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La inundación

[Cuento - Texto completo.]

Isak Dinesen

Durante el primer cuarto de siglo pasado estaban de moda los lugares cercanos al mar, incluso entre los habitantes del norte de Europa, donde perduraba la idea de que el mar personifica al Demonio, enemigo frío, voraz y tradicional de la humanidad.

El espíritu romántico de la época se deleitaba con las ruinas, los fantasmas y los lunáticos, y consideraba a una noche de tormenta pasada en el campo, o a una lucha de pasiones profundas, como un goce mayor que la comodidad de un salón o la armonía de un sistema filosófico. Lo que más reconciliaba y unía a los individuos era la grandeza de un escenario costero asomado al mar inmenso.

Las señoras y caballeros más distinguidos de aquella sociedad abandonaban las sombras de sus parques y jardines para pasear por las playas desiertas y contemplar las olas indomables. La proximidad de alguna embarcación hundida constituía tema favorito para una jira; llamaba particularmente la atención ver los restos del buque náufrago aparecer en la bajamar como un esqueleto endurecido, negro y salobre. Tales lugares eran elegidos por los artistas para colocar sus caballetes y pintar.

En la costa occidental de Holstein sobresalió y floreció por espacio de veinte años el balneario de Norderney. A través de los caminos arenosos, flanqueados por las dunas, llegaban continuamente coches elegantes con baúles y cajas. En otros llegaban distinguidas señoras, cuyos disfraces y felpillas se hinchaban con la fresca brisa, frente a los hoteles y las casas de campo, pequeñas y acogedoras.

El duque de Augustenburg, con su bella esposa, su hermana y el príncipe de Noer honraban con su presencia aquel lugar. La hacendada nobleza de Schleswig-Holstein y los apoderados de las antiguas casas comerciales de Hamburgo y Lübeck, que poseían su peso en oro, buscaban juntos el camino de la naturaleza. Los aldeanos y pescadores de Norderney empezaron a considerar la avalancha de visitantes como una especie de monstruo gris, terrible y sin fe. Había un paseo amplio y bien cuidado, un club, y un cenador en el jardín donde tenían lugar citas y reuniones en las largas tardes de verano.

Señoras con hijas casaderas, gastadas por estéril espera en las ciudades de provincia y en la misma corte, recibían complacidas los galanteos junto a la playa soleada o autorizaban a las jóvenes a dar sus primeros pasos en el camino del amor. Jóvenes caballeretes levantaban montañas de arena en la espaciosa playa. Los ancianos alargaban indefinidamente sus discusiones políticas o dinásticas, sentados cómodamente en el club con un vaso de fino ron al lado. Mientras tanto, las jóvenes esposas buscaban algún rincón solitario entre las dunas, algún lugar donde identificarse con la naturaleza. Buscaban tranquilidad y quietud, para mirar despacio a la luna llena, asomada al alto cielo de las noches de verano. El aire tenía un vigor que estimulaba los corazones.

Heinrich Heine, que visitaba con asiduidad el balneario, sostenía que el olor a pescado de cuantas personas habitaban tales lugares tenía fuerza suficiente para proteger la virtud en las jóvenes hijas de los pescadores de Norderney. Pero había narices y corazones para los que aquel olor espeso y salobre era embriagante como el olor de la pólvora en un campo de batalla. Había también en Norderney un pequeño casino donde se daban cita las coquetas peligrosas. Celebraban con frecuencia bailes, y en las tardes apacibles tocaba una orquesta en la terraza.

La princesa de Augustenburg dijo a Herr Gottigen una de las tardes más agradables de la temporada, sentados los dos en la terraza:

—Éste es un lugar espléndido para despejarse de las preocupaciones de la ciudad y recuperar la vitalidad y energías perdidas. Esta brisa marina atraviesa mi sombrero y mis vestidos y llega hasta mi carne y mis huesos. Mi corazón y mi espíritu están caldeados por el sol y salados por la mar.

—¿Con sal ática? —preguntó Herr Gottigen. Luego, mirándola, añadió—: ¿Como los bacalaos?

La princesa de Augustenburg no supo distinguir en las palabras de Herr Gottigen el tono de sátira que encerraban.

Durante el verano de 1835 ocurrió en el balneario de Norderney una terrible catástrofe. Una tormenta que procedía del suroeste fue desviada por el viento hacia el norte, fenómeno que no ocurre sino una vez cada cien años. Una tremenda masa de agua se volcó sobre las tierras del oeste. El mar rompió los diques en dos lugares diferen^ tes y por allí penetraron las aguas enfurecidas. Se contaron por centenares las cabezas de ganado vacuno y lanar que perecieron ahogadas. Alquerías y graneros se venían abajo como castillos de naipes, ante el avance incontenible y asolador de las aguas. Muchas personas perdieron la vida en lugares tan alejados como Wilsum y Wredon. Comenzó una tarde. La calma era desusada y el ambiente cada vez más sofocante. El aire calentaba y el cielo se fue tiñendo de un extraño color. Olía a azufre. Resultaba imposible distinguir la línea divisoria entre el cielo y el mar. El sol desapareció en una confusión de luces y sombras. Las olas parecían una enorme medusa que huyera hacia la play. Fue una tarde inquietante, sin duda, durante la cual sucedieron muchas cosas en Norderney.

Por la noche, las personas que no habían permanecido despiertas, despertaron aterradas por un rugido extraño que se acercaba rápidamente. ¿Sería posible que el mar hubiera encontrado de pronto semejante voz? Por la mañana todos comprendieron que el mundo había cambiado, aunque nadie fuese capaz de explicar en qué había consistido el cambio.

El ruido no permitía hablar, ni siquiera pensar. Nadie podría predecir los estragos que causaría el mar alborotado y proceloso. La espuma de las aguas saladas parecía confundirse con el cielo. Las olas se sucedían unas a otras, cada una más alta y furiosa que la anterior. El aire era frío y desagradable.

Llegó la noticia de un barco que había encallado cuatro millas al norte, pero nadie se aventuró a salir. El anciano general Von Brackel, que había presenciado la ocupación del este de Prusia por los ejércitos de Napoleón en 1806, y el también anciano profesor Schmiegelow, médico de la casa principesca de Coburgo, que había estado en Nápoles en la época del cólera, se aventuraron a distanciarse un poco del balneario, y desde una pequeña colina contemplaron la escena en silencio. La tormenta iba remitiendo entonces; hasta el jueves no tendría lugar la catastrófica inundación.

En esta época no eran muchos los forasteros que estaban en Norderney. La temporada estaba terminando y muchos de los huéspedes habían marchado antes de la tormenta. La mayoría de los que quedaban preparaban a toda prisa la retirada. Las jóvenes apretaban el rostro contra los cristales de las ventanillas de sus coches ansiosas de llevarse con una última mirada una imagen cabal de aquel escenario salvaje. Sabían que se alejaban de un lugar donde corrían grave peligro. Cuando la carroza del barón Goldstein, de Hamburgo, salió despedida de la carretera y fue a estrellarse contra el dique, todos comprendieron que había llegado el momento de actuar sin dilaciones, y acudieron lo más rápidamente que les fue posible.

A última hora del día, al comienzo de la noche, el mar rompió los diques. Unos diques enormes, calculados para resistir las más fuertes presiones del mar. Por un hueco de casi media milla entraron las aguas impetuosas y alborotadas del mar. Los aldeanos se despertaron al oír el triste bramido de los animales. Al bajar de la cama y poner los pies en el suelo advirtieron que el piso estaba cubierto de agua, fría y sucia, de barro. Era agua salobre del mar. La misma que bañaba los acantilados de Dover. El mar del Norte había venido a visitarlos. Estaba subiendo rápidamente. En una hora, los muebles y demás enseres de las modestas familias estuvieron flotando sobre el agua dentro de las casas, chocando con las paredes. Cuando amaneció, la gente, desde los tejados de las casas, observó acongojada el cambio experimentado en las tierras de alrededor. Arboles y arbustos parecían sembrados en un campo gris y movedizo, y una gruesa espuma amarilla bañaba las grandes extensiones de los trigales en plena curación: la cosecha sobre la que tantas cábalas y tantas esperanzas habían cifrado los campesinos unos días antes de la tormenta.

Había habido otras inundaciones de este tipo. Algunos ancianos podían contar a los jóvenes cómo fueron sacados de sus casas cuando eran todavía níños, salvados sobre balsas por sus madres, empalidecidas por el dolor y el susto. Y la honda impresión que producían los animales vacunos, luchando por salir de las casas anegadas, desapareciendo luego bajo las aguas enfurecidas. Entonces perecieron multitud de campesinos y muchas casas quedaron arruinadas y perdidas. El mar hacía jugadas como ésta de vez en cuando. La inundación permaneció muchos años en la memoria de los habitantes de la costa. En los comentarios que se hacían durante los veranos se hablaba de ella como de un accidente terrible y odioso. En los anales de la provincia fue designada con el nombre de «inundación del cardenal», denominación debida a que entre aquellas gentes arruinadas y atemorizadas sobresalió una figura preeminente, una especie de ángel custodio que consolaba y ayudaba a los infortunados. Los aldeanos recordaban aquella figura prodigiosa que les acompañó constantemente en los momentos difíciles, como una gran luz blanca destacada sobre las negras olas. El cardenal Hamilcar von Schestedt había pasado parte del verano en una pequeña casa de pescadores, a alguna distancia del balneario, dedicado a ordenar los apuntes de muchos años de su vida para un libro sobre el Espíritu Santo.

Con Joaquín de Flora, nacido en 1202, el cardenal sostenía que mientras el Libro del Padre nos fue legado con el Antiguo Testamento y el del Hijo con el Nuevo, el Testamento de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad estaba aún por escribir. Ésta había sido la tarea de toda su vida. Se había criado en occidente y había conservado durante una larga vida de viajes y de trabajos espirituales su amor por los paisajes costeros y por el mar. En sus horas libres solía hacer, según el ejemplo del mismo san Pedro, largos viajes acompañando a los pescadores en sus botes y observando su penoso trabajo. En su modesta vivienda tenía solo un criado o secretario llamado Kasparson, antiguo actor y aventurero, excelente y útil compañero del cardenal, que hablaba varios idiomas y se había dedicado a toda clase de estudios e investigaciones. Ocupado por entero en el servicio del cardenal parecía un Sancho Panza para un noble caballero de la Iglesia.

El nombre de Hamilcar von Schestedt era famoso en toda Europa. Creado cardenal tres años antes, a los setenta años, era una flor extraña nacida sobre el antiguo árbol de la familia Schestedt. Noble familia, que había vivido durante muchos siglos dedicada únicamente a la guerra y a cuidar sus tierras. La única nota destacada de ella era que después de muchos tanteos y experimentos se habían sometido a la Santa Iglesia Católica Romana. Era una raza testaruda. Después que se fijaba en su mente una idea era muy difícil arrancarla de su cabeza. El cardenal tenía nueve hermanos y ninguno de ellos había demostrado inclinación a la vida espiritual, a excepción del cardenal. Era como si todo el talento de la casta se hubiera ido reuniendo lentamente hasta brotar de pronto todo junto en la persona del cardenal.

Tal vez una mujer importada del exterior había dejado la semilla de algún pensamiento en la raza antes de convertirse en una Schestedt, o quizá alguna idea adquirida en un libro había influido en el joven antes que aprendiera que los libros y las ideas no significan nada. El talento extraordinario del joven Hamilcar fue reconocido no solo por su propia familia, sino también por su tutor, que a su vez lo había sido del mismo príncipe heredero de la corona de Dinamarca. Tuvo un gran acierto en llevar al joven a París y a Roma. En estas ciudades la nueva luz del genio floreció súbitamente con una fuerza irresistible. Se contaba una anécdota según la cual cuando el joven sacerdote fue presentado al pontífice, Su Santidad vio en sueños que aquel muchacho había sido designado por la Providencia para devolver los extensos países protestantes a la Iglesia católica.

Pero los eclesiásticos habían tratado al joven con severidad; desconfiaban de sus ideas, de los poderes que se le atribuían, de sus visiones, de su inmensa piedad, que abarcaba tanto al pecador y al desgraciado como a los virtuosos y a los potentados. Sin embargo, tanta severidad no le hirió lo más mínimo; en su naturaleza estaba muy arraigada la virtud de la obediencia. A esto unía un gran amor por la ley y por el orden. Quizás en definitiva ambas cosas convergían en una sola: para él todo parecía posible y fácil. El propio papa dijo hablando de él:

—Si después de la destrucción de nuestro mundo actual, hubiera que encargar a algún ser humano la reconstrucción y formación de un mundo nuevo, la única persona en la que confiaría sería mi joven Hamilcar.

Al enterarse de la confianza que Su Santidad tenía en sus cualidades se persignó dos o tres veces seguidas. Cuando obtuvo la confianza de la Iglesia se convirtió en un hombre de mundo, en el pleno sentido de la palabra. Con la misma facilidad se movía entre los reyes que entre los proscritos. Fue enviado a las misiones de Méjico donde consiguió una gran influencia entre los indios y los mestizos, hasta el punto que todos creían que tenía el don de hacer milagros.

Durante su estancia en Norderney las gentes de la costa le atribuían extrañas posibilidades. Después de la inundación hubo quien dijo que le habían visto caminando sobre las olas. Naturalmente él estaba muy lejos de creer en los milagros que le atribuían, máxime cuando al comienzo de los acontecimientos estuvo a punto de perecer.

Cuando los pescadores de la aldea, ante los progresos de la inundación, acudieron en demanda de su ayuda, encontraron su vivienda anegada y destruida por las aguas. Su fiel servidor Kasparson había resultado muerto al hundirse la vivienda. El propio cardenal quedó mal herido, y durante los trabajos de rescate llevó en la cabeza una venda empapada en sangre. A pesar de esto el anciano trabajaba con un coraje sin igual, en el intento de salvar a los inundados.

Repartió todo su dinero entre los perjudicados. La suya fue la primera contribución a los fondos que después se incrementarían con lo recaudado en toda Europa para los afectados por la inundación. Pero el efecto que su presencia causaba entre ellos tenía más fuerza y procuraba más consuelo que el dinero.

Demostró gran conocimiento en el arte de gobernar y dirigir un bote. Aquella gente creía que una embarcación donde estuviese él jamás podría naufragar. Bajo su dirección remaban por entre las casas inundadas, y las mujeres saltaban a los botes desde los tejados con los niños en brazos. De vez en cuando les recitaba con voz clara párrafos del «Libro de Job». Una o dos veces que el bote fue golpeado por los grandes maderos que flotaban sobre las aguas y estuvo a punto de zozobrar el anciano cardenal levantó los brazos al cielo, y como si desde allí recibiera poderes para restablecer el equilibrio, la barca volvía a su estado normal. Cerca de una alquería, vieron un perro atado con cadena a su perrera. El animal había saltado al techo, pero ya su refugio estaba inundado por las aguas. Cuando un hombre se acercó para desatar la cadena el perro le mordió furioso. El anciano cardenal viró el bote y habló al animal mientras soltaba la cadena. El perro saltó dentro del bote, se apretó contra las piernas del anciano y ya no se separó de él. Muchas personas fueron puestas a salvo antes de lo que podían haber supuesto los del balneario.

Este comportamiento noble y desinteresado jugó un gran papel y ejerció una influencia insospechada en la gente que acudía al balneario, acostumbradas todas ellas a una vida cómoda y sin complicaciones. En los momentos de peligro quedaron admirados del valor y arrojo de aquel hombre singular. En el balneario había pequeños barcos destinados a cortos viajes de placer, pero pocos de sus propietarios sabían manejarlos. Aquella noche la mayoría de las embarcaciones avanzaban a la deriva sobre lo que había sido el amplio paseo, ahora totalmente inundado.

El molino de viento constituía una buena señal con sus altas aspas, duras e inflexibles; era como una gran cruz negra y destartalada sobre el firmamento. Allí se habían reunido un buen número de personas esperando la llegada de las barcas de salvamento que regresaban con las personas que habían quedado incomunicadas por la terrible inundación. En el primer viaje no hubo lágrimas ni señal alguna de bienvenida, ya que las personas salvadas eran extranjeras. La última barca del equipo de salvamento trajo la noticia de que aún quedaban cuatro o cinco personas a las que no había sido posible acomodar en la embarcación. Los marineros se miraron unos a otros sin pronunciar palabra. Aquellos hombres estaban extenuados, y por otra parte, conocían muy bien la marea y el mar de fondo de aquellas aguas. No pronunciaron palabra, pero bastaron las miradas para ponerse de acuerdo. Estaban decididos a no embarcar de nuevo. Tal vez el cansancio del cuerpo había quebrantado los sentimientos de heroísmo y de humanidad que anidaban indudablemente en los corazones. O quizá vieran en aquel mar agitado los presagios de una muerte segura. Pero permanecían firmes, sin hablar una sola palabra, mirándose unos a otros, afianzándose cada vez más en su resolución de no hacerse de nuevo a la mar en aquellas circunstancias.

De espalda a ellos estaba el cardenal Hamilcar, entre un grupo de mujeres y de muchachos. Como si hubiera adivinado la resolución en sus rostros y en sus corazones, también guardó silencio por unos instantes. De súbito se volvió y clavó su mirada en los recién llegados. Hasta él mismo pareció por unos momentos dispuesto a demorar e incluso abandonar la empresa. Bajo la venda, sus ojos inquirían en aquellos hombres con una expresión singular y misteriosa. No había comido durante todo el día. Pidió algo de beber y le ofrecieron un jarro con una bebida estimulante. Se volvió al agua, y con tono resuelto y sosegado habló con ella:

—Eh bien. Allons, allons.

Estas palabras del cardenal resultaron ininteligibles para aquellos hombres. Era un término usado por los cocheros de la nobleza, educados en el extranjero y adiestrados convenientemente para conducir troncos de cuatro caballos.

A medida que caminaba en dirección a la barca y la gente del balneario le abrían paso, hubo algunas señoras que comenzaron a batir palmas. Personas que solo conocían el heroísmo fingido en los escenarios, aplaudían el gesto del anciano cardenal como hubieran aplaudido a un héroe en el teatro. El cardenal Hamilcar se detuvo por unos momentos al oír los aplausos. Hizo una ligera inclinación de cabeza, con exquisita ironía, a la manera de un artista en escena. Sus miembros estaban tan torpes y embotados que precisó la ayuda de otras personas para poder saltar al interior de la barca.

La embarcación no regresó hasta bien entrada la tarde del jueves. Sobre aquel ancho paisaje se había extendido durante todo el día una oscuridad lívida, de muerte. Lo que antes había sido una franja ondulante de tierra, se había convertido ahora en una inmensa llanura gris y triste en todo lo que la vista podía alcanzar. Nada parecía estar seguro. Para los corazones angustiados de los aldeanos, que remaban sobre sus campos de trigo y sobre sus praderas, esta mutación de lo que había sido hasta entonces la seguridad de sus vidas resultaba insoportable. No podían resistir la contemplación de tamaña ruina, y trataban de evitarla en cuanto les era posible.

Las nubes parecían colgadas sobre las aguas. La pequeña barca, moviéndose pesadamente, parecía avanzar aprisionada entre la masa de agua que tenía debajo y la masa de nubes negras que amenazaban caer sobre ella. Todo era desolación y angustia. El anciano cardenal Hamilcar sacaba fuerzas de flaqueza para alentar y consolar al reducido grupo de aldeanos que habían decidido colaborar valientemente con él en aquella empresa difícil y heroica.

Las cuatro personas rescatadas de las ruinas de Norderney estaban sentadas en popa, blancos los rostros como cadáveres.

