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La historia de la ficción

Niveles de realidad en la obra literaria


E. L. Doctorow

1. Históricamente, existió algo parecido a una guerra de Troya, incluso, de hecho, a varias guerras de Troya, pero la que escribió Homero en el siglo VIII a. C. es la que nos fascina, porque es ficción. Los arqueólogos dudan de que alguna guerra de Troya haya comenzado porque alguien llamado Paris raptara a alguien llamada Helena en las propias narices de su esposo griego, o de que haya habido un gran caballo de madera repleto de soldados que finalmente salieron de él y vencieron. Y esos dioses particularizados que dirigieron la guerra por propio interés, desviando flechas, incitando iras humanas, cambiando las voluntades y manejando los hilos, habrán mantenido ocupados a griegos y troyanos por años y años, pero carecen de autoridad en nuestro mundo monoteísta, y no encontramos rastros de ellos en las excavaciones que se realizaron en el noroeste de Turquía, donde los arqueólogos encontraron pedazos y huesos y fragmentos de proyectiles de lo que pudo haber sido la Troya real.

Pero a Homero (o el elenco de poetas que escribieron bajo el nombre de Homero) o bien se le dio por la fantasía politeísta o fue el genial adaptador de un sistema de metáforas cosmológicas que nadie -ni Dante ni Shakespeare ni Cervantes- jamás alcanzó a emular en su pura demencia imaginativa. Si uno lee los hexámetros de Homero se encontrará con dioses hechos a imagen y semejanza del hombre -celosos, mezquinos, con carga erótica, muy dispuestos a la venganza, con proclividades específicas de género femenino o masculino, con capacidades que los dotan de un poder que utilizan así en la tierra como en el cielo.

¿Pero quién está dispuesto a otorgarle a La Ilíada crédito histórico? La evidencia sugiere que la epopeya homérica fue transmitida de generación en generación, oralmente. Los hechos históricos que se narran provienen de tiempos remotos y se funden con la enceguecedora revelación del bardo.

2. La Sociedad Ricardo III en Inglaterra (con sucursal en Estados Unidos) querría recuperar la reputación de este hombre de los daños que le hizo William Shakespeare con sus calumnias. Shakespeare tomó su retrato de un rey deforme y asesino múltiple de Raphael Holinshed, cuya crónica estuvo profundamente influenciada por el relato de Tomás Moro, un propagandista Tudor -entre otras cosas, los Tudor habían puesto fin a la dinastía de los Plantagenet, y al propio Ricardo, en la batalla de Bosworth Field en 1485.

Los ricardianos aseguraban que su rey no era la criatura deforme que retrató Shakespeare. Decían que los asesinatos atribuidos a Ricardo -específicamente aquel de sus dos sobrinos encerrados en la Torre- son algo de lo que se carece de pruebas. En cambio, hallaron evidencia de que era un buen rey que gobernó sabiamente. Sin embargo, lo que sea que haya sido Ricardo, y cuán injustamente haya sido mitologizado, es ahora, y ha sido por siglos, el polvo al que todos volveremos, y hay una verdad más alta para la autorreflexión de toda la humanidad en la visión shakespeariana de su vida que el que cualquier conjunto de datos puede proveer. La enorme popularidad de esta obra granguiñolesca, desde su primera representación hasta la actualidad, proviene de la realidad que representa: el hecho de que todos los hombres pueden pretender una existencia anticipatoria. Ahora sabemos, admitiendo a medias nuestra rara fascinación por ese asesino de hombres, mujeres y niños, vengativo e inmensamente vital, que se trata del arquetipo del alma torturada, para la que nunca habrá refugio en los infiernos de su descontento.

Qué son capaces de hacer los hombres por poder, qué muerte monumental y cuánta devastación son capaces de producir al servicio de un espíritu monárquico y maligno es algo que exhiben espectacularmente los acontecimientos del último siglo que pasó. Así es que si el Ricardo III de Shakespeare puede ser desoído por la instrucción que brinda, la identificación profética de una clase de posibilidad humana ha sido registrada con lenguaje inimitable.

3. Napoleón, como protagonista de La guerra y la paz de Tolstoi, más de una vez está descrito con “manos gorditas y pequeñas”. No podía sentarse en la montura del caballo de modo “bien o firme”. De él se cuenta que es “bajito”, con “músculos gordos… piernas cortas” y un “rotundo estómago”. Y que olía siempre a “Eau de Cologne”. El tema aquí no es la exactitud de la descripción de Tolstoi -que no parece muy alejado de las de relatos no ficticios- sino su selección: otras cosas que pudieron decirse de este hombre no se dijeron. Lo que nos obliga a atender la incongruencia de un emperador brioso en el cuerpo de un gordito francés. Este es el punto. La consecuencia de tal disparidad entre forma y contenido puede ser contada en los soldados muertos por todo el continente europeo.

Es una estratagema del novelista así como del dramaturgo para simbolizar físicamente la naturaleza moral de un personaje. Se nos presenta, merced a Tolstoi, un Napoleón pomposamente megalomaníaco.

