentro algo cansado e indispuesto.» Así lo mandó el chambelán y todos se fueron. Poco tiempo después se levantó Thibaut, el criado lo empaquetó todo, se prepararon los caballos y montaron; no era aún de día pero hacía buen tiempo. Salieron de la ciudad los tres solos, sin más compañía que la de Dios y pronto se aproximaron al bosque. Cuando llegaron a él vieron dos caminos, uno bueno y otro malo, y dijo Thibaut al chambelán: «Pica espuelas, alcanza a nuestra gente y diles que regresen. Fea cosa es para una dama cabalgar a través de un bosque con tan poca compañía.» Éste parte con gran rapidez. Thibaut se acercó al bosque y encontró los dos caminos; no sabiendo cuál de los dos tomar preguntó a la dama: «¿Por cuál de los dos iremos?» Ella dijo: «Señor, si Dios quiere, por el mejor.» En aquel bosque había ladrones que mejoraban el falso camino para hacer que los peregrinos se desviasen. Thibaut se bajó del caballo, miró el camino y encontró el falso más frecuentado y más ancho que el bueno, y dijo: «¡Vayamos por éste!» Penetraron por aquél y fueron a gusto durante un cuarto de legua. Pronto el camino comenzó a estrecharse y los ramajes a cubrirlo, por lo que Thibaut comentó: «Me parece que no vamos bien.»

V

Cuando terminó de pronunciar estas palabras vio ante él cuatro hombres armados como ladrones, en grandes caballos, y cada uno con una lanza en la mano. Cuando los vio, miró hacia atrás y divisó a otros cuantos armados del mismo modo. Entonces dijo: «Señora, no os asustéis por nada de lo que véais.» Saludó a los primeros que no respondieron a su saludo. Luego les preguntó qué querían de él y uno de ellos respondió: «Ya lo veréis.» Y dirigiendo hacia él la espada pensó atravesarle el cuerpo. Thibaut vio el golpe venir, lo esquivó, bajó el cuerpo, y aquél no lo alcanzó; mas, al pasar, Thibaut echó mano a la espada, se la quitó al ladrón y se dirigió hacia los tres de entre los cuales había salido su atacante, atravesó a uno y lo mató; volvió a la carga y se dirigió hacia atrás hiriendo al primero que había ido hacia él, le atravesó el cuerpo y lo mató. Así quiso Dios que matara a tres de los ocho; los cinco restantes lo cercaron, mataron su caballo y él cayó en tierra aunque no estaba herido. Thibaut no tenía espada ni armadura con que defenderse. Le quitaron la ropa hasta la camisa, las espuelas y las botas y, tomando la correa de una espada le liaron las manos y los pies y lo arrojaron a un arbusto de espinos. Cuando acabaron de hacer esto, se acercaron a la dama, le quitaron el caballo y la ropa hasta la camisa. Era muy hermosa y lloraba amargamente. Uno de los ladrones la miró y dijo: «Señores, yo he perdido a mi hermano, así que quiero tener esta dama como recompensa.» Otro dijo: «Yo también he perdido a mi primo, y pido lo mismo que vos.» Lo mismo dijo el tercero y el cuatro. Entonces el quinto sugirió: «No sacaremos mucho provecho reteniéndola, llevémosla a ese bosque, saciemos con ella nuestros deseos, luego pongámosla en el camino y dejémosla ir.» Así lo hicieron y la volvieron a poner en el camino.

VI

Thibaut la vio y le dijo: «Señora, por Dios, desliadme que estos espinos me hacen mucho daño.» La dama vio en el suelo la espada de uno de los ladrones que habían muerto, la cogió y se aproximó hacia Thibaut diciendo: «Yo os liberaré, señor.» Pensó atravesarle el cuerpo, pero él vio el golpe venir, lo esquivó y se estremeció tan violentamente que las manos y los dedos se le quedaron libres. La dama le hirió en un brazo y cortó las correas. Él sintió que las manos se le soltaban, tiró, rompió las ligaduras, dio un salto, se puso de pie y gritó: «¡Dama, por Dios, ya no me mataréis!» A lo que ella respondió: «¡Cierto, señor, y mucho me pesa.» Thibaut le quitó la espada, le puso una mano sobre el hombro y la condujo de nuevo hasta el camino por donde habían venido.