La primera era la anciana miss Nat-og-Dag, dama soltera de gran riqueza, último vástago de una familia ilustre. Su nombre significaba «Noche y Día». Andaba muy cerca de los sesenta años. Hacía algún tiempo que su mente se había trastornado con la idea de que siendo como era una dama de la más estricta virtud, su conducta la hacía merecedora de ser considerada la más pecadora de todas las mujeres de su época. Tenía consigo una muchacha de dieciséis años, la condesa Calypso von Platen Hallermund, sobrina del poeta y erudito del mismo nombre. Estas dos mujeres, aunque serenas en el peligro, daban la impresión de estar totalmente ajenas a la muerte de los demás, con egoísmo más propio de la aristocracia venida a menos. Era como si hubiera dentro de la pequeña embarcación una pareja de tigresas. La joven totalmente salvaje, y la vieja con apariencias aún más peligrosas de haber sido domesticada. Ninguna de las dos daba muestras del menor miedo.

Mientras somos jóvenes la idea de la muerte o del fracaso nos resulta intolerable; ni siquiera admitimos la posibilidad del ridículo. En esa edad, en la que miramos todas las cosas por una sola cara del prisma de la vida, todo nos parece fácil y conquistable. Tenemos fe inquebrantable en nuestro destino y en la imposibilidad de que pueda aparecer obstáculo alguno que se interponga en nuestro camino. A medida que vamos entrando en años nos parece acercarnos a la certeza de que todas las cosas son contrarias a nosotros, y poco a poco nos llega el convencimiento de que nuestro fracaso radica en la misma naturaleza de los acontecimientos y ya no nos preocupamos de lo que nos suceda ni de la forma en que acontezca. Nivelando una y otra actitud, se obtendría una medida justa.

Miss Malin Nat-og-Dag, indiferente al destino, unía el privilegio de la juventud a un optimismo que la confiaba en que nada malo podía sucederle. Es dudoso, incluso, que ella hubiese considerado alguna vez que tenía que morir.

La joven, casi una adolescente, encogida junto a miss Malin Nat-og-Dag, con las trenzas negras sueltas y despeinadas sobre la cara, observaba extasiada todo lo que estaba aconteciendo a su alrededor; los rostros de sus compañeros, los movimientos de la barca, el aspecto desesperanzador del agua alborotada llegaron a sugerirle que ella era allí una impasible divinidad de los mares.

La tercera persona rescatada era un joven danés, Jonathan Marsk, que había sido enviado a Norderney por su médico para recuperarse de un duro ataque de melancolía.

La otra era la criada de miss Malin. Ésta yacía postrada en lo hondo de la barca, demasiado asustada para atreverse a levantar la mirada más arriba de las rodillas de su señora.

Estas cuatro personas, arrancadas de las garras de una muerte cierta y espeluznante, todavía no podían considerarse completamente seguras.

Cuando la barca pasó a poca distancia de los edificios de una granja anegada, de los que solo los tejados asomaban sobre las aguas, observaron la presencia de seres humanos que les hacían señales desde lo alto de uno de los caserones.

Los aldeanos convertidos en barqueros de salvamento quedaron sorprendidos. Sabían que a primera hora había sido enviada una barcaza a aquel lugar.

Bajo la mirada angustiada de todos, que habían visto niños entre los náufragos, cambiaron de dirección, y con grandes dificultades se acercaron a las edificaciones inundadas. Vieron entonces cómo un pequeño granero, del que solo se divisaba el tejado, cedió súbitamente desapareciendo ruidosamente bajo las aguas. Jonathan Marsk se incorporó y durante unos momentos trató de seguir con la mirada los trozos de muro desmoronados. Luego se sentó de nuevo. Su rostro había palidecido.

La barca consiguió acercarse hasta que halló un saliente donde sujetar las amarras. Encontraron a dos mujeres, una anciana y otra joven, un muchacho de dieciséis años y dos niños pequeños. Tres horas antes había ido por ellos una barca, pero todos prefirieron aprovecharla para poner a salvo a la vaca, la ternera y algunos productos de la granja. Resistieron heroicamente, con manifiesto peligro de sus vidas, sobre las aguas que crecían a su alrededor. A la anciana le habían ofrecido un lugar junto a los animales, pero ella se negó rotundamente a abandonar a su hija y a sus nietos.

La barca no podía en modo alguno soportar una carga adicional de cinco personas más. Había que decidir sin demora alguna qué pasajeros cederían sus puestos a la familia de la granja. Los que quedaran sobre el tejado tendrían que permanecer allí hasta que la barca regresara de nuevo. Teniendo en cuenta que ya estaba oscureciendo y era posible que no enviaran otra nueva barca hasta el amanecer, el regreso no podría asegurarse hasta pasadas seis o siete horas. La cuestión más grave, sin embargo, era si la casa resistiría tanto tiempo.

El cardenal se incorporó, miró a todos los que le acompañaban en la embarcación, y dijo en tono resuelto y en voz alta para que todos pudieran oírle:

—Yo cederé mi puesto a uno de esos pobres náufragos.

Estas palabras del cardenal causaron impresión en todos. Por nada del mundo querrían regresar a tierra sin él. Soltando los remos alzaron los brazos hacia el cardenal implorándole que permaneciera con ellos. Pero el anciano no atendía tales ruegos:

—Aquí, como en cualquier otro sitio, estoy siempre y me entrego gozoso en las manos de Dios. Creo que mi obligación es quedarme aquí y ceder mi puesto a uno de estos náufragos. Tal vez Dios me haya enviado hasta aquí en el último viaje de mi vida.

Ante la actitud del cardenal y su resolución firme de dejar su puesto en la barca a una de aquellas personas, todos se convencieron de que nada más se podía hacer y no quedaba otro remedio que confiarse ellos también y seguir al prelado en su suerte.

Miss Malin, asombrada y conmovida por la heroica actitud del cardenal, decidió acompañarle, y la joven dijo que si la había seguido durante tanto tiempo no iba ahora a dejar sola a su mejor amiga.

El joven Jonathan Marsk pareció despertar de un profundo sueño, y se dirigió al cardenal con estas palabras:

—También yo estoy dispuesto a quedarme en su compañía.

En el último momento la sirvienta de miss Malin prorrumpió en sollozos, protestando de que ella no estaba dispuesta a dejar sola en semejante peligro a su señora. Estaban ya ayudándola a levantarse cuando su señora le lanzó una mirada semejante a la que le habría dirigido si estuviese a punto de hacer un buen envite jugando a los naipes.

—Muchacha —dijo—, nadie te necesita aquí. Además, tal vez llegues a contraer matrimonio, y debes cuidarte para ese futuro. La miró con cariño antes de despedirse:

—Buenas noches, Mariechen.

No resultaría fácil para las mujeres pasar desde la barca hasta donde se encontraban los náufragos.

A miss Malin la colocaron los hombres sobre el tejado como quien coloca un espantapájaros en un campo sembrado de trigo. La joven, pequeña y flexible, la siguió con la agilidad de un gato.

El perro negro, al ver que el cardenal abandonaba la barca, ladró quejumbrosamente y saltó de pronto hasta el tejado.

Llegó el momento de que la familia de la granja abandonara el molesto y peligroso refugio para pasar a la barca. No lo hicieron hasta después de despedirse de los que quedarían en su lugar, derramar sentidas lágrimas, besarles las manos repetidas veces y desearles un sinfín de bendiciones.

La anciana insistió en entregarles una pequeña linterna de establo con un par de velas de sebo, un botijo de agua, un barril de ginebra y un pan negro de los que hacen los aldeanos de Westerlands.

La barca se puso en movimiento y pronto hubo un canal de agua sucia entre la barca y la casa. Desde el tejado, los nuevos y voluntarios náufragos contemplaban cómo la barca se iba alejando lentamente. Debido al exceso de carga se movía con lentitud por aquellas aguas, siempre en aumento. Las ramas de los altos álamos cercanos a la casa flotaban sobre la corriente que, de vez en cuando, los sacudía con violencia. El cielo, que durante todo el día se había extendido como una tapa plomiza sobre la tierra, tomó de pronto un color más oscuro para dar paso a un rojo flameante que se reflejó durante breves minutos sobre el mar.

Los rostros de quienes iban en la barca se volvieron hacia el tejado hasta que estuvieron tan lejos que empezaron a perderles de vista, y entonces levantaron los brazos en saludo de despedida y agradecimiento.

El cardenal, de pie sobre el tejado, levantó solemnemente los brazos al cielo y dio su bendición a los que se alejaban. Miss Malin agitó un pequeño pañuelo. Pronto la barca desapareció haciéndose una sola cosa con el mar y el aire.

Como cuatro marionetas sujetas al mismo hilo, los cuatro náufragos voluntarios se miraron unos a otros en silencio. Miss Malin se encontró satisfecha de sus compañeros. El cardenal bajó la cabeza y durante breves instantes adoptó una actitud reflexiva. Parecía hallarse en lugar seguro después de un día a merced de las aguas agitadas del mar; o en una atmósfera de paz y seguridad después de largas horas entre los aldeanos angustiados; como si todo peligro hubiera pasado para él, y pudiese ahora entregarse tranquila y sosegadamente a disfrutar de la compañía de sus iguales. Lentamente su actitud pasó de ser la de un acompañante a ser la de un compañero más. Levantó la vista. Dirigió una sonrisa a los otros náufragos, y con tono cariñoso dijo despacio:

—Hermanos: me congratulo y me felicito muy cordialmente por hallarme entre personas valientes y esforzadas. Estoy pensando en las horas que con el favor del Todopoderoso he de pasar en vuestra compañía. —Ahora se dirigió directamente a miss Malin para decirle—: Señora, en nada me sorprende vuestra gallardía. Conozco mucho de vuestra noble raza. Fue precisamente un Nat-og-Dag quien en Warberg, cuando cayó herido de muerte el caballo en el que cabalgaba el rey, saltó precipitadamente del suyo propio y se lo entregó al monarca con estas palabras: «Para el rey, mi caballo; para el enemigo, mi vida; para el Señor, mi alma». Fue un Svinhoved, si mal no recuerdo vuestro ilustre abuelo, quien en la batalla naval de Koege, antes que exponer la flota danesa al peligro de ser también incendiada, por llevar su barco fuego a bordo, prefirió luchar hasta el último momento, y cuando las llamas alcanzaron el polvorín murió junto con toda su tripulación. —Miró a su alrededor y exclamó—: Dicen las Sagradas Escrituras: «Bienaventurados los que tienen el corazón puro porque ellos verán… —hizo una pausa para reflexionar— …la muerte». Verán indiscutiblemente el rostro de la muerte. Nuestros padres fueron educados a lo largo de los siglos en el manejo de las armas y en la lealtad para con su rey; y nuestras madres, en la virtud.

Nada había podido decir el cardenal con más acierto para fortalecer los corazones de aquellas dos mujeres. Solo el joven Jonathan Marsk, el único burgués entre ellas, hizo un gesto de protesta. A pesar de todo no pronunció palabra. Penetraron en una habitación de la casa que todavía no había cedido a la acción destructora de las aguas. Intentaron cerrar la puerta, pero como estaba desplomada, se movía a un lado y a otro. El cardenal preguntó a las dos mujeres si podrían hallar alguna cosa con que sujetar la puerta. La muchacha joven se acordó de la cinta con la que había tenido sujeto el cabello, pero le había desaparecido. Entonces miss Malin sacó una liga bordada.

—El mérito de una liga está en estirarse, no en encogerse. La hermana de esta liga que ahora mismo está siendo santificada por vuestras manos está en la bóveda del mausoleo real de Stuttgart.

—Señora —dijo inmediatamente el cardenal—. Estáis hablando de manera frívola, impropia de vuestra edad y de vuestra alcurnia. Os ruego que no habléis ni penséis de esta forma. Nada santifica, nada puede ser santificado si no lo es por la mano de Dios. El delega en los hombres, en sus ministros, la potestad de bendecir, pero la santidad, la santificación es obra única y exclusiva de Dios al posar su mirada divina sobre las virtudes de los hombres, de sus santos. Habláis como una persona que pronunciara la mitad de las notas de la escala y dijese: «Do, re, mi son sagradas y santificadas, pero fa, sol, la y si son profanas». Solamente Dios elige entre sus escogidos a los que ha de hacer santos…

Cuando la puerta de la habitación se cerró, el recinto quedó sumido en una profunda oscuridad, interrumpida únicamente por el débil resplandor de la linterna colocada en el suelo. La estancia parecía familiar para los náufragos, como si hubieran vivido allí durante un largo espacio de tiempo. Los aldeanos habían recogido el heno recientemente y la mitad de la habitación estaba ocupada por él. Despedía un olor fino y agradable y constituía para aquellas personas cansadas un asiento cómodo, limpio y suave.

El anciano cardenal Hamilcar, completamente agotado, se tendió en el heno extendiendo su larga capa sobre él. Miss Malin le contemplaba desde el lado opuesto de la linterna. La joven se sentó junto a su amiga, con las piernas cruzadas como un pequeño ídolo oriental. El joven Jonathan Marsk ocupó su asiento junto a una escalera que había en el suelo. De esta forma estaba un poco más alto que sus compañeros de infortunio. El perro negro se mantuvo junto al cardenal. Incorporado sobre sus patas delanteras, con los oídos siempre alerta, de vez en cuando hacía un movimiento profundo como si quisiera engullir su temor y su soledad.

En esta postura permanecieron la mayor parte de la noche. Todas las sombras, salidas de un círculo cuyo centro era la linterna, llegaban hasta las vigas descarnadas. En el transcurso de la noche parecía que estas largas sombras estuvieran realmente vivas, y fueran ellas las que sostenían el espíritu y las conversaciones de aquellos seres extenuados.

El anciano cardenal Hamilcar miró a miss Malin para decirle:

—Señora, he oído en repetidas ocasiones hablar de vuestro salón, donde todos los huéspedes se benefician de vuestros desvelos para proporcionarles comodidad. Muchas veces han llegado a mis oídos noticias sobre vuestra habilidad y maestría para atender a vuestros invitados. Esta noche tenemos que recurrir a todos los medios que nos sean posibles y estén dentro de nuestro alcance para proporcionarnos comodidades en este recinto, impropio para nosotros, amenazado de ruina de un momento a otro por la acción exterminadora de la inundación. Os suplico, pues, señora, que hagáis esta noche de anfitriona y derrochéis todo vuestro ingenio y vuestra habilidad en este henil.

Miss Malin aceptó inmediatamente la sugerencia y la súplica del cardenal y tomó el mando. Durante la noche desempeñó su papel distrayendo a sus huéspedes de los raros deleites de la soledad, la oscuridad y el peligro. Miss Malin se sentaba sobre el heno como si lo hiciera sobre uno de esos taburetes que forman parte del mobiliario de las duquesas.

Hizo que Jonathan cortara el pan y lo repartiera a todos sus invitados, quienes no habían probado bocado durante todo el día. Todos saborearon con ilusión el pan negro que les fue ofrecido por el joven Jonathan. En el transcurso de la noche, miss Malin y el cardenal, exhausto por su avanzada edad y por el exceso de trabajo de la jornada, bebieron un poco de ginebra para reanimarse.

Miss Malin cumplió su cometido a las mil maravillas, haciendo mucho más de lo que se le había pedido para complacer y hacer grata la estancia y la noche a sus compañeros. El cardenal trató de pronunciar unas palabras de agradecimiento, pero apenas hubo comenzado a hablar cayó presa de un desmayo y de un desfallecimiento que pareció mortal.

Las mujeres no se atrevieron a quitarle las vendas que llevaba en la cabeza, y se limitaron a rociarla con agua. Cuando volvió en sí clavó la vista en ellas. Luego se llevó las manos a la cabeza, y cuando recobró plenamente el conocimiento se apresuró a excusarse gentilmente por las molestias que les había ocasionado. Al final añadió, tratando de explicar los motivos fundamentales de su desmayo, que había pasado un día de muchas emociones.

Sin embargo, parecía bastante cambiado; incluso, como si estuviera más delgado que antes y no hubiesen pasado unos instantes, sino varios días, tal vez varios meses.

Trató de incorporarse. Fijó sus ojos en miss Malin. Luego, como queriendo cederle parte de su responsabilidad quiso acomodarse junto a ella.

Tal vez, en este momento, convenga hacer una breve exposición sobre miss Malin Nat-og-Dag.

Queda dicho que padecía una leve enajenación mental. Aun para las personas que la conocían bien, cabía la duda de si miss Malin simulaba estos trastornos para satisfacer algunos de sus múltiples caprichos.

Pero no siempre había sido víctima de estas enajenaciones. Mujer de un gran sentido común, estudió filosofía y supo en todo tiempo desdeñar y aborrecer las pasiones humanas. Si ahora le fuera dado a miss Malin una oportunidad para elegir el retorno a su anterior estado de cordura y de razón, y tuviera capacidad para darse cuenta de lo que este ofrecimiento significaba para ella, quizá lo hubiera rechazado, teniendo en cuenta que realmente le resultaba mucho más agradable y divertido vivir un poco al margen de la vida apoyada en sus desvarios mentales.

Miss Malin era rica, aunque no siempre había disfrutado de esta desahogada posición económica. Se había criado, huérfana con unos familiares ricos, y lo único suyo que siempre había estado con ella habían sido su nombre y su gran nariz. Fue educada por una institutriz piadosa que pensó mucho sobre su concepto de la virtud femenina. En aquellos días la vida era más sencilla de como fue en años sucesivos. Podía envenenar a sus parientes y engañarles en el juego de naipes con mano hábil, pero para su institutriz seguiría siendo una honnete femme, mientras no tolerase ninguna herejía.

Las mujeres de su época podían fijar el precio de sus corazones, el de sus mentes e incluso el de sus almas; podían hasta tener tratos con el demonio; pero en lo tocante a sus cuerpos, éstos constituían y representaban el artículo de más valor para ellas. La disminución de su valor o la pérdida de su integridad era considerado en la comunidad de honnetes femmes como un pecado mortal.

En realidad, cuanto más alto pudiera una mujer elevar individualmente su precio, mayor era su estado de santidad. En la comunidad de aquellas mujeres era mejor mirada la que había conseguido hacer a más hombres desgraciados por su culpa, que la que había logrado hacerles felices.

Miss Malin, apremiada por su buena disposición, así como por su educación, adoptó una postura de recelo, pero más tarde se lanzó a la más audaz ofensiva. Fantástica y caprichosa por naturaleza, no halló razón alguna que le aconsejara la temperancia, y de este modo consiguió elevar su valor y su precio a alturas insospechadas. Por causa de esta alta valuación fue víctima de una especie de megalomanía.

Había aprendido lo que su piadosa institutriz le había leído en la Sagrada Biblia: «Todo el que mira a una mujer con malos deseos, ya ha cometido adulterio en su corazón».

Los deseos de un hombre hacia ella representaban una impertinencia y una ofensa tan grave como una violación. Solo en raras ocasiones se mostraba femenina.

Esta virgen fanática, durante su juventud no representó mal papel en sociedad. Su talento cultivado y brillante le ayudaba en todas las ocasiones para salir airosa, sin caer en el ridículo o en la irrisión. Aunque no era hermosa, tenía el don de parecerlo y, de esta suerte, en sociedad pasaba siempre por una de las bellas, mientras que otras mujeres verdaderamente dotadas de hermosura por la naturaleza pasaban inadvertidas.

Los homenajes que recibía los consideraba como un tributo justo y natural para una Nat-og-Dag; no era insensible a las aduladones y recibía con satisfacción las ponderaciones referentes a sus raras dotes para la música y la danza.

La mayoría de sus amigos eran hombres, y defendía que las mujeres le resultaban necias y estúpidas.

A pesar de esta predilección por las amistades masculinas estaba siempre alerta, como un toro de lidia ante un paño rojo, o un cruzado ante la media luna, para prevenir cualquier mirada lujuriosa. Dispuesta en todo momento a aniquilar sin piedad ni compasión al osado que se atreviera a mirarle con intención.

Miss Malin no consiguió evadirse del destino común a todos los seres humanos. También esta virgen fanática tuvo su aventura. Cuando cumplió los veintinueve años, ya doncella madura, decidió casarse. Su decisión pronto cundió por el país y miss Malin se vio rodeada por perritos falderos que ladraban a su alrededor.