En una escena del “Libro Tres” de La guerra y la paz, cuando los conflictos franco-rusos llegaron al crucial 1812, Napoleón recibe a un emisario del zar Alejandro, un tal general Balashev, que viene a ofrecer la paz. Napoleón monta en furia: ¿no cuenta él después de todo con un ejército numéricamente superior? Él, no el zar Alejandro, será quien dicte los términos. Por haber entrado en una guerra en contra de su voluntad, destruirá Europa si su voluntad es frustrada. “¡Es lo que ganaron por haber alienado mi voluntad!”, grita. Y luego, escribe Tolstoi, Napoleón “caminó de un lado a otro de la habitación, sus hombros gordos se movían nerviosamente”. Tolstoi trabajó e investigó en la reconstrucción histórica, pero la composición del relato es enteramente suya.

4. Homero era Homero, un bardo a finales de la Edad de Bronce. En la Edad de Bronce, los relatos eran un medio fundamental para recopilar y transmitir conocimiento: eran la memoria pública; preservaban el pasado, instruían a los jóvenes, y creaban una identidad comunal. Así que estábamos preparados para hacer concesiones. Pero las hacemos también con esos otros escritores de aquella era, los escritores y redactores de la Biblia Hebrea. Para ellos, como para Homero, no existía nada semejante a un estilo puramente fáctico; no había una educada observación del mundo natural que no fuera creencia religiosa, ninguna historia que no fuera leyenda, una información práctica que no resonara en lenguaje elevado. Al mundo se lo percibía encantado. La Ilíada cuenta con muchos dioses; en la Biblia, desde luego, hay un único Dios a quienes los escritores bíblicos otorgan autoridad. Pero sea bajo muchos dioses o bajo un solo Dios, los relatos en este período se presumían verdaderos por el solo hecho de ser narrados. El propio acto de contar un cuento tenía una presunción de verdad.

Hacemos concesiones con Shakespeare, también, pero por la única razón de que es Shakespeare. En el período isabelino la inspiración religiosa se desprendió del hecho científico, la verdad debía probarse ahora por observación y experimentación, y el hecho estético era una producción autoconsciente. La realidad era una cosa, la fantasía otra. Dios estaba institucionalizado, y en un mundo desencantado merced al conocimiento racionalista y empírico, los relatos ya no eran los medios fundamentales del conocimiento. A los narradores, a quienes relataban los cuentos, se les reconoció que eran mortales, por más que algunos de ellos hayan sido inmortales, y un relato podía ser de veras creído y tomado por cierto, pero ya no lo era simplemente por el solo hecho de ser contado.

Hoy sólo los niños creen en los cuentos: creen que son ciertos por el hecho de que se los cuentan y punto. Los niños y los fundamentalistas. Esto da cuenta de los dos mil años de decadencia de la autoridad de la narración.

5. El siglo XIX indicó, de modo más claro que la época isabelina, que el escritor ya no tenía el status de revelación divina. El Napoleón de Tolstoi se despliega en un volumen de casi mil trescientas páginas. No es el único personaje históricamente verificable. Está también el general Kutuzov, comandante en jefe de las fuerzas rusas, el zar Alejandro, el conde Rostopchin, el gobernador de Moscú. Son presentados como si formaran parte del mismo protoplasma de los familiares de Tolstoi. Esta fusión del dato empírico y la ficción existe dentro de un mundo panorámico, como en La Cartuja de Parma, de Stendhal, o Los Tres Mosqueteros, de Alejandro Dumas, donde figura el Cardinal Richelieu, y de un modo no muy favorable.

En la Norteamérica del siglo XIX, la audacia histórica de los novelistas tendía a estar un paso más allá. Hawthorne en The Blithedale Romance, su novela sobre el experimento trascendentalista utópico de Brook Farm, traza un retrato exacto de la protofeminista Margaret Fuller, aunque le endilga otro nombre. Así que procede con la circunspección, o la sonrisa audaz, del roman à clef. Pero la audacia bajo otra forma, la audacia como principio rector, se halla en la novela sobre la Guerra Civil de Stephen Crane, La roja insignia del coraje, un relato de alguien que estuvo ahí hecho por un escritor que nunca estuvo ahí. Y el proyecto más estrafalario es desde luego Moby Dick de Melville, donde la divina bestia que rige un universo indiferente se compone con los sucios materiales del comercio ballenero.

Común a todos los grandes practicantes del arte de la narrativa en el siglo XIX es la creencia en el poder de la ficción como sistema legítimo de conocimiento. Mientras que el escritor de ficción, o de cualquier otra forma, puede ser visto como un transgresor arrogante, no es más que un conservador del sistema antiguo en su arte de organizar y compilar el conocimiento que llamamos relato. En su corazón, el narrador pertenece a la Edad de Bronce, y en definitiva vive gracias a ese discurso total que antecede a los vocabularios especiales de la inteligencia moderna.