VII

Cuando él llegó a la entrada, encontró buena parte de sus acompañantes que hasta allí habían vuelto. Y cuando lo vieron desnudo le preguntaron: «Señor, ¿quién os ha dejado así?» Les dijo que habían encontrado ladrones que les habían dejado en tal estado y ellos se entristecieron mucho. Pronto acabaron de llegar todos, entonces volvieron a montar y siguieron su camino. Cabalgaron todo el día y en ningún momento puso mala cara Thibaut a la dama. Por la noche descansaron en una buena ciudad. Thibaut preguntó al posadero si había por allí algún monasterio donde poder dejar a una dama, a lo que éste respondió: «Habéis tenido suerte, señor. En las afueras hay uno muy religioso.» Pasó esa noche. Aldía siguiente, Thibaut fue hasta allí y oyó misa. Después pidió a la abadesa que guardase allí a aquella dama. Ella aceptó. Thibaut dejó parte de su mesnada para servirla y se fue, hizo su peregrinación, y regresó en busca de la dama. Dio grandes limosnas a la casa, recogió a su esposa y la condujo a su país con el mismo honor y con la misma alegría que la había traído, excepto que no dormían juntos.

VIII

Al regresar a su tierra, se organizaron grandes fiestas. Allí estuvieron el conde de Ponthieu y su tío el conde de Saint-Pol. La dama fue muy celebrada por damas y damiselas. Ese día el conde de Ponthieu comió en el mismo plato que Thibaut. Después de la comida aquél le instó: «Thibaut hijo mío, quien mucho viaja, mucho ve. Contadme alguna aventura que hayáis visto u oído.»  Thibaut le respondió que no sabía contar ninguna; el conde insistió de nuevo, entonces le dijo: «Señor, puesto que viene a cuento, no os relataré nada delante de tanta gente.» El conde se levantó, lo tomó de la mano y lo condujo a otro lugar. Allí le contó Thibaut lo que le había ocurrido a un caballero y a una dama, sin nombrarlos; el conde le preguntó qué había hecho el caballero con la dama, él contestó que la había conducido de regreso con la misma alegría y con el mismo honor con que se la había llevado, excepto que no dormía con ella. «Thibaut, el caballero obró de forma muy distinta a como yo lo hubiera hecho; yo, por la fe que os debo, la hubiese colgado de la rama de un árbol por las trenzas, con una cuerda o incluso con la correa.» «Señor, si no me creéis —dijo Thibaut—, preguntad a la misma dama que lo atestiguará.» «¿Sabéis quién fue el caballero?» «Sí, lo sé bien.» «¿Quién fue?», preguntó el conde. «Señor, fui yo.» «Luego, fue mi hija la que actuó de ese modo?» «Así es.» «¡Bien os habéis vengado al traérmela, Thibaut!» Con todo el gran furor que sentía, llamó a la dama y le preguntó si era verdad lo que Thibaut le había relatado, y ella preguntó: «¿Qué?» «Que quisísteis matarlo.» «Sí, señor.» «¿Por qué quisísteis hacerlo?» «Aún me pesa no haberlo hecho, señor.»

IX

El conde dejó estar el asunto y la corte disolverse pero dos días después se desplazó hasta Rue con Thibaut y su hijo mandando traer a la dama. Ordenó preparar un barco fuerte y resistente, hizo subir a bordo a la dama y mandó subir un tonel, fuego y pez. Subieron los tres, sin otra compañía que la de los marineros que los conducían. El conde dispuso que navegaran dos leguas marinas y cuando llegaron a ese punto, hizo quitar una de las tapas del tonel, cogió a la dama que estaba muy bella y muy engalanada, la introdujo en el tonel y mandó que se colocara de nuevo la tapa, se volviese a pegar bien y que se le quitara el grifo para que el agua no pudiera entrar. Mandó poner el tonel sobre el borde de la nave, lo  echó al mar con su propio pie encomendándolo después al viento y a las olas. Thibaut y el hermano estaban muy apenados, cayeron a sus pies rogándole por Dios que les permitiera librarla de ese tormento, pero él no lo quiso conceder.