Estuvo tentada de echarlo todo a rodar y abofetear a todos aquellos atrevidos que osaban cortejarla, pero siguió adelante con su resolución de contraer matrimonio. También la reina Sigrid se enamoró de un héroe cristiano, Olav Trygveson, y en la leyenda puede leerse el trágico resultado de las relaciones de estos dos corazones orgullosos.

Malin, por su parte, eligió al príncipe Ernesto Teodoro de Anhalt. Este joven era el ídolo y la admiración de su tiempo. De cuna altísima y enorme riqueza. Su madre había sido Gran Duquesa de Rusia. El príncipe Ernesto Teodoro de Anhalt era elegante y hermoso como un ángel y, como soldado, un auténtico «león de Judá». Gozaba de un corazón noble; en su naturaleza no anidaba el menor signo de frivolidad, y cuando veía que bellas mujeres morían de amor por él, el joven príncipe sentía pesadumbre y lástima. Era un fino observador. Gustaba mucho de ver y analizar detenidamente las cosas y las mujeres que se acercaban a él. El día que conoció a miss Malin, durante un buen espacio de tiempo no vio cosa ninguna, sino su hermosura.

Este joven lo había obtenido todo con demasiada facilidad. Solo con levantar su meñique había tenido a su disposición la belleza, el talento, el encanto y la virtud. En miss Malin no había encontrado nada sorprendente, sino el precio que exigía, excesivamente elevado.

Impresionó sobremanera al joven príncipe que esta mujer delgada, de nariz grande, sin dinero y dos años mayor que él, le pidiera, no solo su nombre principesco y una participación en su brillante futuro, sino también su adoración, su fidelidad para toda la vida. Algunas personas tienen una pasión invencible por los acertijos y por las adivinanzas. Pueden con toda facilidad escuchar y comprender el sentido de las cosas, e incluso percatarse de su sabiduría. Pero no lo hacen así: prefieren emplear muchas horas devanándose los sesos sobre la solución y el sentido de un acertijo que no acaban de comprender. El que al final de tanto tiempo invertido no encuentren sino resultados necios no ejerce influencia alguna sobre estas personas. El príncipe Ernesto Teodoro de Anhalt tenía esta mentalidad. Desde los años de su infancia acostumbraba a pasar horas y más horas abstraído con los acertijos y con las adivinanzas. Este pasatiempo, en su caso, era considerado como una prueba de su talento.

Cuando, finalmente, se encontró con el hueso difícil que presentaban las exigencias de miss Malin, todas las facilidades anteriores se esfumaron. Tan nervioso y preocupado se encontraba el príncipe Ernesto ante el primer obstáculo y riesgo de su vida que no se decidió a hacer proposiciones de matrimonio a Malin Nat-og-Dag hasta la última noche anterior a su marcha para la guerra. Quince días más tarde fue muerto en los campos de batalla de Jena, y en sus últimos momentos apretaba en su mano un pequeño relicario de oro conteniendo un bucle de cabello rubio. Muchas jóvenes rubias se sintieron consoladas con el pensamiento de este relicario. Pero nadie llegó a saber que entre todas las trenzas de pelo que habían pasado por sus manos, solamente este mechón de pelo de una doncella madura había sido para él como el alma de una valkiria que le elevó sobre la mediocridad. Si Malin hubiera sido católica habría ingresado en un convento después de la batalla de Jena, para salvar su alma. Pero lo único que hizo fue tomar su cruz y llevarla adelante.

Miss Malin pasó una larga temporada ausente de su sociedad. Le había calado muy hondo su desgracia y necesitaba tiempo para meditar y decidir. Como primera providencia desechó toda idea relacionada con el matrimonio.

A la edad de cincuenta años se encontró inesperadamente dueña de una gran fortuna. Hubo personas que la consideraron tan débil que llegaron a pensar que esta visita de la diosa se le subiría a la cabeza y la sacaría de la realidad.

Pero no fue así. No la sorprendió en lo más mínimo hallarse en posesión de tesoros y riquezas semejantes a las del Gran Turco. Lo que le afectó en serio fue lo que suele cambiar a todas las mujeres que cumplen los cincuenta años: el paso del servicio activo al pasivo, como mero espectador. Su fortuna le ayudó como un soplo de aire bajo las alas que le permitía volar más alto y cacarear más fuerte. Todo ello fue, naturalmente, objeto de crítica por parte de sus amistades. En su liberación había, desde luego, un tono de locura. Locura y desvarío que tomó matiz curioso. Creía haber sido la gran cortesana de su tiempo. Tomó su fortuna, su casa, sus joyas y sus enormes riquezas y honores como el precio y el tributo de su pecado, ganado todo en una larga carrera de caídas sin cuento. Debido a esto, miss Malin era en extremo generosa con su dinero, considerando que lo que había sido ganado y reunido frívolamente debía gastarse y derrocharse también con frivolidad.

No abría la boca sin hacer mención a su vida de libertinaje y de corrupción. Hasta el príncipe Ernesto Teodoro, el casto joven amante a quien ella negó un solo beso amistoso, figuraba en su colección de objetos de cera como víctima de sus artes y de su ferocidad de sirena.

Es dudoso que cualquier espectáculo pueda ser gozado y calibrado de la misma manera por las personas que pueden correr el riesgo de formar parte de él, y las que, por circunstancias de la vida, están totalmente alejadas de tal posibilidad. Resulta improbable que la anciana más piadosa pueda asistir a la quema de una bruja con el mismo sosiego con que asistiría un público masculino. Ninguna mujer joven, aunque fuera sacada de una celda de monja, podría asomarse a la imaginación de miss Malin sin miedo.

Tenía bien grabado en su mente el texto de la Biblia referente al adulterio de pensamiento, y estaba plenamente convencida de que una multitud de jóvenes distinguidos lo habían cometido con ella.

Los celos, el engaño, la seducción, el estupro, el infanticidio y la crueldad senil, con todas las perversidades del mundo humano de la pasión, eran para ella pequeñas y sabrosas golosinas que gustaba escoger, una por una, dentro de la bombonera de su mente y morderlas con fruición.

En todos sus ensueños era ella su propia heroína, la que corría a través de las esferas de los siete pecados capitales con el mismo éxtasis y embelesamiento que un niño galopa sobre su caballo. Ningún peligro ni obstáculo se oponía a sus decisiones, nada le atemorizaba ni arredraba, ningún remordimiento de conciencia era capaz de destruir su paz. Si había alguna persona de la que hablara con desdén era de María Magdalena, por no haber sabido soportar el peso de sus dulces pecados. Ella llevaba y soportaba el peso de los suyos con la destreza de un atleta. Su rostro estaba cambiando bajo los efectos de su gran revolución espiritual, y en la edad en que otras mujeres echan mano del colorido de los afeites, su indulgencia para con la debilidad humana había producido en sus facciones un color vivo, y en sus ojos, un brillo y un fulgor excitantes.

Ahora estaba más cerca de ser una mujer hermosa que lo había estado nunca. Cierto que siempre había sido tenida por una mujer encantadora, pero en realidad su aspecto tuvo siempre más del hada negra de los cuentos infantiles que de hada madrina; más de ángel vengador que de ángel bueno. Había conservado su agilidad y como bailarina podía ser aún admirada en cualquier reunión.

Esta mujer que había pasado por tantas vicisitudes y tanto había dado que hablar estaba ahora, en el brillo de su dulce locura y de su segunda juventud, sentada junto a sus compañeros de infortunio. Allí, en lo que había servido de henil a los aldeanos que ocuparan la granja, estaba miss Malin, aislada totalmente del mundo exterior, conversando animadamente con el cardenal Hamilcar.

—Cuando siendo aún niño estuve algún tiempo en Coblenza, corte del emigrante duque de Chartres —dijo el cardenal después de una larga pausa—, tuve oportunidad de conocer al gran pintor Abildgaard. Me gustaba estar con él, y en su estudio solía pasar casi todas las mañanas. Cuando acudían a él las damas de la corte para que las retratara, pues era muy solicitado por las bellas que deseaban inmortalizar su belleza, oí en repetidas ocasiones que les decía: «Lavad vuestros rostros. Quitad de ellos los coloretes, los afeites y el kohl. Si os empeñáis en pintar vuestros rostros, no podré en modo alguno hacerlo yo».

»Con frecuencia he pensado y reflexionado sobre estas palabras. Y he sacado la conclusión de que esto es precisamente lo que el Señor dice continuamente a los débiles mortales: «Lavad vuestros rostros, pues si os empeñáis en dar una gruesa capa de hipocresía sobre vuestra humildad, sobre vuestra caridad y sobre vuestra castidad, yo no podré hacer nada…».

Cuando el anciano cardenal pronunciaba estas palabras, un movimiento brusco del mar estuvo a punto de arrancar el pabellón donde se encontraban. Con aire sonriente, prosiguió:

—Realmente, esta noche el Señor está lavando nuestros rostros con sus propias manos, y en verdad que está utilizando una gran cantidad de agua. Busquemos consuelo y alivio en la idea de que no hay honor más alto ni felicidad más sublime que tener unos retratos nuestros pintados por las propias manos del Señor. Esto es lo que llamamos inmortalidad.

Miss Malin estuvo a punto de interrumpir para hacer una pequeña observación referida al rostro del anciano, cubierto con vendajes teñidos de sangre. No podía comprender el significado de tales heridas en aquel hombre de noble presencia y aspecto venerable.

El cardenal adivinó su pensamiento y habló para ella, sonriente:

—Sí, madame… El Señor se ha servido purificar mi rostro. ¿Es que no hemos oído hablar y nos han enseñado en repetidas ocasiones sobre los efectos purificadores de la sangre? Madame, me doy cuenta ahora de que es todavía más fuerte y más purificadora de lo que nos han enseñado. Y quizá mi rostro necesitara este baño. ¿Quién, fuera del Señor, sabe qué afeites y polvos he puesto yo en mi rostro durante el largo transcurso de setenta años? Verdaderamente, madame, con estos vendajes me encuentro más preparado para hacerme ese retrato de mano del Señor…

Miss Malin se ruborizó ligeramente y trató de retrasar la conversación como quien retrasa un reloj. Dirigió su mirada al cardenal y dijo:

—Estoy contenta y agradecida por no haber usado nunca en mi vida afeites ni polvos que desfiguraran mi rostro; monsieur Abildgaard hubiera podido pintarlo en cualquier momento. Pero, en cuanto a este divino retrato mío que será, según yo creo, colgado en las galerías celestiales cuando yo muera y desaparezca de este mundo, permitidme, monseñor, que os diga que nuestras ideas difieren un poco.

—Las ideas de los críticos de arte es probable que difieran —arguyo el cardenal—. De eso también aprendí mucho en el estudio de Abildgaard. En cierta ocasión vi al maestro golpeando el rostro de un gran pintor francés con una brocha de pelo de tejón llena de cadmio, todo porque no estaban de acuerdo sobre las leyes de la perspectiva. Por favor, madame, no tengáis inconveniente en discutir conmigo vuestros puntos de vista. Tal vez tenga que aprender alguna cosa de vos.

Hubo una pausa. Miss Malin miró al cardenal, sin atreverse a hablar. Luego reaccionó, animada por la sonrisa del anciano, y dijo:

—Entonces, comenzaré. ¿De dónde ha sacado la teoría de que el Señor necesita de nosotros? Ésta es una idea extraña y original, monseñor. La razón de que Él ni necesita ni busca la verdad en nosotros es obvia. El conoce el fondo de nuestros corazones, y a mi entender hallaría nuestra postura bastante aburrida. La verdad queda para los sastres o para los zapateros, monseñor. Yo, por el contrario, he sostenido siempre que el Señor tiene cierta inclinación por las máscaras y los disfraces. ¿No decís vosotros continuamente, como padres de almas, que nuestras pruebas y contrariedades son verdaderamente como bendiciones disimuladas? Y así es, a mi entender. Yo he podido comprobar que lo son más a medianoche, cuando la máscara cae. Al propio tiempo, nadie puede negar que esas bendiciones disfrazadas 10 han sido por la mano de un experto sin rival. El mismo Señor, con vuestro permiso, me parece a mí que estuvo enmascarado durante el tiempo en que tomó nuestra carne y vivió entre nosotros. Verdaderamente, si yo hubiera sido la hospedera de las bodas de Caná, tal vez me hubiera sentido agraviada un poco por el milagro.

—Realmente —siguió miss Malin—, de todos los monarcas de los que yo he oído hablar, el que más llegó, a mi juicio, al espíritu verdadero de Dios fue el califa Harón de Bagdad, quien, como sabéis, tenía un gusto y afición especial por los disfraces. Si yo hubiera vivido en sus días, me hubiese prestado al juego con él. Si en mi vida hubiera tenido que representar el papel de diosa, lo último que hubiera pedido a mis adoradores hubiera sido la verdad. «Haced poesía —les hubiera dicho—, haced uso de vuestra imaginación, disfrazad y desfiguradme siempre la verdad ante mi presencia». Vuestra verdad aparece demasiado pronto, monseñor, y eso es el fin del juego. Y ahora —continuó la anciana señora—, ¿qué me decís, monseñor, sobre la modestia femenina? Con seguridad que es una buena cualidad, y ¿qué es sino un engaño? Teniendo en cuenta que aquí hay un joven y una doncella, puedo deciros que todas las mujeres se dividen según la belleza de sus piernas. Aquéllas que tienen unas piernas bonitas y que conocen la verdad oculta para ser más dulces que todas las ilusiones, son verdaderamente mujeres galantes. Son las que nos miran cara a cara, las que tienen el auténtico coraje de una buena conciencia. Pero si esas mismas piernas las cubren con pantalones, ¿adonde va a parar su galantería? Los jóvenes de nuestros días usan pantalones tan estrechos que se ven obligados a mantener dos criados para que les ayuden a ponérselos…

—Y difícil que resulta esa tarea —dijo el cardenal, pensativo.

Hizo una inclinación al cardenal en señal de respeto y luego continuó con estas palabras:

—Os pido perdón, monseñor, por haber estado hablando tanto tiempo.

—Madame —dijo el cardenal gentilmente—, no os excuséis. He sacado enseñanzas de vuestra conversación, aunque no me han convencido vuestros razonamientos para hacerme creer que tenemos realmente la misma forma de pensar. Este mundo nuestro es como el juego de niños del pan y del queso. Siempre queda algo debajo. ¡La verdad, el engaño! ¡La verdad, el engaño! Cuando el califa se disfrazó como uno de sus súbditos pobres, todo su oculto esplendor no hubiera justificado la broma si no hubiera tenido para con su pueblo un corazón fraternal. De la misma manera, cuando nuestro Señor estuvo durante treinta años disfrazado como el hijo de un carpintero, no hubiera tenido razón ni sentido el disfraz si Él no hubiese llevado en el pecho un corazón humano, e incluso, madame, una simpatía por los catadores del buen vino en aquellas bodas… La mujer aguda y graciosa, madame, escoge para su vestido de carnaval uno que revele ingeniosamente algo de su espíritu o de su corazón, algo que concuerde con su vida de cada día. Cuando una mujer se pone una máscara de horrorosa nariz veneciana, nos quiere decir que no solo lleva detrás del disfraz una nariz clásica, sino que también dispone de otras cosas por las que puede ser adorada más que por su simple belleza. Así habló el árbitro de las máscaras: «Por la máscara te conoceré».

»Pero convengamos, madame —siguió el cardenal—, en que el día del Juicio no habrá, como algunos necios anuncian, tiempo para despojarnos de nuestros pobres intentos de engaño, de los que el Señor conoce ya hasta el más mínimo detalle, sino que aquélla será la hora en la que el mismo Dios Todopoderoso dejará caer la máscara. ¡Y qué momento más terrible! ¡Oh, madame! No serán demasiado aunque tengamos que esperar la llegada del Juicio final un millón de años. El cielo sonará y resonará con risas, puro e inocente como un niño, claro como una novia, triunfante como el fiel guerrero que tiene a sus pies las banderas del enemigo vencido…

Hubo una ligera pausa. El cardenal miró a su alrededor y dijo:

—Pero, madame, ¿no nos ha preparado el Señor aquí el día del Juicio en miniatura? Pronto llegará la medianoche. Concedamos que sea la hora de la caída de la máscara. Si no es vuestra máscara o la mía la que ha de caer, supongamos que sea la máscara del destino y de la vida. Pronto nos tendremos que enfrentar con la muerte sin máscara de ninguna clase. Entretanto no tenemos otra cosa que hacer sino recordar lo que la vida es en realidad. Venid, madame, y también vosotros, jóvenes. Como no seremos capaces de conciliar el sueño y aquí nos encontramos sentados con relativa comodidad, contadme quiénes sois y narradme la historia de vuestra vida, sin reparo de ninguna clase.

El anciano se dirigió a Jonathan Marsk, y le dijo:

—Tú saltaste a la barca con peligro de hacerla zozobrar, a la vista de este edificio medio anegado por las aguas. Noté en tu mirada cierta duda, pero al final tu noble corazón pudo con aquellos recelos, después de todo justificados, y te decidiste a poner tu vida en peligro por salvar a los pobres aldeanos que pedían nuestro socorro.

Eres indudablemente de corazón noble. Tal vez por tus años, todavía pocos, hayan pasado ya aventuras y experiencias que merezcan nuestra atención, e incluso también nuestro estudio y meditación.

El joven Jonathan Marsk miraba fijamente al anciano cardenal sin atreverse a pronunciar ni una sola palabra.

—Tal vez —continuó el cardenal— algún orgulloso edificio de tu vida se haya desmoronado también ante tus ojos. Cuéntanos cuéntanos.

Añadió luego:

—También he observado hace unos momentos, cuando hablé de la pureza de nuestra sangre, que temblaste al escuchar mis palabras, tanto como ante la vista de este henil. Tal vez seas partidario de las ideas revolucionarias de nuestra generación. No te imagines, sin embargo, que yo soy extraño a dichas teorías. Yo estoy más cerca de ellas de lo que tú puedas imaginar. Pero apartemos de nosotros toda discrepancia en cuestión política, que pueda distanciar nuestros corazones en momentos tan difíciles. Acércate más a mí. Yo hablaré tus propias palabras. Y ahora que haya entre nosotros libertad, igualdad y fraternidad, las tres cosas necesarias, aunque la mayor y más importante para nosotros sea la fraternidad. O tal vez estés gimiendo, hijo mío, bajo el triste peso de la bastardía. Pero ¿quién mejor que el bastardo necesita alzar la voz y preguntar quién es? Ten fe y confianza en nosotros. Cuéntanos ahora, antes de que amanezca, la historia de tu vida.

El joven al oír estas palabras, alzó la vista para mirar la cara del cardenal. La dignidad de los modales del anciano había impresionado a todos desde el primer momento. El joven estaba fascinado por la extraña luz de sus ojos. Por breves instantes los dos se miraron fijamente. El color apareció en las pálidas mejillas del joven. Emitió un hondo suspiro, y dijo con leve voz:

—Sí, les contaré mi historia. Tal vez la pueda comprender mejor cuando la recuerde con palabras. No puedo desobedecer a la gentil y cariñosa invitación que acabo de recibir.

Miss Malin intervino en la conversación:

—Abre tu corazón, mi joven amigo.

El joven dirigió su mirada a los tres compañeros, y dijo:

—Contaré mi historia. La Historia de Timon de Assens.

—Si ustedes han vivido en Copenhague —comenzó diciendo— habrán oído hablar de mí, pues allí fui yo cierto tiempo tema de conversación general. Tan popular entre toda clase de público, que incluso me dieron un nombre. Me llamaron Timón de Assens. Tenían su punto de razón en el apodo, puesto que yo procedía de Assens que, como ustedes sabrán, es una pequeña ciudad, puerto de mar en la isla de Funen. Allí nací, de familia muy conocida y considerada.