Una cuestión pertinente aquí es si su fe en lo que hace es justificada. Si bien los narradores bíblicos atribuían su inspiración a Dios, los escritores parecen pensar en una especie de poder personal. Mark Twain señaló que nunca escribió un solo libro que no se haya escrito él solo. Y Henry James, en su ensayo El arte de la ficción, describe su propia energía como “una inmensa sensibilidad que convierte los propios movimientos del aire en revelaciones”. Aquello que el novelista es capaz de hacer, asegura James, es “adivinar y separar lo que está oculto de lo que es visible”.

Su talento, su don, parece proceder de su propia naturaleza, inherentemente solitaria. Un escritor no tiene credenciales, salvo su autoconciencia de serlo. A pesar de los programas universitarios sobre escritura, no hay institución que le pueda dar a un escritor una matrícula que lo habilite a ejercer, nada equivalente a lo que le puede suceder a un médico que obtiene su título en la Facultad de Medicina. Son especialistas en nada. Están libres. Pueden usar los descubrimientos de la ciencia, las poéticas de la teología. Están libres para usar leyendas, mitos, sueños, alucinaciones, y los murmullos de la gente loca o pobre de la calle. Nada es excluido, y menos la historia.

6. Durante los últimos treinta años, muchos novelistas y dramaturgos han incursionado en el campo histórico. Lincoln aparece en muchas novelas; y figuras tan distintas entre sí como Sigmund Freud, J. Edgar Hoover y Roy M. Cohn aparecen en roles principales o marginales; hay novelas sobre escritores, Virginia Woolf, el propio James, por ejemplo, lo que, me parece, implica una justicia poética.

Desde luego que el escritor tiene una responsabilidad, sea solemne o satírica, en realizar una composición que sirva para revelar una verdad. Pero la novela no se lee como un diario: se lee como se escribe, con ánimo libre.

Una vez que se escribe la novela, la presencia histórica de la que habla se desdobla. Tenemos a una persona, tenemos su retrato. No son lo mismo, no pueden serlo.

7. ¿Qué papel desempeñan en todo esto los auténticos historiadores? Si bien los historiadores de la Asociación Histórica Estadounidense probablemente piensen que los novelistas que utilizan material histórico son algo así como los trabajadores indocumentados que cruzan la frontera por la noche, sin embargo todos los narradores guardan entre sí un parecido natural, sea cual fuere su vocación o profesión.

Roland Barthes, en un ensayo titulado Discurso histórico, concluye que el tropo estilístico de la narrativa histórica, la voz objetiva, “se vuelve una forma particular de ficción”. En la medida en que todo texto tiene una voz, la voz impersonal, objetiva del historiador narrativo es su marca de fábrica. La presunción de factualidad subyace a toda la documentación que han sabido reunir, y entonces a esa voz le creemos. Es la voz de la autoridad.

Pero ser conclusivamente objetivo es no tener identidad cultural, es existir en una soledad existencial, como si no se tuviera un lugar en el mundo. Las investigaciones históricas cuentan con muchas fuentes, pero deben decidir qué es relevante y qué no, para que cumplan sus propios fines. Deberíamos reconocer el grado de creatividad de esta profesión, que va más allá de la inteligencia y la erudición. “No hay hechos en sí mismos”, decía el viejo y peludo Nietzsche. “Para que un hecho exista, antes debemos darle significado.” La historiografía, como la ficción, organiza sus datos, para enfatizar significados. La matriz cultural en la que trabaja el autor condiciona siempre su pensamiento.

Sin embargo, reconocemos la diferencia entre buena historia y mala historia, así como entre una buena y una pésima novela.

El historiador erudito y el novelista indocumentado hacen causa común como obreros de la Ilustración. Son confrontados con falsas historias, pervertidas por propósitos políticos. Porque la “Historia”, desde luego, no es algo puramente académico. Es también algo urgente y candente. “Quien controle el pasado controlará el futuro”, decía otro grande, George Orwell, en 1984.

El novelista trabaja para comprender que la realidad es susceptible de cualquier interpretación que se le haga.

El historiador y el novelista trabajan para deconstruir las visiones compuestas y tradicionalmente transmitidas de sus sociedades. El historiador erudito lo hace gradualmente, el novelista más abruptamente, con sus imperdonables (pero excitantes) transgresiones, mientras escribe y va trazando su camino adentro, alrededor y por debajo de la obra de los historiadores, animándola con las palabras que se convierten en la carne y la sangre de gente que vive y que siente.

La consanguinidad de los historiadores y de los novelistas es algo que demuestran los recientes esfuerzos de reputados historiadores que, por sentirse constreñidos en su disciplina, han escrito novelas. Un biógrafo presidencial no encontró otro modo de cumplir su trabajo que nutriéndose de los vuelos de una fantasía que no puede justificar sus fuentes. No deberíamos sorprendernos por estos cruces de fronteras. ¿A qué escritor, de cualquier género, no le gustaría ver y penetrar en lo oculto e invisible?

FIN



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