X

Tan pronto como el conde regresó a tierra, llegó un navío mercante procedente de Flandes que iba a tierra de sarracenos para comerciar, y viendo flotar el tonel dijo uno de los tripulantes: «Mirad, un tonel abandonado, si pudiéramos tenerlo aquí, para algo nos serviría.» Lo recogieron y lo pusieron en la nave. Lo miraron y vieron que la tapa estaba recién pegada, la hundieron y encontraron dentro a la dama a punto de morir porque le había faltado el aire, con el cuello y el rostro inflamados y los ojos turbios. Cuando volvió a tener aire, respiró y suspiró. Los mercaderes la rodearon y la llamaron, pero ella no tenía fuerzas para hablar. Cuando recibió de nuevo el aire y pudo hablar, les contestó. Le preguntaban quién era; ella les ocultó la verdad y dijo que por una cruel aventura y por un acto culpable había llegado hasta allí. Comió, bebió, se le bajó la inflamación y se puso muy bella, lo que le produjo tanta alegría como pena había antes tenido.

XI

Tanto avanzó la nave que llegó frente a Almería y cuando entraron en el puerto vieron venir hacia ellos varias galeras que les preguntaron quiénes eran. Contestaron: «Somos mercaderes.» Tenían salvoconducto de las altas autoridades con el que podían ir a todas partes libremente. Desembarcaron a la dama y se fueron con ella. Uno preguntó a otro qué harían con ella y éste contestó que la venderían, entonces sugirió el primero: «Si me hiciérais caso la regalaríamos al sultán de Almería  que así favorecería nuestros negocios.» Aceptaron todos, cogieron a la dama y se la llevaron al sultán que era un hombre joven; se la regalaron y él la aceptó de buen grado, pues era muy hermosa. El sultán les preguntó quién era y ellos contestaron: «No sabemos, señor. La encontramos por casualidad.» Los recompensó y acogió a la dama con mucho amor. Cuando estuvo sobre tierra firme recobró el color; él, que empezó a amarla y a desearla, le preguntó por medio de intérpretes de qué linaje era, pero ella no quiso decir la verdad. Por lo que podía apreciar, el sultán adivinó que era mujer de alto origen; mandó preguntarle si era cristiana y decirle que se casaría con ella si renegaba de su fe. Ella comprendió que más le valía obrar por amor que por la fuerza y le contestó que así lo haría. Estaba siempre entre sus gentes, hablaba y comprendía el sarraceno. Algo después tuvo una hija. Así pasó dos años y medio con el sultán. Entendía el sarraceno y lo hablaba muy bien.

XII

Hablemos ahora del conde que estaba en Ponthieu junto a Thibaut y a su hijo. El conde se encontraba sumido en tristes pensamientos, Thibaut no había querido volver a casarse y el hijo del conde, por el dolor que veía en los demás, no quería ser armado caballero aunque ya tenía edad para poderlo ser. Un día el conde recapacitó y se arrepintió del pecado que había cometido con su hija, visitó al arzobispo de Rouen, se confesó con él y se hizo cruzado. Cuando Thibaut supo y vio que el conde, su buen señor, se iba a la cruzada, se confesó y se enroló también. Tan pronto como el hijo del conde supo que su padre y su hermano Thibaut, que tanto amaba, se habían hecho cruzados, se les unió también. El conde su padre lo vio, se apenó y dijo: «¿Por qué os habéis hecho cruzado? Ahora nuestra tierra quedará abandonada.» El hijo le respondió «Padre, me he hecho cruzado para servir a Dios y para serviros.» El conde se preparó, se dispuso y se fue. Y, junto a Thibaut y a su hijo llegaron a Tierra Santa sin peligro para sus personas o sus bienes. Hicieron santa peregrinación a todos los lugares donde sabían que Dios debía ser servido. Y cuando el conde hubo realizado todo esto, pensó que quería hacer aún más y se entregaron él y su compañía al servicio del Temple durante un año. Al cabo del año, deseó visitar su tierra y  a sus amigos. Mandó preparar una nave en Acre, dejó la tierra y se hizo a la mar.