»Mi padre era el patrón Clement Marsk, y mi madre se llamaba Magdalena; poseían una bonita casa con jardín, dentro de la ciudad. Yo no sé si les parecerá curioso o peregrino que durante el tiempo que viví en Assens no pasara por mi imaginación que pudiera haber cosa alguna que me dañara o perjudicara. Tampoco pensé nunca que pudiera haber alguien que se ocupara de mí. Me pareció, por el contrario, que mi labor estaba en mirar al mundo desde lejos. Mi padre navegaba, y durante muchos veranos yo también navegué con él. Entonces tuve ocasión de llegar hasta Portugal y Grecia. Cuando me encontraba en el mar, el barco y el cargamento eran las únicas cosas por las que teníamos que preocuparnos, y a los dos nos parecían las cosas más importantes que pudiera haber en el mundo. Mi madre era una mujer encantadora. Aunque me moví durante cierto tiempo dentro de la alta sociedad, nunca encontré otra mujer igual, ni en sus miradas ni en sus modales. Ella no acompañaba a las demás mujeres de los patrones, ni iba nunca a las casas de las familias vecinas. Su padre había sido ayudante del gran botánico sueco Linné, y para ella, las flores y todo lo que las rodeaban era lo más importante, y su entretenimiento con ellas lo de más utilidad que pudieran hacer los seres humanos. Durante el tiempo que estuve con ella mantuve la creencia de que las plantas, las flores y los insectos eran las únicas cosas del mundo de importancia, y que los seres humanos estaban en él solamente para cuidar de aquéllos. En el jardín de Assens vivimos mi madre y yo lo que siempre he denominado un idilio. Nuestros días no conocieron sino inocencia y placer.

Miss Malin, que había estado escuchando atentamente, ávida siempre ante cualquier clase de narración, interrumpió al joven por unos instantes, dio un leve suspiro y dijo:

—Yo sé mucho sobre idilios. Mais moi je n’aime pas les plaisirs innocents.

—En Assens —prosiguió Jonathan— tenía un amigo. Al menos, yo por tal le consideraba. Era un muchacho inteligente, llamado Rasmus Petersen. Tenía dos años más que yo y me sacaba en altura la cabeza. Estuvo para hacerse clérigo, pero tras ciertas turbaciones y remordimientos abandonó sus propósitos de abrazar la vida eclesiástica. Cuando estuvo en Copenhague, como estudiante, fue preceptor en muchas casas grandes. Siempre tuvo por mí gran interés y, sin embargo, a pesar de que yo le admiraba, nunca me sentí a gusto en su compañía. Era agudo y penetrante como una hoja de afeitar. Cuando llegué a los dieciséis años habló con mi padre sobre que me convenía ir con él a Copenhague. Allí podría estudiar bajo la dirección de profesores bien preparados que él conocía. Siempre mantuvo que yo era un muchacho inteligente.

—¿Y lo eras? —preguntó miss Malin con sorpresa.

—Desgraciadamente, no, madame —repuso Jonathan.

Siguió la narración de la historia:

—Cuando fui por primera vez a Copenhague me encontré muy solo y aburrido. Al principio no tenía nada que hacer. Me pareció que allí había demasiada gente. Y al propio tiempo pensé que aquella gente no quería nada conmigo. Cuando hablaba con alguien unos momentos, generalmente se apartaban de mí. No obstante, después de algún tiempo me llamaron la atención y me atrajeron poderosamente los grandes invernaderos de los palacios reales y de las casas nobles. Entre éstos, los más renombrados eran los del barón Joachim von Gersdorff, gran mayordomo de Dinamarca y un gran botánico. Había viajado por toda Europa, la India, Africa y América, y recogido y coleccionado plantas raras de todos los países. ¿Han oído hablar de él anteriormente, o le conocen? Procede de una familia rusa. Su riqueza es tan grande que no se ha conocido otra igual en Dinamarca. Poeta, músico, diplomático, seductor de mujeres, aun en aquellos años en que ya era anciano. Pero no por ninguna de estas cualidades, con ser todas ellas tan distinguidas y destacadas, llamaba este hombre la atención. El barón Joachim von Gersdorff era conocido en todas partes por ser un hombre moderno. Podría decirse que la moda se había hecho, al menos en Copenhague, lacayo del barón Gersdorff. Cualquier cosa que él hiciera era repetida por todo el mundo. Pero no entra dentro de mi intención describirle. Todos ustedes saben muy bien, al menos así lo imagino, lo que significa un hombre popular y mundano. Rasmus me consiguió un permiso para penetrar en el invernadero del barón. No había ido sino un número reducido de veces, cuando una tarde me encontré con el barón Gersdorff en persona. Rasmus nos presentó. Me saludó en forma amistosa y se me ofreció para enseñarme personalmente aquel lugar, labor que hizo con toda paciencia y benevolencia. Después de aquel día, casi siempre me encontré con él. Me encargó la labor de catalogar todos los cactos que tenía. Los dos pasamos muchos días juntos en aquel cálido invernadero. Me agradaba mucho su conversación porque hablaba bien documentado sobre flores e insectos, ya que había visto y estudiado mucho sobre botánica en sus largos viajes por las distintas partes del mundo. Una tarde, mientras le leía un tratado sobre el tubo del epiphyllum, cogió mi mano y la sostuvo entre las suyas. Cuando terminé de leer levantó la vista y me dijo:

»—Dime, Jonathan, ¿qué tengo que darte por tus honorarios como investigador?

»Me sonreí y le contesté diciendo que no creía haber hecho nada excepcional.

»—¡Dios sea bendito! —dijo.

»Poco después de aquel día comenzó a hablarme sobre mi voz. Me dijo que la tenía notablemente dulce y me pidió que le autorizara para hablar con monsieur Dupuy con el objeto de que me diera lecciones de cantó.

Miss Malin preguntó ahora con cierta incredulidad, ya que la voz del narrador era baja y áspera:

—Pero ¿tenía de verdad una voz dulce y amable?

—Sí, madame. En aquel tiempo tenía yo una voz muy bonita. Mi madre me había enseñado a cantar.

—Ah —repuso miss Malin—. No hay en el mundo nada más agradable que la voz de un joven. Cuando estuve en Roma conocí a un muchacho llamado Mario que tenía una voz de ángel. Estuve precavida y recelosa porque temía que aquella voz angélica rompiera con todos los obstáculos y con todas las resistencias que yo ponía para convertirme a la Iglesia de Roma. Desde mi banco pude contemplar cómo un oyente derramaba abundantes lágrimas de emoción cuando Mario elevaba su voz con estas palabras: «Vete lejos de mí, Satanás». Aquel día salí emocionada del recinto.

Hubo una pequeña pausa. Miss Malin miró a Jonathan y dijo:

—¿Dice que llegó a dar lecciones de canto y alcanzó a ser un virtuoso?

Jonathan con una sonrisa contestó:

—Así es, madame. Di mis lecciones de canto. Y como tenía una gran afición a la música trabajé mucho y conseguí hacer progresos. A principios del tercer invierno, el barón, que por esta época no solía charlar conmigo, me llevó a las casas de sus amigos y allí me rogó que cantara para que ellos me oyeran. Cuando llegué por primera vez a Copenhague acostumbraba a pasear por el exterior de las casas durante las tardes, con el objeto de ver las flores de los jardines, los candelabros de los vestíbulos y las muchachas jóvenes cuando se apeaban de sus carruajes. Ahora entraba en todas partes y las señoras eran conmigo muy amables. Tuve el honor de cantar en la corte, en presencia del rey Federico y de la reina María. Recuerdo que la reina me sonreía muy amablemente. En aquellos momentos consideraba estos pensamientos: «Cuán engañadas están aquellas personas que dicen y creen que los aristócratas en las ciudades no gustan de ninguna otra cosa fuera de sus riquezas y sus honores mundanos». Yo puedo asegurar que todas aquellas damas y caballeros amaban la música tanto como yo, si no más, y olvidarían cualquier cosa por ella. ¡Qué sublime es el amor por la belleza…!

Miss Malin intervino para hacer una nueva pregunta:

—¿Se enamoró?

—En cierto sentido yo estaba enamorado de todas —contestó Jonathan—. De sus ojos caían lágrimas cuando yo cantaba. Me acompañaban al arpa, o en los dúos. Quitaban las flores que llevaban en la cabeza y me las entregaban. Pero quizá yo estuviera enamorado de la condesa Atalanta Danneskjold, la más joven de las hermanas Danneskjold, a las que llamaban «los nueve cisnes de Samso». Todo aquel invierno fue para mí como un sueño delicioso. ¿No sueñan ustedes algunas veces que pueden cantar la nota que quieren, y recorrer arriba y abajo toda la escala musical, como los ángeles la escala de Jacob? Yo a veces sueño eso mismo, incluso en la actualidad. Pero en la primavera ocurrió lo que consideré una gran desgracia, un terrible infortunio, aunque he de confesar que en aquel entonces no sabía lo que significaban ni desgracia ni infortunio. Caí enfermo. Cuando ya iba experimentando una franca mejoría, el médico de la corte que me asistía dijo que había perdido mi voz y que no veía esperanzas de que la pudiera recobrar. Durante el tiempo que permanecí en cama después de la noticia fatal estuve preocupado por esto, no solo por el hecho de perder la voz, sino por la idea que me abrumaba de que mis amigos quedarían ahora desilusionados y la vida sería para mí triste y aburrida. Cuando recibí la visita de Rasmus Petersen no pude por menos de derramar lágrimas. Le abrí de par en par mi corazón para conseguir su simpatía en mi desgracia. Tuvo que levantarse de la silla y volverse hacia la ventana para disimular su risa. Le tuve entonces por un hombre sin corazón, y no le dirigí ninguna otra palabra.

»—Pero ¿qué te pasa, Jonathan? ¿A qué son debidas esta timidez y estas confidencias? Tengo mis razones para reír porque he ganado una apuesta. Yo sostenía que tú seguías siendo tan simple como aparentas, pero nadie lo creía. Todos creen que eres un muchacho perspicaz. Mira, amigo… No tiene la menor importancia para ti el que hayas perdido la voz…

»Yo no le comprendí nada. Creo que mi rostro empalideció, aunque sus palabras me halagaron.

»—Escúchame —continuó—. El barón Gersdorff es tu padre. No debes preocuparte por nada. Yo ya lo había adivinado antes de llevarte a su invernadero. Te había visto en algún sitio y le recordaste a un retrato que tenía él de cuando era niño, con una cabeza también como la de un ángel. Entonces le encontré más alegre y complacido que nunca, y fue cuando me dijo confidencialmente: «Nunca en mi vida he tenido un hijo. Me parece curioso en extremo el que haya encontrado uno. Hasta creo que este muchacho es verdaderamente hijo de mi carne y por ello le he de recompensar. Si supiera que su alma también es semejante a la mía, por Dios que le legitimaría y le dejaría todo lo que poseo. Si no es posible hacerle barón Gersdorff, al menos le dejaré el título de Caballero de Malta con el nombre de De Resurrección». Por esto —dijo Rasmus— el mundo elegante y las bellas de Copenhague te miman y te quieren, Jonathan. Durante todo el tiempo te han estado observando para ver si se manifiesta en ti el alma del barón Gersdorff. En este caso te convertirías en el hombre más rico y más codiciado de toda Europa del norte.

»Luego —prosiguió Jonathan con su historia— mi amigo Rasmus me contó una conversación que había sostenido con el barón Gersdorff referente a mí.

«—Tú sabes, mi buen Rasmus, que soy poeta —comenzó diciendo el barón—. Pues bien, te explicaré qué clase de poeta soy. Nunca me he puesto a escribir una sola línea sin imaginarme a mí mismo en el lugar de un poeta u otro de los que he conocido o de los que he oído hablar. He escrito poemas al estilo de Horacio y de Lamartine. Además, no soy capaz de escribir una carta amorosa sin representarme a mí mismo en la mente de Lovelace, el Corsario o Eugenio Onegine. A las damas las he adulado, adorado y seducido imaginándome ser alguno de los héroes de Chateaubriand y de lord Byron. No hay nada que yo haya hecho sin saber bien lo que hacía. Pero este muchacho, este Jonathanj me ha atraído sin yo proponérmelo. Está ligado a mí, no como una figura de Firdusi o de Qehlenschlaeger, sino como una verdadera y auténtica obra de Joachim Gersdorff. Es una cosa curiosa, digna de que la observe y medite el propio Joachim Gersdorff Es un fenómeno de extrema importancia para él. Que me demuestre él lo que es en realidad Joachim Gersdorff, y ninguna recompensa que yo pueda darle a cambio será demasiado grande. Riquezas, casas, joyas, mujeres, vinos y honores serán suyos a cambio…

»Todo esto lo oí mientras estuve enfermo en la cama. Yo no sé si mi narración parecerá extraña a todos. No sé si querrán creer que la primera impresión que estas palabras produjeron en mí fue un profundo y lacerante sentimiento de vergüenza.

»Aquella misma noche escribí una carta al barón para despedirme de él. Estaba tan lleno de hastío hacia él y hacia todo su mundo que al leer mi carta después de escrita hallé repetida nueve veces la palabra moda. Entregué a Rasmus mi carta para que la hiciera llegar a sus manos. Cuando salía, recordé que no había dicho nada sobre la fortuna que el barón estaba decidido a dejarme. Llamé a mi amigo y le rogué que participara al barón mi renuncia a todo. No podía soportar la vista de las calles. Abandonando mi lujoso alojamiento, partí en un barco hacia la pequeña isla fortificada de Trekroner, y me alojé con el comisario ordenador. Allí no podía ver más que mar. Rasmus me acompañó con mi equipaje. Durante todo el trayecto estuvo tratando de convencerme para que regresara. Teníamos que pasar por delante de la puerta del palacio de Gersdorff; tal repugnancia y aversión se apoderó de mí al ver aquel lugar que escupí, de la misma forma que mi padre, el patrón Clement Marsk de Assens, me enseñara a escupir cuando yo era muchacho. Durante unos días viví en Trekroner, tratando de hallar de nuevo el mundo que en otras épocas había sido mío. Pensé en el jardín de Assens, pero aquel jardín estaba cerrado para siempre. Una vez que se ha comido del árbol del conocimiento y se ha visto uno a sí mismo, los jardines se cierran solos. Y nosotros nos convertimos en personas de moda, como hicieron Adán y Eva cuando comenzaron a ocuparse de su propio aspecto y apariencia. Pero días más tarde vino Rasmus a verme. Había tomado un bote para llegar hasta donde yo estaba. Esto constituía para Rasmus un gran sacrificio porque siempre le había asustado mucho el mar.

»—Ah, amigo mío —dijo frotándose las manos—. Has nacido con suerte. Entregué al barón tu carta y a medida que la iba leyendo aumentaba también en extremo su alegría y satisfacción. Se puso de pie y paseó de un lado a otro. Luego exclamó: «Bendito sea Dios. Esta misantropía, esta melancolía. Qué unidas están a mí. Nunca podré olvidar que la primera semana después de convertirme en amante de la emperatriz Catalina sentí exactamente lo mismo que él siente ahora. Hablé hasta de meterme en un monasterio. Es el joven Joachim Gersdorff, pero hecho en negro, en aguafuerte. Pero, buen Dios, ¡qué poder y qué energías tiene el muchacho en sí! Nunca pensé esto de él». Después que leyó la carta por segunda vez dijo:

«¿No será él un hombre de moda? Tiene que serlo porque todos los Gersdorff lo hemos sido; así fue mi padre en la corte de la joven emperatriz. ¿Por qué mi hijo no ha de ser lo mismo? Seguramente él será nuestro heredero, el espejo de la moda, y el molde de las buenas formas».

»—’Te digo con toda sinceridad —dijo Rasmus— que tu melancolía es la moda del día. Los jóvenes elegantes de Copenhague visten de negro y hablan con desprecio y desdén del mundo, y las damas hablan del sepulcro.

»Entonces fue cuando me comenzaron a llamar Timón de Assens.

»—¿Le dijiste —pregunté a Rasmus— que no tenía interés alguno por quedarme con su dinero ni con ninguna de sus inmensas riquezas y propiedades?

»—Sí, así lo hice —repuso Rasmus— y fue tanto el agrado que recibió con las palabras en que le expresé tus deseos, que llegué a pensar en la posibilidad de que en aquellos momentos tomara la pluma y te dejara por su heredero universal. «Está bien», me dijo. «Está bien, mi hijo Timón. Vea yo cómo tú desparramas y derrochas todas estas riquezas. Demuestra al mundo tu desprecio de todo en la forma auténtica de un también auténtico Gersdorff. Que vea esto la chusma. No hay mejor advertencia o aviso para un hombre melancólico de moda. Todos te seguirán y harán un original contraste junto a tu negro profundo. Cuánto amo yo a ese muchacho —añadió—. Tengo una colección de esmeraldas raras y sin parecido alguno en toda Europa. Se las enviaré para comenzar». Y en efecto, aquí las tienes —dijo Rasmus entregándome, con gran cuidado, un estuche con joyas.

»—Pero cuando el barón oyó —dijo Rasmus— mis explicaciones sobre el momento en que escupiste a la puerta de su casa, adoptó una actitud seria y grave. Eso mismo —dijo— hice yo a la puerta de mi padre, la puerta del palacio Gersdorff de San Petersburgo. —Acto seguido mandó llamar inmediatamente a su abogado y extendió un documento en el que te reconocía a ti como su hijo y por el que te legaba toda su fortuna. Además, comenzó a hacer las gestiones para conseguirte el título de Caballero de Malta con el nombre de De Resurrection.

»En este tiempo estaba yo tan deprimido que no pensaba más que en la muerte con verdadero anhelo y nostalgia. Volví con Rasmus a la ciudad con intención de pagar mis débitos al objeto de que mi sastre y mi sombrerero no tuvieran que hablar de mí cuando estuviera muerto. Salí a dar un paseo por el puente de Langebro mirando detenidamente al agua y a los barcos, alguno de los cuales pude comprobar que venía de Assens. Esperé a que no hubiera tanto público por aquellos alrededores. Era una de las tardes claras y limpias de Copenhague. Por mi mente cruzó una barcarola de Salvadore de las que yo acostumbraba a cantar. Esto me llenó de sosiego y tranquilidad, junto con el pensamiento de que pronto desaparecería de este mundo. Mientras yo estaba por allí vi que un carruaje disminuía la marcha y se acercaba a mí. Unos momentos después, una dama vestida con encajes de color negro se llegó a donde yo estaba, miró alrededor y me habló con voz baja, como sin aliento:

»—¿Eres tú Jonathan Marsk? ¡Oh, Jonathan Marsk! —añadió—. Te conozco. Te he seguido. Te he observado mientras estabas dando vueltas por aquí. Permíteme que muera contigo. He estado mucho tiempo buscando la muerte, pero no me decidía a morir sola. Déjame que vaya en tu compañía. Soy una pecadora como Judas. Como él he traicionado, he traicionado… He sido una traidora infame que no merezco vivir más en este mundo. Ven, vámonos los dos.

»Cogió mi mano y la sostuvo entre las suyas. No tuve más remedio que deshacerme de ella y huir precipitadamente. Luego pensé: “Probablemente haya siempre en Copenhague cuatro o cinco mujeres que estén al borde del suicidio. Tal vez el número sea mayor. Si yo me he convertido, entre ellas, en el hombre de moda, ¿cómo me podré librar de ellas para morir en paz? ¿Es que he de morir ahora en compañía de la moda y dar al puente de Langebro el tono de moda? Es que voy yo a descender a las profundidades del mar en compañía de las mujeres que no conocen una sola nota musical…, y mi último gemido va a ser…”

—Le dernier cri —dijo miss Malin, con su pequeña sonrisa de bruja.

—Decidí en firme, y como la cosa más acertada, huir y separarme a toda costa de aquel mundo entusiasmado y febril que me seguía por doquier a cualquier sitio sin respetar mi deseo de soledad.

Jonathan hizo una corta pausa. Luego cogió de nuevo el hilo de su historia:

—Volví a Trekroner. Me senté en mi habitación. Aquella noche no pude comer ni beber nada.

»Inesperadamente recibí una visita del patrón Clement Marsk de Assens. Había estado en Trankebar y tan pronto como regresó me buscó hasta localizarme.

»—¿Qué es lo que he oído de ti, Jonathan? —me dijo—. ¿Van a hacerte Caballero de Malta? Yo conozco Malta muy bien. Al entrar allí, dejando a mano derecha el castillo de Sant Angelo, hay que tener mucho cuidado con las rocas que hay antes del puerto.

»—Padre —dije recordando el tiempo en que habíamos navegado juntos—. ¿Es el barón Gersdorff mi padre? ¿Conoces a ese hombre?

»—Deja a un lado —me dijo— las cuestiones de mujeres. Aquí tú eres, Jonathan, un barco para la mar, quienquiera que sea el que te haya construido.

»Entonces le conté todo lo que me había acontecido.

»—El pequeño Jonathan —me dijo—. Has caído entre las mujeres.

»Dije que realmente yo no conocía a muchas mujeres.

»—Eso no importa —me dijo—. Yo he visto a los hombres de Copenhague. Con relación a los barcos, te diré que si no fuera por las mujeres que hay en los puertos esperando por la seda, té, cochinilla y pimienta, los barcos navegarían tranquilos y serenos, satisfechos de estar en el mar y de no pensar nunca en la tierra. Tu madre —siguió después de una breve pausa— fue la única mujer que he conocido que no quería que acontecieran cosas.

»—Entonces —intervine yo— ella no tuvo éxito en sus deseos y Dios me ayuda a mí ahora.

»Le expliqué cómo el barón Gersdorff había deseado dejarme a mí toda su fortuna. Mi padre se sentía un poco duro para oírme. Solo después de algún tiempo me dijo:

»—^¿Has hablado de dinero? ¿Quieres dinero, Jonathan? Sería interesante que tú lo quisieras porque yo conozco un lugar donde hay una buena cantidad de ello. Hace ocho años arribé a una pequeña isla cerca de Haití. Bajé de mi barco para ver aquel lugar y también para coger algunas plantas raras, con el pensamiento de llevárselas a tu madre. Cuando estaba entretenido en estos menesteres me encontré con el importante tesoro del capitán L’Olonnais, que fue uno de los filibusteros. Lo saqué todo fuera, y como quería hacer ejercicio lo volví a enterrar de nuevo colocándolo en mejor orden que lo había hecho el capitán. Conozco el lugar exacto donde lo dejé enterrado. Si lo quieres, yo te lo traeré en alguna ocasión, y si no quieres disgustar al barón puedes hacerle luego un obsequio con el tesoro. Es mucho más de todo lo que el barón tiene.

»—Padre —dije sollozando—. No sabes lo que dices. Tú no has vivido en esta ciudad. Aquí ha ocurrido una cosa singular. A mí me han convertido en el hombre de moda. Yo soy ya para todos Timón de Assens. Tráeme un loro de Haití, pero no me traigas dinero alguno.

»—Creo que eres desgraciado, jonathan —dijo.

»—Soy desgraciado, padre —contesté—. He amado a esta ciudad y a su gente. Yo les he emborrachado de placer. Pero ellos llevan consigo un veneno que yo no puedo soportar. Si pienso sobre ellos ahora, estoy expuesto a vomitar mi alma. ¿Sabes de algún remedio para mi?

»—¿Cómo no? Yo conozco un remedio para todas las cosas: agua salada.

»—¿Agua salada?

»—Sí. Agua salada. En una forma o en otra: sudor, lágrimas o agua del mar.

»—He hecho pruebas con el sudor y con las lágrimas. Iba también a probar con agua salada, pero una mujer vestida de negro me lo impidió.

»—Hablas desatinadamente, Jonathan. Debes venir conmigo —agregó después de algún tiempo—. Voy a San Petersburgo.

»—No. Yo no iré a San Petersburgo.

»—Está bien. Yo voy. Tú trata de cuidarte y de ponerte bien mientras yo esté allí, porque tienes aspecto de estar enfermo. Cuando yo regrese te llevaré conmigo a alta mar.

»—Pero yo no puedo permanecer en Copenhague.

»—Bien. Vete a algún lugar que los médicos te recomienden, y yo te recogeré luego en Hamburgo.

»Y de esta forma he venido aquí recomendado por el patrón Marsk, sea mi padre o rio, para ser curado con agua salada.

—Ya, ya —repuso miss Malin cuando el joven hubo terminado su historia. Frotó sus manos finas y menudas, en señal de satisfacción y complacencia, como un niño con juguetes nuevos— ¡Vaya historia, monsieur Timón! ¡Vaya lugar éste! ¡Vaya clase de personas que somos nosotros! Yo misma he descubierto ahora mi verdadera identidad. Soy mademoiselle Diógenes y esta pequeña linterna que nos dejó aquella anciana campesina es mi famosa lámpara, a cuya luz he soñado con un hombre y le he encontrado. Tú eres el hombre, Timón. Si hubiera recorrido toda Europa con linterna posiblemente no hubiera encontrado tan exactamente lo que buscaba.

—¿Y qué queréis de mí, madame? —preguntó Jonathan sorprendido.

Miss Malin salió en seguida al paso de las posibles dudas del joven:

—Oh, no es para mí, naturalmente. No estoy en forma para hacer el amor. Te quiero para Calypso.

Miró con orgullo y ternura a la joven muchacha rubia que tenía a su lado, y luego preguntó a Jonathan:

—¿Ves a esta muchacha? No es hija mía, pero yo, por la gracia de Dios, he hecho por ella tanto como mi antiguo amigo el barón Gersdorff hizo contigo. La he llevado en mi corazón, y he suspirado con ella. Ahora se han cumplido los días en que yo tengo que entregarla y aquí tenemos el establo y el pesebre. Pero, al darla a luz necesitaré una nodriza, un aya, una institutriz, un tutor, un maestro; y quiero que seas tú todas esas cosas.

—Y ¿cuáles han de ser mis funciones? ¿Qué le he de enseñar?

—Enséñala a ser vista. Tú te compadeces y lamentas de las gentes que te miran a ti. Pero ¿qué me dirías si estuvieras acosado por la desgracia opuesta? Hay en la vida otros martirios que el tuyo, misántropo de Assens. Tal vez hayas leído la historia de los nuevos vestidos del emperador, escrita por ese brillante y prometedor autor joven que se llama Hans Andersen. Pero aquí lo tenemos al contrario: el emperador pasea con todo su esplendor, con el cetro y la esfera en su mano, y nadie en toda la ciudad osa mirarle porque creen que luego van a ser considerados incapaces e ineptos para desempeñar sus puestos y cometidos. Éste es mi pequeño emperador, el paseo que hizo un hombre malo del que yo te hablaré. Y tú, monsieur Timón, tú eres el inocente niño que gritaba: «Pero ahí hay un emperador».

»El lema de la familia Nat-og-Dag —siguió miss Malin— reza así: «Lo amargo con lo dulce». Aparte de la piedad y el recuerdo para mis antecesores, yo he participado y probado de muchos y diversos platos de la vida: la sopa con menudillos de ave de mister Swedenborg, la ensalada del amor platónico, hasta la col fermentada del divino Marquis. He ensanchado el paladar de un verdadero Nat-og-Dag. He llegado a saborearlo todo. Pero la amargura de la vida es mal alimento para un corazón joven. Sobre las praderas de Westerlands se cría una especie de carnero, que alimentado con hierba salada produce una carne de excelente gusto conocida en la culinaria mundial como pré-salé. Esta muchacha ha sido alimentada en esas llanuras saladas con hierbas amargas y con salmuera. Su pequeño corazón no ha tenido, otra cosa con qué alimentarse. Realmente es un agneau pre-salé, una pequeña corderita salada.

La joven, que había estado todo el tiempo acurrucada cerca de su antigua amiga, se incorporó cuando oyó a miss Malin comenzar la narración de su historia. Fijó en el aire unos ojos delicados y de color de ámbar que aparecían tras unas cejas semejantes a las marcas sobre las alas de una mariposa o como un par de alas mismas. Aquellos ojos eran demasiado altivos para fijarse en las personas que le rodeaban. Era la mirada de un animal peligroso, listo para saltar sobre su presa. Pero ¿cuál era su presa? ¿Adonde iba a saltar? Su presa era la vida y a ella iba a dar el salto.

—¿Han oído hablar alguna vez —preguntó miss Malin— del conde Augusto Platen-Hallermund?

Al oír este nombre la muchacha se estremeció y su rostro empalideció notablemente. Un destello de amenaza apareció en sus ojos.

—No volveré a mencionar este nombre. En lo sucesivo le llamaremos conde Serafín. Esta noche vamos a celebrar un juicio criminal contra el conde. Es hora de que se diga toda la verdad sobre el conde.

Miss Malin se dirigió al cardenal con un gesto:

—Cuando yo era niña y comencé a aprender francés, la primera frase que leía decía lo siguiente: «Le lit est une bonne chose; si l’on n’y dort pas, l’on s’y repose». Como otras muchas cosas que aprendemos durante la infancia, descubrí más tarde que aquellas frases encerraban un sofisma.

—He leído la poesía y la filosofía del conde Augusto —dijo el cardenal.

—Yo no —repuso miss Malin—. Cuando el día del juicio Final sea requerida para dar cuenta de las muchas horas malgastadas, podré replicar: «Al menos no he perdido el tiempo en leer los poemas del conde Augusto von Platen». ¿Cuántos poemas ha escrito, monseñor?

—No lo sé.

—¿Habéis leído, monseñor, lo del desdichado joven que fue convertido en perro por una bruja, y no podía ser vuelto a su ser natural hasta que una virgen pura, conocida por aquel hombre, leyese durante la noche de san Silvestre los poemas de Gustavo Pfizer sin quedarse dormida? Cuando alguien se enteró de estas condiciones dijo: «Si es así, no puedo ayudarle. En primer lugar porque no soy una virgen, y en segundo lugar porque me sería totalmente imposible leer los poemas de Gustavo Pfizer sin quedarme dormida». Si el conde Augusto hubiera sido convertido en perro por las mismas razones, yo tampoco podría ayudarle.

Después de esta pequeña distracción, miss Malin volvió a coger el hilo de su historia:

—Este conde Serafín era tío de esta muchacha, y en su casa fue recogida y criada después de la muerte de sus padres. En compañía de su tío pasó algunos años de su vida, y allí se vio forzada a ser objeto de las extravagancias del conde Serafín.

»Ahora, buenos amigos y compañeros de naufragio, trataré de iluminar la oscuridad que nos rodea contando la historia de Calypso:

«El conde Serafín —comenzó miss Malin— gustaba de meditar mucho sobre cuestiones celestiales. Los que han leído sus poemas saben que tenía el desvariado convencimiento de que a la mujer no le estaba permitido entrar en los cielos. Le desagradaban, y desconfiaba de todo lo femenino. Solo pensar en las mujeres le ponía carne de gallina. Su idea del Paraíso era una larga fila de amables y graciosos jóvenes, vestidos con túnicas blancas y transparentes, paseando de dos en dos, cantando sus poemas con acompañamiento de música. Cuando no se los imaginaba cantando, los veía discutiendo su filosofía, o absortos en sus teorías matemáticas. El estado que poseía en Angelshorn, Mechlenburg, quiso transformarlo en una especie de eliseo. En el centro de aquel territorio tenía a esta muchacha, de la que tenía dudas si podría o no pasar por un ángel. A medida que fue haciéndose una mujercita se encontró mejor en su compañía, viendo crecer en ella la hermosura y la gracia. La vestía con ropas infantiles de terciopelo y encajes, y dejó que el pelo le creciera en rizos como los de Ganímedes. Su principal ocupación estaba en querer aparecer ante el mundo como un brujo, alquimista, mago blanco, capaz de transformar a esta joven, gota de sangre del mismo demonio, según él, en el ser más semejante a los ángeles, un muchacho. Tal vez hubiera soñado en crear un ser de su misma especie, objeto inútil que no fuera ni muchacho ni muchacha, sino un puro Von Platen. Tal vez tuviera momentos en que su sangre de artista hirviera en sus venas ante esta idea. Enseñó a Ja muchacha griego y latín. Trató de inculcarle la idea de la belleza de las matemáticas superiores, y cuando le dio explicaciones sobre la infinita belleza del círculo la muchacha le preguntó:

»—Si fuera realmente tan bello y tan perfecto, ¿de qué color sería? ¿No sería azul?

»—Ah, no —contestó—. No tiene color.

»Desde aquel momento comenzó a dudar de que la niña se convertiría en un muchacho. La miraba indignado. Y cuando se dio cuenta de que su fracaso era una realidad apartó sus ojos de ella para siempre. La belleza de aquella muchacha era su sentencia de muerte. Esto ocurrió hace dos o tres años. Desde entonces ella no ha existido para él. Señor Timón, tiene usted libertad para envidiarla. Esta muchacha fue aniquilada, anonadada, desde el mismo momento en que el conde Serafín vio fallidos sus descabellados propósitos de cambiarla en un muchacho. El conde Serafín tenía predilección, pasión incontenible por la Edad Media. Su enorme castillo de Angelshorn databa de esa época, y se había esmerado en conservarlo como estaba en la época de las Cruzadas. Sus altas torres apuntaban al cielo, con una bandada de grajos a su alrededor como si fueran humo. Allí el conde escuchaba y a veces interpretaba música y practicaba el tiro de ballesta.

»Nunca leyó un libro impreso. Disponía de copias manuscritas de sus obras preferidas, encuadernadas en azul y escarlata. Le gustaba imaginarse a sí mismo como el abad de un monasterio donde solo eran admitidos monjes jóvenes de talento destacado y maneras dulces y suaves. El y sus jóvenes amigos se sentaban en bancos de roble esculpido y vestían capuchas de seda de púrpura. Su casa era una abadía en el norte, un monte Athos, al que estaba prohibida la entrada a las gallinas y vacas, incluso a las abejas silvestres por respeto y consideración hacia la reina. Pero el conde era más celoso que los monjes de Athos para sus antiquísimos manuscritos. A veces, en compañía de sus jóvenes amables, bebían vino en una calavera, con el objeto de tener bien presente el pensamiento de la muerte y de la eternidad, con especial cuidado de que la calavera no hubiera pertenecido a ninguna mujer.

Calló un instante, antes de continuar:

—Su nombre mancha y deshonra mis labios. En aquel castillo tenía que vivir su juventud esta joven, la más amable y hermosa del lugar, que estoy segura que hubiera podido adornar la corte de Venus, seleccionada entre las demás bellezas para ser guardesa y custodia de sus palomas. Pero comprendió que no existía viendo que nadie se dignaba parar mientes en ella. ¿Dónde nace la música, en el instrumento o en el oído del que la escucha? La belleza de la mujer se ha creado en los ojos del hombre. Tú, Timón, nos hablaste de Lucifer, que ofendió a Dios por mirarle queriendo saber cómo era. Eso prueba que adoras a un dios masculino. Una diosa hubiera deseado ante todo que sus adoradores le preguntaran el aspecto que tenía.

»Tal vez se me pregunte: «¿No había alguno de aquellos jóvenes que se dieran cuenta de lo bella que era?». Pero ésta es la historia de los nuevos vestidos del emperador, y se ha contado para probar el poder de la vanidad humana. Los hermosos jóvenes estaban temerosos de hallarse ineptos para desempeñar su oficio. Estaban suficientemente atareados con las discusiones aristotélicas y con las conferencias sobre las doctrinas y los misterios de los escolásticos en las Edades Antigua y Media. El mismo emperador creía que estaba elegante y finamente vestido. Así también la doncella creía que no merecía la pena ser mirada. Incluso tendría momentos de duda en que esto pudiera ser verdad, y esta lucha continua entre el instinto y la razón la devoraba, como devoró a Hércules. Sin duda, miraría a los guerreros con escudos que abundaban en los pasillos de Angelshorn, parecidos a hombres verdaderos. Creía que ellos hubieran sido, probablemente, partidarios y defensores de su causa, si no fueran meras figuras y estatuas. Comenzó a ser asustadiza y vergonzosa con todo el mundo, salvaje en la soledad de la casa. Pero, al mismo tiempo, impetuosa y feroz, y bien pudiera prender fuego al castillo aíguna noche. Finalmente, así como tú, Timón, no pudiste soportar tu vacía existencia y tomaste la decisión de arrojarte al agua de Langebro, ella tampoco pudo resistir la no existencia de Angelshorn. Pero tu problema tenía una solución más fácil. Tú solo querías desaparecer, mientras ella, que había desaparecido ya, quería crearse de nuevo, volver a una existencia y a un mundo que había perdido. Abu Mirrah tenía un anillo que le hacía invisible; pero cuando quiso casarse con la princesa Ebadu, como no podía sacar el anillo del dedo prefirió cortárselo. De la misma manera Calypso optó por cortarse el cabello y tronchar sus pechos para parecerse a quienes le rodeaban. Esto fue lo que hizo en un momento de ofuscación, durante una noche de verano.

En este momento de la narración, la muchacha, que había estado todo el tiempo con la mirada en el cielo, volvió los ojos hacia quien hablaba y escuchó con nuevo interés, como si oyese la historia por primera vez.

Miss Malin tenía poder imaginativo. La historia, cierta o no, indiscutiblemente representaría para la heroína y protagonista un símbolo, imagen viviente de lo pasado. La joven lo reconocía así con clara y honda mirada fija en la anciana.

Miss Malin prosiguió su narración, haciendo caso omiso de la mirada agradecida que le estaba dirigiendo la joven:

—A media noche, la doncella se levantó y se dirigió hacia el lugar donde pensaba llevar a efecto su desgraciada decisión. Tomó en una mano un candelero y en la otra un agudo y afilado puñal, como hiciera Judit cuando fue a matar a Holofernes. Pero ¡qué desproporcionada, amigos míos, la oscuridad del pasillo comparada con la tienda de Dotain! Los mismos ángeles habrían vuelto atrás y derramado abundantes lágrimas. Cruzó toda la casa y llegó a una habitación en la que se cubría con un gran espejo la pared. Habitación que nunca se utilizaba. Nadie podía ir allí. La muchacha se quitó la ropa dejando descubierto su cuerpo hasta la cintura y clavó la mirada en el espejo, tratando de apartar de su imaginación todo pensamiento, a fin de no tomar miedo que le indujese a desistir de sus descabellados propósitos. Mientras tanto, Calypso bajaba sus ojos ante la blancura de sus senos reflejada en aquel espejo. Nunca se había visto desnuda… Probaba con serenidad el filo de su hacha en el dedo meñique. En aquel momento vio en el espejo una figura detrás de ella. Parecía que se moviera, y ella rápidamente se volvió. No había ninguna persona. Solamente, en la pared, un enorme cuadro antiguo oscurecido por el tiempo, del que destacaban las partes más importantes a la luz de su candelabro. Representaba una escena de la vida de las ninfas, de los faunos y de los sátiros, con los centauros jugando en las alamedas y campos de flores. Este cuadro lo había traído de Italia, hacía muchos años, uno de los antiguos señores de la casa, pero fue considerado inmoral e indecente, antes de los tiempos del actual conde, y había sido desplazado de todas las habitaciones. No era un cuadro bien pintado, pero se veían buenas figuras. En el fondo, tres ninfas desnudas, como blancas rosas, sostenían con sus manos ramas de árboles. Calypso examinó el enorme lienzo, alumbrándose con el candelabro, contemplando las ninfas con gravedad. Le faltaba el conocimiento suficiente para darse cuenta de que aquella pintura era escandalosa; y hasta llegó a dudar de si sería una auténtica representación de seres vivientes en la actualidad. Miró con interés especial a los centauros y a los sátiros. Su solitaria existencia había despertado en su imaginación una ternura apasionada por los animales. Para la mente del conde Augusto la existencia de la creación animal era un enigma, y por esta razón no había animal alguno en Angelshorn. Para la muchacha, sin embargo, parecían más dulces y cariñosos que los seres humanos, y se sentía complacida al comprobar que había personas que poseían muchas de sus características. Pero lo que la sorprendió sobremanera fue el hecho de que estos fuertes y amables seres estuvieran evidentemente concentrando su atención en adorar, abrazar y seguir a las muchachas jóvenes de su misma edad y de su misma figura y semblante, de forma que todo parecía hacerse en honor de ellas e inspirado por sus encantos. Las miró durante un largo rato. Al final volvió al espejo y allí estuvo contemplándose. Tenía el sentido del arte heredado de su tío, y sabía por instinto cuando las cosas armonizan. Se apoderó de todo su ser un sentimiento de armonía.