XIII

Con muy buen viento salieron del puerto de Acre, pero les duró poco. Cuando se encontraban en alta mar, les sorprendió un viento fuerte y horrible, tanto que los marineros perdieron el rumbo. A cada momento creían que iban a ahogarse, y se abrazaban el hijo al padre y el sobrino al sobrino. Ellos tres se abrazaron tan fuertemente que no se les podía separar. Poco tiempo habían navegado de esta manera cuando divisaron tierra; preguntaron a los marineros qué tierra era y éstos contestaron que era tierra de sarracenos y la llamaban Almería. Preguntaron: «Señor, ¿qué queréis que hagamos» El conde respondió: «Dejad la nave a su aire, no podemos morir de muerte más cruel que ahogados.» Así, llegaron frente a Almería como una pavesa. Galeras y barcos repletos de sarracenos vinieron a su encuentro, los cogieron y los llevaron ante el sultán ofreciéndole todas sus pertenencias. El sultán los separó y los envió a sus prisiones. El conde y sus hijos estaban tan fuertemente unidos y abrazados que no los podían separar, por lo que el sultán ordenó que los pusieran solos en una misma celda. Allí estuvieron algún tiempo con gran miseria; el hijo del conde estuvo muy enfermo.

XIV

Después, llegó un día en que el sultán organizó una gran fiesta con motivo de su cumpleaños. Se reunió una gran corte. Después de comer, los arqueros y soldados se acercaron al sultán de Almería y le dijeron: «Señor, requerimos nuestro derecho.» Él preguntó: «¿Qué?» «Un cautivo para tirar al blanco, señor.» Él les contestó. «Id a la cárcel y coged a aquél al que le quede menos tiempo de vida.» Fueron, cogieron al conde y lo trajeron con una larga barba y los cabellos en desorden. El sultán dijo: «Éste no necesita vivir por más tiempo. Llevároslo.» La dama, la esposa del sultán estaba allí; cuando lo vio se le enterneció el corazón y dijo: «Señor, yo sé francés, si quisiérais, hablaría con este pobre hombre.» «Muy bien, señora, hacedlo.» Se acercó al prisionero y le preguntó de dónde era y quién era. Él respondió: «Soy de una región de Francia, señora, de una tierra llamada Ponthieu.» «¿De qué familia?» «Señor y conde era de aquellas tierras cuando las dejé.» Cuando ella lo oyó, se dirigió a su señor y le suplicó: «Dadme a este cautivo, señor, os lo ruego. Sabe jugar al ajedrez y a las tablas, jugará delante de nosotros y nos enseñará. Estoy un poco sola con vos, me hará compañía.» «Por mi fe, señora, con mucho gusto.» Ella lo envió a su habitación. El carcelero volvió de nuevo a la cárcel y trajo a Thibaut, con pelo largo y con barba, delgado y demacrado. Cuando la dama lo vio, dijo: «Señor, si me lo concediérais, hablaría también con éste.» «Señora, con mucho gusto.» Ella se acercó, le preguntó de dónde era y de qué familia. Él le respondió: «Señora, de la misma tierra que el anciano. Soy caballero y tuve a su hija por esposa.» Ella regresó al lugar donde se encontraba el sultán y le dijo: «Señor, me causaríais una gran alegría si me dais también a éste, sabe toda clase de entretenimientos; así los veréis jugar juntos.» «Señora, yo os lo concedo.» Y lo envió con el primero. Los arqueros se apresuraron a decir. «Señor, mucho se retrasa nuestro derecho.» Fueron a la cárcel y trajeron al hijo cubierto de muy hermosos cabellos y sin barba. Estaba tan débil que no podía sostenerse. Cuando la dama lo vio se apiadó de él y dijo: «Señor, ¿queréis que hable también con éste?» «Me parece bien.» Ella se aproximó y le preguntó qué clase de hombre era y quién era. Él le dijo: «Señora, soy hijo del anciano que trajeron en primer lugar.» Cuando ella lo oyó, habló así a su esposo: «Señor, me trataríais con gran bondad si me diérais también a éste, pues sabe de ajedrez, de tablas y bastantes cuentos bonitos.» Y él contestó: «¡Por mi fe, señora, si hubiera cien, os los daría todos con sumo gusto!» La dama lo envió junto a los otros dos. Volvieron a ir a la cárcel y trajeron a otro. Ella le habló, pero como no lo conoció, fue entregado a su martirio.

XV

Tan pronto como ella pudo se fue y llegó a la habitación donde estaban sus prisioneros. Cuando la vieron llegar hicieron ademán de levantarse, pero ella les hizo señas para que permanecieran sentados. Vino hacia ellos y el conde le preguntó: «Señora, ¿cuándo nos matarán?» Ella les dijo: «No será pronto.» «Bastante nos pesa, señora, pues tenemos tanta hambre que el corazón se nos escapa.» Ella salió y mandó que prepararan comida; se la trajo, la partió con su propia mano y dio a cada uno un bocado y un poquito de beber. Y cuando comieron esto tuvieron mucha más hambre que antes. De este modo les dio de comer hasta diez veces al día y cada vez un bocado o dos. Por la noche descansaron a gusto. Los alimentó poquito a poco durante ocho días hasta que estuvieron más fuertes, entonces les dejó comer y beber a su gusto. También tenían ajedrez y tablas con los que jugar; pronto se reconfortaron. El sultán los visitaba frecuentemente para verlos jugar, y la dama se mantuvo tan prudentemente ante ellos que ninguno pensó conocerla.

XVI

Ocurrió poco después que el sultán se encontró en una situación difícil porque otro sultán vecino recorría sus tierras y las devastaba; él, para vengarse, convocó a su ejército. Cuando la dama lo supo, fue a la habitación donde se encontraban sus prisioneros, quienes, tan acostumbrados a verla, no se movían ni a su llegada ni a su salida. Se sentó en una silla ante ellos, los llamó y les dijo: «Señores, me habéis contado algo acerca de vuestra condición, ahora quiero saber si es cierto lo que me habéis contado. Me dijistéis que vos érais conde, que éste tuvo a vuestra hija por esposa y que éste es vuestro hijo. Yo soy sarracena y conozco las artes mágicas; nunca estuvisteis más cerca de una muerte vergonzosa que ahora si no me decís la verdad, y os advierto que sabré muy bien si decís o no la verdad. Vuestra hija, aquélla con la que este caballero se desposó, ¿qué fue de ella?» «Señora —dijo el conde—, creo que debe estar muerta.» «¿Cómo murió?», preguntó la dama. «Por una causa que ella mereció.» «¿Cuál fue esa causa?» El conde comenzó a contarle la boda y el retraso del heredero que ella no pudo tener. El buen caballero prometió ir en peregrinación a Santiago, ella le pidió acompañarlo, él se lo concedió y se fueron. Llegaron a un lugar en el que estaban solos y encontraron ladrones es un bosque. El buen caballero no pudo nada contra todos ellos y, aunque mató a tres, quedaron cinco que los cogieron y los desnudaron hasta la camisa a él y a la dama. Luego, lo ataron de pies y manos y lo arrojaron a un matorral de espinos. Vieron a la dama tan bella que cada uno la quería para sí. Luego se pusieron de acuerdo en que todos gozaran de ella. Cuando lo hubieron hecho, se fueron y ella volvió. El buen caballero la vio y le pidió suavemente: «Señora, desatadme, y nos iremos.» Ella vio la espada que se le había caído a uno de los ladrones, la cogió, se fue hacia él con un rostro airado y le dijo: «Yo os desataré.» Tenía la espada desnuda en la mano y pensó atravesarle el cuerpo con ella. Por la voluntad de Dios y por el vigor del buen caballero, éste se defendió boca arriba y boca abajo. Las manos se le liberaron y él rompió las ataduras de los pies y se puso de pie aunque estaba herido, diciendo: «Señora, por Dios, ¡no me mataréis!» «Bastante me pesa.» «¡Ah! —dijo la dama—, bien sé que habéis dicho la verdad, y sé por qué quiso matarlo.» «¿Por qué, señora?» «Por la gran vergüenza que ella había sufrido y recibido delante de él.» Y cuando Thibaut la oyó comenzó a llorar tiernamente y dijo: «¡Ay!, pero, ¿qué culpa tenía ella? Así quiera Dios librarme de la prisión en que me encuentro, señora: Nunca le hubiera puesto peor cara por ello.» «Eso no era lo que ella pensaba entonces.», respondió la dama.