»Se dio cuenta de que en el mundo tenía amigos. Podría pasear bajo la luz dorada y suave, el cielo azul, las nubes grises y las profundas sombras de aquellas llanuras, alamedas y enramadas del cuadro. Su corazón latió con orgullo y gratitud, por parecerle que todos le miraban y le reconocían como una ninfa más. El dios Dioniso mismo, que estaba presente, le miraba sonrientemente a los ojos. Dio una vuelta por la habitación y encontró en unas vitrinas lo que nunca había visto en Angelshorn: vestidos de mujer, abanicos, joyas y lindos zapatos. Todo había pertenecido a su bisabuela. Aunque parezca extraño, también el conde había tenido abuela. Hasta había tenido madre, y hubo un tiempo en que de buen o mal grado tuvo que tener relación íntima con el cuerpo de una joven y amable mujer. Recordaba con ternura a su abuela, que le había vapuleado repetidas veces cuando era todavía niño. En el centro de la abadía estaba su gabinete intacto todavía. Aún se percibía allí un débil perfume de aceite de rosas. La muchacha pasó la noche en la habitación. Se puso y se quitó, uno tras otro, todos los vestidos que había en las vitrinas, los collares de perlas y los diamantes. Desde el espejo miró al cuadro por si los centauros le daban a entender qué vestido le sentaba mejor. Ya no tenía dudas. Se dirigió a la habitación que ocupaba en el castillo. Antes besó gentilmente a las ninfas, colocando sus besos hasta lo más alto que le fue posible, como si en aquellas figuras viese a sus amigas entrañables.

»Subió la escalera y se dirigió a la habitación de su tío. Allí estaba el conde Serafín, entre preciosas colgaduras de seda amarilla. Sus ojos cerrados, su nariz al aire, con una camisa de dormir blanca de finísima tela. La joven llevaba vestido de brocado amarillo. Se colocó de pie junto a la cama, como Psique en el lecho de Eros. Psique había temido encontrarse con un monstruo y lo que había encontrado era el dios del amor. Pero Calypso había tenido a su tío como ministro de la verdad, árbitro del buen gusto, dios Apolo en persona, y ¿qué es lo que había encontrado? Un pobre y diminuto muñeco henchido de serrín, caricatura de una calavera. Calypso se sonrojó profundamente. Había tenido miedo de esta criatura, ella que era la hermana de las ninfas y tenía por compañeros de juego a los sátiros, a los faunos y a los centauros. Ella era cien veces más fuerte que él. Si se hubiera despertado el conde Serafín en aquellos momentos, y hubiese encontrado ante sí el espectáculo de la muchacha con el puñal en la mano, tal vez hubiera muerto de miedo y de temor, o cambiado de forma de pensar. Pero él seguía durmiendo, Dios sabe en qué sueños, y ella no aprovechó el momento para cortarle la cabeza. En su lugar, señaló en su libro de francés un epigrama, que había sido escrito para un rey que también se imaginaba enamorado de todos:

 

Ci-git Louis, ce pauvre roi.
L’on dit qu’il fut bon-mais à quoi?

 

»No le guardó rencor. No era una esclava liberta, sino un conquistador con una poderosa comitiva. Abandonó la habitación con la misma calma y tranquilidad con que había penetrado en ella. Apagó el candelabro porque podía ver el camino sin necesidad de luz. Todo a su alrededor estaba tranquilo. El serrallo que le rodeaba estaba en completo silencio y reposo. Solo al cruzar una puerta oyó las voces de dos jóvenes que discutían sobre el amor divino. En aquellos momentos deseaba que los dos jóvenes estuvieran muertos y alejados de aquel lugar. Se iba acercando el momento sublime de su decisión. Iba llegando el instante feliz de su redención, de su plena y absoluta libertad. Cuando levantó la pesada llave medieval de la puerta principal le pareció que todo aquel peso se desplazaba de su propio corazón. Nadie la había descubierto y pudo sin inconveniente alguno verse en plena calle, y respirar el aire puro de aquellos parajes. Fuera estaba lloviendo. Parecía como si la noche misma ardiera en deseos de tocar aquella joven que había pasado tanto tiempo privada de la existencia y de relaciones con el mundo.

»Paseaba por los páramos solitarios, grave y solemne como Ceres, con un rayo prestado por Júpiter, olorosa a fresas y a miel. En el horizonte, los relámpagos parecían zigzaguear en su honor. Calypso abandonó su vestido de cola sobre un brezo. Y ¿por qué no había de hacerlo? Estaba dispuesta, si encontrara en su camino algún joven caminante, a hacerle en aquel mismo momento y lugar su esposo antes de que la muerte los separara. En sus labios no había canciones alegres. Educada en lo puritano, la vida no le había enseñado ninguna frivolidad. En su corazón repetía el himno del buen Paul Gerhardt, cambiándolo únicamente en el pronombre personal:

 

¿Quién puede alzarse contra mí?
El rayo está en mi mano.
¿Quién osa traer la aflicción
Al sitio que yo decido bendecir?

 

»Por la mañana temprano llegó a mi casa. Iba mojada como un árbol del jardín. Sabía de mí porque soy su madrina, y creía que yo tenía conocimiento para aclararle muchas cosas sobre las ninfas y los centauros. Me encontró en el momento en que yo iba a subir a mi coche con dirección al balneario de Norderney. De esta forma llegamos aquí las dos, buscando la salud en el agua salada.

—Y para brillar en la penumbra de nuestro alojamiento —dijo al cardenal, que había estado escuchando con atención la narración de la anciana.

—Madame —intervino Jonathan—. En realidad yo no sé si os parecerá cosa extraña, pero nunca he oído decir, ni me ha pasado por la imaginación hasta que lo he escuchado de vuestros labios, que las mujeres bellas puedan sufrir. Yo las he considerado como flores preciosas y delicadas que es preciso tratar con sumo cuidado.

—¿Y qué piensas ahora, después de lo que he contado?

El joven Jonathan reflexionó unos momentos antes de contestar:

—Pienso que al hablar de las mujeres siempre estamos equivocados.

—Veo que eres un buen muchacho. El joven que yo había soñado para mi querida Calypso.

—Si hubiera estado yo en Angelshorn —prosiguió Jonathan excitado— no me hubiera importado la muerte a cambio de servir a esta mujer.

—Venid acá, Jonathan y Calypso. Cometeríamos un pecado abominable si consintiéramos que llegaseis a morir sin haberos casado. Habéis sido traído aquí, uno desde Assens y otro desde Angelshorn, buscando el amor. Tú, Jonathan, has nacido para Calypso, y tú, Calypso, has nacido para Jonathan. El cardenal y yo, que hacemos ahora las veces de vuestros padres, os daremos la bendición.

Los dos jóvenes se miraban el uno al otro sin atreverse a hablar.

—Si alguien —siguió miss Malin— se atreviera a decir que no sois iguales por nacimiento, yo contestaría que perteneces a la Orden de Caballería del Henil de Norderney, hiera del cual ningún miembro puede contraer matrimonio.

La muchacha, presa de una gran agitación, se arrodilló acongojada. Miss Malin se dirigió a ella en tono amable y maternal:

—¿No te das cuenta, Calypso, que él te ha seguido hasta aquí, y en el momento que oyó decir que te quedabas conmigo nada en el mundo podría obligarle a que se fuera en la barca? La mucha agua no puede extinguir el amor, ni las inundaciones anegarle.

La joven le miró con tal intensidad como si la vida y la muerte dependieran de la contestación que había de salir de sus labios:

—¿Eso es verdad, Jonathan?

—Sí, es verdad.

Jonathan mentía. Él no había estado preocupado por ella, ni tenido hasta entonces noticia alguna de la existencia de la muchacha. Pero el poder imaginativo de miss Malin era suficiente para hacer cambiar la dirección de los destinos de cualquiera. La joven empalideció súbitamente. Sus ojos parecieron más grandes y más negros. Brillaban como estrellas, con una humedad como de lágrimas. A la vista de aquel semblante Jonathan se puso de rodillas ante ella sobre ‘el heno.

—¡Oh, Jonathan! —dijo miss Malin—. ¿Amas a Calypso?

—¡Sí, madame! —repuso el joven.

—Calypso, ¿le quieres a él?

—Sí —repuso la muchacha con firmeza.

Miss Malin les miró con aire de triunfo.

—Entonces, monseñor —dijo al cardenal—, ¿aceptáis casar a estos dos jóvenes, puesto que los dos desean unirse con lazos eternos?

Los ojos del cardenal inquirieron gravemente en los rostros de los dos jóvenes, rojos como si estuvieran ante una gran hoguera.

—Sí —dijo en tono solemne—. Ayudadme.

El que iba a ser esposo le ayudó a levantarse.

—Un cardenal —dijo miss Malin— os unirá en matrimonio, y una Nat-og-Dag hará de madrina de boda. Ninguna otra pareja tendrá tanto honor. Vuestro matrimonio debe ser en todos los sentidos más puro que la mayoría de las frívolas uniones que generalmente se celebran ahora. Tú, Jonathan, tienes que verla, oírla, sentirla, conocerla con la misma energía que estabas dispuesto a desplegar para saltar al mar desde Langebro. Al amanecer celebraréis vuestras nupcias.

Se dirigió al cardenal para hacerle las siguientes consideraciones:

—Monseñor, siendo las circunstancias tan extraordinarias y fuera de lo habitual, pienso que podíais oficiar con un nuevo rito en la celebración de este matrimonio.

—Estoy pensando en eso mismo —dijo el cardenal.

Para dejar un espacio libre, miss Malin levantó con mano temblorosa la linterna y Calypso separó a un lado el barril. El perro se levantó y dio vueltas, incómodo, de un lado a otro. Al fin se echó junto a la novia.

—Poneos de rodillas, hijos míos —dijo el anciano sacerdote.

El cardenal estaba de pie, destacando su figura en la habitación medio oscura. El viento comenzó a soplar con violencia, y todos oyeron el amenazador ruido de las aguas contra las paredes del recinto. Dijo lentamente:

—No puedo hablaros esta noche de las magnificencias y esplendores de la catedral, o de la presencia de una muchedumbre para ser testigos de esta unión. No tengo tiempo para prepararos. Por tanto es preciso que aceptéis mi ministerio sin más marco que mi autoridad.

Continuó, recalcando cada una de las sílabas:

—Ambos, según he visto, habéis tenido fe en la justicia. Tened ahora fe en mí. Yo os ayudaré. ¿Tiene alguien un anillo?

Ninguno de los jóvenes tenía anillo y esto les preocupaba. Miss Malin se quitó un magnífico diamante y lo entregó al anciano’.

—Jonathan —dijo—. Coloca esta sortija en el dedo de Calypso.

El joven lo hizo como se lo habían mandado, y entonces el cardenal colocó una mano sobre la cabeza de cada uno de los jóvenes, que seguían de rodillas.

—Jonathan —dijo—. ¿Crees que en efecto estás casado?

—Sí, monseñor.

Luego hizo la misma pregunta a la novia:

—¿Y tú, Calypso?

—Sí, monseñor —susurró la joven.

—¿Prometéis que desde este momento os guardaréis amor y os honraréis el uno al otro hasta el fin de vuestras vidas, en la muerte y la eternidad?

—Sí —contestaron.

—Siendo así —dijo el cardenal—, estáis casados.

Miss Malin se mantenía de pie, rígida e inmóvil, sosteniendo la linterna, semejante a una sibila.

Las horas de descanso en el henil no habían aliviado ni confortado al anciano cardenal, a quien probablemente le fallaban ya todas las fuerzas. Tenía menos seguridad en sus movimientos que cuando bajó de la barca. Su figura parecía balancearse al compás del ruido de las aguas.

—En cuanto al estado del matrimonio —dijo— y a las cuestiones del amor, supongo que ninguno de los dos sabéis nada.

Los dos jóvenes movieron la cabeza.

—No puedo —repitió el anciano cardenal— traeros aquí como testigos de mis palabras las Sagradas Escrituras o los Santos Padres de la Iglesia. Tampoco puedo, porque me encuentro muy cansado y sin fuerzas, citaros textos y ejemplos para informaros e instruiros. De nuevo os pido que aceptéis mi ministerio sobre mi autoridad, como un anciano que ha pasado su larga vida estudiando cuestiones divinas. Porque no se os olvide que la cuestión del matrimonio es una cuestión divina. ¿No lo crees así, Jonathan?

—Sí, lo creo, monseñor. —¿Y tú, Calypso?

—Sí, monseñor.

—Entonces, eso es todo.

Como no parecía dispuesto a seguir hablando los dos recién casados se levantaron, pero demasiado emocionados para moverse de allí. Se miraron uno al otro por primera vez desde que fueron unidos en matrimonio.

Se retiraron a los lugares reservados sobre el heno.

El cardenal hablaba con miss Malin. Parecía haber olvidado que ya no estaba ejerciendo su ministerio religioso, pues su conversación se desarrollaba en términos solemnes y reposados, como había hablado durante la ceremonia del matrimonio:

—En cuanto a nosotros, madame, que en esta ocasión hemos sido únicos espectadores y sabemos mucho sobre el amor y el matrimonio, debemos considerar y meditar sobre la lección que estos dos jóvenes nos han dado respecto del tremendo valor de la Creación. Yo creo que todo ser humano ha dado en alguna ocasión asilo a la idea de crear un mundo para sí. El Santo Padre dio vigor en mi alma a estos pensamientos cuando yo era aún muy joven. Entonces quise creer que si hubiera dispuesto de la omnipotencia hubiera hecho un mundo apacible. Habría pensado en los árboles y en los ríos, en la música, en la amistad y en la inocencia; pero nunca me hubiese ocupado de las cuestiones del amor y del matrimonio. Por ello se hubiera perdido mi mundo. ¡Qué lección para los artistas! Pero no os asustéis. Ante un dilema escoged la solución más peligrosa. ¡Sed valiente! ¡No tengáis reparos! Ah, madame, tenemos aún mucho que aprender…

Después se hundió en un profundo silencio. Se sentaron. Variaban poco de posición, con la excepción de los recién casados que estaban sentados el uno junto al otro, juntas las manos y a veces los rostros. La linterna estaba sobre el suelo, frente a ellos. Miss Malin y el cardenal permanecieron silenciosos por espacio de media hora, y luego bebieron un trago de ginebra.

El rostro de miss Malin parecía el de un cadáver. Estaba profundamente emocionada, dichosa, como si realmente hubiera dado una hija en matrimonio. Cuando reanudó la conversación, su voz era débil pero en su rostro se dibujaba una amable sonrisa. Probablemente había estado meditando sobre el matrimonio y el Jardín del Edén.

—¿Creéis, monseñor, en la caída del hombre?

El cardenal pensó la pregunta durante algún tiempo; luego se inclinó hacia adelante, apoyó los codos en sus rodillas y se apartó un poco el vendaje que le caía sobre la ceja. Con voz ligeramente más gruesa que la anterior, no exenta de energía, contestó:

—Es una cuestión sobre la que he pensado mucho. Resulta muy agradable para mí haber encontrado esta noche una oportunidad para hablar sobre este terna. Estoy convencido, madame, de que el hombre cayó miserablemente, tal y como nos lo describe la Sagrada Escritura.

Miss Malin tenía preparado un argumento ingenioso, pero ante las palabras del anciano cardenal quedó sorprendida, y por unos momentos sostuvo su cabeza entre las manos. Luego casi gritó:

—A alguien le gustaría mucho oír vuestras palabras, monseñor.

—Vos me habéis preguntado, madame, y si la verdad debe ser dicha en todas partes, con mucha razón debemos defenderla en este lugar y en esta noche. A veces he pensado que en el cielo debió de tener lugar una terrible batalla, parecida a la Revolución francesa con todas sus consecuencias.

—Son tradiciones —prosiguió— para le Gran Monarque y para le Grand Siècle. A mí me parece imposible que el gran Dios que creó las estrellas, el mar y el desierto, el que creó y dio vida e inspiración al poeta Homero sea el mismo que ahora sostiene y apoya, por ejemplo, al rey de los belgas, a la escuela poética de Schwaben y a las ideas morales de nuestros días. Podemos hablar ahora libremente sobre este particular. La realidad es que estamos sirviendo a un Luis Felipe cualquiera, a una especie de dios tan humano cuanto el rey de Francia es burgués. Ésta es la verdad, y no nos queda otro camino que resignarnos ante los designios sapientísimos de nuestro Creador.

Miss Malin le miraba, pálida, con la boca entreabierta.

—Madame, nosotros, que por nacimiento pertenecemos a la grandeza del rey y somos los herederos de su corte; que llevamos en nuestras venas el código, de le Grand Monarque, estamos fuertemente ligados y obligados a nuestro legítimo rey, sea cual sea lo que podamos pensar de él. Tenemos que mantener y defender su gloria. Debemos poner todos los medios a nuestro alcance para que el pueblo no ponga en duda la grandeza y soberanía de su rey, ni siquiera sospeche alguna debilidad en su real persona. Sobre nosotros, madame, descansa y se afirma la obligación y la responsabilidad de conservar la fidelidad al rey de su pueblo. El peluquero de la corte no fue capaz de guardar su propio secreto; no pudo contenerse de susurrarlo a los confidentes del rey. Pero ¿nosotros somos acaso peluqueros? No, madame, nosotros no somos peluqueros.

Ahora miss Malin preguntó con un acento de manifiesto orgullo:

—Pero ¿es que nosotros no hemos hecho lo que hemos podido? ¿No hemos puesto nuestros mejores empeños y gastado nuestras energías en favor de la causa del rey?

—Sí —contestó el cardenal—. Ésa es la verdad. Cuando miramos a nuestro alrededor podemos comprobar los éxitos alcanzados en todos los órdenes en defensa del honor y buen crédito del rey. Con todo, el final está cerca. Oigo cantar el gallo. El rey Luis Felipe no puede durar mucho. Por su causa, la sangre misma de Rolando sería derramada en vano. Tiene todas las cualidades de un buen burgués y ninguno de los vicios de un Grand Seigneur. No pide ni reclama rango ni privilegio o distinción alguna. Cuando se llega a esos extremos los días de la realeza están contados. Nosotros encontraremos un lugar más acomodado en el infierno. Hemos sido formados y educados para ir allí. Es una satisfacción para uno, madame, hacer una cosa que ha aprendido bien. Para vos será una satisfacción, de ello estoy seguro, hallar un minué. Tomemos un ejemplo: supongamos que desde niños hemos sido adiestrados para hacer una cosa. Supongamos, más concretamente, que hemos sido ejercitados en el oficio de bailarines de cuerda. Yo lo aprendí, y llevé muchos golpes y caídas hasta salir con mi empeño. Si caía y me rompía los huesos, mi obligación era incorporarme rápidamente y subir de nuevo a las cuerdas. Mi madre lloró por mí en muchas ocasiones, pero me animó y me alentó. Llegué a ser un buen bailarín, un excelente funámbulo, tal vez el mejor de mi época. Es una cosa divertida ser un buen bailarín de cuerda. Y yo seré ampliamente recompensado cuando para entretenimiento y recreo de algún gran monarca extranjero mi rey diga: «Tenéis que ver esto, mi señor y hermano; es mi mejor bailarín, mi siervo Hamilcar». Pero ¿qué sucedería si me dijera que no tiene sentido el ejercicio del bailarín de cuerda? ¿Habéis estado alguna vez en España, madame? —preguntó a la anciana.