XVII

«Ahora, decidme —continuó la dama—, ¿cómo creéis que se encuentra, viva o muerta?» «No sabemos.» «Sólo sé que se tomó con ella una cruel venganza», dijo el conde. «Y si pluguiera a Dios que hubiera escapado a su tormento y pudiérais tener noticias suyas, ¿qué diríais?» «¡Señora —dijo el conde—, no me alegraría más de verme libre de esta prisión, ni de tener más tierras de las que tuve jamás!» «Yo no me alegraría más si tuviera la más hermosa mujer del mundo, y con ella el reino de Francia», dijo Thibaut. « Es cierto, señora —dijo el joven—, no se me podría dar o prometer nada que me alegrara más.» Cuando la dama oyó sus palabras, su corazón se enterneció y suspiró: «¡Dios sea bendito! Ahora guardaos mucho de poner fingimiento en vuestras palabras.» Y los tres contestaron al unísono: «No lo hay, señora.» La dama comenzó a llorar suavemente. «Ya podéis decir señor que vos sois mi padre y yo soy vuestra hija, y vos mi esposo, y vos mi hermano.» Cuando oyeron esto, se alegraron mucho e hicieron ademán de humillarse ante ella, pero ella se lo impidió diciendo: «Yo soy sarracena, por lo que os pido que no cambiéis de actitud por nada de lo que habéis oído, manteneos simplemente como hasta ahora y dejadme decidir. Ahora os diré por qué me he dado a conocer. El sultán, mi señor, debe ir a una batalla y yo, que os conozco bien, pediré que vayáis con él. Si alguna vez fuisteis gentilhombres, demostradlo ahora.» Entonces se callaron. Ella se levantó, fue a donde se encontraba el sultán y dijo: «Señor, uno de mis prisioneros ha oído hablar de vuestra guerra y me ha dicho que iría con mucho gusto con vos si tuviera permiso.» «Señora —respondió él—, no me atrevería, no me vaya a traicionar.» «Hacedlo, señor, porque yo retendré a los otros dos y si éste os hiciera daño colgaría a los otros dos por el cuello.» «Bien, le entregaré caballo, armas y todo cuanto necesite.» Entonces ella volvió a su habitación y dijo a Thibaut:  «Señor, vos iréis con el sultán.» Su hermano se arrodilló suplicando: «Por Dios, hermana, haced que yo vaya con él.» «No lo haréis —comentó ella—, porque la cosa sería demasiado manifiesta.»

XVIII

El sultán partió y Thibaut con él y llegaron frente a sus enemigos. El sultán le entregó todo cuanto era menester. Por la voluntad de Dios, tanto hizo Thibaut para ayudar al otro, que en poco tiempo derrotó a los enemigos del sultán. Mucho lo tomó éste en aprecio. El sultán volvió vencedor y condujo gran cantidad de prisioneros con él. Llegó hasta donde se encontraba la dama y le dijo: «Por mi fe, señora, mucho me felicito por vuestro prisionero. Si quisiera obtener gran cantidad de tierras aquí, se las daría con gusto.» Ella respondió: «Señor, no lo haría sin ir contra su fe.» Entonces se callaron. Pronto vuelve ella y le dice: «Señor, estoy encinta y enferma.» «¡No me alegraría más por el aumento de tantas tierras como las que ahora tengo, señora!» «No he comido ni bebido nada que tuviera sabor para mí desde que os fuisteis, y dice mi prisionero más viejo que si no me voy a tierra más segura, moriré.» «¡No deseo vuestra muerte por nada del mundo! Pensad a qué tierra queréis ir y yo os haré conducir hasta allí.» «Señor, no me importa dónde con tal de que sea fuera de esta isla.» El sultán mandó preparar una nave muy hermosa y proveerla de vino y alimentos. «Me llevaré a mi prisionero viejo y al joven, así jugarán delante de mí al ajedrez y a las tablas; me llevaré también a mi hijo para que me distraiga.» Y ¿qué será del tercer prisionero? Prefiero que os llevéis a éste en lugar de los otros dos, pues no hay lugar en tierra o sobre el mar donde él no os defienda, si fuera necesario.» «Señor —contestó—, no me importa llevármelo.» La nave fue preparada y se hicieron a la mar. Tan pronto como los marineros se encontraron en alta mar, éstos dijeron a la dama: «El viento nos lleva hacia Brindisi.» Y ella respondió: «Dejaos llevar por el viento, pues yo sé francés y os conduciré bien por todas partes.»

XIX

Llegaron apaciblemente a puerto y desembarcaron. La dama dijo a los prisioneros: «Quiero que recordéis lo convenido, pues tengo aún poder para regresar si así lo deseo.» Ellos respondieron: «Nosotros no decimos nada que no estemos decididos a cumplir.» «Señores, ved aquí a mi hijo? ¿qué haremos con él?» «¡Sea bienvenido, con gran alegría y gran honor!» «Mucho he quitado al sultán arrebatándole mi cuerpo y su hijo, no quiero despojarle de ninguna más de sus cosas.» Volvió a la nave donde se encontraban los marineros y les dijo: «Volved y decidle al sultán que le he quitado mi cuerpo y su hijo, que he sacado de su prisión a mi padre, a mi esposo y a mi hermano.» Los marineros se apenaron mucho y tan pronto como pudieron, regresaron.

XX

El conde se preparó; bien tuvo con qué con lo que obtuvo de los mercaderes y con lo que los templarios le prestaron gustosos de lo suyo. Se prepararon, salieron de allí y llegaron a Roma.  El conde, junto a toda su familia, llegó ante el papa. Todos se confesaron con él y cuando éste lo hubo escuchado todo, experimentó gran alegría por las obras y el milagro que Dios realizaba en su tiempo. Bautizó al niño que recibió el nombre de Guillaume, después devolvió a la dama a recta cristiandad, confirmó a ésta y a su esposo en legítimo matrimonio e impuso a cada uno penitencia por sus pecados. Luego se fueron y llegaron a su país donde eran muy esperados. Fueron muy festejados.

XXI

La nave salió de Brindisi y llegó a Almería contando las noticias que tanto desagradaron al sultán, quien amó menos a la hija que con él había quedado. Ésta, no obstante, creció y se hizo muy hermosa.

XXII

Cuando el conde estuvo de nuevo en Ponthieu armó caballero a su hijo. En poco tiempo multiplicó sus bienes, pero vivió poco. En una gran fiesta a la que asistió el nuevo conde de Ponthieu, estuvo también un alto señor de Normandía que se llamaba Raoul des Praiax. Este Raoul tenía una hija muy hermosa. El conde de Ponthieu habló tanto que consiguió la boda de su sobrino Guillaume con la hija de Raoul que no tenía ningún otro heredero. Guillaume se desposó con ella y fue señor de Praiax. Hubo gran alegría en el país y Thibaut, por la voluntad de Dios, tuvo dos hijos de su esposa. El hijo del conde Ponthieu murió, por lo que hubo gran duelo, mientras que el conde de Saint-Pol vivía. Los dos hijos de Thibaut estuvieron esperando los dos condados que por fin consiguieron. La buena dama vivió en gran penitencia y Thibaut como un gran gentilhombre.

XXIII

Ocurrió después que la hija que había permanecido con el sultán creció con gran belleza y fue llamada la Bella Cautiva. Un turco muy valiente que servía al sultán, llamado Malakin de Baudas, vio a la joven, la deseó, y así dijo al sultán: «Señor, en recompensa a mis servicios, os solicito un don.» «¿Qué es, Malakin?», preguntó el sultán. «No me atrevo a decirlo, señor, pues ella es de origen más elevado que yo.» «Decidlo abiertamente», comentó el sultán. «Señor, concedeme a la Bella Cautiva, vuestra hija.» «Os la daré con mucho gusto Malakin.»  Se la dio y éste se desposó con ella y se la llevó a su país en medio de gran honor y gran alegría, y según atestigua la historia, de ella nació la madre del cortés Saladino.

*FIN*


Relato medieval
Traducción de Esperanza Cobos Castro


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