—Oh, sí. Un hermoso país, monseñor. He escuchado serenatas cantadas bajo mi ventana, y tengo un retrato mío firmado por Goya.

—Y ¿habéis presenciado alguna corrida de toros?

—Sí, monseñor. Es un espectáculo en extremo pintoresco y digno de ser visto por todo el mundo. ¿Qué os imagináis que piensa el toro sobre cuanto allí ocurre? Pues yo creo que el toro pensará de la siguiente manera: «Tenga Dios compasión de mí; qué situación tan terrible; qué desastre, qué mala suerte he tenido; pero no me queda más remedio que aguantar y seguir adelante». Indudablemente el animal quedaría profundamente reconocido, y hasta derramaría lágrimas, si el rey ordenara la suspensión de la fiesta por compasión hacia él. Pero un toro de pura sangre, bravo, diría: «Mirad, ésta es una corrida de toros y hay que vivirla». Se siente orgulloso porque durante muchos años será conocido por el toro negro que actuó tan bravamente aquella tarde, y que incluso mató al torero. Pero si en medio de la corrida, cuando se haya derramado sangre del toro, el rey decide suspender el espectáculo, ¿qué pensará el toro negro y bravo? Quizá se dirija a los espectadores. Tal vez mire con ojos encendidos y brame lo siguiente: «Debíais de haber pensado en suspender la fiesta antes que comenzara». Madame, también el rey debe tener su fiesta y yo estoy listo para luchar y morir ante el gran monarca cuando venga a verme actuar.

—Esperad —dijo miss Malin—. Yo he pensado en algo más. Tal vez estéis equivocado en vuestra idea sobre el sentido del humor del rey Luis Felipe. Quizá sus gustos sean muy diferentes del vuestro y del mío; quizá le guste un mundo revuelto, como aquella emperatriz de Rusia que para distraerse hizo que sus ancianos consejeros, con lágrimas abundantes en los ojos, bailaran ante ella mientras los bailarines auténticos se sentaban en los sillones de los consejeros. Os contaré una breve historia a propósito de lo que hemos hablado anteriormente.

»Cuando estaba yo en Viena —comenzó diciendo— un lindo muchacho con grandes ojos azules causó sensación con su original danza sobre una cuerda, con los ojos vendados. Bailaba con admirable gracia y el vendaje de sus ojos era real, ya que el paño que los cubría había sido colocado por una persona elegida al azar entre los espectadores. Su actuación constituyó la novedad de la temporada y tan alto llegó su nombre y su fama que fue llamado por el emperador y la emperatriz, los duques y las duquesas para que actuara en presencia de la corte. Estaba presente el gran oculista profesor Heimholz, llamado por el emperador porque todo el mundo discutía sobre los problemas de la visión. Al final de la actuación se levantó el doctor y dijo en alta voz con gran agitación:

»—Majestad y Alteza Imperial, esto es una farsa, un engaño.

»—No puede ser una farsa —intervino el oculista de la corte—. Yo mismo he colocado y atado el paño ante los ojos de este muchacho con suma precaución y cuidado.

»—Repito que esto es una farsa y un engaño —insistió el destacado profesor, indignado—. Este muchacho nació ciego.

Miss Malin hizo una pequeña pausa. Luego continuó:

—¿Qué ocurriría si vuestro Luis Felipe dijera al vernos a nosotros tan a gusto en el infierno: «Esto es una farsa, un engaño. Esta gente ha estado en el infierno desde su nacimiento»?

Miss Malin marcó las últimas palabras con una sonrisa.

Después de un silencio el cardenal prosiguió:

—Madame, tenéis un gran poder imaginativo.

—Oh, soy una Nat-og-Dag —contestó miss Malin con modestia.

—Pero ¿no sois —dijo el cardenal— un poco…?

—¿Loca? —preguntó la anciana—. Yo pensaba que ya lo sabíais, monseñor.

—No. No es eso lo que yo quise decir… También yo tengo una historieta que contaros. La contaré con vuestro permiso, madame, para probar que existen peores cosas que la condenación.

—Contad, monseñor, esa historieta, fruto de una vida agitada y llena de provechosas experiencias.

—La llamaré —reflexionó unos momentos— «El vino del Tetrarca».

»Cuando el primer miércoles después de la Pascua —comenzó el cardenal— el apóstol Simón, llamado Pedro, paseaba por las calles de Jerusalén, totalmente absorto en el pensamiento de la Resurrección, hasta el punto que no sabía si caminaba por el pavimento o era llevado por los aires, observó, al pasar ante el templo, que un hombre estaba de pie junto a una columna esperándole. Cuando sus ojos se encontraron, el hombre comenzó a caminar hacia el apóstol.

»—¿No estabas tú también con Jesús de Nazaret?

»—Sí, sí, sí —replicó Pedro rápidamente.

»—Entonces, me gustaría mucho hablar contigo unos momentos. Yo no sé qué hacer. ¿Quieres entrar conmigo en esta posada que está aquí cerca y beber algo en mi compañía?

»Pedro, incapaz de hallar una excusa, aceptó, y pronto estuvieron sentados juntos en la posada. Aquel hombre parecía ser conocido en el establecimiento. Pidió, y se la prepararon inmediatamente, una mesa al final del salón, fuera del alcance de los oídos de los otros clientes, que de vez en cuando entraban y salían. También pidió del mejor vino para él y para el apóstol. Pedro le miró despacio y adivinó en él una impresionante personalidad. Era un hombre joven, orgulloso, de constitución fuerte. Estaba mal vestido, con una capa de piel de cabra muy remendada, pero a pesar de ello llevaba una bufanda de seda fina. Alrededor del cuello lucía una cadena de oro y en sus manos brillaban anillos del mismo metal, uno de ellos con una hermosa esmeralda. Pareció a Pedro haber visto a aquel hombre en otra ocasión, en medio de un miedo y turbación terribles. Pero no recordaba el lugar donde le había visto.

»—Si eres en verdad uno de los seguidores del Nazareno, tengo que hacerte dos preguntas. A medida que vayamos avanzando en nuestra conversación te diré los motivos que me inducen a hacértelas.

»—Me alegraré si en algo puedo serte útil —dijo Pedro.

»—Bien. ¿Es cierto lo que se dice de que este Maestro a quien sirves vencerá a la muerte?

»—Sí. Ésa es la verdad —contestó Pedro, mientras su corazón se henchía de satisfacción al proclamar aquella verdad.

»—Yo he oído diferentes rumores y comentarios sobre el particular, pero no sé a qué atenerme. ¿Es cierto que te dijo, antes de ser crucificado, que resucitaría?

»—Sí, nos lo dijo. Además, nosotros sabemos a ciencia cierta que lo que Él dijo se cumplirá.

»—Entonces ¿crees que todas las palabras que dijo son ciertas y que sus promesas se convertirán en realidad?

»—Nada en el mundo es más seguro que lo que Él dijo. De ello estoy plenamente convencido.

»El hombre se mantuvo en silencio durante unos minutos. Luego preguntó súbitamente:

»—Te diré el motivo de mi pregunta: un amigo mío fue crucificado también el viernes, junto a él, en el Calvario. Tú le viste, supongo. Este Maestro tuyo le prometió a mi amigo que estaría con él en el Paraíso aquel mismo día. ¿Crees que fue al Paraíso aquel viernes?

»—Sí. Es seguro que fue y que está allí ahora, en estos mismos momentos.

»El hombre guardó un nuevo silencio, sumido en hondas reflexiones.

»—Bien, eso es bueno… Era mi amigo.

»Un dependiente de la posada trajo el vino que el hombre había pedido. Llenó los vasos y dejó a un lado la vasija.

»—Ésta es la otra pregunta que quería hacerte: he probado muchas clases de vinos durante estos últimos días y todos tienen un mal sabor para mi paladar. Yo no sé lo que ha ocurrido con el vino de Jerusalén. No tiene ni sabor ni cuerpo. Yo creo que esto obedece al movimiento sísmico que tuvo lugar el viernes por la tarde. Desde entonces todo está malo.

»—Yo no creo que este vino esté malo —dijo Pedro para dar ánimo a aquel hombre, ya que tenía una mirada triste y melancólica.

»—¿Que no está malo? —preguntó con esperanza al tiempo que acercaba el vaso a sus labios—. Sí, éste también está malo —dijo al dejar otra vez el vaso sobre la mesa—. Si tú llamas a esto bueno, me das a entender que no sabes nada de vinos. Yo sé mucho de esto y el buen vino es mi mejor placer. Pero volvamos de nuevo a aquel amigo mío, Fares —dijo tomando el hilo de la conversación—. Te voy a contar lo que ocurrió antes de caer prisionero y ser condenado a muerte. Era un ladrón que actuaba en el camino de Jerusalén a Jericó. Por aquel camino llegó un cargamento de vino con que el emperador de Roma obsequiaba al tetrarca Herodes, y en el cargamento venía un bocoy de vino tinto de Capri de calidad superior y precio extremadamente caro. Una tarde, en este mismo lugar donde estamos hablando ahora tú y yo, estuve hablando con Fares. Le dije: «Daría algo por beber de aquel vino tinto del Tetrarca». Y él me dijo: «En honor al cariño y afecto que te profeso, y para demostrarte que yo no soy un hombre inferior a ti, mataré al superintendente de este transporte y enterraré el bocoy entre determinados cedros de la montaña. Luego tú y yo beberemos juntos el vino del Tetrarca». Lo hizo tal y como lo había dicho, pero al venir a Jerusalén en mi busca fue reconocido y descubierto por una de las personas que iban con el transporte y que había logrado escapar. Luego fue encerrado en la cárcel y por último condenado a la pena de crucifixión. Me enteré de lo que había sucedido a mi amigo, y empecé a pensar en los medios que podría utilizar para ayudarle a escapar. Por la mañana, al pasar ante el templo, vi a un anciano mendigo a quien ya había visto otras veces, que tenía una pierna lisiada y además estaba loco. En su locura solía gritar, quejándose de su mala suerte y maldiciendo a los gobernantes de la ciudad, y hasta proclamando y deseando muchas cosas malas para el tetrarca y para su esposa. Como estaba loco, la gente que pasaba por allí y le oía se limitaba a reírse. Pero sucedió que esta mañana pasó por dicho lugar un centurión con sus hombres, y cuando oyó al mendigo maldecir y vilipendiar al tetrarca ya su esposa se llenó de ira. Dijo al mendigo que si volvía de nuevo a repetir lo que estaba diciendo haría que durmiera en la prisión de Jerusalén, y además ordenaría que le dieran veinticinco azotes por la mañana y otros veinticinco por la noche, para que aprendiera a hablar con respeto de los gobernantes. Yo escuché todo aquello y me vino a la imaginación el siguiente pensamiento: «Ésta es mi oportunidad». Durante el transcurso de aquel día rasuré mi cabello y mi barba, unté mi cara con aceite de nueces, me vestí con andrajos y harapos y hasta vendé de arriba abajo mi pierna derecha. Entre aquellos vendajes escondí una lima fuerte y afilada y una larga cuerda. Por la tarde me dirigí al templo. El mendigo se había asustado, al parecer, y no había acudido a su lugar de costumbre. Yo ocupé su sitio. Justamente cuando pasaba la vigilancia grité a todo pulmón, tratando de imitar la voz y los gestos del mendigo. Pronuncié horribles maldiciones contra el César de Roma y contra todos sus servidores, y como yo esperaba, la vigilancia me cogió y me llevó a la prisión sin que nadie me reconociera bajo los andrajos. Allí recibí veinticinco azotes y tomé buena nota del hombre que me azotó, con vistas al futuro. Con una moneda de plata logré sobornar al carcelero y me cambió por la noche a la celda donde estaba Fares. Esta celda estaba en lo más alto de la prisión, la cual, como sabes, está construida en la roca. Fares se echó al suelo y besó mis pies, me dio agua de la que él tenía, y más tarde pusimos manos a la obra para limar la barra de hierro de la ventana. Estaba muy alta y él tenía que estar sobre mis hombros o yo sobre los suyos. Por la mañana temprano habíamos logrado cortar el barrote. Luego atamos la cuerda. Fares bajó el primero, y como la cuerda no era lo suficientemente larga, tuvo que dejarse caer hasta el suelo desde cierta altura. Entonces salí yo, pero me encontraba débil y torpe para lanzarme. En aquel momento una partida de soldados llegaba con un prisionero. Llevaban antorchas y uno de ellos advirtió mi presencia cuando comenzaba a descolgarme torpemente por la cuerda. Fares pudo haber huido si hubiera querido, pero era un buen amigo y no quiso irse sin haber visto antes lo que iba a ser de mí, y de esa forma los dos fuimos cogidos. Naturalmente, averiguaron en seguida mi personalidad. Eso es lo que sucedió. Me conforta mucho tu palabra de que Fares está ahora en el Paraíso.

»—De todo esto —dijo Pedro, que había estado escuchando todo oídos— saco la conclusión de que eres un hombre valiente y decidido, y que sabes arriesgar la vida en beneficio de un amigo… Te felicito…

»—¡Oh! —dijo el hombre, suspirando profundamente—. Fie vivido mucho tiempo en los bosques.

»—Me dijiste —añadió Pedro después de un rato— que fuiste hecho prisionero también. Estando aquí, es que escapaste de alguna manera…

»—Sí… Logré escaparme —dijo el hombre—. Me escapé con ánimo de vengar la muerte de mi amigo Fares. Pero desde que tú me has dicho y asegurado que se encuentra en el Paraíso, no veo por qué he de preocuparme. Y ahora no sé qué hacer. ¿Desenterraré ese bocoy de vino del tetrarca y me lo beberé?

»—Será muy triste para ti hacer eso sin tu amigo —dijo Pedro.

»Sus ojos se llenaron de lágrimas. Pensó que tal vez debería reprochar a aquel hombre el robo del vino del tetrarca, pero en su propio corazón brotaron otros recuerdos.

»—No… No es eso lo que estoy pensando —dijo el hombre—. Si ese vino se ha vuelto también malo y no proporciona placer a mi paladar, ¿qué he de hacer entonces?

»Ahora Pedro comenzó a desear que este hombre terminara con sus lamentaciones y le dejara solo con sus pensamientos.

»—¿Por qué —preguntó— vienes a mí con todo eso?

»—Te lo explicaré. Me han informado que vuestro Maestro, en la noche anterior a su muerte, dio una fiesta a sus seguidores y discípulos, y que en esa ocasión fue servido un vino especial. ¿Te queda algo de aquel vino, y quieres vendérmelo? Te pagaré el precio que me pidas.

»Pedro miró fijamente al hombre. Luego gritó, tan afectado que derramó el vino de su vaso:

»—¡Oh, Dios…, oh, Dios! No sabes lo que estás diciendo. El vino que nosotros bebimos la noche del jueves es de un precio valiosísimo. Tan grande es su valor que el mismo emperador de Roma no podría pagar el importe de una sola gota.

»Su corazón latía con violencia. En medio de su excitación vinieron a su pensamiento las palabras del Señor, cuando le dijo que sería pescador de hombres. Entonces pensó que sería su obligación ayudar a aquel desgraciado que parecía sumido en una terrible angustia. Se volvió a él, pero al ver su mirada pensó que de todas las personas del mundo sería aquel hombre al que no podría prestar ayuda ni socorro alguno. Para alentarse recordó las palabras del Señor:

»—Hijo mío —dijo amable y gravemente—. Toma tu cruz y síguele.

»El hombre se detuvo y miró a Pedro:

»—Mi cruz —gritó—. ¿Dónde está mi cruz? ¿Quién va a levantar mi cruz?

»—Nadie sino tú puede levantarla —dijo Pedro— y El te ayudará a llevarla. Ten paciencia y fortaleza. Te diré muchas cosas más sobre todo esto.

»—¿Y qué tienes que decirme sobre esto? —preguntó el hombre—. Me parece que nada sabes de ello. ¿Ayudarme? ¿Tú crees que hay alguien dispuesto a llevar la cruz que el carpintero de Jerusalén llevó días pasados? Yo por lo menos, no. De eso puedes estar seguro. Aquel cirineo de piernas estevadas no tendrá nunca oportunidad de exhibir su fortaleza en favor mío. Me estás hablando de paciencia y de fortaleza, pero debo decirte para tu conocimiento que nunca he conocido a un hombre tan fuerte como yo. Mira —dijo echando atrás la capa y mostrando a Pedro el pecho y la espalda cruzados por hondas cicatrices—. ¡Mi cruz! La cruz de Fares estaba a la derecha y la de Achaz a la izquierda. Yo hubiera llevado mi cruz mejor que ninguno de ellos. ¿No crees que yo hubiera durado más de seis horas? No pienso en eso, te lo aseguro. En todos los sitios en que he estado he sido jefe de hombres, y siempre han atendido y obedecido mis órdenes. No creas que porque en estos momentos te esté diciendo que no sé qué hacer no esté acostumbrado a ordenar a otros para que vayan y vengan obedeciendo mis mandatos.

»Ante el tono desdeñoso de la conversación Pedro estuvo a punto de perder la paciencia, pero había prometido, desde que cortó la oreja a Maleo, dominar su temperamento impetuoso. Se hizo fuerte y calló. Después de unos momentos el hombre le miró impresionado y confundido por su silencio.

»—Y tú —preguntó— que eres discípulo de ese profeta, ¿qué crees que te sucederá ahora?

»El rostro de Pedro, desfigurado por la pena y el dolor terribles que le producía el recuerdo de los sufrimientos de su Maestro, se enterneció. Puso sus ojos en los de aquel hombre extraño y le dijo:

»—Creo y confío en mi fe. Espero tener la suerte de sufrir y morir por mi Señor y Dios.

»Bajó la voz, y dijo con entusiasmo y esperanza:

»—Algunas veces, durante estas últimas noches, he tenido el presentimiento de que al final de mi vida me espera una cruz también.

»Bajó la vista y añadió:

»—Aunque pienses que me estoy vanagloriando, debo decirte todo esto.

»—No —repuso el hombre—. Creo muy probable que te suceda todo lo que terminas de decir.

»Esta confianza pareció a Pedro una muestra generosa de amistad por parte de aquel hombre. Su acaloramiento y su disgusto se fundieron con la gratitud y el reconocimiento. Se sonrojó como una novia. Por primera vez sintió verdadero interés por su compañero, y hasta le pareció que debía de hacer algo por él a cambio de las amables palabras que acababa de decirle.

»—Lamento —dijo gentilmente— que no pueda ayudarte en la pena que pesa sobre tu alma. Realmente no soy totalmente dueño de mí, debido a cuanto me ha acontecido en estos últimos días.

»—Oh —dijo el hombre—. Yo no esperaba otra cosa.

»—En el transcurso de nuestra conversación me has dicho y repetido que no sabes qué hacer. Dime a qué se debe el que estés metido en tales dudas. Estoy dispuesto a aconsejarte hasta en lo referente a ese vino de que me hablas.

»El hombre le miró:

»—No es una cuestión especial o determinada la que me preocupa. No sé dónde encontraré un vino que tenga virtud suficiente para alegrar mi corazón como antes. Estoy pensando que lo mejor que puedo hacer es ir y desenterrar el bocoy de vino del tetrarca. Tal vez sea ésa mi solución y el remedio de mis penas y mi aburrimiento.

»Cuando hubo terminado de pronunciar estas palabras se levantó de la mesa y envolvió su cuerpo en la capa de piel de cabra.

»—No te vayas todavía —pidió Pedro—. Creo que hay muchas cosas sobre las que tenemos que hablar nosotros dos.

»—De todos modos, tengo que irme. Va a pasar un transporte de aceite por este camino, procedente de Hebrón, y tengo que encontrarme con él.

»—¿Te dedicas al comercio del aceite?

»—En algún sentido, sí.

»—Pero antes que te vayas, dime cuál es tu nombre. Tenemos que hablar los dos en otra ocasión, si me dices tu nombre y dónde puedo encontrarte.

»El hombre estaba ya de pie j unto a la puerta de salida. Se volvió y miró a Pedro con altivez y ligero desdén.

»—Pero ¿es que no sabes mi nombre? Mi nombre ha sido gritado y pregonado por toda la ciudad. No ha quedado uno de los sumisos ciudadanos de Jerusalén que no lo haya pronunciado con todas sus fuerzas. «¡Barrabás!», gritaban, «¡Barrabás! ¡Barrabás! Devuélvenos a Barrabás». Mi nombre es Barrabás. Yo he sido un gran jefe, y como tú mismo dijiste, un valiente. Mi nombre será siempre nombrado y recordado.

»Y tras estas palabras salieron de la posada.

Cuando el cardenal hubo terminado su historia, Jonathan se levantó y cambió la candela de sebo en la linterna. Se había quemado hasta abajo y ahora estaba dando parpadeos. Apenas había terminado cuando la muchacha se puso mortalmente pálida.

Miss Malin le preguntó amablemente si tenía sueño, pero ella lo negó con energía, aunque la realidad era que no podía resistir sin reposar y dormir. Durante esta noche había vivido más de lo que había vivido en todos los años de su vida. Se había enfrentado con la muerte y valientemente se había arrojado al peligro, exponiendo su noble vida por salvar la de sus semejantes. Hasta se había casado. No quería, a pesar del sueño que la dominaba, perder ni un momento de aquellas horas tan fecundas e inolvidables. Pero a pesar de sus esfuerzos antes de diez minutos se quedó dormida, sin que de nada siivieran los esfuerzos que hacía para mantenerse despierta. Al final se resignó a descansar unos momentos. Su esposo le preparó un lecho sobre el heno, y se quitó la capa para cubrirla con ella.

Con la mano en la de su esposo, se quedó dormida sobre el duro suelo. Semejaba una imagen en mármol del ángel de la muerte. El perro se apretó junto a ella, con la cabeza sobre sus rodillas. Su esposo se sentó para observar su sueño, pero luego tampoco pudo resistir más tiempo despierto y se acostó a corta distancia de ella, lo suficientemente cerca para poder seguir sujetando su mano. Por unos instantes no pudo dormir. Miraba alternativamente a ella y a las rígidas figuras de miss Malin y del cardenal. Cuando al final se quedó dormido, en sueños hizo un movimiento súbito hacia adelante, de modo que su cabeza quedó casi rozando la de la muchacha.

Miss Malin y el cardenal guardaron unos momentos de silencio, contemplando a la tenue luz de la linterna a los dos jóvenes.

Jonathan, después que se hubo acomodado quedó plácidamente dormido.

Miss Malin, que parecía que no fuese a dormir en toda la eternidad, tenía puesta su mirada en los dos jóvenes con benevolencia.

El cardenal los miró un momento y luego comenzó a quitarse los vendajes que envolvían su cabeza.

—Quiero desembarazarme de estas vendas ahora que casi tenemos aquí la mañana.

—Pero ¿no será prematuro? —preguntó miss Malin preocupada.

—No. —Después de unos momentos prosiguió—: Ésta no es sangre mía, vos, miss Nat-og-Dag, que tenéis la vista tan agudizada para descubrir la sangre noble, deberíais reconocer la sangre azul del cardenal Hamilcar.

Miss Malin no se movió, pero su blanco rostro cambió ligeramente. Luego preguntó con voz poco firme:

—¿La sangre del cardenal Hamilcar?

—Sí. La sangre de ese hombre noble. Sangre que está sobre mi cabeza y sobre mis manos. Yo le golpeé en la cabeza con una viga que cayó antes que la barca llegara para rescatarnos esta mañana.

Hubo un silencio profundo que duró dos o tres minutos.

Solamente el perro se movía, gimiendo débilmente en sueños mientras acercaba más su cabeza hacia las ropas de la joven. El hombre vendado y la anciana no se atrevían a levantar los ojos para mirarse. Lentamente terminó de quitarse aquellas vendas de lienzo, largas y teñidas en sangre. Una vez que quedó libre de ellas apareció un rostro ancho y rojo.

Miss Malin, al final, dijo:

—Dios dé descanso a su alma.

Levantó la vista para mirar a aquel hombre y le preguntó llena de extrañeza y de sobresalto:

—Y vos, ¿quién sois?

El semblante del desconocido cambió ante la pregunta:

—¿Es eso lo que me preguntáis? ¿Estáis pensando en mí y no en él?

—Oh, tanto vos como yo no necesitamos pensar en él. Decidme, ¿quién sois?

—Me llamo Kasparson. Soy el criado del cardenal.

Miss Malin dijo con firmeza:

—Pero tenéis que decir aún más. Necesito saber con quién he estado hablando esta noche.

—Os diré todavía más si os divierte. He recorrido muchos continentes y siento un placer especial en recordar mis hazañas pasadas.

»Yo soy un actor, madame, lo mismo que vos sois una Nat-og-Dag. Es decir, los dos sabemos mantenernos firmes en cualquier circunstancia, y sabemos también retroceder cuando los demás nos han fallado o defraudado. De niño comencé a actuar en un ballet; cuando tenía trece años me llevaron consigo los nobles más ancianos de Berlín. Quedaron prendados de mi gracejo y habilidad extraordinarias, y particularmente de los conocimientos poco corrientes que decían que tenía en la técnica del ballet llamado ballon, que pone a prueba la capacidad para saltar sobre el suelo y burlar las leyes de la gravitación. Mi padrastro, el famoso tenor Herr Eunicke, me presentó a aquellos nobles señores y creyó que en mí tenía una mina de oro. Pero Herr Eunicke, como todos los tenores, olvidó de hacer cálculos con las leyes del tiempo, y éste nos sorprendió antes de lo que hubiéramos querido, y mi carrera de cortesano duró muy poco.

»Entonces fui a España y me hice barbero. Ejercí mi oficio en Sevilla durante siete años, y me gustó mucho todo aquello. Siempre he tenido afición hacia el jabón y las aguas de tocador, y me han gustado las cosas limpias y pulcras. Por esta razón me sorprendía a menudo la costumbre del cardenal de mancharse las manos con tinta roja o negra. Me convertí, madame, en un barbero profesional y muy cotizado.

»También he sido impresor en los periódicos revolucionarios de París, vendedor de perros en Londres, traficante de esclavos en Argelia y amante de una princesa viuda en Pisa. Por medio de ella conseguí relacionarme y viajar con el profesor Rosellini y con el gran orientalista francés Champollion en su expedición a Egipto. He estado en Egipto, madame. He pasado por la sombra triangular de la Gran Pirámide, y desde la cima de ella imaginé, asombrado y estupefacto, una historia de hace cuatro mil años.

Miss Malin, ante un criado que había recorrido el mundo, buscó refugio en su imaginación. Kasparson prosiguió su historia:

—También he vivido en Copenhague. Pero me quedaron malos recuerdos de la ciudad. Me hice palafrenero de un hombre anciano y gordo llamado Bolle Bandsat, que quiere decir, con vuestro permiso, el hombre maldito o condenado. Allí por un penique podía dormir en el suelo, y por medio penique, estar de pie con una cuerda bajo los brazos. Cuando pude evadirme de las manos de la justicia, cambié mi nombre por el de Kasparson, en recuerdo de aquel orgulloso y desventurado joven de Nuremberg que murió apuñalado por sí mismo para hacer creer a lord Stanhope que era hijo ilegítimo de la gran duquesa Estefanía de Badén.

»Si es sobre mi familia sobre la que queréis tener noticias, tengo el honor de informaros que soy un bastardo de la más pura sangre. Mi madre era una verdadera hija del pueblo, nacida de un honrado artesano, y se convirtió en esa amable actriz llamada Johanna Han-del-Schut, quien hizo revivir en los escenarios todos los ideales clásicos. De mis dieciséis hermanos y hermanas, cinco se han suicidado.

Y ahora, si os digo quién es mi padre, creo que os interesará. Cuando Johanna fue a París, con dieciséis años, para estudiar el arte, encontró favor ante los ojos de un gran señor. Yo, madame, soy hijo del duque de Orleans, quien poco después de mi nacimiento se alzó con el pueblo e insistió en ser llamado ciudadano y tratado como tal. Luego votó por la muerte del rey de Francia, y cambió su nombre por el de Égalité. ¡El bastardo de la Égalité! ¿Puede uno ser más bastardo, madame?

—No —contestó la anciana, con los labios blancos, incapaz de pronunciar una sola palabra de alivio para el hombre empalidecido y triste que tenía ante su presencia.

—Aquel pobre rey Luis Felipe —dijo Kasparson—, por quien siento pena y sobre el cual lamento haber hablado tan dura y severamente esta noche, es mi hermano pequeño.

Miss Malin se encontraba ante los mayores infortunios. Nunca había estado tanto tiempo sin hablar como en aquella ocasión. Después de un largo y prolongado silencio se decidió a preguntar:

—Decidme ahora, teniendo en cuenta que ya no nos queda mucho tiempo. En primer lugar, por qué matasteis al cardenal y, en segundo lugar, por qué razones os habéis tomado la molestia de engañarme después de haber venido aquí, y os habéis burlado esta noche que tal vez sea la última de mi vida. Aquí no corréis peligro alguno. Hablad, sin miramientos. ¿Creéis, acaso, que no tengo suficiente ánimo para comprenderos?

—Ah —dijo Kasparson—, ¿por qué no os lo he de contar? Cuando maté al cardenal fue el momento del desposorio de mi alma con el destino. ¿Por qué maté a mi maestro? —prosiguió—. Madame, había pocas esperanzas de que los dos pudiéramos ser salvados, y él hubiera sacrificado su vida por la mía. ¿Debería vivir yo como criado cuyo señor había muerto, o debería quedar sencillamente ahogado y desaparecido como un triste aventurero? Os dije que soy actor. ¿Un actor no tiene que representar su papel? Si durante todo el tiempo el director del teatro se empeña en retirarnos los buenos papeles, ¿no vamos a insistir en conseguir uno bueno aunque sea en las estrellas? La prueba de nuestro talento está en el éxito o en el fracaso. Yo he representado bien mi papel. El cardenal me hubiera aplaudido. Era un experto en el arte de representar.

»Sir Walter Scott, madame, aceptó, con gran complacencia, la novela de Wilibald Alexis titulada Walladmor, que publicó con su nombre y a la que denominó el misterio más delicioso del siglo. El cardenal se hubiera reconocido en mí. Él tenía un corazón magnánimo y estoy seguro de que lo que hice aprovechando su estado de inconsciencia y de descuido no le resultó del todo desagradable, y hasta me atrevería a asegurar que me perdonó.

Miss Malin guardaba silencio. No se atrevía a emitir su opinión sobre el crimen cometido por aquel infiel criado. Fue el mismo Kasparson quien rompió el silencio molesto recitando algunas estrofas de la gran tragedia de Axel y Walburg. Sin mirar a la anciana, y en voz alta que penetraba en todos los rincones del recinto, que guardaba entre sus oscuras paredes tantos secretos, comenzó a recitar lentamente:

 

Mi venerado señor San Olaf viene en persona,
De mí se reviste, conmigo se cubre.
Soy su fantasma, la larva de su espíritu;
La cáscara transitoria de una mente inmortal.

 

—La única cosa que me hubiera criticado sería ésta: que me hubiese excedido en mi papel. Yo me quedé en este henil para salvar las vidas de aquellos aldeanos torpes y empedernidos, que prefirieron la salvación y la vida de su ganado a la suya propia. Dudo que el cardenal hubiera hecho lo que yo hice, ya que él era hombre de un excelente sentido de las cosas. Tenía que ser así. En todo gran artista debe haber algo de charlatán, y el cardenal no estaba libre de ello. En cualquier caso —concluyó levantando la voz— en el día del Juicio Final Dios no me dirá: «Kasparson, has sido un mal actor».

Miss Malin se mantuvo sentada durante un largo espacio de tiempo, sumida en el profundo silencio de aquel recinto oscuro. Al final miró a Kasparson para decirle:

—¿Y por qué tanto interés en ese papel?

Kasparson contestó, hablando lentamente:

—Confiaré en vos. No se conoce al hombre por la cara, sino por la máscara. Esto mismo os dije al principio de esta noche. Soy bastardo. Llevo sobre mí la maldición de la bastardía de la que vos conocéis nada. La sangre de la Égalité es una sangre arrogante, llena de vanidad y de presunción. Es difícil, muy difícil vivir, cuando se lleva esta sangre en las venas. Reclama siempre el esplendor y la gloria, madame. No admite ninguna equivalencia, ningún sustitutivo. El que lleva esta sangre sufre mucho ante cualquier desaire, por insignificante que sea. Pero estos aldeanos y pescadores son el pueblo de mi madre. ¿Queréis creerme que he derramado y llorado sangre ante la dureza de sus vidas y ante sus hijos pálidos y desmayados? Mi corazón se ha retorcido muchas veces ante el recuerdo de sus mendrugos de pan, sus cuchillos desgastados por el uso, sus ropas remendadas y sus rostros pacientes y resignados. Nada he amado en el mundo sino a estas gentes. Si ellos lo reconocieran y me nombraran su jefe y maestro, yo les serviría durante toda mi vida. Si hubieran caído de rodillas y me hubieran adorado yo hubiese dado mi vida por ellos. Pero no lo han hecho ni lo harían nunca. Tales honores estaban reservados para el cardenal. Solo esta noche han buscado mi amparo. Han visto en mi rostro el del Señor. Después de esta noche, ellos mismos dirán que vieron una luz blanca en la barca donde yo estaba. Sí, así es, madame… Lo mismo, madame, ha sucedido con nuestros reyes. Pero, con la ayuda de Dios, también he sentido compasión por mi hermano el rey de Francia. Mi corazón se ha entristecido por él. Sí…, madame…

—Perdonadme —dijo miss Malin— pero no creo que influyera decisivamente en vuestro destino que este recinto se sostenga hasta que regrese el barco, o se derrumbe batido por las aguas.

Kasparson sonrió ligeramente. En su rostro se reflejaban dulzura y simpatía. Era evidente que estaba bajo la influencia del barril de ginebra que dejaron los aldeanos. Y la anciana miss Malin no se sentía ajena al influjo del alcohol ingerido.

—Tenéis razón, miss Nat-og-Dag; vuestro agudo ingenio ha dado en el clavo. Pero tened paciencia un poco más de tiempo. Os explicaré el caso. Poca gente puede decir sin mentir que siempre estuvieron libres de la creencia de que podrían haber hecho el mundo.

Y aún digo más: poca gente puede decir de sí misma que está libre de la creencia de que este mundo que ven no es más que obra de su propia imaginación.

»¿Estamos entonces contentos con él, orgullosos de este mundo? Aveces, sí… En las tardes primaverales, en compañía de niños y mujeres hermosas e inteligentes, yo me he sentido complacido, a gusto y hasta orgulloso de la Creación. Otras veces, cuando me ha tocado entendérmelas con el vulgo, con gente ordinaria, me he formado una mala idea de la existencia de semejante gentuza baja, insípida y embotada. Si hubiera tenido poder hubiese acabado con ellos, de la misma manera que el monje en su celda acaba con las imaginaciones degradantes y torpes que perturban la paz de su alma y su orgullo de siervo del Señor. Ahora, madame, me encuentro complacido y satisfecho por haber pasado esta noche aquí. Estoy sinceramente orgulloso de haberos conocido, os lo aseguro. Pero ¿qué haremos con esta figura verdadera y real que ha aparecido al final de este hombre llamado Kasparson? ¿Ha sido un éxito o un acierto el introducirlo en escena? ¿Vale la pena que lo conservemos? ¿No habrá, por el contrario, aparecido como una mancha lamentable en el cuadro? El monje acude a flagelaciones para ahuyentar de sí la imagen que le ofende. Mis cinco hermanos y hermanas cayeron quizá en este mismo pensamiento: «El único fracaso es mi figura en el mundo, y por consiguiente, debo hacerla desaparecer aunque me cueste la vida».

—Bien —dijo miss Malin después de una pausa—. Y ¿gozasteis representando el papel de cardenal cuando se os presentó la oportunidad? ¿Tuvisteis algún momento agradable?

—Madame, os confieso que he tenido una noche y un día deliciosísimos. He vivido demasiado hasta la fecha para haber aprendido a devolvérsela cuando el diablo me hace una burla. ¿No será este recibir una burla del diablo y devolvérsela la diversión más hermosa, la única verdadera que hay en el mundo? ¿Y si todo lo que el mundo llama diversión y esparcimiento no es más que un presentimiento, una sombra o anuncio de aquello?

Miss Malin con voz aguda dijo:

—Yo también, yo también. —Se incorporó con ligereza y dignidad—. También yo he devuelto la burla al diablo. Es un arte que merece la pena aprender.

El actor se levantó y se mantuvo a pie firme. Ella le miró con ojos radiantes.

—Kasparson, gran actor, bastardo de la Égalité, bésame.

—Oh, no, madame. Estoy enfermo. Llevo veneno en mi boca.

Miss Malin sonrió:

—Todo debe ser jugado esta noche.

Realmente su aspecto no era atractivo. Sobre sus hombros llevaba una calavera, la misma que usan los farmacéuticos para anunciar y distinguir las botellas que contienen veneno. No era apetecible para recibir el beso de ningún hombre. Miró fijamente al que tenía ante ella y dijo lentamente, con mucha gracia:

—Fils de St. Louis, montez au ciel!

El actor la tomó en sus brazos y la besó. Aquella anciana doncella no se iría a la tumba sin haber sido besada. Con un movimiento gracioso y majestuoso levantó el borde de su faldón y lo colocó en su mano. La seda que había arrastrado por el suelo estaba empapada en agua. Entonces comprendió Kasparson cuál había sido la razón por la que se había levantado de su asiento.

Los dos, a un mismo tiempo, miraron al suelo del henil. Una oscura figura como la de una serpiente larga y gruesa yacía sobre las tablas y, un poco más abajo, donde el piso se balanceaba ligeramente, se extendía una negra balsa de agua que casi tocaba los pies de la muchacha. Las aguas habían logrado rebasar los muros del henil.

A medida que las aguas se movían, veían mecerse suavemente las tablas que flotaban sobre la superficie líquida.

El perro se levantó de un salto. Alzó la cabeza, empinó las orejas, olfateó con la nariz y emitió un bajo gemido.

Miss Malin, que había aprendido su nombre por los pescadores, dijo:

—¡Passup!, ¡Passup!

Tomó una de las manos del actor entre las suyas:

—Esperad un momento.

Hablaba en voz baja para que no se despertaran los dos jóvenes, dormidos plácidamente:

—Tengo que deciros algo más. También yo fui una chica joven. Me gustaba pasear por los bosques y contemplar a los pajarillos. Muchas veces pensaba llena de aflicción: «Qué horrible cosa es pensar que haya gentes que encierren a estos pobres animalitos en jaulas, privándoles de lo más grande que Dios les ha dado, su libertad». Otras veces me decía: «Si yo pudiera vivir de tal forma y servir de tal manera al mundo que después de mí no hubiera jaulas con pajarillos encerrados dentro, todos me deberían la libertad».

Se detuvo y miró a la pared. Por entre las tablas aparecía una franja azul que daba a la luz de la linterna un color rojizo. Estaba rompiendo el alba.

La anciana sacó lentamente los dedos de entre la mano de Kasparson y colocó uno sobre sus labios para decir:

—A ce moment de sa narration, Scheherazade vit paraïtre le matin, et, discrète, se tut..

*FIN*


“The Deluge at Norderney”,
Seven Gothic Tales, 1934


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